Capítulo 12

12

Cuando quiera tu opinión, te quitaré la mordaza.

(Camiseta)

Después de echar las tripas delante de Dios y de sus criaturillas, empecé a caminar hacia mi edificio de apartamentos, situado en la manzana de al lado, pero recordé de pronto que había dejado a Misery aparcada junto a la tienda de Pari. Tuve que pararme y buscar apoyo de vez en cuando. Me temblaban las manos y las rodillas. Me temblaban hasta los codos. Y posiblemente también los folículos capilares. Se me subía la bilis a la garganta y debía tragar saliva varias veces para bajarla. En un intento por calmarme. En un intento por tranquilizarme y recuperar el control.

En el momento en que su nombre me vino a la mente, Angel apareció. Miró a su alrededor y luego me dirigió una mirada furiosa por debajo del pañuelo que le cubría la frente.

—¿Cómo haces eso? ¿Y por qué estás azul?

Respiré un poco de aire fresco antes de responder.

—¿Dónde está él?

No tuve que explicarme. Angel entendió muy bien a quién me refería, y si alguien sabía dónde estaba Reyes, ese era Angel. Había seguido de cerca todos sus movimientos desde que el hijo del enemigo público número uno salió de prisión. Yo lo sabía, y también sabía por qué. Angel esperaba que Reyes mantuviera las distancias, que permaneciera lejos de mí. No me lo había dicho con esas palabras, pero yo conocía lo bastante a Angel para entender a la perfección por qué pensaba vigilar a alguien a quien tenía tanto miedo.

Angel le dio una patada al suelo.

—¿Por qué? —preguntó con evidente frustración.

—Porque si no me lo dices, tu madre no volverá a ver un solo centavo más.

Su expresión denotaba una pizca de resentimiento, pero en esos momentos yo no estaba para contemplaciones.

—Está en el Paladin Lodge, calle abajo.

Me enderecé sorprendida.

—¿En un hotel? Creí que vivía con Elaine Oake.

—Mira, tú me has preguntado y yo te he respondido. No tengo ni idea de dónde vive, pero ahora mismo está en ese hotel.

Cierto.

—¿Habitación?

—Ciento treinta y uno.

—Gracias.

Me despedí de él y fui a buscar a Misery.

• • • • •

Aparqué a cierta distancia del número 131 y fui a pata hasta la habitación de Reyes. El hotel no era tan horrible. Sobre todo si se tenía en cuenta que era de los que se alquilaba por horas. Pensaba que sería peor. En una escala del uno al cinco le habría dado un dos pelado, pero al menos no había camellos descarados paseándose por el aparcamiento. Y eso siempre era una buena señal.

Cuando llegué a la habitación, la puerta estaba entreabierta, lo suficiente para que un rayo de luz vespertina atravesara la moqueta oscura y desgastada. Saqué a Margaret y la sujeté con ambas manos, con el cañón apuntado hacia el suelo. Como en las películas. Me habría sentido mejor de haber sido capaz de darle a algo cuando disparaba, pero al menos tenía un aspecto guay.

—¿Reyes? —pregunté mientras me asomaba al interior.

Como no obtuve respuesta, empujé la puerta con el cañón de Margaret, un movimiento propio de chica dura. Un haz de luz iluminó una bota situada encima de una mesita que había junto a una pequeña cocina. Reconocí la firma del estilo de Reyes al instante. Sus botas eran una mezcla entre las de vaquero y las de motero, y me moría por tener unas iguales.

Tras echar un vistazo al lugar en busca de algún ocupante, entré cautelosamente. Él estaba sentado al cobijo de las sombras, y como no le veía la cara, no pude saber cuál era su estado de ánimo. El único sentimiento que desprendía era dolor. Además de la bota, encima de la mesa había una botella de whisky y un rollo de cinta adhesiva. Eso solo podía significar una cosa: estaba herido, y seguramente de gravedad. Para Reyes, la cinta adhesiva era el sustituto de los puntos quirúrgicos. Y la cirugía. Él y yo nos curábamos tan rápido que rara vez necesitábamos mucho tiempo para recuperarnos. La excepción en mi caso fueron las cuchilladas de Earl Walker. La excepción en el caso de Reyes tuvo lugar cuando un grupo de demonios se apoderó de su cuerpo físico mientras estaba ausente en su forma incorpórea. Y fue un grupo numeroso. Unos doscientos, diría yo.

No se movió cuando volví a poner la puerta como él la había dejado. Su calor me envolvía, me calentaba, me calmaba. Todavía temblaba cuando aparqué a Misery, pero su calidez era como un bálsamo para mis nervios.

—Bonita habitación —dije mientras miraba a mi alrededor.

La botella de whisky estaba medio vacía, y me pregunté si se la había bebido o si la había utilizado como antiséptico para las heridas. Probablemente las dos cosas.

—Creí que vivías con Elaine.

—Creí que habíamos quedado en que no saldrías de tu apartamento —dijo él por fin.

—Tú quedaste en eso —dije antes de coger una libreta para revisarla. No pude leer lo que ponía—. Contigo mismo, creo, porque me parece recordar que yo me negué.

Había una chaqueta negra sobre una silla, y el cubo de basura estaba lleno de recipientes de comida para llevar. Al menos había comido algo.

—¿Te echó a patadas? —pregunté.

—Sirvió a su propósito.

—¿Y qué propósito era ese? —pregunté sorprendida.

—Tenía contactos. Y yo necesitaba esos contactos a fin de conseguir un entrenador para las peleas. No habría podido entrar de otra forma.

El hecho de que solo la hubiera utilizado me horrorizaba, pero también me sentía encantada.

—Así que te limitaste a dejarla tirada y te trasladaste a un hotel. ¿Es eso?

—Algo parecido.

Cogí unas facturas y otros papeles que había esparcidos sobre la cómoda.

—He visto su casa. No sé si ha sido una buena decisión.

—¿Por qué estás aquí, Holandesa?

Su tono brusco me molestó. Últimamente tenía bastantes problemas conmigo. En un momento dado deseaba estrecharme entre sus brazos y al siguiente no quería ni verme. Vale, pues le daría el mensaje y lo dejaría en paz.

—Hedeshi te envía saludos —dije mientras guardaba a Margaret en su funda.

Todas sus emociones se desvanecieron al instante, como si un océano tormentoso se hubiera quedado en calma en cuestión de segundos.

—¿Te hizo daño? —preguntó Reyes tras un interminable silencio.

—No. Lo cierto es que mantuvimos una conversación muy agradable. Y me ayudó a ganar un año de rollitos dulces gratis, aunque le regalé los cupones a Iggy.

—¿Qué te dijo?

—Bueno, ya sabes, me habló de que los chicos habían vuelto a casa, de que quería desgarrarme la yugular y beberse mi sangre, del plan de tu padre para apoderarse del mundo…

Reyes miró hacia un lado mientras reflexionaba.

—Sabía que había alguien detrás de esto. Está todo demasiado organizado. Demasiado bien pensado.

—Bueno, quería que supieras que si dejas de perseguirlos, ellos me dejarán en paz y permitirán que muera por causas naturales. —Resoplé—. Como si eso fuera a ocurrir.

Vi que Reyes apretaba y aflojaba los puños.

—Son unos embusteros, Holandesa. Todos y cada uno de ellos. Mentirían aunque la verdad sonara mejor. No piensan dejarte en paz, sin importar lo que yo haga. —Cogió la botella, pero justo antes de darle un trago añadió—: Te desean más que el aire que respiran.

—Ya lo suponía, pero entonces ¿por qué no me mató? ¿Para qué tanta farsa?

—Hedeshi no es ningún estúpido —dijo en cuanto soltó la botella—. Sabe que no puede enfrentarse a tu guardiana. Está indefenso contra ella. En el momento en que atacara, ella se le echaría encima, y lo sabe muy bien. Tendrán que atacar en grupo para conseguir superar a Artemis. —El rictus de sus labios se suavizó mientras me recorría con la mirada—. Te asustó.

Seguro que no le había costado mucho percatarse de eso. Debió de darse cuenta en cuanto entré en el aparcamiento.

—Solo un poco. —Al ver que no decía nada, pregunté—: ¿Has ido de caza tras ellos? ¿Por eso estás herido?

Reyes inspeccionó sus vendajes.

—Son muy fuertes.

—A mí me lo vas a decir. Le rompiste el cuello al tipo ese y ni aun así dejó de perseguirme. —Deslicé los dedos por el borde desportillado de la cómoda en la que estaba apoyada—. ¿Cómo es posible?

—Mientras permanecen en el interior de un cuerpo humano, este es casi indestructible. Una vez que lo abandonan, si el cuerpo ha recibido heridas fatales, muere.

La última vez que los demonios se colaron en nuestro plano, había centenares de ellos. Reyes no podría luchar contra todos, ni siquiera con la ayuda de Artemis.

—¿Sabes cuántos hay?

—No muchos —dijo con un encogimiento de hombros—. Y no hay mucha gente que de verdad sea clarividente.

—Vaya, así que sabes a quiénes buscan.

—Sí.

—¿Y qué? ¿Piensas matarlos a todos?

Reyes se pasó los dedos por el pelo, exasperado.

—¿Para evitar que en este mundo se libre una guerra entre el cielo y el infierno? Sí.

Visto de ese modo, tenía razón, pero aun así…

—Reyes, no puedes matar a esas personas.

—Solo tengo que matar a los demonios que llevan dentro, pero a veces hay que sacrificar a los humanos para alcanzar ese objetivo.

—Bien, pues entonces deja de hacerlo.

Coloqué una silla frente a la suya y me senté. Mis ojos se estaban acostumbrando a la falta de luz, y ya podía atisbar la línea sensual de sus labios, sus abundantes pestañas y la sombra de su cabello alborotado. Sus amplios hombros estaban desnudos, y la cinta adhesiva brillaba sobre uno de ellos y también en el abdomen. Nada de vendajes. Nada de gasa. Solo cinta adhesiva. Eso no podía ser sano.

—No puedes matar a gente inocente.

—El tipo de anoche no era inocente, si eso hace que te sientas mejor.

—Por desgracia —dije mientras me preguntaba qué habría hecho ese hombre—, me siento mejor, pero solo un poco. —Me froté los brazos. Todavía luchaba contra los efectos de mi encuentro con el inglés—. ¿Qué ocurrió? —pregunté, señalando la cinta adhesiva con la cabeza.

Reyes volvió a coger la botella de whisky y se bebió al menos un tercio de lo que quedaba antes de ponerle de nuevo el tapón.

—Alguien me atacó —contestó después de secarse la boca con el dorso de la mano.

Tal y como me había dicho en otras ocasiones, era difícil que un humano pudiera hacerle algo así, pero lo pasé por alto. De todas formas, Reyes nunca había sido de los que comparten sus cosas con el resto de la clase.

Cogió una camiseta gris del respaldo de otra silla y se la puso con mucho cuidado. Cuando volvió a sentarse, me costó un triunfo reprimir un suspiro. El gris le sentaba de maravilla.

—Creí que era casi imposible que los demonios entraran en este plano.

—Lo es. Estos son los que quedan de nuestro último encuentro.

Me embargó la sorpresa.

—¿Te refieres a la vez del sótano? —Yo los había destruido. La luz de mi interior había demostrado ser un arma muy poderosa—. ¿Había más?

—Son como cucarachas. Una vez que se cuelan en este plano, pueden permanecer escondidos durante siglos mientras se mantengan lejos de la luz.

Ya me había contado antes que los demonios se habían alejado del sol cuando su padre fue desterrado del cielo. Y que ahora el astro era letal para ellos.

—No todos estaban en aquel sótano, aunque sí la mayoría. Aun así, esto está muy organizado. Mucho más de lo que serían capaces de organizarlo los de las castas inferiores. No me sorprende que Hedeshi esté detrás de esto. Siempre ha sido un lameculos.

Deseaba conseguir más respuestas antes de que Reyes corriera al campo de batalla para dar caza al lameculos. Aquella era una oportunidad excepcional: tenía a Reyes Farrow para mí solita sin nadie que intentara matarnos, o sin una mujer mirándolo con la boca abierta. Bueno, sin otras mujeres mirándolo con la boca abierta. Yo no contaba.

—¿Qué puedo hacer? —pregunté, cambiando de tema una vez más.

Reyes llenó sus pulmones al máximo y respondió a mi pregunta con elegancia.

—Solo tú sabes eso.

La habitación se oscurecía a medida que se ponía el sol. Me levanté y me incliné hacia él hasta que pude percibir ese aroma terrenal suyo. Como el de una tormenta eléctrica en un desierto ávido de agua.

—Quiero saberlo, Reyes. No dejas de decirme que soy capaz de mucho más. Quiero saber de qué soy capaz.

El brillo de sus ojos denotaba interés.

—No te miento. No lo sé.

Cogí la botella de la mesa para quitarme el sabor a bilis de la garganta. Después de tomar un sorbo de un líquido lo bastante fuerte como para derretir la pintura de un Chevy, me enjuagué la boca y tragué. Se me llenaron los ojos de lágrimas a medida que el whisky bajaba por mi garganta; entonces devolví la botella a su sitio y me acerqué a la ventana para observar el exterior. Tuve que separar las gruesas cortinas para contemplar el centro de la ciudad mientras la hora punta llegaba a su momento crítico bajo el resplandor del atardecer.

—Cada ángel de la muerte tiene una forma física diferente —dijo Reyes—. Y la mayoría nunca llega a desarrollar por completo sus poderes.

Me volví hacia él, tan sedienta de información que estaba dispuesta incluso a suplicar.

—¿Qué quieres decir? ¿Cuántos hay como yo?

—No tantos como podrías pensar.

La estancia estaba aun más oscura, así que estiré el brazo para encender una lámpara. La cosa mejoró un poco, pero Reyes seguía en las sombras.

Me senté de nuevo en la silla y aguardé a que él diera otro trago a la botella. Y entonces me di cuenta de que todavía sangraba. Unas manchas oscuras se filtraban en el tejido de la camiseta. Intenté controlar mi preocupación.

—En otros planos no se os conoce como ángeles de la muerte —dijo mientras dejaba la botella sobre la mesa con mucho cuidado—. Ese es solo un término humano.

—Espera, ¿cómo que otros planos? ¿Cuántos planos hay? —pregunté, sorprendida por su elección de palabras.

—¿Cuántas galaxias hay en el universo? ¿Cuántas estrellas? Resulta difícil saberlo con exactitud. Digamos que muchos.

—Yo… No tenía ni idea.

—Casi nadie lo sabe. Y en respuesta a tu pregunta, te diré que en este plano nace un ángel de la muerte nuevo cada pocos centenares de años. En realidad, no hay un período de tiempo establecido.

Me quedé paralizada.

—Pero dijiste que me habías esperado. Que cada vez que enviaban a un ángel de la muerte nuevo te sentías decepcionado al ver que no era yo. ¿Cuánto tiempo llevas aquí?

Frunció el ceño mientras lo pensaba.

—No sabría decirte. Unos quince siglos, tal vez.

—¿Y qué narices has hecho en todo ese tiempo? —pregunté anonadada.

Reyes me examinó de arriba abajo.

—Esperar.

Esperarme a mí. Ese inglés había dicho que habían enviado a Reyes a buscarme. ¿Me había dicho la verdad? ¿El padre de Reyes lo había enviado a buscarme a mí específicamente?

—Así que nace un ángel de la muerte nuevo cada pocos siglos. ¿Son inmortales o algo así?

—No. Sus cuerpos físicos no. La mayoría no vive más que unos cuantos años, de hecho.

—¿Por qué?

Reyes reflexionó unos segundos antes de responder.

—Piensa en tu infancia, Holandesa. En lo que supuso crecer con tus habilidades.

Los recuerdos inundaron mi corteza cerebral al instante. El horror de mi madrastra. La pérdida de buenos amigos cuando intenté decirles quién era. Lo que era. Las distracciones en clase cuando aparecían los difuntos, lo que a menudo terminaba con una visita al despacho del director.

—Y ahora piensa en lo que habría sido poseer esas habilidades en un mundo lleno de miedo y supersticiones. A muchos los mataron cuando eran niños. Y la mayoría de los que lograron sobrevivir a esa etapa se convirtieron en ermitaños. Fueron rechazados por su propia gente; nadie los aceptó nunca del todo. Eres la primera de los tuyos que ha conseguido prosperar entre los humanos.

No sabía qué decir.

—¿Qué ocurre cuando morimos?

—Tienes que entender que tu cuerpo es el anclaje del portal. Es la parte que te mantiene en este plano.

—Pero ¿qué ocurre si mi cuerpo desaparece? ¿Sigo siendo el portal?

—Sí. —Reyes asintió con la cabeza—. Ya eras un portal mucho antes de tomar forma humana.

—Entonces, si… cuando muera, ¿seguiré siendo el ángel de la muerte?

—Una vez que tu cuerpo deje de existir, serás cien veces más poderosa, pero también cambiarás. Ya no tendrás esa conexión humana, y todos los ángeles de la muerte cambian con el tiempo. Pierden su humanidad, aunque algunos tampoco es que tuvieran mucha desde un principio. Los humanos nunca han sido amables con ellos.

—Si ese es el caso, ¿por qué intentaste dejar morir tu cuerpo?

Reyes ladeó la cabeza.

—¿Otra vez con eso? —Al ver que me encogía de hombros, añadió—: Era una provocación, Holandesa. El cebo con el que ellos podrían haberte atrapado. Y lo consiguieron, por si no lo recuerdas.

—Pero podrían haberte cogido a ti. Una vez que tu cuerpo físico muriera, podrían haberse apoderado de ti, ¿no es cierto?

Esbozó una sonrisa calculadora.

—Primero habrían tenido que atraparme.

—Por lo que dijo el inglés, me parece que no les resultaría difícil rastrearte debido a tus tatuajes, a la llave.

—¿El inglés?

—Hedeshi. Ocupa el cuerpo de un inglés.

—Ah. Bueno, también hay ciertas maneras de solucionar eso.

Era evidente que no pensaba decirme qué maneras eran esas, así que insistí. Por primera vez en mi vida estaba llegando a alguna parte.

Cambié de posición en la silla y me incliné hacia delante entusiasmada.

—Vale, si voy a ser tan poderosa una vez que cambie, ¿qué puedo hacer mientras aún sigo con vida?

—Me encantaría saberlo. Resulta difícil averiguar algo así. Como te he dicho, la mayoría de los tuyos no vivieron mucho tiempo.

—Pero me has dicho en repetidas ocasiones que podría hacer mucho más.

—Y es cierto. Pero eso no significa que sepa exactamente qué.

Decidí reformular la pregunta.

—Ya me han dicho dos veces que podría hacer cualquier cosa que imaginara.

—Es verdad.

Bueno, eso no estaría nada mal, la verdad.

—Soy capaz de imaginarme muchas cosas —le dije a modo de desafío—. Si eso es así, podría disparar bolas de fuego con las manos, porque me imagino perfectamente haciéndolo.

Reyes me dirigió una mirada risueña y afectuosa.

—No.

—Entonces me han mentido. —Lo imité y puse un pie encima de la mesa. Denise se habría horrorizado al verme.

—¿Quién te dijo eso? —quiso saber.

—El inglés, y también la hermana Mary Elizabeth.

—¿Y ella te miente a menudo?

—No —respondí con el ceño fruncido, a la defensiva.

—Ella no te dijo que pudieras hacer todo lo que te imaginas. Te dijo que eras capaz de cualquier cosa que pudieras imaginar. No se trata del acto, Holandesa, sino de la consecuencia.

—No entiendo qué diferencia hay —aseguré. Me sentía una lerda.

—Piénsalo bien. Si pudieras disparar bolas de fuego con las manos —hizo una pausa para echarse a reír—, ¿qué ocurriría?

Aparté la mirada, disgustada.

—No lo sé. Podría hacer que un coche explotara, supongo.

—Entonces eso es de lo que eres capaz. La consecuencia, Holandesa. El resultado.

Empecé a entender lo que quería decir, por más confuso que fuera.

—En ese caso, si deseara hacer estallar un coche, podría hacerlo, pero no podría disparar bolas de fuego con las manos. —Entrecerré los ojos mientras intentaba aferrarme con uñas y dientes a lo que había entendido, pero lo perdí, así que me rendí y solté un suspiro resignado—. No, no lo entiendo. Pero lo importante es que si puedo imaginarlo, puedo hacerlo, ¿no es así? ¿Puedo matar a la gente con la mente, entonces?

—Si crees que podrías vivir con ello después, seguro que sí.

—Vale, tomo nota. ¿Tú puedes matar a la gente con la mente?

En su rostro se dibujó una sonrisa.

—Solo si mi mente le dice a mis manos que cumplan sus órdenes.

Noté que se me escapaba una sonrisa diabólica, tan diabólica como me sentía yo.

—Entonces ¿puedo hacer más cosas que tú?

—Siempre ha sido así.

No le había sacado tantas respuestas a Reyes desde… Bueno, en realidad nunca. Decidí provocarlo un poco.

—Todavía me debes un millón de dólares.

—Quítate la ropa.

—No.

—Te pagaré un millón de dólares por quitarte la ropa.

—Vale. —Me levanté el suéter, pero me detuve. Volví a bajármelo y dije—: Creí que no tenías dinero.

—Y no tengo. Pero tú si puedes quitarte eso.

—Tengo más preguntas —le dije sin hacerle el menor caso.

—Y yo tendría más respuestas si te quitaras eso.

Me dio la sensación de que la única razón por la que no estaba más cerca de mí, levantándome el suéter con sus propias manos, eran las heridas. Debían de ser muy graves.

—Tengo que contarte algo sobre Garrett.

—La impaciencia me está matando.

—Fue al infierno. —Como Reyes no comentó nada, añadí—: Conoció a tu padre.

Giró la botella sobre la mesa hasta que pudo leer la etiqueta.

—Papá no suele recibir visitas.

—Pues hizo una excepción. Le enseñó a Garrett cómo eras mientras crecías. Cuando serviste en su ejército. Cuando destacaste entre los demás. Me dijo que tu padre le había mostrado lo que hiciste.

—¿Mi padre le enseñó todo eso? ¿El embustero más grande que el universo ha conocido?

—¿Me estás diciendo que lo que vio no era cierto? ¿Que no sucedió en realidad?

—Fui uno de los generales del infierno, Holandesa —contestó Reyes después de pensarlo un rato—. ¿Qué crees que supone eso?

Bajé la mirada hasta la moqueta apelmazada.

—¿Por qué no me lo contaste?

—¿Para que me odiaras más todavía?

Levanté la vista, sorprendida.

—Yo no te odio.

Reyes apretó la mandíbula.

—La línea que separa el amor del odio es muy fina, ¿no lo habías oído? A veces resulta difícil determinar con exactitud cuál de las dos emociones es más fuerte.

Alcé la barbilla.

—Tampoco te amo.

Reyes agachó la cabeza para observarme a través de sus abundantes pestañas oscuras.

—¿Estás segura? Porque la emoción que desprende tu cuerpo cada vez que estoy cerca de ti no es indiferencia, de eso estoy seguro.

—Eso no significa que sea amor.

—Podría serlo, te lo prometo. Quítate el suéter y dame diez minutos. Verás como después te sientes enamorada sin la menor sombra de duda.