15. Tartaglia, Ferrari. De la espada al veneno
La gran iglesia de Brescia no ha tenido jamás una afluencia tal. La gente que la llena no son fíeles que acuden a una ceremonia religiosa. Decenas de mujeres y niños, apretujados y temblorosos, esperan. ¡Ni aquí, en la casa de Dios, se sienten protegidos! ¡Es pleno invierno y hay tal muchedumbre que casi hace calor! El silencio es absoluto. Todos los ojos están fijos en la puerta principal. Fuera, el ruido es progresivamente más fuerte, más cercano. En el interior se corta el aire. Los cuerpos están petrificados, las respiraciones contenidas. Es la mañana del 19 de febrero de 1512.
La puerta se rompe con un estruendo espantoso. Por el gran hueco se precipitan violentamente un grupo de mercenarios. Blandiendo la espada, penetran con sus monturas al interior de la iglesia. Los caballos, con terribles relinchos, se hunden en la masa humana que aúlla de miedo. La gente, de pie, no puede huir. Son aplastados, ahogados, pisoteados. Pero el horror está aún por llegar. La horda, con las espadas, atraviesa los cuerpos indefensos. ¿Cómo huir? Niccoló se ha encogido aún más: está acurrucado en brazos de su madre. Un jinete se acerca al pie del pilar en el que la familia se protege. Niccoló ve una espada inmensa crecer, crecer… Luego no ve nada. La espada se ha abatido sobre su cráneo, sobre su cara. La madre resulta ilesa por la ceguera del verdugo. ¡Victoria! Las tropas francesas acaban de conquistar el pequeño pueblo del norte de Italia, asesinando, violando, robando, quemando. Van mandadas por un apuesto joven de veintidós años, el terrible Gastón de Foix, llamado «Rayo de Italia». Morirá cincuenta y siete días después en la batalla de Ravena con la cara atravesada por quince lanzadas.
Ruche temblaba de emoción. La misma emoción que había experimentado cincuenta años antes, en 1944, cuando leía la relación de la masacre que las SS habían perpetrado en la iglesia de Oradour-sur-Glane. No esperaba enfrentarse a ese recuerdo al abordar al tercer matemático que su amigo había puesto en la lista, y que Ruche seguía según el «programa Grosrouvre». Experimentaba el mismo sentimiento de horror y de rechazo que hacía cincuenta años, y, como entonces, sentía la certeza de que la vida siempre acaba por borrar lo perverso.
Eso le sucedió a Niccoló en la iglesia de Brescia. Su cuerpo exánime fue rescatado de entre los muertos que se contaban por decenas. Dos terribles heridas surcaban su cara. Tenía la mandíbula machacada, pero estaba vivo.
Niccoló tenía doce años. Aparentaba bastantes menos porque era de pequeña estatura, como su padre, a quien llamaban Micheletto el Caballero, porque era minúsculo y pasaba sus día montado a caballo por los caminos repartiendo el correo de los nobles de la zona. Micheletto había muerto seis años antes de estos acontecimientos. De cansancio. La familia, que no era rica, a su muerte fue pobre.
Demasiado pobre para pagar un médico que curase a Niccoló. Su madre lo hizo sola: vendó las heridas, le puso ungüentos. Y dejó que el tiempo actuase. El niño no pudo decir ni una palabra durante meses. Tuvieron miedo de que quedase mudo. Luego acabó por articular algunos sonidos y, lentamente, recobró la palabra. Pero tartamudeaba. Sus amigos le llamaron Tartaglia, el tartamudo. Y él decidió conservar ese nombre. Sucedía esto en 1515, cuando, no lejos de allí, Francisco I obtenía una gran victoria en la villa de Melegnano, que los franceses se empeñaban en llamar Marignano.
La familia, que no tenía dinero para pagar a un médico, tampoco lo tenía para contratar un profesor. Niccoló ya había tenido uno, en realidad sólo un tercio…, que le enseñó un tercio del alfabeto: de la A a la I.
El padre apalabró un profesor cuando Niccoló tenía seis años. El pago debía hacerse por tercios. Micheletto pagó el primer tercio y, justo después, se murió. El profesor paró automáticamente las clases y Niccoló se quedó en dique seco, anclado en un tercio del alfabeto. ¿Qué hay y cómo se escribe lo que sigue a la I? Niccoló ardía en deseos de saberlo. Acabó por conseguir un alfabeto completo y aprendió, él solo, los dos tercios restantes. ¡Hasta la Z!
«Todo lo que sé lo he aprendido trabajando sobre obras de hombres difuntos», contaba en el ocaso de su vida.
¿Quiénes eran esos «difuntos» en cuyas obras Tartaglia aprendió matemáticas?
Esta vez Ruche no sentía deseo alguno de organizar una sesión; no hubiera tenido fuerzas. A su edad, además, ¿era oportuno adquirir costumbres? Tras la memorable sesión con Habibi sobre al-Jwarizmi, se solían ver a menudo en el colmado, por la tarde. Bebían té en la trastienda, confortablemente amueblada. Ruche leía las obras que sacaba de la BS, mientras Habibi repasaba sus cuentas o se mecía en los recuerdos. Cuando el timbre anunciaba la entrada de un cliente, se levantaba y acudía a servirle. Al volver, siempre explicaba lo que el cliente había comprado: dos cervezas, una botella de agua, tres lonchas de jamón. Y Ruche decía, sin levantar la cabeza: «¡Ah, bueno!», y la tarde proseguía.
Desde que decidió volcarse en el tercer personaje de la lista de Grosrouvre, Ruche había seleccionado de los estantes de la BS Quesiti e Invenzioni diverse y General Trattato de Tartaglia, y Ars Magna de Cardano. Para entender un poco a Tartaglia había que retroceder.
Hasta el siglo XIII con Leonardo Bigollo, llamado Leonardo de Pisa, el matemático más grande de la Edad Media. Bigollo significa «el perezoso». Leonardo, como buen hijo de familia, había seguido a su padre, llamado Bonaccio, cónsul en Bugía, a las costas de la Cabilia, en Argelia.
Habibi conocía bien Bugía. Le describió con ternura el puertecillo junto a la salvaje Cabilia. Los olivos y alcornoques, los salmonetes preparados en papillote, los erizos de mar… Lo más hermoso, y Habibi hablaba con trémolos en la voz, era la costa hasta Djidjelli. Una cornisa de bastantes decenas de kilómetros suspendida sobre el mar, «más bella que la Costa Azul».
—Y en un momento dado ves, como si estuviese al otro lado del agua, una gruta más grande y más fresca que la mezquita de Argel. ¿Sabes cómo se llama? ¡La Gruta maravillosa! Y es digna de su nombre. ¿Por qué no te VIENES allá este verano? ¡Te harán una fiesta…!
—Soy viejo, Habibi. A mi edad ya no se viaja.
—Si quieres que te diga la verdad, te encuentro menos viejo que antes.
El libro que Ruche tenía entre las manos contaba cómo Leonardo aprendió árabe en la tienda de un comerciante de Bugía. Ruche miró con afecto a Habibi, absorto en sus cuentas. «¿Se podrá leer en el futuro, en la biografía de las celebridades de Montmartre de fines del siglo XX: “Pierro, hijo de Rucho, llamado Birucho, filósofo eminente de la segunda mitad del siglo XX, aprendió el árabe en la trastienda de un colmado de la calle Martyrs”?». Leonardo fue al Oriente Medio, Siria, Egipto. ¡Uno más! ¡Egipto era la Compostela de los matemáticos!
En esa época, cuando se estaba interesado en matemáticas el conocimiento del árabe era una baza muy importante. Omar se había llamado al-Jayyam, hijo del que vende tiendas; Leonardo se contentó con «hijo de Bonaccio», filius Bonacci, que contrajo en «Fibonacci». Con este nombre se hizo célebre por escribir el primer gran libro de matemáticas en Occidente, Liber abaci, el libro del ábaco.
Fibonacci, durante su viaje por tierras musulmanas, se convirtió… a las cifras indo-árabes, de las que se hizo heraldo en los países cristianos enseñando a quien quería la indiscutible superioridad de éstas sobre las romanas. En las páginas de su libro, los cristianos descubrieron el cero, se iniciaron en la numeración de posición («Un enano en el peldaño más alto es más alto que un gigante en el peldaño más bajo», dijo Jonathan), aprendieron a descomponer los números en factores primos, los criterios de divisibilidad por 2, por 3, etc., y bastantes cosas más. Por ejemplo, sobre los conejos.
Fibonacci, altamente interesado por la multiplicación de los conejos, un día se planteó calcular cuántos conejos procreaba de una pareja al cabo de un año.
Comenzando sus jugueteos en el mes de enero, la pareja da a luz en febrero a una segunda pareja, que engendra una pareja por mes. Cada par engendra un nuevo par a partir del segundo mes de su nacimiento, y los siguientes a un ritmo de un par por mes.
Fibonacci obtiene los números de parejas siguientes 1, 1, 2, 3, 5, 8, 13, 21, 34, 55, 89, 144, 233. En un año, la pareja de conejos del hijo de Bonaccio ¡había engendrado otras 232! Cada uno de los números de esta sucesión, a partir del tercero, es la suma de los dos precedentes. Fibonacci, mediante esta sucesión de parejas de conejos, inventó la noción de sucesión de números, que tendrá un hermoso porvenir.
Más extraño aún: si se prosigue esta sucesión y se hace el cociente entre un término y el que le precede, este cociente tiende hacia
¡El famoso número de oro!
El tipo elegantón bajito, TEB, cuando recibió el fax que su compañero, el tipo elegantón alto, TEA, le enviaba de Tokio, se puso la foto en la camisa y corrió a la pajarería de la Mégisserie. Dio una vuelta por la tienda buscando a la dependienta. Mucha gente. Debía de haber pasado por su lado sin verla. Dio otra vuelta; era inencontrable.
Sin poder contenerse, aunque no fuese muy prudente, paró a un vendedor y le preguntó dónde estaba su compañera. «¿María?», inquirió éste. «Es su día libre». ¡Maldita sea!
No le quedaba más remedio que ir a buscarla a su casa.
Llamó al timbre. ¡Nadie! Decidió esperarla en la cafetería delante precisamente de la puerta de entrada al edificio. Pidió una caña y se ensimismó. ¡Tokio! ¡Eso sí que era una ciudad! ¡Le hubiese gustado tanto estar allá! «Pero está él y no yo. Siempre es así, para él es el mejor destino. ¡Dejar París! Sobre todo con el curro tan idiota que tengo. Un capricho del Patrón, un curro por debajo de mis posibilidades». Un vigoroso golpe en la espalda y casi se ahoga, volcando el vaso. El líquido no empapó la camisa en que estaba la foto, pero sí la chaqueta de TEB. Se levantó furioso, preparado para organizar un follón. La chica le miraba con una amplia sonrisa.
—¡Giulietta!
Porque ella no se llamaba María Giuletti, como creía el dueño de la pajarería, sino Giulietta. Giulietta Mari, que miraba, irónica, cómo se agrandaba la mancha en la chaqueta del bonito traje de lana a rayas. La chica le superaba en altura un par de palmos.
—Afortunadamente sólo has pedido una caña, si no la mancha sería bastante mayor —comentó ella, adoptando un tono afligido.
La hubiese abofeteado. Se burlaba de él. ¡Pero le gustaba tanto! Una soberbia morena de piel marfil. ¡Una guapa italiana! —¿Qué haces aquí?— le preguntó. —Te esperaba. Hay novedades.
Sacó la foto de la camisa. Max y Sinfuturo estaban en un círculo de rotulador.
—Este niño, ¿es el que viste en la tienda?
La chica se acercó la foto, mucho, porque era miope y no quería llevar gafas en público.
—Es él.
—¿Estás segura?
—Sí, cuando yo veo a alguien una vez… —Cuando has conseguido verlo, querrás decir. ¡Toma! Había que dejar claro quién mandaba, ¿no? Lo miró con mirada asesina. Él insistió—: ¿Es él o no?
—Reconozco perfectamente su insolente cabeza. Le hubiera dado una colleja cuando me dijo: «Mi madre me tiene prohibido hablar con señoras a las que no conozco».
—No te enfades. Ya le arrearé una yo cuando lo encuentre. En el almacén, en las Pulgas, ¿sabes?, me dio tal cabezazo en el vientre que tuve dolor de estómago durante dos días. En cuanto al cabrón del loro, ¡crac! —Hizo un gesto con la mano para expresar con cuánto placer le retorcería el cuello—. Mira lo que me hizo.
Enseñó el meñique de la mano izquierda cuya punta machacada estaba realmente fea. Tuvo que acercárselo a la cara a Giulietta, que sacudió apreciativamente la cabeza:
—¡Caray! No te dejó escapar. Menos mal que es el meñique y además de la mano izquierda.
—Ya van dos veces que me dices que hoy tengo suerte, y cada una de ellas es por alguna miseria que me ha pasado —comentó él, rabioso.
—Pues sí —dijo la chica, extrañada de su reacción—. Mi madre siempre me decía: «Giulietta, cuando te suceda algo malo, piensa: Podría haber sido peor. Y las cosas parecen menos malas».
—Da las gracias a tu madre. Las cosas ya están mejor. Y mejor estarán cuando encuentre a ese mierda de loro.
Los predecesores de Tartaglia se revelaban más prolijos de lo esperado. Ruche se disponía a guardar las obras, pero no pudo resistir la tentación de mirar ésta: Flor de algunas soluciones a ciertas preguntas relativas al número y a la geometría. ¿Por qué flor? Y respondía Fibonacci, porque muchas de esas cuestiones «más que espinosas, se exponen de modo florido, y como las plantas que tienen sus raíces en tierra surgen y enseñan sus flores, así, de estas cuestiones, se deducen buen número de otras». Uno de esos floridos problemas fue una apuesta en un torneo que le enfrentó a Juan de Palermo, en presencia del rey de Sicilia Federico II. Fue el primer desafío de la historia de las matemáticas. Aunque hubo bastantes más. Tartaglia podría contarnos mucho. Antes de llegar a él, Ruche tuvo que pasar por un monje franciscano, Luca Pacioli.
Su Summa de arithinelica, geométrica, proportioni et proportionalittà era una maravilla. Ruche la hojeaba emocionado. ¿Cómo había podido Grosrouvre conseguir tal joya? ¡Escrita en 1494! En pleno Renacimiento, en el momento en que en Bolonia, Siena, Venecia, Urbino, Florencia, los Leonardo de Vinci, Rafael y Piero de la Francesca trabajaban sin tregua para nutrir los futuros museos de todo el mundo. Aún hoy, en el de Nápoles, podemos admirar un cuadro de Jacopo de Barbari que representa a Luca Pacioli con la mano descansando sobre su Summa: ¡la primera obra impresa de álgebra! Del taller de Gutenberg en Maguncia había salido el primer libro impreso cuarenta años antes. Todo evolucionó con rapidez a continuación.
Las obras impresas por decenas, a veces centenas de ejemplares, circulan de un extremo a otro de Europa nutriendo las librerías que a su vez se multiplican. Ruche imaginó lo que debía de sentir un librero de esa época al ver llegar a su tienda el primer libro impreso. ¡Él, que nunca había manejado nada que no fueran manuscritos de pergamino, descubría un libro impreso en papel!
La primera reacción fue, seguramente, de asombro. Asombro ante la regularidad increíble de la página. ¡Todas las a de una página tan iguales! ¡Y todas las b, y las c! Regularidad que hacía fácil y cómoda la lectura, a pesar de que pudiera pecar de empobrecimiento, calma monótona y ser un poco triste. Asombro también, y superlativo, al hojear dos ejemplares y descubrir que eran idénticos página a página. Hasta el punto de que no se les podía diferenciar. ¡Dos ejemplares intercambiables! Ruche no pudo evitar pensar que si uno se quema, el otro no. ¡Libros gemelos! Antes que nazcan… los libros clónicos.
¡Ser librero en la época de la invención de la imprenta! Ruche se lo imaginaba. ¡Poseer una librería alrededor de 1480, en la calle de Escolares, a dos pasos de la Sorbona, dónde se imprimieron los primeros libros en Francia! Ésta es una aventura que lamentaba no haber vivido.
Este primer tratado impreso de álgebra, en el que Pacioli alaba el cálculo hecho con pluma, no aporta ningún resultado nuevo, sin embargo presenta un inventario de lo que Occidente sabía de álgebra a fines del siglo XV. Y lo que Occidente sabía procede, esencialmente, de las obras de matemáticos árabes y de las traducciones que éstos habían hecho de los autores griegos. Pero los trabajos de Omar al-Jayyam y Sharaf al-Din al-Tusi, por ejemplo, eran casi absolutamente desconocidos.
Bagdad y Alamut estaban muy lejos de la Italia del Norte. A pesar de que en cuestión de masacres, las del conde de Foix no tenían nada que envidiar a las de los mongoles. Ruche, al pensar en al-Jayyam, recordó lo que Perrette le había planteado en la librería referente al trío.
Y se acordó de un italiano. ¿Cómo se llamaba? ¡Tavio! Era camarero en el Tabac de la Sorbonne. Un buen chico, más joven que nosotros, bastante amigo de Grosrouvre al principio. Durante algunos meses fuimos una pequeña banda, juntos nos corríamos nuestras juergas. Luego estalló la guerra, Grosrouvre y yo nos fuimos. No le volvimos a ver. Un trío efímero. Nada de trío… Ruche había hecho bien en desempolvar el pasado. También hubo otra historia… Grosrouvre y él anduvieron enamorados de una cantante de cabaret rusa, se llamaba Tania, y estaba por la treintena. Con ella habían sido un trío, que duró hasta que Tania se fue con un bailarín turco. Y Ruche no se imaginaba ni a la cantante ni al camarero del café apasionándose por las demostraciones matemáticas. No, Perrette se equivocaba.
Se sumergió otra vez en las matemáticas, en la historia y en la historia de las matemáticas. Al-Jwarizmi fue la gran celebridad de la Edad Media en Occidente. Ruche no se privó de pronunciar en voz alta el nombre, no había olvidado la queja de Habibi respecto al cuscús inventado por los irlandeses.
Desde el siglo XII no habían cesado de traducir las obras de al-Jwarizmi. Su obra sobre el cálculo indio: Dixit algorismi, se convirtió en la Biblia matemática hasta el punto que ese cálculo se llamó algorismo, de donde viene el nombre algoritmo. La numeración romana era totalmente inútil para el cálculo; sin la ayuda de ábacos, equivalente a los tableros chinos, que se presentaban como tablas de columnas en las que se situaban fichas, no se podía efectuar la más mínima operación.
La introducción del nuevo cálculo fue una verdadera revolución, con sus detractores y partidarios, abacistas y algoristas, enfrentados en campos irreconciliables. Los primeros, que pertenecían al gremio de los calculadores profesionales, defendían sus privilegios.
«Hacer una operación», este hecho tan simple, consistente en escribir números y con manipulaciones de las cifras obtener el resultado, para la inmensa mayoría de los hombres de ese tiempo, era simplemente inimaginable, y sólo una minoría reducida sabía calcular. A lo largo de los primeros siglos del segundo milenio, saber multiplicar abría todas las puertas de la alta administración.
El gran cambio consistió en calcular mediante PALABRAS en lugar de medios materiales: piedras, en latín calculus, y de ahí el nombre, bolas o fichas. ¡Se calculó con los nombres de los mismos números! El cálculo cambió radicalmente de naturaleza, se convirtió en un CÁLCULO POR ESCRITO y sólo por escrito.
Ruche no había pensado nunca en ello antes. Las palabras eran operativas. Es difícil imaginar el choque que eso supuso.
En cuanto a la aparición del cero, ¡fue deslumbrante!
Ruche no pudo evitar hacer un repaso a su invención. El cero anduvo un largo camino hasta convertirse en el número que todos conocemos actualmente.
Un número podía escribirse mediante cifras del uno al nueve, que representan la cantidad de unidades, decenas, centenas, etc., que entran en su composición puestas en una fila y varias columnas.
Propietario titular de Las Mil y Una Hojas, Ruche probó con el número «mil uno».
Cuando quitó las barras de separación, ¡fue tremendo!
Con las muletas fuera, el número había menguado. ¡«Mil uno» se había convertido en «once»!
Alguien —¿quién?—, un día, tuvo la idea de crear un signo particular para dar a entender que la columna estaba desocupada: un redondel pequeño. Ruche lo escribió en las dos columnas vacías de en medio:
No parecía nada espectacular, pero fue un salto enorme. ¡Una ausencia marcada por una presencia! ¡Un vacío tratado como un lleno! Ese signo, en lugar de convertirlo en un ente aparte, de confinarlo en una condición singular, como un signo de puntuación, obtuvo el estatuto común, se convirtió en cifra. Una cifra como cualquier otra, ¡cómo las otras nueve!
Con los ceros en las columnas, Ruche quitó las barras de separación. Como las válvulas que se insertan en el interior de las arterias para evitar que se obstruyan y dejar que la sangre circule libremente, los ceros impidieron a los dos «1» soldarse, manteniendo abierto el espacio. El número respiró, «mil uno» fue
¡Y los números, sin muletas, pudieron mantenerse en pie por sí mismos! Sintió una gran envidia.
Ruche se sorprendió, en el curso de su periplo, al saber que, trescientos años antes de nuestra era, ya existía en Babilonia una cifra cero. El cero babilonio fue el primer cero de la historia. Los escribas lo representaban por un par de cuñas oblicuas. Los astrónomos mayas más tarde inventaron un cero-cifra representado por un óvalo horizontal que simulaba la concha de un caracol.
Habría que esperar al siglo VI de nuestra era para que los hombres inventaran el cero «completo», que era una cifra y también un número, es decir, un ente susceptible de ser actor en una operación. Ésa fue la gran invención de los indios, la del número nulo. Shunya, definido como el resultado de la sustracción de un entero por sí mismo:
0 = n − n
Ruche expresó esta definición en su lenguaje de filósofo: el cero es la diferencia del mismo al mismo.
Impotente en la suma: n + 0 = n.
Todopoderoso en la multiplicación: n × 0 = 0.
Absolutamente prohibido en la división: n / 0
Extrañamente reductor en las potencias: a0 = 1, si a ≠ 0.
Tales son las acciones del nuevo número.
A la pregunta «¿Cuánto hay?», la aparición del cero en el campo de los números transformó la respuesta negativa «NO HAY nada» en una aserción positiva: «HAY cero». 0 se convirtió en una cantidad, como otra, revolucionando el estatuto del número.
¿Cuánto? ¡Cero!
Eliminados los ábacos y los diferentes dispositivos materiales de cálculo, se pasó al papel. Papel que venía, al principio, de China, luego de los alrededores de Bagdad, después de manufacturas italianas y francesas. Papel en el que estaban escritos la mayor parte de libros en ese momento.
Entre Fibonacci y Pacioli tuvo lugar un acontecimiento decisivo. En 1453, Constantinopla cayó en manos del sultán Mohamed II. La caída de la ciudad que se había enorgullecido durante siglos de ser la «Ciudad de en Medio» porque estaba entre Roma y Bagdad, puso frente a frente el mundo cristiano y el musulmán. El suceso tuvo inesperadas consecuencias. Centenares de eruditos y traductores bizantinos huyeron, llevándose consigo centenares de obras griegas cuya llegada a Occidente cambió el curso de los acontecimientos.
El Turco se convirtió en el Enemigo. Tartaglia, en una obra de entretenimientos matemáticos, género nuevo en la época, se permitió proponer el siguiente problema: «A un barco, en el que hay 15 turcos y 15 cristianos, le sorprende una tempestad. El piloto ordena echar al agua a la mitad de los pasajeros. Para escogerlos se procederá del siguiente modo: todos los pasajeros se colocarán en círculo. Empezando a contar desde un sitio determinado, el pasajero número nueve será echado por la borda». La pregunta era: «¿De qué manera debemos situar a los pasajeros, para que sólo sean los turcos los designados por la suerte y echados al mar?». Para resolver el problema, el piloto cristiano, vía Tartaglia, debía basarse en el álgebra creada por los árabes.
Tartaglia se interesó en la resolución de las ecuaciones de tercer grado. Ruche se sorprendió de que tras Omar al-Jayyam y Sharaf al-Din al-Tusi hubiese alguna cosa más que encontrar en ese campo.
Se repetía con frecuencia una expresión: resolución de ecuaciones por radicales. Se trataba de investigar fórmulas que dieran soluciones a una ecuación. Sólo empleando las cuatro operaciones y los radicales: raíces cuadradas, cúbicas, etc. Ruche acabó por entender que eran fórmulas operatorias que permitían un cálculo numérico efectivo de las soluciones.
Omar al-Jayyam, Sharaf al-Din al-Tusi y otros matemáticos árabes lo intentaron sin éxito.
Ciertamente obtuvieron soluciones, pero sólo mediante construcciones geométricas. Al final, Omar al-Jayyam formuló el deseo de que los matemáticos futuros continuaran en donde él había fracasado y llegaran a resolver las ecuaciones con «sólo el cálculo». Es decir, por radicales…
Tartaglia se dedicaba con ahínco exactamente a eso. Ruche abrió el libro de Quesiti e Invenzioni diverse. El autor contaba la triste aventura que fue para él la resolución de la ecuación de tercer grado. Ruche observó, al hojear la obra, cruces pequeñas escritas en el margen. ¿Quién había cometido semejante desaguisado? Sin embargo, Ruche, tras leer los pasajes que las cruces señalaban, concluyó que, con toda certeza, fue ¡Grosrouvre! ¡Guarro! «¡Menos mal», pensó Ruche «que no ha subrayado frases enteras!».
Tartaglia anduvo mucho camino desde el momento en que aprendió él sólo los dos tercios que le faltaban del alfabeto. Seguía siendo menudo de estatura aunque le había crecido una barba que le ocultaba casi por completo las cicatrices. Y sólo un atento oído podría notar algunos tropiezos en su pronunciación. Era un sabio reputado que no solamente había leído «obras de hombres difuntos» como escribía, sino que también las había traducido: Euclides, Arquímedes… Recordó Ruche que el ejemplar de los Elementos con el que había trabajado, era una traducción de Tartaglia, y quiso comprobar si ocurría lo mismo con las obras de Arquímedes. Buscó entre los estantes, pero no estaban en el lugar donde deberían estar. ¿Las habría colocado mal? Buscaría más tarde, no era éste el momento de entretenerse.
El chei árabe, la incógnita, en la obra de Pacioli se llamaba cosa, como en latín. El álgebra se conoció desde entonces como el arte de la cosa. Censo era el cuadrado de la incógnita, y cubo, su cubo. La ecuación de segundo grado se escribía con todas sus letras:
censo et cose egual a numero
Una incógnita al cuadrado más la incógnita igualan un número. La ecuación reducida de tercer grado (sin incógnita al cuadrado):
cubo et cose egual a numero
Una incógnita al cubo más la incógnita igualan un número. Los matemáticos italianos de la Escuela de Bolonia centrarán sus esfuerzos en esta última ecuación, y convertirán, durante un siglo, la Italia del Norte en tierra algebraica.
La primera cruz marcada en las páginas de la obra de Tartaglia estaba junto a un pasaje en el que se decía que el primero que abrió camino fue un profesor de matemáticas de Bolonia, Escipión Del Ferro, que consiguió encontrar algunas soluciones a la ecuación de tercer grado. En vez de publicarlas, las guardó en secreto. Eso es, evidentemente, lo que Grosrouvre quería señalar. No era el único en mantener secretos sus logros, aparte de los pitagóricos, por supuesto, que fueron los primeros.
Escipión Del Ferro acabó por comunicar su método a su yerno, Aníbal de la Nave. Grosrouvre no lo hizo ni a un yerno, que, por otra parte, no tenía, ni a su viejo amigo. Ruche por primera vez se extrañó que Grosrouvre no le hubiera comunicado sus demostraciones, bajo riguroso secreto, aunque hubiese sido en el último momento. Parecía haber querido ser el único depositario hasta el final.
Aníbal de la Nave fue incapaz de tener la lengua quieta; le dijo el método a uno de sus amigos, Antonio María Del Fiore, el cual mantuvo el secreto hasta la muerte de Del Ferro en 1526. Enseguida, en lugar de hacer público lo que se le había confiado, lanzó en nombre propio retos a los matemáticos.
Ruche se imaginó en posesión de las demostraciones de Grosrouvre, lanzando por las ondas retos a los matemáticos del mundo. En la época de Del Fiore, algunos cientos, todo lo más, actualmente decenas de miles.
Tartaglia aceptó el desafío. Se enzarzaron en un duelo algebraico. Cada uno depositó en casa de un notario una lista de treinta problemas y una suma de dinero. Aquel que, en cuarenta días, hubiese resuelto el mayor número de problemas sería declarado vencedor y se embolsaría el dinero. Conocemos los treinta problemas de Del Fiore. Por ejemplo éste: «Hallar un número que, añadido a su raíz cúbica, dé 6», o: «Dos hombres ganan en total 100 ducados, la parte del primero es la raíz cúbica de la del segundo», o: «Un judío presta un capital con la condición de que a fin de año se le paguen como intereses la raíz cúbica de lo que prestó. Al final del año el judío recibe entre capital e intereses 800 ducados. ¿Cuál es el capital?». Tartaglia tuvo sus turcos, Del Fiore su judío…
En todos los problemas de Del Fiore intervenían ecuaciones de tercer grado. Tartaglia los resolvió en pocos días. Del Fiore no pudo hacerlo con ninguno de los propuestos por su adversario. Sin embargo impugnó los resultados. Tartaglia, declarado vencedor, rechazó el dinero, no quiso aceptar nada de un mal jugador. Todos esperaron que publicase el método que le había permitido ganar con tanta facilidad.
Una segunda cruz estaba en el margen de un párrafo que decía que Tartaglia no dio a conocer su método. ¿Cuáles eran las razones? Decía que estaba muy ocupado en ese momento con sus traducciones. Aseguraba que en ningún caso quería «ocultar sus invenciones», y anunciaba que las reservaba para incluirlas en una obra completa sobre el tema que pronto publicaría.
Intervino entonces un médico de Milán. Un médico matemático. Girolamo Cardano, que nació en Pavía en 1501, en la época que los franceses ocupaban la región. Si Ruche llegó a conocer su vida tan íntimamente, fue porque Cardano escribió Mi vida, la primera autobiografía de la literatura occidental.
Cardano aún no tenía un mes de existencia y ya había atrapado la viruela. Le sumergieron en un baño de vinagre y se curó. A los ocho años tuvo una disentería. A los nueve cayó por las escaleras, y, en el colmo del infortunio, un grueso martillo que llevaba en las manos se le escapó y se incrustó en medio de la frente abriéndosela hasta el hueso. Una desgracia nunca viene sola, ya que, algún tiempo después, mientras estaba sentado tranquilamente en el umbral de su casa, una piedra se soltó del tejado y ¡le cayó sobre el cráneo! A los dieciocho años contrajo la peste. Estuvo a punto de ahogarse, en Venecia primero y, luego, en el lago de Garda. Se rompió el anular de la mano derecha en Bolonia y por dos veces le mordió un perro. Para acabar de arreglarlo todo descubrió que era impotente. A pesar de sus intentos con señoritas de dudosa virtud, no pudo resolver el problema. La impotencia se acabó para siempre en su noche de bodas, a los treinta y un años. A los treinta y cinco años empezó a orinar mucho (hasta sesenta onzas diarias), y eso no cesó jamás. Al revés de lo que pasó con sus hemorroides, que le hicieron sufrir mucho y que, ¡milagro!, se le curaron de golpe a los cincuenta años.
«Me ha atormentado muchas veces el deseo de acabar con mi vida; creo que también les sucede a otros aunque no lo cuenten en sus libros».
Todo esto respecto a la salud. ¿Referente a la familia?
Fazio, el padre de Cardano, era procurador de Hacienda, doctor, jurista, erudito; el clásico hombre del Renacimiento. Fazio tartamudeaba, como Tartaglia. Siendo niño, también recibió un terrible golpe que le arrancó trozos de hueso de la cabeza. Desde entonces no pudo estar con la cabeza descubierta. Sin embargo lo compensaba con la vista: veía por la noche como un gato, y en toda su vida no precisó gafas. «Como yo», pensó Ruche, «aunque a mí, que yo sepa, no me han quitado trozos de hueso de la cabeza».
La madre de Cardano era, según su hijo, «gorda, piadosa e irascible», pero «dotada de una memoria y espíritu superiores». Fazio trataba a Girolamo como a un criado. Le exigía que le siguiese adonde fuera, ignorando el cansancio del niño. Su padre y su madre, que no se entendían en nada, sólo estaban de acuerdo en una cosa: le zurraban mucho y bien. Y cada vez que lo hacían, confesaba él, enfermaba de muerte. A los siete años, sus padres decidieron cesar de azotarle.
Era de estatura mediana, pies cortos y anchos hacia la punta, estrecho de pecho, brazos bastante flacos, los dedos de la mano derecha los tenía separados unos de otros, hasta el punto de que los quirománticos le juzgaban estúpido y palurdo; la mano izquierda era bonita, con largos dedos, finos y juntos. Tenía la barbilla partida, el labio inferior grueso y colgante, los ojos pequeños y casi cerrados, salvo que mirase algo con atención. En el párpado del ojo izquierdo tenía una mancha como una lenteja. La cabeza se estrechaba hacia atrás en una especie de esfera pequeña. Bajo la garganta le sobresalía un bulto pequeño y duro, heredado de su madre.
Su cabeza funcionaba bien, extraordinariamente bien, a pesar de todas esas miserias. A los veinte años enseñaba Euclides en la Universidad de Pavía, que dejó por la de Padua cuando Francisco I decidió refugiarse allí y librar batalla contra Carlos I de España. Era en 1525. El rey de Francia afirmó, cuando fue hecho prisionero, que se había perdido todo menos el honor. El primero en atacar había sido él, ¡menos mal que no perdió también el honor!
Girolamo era médico y matemático como su padre, y, como él, enseñó matemáticas. Aunque, por encima de todo, era médico. Primero en un pueblo y después en Milán y Pavía, ciudades en las que enseñó medicina. Sus enemigos, de los que tenía gran cantidad, un día enviaron una especie de inspector para supervisar sus clases; a pesar de que no entró en el aula en donde Cardano las daba, escribió en su informe: «He comprobado que Girolamo Cardano enseña para los bancos, no a sus alumnos. Es un hombre de malas costumbres, desagradable a todos, no falto de entendimiento…».
Cardano adquirió mucha fama como astrólogo y empleaba mucho tiempo confeccionando horóscopos. Igual que al-Jayyam cuatro siglos antes.
Quemó parte de sus obras en dos ocasiones a lo largo de su vida. Nueve libros en la primera y ¡ciento veinticuatro en la segunda! No obstante quedaron unos cincuenta libros impresos, más otros tantos manuscritos, después de esos dos autos de fe. Ruche se fijó en que no había cruz al margen junto a ese pasaje.
Grosrouvre había sido infinitamente más radical que Cardano: ni ciento veinticuatro ni nueve, ardieron todas sus obras. Sus papeles, documentos, notas… ¡Toda su vida! ¡Era tan descorazonador! Ruche trató de imaginar el estado en que su amigo debía encontrarse cuando escribió la segunda carta. Le imaginó escribiendo y lanzando, de vez en cuando, una mirada a sus manuscritos amontonados en el centro de la habitación. La carta era un auténtico testamento.
Ruche permaneció con el pensamiento, durante un rato, junto a su amigo en sus últimos momentos, en la habitación de la casa de Manaos. Luego regresó a Cardano.
Entre los libros escapados de la quema se salvó una obra: Sobre la manera de conservar la salud. ¡Conocía bien el tema! Y su gran obra matemática Ars Magna. Sus libros se publicaron no sólo en Italia sino también en Basilea, Nuremberg y París.
Cardano, ya muy célebre, era solicitado en toda Europa: Roma, Lyon, Dinamarca, Escocia. Le pagaron substanciosamente para que fuese a Edimburgo a curar a un arzobispo, y, a la vuelta, en Londres aprovechó para hacer el horóscopo de Eduardo VI, hijo de Enrique VIII y Jeanne Seymour, que subió al trono con nueve años. El soberano andaba por los dieciséis y leyó muy contento el horóscopo de Cardano, que le predecía larga vida, «mucho más larga que la edad media de sus contemporáneos».
No bien llegó a Italia, Cardano se enteró de la noticia: ¡Eduardo VI acababa de morir! Blanco de las burlas, no se amilanó. Pretextó unos errores de cálculo, lo que parecía bastante ridículo en un matemático. Rehízo los cálculos y halló finalmente… que Eduardo VI «tuvo razón en morir como lo hizo. Un poco antes o un poco después, su muerte no hubiera sido oportuna». ¡Fantástico arte!
Cardano tuvo dos hijos y una hija. Con ella todo fue bien. Con los hijos… Giovanni Battista, el mayor, fue su preferido; de salud también frágil. Con cuatro años, por falta de cuidados de su nodriza, se quedó sordo del oído derecho. No obstante, aprendió música y llegó a ser un músico de calidad. Fue médico como su padre. Aunque no era impotente en absoluto, como lo había sido su padre, no fue capaz de satisfacer a su mujer, de temperamento incendiario. Ella no paró de engañarle. Hasta el día en que él le dio a comer un pastel. Condenaron a Giovanni Battista a muerte por haberla envenenado. Se le decapitó a los veintiséis años. Ésa fue la mayor tragedia en la vida de Cardano. Y, para su desdicha, tenía un segundo hijo.
El menor, Aldo, era muy violento, robando y desapareciendo constantemente. Cuando volvía a casa de su padre le montaba escenas tremendas. Cardano terminó por perderle el miedo, lo echó de casa y lo desheredó.
A uno que le preguntaba cómo era posible que, siendo él tan sensato, sus hijos fueran tan locos, le respondió: «Porque yo no soy tan sensato como ellos locos».
Aldo se introdujo en la casa de su padre con la ayuda de un estudiante, secretario de Cardano, forzó un cofre y robó el oro y piedras preciosas que encontró. No fueron muy lejos. Atrapados y juzgados, Aldo fue exiliado y su cómplice condenado a galeras. Aldo decidió vengarse. Desde la cárcel mandó una carta al Santo Oficio, la terrible Inquisición, en Roma. En ella, denunciaba a su padre.
Encarcelaron inmediatamente a Cardano. La Inquisición le ordenó abjurar de los errores que contenían sus obras y renunciar a enseñar. Lo hizo y se le expulsó de la universidad.
El mismo Santo Oficio, treinta años más tarde, condenará a la hoguera en 1600 a Giordano Bruno. Y en 1633, treinta más, siempre el mismo Santo Oficio procesará a Galileo, con lo que no mejora en los siglos posteriores la imagen de clemencia y bondad de la Iglesia romana.
¿Qué crímenes había cometido Cardano para merecer las iras de esa institución?
1. Escribir que el cristianismo no era superior a las otras religiones monoteístas.
2. Estar en contra del dogma de la inmortalidad del alma.
3. Y, como supremo delito, ¡haber confeccionado el horóscopo de Jesucristo en su Comentario sobre Ptolomeo! Como si hubiera sido un vulgar ser humano. No se dice si vaticinó lo que le iba a ocurrir en Galilea mil quinientos años antes.
Una frase de Cardano impresionó mucho a Ruche. Martilleó su cabeza bastante después de haber cerrado Mi vida: «Cuando quieras lavarte, prepara primero la toalla para secar».
Todo lo precedente en cuanto al hombre. ¿Y su relación con Tartaglia? ¿Y con la resolución de las ecuaciones de tercer grado?
Cardano se puso en contacto con Tartaglia cuando tuvo conocimiento de su gran éxito. Le presionó a lo largo de mucho tiempo para que le dijese sus fórmulas, cosa que Tartaglia no hizo. Cardano fue más inquisitivo. Trampas, ruegos, engaños, hasta amenazas. Enfurecido por la negativa que ya duraba tanto, acabó por escribirle una carta en la que le trataba de presuntuoso, le decía que se tenía por «alguien importante, en la cima de la montaña, en tanto que él estaba en el valle».
Cardano cambió súbitamente de estrategia, fue suave y llegó a ser amigo de Tartaglia, que empezó por decirle el texto de algunos de los problemas que planteó a Del Fiore, aunque guardó los otros en secreto, por ejemplo: «Cortar una recta de longitud dada en tres segmentos con los que se pueda construir un triángulo rectángulo», o bien: «Un tonel está lleno de vino. Cada día se vacían dos cubos que son reemplazados por dos cubos de agua. Al cabo de seis días hay la mitad de vino y la mitad de agua. ¿Qué capacidad tiene el tonel?».
Esa misma noche, cuando salió del colmado de Habibi, Ruche puso el problema al tabernero del bar de la calle Abbesses. Él no sabía la respuesta, como Cardano, y pasó un mal rato por culpa de su ignorancia. ¡Encima, el tabernero le preguntó si se llegaría a la misma solución tomando un tonel lleno de agua que se cortara con vino en las mismas proporciones!
La resistencia de Tartaglia, aunque minada, aún no estaba preparada para ceder. Pero Cardano tenía un as en la manga: ¡era médico! Para Tartaglia, que tanto lo necesitó durante su juventud, era un pasaporte que abría todas las puertas y vencía todas las resistencias.
Tartaglia publicó en 1537 Nova scientia. Se lanzaron sobre él para descubrir las fórmulas fantásticas y los procedimientos empleados en la resolución de las ecuaciones. ¡Ni una sola palabra sobre ello! En la obra no había nada de álgebra.
¿Sobre qué había trabajado el salvado de la muerte en la iglesia de Brescia? ¡Sobre la fabricación de explosivos! ¿Sobre qué más? ¡Sobre la trayectoria de las balas de cañón! Le impulsó un interrogante: ¿Qué relación hay entre el alcance de un proyectil y el ángulo con el que ha sido lanzado? Tartaglia proporcionaba dos respuestas a eso:
1. La trayectoria de una bala jamás es rectilínea. Cuánta más velocidad lleva menos curva es la trayectoria.
2. El alcance máximo de un cañón corresponde a un ángulo de tiro de 45 grados,
Con estos dos descubrimientos, Tartaglia fundaba una ciencia nueva: la balística, la ciencia de los movimientos de los proyectiles. ¡Los espadachines del conde de Foix harían bien en mantenerse, en lo sucesivo, fuera del alcance de las balas de Tartaglia!
Como no se publicaban las fórmulas, la insistencia de Cardano se intensificó y la resistencia de Tartaglia se debilitó. Cardano le hizo una promesa: «Si me enseña sus invenciones, no sólo no las publicaré jamás, sino que las anotaré para mí en clave, a fin de que, tras mi muerte, nadie pueda entenderlas».
Por supuesto, había una cruz junto al pasaje. Ruche paró de leer en seco. ¡Ahí había una información totalmente nueva! ¿Había codificado Grosrouvre sus demostraciones? Era posible suponer que el fiel compañero no tendría más que un texto en clave. Las cosas se complicaban. Si este indicio era exacto, habría no solamente que identificarlo, sino también encontrar el código, sobre cuya supuesta existencia no disponían de ninguna información. A menos que…, ¡ah no!, a menos que no haya que volver a empezar lo que hemos recorrido desde el principio, atentos a descubrir posibles indicaciones sobre ese código. ¡Desde Tales!
Ruche rezó para que su hipótesis sobre el cifrado de las demostraciones fuese errónea.
Por fin, un día de marzo de 1539, Tartaglia consintió en hablar. A Cardano el corazón le latió aceleradamente. Se sentó y escuchó. La voz de su amigo, en la que percibió titubeos de su leve tartamudez, se elevó:
Quando che’l cubo con le cose appresso
Se agguaglia a qualche numero discreto
Trovan dui altri differenti in esso.
Dapoi terrai questo per consueto
Che’l lor produtto sempre sia eguale
Al terzo cubo delle cose note.
El residuo poi suo generale
Delli lor lati cubi ben sottratti
Varrà la tua cosa principale.
¡He aquí a Tartaglia y sus tercetos después de los cuartetos de al-Jayyam! Ruche no sabía que navegasen tantos poetas en las aguas matemáticas.
El poema decía: «Quieres resolver la ecuación un cubo y la cosa igual a un número. Busca dos números cuya diferencia sea el número dado y cuyo producto es el cubo del tercio del coeficiente de la cosa. La solución es la diferencia de las raíces cúbicas de los dos números».
¡Qué sencillo era! Claro, para los matemáticos.
¡No tan simple para los matemáticos tampoco! Porque, a pesar del poema, Cardano no conseguía resolver las ecuaciones. Se lo confesó a Tartaglia insinuándole que, quizás, no había encontrado la solución realmente. Tartaglia le respondió que el error provenía del propio Cardano: había interpretado mal el sentido del último verso del segundo terceto, Al terzo cubo delle cose note. Que no era «el tercio del cubo» sino «el cubo del tercio».
¡Ahí estaban las fórmulas buscadas desde cinco siglos antes! Se había cumplido el deseo de al-Jayyam.
¡Sólo para las ecuaciones de tercer grado!
Cardano publicó, algún tiempo después de la lectura de ese poema, el Ars Magna. El Gran Arte. Tartaglia se apresuró a leer la obra de su amigo. ¿Y qué encontró? ¡Su propio método de resolución de la ecuación de tercer grado pormenorizadamente descrito! Cardano le había engañado.
Tartaglia escribió en su libro, contando su decepción y tristeza: «Ya no siento ningún afecto por Cardano». Y añadía esta frase: «Quello que tu non vuoi che si sappia, nel diré ad alcuno». ¡No digas a nadie lo que no quieres que se sepa! Junto al pasaje, en el margen, Grosrouvre había marcado ¡dos cruces!
¡A nadie! Grosrouvre había seguido el consejo de Tartaglia, he ahí la razón por la que no le envió sus demostraciones.
Ruche no se quedó satisfecho, las Quesiti acababan sin decir una palabra sobre el gran tratado que debía publicar Tartaglia. El General Trattato, obra en seis partes, empezó a salir de imprenta once años más tarde. Las cuatro primeras partes aparecieron en 1556. El librero comenzó a imprimir la quinta. Tartaglia murió antes de que saliese de imprenta. La sexta parte, que debía tratar de la resolución de la ecuación de tercer grado, jamás se imprimió. Nunca se encontró ni rastro.
Ruche se quedó anonadado. Hasta el final el Tartamudo no tuvo suerte. Y pensó inmediatamente que de no ser por Cardano, que dio a conocer las fórmulas contra la voluntad de Tartaglia, ¡hubiesen desaparecido con él y nosotros no las conoceríamos! Fórmulas que figuran entre las más célebres del álgebra, y son conocidas como las fórmulas de Cardano, aunque son de Tartaglia.
¿Cuáles eran?
Ruche ardía en deseos de verlas. ¡Y las vio! Y quedó decepcionado. Esperaba fórmulas con el «aspecto» de aquéllas a que se acostumbró en sus lejanos estudios, con x, y, a y b, y una gran cantidad de signos que daban fe de que estaba en territorio matemático, y se encontró algo que parecía un texto de literatura. Ningún signo =, sino «Aeq» por aequalis, «P» por «más»…
Cardano había ido más lejos en su Ars Magna que Tartaglia. No sólo había dado las fórmulas de éste último, que no eran válidas más que para ciertas ecuaciones particulares, sino que proporcionaba otras. Por ejemplo, fue el primero en presentar la solución completa de la ecuación de tercer grado. Se supo por él que la ecuación de tercer grado era resoluble por radicales.
En el Ars Magna había otro resultado fabuloso. También la ecuación de cuarto grado se resolvía por radicales. A pesar de sus esfuerzos, el descubrimiento no era ni de Tartaglia ni de Cardano, sino de Ludovico Ferrari.
Ferrari fue contratado como empleado por Cardano. Era un muchacho de aspecto limpio y sonrosado, según se dice, con una voz dulce, alegre rostro y nariz armónica, amante del placer, de gran inteligencia, pero… ¡con las inclinaciones de un diablo! Ante el interés que demostraba por su trabajo, Cardano le autorizó a seguir sus cursos. Ludovico los siguió con tanto aprovechamiento que sobrepasó a su maestro, al que profesaba un afecto sincero. Fue el hijo que tanta falta le había hecho. Ludovico se alineó con Cardano en el combate que le enfrentaba a Tartaglia. Hubo terribles disputas entre los dos, de las que Ferrari salió victorioso. Pronto fue rico por el éxito de todo lo que emprendía. Deseoso de placeres, llevaba una vida disoluta. Su hermana fue la única persona a quien Ludovico amaba.
Murió a los cuarenta y tres años envenenado por esa hermana, según se afirma. Otros opinan que fue el amante de esta última quien echó el veneno. Ruche se estremeció. ¡Un marido que envenena a su mujer, la hermana a su hermano! La resolución por radicales de las ecuaciones algébricas está sembrada de trágicas muertes. También es cierto que esto ocurría en pleno Renacimiento, en la Italia del Norte, y que los Borgia habían democratizado mucho el uso del veneno.
Tercer y cuarto grado, la cuestión se había resuelto con éxito. ¿Pasaría lo mismo con la ecuación de quinto grado? ¿Se resolvería también, como las precedentes, por radicales?
Como estaba convenido, Ruche debía relatar todo lo que aprendiese a la joven familia Liard. Y analizar con ellos las informaciones que pudiesen tener alguna relación con la historia de Grosrouvre. Y concluir con la inevitable pregunta: ¿en qué adelanta la investigación tras el paso por éste u otro matemático?
Max, sensible a la infancia de Tartaglia, hubiera querido saber más sobre él. Respecto a la solución de la ecuación de quinto grado, dijo, con toda crudeza, que le importaba un rábano. Que en el colegio estaban en la de primer grado, que ya era lo suficientemente complicada.
Léa preguntó, bromas aparte, si podían pararse a medio camino, en una cuestión de tanta importancia como la resolución de la ecuación de quinto grado.
—¡Esto comienza a ser frustrante! —explotó Jonathan—. ¡La cuadratura del círculo, la duplicación del cubo, la trisección del ángulo y ahora la resolución por radicales! Quiero recordaros que aún no sabemos qué pasa con las tres primeras. ¿Tienen o no solución? ¡Vete tú a saber! ¡No vayamos a ensartar los problemas como quién ensarta perlas! Esto acabará por desequilibrarnos.
«¡Pusilánime!», pensó Ruche, poniendo mucho cuidado en no alterar la máscara de atención impresa en su rostro. Jonathan adoptó un tono de gravedad:
—Ruche, la juventud actual atraviesa una profunda crisis. Los jóvenes quieren…
Léa se pellizcó la nariz para no estallar en carcajadas.
—… referentes, solidez, respuestas. ¡Pararse a medio camino es un coitus interruptus! Y a nuestra edad, en plena adolescencia, eso produce un montón de acné.
«¿De dónde habrá sacado todo eso?», se preguntó Léa con admiración. «¡Sexo y matemáticas!».
—¿Y la lengua? —se quejó ella.
Estupefactos, Ruche y Jonathan se miraron. «Léa va lejos», pensó Jonathan.
—Sí, la lengua en que expresaron todo: la cosa, el cubo de la cosa, el número…, suena bien pero no entiendo nada. Estaría bien que todo empezara a parecerse a lo que aprendemos en el instituto.
Ruche tenía preparada la respuesta:
—¡No hay que marchar a más velocidad de lo que marca el compás! Os lo dice un experto. Tartaglia es Tartaglia, y ¡el siglo XVI no es el siglo XX!
Hasta ahí todos estaban de acuerdo. El par de tautologías asestadas por Ruche cayeron redondas, provocando cabeceos condescendientes.
—No comprenderéis cómo se ha llegado a donde hemos llegado si prescindís del trabajo a través del tiempo —prosiguió Ruche—. Es como leer un libro y saltar capítulos para saber el final. La historia consiste en saber cómo han llegado las cosas a ser lo que son.
—¿No es también historia lo que hubiera podido ser? —agregó Léa con socarronería.
—Por supuesto, por supuesto. También eso es historia: las posibilidades que no se hicieron realidad, los caminos que se abrían y no fueron explorados…