Capítulo 9
9
Estoy a dos copas de iniciar una acción chica-chica.
(Camiseta)
—¿Te encuentras bien? —preguntó el tío Bob en cuanto cerré la puerta.
Como siempre, el ambiente se había cargado de electricidad debido a la presencia de Reyes. Sin embargo, me pareció muy dulce que Ubie se preocupara por mí. Era él quien temblaba dentro de sus mocasines baratos. Empezaba a comprender de lo que era capaz Reyes, y temblar dentro de sus mocasines era la reacción adecuada. Sobre todo porque había sido él quien lo había metido entre rejas.
—Estoy bien, gracias. ¿Y tú?
—Llego tarde —respondió—. Tengo una cita.
Intenté no parecer sorprendida.
—¿Con una persona?
Él frunció el ceño.
—No, con una máquina de refrescos. Por supuesto que con una persona.
Amber rio por lo bajo. Se había repuesto de la presencia de Reyes mucho más rápido que su madre, Gemma o yo. Les concedí unos minutos para asimilarlo mientras bromeaba con Ubie, quien solo debía recuperarse de su experiencia cercana a la muerte. Me alegraba muchísimo de que Reyes no lo hubiera hecho pedazos. Me gustaba mucho más enterito. A diferencia, debo admitir, de lo que me ocurría con la lechuga o los solos de guitarra heavy.
Puesto que me daba la sensación de que iba a tener compañía durante un buen rato, me dirigí a la ducha.
—Bueno, será mejor que te vayas a casa —le dije a Ubie—. Solo se puede mantener a las citas atadas en el sótano un rato, porque luego empiezan a enfadarse.
—Habla con tu padre —le oí decir mientras entraba en el baño.
De eso nada.
La ducha fue maravillosa, a pesar de la bestia peluda que me empujaba de un lado a otro. No había tenido tanta actividad en un solo día desde hacía un par de meses. Mi cuerpo no sabía qué hacer. Cómo actuar. Deseaba el sofá —a quien quizá llamara Sharon— y aperitivos de queso, pero yo sabía que tendría que desengancharme de ambas cosas. Despacio al principio. Tal vez me conformara con una butaca y unas galletitas de queso, para desintoxicarme poco a poco, y luego probara algo saludable como limpiar la casa y comerme una manzana.
Me estremecí solo de pensarlo. Los aperitivos de queso eran de lo más reconfortantes. Y eran de color naranja. No, no debía apresurar las cosas. Se me ocurrió un plan B. Limpiar la casa mientras comía bolitas de queso. Reconfortante y productivo.
En cuanto Artemis atravesó el suelo bajo mis pies, salí de la ducha y me puse un pantalón de pijama a cuadros verde lima que no tenía ninguna frase graciosa. Pero lo solucioné con una camiseta en la que ponía SARCASMO, mi segunda palabra favorita terminada en «-asmo». Preparada para enfrentarme a las masas una vez más, volví a la sala de estar.
Cookie y Gemma estaban en la cocina, probando todos los aparatos nuevos. Con un poco de suerte, conseguiría un almuerzo gracias a sus esfuerzos. Amber recogió sus libros cuando me vio salir y se acercó a mí.
—Haces mucho ruido en la ducha —dijo.
No quise ni imaginarme cómo sonarían en el salón los empujones que Artemis me daba contra la pared.
—Sí, resbalé.
—¿Siete veces?
—Sí.
—Ah, vale. Bueno, solo quería que supieras que lo siento, Charley. No pretendía hacer eso. Con Reyes. No quería avergonzarte.
—¿Avergonzarme? —La estreché entre mis brazos—. Amber, tú nunca podrías avergonzarme.
—¿Nunca?
—Nunca.
—Una vez llamé a gritos a mi madre en la tienda y le pregunté si quería tampones regulares o superabsorbentes. Y añadí que, según lo que ponía en la caja, los superabsorbentes eran para los días de ciclo más abundante. Después le pedí que valorara su abundancia en una escala del uno al diez.
—Vale, sí que podrías.
—Y luego, cuando estábamos en la cola, le pregunté por qué compraba tres cajas de gel íntimo Noche de Verano en pleno invierno.
La aparté un poco.
—Vaya…
—Lo sé, ¿vale? No tenía ni idea de que una persona pudiera ponerse tan roja.
—Bueno, ahora que me lo has explicado, está claro que sí, podrías avergonzarme. Pero no lo hiciste. Siento que sepas tantas cosas que ninguna niña de doce años debería saber.
—No se lo contaré a nadie. Lo prometo.
Levanté la vista para ver lo que hacían las chefs. Al ver que estaban ocupadas, me incliné hacia Amber.
—¿Qué es exactamente lo que sabes?
Ella sonrió.
—Sé que eres el ángel de la muerte.
La respuesta me desarmó.
—Y sé que Reyes es el hijo de Satán.
—¿Cómo…? ¿Cómo sabes todo eso?
—Tengo muy buen oído. Y puedo escuchar todo tipo de conversaciones incluso cuando hago los deberes.
—¿En serio?
La niña soltó un resoplido.
—Te lo juro. Lo que pasa es que os comportáis como si estuviera sorda cada vez que abro un libro. —Se acercó hasta la puerta con una risilla perversa—. También oigo otras cosas. Antes de que vinieras a vivir aquí, no tenía ni la menor idea de que una chica podía gritar así. Reyes debe de tener mucho talento.
Segura de que tenía los ojos abiertos como platos, eché una miradita rápida a Cookie para asegurarme de que no nos prestaba atención. Aunque solo había mantenido relaciones con Reyes en sueños, y una vez en su estado incorpóreo, esas relaciones resultaban… muy satisfactorias. Y por lo que parecía, Amber lo sabía.
—No te preocupes. Mamá no lo sabe.
—¿Que Reyes tiene mucho talento?
—No, de eso sí que está al tanto. Lo que no sabe es que yo sé que Reyes tiene mucho talento. —Rio de nuevo, y el sonido me trajo a la mente imágenes de un científico loco en ciernes. Antes de cerrar la puerta al salir, añadió—: Pero no lo dejes por mi culpa.
Ay. Dios. Mío. Cookie iba a matarme.
—Bueno, ¿de qué hablabais vosotras dos?
Di un respingo y luego me coloqué bien los pantalones del pijama.
—De nada. ¿Por qué? ¿De qué crees que hablábamos?
Cookie me miró con el ceño fruncido.
—¿Crees que está bien?
—Ah, sí, creo que está bien. —Esa pequeña listilla…
Mi amiga empezó a batir de nuevo una especie de masa mientras Gemma le echaba una sustancia en polvo. Deseé que estuvieran haciendo brownies. Los brownies eran como las pilas de repuesto. Nunca había demasiadas en casa.
—Voy a dormir contigo —dijo Gemma mientras vigilaba el mejunje y le echaba un poco más de polvos.
—En realidad no eres mi tipo, pero vale. ¿Estamos hablando de alguna perversidad?
—¿Crees que le hace falta más? —le preguntó a Cookie mientras inspeccionaba el cuenco.
—Es imposible pasarse con el azúcar en polvo —dijo Cookie. Luego me señaló con el batidor—. Creo que deberías embotellar a Reyes y venderlo en el mercado negro. Nos haríamos ricas.
Me acerqué a ellas.
—Chicas, ¿qué estáis batiendo?
—Después de estar en la misma estancia que el tío más bueno del planeta, lo más probable es que esté batiendo mi virtud. —Soltó una risilla entre dientes—. ¿Lo pillas? ¿Lo de batir mi virtud?
Gemma se echó a reír mientras añadía otra medida de azúcar en polvo. Le eché una ojeada al cuenco de Cookie y cogí un pegote de paraíso blanco.
—¿Es glaseado?
—Sí, vamos a probar tus moldes nuevos para tartas.
—¿Compré moldes para tartas? —No era propio de mí.
Cookie movió las cejas arriba y abajo.
—Y también un mezclador de margaritas.
Oh, oh.
• • • • •
Pronto descubrí que Gemma tenía sus motivos para quedarse a dormir conmigo y beber como un pez en tierra firme. Podía leerlo en su lenguaje corporal, en la luz cambiante de sus ojos, pero sobre todo lo supe cuando dijo:
—Tengo mis motivos.
Estaba decidida a ayudarme a dormir aunque tuviera que emborracharme para ello. Y esa era la razón por la que Cookie y ella estaban probando un mezclador de margaritas que había pedido durante un bajón de mi desmoronamiento. Durante una semana, solo pude pensar en beber margaritas —bueno, en eso y en pasar la lengua por los dientes de Reyes—, pero no tenía sal —ni los dientes de Reyes—. Además, también carecía de la energía necesaria para salir de mi apartamento para comprarla —o del deseo de rebajarme lo necesario para suplicarle a Reyes que me dejara lamerle los dientes después de lo que me había hecho—, así que me limité a desear un cóctel margarita. Y a soñar con los dientes de Reyes.
En secreto esperaba que apareciera un margarita en mis manos como por arte de magia, pero para eso tendría que haber soltado el mando a distancia, y Dios sabía que eso no iba a suceder.
Era un círculo vicioso.
Sin embargo, Gemma rara vez bebía. Quizá una copa de vino con la cena. Y yo solo bebía en ocasiones especiales. Como los viernes y los sábados. Cookie en cambio…
—¡Tooooooooma! —Cookie alzó los brazos en un gesto de triunfo, pero yo no tenía ni la menor idea de por qué—. No lo había pazado tan bien dezde… dezde… —Parecía falta de palabras coherentes, pero se recuperó enseguida y señaló la puerta—. ¡Dezde que Reyez Farlow apareció en eza puerta! —Se volvió hacia mí con una expresión llena de asombro—. Dioz, eze tío zí que zabe caminar…
Cookie estaba al otro lado de la barra de la cocina, intentando hacer brownies en mi nueva olla a presión eléctrica. Si bien el apartamento olía de maravilla, mis esperanzas de probar pronto algo de chocolate eran escasas. La olla pitó, y mi amiga le echó un vistazo un segundo y acto seguido desapareció. Resultaba extraño. Estaba allí en un instante dado y al siguiente se había desvanecido. Y tras su desaparición se oyó un ruido sordo que resonó en toda la cocina. Pensé en correr a ayudarla, pero a esas alturas ya no confiaba mucho en mis piernas. Gemma se había desplomado sobre el brazo de mi sofá —que tal vez se llamara Melvin— y la tía Lillian, que juraba que aquellos eran los mejores cócteles margarita que había probado desde el desfile de belleza en el que participó en Juárez, estaba tumbada boca abajo en el suelo. Y yo no sabía por qué.
—Se lo está perdiendo, señor Wong. No sé qué le ha puesto Cookie a esto, pero están de muerte.
Saludé a las cajas que lo rodeaban, apuré el último sorbo de margarita, o de Cookiarita como lo había apodado mi amiga, y decidí ponerme a escribir la carta terapéutica que me había pedido Gemma. Por lo general, los terapeutas ordenaban escribir un diario, así que las cartas eran un cambio interesante.
Pensé en escribirle una carta a Papá Noel. La Navidad ya había pasado, pero me la había perdido, ya que por entonces no hablaba con nadie que no fueran los vendedores del canal Compra en Casa, y ellos no parecían querer pasar la Navidad conmigo.
El día de Navidad comí con Cookie y Amber, por supuesto, y Gemma y el tío Bob vinieron a traerme mis regalos y una extraña y pegajosa especie de depresión, pero, aparte de eso, no recordaba mucho más. Aunque hubo una increíble tarta de queso y chocolate. El resto no era más que un borrón.
Cogí un bolígrafo y papel y me puse a plasmar mis pensamientos.
Querido Papá Noel: ¿Qué coño pasa?
Eso fue todo lo que se me ocurrió, y no me llevó a ninguna parte. No me sentía mejor después. Las terapias de Gemma eran un asco. Seguía sin quitarme a Reyes de la cabeza. La imagen del momento en que dejó que Amber lo abrazara era demasiado hermosa. Y no era lo que yo quería. Quería estar enfadada con él, amenazarlo con los puños y gruñir, pero Reyes había luchado contra los demonios por mí. Para mantenerme a salvo. Resultaba muy difícil estar enfadada con un tipo que luchaba una guerra secreta en tu honor. Maldito fuera.
Llevé a Gemma hasta el dormitorio y me tumbé a su lado para mirar el techo durante dos horas seguidas. Y luego la pared. La mesilla. El dispensador de pañuelos de papel con forma de calavera. Después de varias horas de frustración, me aparté el brazo de Gemma de la cara y me bajé de la cama. Esperaba de verdad que los margaritas me ayudaran a dormir como les había ocurrido a Gemma y a Cookie, pero no fue así. Cuando intentaba permanecer despierta durante semanas enteras, lo único que podía hacer para combatir el sueño era beber ingentes cantidades de café. Ahora quería dormir, y no podía.
El duendecillo del sueño era un capullo.
Comprendí que la única persona que faltaba en aquella pequeña emboscada era Garrett Swopes, un cazarrecompensas que colaboraba a menudo con mi tío Bob. No había vuelto a verlo desde que estuvieron a punto de matarlo. Por segunda vez. No obstante, seguro que no me guardaba rencor. No se había pasado por mi casa, y yo no había tenido ni fuerza ni ganas para salir de mi apartamento, así que hacía dos meses que no sabía nada de él. Ni una llamada telefónica. Ni un mensaje de texto. Ni un correo electrónico. Aunque hubiera recibido dos tiros, eso no era propio de él.
Decidí ir a verlo. Era probable que no fuera el mismo desde su experiencia cercana a la muerte. Me había visto. Cuando murió en la mesa de operaciones, vio el aspecto que yo tenía desde el otro lado, vio lo que hacía todos los días. Eso resultaba algo duro para cualquiera.
Sin embargo, no sabía si él lo recordaría. Puesto que yo era la entrada al paraíso, tenía ciertas responsabilidades que había intentado explicarle una vez. Pero muchos necesitaban ver para creer. Quizá hubiese sido demasiado para él. Tal vez la realidad fuera mucho más perturbadora que una simple idea.
Me puse unas pantuflas, me eché una chaqueta por encima y me encaminé hacia su casa.
Conducir a las tres de la madrugada tiene sus ventajas. Casi no había tráfico, así que llegué a casa de Garrett en un tiempo récord.
Llamé a la puerta y esperé. Ese hombre tardaba un montón en contestar en plena madrugada. Llamé de nuevo. Siempre me había preguntado una cosa: si un cazarrecompensas es arrestado y se escapa, ¿quién lo busca?
—¡Charles! —gruñó desde detrás de la puerta—. Te juro por Dios que si eres tú…
¿Cómo lo sabía? Decidí no decir nada. Sorprenderlo con mi presencia.
La puerta se abrió de par en par y allí estaba él, despeinado y sin camiseta. Aunque no me gustaba Garrett, debía reconocer que estaba de muy buen ver. Tenía la piel de color moca y unos ojos grises ahumados que se posaron de inmediato sobre Margaret, aunque la descartaron igual de rápido. Garrett pertenecía a mi mundillo. Seguro que entendía mi necesidad de llevar un arma aunque estuviera en pijama.
—¿Qué tal? —pregunté en un tono más animado de lo que estaba.
—¿Me tomas el pelo? —Se frotó un ojo con la mano.
—No. —Lo aparté de mi camino para dirigirme a su sofá. Su casa estaba a oscuras. Qué extraño—. Hace siglos que no te veo. Me pareció que debíamos hablar.
—Existe una cosa que se llama ser demasiado engreído.
—¿Sabes?, me dicen eso muy a menudo. ¿Tienes café?
Suspiró tan alto que me resultó imposible no darme cuenta de su enfado, y luego cerró la puerta con mucha más fuerza de la necesaria mientras yo avanzaba hacia la cocina.
—¿Qué haces aquí?
—Fastidiarte.
—Además de eso.
—No sabía que necesitara un motivo para visitar a uno de mis mejores amigos en el planeta Tierra.
—¿Intentas permanecer despierta durante días otra vez?
—No. No lo intento. Simplemente ocurre.
Garrett había estado haciendo ruido en la cocina, y aunque no podía verlo, noté que los ruidos habían cesado. Esperé. Quizá se debiera a mi comentario sobre el «mejor amigo». Era evidente que no sabía que era uno de mis mejores amigos. Debería sentirse muy honrado. U horrorizado. Cualquiera de las dos cosas me parecía bien.
—Toma.
Di un salto del susto. Estaba justo detrás de mí y me ofrecía una copa de vino.
—¿Me has servido el café en una copa de vino?
—No.
—¿Es un vino con sabor a café?
—No. Bébetelo. —Inclinó la copa hacia mi boca.
Tomé un sorbo…
—Oye, no está mal.
—Bébetelo todo y te llevaré a casa.
—Colega, hace falta más que una copa de vino para emborracharme. ¿Recuerdas lo que soy?
—Un engorro.
—Eso ha estado fuera de lugar.
Se sentó a mi lado en el sofá y estiró las piernas. Llevaba puesto un pantalón vaquero, pero estaba descalzo. Sus pies descansaban sobre unos libros. Ni siquiera estaba al tanto de que Swopes supiera leer.
—¿Tienes problemas para dormir? —me preguntó.
—Algo así. —Me incliné hacia delante para ojear los títulos—. En realidad no. Quiero saber por qué me has estado evitando.
Bajó un pie a la alfombra y se echó hacia delante también, con la cerveza en las manos. Estudió la alfombra un buen rato antes de empezar a hablar.
—No te he estado evitando.
Todos aquellos libros trataban sobre el reino espiritual, sobre el cielo y el infierno, demonios y ángeles. Su experiencia cercana a la muerte debía de haberlo afectado más de lo que me imaginaba.
—No has ido a verme en dos meses.
—Y tú no has venido a verme en dos meses. Eso no es evitarte, Charles. Es instinto de supervivencia.
Mierda.
—Sabía que esto era porque siempre te disparan por mi culpa.
Garrett volvió a hundirse en el sofá y le dio un sorbo a la cerveza.
—¿Eso es lo que crees?
—La verdad es que no puedo culparte. Yo también me mantendría alejada de mí si siempre me dispararan por mi culpa. —Tomé un poco de vino—. No es algo que se lleve bien.
Él dio un trago enorme y apuró la cerveza en tres segundos contados. Cuando se levantó para ir a buscar otra, lo detuve poniéndole una mano en el brazo. Sin embargo, no conseguí la reacción que esperaba. La reacción acostumbrada. Garrett se apartó emocionalmente. Casi se encogió por dentro cuando lo toqué.
Esa emoción me dejó desconcertada. No me había dado cuenta de que ahora le caía mal.
Y me abrió los ojos.
—Lo siento —dije al tiempo que dejaba la copa de vino en una mesita auxiliar—. Será mejor que me vaya. Ya hablaremos más tarde.
—No —dijo él, pero yo ya me dirigía a la salida.
Swopes rodeó el sofá y cerró la puerta con fuerza en cuanto la abrí. Soltó un lento suspiro a mi espalda.
—Lo siento, Charles. No pretendía herir tus sentimientos. Olvidé que sientes las cosas, que percibes las emociones de otras personas.
Me volví para mirarlo de reojo.
—Bueno, ¿y qué? ¿Vas intentar controlar tus emociones cuando me tengas cerca? ¿Vas a fingir que no te doy asco?
Mi odiosa respiración entrecortada revelaba que su reacción me había herido. Nunca me había hecho daño antes, no así, y eso que habíamos pasado por situaciones muy raras. ¿Por qué ahora? ¿Y por qué me importaba?
Pero lo sabía. Siempre me había considerado una chiflada, pero nunca le había dado asco. La idea me llenó los ojos de lágrimas.
—¿Asco? —preguntó con el ceño fruncido a causa de la consternación—. ¿Es eso lo que crees?
Se me escapó una risa ronca.
—Por favor, Swopes. No puedes ocultar tus emociones. Para mí son como un puñetazo en el estómago. No pasa nada. Me voy y ya está.
—Puede que percibas las emociones, pero si crees que lo que siento es asco es que se te da de pena interpretarlas.
—Garrett, por favor, deja que me vaya. Siento haberte despertado.
—Joder, no. Siéntate. —Señaló el sofá con una mano mientras con la otra sujetaba la puerta.
Vale. No hacía falta que se pusiera tan gallito. Me senté de nuevo, y solo entonces se sentó él también. Me dio la sensación de que no confiaba en mí.
—Bueno, ¿por qué crees que podrías darme asco en algún sentido? —preguntó.
—Para empezar, me estás evitando.
—¿Y eso significa que me das asco?
—No quieres hablar de lo que ocurrió —probé de nuevo.
Aunque yo no quería hablar de lo que me había sucedido, me habría encantado hablar sobre lo que le había ocurrido a él.
—Vale. ¿Qué ocurrió?
—Moriste.
Me miró sin parpadear.
—Moriste y viniste a verme. ¿Lo recuerdas?
—Necesito otra cerveza.
Dejé que se levantara y fuera a por otra cerveza, pero lo seguí. Abrió la nevera, quitó el tapón a una botella y se la bebió de un trago, sin respirar siquiera. Después de tirar la botella a la basura, sacó otra, pero esa se la bebió más despacio. Me senté en su diminuta mesa de cocina y él se acercó para situarse a mi lado.
—¿Puedes contarme lo que recuerdas? —le pregunté cuando se sentó. Garrett se limitaba a mirar la botella que tenía en las manos—. ¿Recuerdas algo?
Sabía muy bien que sí. Tenía que recordarlo. De lo contrario, nunca habría reaccionado de esa manera.
—Lo recuerdo todo.
Me quedé pálida.
—¿Todo?
—Recuerdo que me sentí atraído por tu luz —dijo tras respirar hondo—. Recuerdo a la niña que cruzó a través de ti. Recuerdo al señor Wong y al perro.
—¿Y eso te molesta? ¿Te desagrada lo que me viste hacer?
—No. —Me miró a los ojos—. No hay nada en ti que me moleste, salvo el hecho de que llames a mi puerta a las tres de la madrugada. Hay cosas que no sabes.
Lo miré con el ceño fruncido.
—¿Como cuáles?
—Después de verte, fui a otro lugar. Supuse que volvía a mi cuerpo, puesto que ya no estaba muerto.
—¿Cómo sabías que ya no estabas muerto?
—Me lo dijo mi padre. Fue él quien me envió de vuelta. No había vuelto a verlo desde que tenía diez años. Trabajaba como ingeniero para una compañía estadounidense en Colombia. Lo raptaron. Normalmente solo quieren un rescate, pero algo debió de salir mal. Jamás volvimos a tener noticias suyas. Desapareció sin más.
—Pero ¿conseguiste verlo? —pregunté asombrada. Todo lo relacionado con cruzar al otro lado era un misterio, incluso para mí.
—Sí. Y me envió de vuelta. Me cabreé. —Se volvió para contemplar la noche negra a través de la ventana—. No quería volver. Nunca había sentido nada parecido a aquello.
—Eso ya lo he oído antes. Me alegra saber que la muerte no es más que una fase, que vamos a otro mundo y que es maravilloso. Pero ¿no has dicho que fuiste a otro lugar?
—Sí. Después de verte. Y no siempre es maravilloso.
—No te entiendo.
—Fui al infierno, Charles.
Me quedé pasmada.
—Lo dices metafóricamente, ¿no?
—No. Para nada.
—¿Fuiste al infierno de verdad? ¿A ese sitio lleno de fuego y azufre?
—Sí.
Me eché hacia atrás, atónita.
—Y descubrí cosas. No estuve allí por casualidad. Me enviaron. Para averiguar cosas. Para comprender.
—¿Para comprender qué?
—Lo que hace tu novio para ganarse la vida.
No se explicó. Sabía que estaba hablando de Reyes. ¿De quién si no?
—¿Sabes lo que es él?
—El hijo de Satán.
Mi respuesta lo sorprendió.
—¿Y te parece bien?
—Swopes, se escapó del infierno, ¿vale? No es un mal tipo. Bueno, no es del todo malo.
Resopló y se levantó de la mesa.
—Si piensas eso, deberías ver lo que yo he visto.
Me recorrió un escalofrío de miedo.
—¿Qué?
—Allí era un general, ¿lo sabías? Es el hijo del mal, sí, pero destacó entre las filas del infierno por méritos propios. Era un diestro asesino que vivía para probar la sangre de sus enemigos.
—No se crio precisamente en un entorno lleno de amor.
—¿Piensas buscarle excusas toda la noche? ¿Por qué has venido aquí?
—Quería saber cómo estabas. Lo siento.
Me levanté para marcharme una vez más, pero él me lo impidió con un comentario.
—Lo enviaron aquí por ti. Por ti.
Me volví para enfrentarme a él.
—Sé que lo enviaron aquí, pero para buscar un portal. Cualquier portal. No me buscaba a mí específicamente. Y luego me vio y se enamoró. Así que renunció a su padre y me esperó.
—¿Se enamoró? —La expresión atónita de su rostro me dijo lo que pensaba de mí—. No escapó. Lo enviaron aquí. A buscarte a ti en particular.
—No puedes creer eso.
—No. Tienes razón. Solo digo lo que me mostraron en el infierno. Seguro que mis fuentes están equivocadas.
—Swopes, la gente no va al inframundo y sale ilesa de allí.
—Y una mierda que no. Yo lo hice. Y luego fui arrastrado por una especie de fuerza. Y nunca he dicho que haya salido ileso.
Bueno, si algo afectaba a la mente era un viaje al infierno. Y yo no sabía qué decir.
—¿Cómo era?
Garrett sacudió la cerveza en el aire.
—Ya sabes. Caliente. Con muchos gritos. Lleno de agonía. No lo recomendaría como lugar de vacaciones.
—¿Cómo sabes que…? ¿Quién te habló de Reyes?
Me miró hirviendo de furia.
—Su padre.
Me recliné en la silla.
—¿Me estás diciendo que os pusisteis a charlar sobre una fosa abierta y comparasteis vuestros conocimientos sobre la muerte y la agonía?
—Algo así. Él quería que yo lo viera, Charley.
—¿Ver qué?
—Lo que era su hijo. —Se inclinó hacia delante, como si intentara obligarme a creer lo que me decía—. Lo que hizo.
—Todos hacemos cosas de las que no estamos orgullosos.
Garrett soltó una carcajada amarga y se frotó la cara con los dedos.
—Vives en tu propio mundo, ¿verdad?
—Sí, y me gusta.
—Bueno, pues voy a decirte una cosa: sé lo que es él y lo que eres tú, y sé lo que ocurrirá si consigue lo que quiere. No pienso permitir que eso ocurra.
Vaya, genial.
—¿Conseguir lo que quiere? ¿Te refieres al infierno en la Tierra?
—Me refiero a la peor clase de infierno en la Tierra. Él fue enviado aquí, Charles. Por ti. Para convertir todos los sueños de su padre en realidad.
Me levanté para beber un poco de agua.
—Lo que viste, lo que te dijo, no era real. No lo enviaron aquí. Escapó. Vino aquí por decisión propia.
—¿Es eso lo que te dijo?
—Sí —dije mientras registraba los armarios en busca de un vaso.
—Nunca me imaginé que un ángel de la muerte sería tan ingenuo.
A la mierda. Ya bebería en casa. Había pocas cosas que detestara más que el hecho de que alguien cuestionara mi inteligencia.
Cerré la puerta del armarito y me incliné hacia él.
—Así que has estado en el infierno, ¿eh? —Cuando asintió, le dirigí una sonrisa almibarada, le di una palmadita en la mejilla y añadí—: Pues que tengas dulces sueños.