17. Fraternidad, libertad. Abel y Galois
La ecuación de quinto grado ¿era o no resoluble por radicales? Los miembros del conjunto Ruche-Liard decidieron seguir investigando hasta poder responder a la pregunta. El hecho de que hasta ahora no hubieran podido aportar ninguna respuesta a los Tres Problemas de la Antigüedad fue un factor decisivo. ¡No podían pasar el tiempo sin obtener respuestas a los problemas que se planteaban!
Extrajimos las pajitas
para saber quién, quién
el trabajito haría.
La suerte escogió
entre todos al mayor;
fue lo mejor, fue lo mejor.
Ruche se vio obligado a arrimar el hombro. Sacó su pluma de cristal de Murano. Y escribió en su cuaderno de gruesa cuadrícula:
Primero, precisar que estos problemas de resolución por radicales no conciernen más que a un tipo particular de ecuaciones; las llamadas algebraicas, en las que no intervienen más que polinomios. Por ejemplo, «2x2 + 3x + 1 = 0» es una ecuación algebraica de grado 2; «sen x + 1 = 0», no. La forma más general de la ecuación algebraica es
anxn + an−1xn−1 +…+ a2x2 + a1x + a0 = 0
n es el grado de la ecuación y los coeficientes a son números.
Para los primeros algebristas la elección era simple: una ecuación era resoluble o no lo era si tenía o no una raíz. Cardano, Bombelli y otros se vieron obligados a admitir que el asunto era más complicado y, por la misma razón, más interesante.
Llegaron a establecer una pregunta general respecto al número de raíces de una ecuación. Antes de ponerse a calcularlas, se dijeron que sería conveniente saber, a priori, cuántas raíces había. ¿Una ecuación de segundo grado puede tener tres raíces? ¿Una de cuarto grado puede no tener ninguna? ¿Podía obtenerse un mínimo de seguridad acerca del problema?
En Nueva invención en álgebra, publicada en 1629, Albert Girard sospecha que una ecuación de grado n tiene n raíces…, si se tenían en cuenta las raíces imaginarias y cada raíz se contaba por cada una de sus intervenciones. Una raíz doble, por ejemplo, contaba dos veces.
D’Alembert, el hombre de la Enciclopedia, hizo una primera tentativa de demostración en 1746, que Euler siguió en 1749. Y después otros dos franceses, Louis Lagrange y Pierre-Simon Laplace. Fue el alemán Karl Friedrich Gauss, el príncipe de los matemáticos, quien, finalmente, dio la primera demostración completa. Y, además, no contento con dar una, dio otras tres. Prueba suficiente de la necesaria distinción entre el enunciado de un teorema y su demostración.
Para toda ecuación algebraica de grado n, en ese momento se sabe que no sólo tiene raíces, sino que tiene exactamente n: ¡teorema fundamental del álgebra! ¡Una maravilla de teorema! ¿Se puede conseguir un resultado más simple y más general? Una ecuación de tercer grado tiene siempre tres raíces; una de segundo grado tiene siempre dos.
Ruche torció el gesto. Como el príncipe de la Bella Durmiente, una frase arrinconada en su mente se abrió paso totalmente fresca tras tres cuartos de siglo de estar dormida: «Ecuación de segundo grado: Si el discriminante es negativo, no hay raíces. Si es nulo, una raíz doble. Si es positivo, ¡dos raíces!».
«¡Me mintieron!», pensó. Pero ¿quién mentía? ¿Su vieja frase que le aseguraba que determinadas ecuaciones de segundo grado no tienen solución, o el teorema fundamental que aseguraba que todas las ecuaciones de segundo grado tienen dos soluciones? Y él estaba seguro de la vieja frase.
Se quedó cortado. Seguía, por supuesto, con todo rigor el programa de Grosrouvre, y era mejor seguirlo entendiendo que sin entender. Aunque no se sentía obligado a entenderlo todo durante todo el tiempo. El hemisferio derecho de su mente le aconsejó echárselo a la espalda. Ruche decidió hacerle caso. El hemisferio izquierdo se rebeló, rechazando admitir una contradicción que ofendía a la lógica. Ruche acabó por encontrar la respuesta. Era equilibrada: ni su vieja frase ni el teorema mentían.
La diferencia entre las dos afirmaciones estaba en que no se referían al mismo universo de números. La vieja frase se remitía al universo de los números «reales», el teorema fundamental al de los números «complejos», que contiene al de los reales. No había contradicción.
Siempre acabamos con la famosa pregunta: ¿dónde buscar lo que se busca? Porque siempre se busca en algún sitio, y la mayor parte del tiempo ni uno mismo lo sabe. Esto le recordó la historia del hombre que por la noche buscaba su pipa al pie de una farola. Un transeúnte le preguntó: «¿Ha perdido usted su pipa al pie de la farola?». «¡No! Pero, si estuviese, sólo la podría ver aquí». Su madre siempre le decía… «¡Mi madre! ¡Hace tanto tiempo que no pienso en ella! Ahora soy más viejo de lo que ella lo fue… ¡Y decir que pienso en ella gracias al teorema fundamental! Las matemáticas conducen a cualquier sitio. Sí, mi madre me decía siempre que no sería capaz de encontrar agua en el mar. Precisamente, para las ecuaciones algebraicas buscar soluciones en el universo de los números complejos es como ir a buscar agua al mar, siempre se encuentra».
Con estas reflexiones, Ruche midió la magnitud de esos números complejos. Su fuerza residía en su número. Eran lo suficiente numerosos para proveer a cada ecuación algebraica de su abanico de soluciones, constituyendo, en suma, su universo natural.
En Tokio, los asuntos del TEA funcionaban bien. No sólo aquéllos por los que había sido enviado a la capital nipona y que continuaba desarrollando en el Shinjuku NS. Los personales también. Volvió varias veces al bar de karaoke. La joven que se sentaba en la mesa de al lado, no la que le dio el periódico, sino la otra, también había vuelto. Empezaron por sentarse en la misma mesa, luego cantaron juntos, a dúo.
Le contó que no era francés sino italiano. A ella no le importó. Él le dijo que los italianos eran grandes cantantes. Los mejores, junto con los búlgaros, aunque los búlgaros tenían voz de bajo, mientras que los italianos tenían voz de barítono.
—¿Y los negros? —preguntó ella.
—¡Ah, sí! Había olvidado a los negros —reconoció él. Y, tiernamente, añadió—, había olvidado a los negros y también te había olvidado a ti.
Eso le encantó porque no estaba acostumbrada a este tipo de galanterías.
—¿Quieres ver dónde nací? —preguntó él.
En una mesa baja, lacada, extendió un mapa de Europa. Al sur de Italia le señaló una isla. Ella intervino:
—Los dos hemos nacido en una isla. Estábamos hechos para encontrarnos, y para cantar juntos. Sin saber por qué él pensó súbitamente en Madame Butterfly. Quizás porque se veía un pequeño seno pálido por su entreabierto kimono. Adoraba la ópera de Puccini. Y tuvo un presentimiento.
Recibió un telegrama al día siguiente. El Patrón le ordenaba volver de inmediato a París. Y añadía: «El idiota de Luigi no ha encontrado todavía al loro. Es preciso que te ocupes personalmente».
Las órdenes del Patrón no se discutían jamás. La joven cantante japonesa lo aprendió a sus expensas. Por la noche estuvo sola en la mesa del bar de karaoke. Estrujó en su mano el único objeto que le quedaba de él: ese mapa de Europa con la isla allá abajo. Durante toda la velada cantó canciones tristes.
«Copenhague, en el año raíz cúbica de 6 064 321 219 (atención a los decimales).»
Bernt Holmboe sonrió al leer la primera frase de la carta que acababa de recibir. Enseguida supo quién se la había escrito. Picado por la curiosidad del problema del encabezamiento, se puso a calcular. La extracción de una raíz cúbica no es fácil nunca. Como profesor de matemáticas sabía usar bien los logaritmos. El resultado dio: 1823,590 827 años.
0,5 980 827 años eran 0,5 980 827 × 365 = 216 días. Se trataba del 216° día del año 1823. Buscó en su calendario. La carta había sido escrita en Copenhague el 4 de agosto de 1823. Venía de Niels Henrik Abel, antiguo alumno suyo, de viaje por Dinamarca. Lo conoció cinco años antes, cuando ocupó su primer puesto de profesor de matemáticas en Cristianía, la Oslo actual.
Al final de ese primer año, en el expediente escolar de Niels escribió: «Une a su notable talento un insaciable deseo de hacer matemáticas. Si vive, será el mejor matemático del mundo». ¿Por qué escribió «si vive»? Holmboe nunca lo supo. Niels tenía dieciséis años. Y Holmboe recordaba con orgullo que fue él quien, en ese curso, hizo que Niels descubriese las matemáticas.
Hasta el momento su predicción se reveló exacta: Niels era, sin comparación posible, el mejor matemático noruego, quizás escandinavo. Sólo tenía veintiún años. Asimiló con una desconcertante facilidad la gigantesca obra de Euler.
De un tiempo a esta parte, en Europa se debatía de nuevo la vieja cuestión de la resolución por radicales de la ecuación de quinto grado. Euler, que tantas cosas resolvió, lo había intentado y fracasó. Pero estaba convencido de que la fórmula existía.
Abel se apasionó por el tema desde que tuvo suficiente nivel en matemáticas. Y, con bastante rapidez, descubrió una fórmula que resolvía aparentemente la ecuación de quinto grado. ¡Triunfar dónde Euler había fracasado! En esta época Holmboe no había detectado ningún error en la demostración de Abel. Tampoco ninguno de los matemáticos que la habían analizado. Por suerte el mismo Niels se dio cuenta, al cabo de algún tiempo, que era errónea. La fórmula no funcionaba en todos los casos. Eso era lo que había que establecer: que funcionase en todos los casos. Así se había hecho para los cuatro grados de ecuaciones precedentes.
Niels cambió radicalmente de enfoque. Si no se había encontrado la fórmula, se dijo, es que no podía encontrarse. Y no se podía encontrar porque no existía. Todo se vino abajo. Abel pasó de suponer: «Si una fórmula existe hasta el cuarto grado, debe existir para el quinto», a inquirir: «¿Por qué si existe hasta el cuarto grado no puede existir para el quinto?».
De vuelta a Copenhague, tras sus vacaciones danesas, Abel trabajó sin descanso profundizando especialmente en las obras de Lagrange, muerto algunos años antes en París. Lagrange era quien había ido más lejos e indicó la dirección a seguir «a todos aquellos que quisieran ocuparse del tema». Lagrange la había seguido sin éxito. Abel tomó el testigo de las manos de Lagrange.
El otoño estaba mediado. Empezaban a caer los primeros copos de nieve. Había para meses. Abel se puso a trabajar. De pronto, tuvo la convicción de que cuando la nieve cesara, cuando la primavera expulsara el frío, él llegaría al final del problema. En esos momentos tenía los medios para triunfar. Las fiestas se aproximaban.
Poco antes de Navidad la demostración estaba acabada. Era densa pero clara. La releyó. No había ningún error esta vez. Después de la primera tentativa, Abel tenía más oficio. Se había convertido en un matemático. El resultado era luminoso. Una simple frase, una frase simple —pero ¡qué frase!— presidía su hoja de cálculo:
«¡Las ecuaciones algebraicas de quinto grado no se pueden resolver por radicales!».
Largo viaje que había durado tres siglos. ¿Cuántos viajeros se habían pasado el relevo? Con rudeza a veces, otras con placer. Del Ferro, Tartaglia, Cardano, Ferrari, Bombelli, Tschirnhaus, Euler, Vandermonde, Lagrange, Ruffini, y ahora… Niels Henrik Abel llegaba al final, acababa el viaje.
Abel escribió una Memoria sobre las ecuaciones algebraicas donde se demuestra la imposibilidad de resolución de la ecuación general de quinto grado. El artículo, escrito en francés, tenía seis páginas que Abel imprimió a su costa. Por motivos económicos hizo un resumen de media página. Era más barato, pero de comprensión más compleja.
¿Cómo llegó a ese resultado? Francamente, Ruche no entendió gran cosa. Sólo comprendió que se trataba de no considerar las soluciones de las ecuaciones una a una, sino en su conjunto. Ahí estaba la gran idea: tomar todas las raíces de la ecuación en conjunto y estudiar sus permutaciones…
Ruche pensó que, de haber comenzado veinte años antes su repaso matemático, lo hubiera podido entender mejor. ¡Y hete aquí que se lamentaba de que Grosrouvre no le hubiese contactado antes! Sabía que una parte de sus neuronas se habían ido, sin esperanza de vuelta, y que ya era bastante milagroso haber podido movilizar las ilesas.
Abel envió inmediatamente su memoria a los grandes matemáticos europeos. Primero al más grande, a Gauss, que la guardó sin tomarse la molestia de leerla. Entre los papeles de Gauss, a su muerte, apareció el artículo sin cortar las hojas.
Abel escribió otra memoria sobre la integración, que añadió a la documentación preparada para pedir una beca en la universidad. Le concedieron la beca, pero la memoria desapareció. Nadie nunca consiguió encontrarla.
Desde hacía dos años, Abel estaba prometido a la bonita Crelly Kemp. No tenía bastante dinero para casarse. Esperaban que Abel obtuviese una plaza de profesor, que no tuvo jamás, ya fuese en su propio país como en Berlín o París. Por fin, cuando se creó una cátedra en la Universidad de Cristianía, el puesto fue adjudicado a… Holmboe, su antiguo profesor, que era su amigo. Abel le felicitó. La supervivencia se hizo cada vez más difícil. Por si fuera poco, una parte de lo que ganaba gracias a clases particulares se iba en el pago de deudas de su familia. Pobre y genial, casi un verdadero romántico. Añadamos que era bueno y resignado y la rebelión era un sentimiento ajeno a él. No dejó de multiplicar esfuerzos para dar a conocer su trabajo.
Abel estaba convencido de que, en París, sus descubrimientos se darían a conocer. Depositaría sus memorias en el Instituto en el que Cauchy, Legendre y los demás matemáticos franceses sabrían otorgarles su justo valor. Abel hablaba correctamente la lengua y, además, ¿no era un francés quién dirigía, claro que indirectamente, su país, Noruega?
En 1815, cuando Niels abandonaba su ciudad natal para ir a estudiar a Cristianía, se firmaba un tratado de unión entre Noruega y su vecina, la poderosa Suecia. Ironías de la historia, Napoleón acababa su carrera en Waterloo a la vez que uno de sus prestigiosos mariscales, el conde Bernadotte, empezaba la suya: había accedido al trono de Suecia y, por el tratado, detentaba el poder en Noruega.
Nunca ha habido tantos matemáticos reunidos en un solo país como hubo a fines del XVIII. Durante la Revolución francesa trabajaban en París Lagrange, Carnot, Monge, Vandermonde, Laplace, Legendre, Lacroix, Fourier, sin contar a Condorcet y Delambre. Ya pasado el siglo tomaron el relevo Cauchy, Poncelet, Sophie Germain, Poisson y Chasles.
Albert fue a «transportar» a Ruche a primera hora de la tarde. Exactamente igual que la primera vez, cuando Tales, el 404 se dirigió hacia el centro de París. Después del Palais-Royal, al atravesar la plaza del Carrousel del Louvre, Ruche miró hacia la pirámide, una vieja conocida. Fue a principios del otoño, y ya habían pasado seis meses. Muchos matemáticos habían sido tratados por su pluma desde aquel día… Como entonces, un grupo de japoneses, aunque esta vez abrigados con gorros de piel, cruzó el paso de cebra. La pirámide, aún con el frío de la mañana, parecía un cristal, más aún que de ordinario. Los estanques de su alrededor, congelados en una inmovilidad plana, casi mágica, tenían un agua que, sin ser hielo, era espesa. Como el vodka que se saca del congelador.
Albert preguntó discretamente, y no sólo por educación, en qué punto estaban las pesquisas.
Ruche tuvo problemas al responderle. Qué decirle sino:
—Acabo de pasar unos días con un matemático italiano curioso, que era médico también, y que hace cuatro siglos inventó una pieza de vital importancia para tu coche.
—¡Entonces no había automóviles!
—No, efectivamente. Pero había barcos y, en ellos, brújulas y, por debajo de los barcos, el mar, que, cuando se movía demasiado, hacía que debido a las oscilaciones la brújula no sirviese para nada. Perdían el norte. Mi matemático puso a punto un sistema de suspensión para evitar vaivenes y cabeceos a la brújula, Un poco adaptado, ese sistema está en tu coche. Cuando te diga su nombre lo comprenderás enseguida: Cardano, que en francés es Cardan.
—¡Sí, señor! Un italiano, no me extraña, los italianos son pistonudos para los coches: Ferrari, Maserati, Lamborghini… ¡Es como poubelle! La cara que puse cuando me dijeron que Poubelle era el nombre del prefecto de París quien inventó…, precisamente, el cubo de basura, la poubelle. Es un magnífico invento…, no, el cubo de basura no, la suspensión… No sabe nada de mecánica, Ruche; el sistema cardan hace dos cosas esenciales, primero —y Albert le señaló el capó— es lo que trasmite la fuerza del motor a las ruedas. Y además permite girarlas con el volante.
Albert giró el volante para demostrarlo. Y como el sistema cardan del coche funcionaba bien, ¡las ruedas giraron! El 404 trepó sobre el bordillo de la acera y estuvo en un tris de atropellar al grupo de japoneses que acababa de cruzar por el paso de peatones.
—¡Ya vale, lo he entendido! —dijo Ruche en un alarido.
Albert lo dejó en el Quai del Louvre, a la altura de la pasarela de las Arts. Allí, ¡oh milagro!, a cada lado de los escalones una rampa permitía acceder a la pasarela. Albert se fue tranquilo y enfiló hacia el Quai de la Mégisserie.
Con o sin cardan, el ruido de los coches era insoportable. Cada vez que en el cruce de arriba, hacia las Tullerías, el semáforo se ponía rojo, se hacía un silencio sepulcral, tan inquietante como el pesado aliento de un enfermo que se corta bruscamente.
Después de dar unas vueltas a las ruedas, Ruche se encontró por encima del río. El Sena estaba sublime, con una coloración azul-gris que envidiaría cualquier pintor flamenco. Y su aliento: un vapor azulado, como si el agua exhalase humo. En esos momentos, cuando el invierno en París decidía exhibir sus galas, el resto del mundo podía volverse a sus cuarteles.
Una gabarra, cargada de arena, silenciosa, pasó justo por debajo de la silla de ruedas. Ruche la siguió con la mirada. Al llegar al extremo de la Île de la Cité, giró a la derecha y desapareció bajo el Pont-Neuf.
Ruche se detuvo en medio de la pasarela. El pálido sol, con un brillo interior de calor invisible, caldeaba un paisaje convaleciente, retorciendo el cuello al frío seco que le perseguía. El ambiente se templó. Esta suavidad, en invierno, Ruche la aceptó como un regalo.
El Sena absorbía el ruido de los coches. Sólo se oían los pasos de los caminantes y las voces de los transeúntes. Los árboles sin hojas, alzados a lo largo del Quai como centinelas desnudos, establecían la frontera de este río de nadie. En medio del río, Ruche se sintió a mil leguas de las dos orillas.
En su despacho de la Universidad de Cristianía, Holmboe estaba en pleno trabajo cuando el conserje llamó a la puerta y le entregó una carta. Holmboe cogió el cortapapeles, situado en primer término en su mesa, y abrió el sobre.
No, esta carta no comenzaba por «Froland, raíz cúbica de 6 121 085 701». Su comienzo era más convencional: «Froland, 6 de abril de 1829». Sólo seguía una frase: «Niels Henrik Abel ha muerto hoy, a las cuatro de la tarde». Holmboe no pudo contener las lágrimas. Su alumno, su amigo, había muerto agotado por la enfermedad. Aún no tenía veintisiete años.
Debían de ser muy perceptibles la desgracia y la muerte precoz en el alumno, para que el profesor novato que era entonces escribiese aquel comentario premonitorio, sin darse demasiada cuenta de lo fuerte que era, como si no hubiese podido evitar el señalar la amenaza que planeaba sobre el joven bachiller.
Holmboe sonrió tristemente. De hecho se había equivocado en su predicción. Niels no había vivido mucho y YA era uno de los mejores matemáticos del mundo. Por otra parte, los reconocimientos de los científicos sepultureros empezaban a caer sobre su tumba.
La Universidad de Berlín, que le había negado una plaza varias veces, acababa de enviarle un comunicado en que le decía que deseaba contar con él entre su profesorado. Cuando la carta llegó a Noruega, Niels ya estaba enterrado. ¿Y en París, en el Instituto de Francia? Eso fue aún mejor.
En 1793 se cerraron las Academias con la Revolución. Treinta meses más tarde, la Revolución creaba el Instituto y lo instalaba en el Louvre. En 1805, por la pasarela de las Arts que acababa de ser construida, Napoleón hizo que atravesase el Sena para instalarlo enfrente, en el expalacio Mazarino.
Ruche no se había fijado antes. Miró a cada extremo: la puerta del patio cuadrado del Louvre y la cúpula del Instituto estaban alineados con la pasarela. La línea recta es el camino más corto… Sí ¿entre qué y qué? Entre la esperanza y la desesperación. Ruche no pudo dejar de imaginarse la llegada a París de ese joven venido del frío, desembarcando en la ciudad de los matemáticos, con su memoria bajo el brazo, lleno de esperanza.
Era julio de 1826, hacía calor, el puente estaba lleno de un gentío alegre. ¡Era el puente de moda, el primer puente de estructura metálica de París! Abel admiró su armazón en hierro visto, los arcos de acero y la plataforma metálica. En su viaje por Alemania, Austria e Italia no había visto nada parecido. ¡Además, naranjos en macetones a lo largo de la pasarela! Abel se había bebido de un trago una limonada en la cantina. A los alegres sones de una orquesta que interpretaba aires populares, había soñado en Crelly, su prometida, que le esperaba. Luego se paró ante un teatrillo de marionetas. Rió como un chiquillo y fue hacia el quai. Dentro de unos momentos, su memoria estaría registrada en el Instituto de Francia.
El ruido infernal de los coches devolvió brutalmente a Ruche a su siglo. Esperó, con paciencia, que el semáforo se pusiera en rojo y atravesó el Quai Conti sin demasiada prisa. ¡No tenía concertada ninguna cita con el pasado en la mansión de los Inmortales!
Bajo el porche, en el puesto de guardia, tuvo que dejar su documento de identidad. El cuerpo de edificios albergaba dos bibliotecas. A la Mazarino, la biblioteca pública más antigua, vieja conocida de Ruche por haberla frecuentado cuando era estudiante, nunca había vuelto. Le entregaron una chapa. Segundo patio a la izquierda después del paso cubierto. Unos ujieres con librea le ayudaron a subir los dos escalones de la grada y le situaron en un amplio vestíbulo. La alfombra de color verde manzana, que cubría la escalera, llevaba a un ascensor cuya puerta se abría automáticamente cuando se llegaba al descansillo.
¡La biblioteca del Instituto de Francia! De una especie bien distinta de la del otro Instituto, el del mundo árabe. Ningún elemento común, excepto que ambas estaban situadas en la orilla izquierda del Sena. Y no hablemos de los asientos. Construidos aquí en sólida y lujosa madera, tapizados en terciopelo verde oliva. ¡Y con los respaldos planos!
La sala, estrecha, de unos cuarenta metros de longitud, estaba atravesada en el centro por una hilera de pesadas mesas de haya, con patas adornadas de grifos de cartón piedra. Ruche se instaló. Pronto tuvo ante los ojos la Memoria sobre una propiedad general de una clase muy extensa de funciones trascendentes de Niels Abel; la misma que durmió tres años en un cajón antes de ser presentada en una sesión… una semana después de su muerte. Agustín Cauchy, empujado por Legendre, escribió finalmente una ponencia sobre Abel. Pero este gran matemático estaba tan absorto por la inmensidad de su propia obra, que no se tomó el tiempo de usar su poderosa inteligencia para intentar comprender las teorías de ese joven noruego desconocido, que, al parecer, tenía además una letra ilegible.
Un mes antes, en este mismo Instituto, un joven, más joven aún que Niels Abel, tenía apenas dieciocho años, depositó otra memoria: Investigaciones sobre las ecuaciones algebraicas de primer grado.
El autor era un alumno de bachiller. En sus expedientes escolares se podía leer: «Siempre ocupado en lo que no debe», «Cada día empeora», «Un poco raro en su comportamiento», «Mala conducta, carácter cerrado». Otro profesor añadió: «Creo que tiene poca inteligencia, o, al menos, la ha escondido de tal modo que me ha sido imposible descubrirla».
«Como si enseñar la inteligencia a alguien fuese hacerle un regalo», pensó Ruche. «¿Qué hizo ese profesor para que Galois deseara obsequiarle con su inteligencia? Hay personas», pensó con amargura, «que merecen que sólo se les regalen oleadas de tontería».
No todos los alumnos tienen la suerte de tener su Holmboe. Sin embargo, algunos profesores de Galois notaron que «sus facultades eran notables» y que ese alumno estaba «dominado por la pasión por las matemáticas». Uno de ellos escribió. «Le domina el furor por las matemáticas».
Y otro que ni sospechó siquiera hasta qué punto su maligna observación sería tan certera: «¡Aspira a la originalidad!».
Por fin, escrita en uno de sus boletines, esta frase que parecía un grito: «¡Protesta contra el silencio!».
El bachiller de furia matemática, que acababa de depositar su memoria en el Instituto, se llamaba Évariste Galois. El inevitable Cauchy recibió también el texto. Esta vez comprendió la importancia del trabajo que tenía entre manos. Pero ¡ay!, el día que tenía que presentar el informe estaba enfermo y no pudo asistir a la sesión. Cauchy, aunque recobró pronto la salud, no se acordó más del informe.
Ruche imaginó sin dificultad al joven viniendo a recoger su memoria y al bedel respondiéndole que no la encontraba. Como si no fuera bastante el que su trabajo no se presentase a la sesión informativa, haberlo extraviado. ¡Hasta ahí podíamos llegar!
¿Qué hizo ese joven Évariste Galois del que decían que era rebelde y excitable? Regresó pacíficamente a su casa y reescribió enteramente la memoria.
Más tarde, en una tarde parecida a ésta, mediado el invierno de 1830, franqueó de nuevo la entrada del Instituto y entregó su Memoria sobre las condiciones de resolubilidad de las ecuaciones por radicales para concurrir al Grand Prix de matemáticas que se otorgaría a principios del verano. Por desgracia no fue Cauchy esta vez quien debía hacer el informe, sino Fourier, barón del imperio.
Joseph Fourier, el de las famosas series que llevan su nombre, que siguió a Bonaparte a Egipto, sobreviviendo a los ataques de los mamelucos, murió en su cama en París… algunos días antes de la sesión. Nadie presentó la memoria de Galois, que no supo que no había concursado.
La memoria de Abel se encontró, por fin, entre los papeles de Gauss, tras la muerte de éste; la de Galois no se encontró entre los de Fourier. Una vez más se perdía un trabajo de Galois.
El 28 de junio de 1830 se concedió el premio a… ¡Niels Abel! Como si la Academia quisiera hacerse perdonar el no habérselo concedido en vida. Por una siniestra traslación, haciendo eso, negándoselo a Galois, su hermano de matemáticas aún vivo repetía el mismo esquema.
Como no hay dos sin tres, hubo un tercer fracaso. Un día del invierno de 1831, Galois atravesó por tercera vez el porche del Instituto y depositó su memoria.
Esta vez se leyó y se le contestó.
La memoria fue examinada por Denis Poisson, a quien se le debía, entre otras cosas, una preciosa ley en la teoría de probabilidades.
«Hemos hecho todos los esfuerzos posibles para comprender la demostración del señor Galois. Sus razonamientos no son ni lo bastante claros ni lo bastante desarrollados para que hayamos podido juzgar su exactitud, y no estamos en condiciones de dar una idea en el informe…», escribió Poisson.
Esta carta rubricó el final de las relaciones entre el Instituto y Évariste Galois. En el mismo momento en que Poisson no entendía nada de su trabajo, Galois se enfrentaba a otra institución: la cárcel. Sentado en una celda de Sainte-Pelagie leía las líneas que le masacraban el deseo de ver reconocido y comprendido su trabajo. Cumplió los veinte años en la prisión.
«No estamos en condiciones de dar una idea en el informe…», había escrito Poisson. ¡Ojalá pudiera Ruche! Que se prometió, en homenaje a Galois, al menos, probarlo. Grosrouvre, con sus fichas, le proporcionaría algunas luces quizás.
La biblioteca cerraba a las 18 horas. Eran las 17.45. La hora la daba un péndulo extraño con dos esferas, situado al extremo de la sala, detrás de la mesa del bibliotecario. Se construyó en el año IX de la República. La esfera de arriba indicaba la hora solar, la de abajo marcaba la hora oficial. Y lo indicaba de dos formas, los meses y los años según el calendario gregoriano y según el republicano. Ruche se enteró de que estaba en pleno Pluvioso.
Recogiendo sus cosas, recordó que había una estatua de Voltaire frente a la entrada que representaba «Voltaire desnudo a la edad de setenta y seis años». Ahora ya no estaba.
El cuerpo de un viejo, que normalmente permanecería oculto, se exponía allí. Y era el de un filósofo. Sintiéndose doblemente aludido, Ruche preguntó dónde estaba la estatua. Le informaron de que fue canjeada por un cenotafio de Mazarino. «¡Más vale exponer a las miradas de los académicos la tumba vacía de un cardenal, que el cuerpo envejecido, pero vivo, de un filósofo!», meditó Ruche al salir de la biblioteca.
Volvió a la calle Ravignan muy excitado. Al acabar de contar cómo había pasado la tarde, la exaltación subió al cénit. Por supuesto, aparte de Max, demasiado joven, y Sinfuturo, que era un loro, todos habían oído hablar de Galois. Algunas frases por aquí y por allá. Por boca de Ruche descubrían cuadros enteros de su vida y su obra. De Abel nunca habían oído hablar.
«Mi muy querido hijo:
Ésta es la última carta mía que recibirás. Cuando leas estas palabras, no estaré ya entre los vivos. No quiero que te desesperes ni te aflijas. Intenta llevar una vida normal en cuanto puedas. Sé que te resultará difícil olvidar a un padre que ha sido también un amigo para ti».
La voz de Léa era apenas audible. Estaba sentada en su cama. Jonathan, a su lado, escuchaba con los ojos perdidos, buscando el cielo a través de la claraboya.
«Voy a intentar explicarte lo mejor que pueda por qué he decidido ejecutar este gesto sin retomo. Sabes, hijo mío, que durante diecisiete años he sido alcalde de nuestro pueblo. Tras Waterloo, los enemigos de la Libertad han intentado eliminarme aunque en vano. Todos conocían mis opiniones sobre los Borbones y los jesuitas.
Estoy seguro, hijo, de que el cura de la parroquia y los hombres que le enviaron sabían que no podrían minar mi autoridad en un combate abierto. Cambiaron de método. Yo no era el adversario al que se teme, y me ridiculizaron. Algunos me obsequiaban con medias sonrisas. Otros, mis enemigos de siempre, se reían en mis barbas, cantando cancioncillas sobre Bourg-la-Reine, que era la mofa del país por elegir un alcalde loco.
Si no reaccionaba, se reían en mis narices; si intentaba convencer, se reían; si montaba en cólera, se reían doblemente.
Con este último gesto puedo recuperar el respeto que han sentido por mí y mi familia. Nadie se atreverá a burlarse de tu madre y de ti.
Muero ahogado. Muero por falta de aire puro. Este aire envenenado que me mata ha sido viciado por los hombres de Bourg-la-Reine. Es preciso que se sepa y sea entendido.
Me resulta duro decirte adiós, querido hijo. Eres mi hijo mayor y siempre me he sentido orgulloso de ti. Un día serás un gran hombre y un hombre célebre. Sé que ese día llegará, y también sé que el sufrimiento, la lucha y la desilusión te esperan.
Serás matemático. También las matemáticas, la más noble, la más abstracta de todas las ciencias, por etéreas que sean, tienen hincadas profundas raíces en la tierra en que vivimos. Ni las matemáticas te permitirán escapar de tus sufrimientos y de los de otros hombres. Lucha, querido hijo, lucha con más coraje que yo. Ojalá puedas oír, antes de tu muerte, sonar el carillón de la Libertad».
Léa temblaba cuando dejó la carta que el padre de Galois envió a SU lujo antes de suicidarse.
Con una terrible premonición estaba escrito el futuro del hijo por la mano del padre. El sufrimiento, lucha, desilusión, el genio, la libertad y la muerte. Como si antes de morir, el padre hubiese dictado al joven su programa de vida.
La lucha, la libertad… Fue el turno de Jonathan de presentar a Léa lo que había averiguado. Era 1830. La Restauración llevaba quince años; los Borbones no acababan de arreglar sus cuentas con el pueblo de París. En julio se sublevó la capital, las Tres Gloriosas, en las que Galois, interno en el instituto Louis-le-Grand, retenido contra su voluntad, no pudo participar. Se resarció más tarde.
Jonathan desplegó una hoja de papel en la que, cuidadosamente, había copiado… un informe policial:
«Ha participado en casi todas las sublevaciones y algaradas de París. Con ocasión de una reunión pública de la Sociedad de los Amigos del Pueblo, intenta amotinar a los asistentes gritando: “¡Muerte a los ministros!”. Se enrola en la artillería de la Guardia Nacional y pasa las noches del 21 y 22 de diciembre de 1830 intentando convencer a los artilleros para que entreguen sus cañones a la plebe. El 9 de mayo de 1831, en el banquete que se celebraba en el restaurante Vendanges de Bourgogne brindó, con un puñal en la mano: “Por el rey Luis Felipe”».
«Carácter: en sus discursos tan pronto es calmado e irónico como apasionado y violento. Es un genio en matemáticas aunque no reconocido por los matemáticos. No hay relaciones femeninas. Republicano acérrimo, valiente, extremista, fanático. Posiblemente de los más peligrosos a causa de su audacia. Fácil de abordar por nuestros hombres porque confía generalmente en las personas y no conoce nada de la vida».
—¿Los espías dijeron que no había relaciones femeninas? —protestó Léa—. De hecho hubo sólo una. Al parecer se enamoró de una chica que, aparentemente, no correspondió a su pasión. Por razones estúpidas y absolutamente incomprensibles, uno de sus amigos republicanos que también estaba enamorado de la joven, le retó en duelo.
Galois no tenía ninguna oportunidad de vencer. Su adversario, sin embargo amigo político, era un oficial curtido en el manejo de las armas. Galois pasó la noche anterior al duelo escribiendo una carta larga a su amigo Auguste Chevalier:
«… mis principales meditaciones, desde hace algún tiempo, se dirigen a la aplicación del análisis trascendental de la teoría de la ambigüedad. Se trata de saber a priori qué cambios se pueden hacer en una relación entre las cantidades o funciones trascendentes, y qué cantidades pueden sustituir a las cantidades dadas sin que la relación deje de verificarse. Eso haría reconocer de inmediato la imposibilidad de muchas expresiones que podrían buscarse…».
Léa dejó la frase en suspenso…
«Pero no tengo tiempo y mis ideas aún no están desarrolladas del todo en ese terreno, que es inmenso. En mi vida a menudo me he aventurado a adelantar proposiciones de las que no estaba seguro. Si bien todo lo que he escrito ahí está desde hace casi un año en mi mente, me interesa no equivocarme para que no sospechen que he enunciado teoremas cuya demostración no tengo completa».
Cuando amaneció, Galois firmó: «Te abrazo efusivamente». Cerró su testamento matemático y, con sus testigos, salió de casa.
Al día siguiente Ruche regresó a la BS. Una vez más admiró los estantes en los que dominaba el rojo oscuro y el dorado de los lomos de las obras expuestas. ¡Cuántos libros maravillosos! Y aquí, a su disposición. El regalo más hermoso que jamás le habían hecho. ¡Ah, Grosrouvre, Grosrouvre! Libros sublimes. Que obtuvo de modo no muy…; lo dijo él mismo. No se me puede acusar de encubridor porque él los comprase, de modo no muy… digamos, como un blanqueo de dinero, no muy limpio.
Y pensar que, salvo algunos íntimos, nadie podía suponer la presencia de un tesoro tal en el fondo de un patio tan anodino. «¡Por suerte!», exclamó Ruche. E imaginó que un espíritu retorcido podría considerar la librería como una «tapadera» visible, que enmascaraba un comercio ilícito de libros raros cuya propiedad, tuvo que admitirlo, no podía acreditar. Grosrouvre no le envió ningún papel y su casa de Manaos estaba reducida a cenizas. Tenía la carta, que no era suficiente. Esta biblioteca era una bomba de efecto retardado.
Ruche lanzó una lenta mirada a su alrededor. ¡Algo faltaba en este lugar! ¡Una escultura! Un estudio de artista ¿no era el lugar idóneo para albergar una? Tanto más porque, antes de pertenecer a Ruche, los dos estudios eran usados por un grupo de pintores y escultores.
Ruche se preguntó si sus amigos escultores de Montmartre no podrían hacerle un «Ruche desnudo a la edad de ochenta y cuatro años», que colocaría a la entrada del la BS para burlarse de la del Instituto. Se imaginó posando para las sesiones, él, que se acatarraba nada más quitarse el suéter. Bueno, ya está bien de delirar. ¿Qué le pasaba esta mañana? Seguramente necesitaba purgar la cólera que le habían producido las lecturas de la víspera.
En pocos metros pasó Ruche de la piedra de su estatua fantasma al papel verdadero de los libros escritos en el curso de siglos pasados. En las estanterías de la Sección 3 de la BS, Galois, que odiaba la aristocracia, estaba situado entre un barón y un príncipe. El barón era Joseph Fourier, y el príncipe Karl Friedrich Gauss. Hablando de matemáticas era un vecindario de altísima calidad.
Antes de volver al ataque de la resolución de las ecuaciones algebraicas, Ruche experimentó la necesidad de situar el punto en que se encontraba. Sacó la pluma de cristal de Murano, el tintero y abrió el grueso cuaderno de cartón con ancho margen.
Aquí están, tal como se habían desarrollado, las diferentes etapas por las que habían pasado los matemáticos.
Naturalmente empezaron por intentar saber si una ecuación de un tipo dado tenía o no tenía raíz. La calcularon. Se dieron cuenta de que algunas tenían varias. Se plantearon una nueva pregunta: ¿cuántas raíces puede tener una ecuación? ¿Hay límite superior? ¿Lo hay inferior? Se produce la respuesta: una ecuación de grado n tiene exactamente n raíces, Teorema fundamental del álgebra que ya hemos visto.
Al mismo tiempo, planteándose la cuestión del cálculo electivo de las soluciones, la resolución por radicales, hallaron las fórmulas de las soluciones para los cuatro primeros grados. Hubo que esperar tres siglos antes que Abel demostrase que la ecuación de quinto grado no tenía solución por radicales. Luego Abel y Galois, cada uno por su lado, demostraron que no sólo la ecuación de quinto grado, tampoco las de grado superior a cinco tenían soluciones por radicales.
En esta carrera de relevos a través de los siglos, Galois cogió el testigo de las manos frías de Abel. Él será quien llegará al final y pondrá término a este problema que empezó en el Renacimiento.
Ruche siguió con el resumen:
Afirmar que todas las ecuaciones de grado superior a cinco no son resolubles por radicales no significa que alguna no lo sea. Galois se planteó la cuestión de saber si existía un medio a priori de decidir si una ecuación particular era resoluble por radicales. ¿Existe algún criterio? ¡Galois lo estableció!
¿Cómo lo hizo? ¿Fue entender ese criterio y los caminos seguidos por Galois para establecerlo, cuando tenía diecinueve años, lo que movilizó todos los esfuerzos de Poisson y de lo que no pudo dar ni una idea en su informe?
Las Obras completas de Galois estaban en un solo volumen. Ruche buscó la ficha de Grosrouvre.
Una frase de Galois, caligrafiada con esmero, iniciaba la primera ficha:
«Los esfuerzos de los geómetras más avanzados tienen la elegancia como meta».
Ruche se detuvo, era una cualidad que le interesaba. La elegancia era, para él, una de las categorías del saber más emotivas. El que un joven, apenas salido de la adolescencia, la tomase como objetivo de toda su obra debía hacer reflexionar a aquellos que se adentran en el conocimiento calzados con zapatones. Galois hacía nueve meses que estaba en la cárcel cuando escribió esas palabras. ¿Furor y originalidad era el cóctel que conducía a Galois a sus elegancias fulgurantes? Ruche volvió a leer:
En lugar de considerar individualmente cada una de las raíces de una ecuación, Galois las consideró en su conjunto —escribía Grosrouvre—. Luego estudió cómo se comportaba ese conjunto cuando estaba sometido a ciertas transformaciones, las sustituciones…
Grosrouvre concluía:
Con ese corto e intenso trabajo, Galois cerró la cuestión definitivamente. Aunque lo hizo de un modo tal que los medios que había inventado iban a abrir un nuevo campo, inmenso, a los matemáticos.
Los objetos que había creado se convertirían en los nuevos actores de las matemáticas y los procedimientos que empleó darían nacimiento a una nueva manera de hacer matemáticas.
A partir de Galois se puede decir que el álgebra no tiene la misma cara. Los objetos en los que va a centrar la atención no son números, ni funciones, sino «estructuras». Es decir, objetos no tomados en su singularidad, sino en su conjunto, y relacionados por lazos que estructuran esos conjuntos.
Tal es la estructura de grupo inventada por Galois que se convertirá en el objeto-rey del álgebra del siglo XX. Esta nueva manera de «ver» constituye lo que, tontamente, se ha llamado las matemáticas modernas. ¡Como si en cada época las matemáticas nuevas no fueran matemáticas modernas!
N. B.: Definir la estructura de un conjunto es ser capaz de decir en qué son diferentes dos elementos que no sean el mismo. Es romper la indiferenciación que existe entre los elementos de un conjunto.
Ruche valoró en mucho la última nota. Era uno de esos momentos en los que las matemáticas se encuentran con la filosofía. O al revés, admitió. Era uno de esos momentos en que podían encontrarse, Grosrouvre y él, a un nivel de… igualdad.
La extraordinaria novedad de las matemáticas de Galois atenúa la severidad del juicio que merecen sus examinadores. No se les puede reprochar no haber comprendido sus trabajos. Sin embargo sí se les puede echar en cara el no haber hecho nada para intentar comprenderlos. Galois pagó muy caro el precio de estar tan por delante de su tiempo. No se le permitió esperar a que el resto de los matemáticos lo alcanzase.
Cuando Ruche cerró las Obras completas de Galois, se acordó de una frase de Cardano, a partir de quien comenzó, en parte, esta historia: «Esfuérzate en hacer que tu libro cubra una necesidad y que esa utilidad te mejore. Sólo así es perfecto».
La obra que Ruche colocó en la BS entre las de Fourier y Gauss era indiscutiblemente acabada y perfecta. Ponía punto final a una de las cuestiones esenciales del álgebra.
Retrocedió y miró detenidamente los estantes preguntándose cuántas de las obras que allí había «cubrían una necesidad». Como librero que era, la reflexión de Galois iba directamente a su corazón. Había pasado lo más limpio de su vida con los libros, ¿cuántos de los que había vendido eran perfectos? Ruche apagó las luces y salió del estudio.
A pesar del frío se quedó en la oscuridad del patio. Le costaba asimilar todo lo que acababa de descubrir. El contenido de la última anotación de Grosrouvre estaba en su mente. Desde hacía un buen rato una pregunta le bailaba en la cabeza. Le costaba formularla. De pronto estuvo muy clara: ¿había otros medios de resolver el problema de la cuestión de las ecuaciones algebraicas distintos de los que utilizó Galois? Otros medios que en su época se hubiesen entendido. ¿Había otra forma de proceder? En el nivel de las matemáticas del año 1830, ¿había otras posibilidades que no fuese resolver el problema tal como lo hizo Galois y no ser entendido, o no resolverlo?
Hubo tragedia matemática y humana porque Galois, el genio cuestionado, tuvo éxito en la solución del problema. Si hubiera fracasado… Sus perspicaces profesores, a pesar suyo, como Holmboe con Niels Abel, le habían puesto en guardia: ¡Siempre ocupado en lo que no debe! ¡Aspira a la originalidad!
¿No era la «originalidad» la única vía posible?
En un terreno como las matemáticas, en que la demostración tiene fuerza de ley, realmente la tragedia de Galois fue producir demostraciones que probaban sus asertos y no encontrar a nadie que pudiese comprenderlas, es decir, avalarlas, y le dejaron debatirse sólo con sus certezas. No podía encontrar la seguridad de la exactitud de su trabajo más que en sí mismo, porque las pruebas que proporcionaba no eran inteligibles por otro que no fuese él.
Ruche sintió un escalofrío y entró en su garaje-habitación.
Sinfuturo estaba congelado. No le gustaba nada el invierno. Vivía aletargado desde que había descendido la temperatura. Hablaba menos, volaba menos, y no participaba más que de lejos en las actividades de la casa. La casa tenía la calefacción a más potencia por él y no era suficiente, aunque este invierno no era más frío que los anteriores.
Sobremesa triste de domingo, tiempo horrible. Junto al radiador, Sinfuturo dormitaba en su percha. Estaban todos reunidos en el comedor-salón para hacer un resumen de la situación en la que se hallaban. Léa sirvió té a Ruche y café a los demás. Estaba tan oscuro que encendieron la lámpara, aquélla con la que Ruche hizo sus juegos de luces sobre las cónicas de Apolonio, de los que la pantalla guardaba como recuerdo una fea abolladura.
—Si no recuerdo mal —empezó Perrette—, todo comenzó con Tartaglia, que quería guardar en secreto sus fórmulas, y que permitió que se las birlase uno en quien confiaba, porque se hizo pasar por amigo suyo.
—Si no las hubiese querido guardar en secreto, nadie hubiera necesitado birlárselas —subrayó Léa.
—Quería publicarlas —insistió Jonathan—. No era un obseso del secreto.
—Pero cuando decidió publicarlas ya era demasiado tarde. Murió antes —observó Max.
—No lo podía prever —dijo Jonathan.
—¡Peor para él! Por su culpa las fórmulas no llevan su nombre sino el de quien las divulgó. Doblemente engañado —concluyó, satisfecha, Léa.
Perrette reflexionaba. Se notaba que una idea le rondaba la cabeza:
—Y la historia acaba en Abel y Galois. ¿Qué les pasó a ellos? Los dos hicieron lo posible por publicar, ser leídos, comprendidos. En el caso particular de Galois, no le sirvió de nada. Eso es lo que Grosrouvre quiere decirle, Ruche. Por ello le ha hecho recorrer ese largo trayecto a través de las ecuaciones algebraicas. Para decirle las razones que le impulsaron a guardar en secreto sus demostraciones, para decirle que, si las hubiese querido publicar, se hubiese desesperado para nada.
Ruche escuchaba atentamente. Todas las miradas convergían en él. Acabó por decir al cabo de un momento:
—Seguramente tiene razón. ¡Un individuo, totalmente desconocido, que vive en mitad de la selva amazónica, enviando sus demostraciones a los pontífices de las matemáticas! Irían directamente a la papelera.
—También veo otra cosa en esta historia —lanzó Jonathan—. Tartaglia quería mantener secretos sus resultados ¡y se divulgaron! Galois los quería publicar ¡y permanecieron secretos!
—¿Qué conclusión sacas de ello? —inquirió Perrette—. Que nada sucede como está previsto —apostilló Léa—. ¿Cómo está previsto o como se desea? —preguntó Perrette—. Como se desea —confirmó Jonathan.
Perrette miró fijamente a Jonathan. A sus diecisiete años ¿qué había deseado tanto que no hubiese sucedido? Sintió impulsos de acariciar sus mejillas, de besarle; pero esas manifestaciones de afecto no entraban en sus esquemas. Además, él la hubiera rechazado.
Sinfuturo no dijo ni pío.
Max creyó que debía intervenir.
—De todos esos personajes, su amigo es el que más éxito ha tenido —se dirigió a Ruche—. Quería conservar sus demostraciones en secreto y lo ha conseguido.
—Hasta ahora —precisó Léa.
Jonathan hizo una mueca, no estaba de acuerdo con Max. Sacó una hoja de papel de su bolsillo:
—Había preparado este texto que Galois escribió en la cárcel: «El egoísmo no reinará ya más en las ciencias cuando los científicos se asocien para estudiar. En lugar de enviar a las Academias paquetes lacrados, se apresurarán a publicar las más mínimas observaciones, por poco que aporten, y añadirán: “No sé cómo sigue”». Y también escribió esto: «Un joven, que ha sido rechazado ya dos veces, tiene además la pretensión de escribir libros, no didácticos sino de teoría. Por mi parte hay abnegación porque me expongo al suplicio más cruel, la burla de los necios. Éstas son ahora las razones que me han llevado a romper todos los obstáculos y publicar, a pesar de todo, el fruto de mis desvelos. Y para que sepan los amigos que he dejado fuera, antes de que me entierren bajo cerrojos, que estoy todavía vivo».
Un pesado silencio siguió a las últimas palabras. Las breves palabras precedentes eran abrumadoramente negativas para Grosrouvre.
—Las escribió después de que sus dos memorias se perdiesen y continuó arremetiendo contra el secreto. De lo que dice Galois, deduzco que Grosrouvre es un egoísta —dijo Jonathan.
—Me hubiese gustado ser Galois… —comenzó Léa.
No pudo acabar la frase. Todo el mundo se distendió y la hilaridad fue general.
—Sí, ¿y qué hubieses hecho? —preguntó Jonathan, que ponía cara de estar vivamente interesado en la respuesta que iba a dar Léa.
—¡Hubiese pedido a mi hermano mayor que les rompiera la crisma!
—Y yo lo hubiese hecho con sumo placer —aseguró Jonathan.
—¿No creéis que ha habido bastantes disgustos por esa causa? —comentó Perrette.
—¡Uno más o uno menos! Porque con todas las memorias perdidas, yo me hubiera vuelto loca —dijo Léa.
—¿Qué has dicho? —dijo Ruche sobresaltado.
—¿No nos contó que, tres veces seguidas, se perdieron las memorias que Galois depositó en el Instituto?
—¿Os acordáis del comentario que hicimos a propósito del fiel compañero de Grosrouvre? —preguntó Ruche.
—¡Que debería tener una memoria diabólica! —recordó Perrette.
—¿Qué pasaría si ese fiel amigo sufriese amnesia? ¡Las demostraciones estarían perdidas para siempre!
—¡Fiu! —silbó Jonathan—. ¿Hacia dónde vamos? ¡No se ponga a interpretarlo todo! Eso es una enfermedad que se llama paranoia.
Ruche acusó el golpe. Jonathan tenía razón, debía desconfiar porque ¿no estaba deslizándose poco a poco en un delirio de interpretaciones?
Perrette, excitada, se levantó. Era raro verla así.
—Posiblemente yo también estoy afectada por ese delirio de interpretación, pero Galois tenía un fiel amigo. Es lo que nos ha contado. ¿Cómo se llamaba?
—Chevalier. Auguste Chevalier —respondió Léa.
—Y le escribió una carta, la víspera de su duelo, para contarle lo que había pasado, y por qué ese duelo tenía lugar. Y confiarle sus trabajos también.
Era verdad. Nadie explicó el parecido con Grosrouvre de tan evidente como era. La víspera de su muerte, Grosrouvre había escrito una carta. La víspera o algunos instantes antes, eso no cambiaba sustancialmente las cosas. Esa carta iba dirigida a Ruche.
Ruche sacudió la cabeza, estaba turbado.
—Fiel amigo, no sé. Viejo amigo, sí. Y en esa carta no me confía sus resultados. Es toda la diferencia.
Sin embargo la similitud de las situaciones era inquietante. En las dos aventuras el mismo marco de trabajo.
Jonathan no aguantaba la comparación que se estaba estableciendo entre Galois y Grosrouvre y explotó:
—¿El mismo marco? Salvo que en un caso se trata de un joven de apenas veinte años y el otro de un viejo que tiene cuatro veces más. Que el primero es un genio y el otro…
—Que el primero ha sido reconocido como un genio cuarenta años después de su muerte —precisó Perrette.
—¡Bien, esperaremos cuarenta años para decidir sobre Grosrouvre!
—Esperaréis sin mí —dijo Ruche.
Cuando los gemelos ya habían salido Ruche preguntó a Perrette:
—¿Sabe por qué les irrita tanto esto?
—Creo saberlo —y agregó tras unos instantes—: nunca han podido soportar los secretos. Una cosa de las que han contado los chicos me ha sorprendido; ya conocía la historia del duelo, sólo que estaba convencida de que se había batido contra un monárquico. En realidad era uno de sus amigos, republicano como él, quien le provocó en duelo. Un oficial republicano.
—¿Qué quiere decir?
—No sé. Simplemente, observo. Pensamos siempre que son los enemigos los que nos matan.
Por segunda vez Perrette mencionaba el hecho de que los asesinos de Grosrouvre podían haber sido sus amigos. La primera vez fue a propósito de Omar al-Jayyam y de Alamut, y la referencia a los «tres amigos». Ahora, en vista de que se trataba de un oficial, subrayaba que Galois no tenía ninguna oportunidad de ganar a un profesional en el manejo de las armas. No más oportunidad que Grosrouvre contra esa banda.
—¡Cuántas similitudes! —no pudo evitar observar Ruche—. Jonathan acaba de llamarlo paranoia…
—La palabra es muy dura.
Antes de dormirse, Léa revivió, en fracciones de segundo, el trayecto recorrido desde el acero que desfiguró el rostro de Tartaglia hasta la bala que abatió a Galois. Tenía impresa en la cabeza la última frase de Galois a sus amigos republicanos: «¡Adiós! Ojalá hubiese vivido bastante para trabajar por el bien público».
Jonathan, al lado, tumbado en su cama bajo la claraboya, revivía el duelo por enésima vez. Los dos pañuelos blancos en
La hierba a veinte pasos de distancia. El sorteo de las pistolas. Galois y su adversario, su antiguo amigo, alejándose uno del otro, los dos cara a cara. El otro dispara, y Galois le mira sin un solo gesto y se desploma.
Galois oye: «Tiene un minuto para levantarse». Y ya no oye nada más. Tendido en la hierba, protesta contra el silencio.