Capítulo 5

5

Hola. Soy Problemas. He oído que me andabas buscando.

(Camiseta)

Angel no bromeaba. Reyes estaba metido en la lucha de jaulas. Me resultaba un término tan extraño que al principio creí que había dicho «lucha de gatas». Dejé mi desconcierto a un lado y me abrí paso a empujones entre la multitud para poder verlo desde más cerca. Los luchadores no llevaban los pantalones cortos típicos del boxeo. El oponente de Reyes llevaba un chándal, y Reyes solo se había puesto un pantalón vaquero. Tenía la mano cubierta de esparadrapo y le habían vendado el torso y un hombro. Los luchadores heridos no podían competir en ningún caso en una pelea autorizada. Eso era tan legal como robar en una tienda.

En el instante en que percibió mi cercanía, apartó la vista de la tarea que tenía entre manos —una tarea que implicaba sangre, sudor y un oponente de ciento treinta y cinco kilos— y me miró a los ojos. La sorpresa que asomó a su rostro fue tan minúscula, tan efímera, que dudaba que alguien la hubiera notado salvo yo. Se recuperó de inmediato. Su expresión se endureció, sus músculos fibrosos se tensaron, y el chico al que tenía apresado en una llave gritó de dolor un segundo antes de golpear el suelo de la jaula para indicar que se rendía.

Seguro que para un hombre como ese, sin duda un luchador experimentado, resultaba difícil golpear el suelo y admitir su derrota, pero el dolor que le infligía Reyes debía de ser horrible.

Y aun así, Reyes no se detuvo. No dejó que se levantara. Un árbitro improvisado corrió al interior de la jaula cuando el chico golpeó el suelo de nuevo. El dolor que contorsionaba sus rasgos hizo que se me encogiera el estómago, pero los ojos de Reyes no se apartaron de los míos. Me observó con furia y apretó la mandíbula mientras sujetaba a su oponente con más fuerza aún. El árbitro intentaba desesperadamente separar a Reyes de su rival. Otros dos hombres entraron en la jaula, pero ninguno de ellos mostraba ni de lejos el entusiasmo del árbitro. Se aproximaron con mucha más cautela mientras la multitud rugía entusiasmada. Suplicaba sangre. O, mejor dicho, más sangre. El dolor del hombre era abrumador. Palpitaba en agudas oleadas líquidas que recorrían mis venas como si fuera hemoglobina.

Agaché la cabeza, aunque no desvié la vista.

—Para, por favor —susurré.

Reyes soltó al hombre de inmediato y se dejó caer sobre los talones con una advertencia lasciva pintada en su maravilloso rostro.

No me quería allí, eso era obvio, pero había algo más que eso. Estaba cabreado. Él, que me había tendido una trampa solo para verme caer. Pues por mí como si besaba mi blanquísimo culo de mil maneras distintas. Menuda jeta.

El oponente yacía en el suelo, sollozando y retorciéndose de dolor. El último apretón de Reyes debía de haberle causado alguna lesión. Reyes no le hacía ni caso. Tampoco le hacía caso al árbitro, que lo acosaba con amonestaciones verbales, ni a un chico que hizo ademán de ponerle una mano en el hombro para reconfortarlo antes de pensárselo mejor. Tras ponerse en pie de un salto, salió de la jaula como si tuviera una cita en algún otro lugar. Los vítores y felicitaciones lo aclamaron mientras se abría paso entre el gentío. Tampoco hizo caso de eso. Por suerte, la gente tuvo el buen juicio de ir apartándose.

Siguió su camino sin dificultades y atravesó una puerta que conducía a una estructura grande y cuadrada situada en el rincón opuesto. Las oficinas, tal vez. Los entrenadores ayudaron al otro tipo a ponerse en pie y lo llevaron en dirección opuesta mientras uno de los encargados fregaba la sangre de la lona.

Mis pies avanzaron en la dirección que seguían todas las miradas. Las estancias del rincón. Me abrí paso entre la multitud desatada y las enamoradas sin remedio. Muchas de ellas revoloteaban cerca de la puerta, pero ninguna se atrevía a entrar. El hecho de que dicha puerta no tuviera protección alguna me sorprendió. Salió otro hombre, más bajo y más fornido que Reyes, con las manos cubiertas de esparadrapo; golpeaba con los puños a un enemigo imaginario mientras se dirigía a la jaula.

Y todo el mundo se volvió loco.

Atravesé la puerta y me adentré en una especie de vestuario industrial. No se parecía al de los gimnasios, limpio y aseado, sino al de las viejas fábricas, mugriento, oscuro y deprimente. Tres filas de taquillas metálicas dividían por la mitad aquella estancia llena de vapor. A la izquierda había varias oficinas cerradas y un escritorio. A la derecha…

—Y querían que lo alargaras más. —Una voz masculina salió de esa misma dirección—. Ya hablamos de esto, ¿recuerdas?

Seguí la voz y dejé atrás las taquillas hasta que llegué a una zona despejada con bancos y un par de mesas. Las duchas estaban un poco más adelante y, al parecer, había alguien utilizándolas. El vapor flotaba alrededor de Reyes, que estaba sentado en una de las mesas. Un hombre, seguramente su entrenador, estaba de pie delante de él, envolviéndole las manos con cinta blanca, como en las películas. Reyes llevaba unos vaqueros de cintura baja que dejaban ver gran parte de la depresión situada entre las caderas y el abdomen, y la imagen hizo que se me doblaran las rodillas. Tenía más vendajes y esparadrapo alrededor del hombro y las costillas, así que tuve que esforzarme por aplacar mi preocupación. Y en lo referente al resto de su persona, su piel cobriza se estiraba con elástica elegancia sobre un sólido marco de músculos duros y curvas fibrosas. Era sencillamente magnífico.

Cuando conocí a Reyes, yo todavía estaba en el instituto. Mi hermana Gemma y yo lo vimos una noche a través de la ventana de la cocina de su apartamento. Era una zona mala de la ciudad, y lo que vimos lo demostraba. Un hombre —un hombre que, como más tarde descubriría, se llamaba Earl Walker, el monstruo que crio a Reyes y que, años después de aquello, me había torturado casi hasta la muerte en mi propio apartamento— le estaba dando una paliza. En aquella época, Reyes tenía diecinueve años. Era fiero. Salvaje. Y hermoso. Pero el hombre era enorme. Sus puños aporrearon a Reyes hasta que este fue incapaz de mantenerse en pie. Hasta que no pudo defenderse.

Para evitar que lo matara, lancé un ladrillo a través de la ventana de la cocina. Funcionó. El hombre se detuvo. Pero aquel ladrillo fue como ponerle una tirita a una herida de bala. Años después descubrí que Reyes había pasado alrededor de una década en prisión por matar a Earl Walker, y más tarde averigüé que Earl Walker estaba vivo. Había fingido su propia muerte, y Reyes había ido a prisión por un crimen que no había cometido. El problema era que Reyes escapó de prisión para demostrar su inocencia y me utilizó como cebo para que Walker saliera de su escondite. El resultado fue que estuve a punto de morir. La vida de Cookie y la de su hija, Amber, también corrieron peligro.

Todo eso sumado al hecho de que Reyes era, literalmente, el hijo de Satán, engendrado en los fuegos del pecado y la degradación, era algo difícil de pasar por alto. No obstante, también era la entidad oscura que me había seguido durante toda mi vida. Que me había salvado en más de una ocasión. Sus actos contradecían todo lo que había llegado a creer sobre dicha oscuridad. Sobre esa ambigüedad.

Y ahora me encontraba al borde del precipicio de la indecisión. ¿Me atrevería a confiar en él de nuevo? ¿Me atrevería a creer lo que me dijera? Había pasado dos meses encerrada en mi apartamento reflexionando sobre esas preguntas.

En ese instante percibí su calor y me acerqué un poco. La familiar calidez que salía de su cuerpo en suaves estallidos nucleares era como el escozor de un bálsamo, calmante y molesto a un tiempo. Me detuve bajo la luz cegadora del fluorescente, pero él no levantó la vista. Eso me dio la oportunidad de estudiarlo con más detenimiento, de determinar cuánto lo había cambiado la libertad. No mucho, según pude comprobar. Tenía el pelo igual de largo que dos meses atrás. Los gruesos mechones colgaban sobre su frente y se rizaban por detrás de la oreja. Su mandíbula, con ese rictus duro y tenaz que siempre lo acompañaba, mostraba la sombra de la barba de un día. Esa sombra enmarcaba sus labios grandes con deliciosa precisión, y a mí se me hizo la boca agua.

Me obligué a alejar la vista de su rostro y me fijé en sus hombros amplios, desnudos para la pelea, en los que se apreciaban los antiquísimos tatuajes con los que había nacido. Los tatuajes que eran a la vez un mapa y una llave de las puertas del infierno. Yo sabía interpretar un mapa tan bien como cualquier otra chica, pero ¿por qué nadie querría utilizar un mapa para viajar a otro plano de existencia y atravesar la desolación del infinito a fin de llegar a un lugar en el que nadie deseaba estar?

—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó Reyes sin apartar los ojos de los quehaceres de su entrenador.

Era tan increíblemente guapo que tardé un momento en percatarme de que se dirigía a mí. Hacía dos meses que no lo veía, y antes de eso solo lo había visto en carne y hueso en contadas y efímeras ocasiones. Y en todas ellas sentí esa misma mezcla de preocupación y felicidad. Sin importar lo cabreado que estuviera, su atractivo animal y su belleza actuaban como un imán. Y al parecer yo era un clip. Cada célula de mi cuerpo me pedía que avanzara.

El entrenador levantó la cabeza confundido, y se dio cuenta de que había otra persona en la sala. Se volvió hacia mí con una expresión desaprobatoria.

—No puede entrar aquí.

—Necesito hablar con su luchador —dije, dándole tanta autoridad a mi voz como pude. Aunque debo admitir que no fue mucha.

Al final, con infinito cuidado, Reyes alzó los párpados hasta que pude ver el brillo de sus ojos oscuros. Mi corazón se detuvo de pronto, a pesar de mis intentos por obligarlo a seguir latiendo. Reyes separó un poco los labios y mi mirada se posó en esa zona una vez más. Su boca se tensó a modo de respuesta.

—Lo que necesitas es largarte de aquí.

No presté atención a la marea de calor que inundó mi cuerpo al oír su voz grave y sensual. Enderecé los hombros, dio un paso adelante y le entregué el papel que había arrugado en el instante en que lo vi en la jaula.

—Te he traído la factura.

Sus abundantes pestañas negras descendieron mientras estiraba el brazo para coger el papel con la mano libre.

—¿De qué es esta factura? —preguntó mientras le echaba un vistazo a lo que yo había escrito.

—Es lo que me debes por mis servicios. Encontré a tu padre, y estuve a punto de morir en el proceso. Mi trabajo como investigadora privada es justo eso, señor Farrow: un trabajo. A pesar de lo que usted pueda creer, no soy su chica de los recados personal.

Enarcó una ceja en el instante en que me oyó utilizar su apellido, pero se recuperó enseguida. Le dio la vuelta al papel.

—Está escrita en un recibo de Macho Taco.

—Tuve que improvisar.

—Y es una factura de un millón de dólares.

—Soy cara.

Un minúsculo asomo de sonrisa apareció en la comisura de su boca.

—En estos momentos no tengo un millón de dólares.

—Podemos acercarnos a la terminal bancaria más próxima, si eso sirve de algo.

—Por desgracia, no. —Dobló el papel y se lo guardó en el bolsillo trasero. Y lo único en lo que pude pensar fue en lo mucho que me habría gustado ser aquel recibo de Macho Taco en esos instantes—. Estoy sin blanca —añadió.

Aunque no podía leer sus emociones, sabía que eso era una mentira descarada. Mejor, porque las mentiras no tenían ningún efecto en mí. No podía decirse lo mismo de la lujuria. El deseo tórrido y visceral me obligaba a esforzarme para mantener rectas las rodillas. Pero las mentiras me dejaban fría. Y hablando del tema…

—¿Por qué luchas?

Eché un vistazo alrededor para comprobar las miserables condiciones del lugar. Incluso en las luchas ilegales debería haber ciertas garantías sanitarias. Aquello era una locura.

—Ya te lo he dicho: estoy sin blanca. Necesito dinero.

—No estás sin blanca —repliqué.

Reyes se apartó del hombre que le vendaba la mano y se levantó de la mesa.

Di un paso atrás, recelosa. Él me siguió con movimientos fluidos. Poderosos.

Pero yo guardaba unos cuantos trucos en la manga. Había llegado el momento de sorprender y amenazar.

—Tienes unos cincuenta millones esperando a que les pongas tus ardientes manitas encima.

Reyes se quedó inmóvil, y esa era su señal delatora. Mientras que otros soltaban una exclamación ahogada o abrían los ojos como platos a causa de la sorpresa, Reyes se quedaba muy quieto; por eso supe que había dado en el clavo.

—Te equivocas —dijo con una voz que parecía seda deslizándose sobre el frío y duro acero.

—Me lo dijo tu hermana —expliqué.

Aunque no estaban biológicamente emparentados, Reyes había crecido con una niña a la que consideraba su hermana en todos los sentidos. Ambos habían sufrido abusos extremos, aunque de distintas formas. Earl Walker, el tipo que me había torturado, fue quien los crio. Walker, fiel a su enfermiza forma de ser, se había negado a darle agua y comida a Kim hasta que Reyes complaciera sus horrendas exigencias. Tanto Kim como Reyes vivieron una pesadilla a manos de un monstruo, y en su esfuerzo por mantener a su hermana a salvo, Reyes negó conocerla cuando fue arrestado por el supuesto asesinato de su padre. Aun así, había conseguido de algún modo convertirla en millonaria mientras estaba en prisión.

Mordió el anzuelo.

—Ese dinero no es mío, sino de ella.

Crucé los brazos.

—Ella no piensa gastárselo. Jura que es tuyo.

—Se equivoca. —Se acercó un paso más—. Además, creí que habíamos acordado que te mantendrías lejos de mi hermana.

No había sido un acuerdo, sino una amenaza por su parte, pero decidí no aclarar ese punto.

—Hablé con ella hace mucho, cuando escapaste de prisión. Te habían herido y estaba preocupada.

—¿Por qué te preocupas? —Otro paso más—. Lo último que me dijiste fue: «Vete a la mierda».

Me obligué a no moverme de donde estaba. Él solo avanzaba hacia mí para obligarme a retroceder, una táctica que utilizaba cuando necesitaba ejercer su autoridad.

—Solo dije lo que pensaba.

—La expresión de tu cara lo decía todo.

—¿Te refieres a la cara con la enorme cuchillada con la que tu padre la dividió en dos? —Después de eso, se situó justo delante de mí—. ¿Esa cara?

Se quedó pálido.

—No es mi padre.

—Lo sé. Pero luchar aquí es una locura. Es como si desearas la muerte.

—Eres tú la que lo ha dicho.

—¿Qué se supone que significa eso?

Reyes apretó la mandíbula, frustrado, antes de responder.

—Procuro guardar las distancias, como tú me pediste. —Se acercó aún más, y en esa ocasión no tuve más remedio que retroceder, pero un paso más me llevaría hasta un muro de bloques de hormigón. Reyes colocó un brazo por encima de mi cabeza para intimidarme—. No me lo pones nada fácil.

Sentí un estallido de emociones en lo más hondo del pecho. Reyes Farrow incendiaba todas y cada una de mis células, como si estuviera hecha de gasolina y una mera chispa bastara para envolverme en llamas. Él sabía el efecto que causaba en mí. Tenía que saberlo. Y eso era lo que me mantenía cuerda. Lo que evitaba que extendiera el brazo para acariciar con los dedos los vendajes de sus costillas. Que los hundiera en la parte delantera de sus vaqueros.

En lugar de eso, respiré hondo en un intento por calmarme.

—Te vi esta mañana.

Frunció un poco el ceño, así que me expliqué mejor.

—Al lado de mi edificio. Te vi allí de pie. ¿Me estás acosando?

—No —dijo antes de apartar el brazo de la pared y darse la vuelta—. Intento cazar a un animal muy distinto.

—¿Y ese animal vive en mi edificio?

Reyes se alisó la cinta que le cubría las manos.

—No, pero ese animal quiere lo mismo que la mayoría.

Sus palabras me aceleraron el pulso y me hicieron jadear. La única cosa que quería atraparme, el único animal al que Reyes daría caza, era un demonio.

De pronto estaba delante de mí y me rodeaba el cuello con una mano para impedir que huyera.

—Apestas a miedo.

Luché en vano para liberarme.

—¿Y de quién es la culpa?

—Mía, y me disculpo de nuevo, pero tienes que superarlo de una puta vez. —Apretó hasta que mi piel no tuvo más remedio que absorber las oleadas de calor que despedía su cuerpo. Las inhalé, y jadeé cuando se acumularon en mi abdomen y bajaron por mis piernas—. A ellos les encanta —me dijo al oído—. Es como una droga. Del mismo modo que el olor de la sangre atrae a los tiburones, el olor del miedo los atrae a ellos, los vuelve locos. Es a la vez un cebo y un afrodisíaco.

—¿Y tú cómo lo sabes?

—Porque fui uno de ellos, y no hay nada que desee más que llevarte a esas duchas, arrancarte la ropa y hacer mío cada centímetro de tu cuerpo.

Cerré los ojos ante la imagen que conjuraban sus palabras.

—Eso quieres hacerlo siempre.

—Cierto, pero ahora el deseo es más intenso. Eres el ángel de la muerte, y para uno de los míos no hay nada tan apetecible en el mundo como la posibilidad de lamer el miedo en tu piel.

Nunca me había dicho eso. Había muchas cosas que no me había dicho nunca, pero esa en particular me habría gustado saberla.

—Nunca te lo he dicho porque nunca ha sido un problema —replicó, cosa que me dejó atónita.

Lo había hecho de nuevo. Me había leído el pensamiento. Lo miré a los ojos, asombrada.

—Lo llevas escrito en la cara, Holandesa.

Ahí estaba otra vez. «Holandesa». El misterioso apodo que me había puesto. Un apodo que aún no entendía.

—Puedo verlas —continuó—. Tu confusión. Tus dudas. No te leo el pensamiento. Pero al igual que tú, soy capaz de percibir las emociones. Y eso nunca ha sido un problema porque tú nunca habías tenido miedo antes. No así.

—Te equivocas —dije en un susurro entre asombrado y temeroso—. Siempre te he tenido miedo.

Eso pareció detenerlo. Aflojó la mano lo suficiente para que me escabullera. Y me escabullí. Me libré de él a toda velocidad y me alejé. Reyes mantuvo la mano apoyada en la pared y respiró hondo en un intento por controlar sus emociones.

—Lárgate antes de que cambie de opinión y vuelva a agarrarte.

Negué con la cabeza.

—No me iré hasta que me prometas que dejarás de luchar.

Eso llamó su atención.

—¿Estás de coña?

—Ahora mismo no. —Si de verdad tenía algún poder sobre él, aquel era sin duda el momento idóneo para utilizarlo. Levanté la barbilla para mirarlo de igual a igual—. Te prohíbo que luches.

Un súbito estallido de furia me golpeó como si de una muralla de fuego se tratara. Reyes se enderezó y empezó a acercarse.

—Eres tú la que insiste en que conserve este cuerpo. ¿Y ahora te atreves a decirme lo que puedo o no puedo hacer con él?

Tenía razón. Había insistido en que conservara su cuerpo mortal cuando quiso morir. Y todavía quería que lo hiciera.

—Más o menos —dije, cuadrando los hombros.

—Bien, en ese caso, ¿qué te gustaría exactamente que hiciera con él?

Una pregunta cargada de segundas intenciones. Estaba a mi lado de nuevo, y cada vez más cerca, lo que me obligó a retroceder hasta que choqué contra la mesa en la que él se había sentado antes. Su calor se filtraba por todos los poros de mi cuerpo.

—Necesito respuestas, y no las conseguiré si acabas muerto en una pelea ilegal dentro de una jaula. ¿Tienen acaso algún médico de servicio?

—¿Muerto? —preguntó con sorna, como si la idea le pareciera ridícula.

Señalé los vendajes que llevaba.

—No eres tan indestructible como te crees.

Se echó a reír, una risa dura que resonó en las taquillas metálicas.

—¿De verdad crees que un humano me ha hecho esto?

Tardé un momento en entenderlo. Y cuando lo hice, lo miré boquiabierta.

—Ellos… ¿Quieres decir que…?

—¿Rey?

Retrocedí un poco más mientras luchaba por que la estancia dejara de dar vueltas. Demonios. Estaban allí. De nuevo en la Tierra. Y Reyes luchaba contra ellos.

Miré por encima de su hombro hacia la mujer que había entrado en la sala.

—¿Estás listo para la siguiente pelea? Preguntan por ti.

Él no la miró. No apartó la vista de mí.

—Wendell quiere que luches en esta última —dijo la mujer con voz débil, insegura.

Pude percibir la ansiedad que desprendía incluso desde donde me encontraba.

Cuando una mujer alta con el pelo rubio y corto se situó bajo la luz, comprendí quién era y casi me da un patatús. ¿Elaine Oake? ¿La mujer de la página web? ¿La mujer con un museo dedicado nada más y nada menos que a Reyes Farrow? ¿Un museo lleno de docenas de objetos que le robó o sacó de la prisión gracias a los guardias? ¿Unos guardias a los que ella pagó? ¿Estaba allí? ¿Con él?

Al recordar que no era más que una fanática de las prisiones, una mujer que había acosado a Reyes durante todo el tiempo que estuvo encarcelado, que había pagado a los guardias para conseguir información sobre él, para que le robaran cosas de la celda y le hicieran fotos cuando estaba distraído, dejé de preocuparme por la posibilidad de que los demonios camparan a sus anchas por los valles y colinas de la Tierra y empecé a preocuparme por la posibilidad de que aquella mujer estuviera campando a sus anchas por los valles y colinas del cuerpo de Reyes. Algo parecido a un amargo y furioso arrebato de celos explotó en mi pecho y me provocó un humillante estallido de resentimiento.

Luché para aplacarlo, pero ella debió de notar el asombro en mi rostro. El suyo mostraba lo mismo. Y también su inseguridad. Reyes estaba demasiado cerca, y estaba claro que eso no le hacía ninguna gracia. En ese momento me reconoció, y su desconcierto fue aun mayor.

—¿Rey? —preguntó de nuevo—. ¿Sabes quién es?

Él dejó escapar un fuerte suspiro con los dientes apretados.

—Sí.

—Ah, vale. —Se acercó a nosotros—. ¿Estás aquí por un caso? —me preguntó con una mirada tan esperanzada que casi sentí pena por ella.

—Estoy aquí para cobrar, sí.

—Ah, bueno, sea lo que sea, yo te lo pagaré. Soy la manager de Reyes. —Se volvió hacia él y colocó una mano tímida sobre su brazo—. Tienes que prepararte. Esta lucha casi ha terminado. —Luego se obligó a sonreír—. Además, todos han venido a verte a ti. Esa pelea solo es de relleno, algo con lo que limpiar el paladar entre rondas.

¿Reyes iba a luchar otra vez esa noche? ¿Y a ella le parecía bien?

Me entraron unas ganas tremendas de arrancarle ese pelo rubio perfectamente cardado, y me reprendí por ello. Reyes no era mío. No podía decirle lo que debía hacer, ni si debía pelear o no, y él lo sabía. Se había pasado en prisión casi una década por un crimen que no había cometido, y allí estaba yo, intentando controlarlo. Igual que hicieron ellos. Cada día durante diez años. Cada movimiento, cada pensamiento, controlado por un custodio, un guarda o un alcaide.

Pero aun así… ¿Elaine Oake?

—Y tenemos que volver a casa antes de que aparezcan los nuevos patrocinadores —añadió—. Están impacientes por conocerte.

Estuve a punto de desmayarme. ¿A casa? ¿Estaba viviendo con ella? La profundidad de mi asombro no conocía límites. Me quedé aturdida un momento, mientras asimilaba mis nuevos descubrimientos.

Reyes examinaba mi rostro y vigilaba cada uno de mis movimientos, cada una de mis reacciones.

—¿Puedes darnos un minuto? —preguntó, aunque no supe muy bien con quién de nosotras hablaba. Tampoco sabía si me importaba.

—Vaaale —dijo Elaine. Salió de allí muy despacio, como si le costara un mundo hacerlo.

—¿Estás viviendo con ella? —pregunté con un hilo de voz—. ¿Tienes idea de quién es esa mujer?

—Sí. —Aguardó un momento y después añadió—: Y sí.

Se me escapó una leve risotada de incredulidad. No pude impedirlo. Me di la vuelta para marcharme, pero apoyó las manos en la mesa y me bloqueó el camino. Eché un vistazo a Elaine. Se había detenido un poco más allá del muro de taquillas, y no pasó por alto el gesto de Reyes. Y yo no pasé por alto su expresión herida.

Bienvenida al mundo de Reyes Farrow.

—Tienes que irte —le dije.

—No me has contestado. ¿Qué quieres que haga con este cuerpo que te empeñas en que conserve?

Le dirigí una mirada cargada de odio.

—Mándalo de vuelta al infierno.

Su sonrisa fue como un atizador al rojo vivo en mi vientre. ¿Acaso le divertía todo aquello? ¿Mi estupefacción? ¿Mi dolor?

—No puedo hacer eso cuando hay tantas cosas entretenidas aquí en la Tierra.

—¿Entretenidas? ¿Eso es lo que soy para ti? ¿Un entretenimiento?

Un hombre entró en la sala. Su entrenador.

—Te toca.

—¿Y bien? —preguntó Reyes, que todavía aguardaba una respuesta razonable.

La situación se estaba volviendo absurda. Vi a Elaine, que estaba justo al otro lado de la puerta, observándonos con un ceño de preocupación.

—Tu novia está agobiada —dije en un intento por cambiar de tema.

—¿Celosa?

—En absoluto.

—Pues pareces celosa.

—No estoy celosa. Es solo que no me puedo creer que tengas…

—¿Estos abdominales?

Sentí un nudo en el estómago. Respiré hondo para calmarme antes de volver a hablar.

—Tan mal gusto.

—A mi gusto no le pasa nada. —Me alzó la barbilla con la mano—. Tú no me quieres cerca, así que ¿qué más te da?

—Me da igual.

—Entonces ¿por qué estás aquí?

—Me debes dinero por mis servicios.

—Anda ya… ¿Y todas las veces que te he salvado la vida?

Encogí un hombro.

—Envíame una factura.

Reyes se inclinó hacia delante.

—Preferiría follarte —susurró.

—Y yo preferiría que cambiaras de tema.

—Pero no has respondido a mi pregunta. —Pegó la boca a mi oreja y dejó que su aliento me acariciara el cuello y se derramara sobre mi hombro en una embriagadora marea de placer—. ¿Qué quieres que haga con mi cuerpo, Holandesa?

Tardé un buen minuto en responder.

—Llévalo a ver a tu hermana.

Mencionar a su adorada hermana fue como arrojarle un cubo de agua helada en la cara. Se enfrió al instante, y su cuerpo se quedó rígido, tenso.

—Te toca —repitió el entrenador, esta vez con más firmeza—. Sal ahí y…

Cuando Reyes se volvió hacia él como una cobra dispuesta a atacar, el hombre retrocedió. Abrió los ojos durante un instante y levantó las manos en un gesto de rendición.

—Perderemos la pelea si no sales ahí fuera. Eso es todo lo que digo.

Reyes pareció calmarse. Me miró de nuevo, introdujo los dedos bajo el cuello de mi chaqueta y tiró de él hasta que mi boca quedó a escasos centímetros de la suya.

—Vete a casa.

Me soltó con un suave empujón y yo le di un manotazo en la mano como respuesta. Pero él ya se dirigía hacia la puerta.

Vete a casa… Una mierda.