Capítulo 7
7
La felicidad no es suficiente. ¡Exijo euforia!
(Camiseta)
Estaba claro que Reyes no quería responder a mis preguntas. No obstante, estábamos en suelo sagrado. Quizá no pudiera pisar suelo sagrado. Pero ¿de verdad era capaz de hacer desaparecer su cuerpo físico? La mera idea me dejaba desconcertada.
Subí al jeep, me senté al lado del chico y le retiré el pelo de la cara. El muchacho despertó de pronto y se apartó de mí, entre confundido y asustado.
—No pasa nada —le dije mientras levantaba las manos en un gesto de rendición—. Estás bien, pero tienes que entrar ahí.
El muchacho empezó a mirar a su alrededor con aire frenético, pero cada vez que posaba la vista en mí, entrecerraba los ojos como si contemplara una luz cegadora. Fue entonces cuando comprendí, no sin cierto asombro, que el chico era como Pari. Podía ver mi luz, y era evidente que le resultaba desagradable. Estiré el brazo hacia la parte delantera para coger mis gafas de sol.
—Esto te ayudará. —Al ver que no las cogía, separé las patillas y, muy despacio, me incliné para colocárselas. El muchacho accedió, pero tenía los músculos tensos a causa del recelo—. ¿Mejor?
Examinó de nuevo los alrededores y luego se volvió hacia mí con expresión cautelosa.
—Ah, es cierto. Este es mi jeep, Misery, y yo soy Charley. —Deseé retirar mis palabras en el momento en que las dije.
¿Por qué le había presentado a mi coche a un chico que se creía una especie de rehén? Eso era como presentarle a Jonás la ballena después de que se lo tragara y esperar que se llevaran bien.
—Misery no ha tenido nada que ver con esto, te lo prometo.
—¿Por qué estoy aquí? —preguntó, y por fin me di cuenta de por qué no respondía a mis preguntas.
No utilizaba su voz, sino sus manos.
—¿Eres sordo? —le pregunté en el lenguaje de los signos.
El muchacho pareció sorprendido.
—Sí.
—Vale, pues soy Charley —señalé, tomándome un par de segundos para deletrear mi nombre.
De repente, me sentía muy agradecida por haber nacido sabiendo hablar todos los idiomas conocidos en la historia del mundo, incluidos los muchos y variados lenguajes de signos.
—¿Y el otro? —me preguntó con el ceño fruncido a causa de la confusión—. Me has presentado a alguien más.
—Sí —dije avergonzada—. Te he presentado a mi jeep. —Señalé el coche con un gesto de la mano—. Se llama Misery.
—¿Le has puesto nombre a tu coche?
—Sí. Y, por favor, no preguntes a qué otras cosas les he puesto nombre. Eres demasiado joven.
Un asomo de sonrisa apareció en su boca.
—Me llamo Quentin —dijo, deletreando con los dedos su nombre completo. Luego levantó el brazo izquierdo y dibujó una «Q» en la parte exterior de su muñeca con la mano derecha, para indicar cómo representar su nombre con signos.
—Encantada de conocerte —le dije, y por costumbre él me devolvió el cumplido, aunque sin duda no sentía lo mismo—. Te he traído aquí por tu propia seguridad. ¿Recuerdas lo que te ha ocurrido?
El chico apartó la mirada.
—Algunas cosas.
Mierda. Necesitaba un psicoterapeuta de inmediato.
Esperé a que se volviera hacia mí para empezar a hablar.
—Podría ocurrir de nuevo. —Al ver que se tensaba y que una marea de miedo flotaba hasta mí, añadí—: Lo siento muchísimo. Necesito llevarte a ese edificio. Ahí estarás a salvo.
Quentin se echó hacia delante para observarlo.
—¿Tienes familia aquí en Albuquerque?
—¿A-B-Q? —preguntó. No había reconocido la abreviatura, así que deletreé con los dedos el nombre de la ciudad. No fue tarea fácil.
—Sí, estás en Albuquerque, Nuevo México.
La estupefacción de su rostro no necesitaba ningún tipo de interpretación.
Le puse una mano sobre el hombro durante un minuto, mientras asimilaba esa última información.
—¿De dónde eres? —pregunté después.
—De Washington, de la capital.
—Vaya, estás muy lejos de casa. ¿Recuerdas cómo llegaste aquí?
Se dio la vuelta para ocultar las lágrimas que se agolpaban en sus ojos. Me lo tomé como un no. Debían de haberlo poseído antes de salir de la ciudad.
—Puedo ponerme en contacto con tu familia. Les haré saber que estás bien.
El chico se cubrió la cara con una mano y se me encogió el corazón. Volví a ponerle la mano encima del hombro. Se lo froté. Lo consolé. Supe sin necesidad de que lo dijera que no tenía familia. Me pregunté si era un chico sin hogar.
Su angustia me dejó sin aliento. Se sentía tan perdido, tan solo…
—¿Vas a entrar pronto? Porque la verdad es que se está haciendo muy tarde.
Di un respingo, sorprendida, al ver a la hermana Mary Elizabeth al lado de Misery.
Un temor reverencial llenó mi pecho.
—¿Es que los ángeles te han avisado de nuestra llegada?
—No. Te vi aparcar el coche.
—Ah. —La respuesta fue bastante decepcionante.
—Y los ángeles nunca me dicen nada. Tan solo escucho a hurtadillas sus conversaciones de vez en cuando.
—Cierto. Lo había olvidado.
Convencí a Quentin para que saliera de Misery y lo presenté a la hermana Mary Elizabeth y a otras tres monjas que habían salido a recibirnos. Las mujeres lo rodearon como gallinas cluecas y examinaron el arañazo de su rostro y el largo corte de su muñeca. Un par de ellas conocían incluso el lenguaje de los signos, lo cual me dejó encantada. El chico estaría bien. Al menos, por el momento.
Nos acompañaron al convento, nos prepararon sopa —que sabía mucho mejor que el vómito que aún paladeaba en la lengua— y chocolate caliente, y luego me hicieron un millón de preguntas sobre cómo era eso de ser el ángel de la muerte y sobre lo que se sentía cuando la gente cruzaba a través de ti, hasta que apareció la madre superiora y nos aguó la fiesta. La hermana Mary Elizabeth les había hablado de mí, así que su curiosidad era de lo más normal. No pude evitar notar que habían dejado de lado el tema de Reyes. Sabían quién era, lo que era y cómo estábamos conectados.
Me volví hacia Quentin. El chico había mantenido una fascinante conversación con la hermana Ann sobre la Xbox, que según ellos tenía los mejores gráficos y la mejor calidad en red. La hermana Ann conocía sus sistemas de juego, y se había ganado por completo al tímido joven.
Quentin volvió a ponerse las gafas para poder entenderme.
—Te quedarás aquí un tiempo, ¿te parece bien? —le pregunté.
—¿No podría quedarme contigo?
—No, debes permanecer en suelo sagrado. Mi apartamento es… Bueno, más bien impío.
Hizo un gesto afirmativo con la cabeza y miró a su alrededor, fingiendo que no le afectaba la perspectiva de permanecer en un lugar lleno de monjas, aunque sí que parecía algo aliviado.
—Si necesitas algo, envíame un mensaje de texto. —Le di mi tarjeta—. Un momento, ¿tienes teléfono móvil?
Se dio unos golpecitos en los bolsillos de la chaqueta y los de los vaqueros, y al final me mostró un móvil con una enorme sonrisa. Sin embargo, la sonrisa se desvaneció a medida que pulsaba las teclas.
—Está sin batería —señaló con las manos.
—Puedo conseguirte un cargador —dijo la hermana Mary Elizabeth con su inagotable entusiasmo.
—Gracias —respondió Quentin, y luego me preguntó—: ¿Cuál es el signo de tu nombre?
Agaché la cabeza, avergonzada.
—No tengo signo. Ninguno de mis amigos sordos me han dado uno. Cada vez que se lo pido me dicen que todavía se lo están pensando. Me da la impresión de que intentan escaquearse.
—¿Por qué?
—Creo que es porque tengo tantas cualidades que no logran decidir cuál de ellas utilizar para asignarme un nombre de signos.
Quentin soltó una risilla ahogada.
—La gente que oye está chiflada —dijo con signos vagos, como si fingiera que yo no iba a entenderle.
—¿En serio? —pregunté, hinchando pecho—. Vale, pero la gente sorda habla mejor cuando tiene la boca llena. —Solté una risotada después del chiste más viejo del manual de sordos.
El chaval puso los ojos en blanco, y aproveché la oportunidad para darle un abrazo. Al principio se puso tenso, pero luego se derritió y me abrazó como si su vida dependiera de ello. Nos quedamos así hasta que Quentin aflojó un poco. Le di un beso en la mejilla sucia cuando nos apartamos, y él agachó la cabeza con esa típica y dulce timidez suya.
—Volveré pronto, ¿vale?
—Espera —dijo él, súbitamente preocupado—. ¿Las monjas comen beicon? Me gusta muchísimo el beicon.
La hermana Mary Elizabeth le dio unos golpecitos en el hombro para llamar su atención antes de empezar a hablarle con signos.
—Me encanta el beicon. Prepararé un poco para desayunar, ¿te parece bien?
El muchacho asintió y dejó que las monjas, emocionadas con la idea de protegerlo, se lo llevaran de allí para enseñarle las dependencias, donde podría bañarse y ponerse ropa limpia. Parecía relajado y agradecido, y eso hizo que yo me sintiera relajada y agradecida también. Además, tenía la sensación de que a la madre superiora el chico le había caído en gracia. Algo en el interior de la monja se derretía cuando contemplaba los ojos del chico, algo cálido y maternal, y me pregunté qué recordaba al verlo.
Cuando todo el mundo se marchó, inmovilicé a la hermana Mary Elizabeth en su silla y la fulminé con mi infame mirada abochornante. Aunque no se abochornó en absoluto, a juzgar por su mirada brillante con un ligero trastorno de déficit de atención. Una mirada con la que me identificaba plenamente.
—Sé lo que vas a preguntarme —dijo de esa manera apresurada suya.
—Bien, entonces no tendré que preguntártelo. ¿Qué has oído?
El superpoder de la hermana Mary era su don para escuchar a los ángeles. Literalmente. Como si tuviera una línea telefónica inalámbrica sobrenatural. Fue así como oyó hablar de mí, de Reyes y de Artemis. Había oído hablar a los seres supremos sobre nosotros durante años. No podía ni imaginarme qué dirían. Yo no era tan interesante.
La monja agachó la cabeza y fijó la vista en su té. Eso no era propio de ella. Seguro que estaba a punto de darme muy malas noticias.
—Han descubierto un modo de rastrearte.
Ah, bueno, eso no parecía tan malo, tal y como estaban las cosas.
—¿Quiénes? ¿Los demonios?
—Sí, los caídos. Han trazado un nuevo plan.
—Se dedican a poseer a la gente —dije asqueada—. ¿Es ese su gran plan? ¿Apoderarse de la vida de los humanos? ¿Para destruirlos? Poseyeron a ese chico sin motivo.
—Tenían un motivo. —Retiró unos granitos de azúcar del platillo con la yema del dedo—. Solo poseen a la gente que posee cierta sensibilidad hacia el reino espiritual. A los clarividentes.
Miré hacia el lugar por donde se habían llevado a Quentin.
—Entonces, ¿Quentin es clarividente?
—Sí. Bastante.
—Genial, pero ¿qué tiene que ver eso conmigo? ¿La clarividencia no consiste en ver el futuro?
—No siempre. Los clarividentes son aquellos que poseen una visión clara. Aquellos que pueden ver el reino espiritual. Algunas personas nacen con esa capacidad. Otras la adquieren por otros medios, como las experiencias cercanas a la muerte.
Pensé en Pari. Mi amiga veía fantasmas desde que tuvo una experiencia cercana a la muerte cuando era niña.
—Pero ¿por qué los han convertido en su objetivo? ¿Qué ganan con eso?
—Porque esas personas a menudo perciben las auras.
—Vale —dije, aunque todavía no lo había pillado.
—Y si pueden ver las auras… —me puso una mano en el brazo—, pueden verte a ti.
Me di un cachete mental. Algunas veces era muy lenta de entendederas.
—Por supuesto. Eso explica por qué eligieron a Quentin. El muchacho ve la luz que me rodea.
Tendría que hablar con Pari y asegurarme de que no había sido poseída desde la última vez que la vi.
—Así es como te rastrean. Y según las últimas conversaciones, los demonios se acercan. Por eso te enviaron a un guardián. Por eso te enviaron a Artemis. Sabían que esto iba a suceder.
Maldición. Ya imaginaba que habría algún motivo agorero y siniestro. Artemis no podía ser un regalo de inauguración de casa tardío.
—¿Pueden hacerle daño? —pregunté preocupada—. ¿Los demonios pueden herir a Artemis?
—No lo sé. No he oído nada al respecto. —Se aclaró la garganta y cogió mi taza—. ¿Quieres un poco más de té?
—Claro, gracias —dije distraída.
La madre superiora regresó a la estancia y se sentó, mientras la hermana Mary Elizabeth recogía nuestras tazas y se levantaba para preparar más té.
Me dedicó su mejor expresión desdeñosa.
Yo sonreí. Inspeccioné el trabajo de ebanistería de la sala. Tamborileé con los dedos sobre la mesa. Consulté el reloj. O, mejor dicho, me miré el lugar de la muñeca donde habría estado el reloj si no hubiese olvidado ponérmelo.
—¿Sabe? —dijo la superiora tras un largo momento de reflexión—, me costó mucho… —se esforzó por encontrar la palabra adecuada— creer en las habilidades de la hermana Mary Elizabeth.
Vaya, menos mal. La conversación no trataría sobre mí y mi caja de zapatos llena de pecados. Porque, de ser así, habríamos tardado un buen rato.
—Lo entiendo —dije, intentando mostrarme comprensiva—. A la gente también le cuesta mucho creer en las mías. No tiene nada de malo.
—En realidad, sí. Ella nos fue enviada por Dios, y yo lo cuestioné. Cuestioné su don. Eso es algo por lo que tendré que responder cuando llegue el momento.
Me parecía que estaba siendo demasiado dura consigo misma.
—No creo que utilizar la lógica y el instinto humano sea un pecado.
La mujer sonrió, más para agradar que para mostrar su acuerdo.
—A juzgar por lo que nos ha contado, se avecina una enorme y horrible guerra.
—Es cierto —dijo la hermana Mary Elizabeth, asintiendo de manera entusiasta mientras volvía a sentarse y me entregaba la taza de té—. Y la iniciará un impostor.
—¿Un impostor? —pregunté.
La madre superiora colocó una mano sobre el brazo de la hermana Mary Elizabeth para acallarla.
—Un momento… —dije, mirándolas a ambas—. ¿Hay información que podría resultarme útil y no queréis compartirla conmigo?
—No es nuestro deber —repuso la superiora—. Esa información es sagrada. Nos fue concedida para que pudiéramos rezar.
—Yo también puedo rezar —dije indignada—. Solo dígame lo que debo incluir en mis plegarias. Lo añadiré a mi lista de tareas.
El comportamiento encorsetado de la mujer se relajó un poco, y en sus labios apareció una diminuta sonrisa.
—Las plegarias hay que sentirlas; no pueden tacharse de una lista de tareas.
Mierda. Tenía razón.
—Pero hablamos de algo que afecta a mi vida.
—Y a la vida y a la salvación de todos los habitantes de la Tierra. Su destino es representar un papel en esto. Solo debe decidir qué papel será ese.
—¿Acertijos? —pregunté, nada impresionada—. ¿Me habla en acertijos?
La hermana Mary Elizabeth seguía nuestra conversación con un brillo inocente en los ojos. Parecía una niña viendo sus dibujos animados favoritos de las mañanas de los sábados.
Vale, así que había algo que no querían contarme.
—¿Podría al menos saber qué es lo que podré hacer?
La hermana esbozó una amplia sonrisa.
—Cualquier cosa que te imagines.
—No sé… —dije, intentando no parecer decepcionada—. Soy capaz de imaginar muchas cosas.
La madre superiora le dio unas palmaditas en el brazo a su protegida.
—Es hora de irse a la cama —dijo con voz cariñosa y maternal.
Me di por aludida y decidí marcharme. Prometieron vigilar a Quentin hasta que el muchacho pudiera salir a la calle sin peligro, pero sabían mucho más que yo. Intenté no sentirme resentida. No resultó difícil, pero sí tuve que esforzarme un poco antes de rendirme y detestar a toda la raza humana. Aunque no sabía muy bien por qué. Por suerte, ya se me había pasado cuando llegué junto a Misery calada hasta los huesos, ya que había empezado a llover otra vez.
Llamé a Cookie. Mi amiga sabía adónde había ido, y estaría loca de preocupación. O de lujuria. Reyes tenía ese efecto en ella. Y, casi con seguridad, en un montón de chicas más.
—¿Y bien? —preguntó en cuanto descolgó el teléfono.
—¿Crees de verdad que estamos solos en el universo?
—¿Otra vez te han abducido los alienígenas?
—No, gracias a Dios. Con una vez tuve suficiente.
—Vaya, pues menos mal. Entonces ¿qué ha pasado con Reyes? ¿Lo has visto?
—Lo vi. Discutí con él. Poté.
—¿Vomitaste?
—Sí.
—¿Encima de Reyes?
—No, pero solo porque no se me ocurrió en aquel momento. Voy a pasarme por casa de Pari antes de volver a casa para ver cómo está Harper. No puedo permitir que nadie se dé cuenta de que hoy me he puesto sujetador.
—Fantástico, entonces tienes unos minutos para ponerme al día.
Lo imaginaba. Le expliqué todo lo ocurrido con la mayor brevedad posible. Pari no vivía lejos, así que la brevedad era de capital importancia. Cuando me acerqué al barrio, cada molécula de mi cuerpo vibraba. Al parecer, hablar de Reyes era casi tan bueno como estar con él. ¿Cómo era posible que un hombre fuese tan inhumanamente perfecto?
Pues porque no era humano, casi seguro. Su presencia parecía causar una perturbación en mi continuo espacio-tiempo. Me sentía aturdida cuando estaba cerca de él. Desorientada. Y caliente. Siempre caliente.
—¿Qué pasó con la factura? —preguntó Cookie con un tono esperanzado.
—Le dije que me enviara un cheque.
—¿Un cheque? —Estaba atónita—. ¿Es que no tiene lo que nos debe?
—Tal vez sí, pero a mí me debe mucho más que a ti. Creo que a ti solo te debe dos dólares.
La voz de Cookie se volvió grave y ronca.
—Sería capaz de muchas cosas por dos dólares. Envíame a ese hombre aquí y te lo demostraré.
A veces me asustaba. Colgué después de prometerle que me lavaría los dientes para quitarme los restos de vómito de la boca en cuanto me fuera posible. Sin embargo, mi mente se había desviado hacia el problema que tenía entre manos. O, mejor dicho, a los problemas. En plural. Habían vuelto. Los demonios habían vuelto en todo su esplendor. Y tenían un plan. Yo también hacía planes a veces, pero rara vez estaban relacionados con el dominio mundial. Tal vez con perritos calientes a la parrilla. Y tequila.
Después de buscar sin éxito un hueco, aparqué detrás del salón de tatuajes, frente a una señal de prohibido aparcar. Puesto que no especificaba a quién se lo prohibía, supuse que lo más probable era que no se refiriese a mí. Corrí bajo la lluvia, pero acabé empapada de todas formas. Mi intención era presentar una queja a Pari y a Tre, pero ambos estaban ocupados recordando los quejidos de agonía de sus clientes, así que los dejé en paz y me dirigí a la improvisada habitación de huéspedes. Harper, que parecía muy interesada en la textura de la pared de Pari, dio un respingo en cuanto me vio entrar.
—¿Has descubierto algo?
—No mucho. ¿Qué tal lo llevas? —pregunté mientras me acomodaba en el sofá y le hacía un gesto para que se sentara a mi lado.
Ella accedió a regañadientes.
—Estoy bien.
—Hoy he hablado con tu madrastra. ¿Por qué no me contaste que todo esto te pasa desde que eras niña?
Se puso en pie de nuevo y me dio la espalda, avergonzada.
—Pensé que no me creerías. Nadie me cree, sobre todo cuando les cuento la historia completa.
—Te diré una cosa —sabía a la perfección cómo se sentía—. Si prometes confiar en mí, yo prometo confiar en ti, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
Al final la convencí para que volviera a sentarse, pero se escondió tras la oscura cortina de su cabello largo.
—¿Podrías contarme lo que ocurrió? ¿Cómo empezó todo esto?
—No lo sé. No lo recuerdo.
—Tu madrastra dice que empezó justo después de que ella se casara con tu padre.
Harper puso los ojos en blanco y se volvió hacia mí.
—Siempre dice eso. Todo es por ella. Por su matrimonio. Es imposible que esté relacionado conmigo, con el hecho de que me haya pasado toda la vida traumatizada. —Alzó los brazos en un gesto de frustración, y me gustó verla de esa forma. Como una luchadora.
Como la mujer fogosa y capaz que yo sabía que sería si conseguía librarse del acosador psicópata que la había perseguido casi desde siempre.
Le sonreí con afecto.
—Mucho mejor.
—¿Qué? —Sus bonitas cejas se unieron en un ceño fruncido.
—Da igual. ¿Por qué no me cuentas tu versión de lo sucedido?
Harper respiró hondo, se reclinó en el asiento y empezó a hablar.
—No hay mucho más que contar. No lo recuerdo. Se casaron. Sí, contra mis deseos, pero entonces solo tenía cinco años, así que en realidad no tenía mucho que decir al respecto. Se fueron de luna de miel. Me quedé con mis abuelos maternos en Bosque Farms mientras ellos estaban fuera. —Volvió a concentrarse en mí—. Mis verdaderos abuelos por parte de madre, que eran maravillosos. Luego regresaron y empezó todo. Justo después de su luna de miel.
Saqué una libreta del bolso y empecé a tomar notas. Me parecía que era lo correcto.
—Vale, dime exactamente cómo empezó todo. ¿Qué recuerdas haber notado primero?
Harper se encogió de hombros.
—He repasado esto tantas veces con los terapeutas que ni siquiera tengo claro qué partes son reales y qué partes son inventadas. Ocurrió hace mucho tiempo.
—Bien, me alegra que sepas que algunos de tus recuerdos podrían ser producto de las repetidas sesiones con los profesionales, que podrían ser una invención de tu mente para intentar asimilar ciertas circunstancias. Pero por el bien de la conversación, digamos que no lo son, que todo lo que recuerdas ocurrió de verdad. ¿Qué podrías contarme?
—Está bien. Bueno, supongo que todo empezó cuando encontré un conejo muerto en mi cama.
—¿Te refieres a un conejo de verdad? ¿Muerto?
—Sí. Me desperté una mañana y allí estaba. Muerto a los pies de mi cama.
—¿Qué pasó?
—Grité. Mi padre vino corriendo. —Me miró un instante y luego apartó la vista—. Se lo llevó de allí.
Todavía estaba en modo terapia. Le preocupaba lo que yo pudiera pensar, cómo analizaría sus actos.
—Lo entiendo, Harper. Tu padre acudió a rescatarte. ¿Te parece posible que aquello fuese una forma de llamar su atención? ¿Eso es lo que te han dicho todos estos años de terapia? ¿Que solo querías llamar la atención de tu padre?
La joven se vino abajo.
—Algo parecido. Y quizá tuvieran razón.
—Creí que habíamos llegado a un acuerdo. —Cuando se volvió hacia mí, añadí—: Creí que íbamos a dar por hecho que no te lo inventaste, que no eran imaginaciones tuyas. —Me incliné hacia ella—. Que no estás loca.
—Pero tiene lógica.
—Claro que sí. Y también la tiene el ejercicio, pero me da la impresión de que no lo practicas de manera rutinaria, ¿o sí? Y si eso hace que te sientas mejor, yo misma te analizaré. Te enumeraré todas las razones por las que podrías haber inventado esas acusaciones. Tengo un título de psicología. Estoy totalmente cualificada para hacerlo.
Una sonrisa tímida apareció tras la cortina de pelo.
—Sé lo que sientes. A mí también me han analizado hasta la saciedad. Bueno, no profesionalmente, aunque una vez salí con un licenciado en psicología que me dijo que tenía problemas de atención. Al menos, creo que eso fue lo que me dijo. En realidad no le prestaba atención. Bueno, ¿por dónde iba? —Al ver que no respondía en menos de siete milisegundos, continué con mi perorata—: Vale, lo que intento decirte es que…
—¿Que estás más loca que yo? —Arrugó la nariz, encantada.
—Algo así —respondí con una carcajada—. Venga, cuéntame qué ocurrió con el conejo.
—Nada, de verdad. Mi padre dijo que el perro podría haberlo dejado allí, pero lo cierto es que no permitían que el perro entrara en casa.
—¿Puedes describirme el conejo? ¿Tenía sangre?
Harper se lo pensó unos instantes. Tenía el entrecejo fruncido en un gesto de concentración, y de pronto, una leve ráfaga de miedo atravesó su rostro.
—Nadie me había preguntado nunca eso. En veinticinco años, ni una sola persona me ha preguntado por el conejo.
—¿Harper?
—No. Lo siento. No, no tenía sangre. Por ningún sitio. Pero su cuello estaba roto.
—Vale. —Parecía haber realizado algún tipo de conexión en su mente. Me pregunté si todavía hablaba del conejo. Guardé silencio un rato para permitir que asimilara lo que tuviera que asimilar y luego le pregunté—: ¿Qué ocurrió después? ¿Qué te llevó a pensar que alguien intentaba matarte?
Volvió a mirarme, parpadeó unas cuantas veces y sacudió la cabeza.
—Ah, bueno, fueron unas cuantas cosas. Cosas extrañas, una detrás de otra.
—¿Como cuáles?
—Como la vez que mi hermanastro prendió fuego a la caseta de mi perro. Con él dentro.
—¿Tu hermanastro hizo eso? ¿A propósito?
—Dice que fue un accidente. Ahora lo creo, pero no lo creí entonces.
—¿Por qué no?
—Porque esa misma noche mi manta eléctrica acabó ardiendo.
—Contigo dentro —dije, segura de ello.
Harper hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—Conmigo dentro —confirmó.
Vaya, el capullo de su hermanastro había saltado al puesto número uno de la lista de posibles sospechosos.
—Pero las cosas siempre ocurrían así, a pares.
—¿Qué quieres decir?
—Celebré mi fiesta de cumpleaños alrededor de una semana después del primer incidente, el del conejo muerto. Y la hermana de mi madrastra fue a la fiesta con sus dos horribles hijos. —Tembló de arriba abajo, horrorizada—. Eran muy agresivos. En fin, el caso es que la mujer me regaló un conejo. Un conejo blanco idéntico al que había aparecido en mi habitación, solo que alguien le había hecho un pequeño agujero en la espalda y había sacado el relleno para que se le cayera la cabeza hacia un lado.
—Como si tuviera el cuello roto.
—Exacto.
Qué familia más encantadora. No quise mencionarle el conejo que había encontrado en su cocina. Podría haber sido el mismo, o quizá lo hubieran colocado allí más recientemente, pero me daba miedo perderla al contárselo.
—Todo el mundo se echó a reír —añadió—, y yo me enfadé. Mi tía lo sostenía delante de mis narices, sacudiéndole la cabeza de un lado al otro. Esa mujer tenía una risa chillona que me recordaba al ruido del reactor de un avión durante el despegue.
—¿Y tenías cinco años? —pregunté horrorizada.
Harper asintió y empezó a sacarle hilos a su abrigo azul marino.
—¿Dónde estaba tu padre mientras eso pasaba?
—Trabajando. Siempre estaba trabajando.
—¿Qué más sucedió?
—Cosillas extrañas. Joyas que desaparecían o el hecho de que los cordones de mis zapatos aparecieran anudados todas las mañanas durante una semana.
Cosas que sin duda podrían achacarse a las bromas pesadas de un hermano insoportable.
—Luego empecé a ver a alguien en mi habitación por las noches.
—Eso da miedo.
—A mí me lo vas a decir.
—¿Y nunca lo reconociste?
Negó con la cabeza antes de hablar.
—Pero la cosa no se puso realmente mal hasta que cumplí los siete años. Mi hermanastro me regaló un anillo de plástico con una araña. —Sonrió avergonzada—. Nos gustaban las arañas, los bichos, las serpientes y esas cosas.
—Las arañas están bien siempre que respeten los límites personales —le dije—. Sobre todo los míos. Pero ¿por qué tengo la impresión de que la historia no termina ahí?
—Esa noche, la misma noche que me regaló el anillo, sufrí tres picaduras de una cría de viuda negra en el abdomen mientras dormía. Encontraron dos en mi pijama.
—Alguien podría haberlas metido en tu cama mientras dormías.
—Sí.
—¿Crees que tu hermano tuvo algo que ver con eso?
—Me pregunté lo mismo durante mucho tiempo. Al principio no estábamos muy unidos, sobre todo después de lo de la caseta del perro. Pero con el tiempo llegamos a querernos mucho. Era el único en mi familia que me creía, que me defendía de mi madrastra. Y eso la enfurecía.
—Lo entiendo.
Y era cierto. La madrastra de Harper era una madre tan cariñosa como la mía, aunque la mía nunca me había metido una viuda negra en la cama ni había incendiado mi manta eléctrica. Hubo una vez que creí que intentaba abrasarme las neuronas con las microondas del mando a distancia, pero lo cierto es que llevaba tres días viendo una maratón de La zona muerta, así que me faltaban horas de sueño y me sobraba café. Tenía cuatro años.
—Entonces, ¿has pasado por esto toda tu vida? —pregunté.
—Sí. Encontraba cadáveres de ratones en mi habitación o bichos muertos en mis zapatos. Una vez me serví una taza de leche, y en el tiempo que tardé en volver a guardar la leche en la nevera y untar la tostada de mantequilla, alguien me puso un gusano muerto dentro. En otra ocasión, regresé a casa después de pasar la noche con una amiga y descubrí que todas mis muñecas estaban calvas. Alguien les había afeitado la cabeza. Por supuesto, ninguna persona vio a nadie entrar en mi habitación. Así que quedó claro que yo solo intentaba llamar de nuevo la atención.
Apreté los labios horrorizada.
—Eras una niña incorregible, desde luego.
Harper rio por lo bajo, y me alegró ver que podía arrancarle algo de humor en una situación tan horrible. A mí siempre me ayudaba. La vida era demasiado corta para tomársela en serio.
Decidí descubrir adónde había huido durante tres años. Tres años son mucho tiempo para lamer viejas heridas.
—Tu madrastra dijo que habías desaparecido.
—Sí. Cuando cumplí los veinticinco, no pude soportarlo más. Los mandé a todos a la mierda y me fui. Desaparecí. Me cambié de nombre, conseguí un trabajo, incluso tomé clases nocturnas. Pero cuando mi padre enfermó, no me quedó más remedio que volver. Tuve que regresar a casa.
—¿Cuándo fue eso?
—Hará unos seis meses.
—Pero ¿cómo te enteraste de que tu padre estaba enfermo?
Harper agachó la cabeza, y su expresión se suavizó mientras recordaba.
—Tenía un contacto que me avisó —dijo, y empezó a retorcer el dobladillo de la chaqueta entre los dedos—. A mi madrastra no le hizo ninguna gracia volver a verme. Aun así, al principio me quedé con ellos en casa, pese a sus miradas de desaprobación.
—Te juro que nuestras madrastras fueron hermanas siamesas en otra vida.
—Después apareció otro conejo muerto en mi cama, y todo empezó de nuevo. Me di cuenta de que había regresado deliberadamente a una pesadilla. —Las lágrimas empaparon sus pestañas.
Le concedí un momento para recuperarse antes de formular mi pregunta.
—¿Puedo preguntarte una cosa? ¿Qué pasará cuando muera tu padre? ¿Quién heredará la propiedad?
Ella sorbió por la nariz.
—Yo. Mi madrastra y mi hermano recibirán una suma considerable, pero la casa será para mí, junto el setenta y cinco por ciento de los bienes. Eso formaba parte del acuerdo cuando se casaron. Creo que ella firmó un contrato prematrimonial.
—Y si te sucediera algo, ¿qué pasaría?
—Mi madrastra y su hijo lo heredarían todo.
Lo que me figuraba.