11. Los tres problemas de la calle Ravignan
No habían avanzado una iota, como hubieran dicho los griegos. Y estaba bien entrado el mes de diciembre. Esforzarse, se esforzaban, pero ninguno de los tres interrogantes que se referían a Grosrouvre tenía respuesta.
Estaba sin identificar el «fiel compañero». Tampoco la banda que quería apropiarse de las demostraciones. Respecto a las circunstancias de la muerte de Grosrouvre, accidente, crimen o suicidio, no sabían más que en el momento de iniciar la investigación.
Tres problemas que les tenían en vilo. ¡Tres!
Ruche había perfilado el programa para la cena de Nochebuena. Para ser exactos, el programa de la sesión prevista antes de la cena de esa noche, en el curso de la que deberían hacer balance de su investigación.
Sinfuturo abrió la sesión con tronante voz:
—¡Los Tres Grandes Problemas de la Antigüedad! La duplicación del cubo, la trisección del ángulo y la cuadratura del círculo.
Estaba impresionante. Enhiesto sobre su percha, su frente azul oscuro y los extremos de sus plumas rojas, hubiera podido ser un reclamo perfecto de las películas en tecnicolor americanas.
Ruche había hecho las cosas bien. El techo de la habitación brillaba con estrellas plateadas y doradas guirnaldas suspendidas por un hilo invisible.
Perrette se había esforzado para no perderse la última sesión del año; los gemelos se marchaban a esquiar al día siguiente. Para la ocasión, se había maquillado con mayor esmero que de costumbre. Azul en los ojos y rojo en las uñas para provocar los celos de Sinfuturo. También estaba impresionante, bien instalada en un cómodo sillón en el estudio donde se celebraban las sesiones. Albert tenía asignado un segundo sillón, aunque había avisado que le resultaría difícil llegar antes de la cena. «No porque no me interese», había asegurado, «sino porque la noche del 24 es de oro para los taxistas». Todos sabían que quería renovar la pintura metalizada de su 404.
Habían empezado sin él.
—La cuadratura del círculo es tan célebre que se ha convertido en proverbial —explicó Max a continuación de Sinfuturo.
Adelantándose hacia los gemelos dibujó lentamente un círculo ante su cara y, de golpe, cortó el espacio con cuatro tajos de una hoz imaginaria que representaban los lados de un cuadrado. Entonces añadió:
—Como el agrimensor de una obra de teatro de Aristófanes que pretende dividir el aire para que lo redondo sea cuadrado. Le dedico una reverencia: la obra se llama… ¡Los pájaros!
Sinfuturo hizo el pájaro. Max tuvo que pararlo porque era evidente que le estaba cogiendo el gusto. Luego, con voz clara y suave, el chico presentó los tres problemas:
—La cuadratura del círculo consiste en construir un cuadrado de área igual a un círculo dado; la duplicación del cubo en construir un cubo de volumen doble al de un cubo dado; la trisección del ángulo en dividir un ángulo en tres partes iguales. El primer problema atañe a las superficies, el segundo a los volúmenes y el tercero a los ángulos.
Sinfuturo anunció:
—¡Cuadratura del círculo!
Mientras Max se ponía detrás de la máquina de proyectar transparencias, Ruche tomó el relevo:
—Ya en Babilonia y Egipto, se interesaron por la relaciones entre el cuadrado y el círculo, ¿no es así? —dijo mirando a Jonathan-y-Léa—. En el texto matemático más antiguo que se ha encontrado —y lo mostró con orgullo—, el Papiro Rhind, el escriba Ahmés planteaba «hallar un cuadrado equivalente a un círculo dado». Para ello proponía tomar un cuadrado de lado igual a los 8/9 del diámetro del círculo. Lo que no era más que un valor aproximado.
»En Grecia, más tarde, Anaxágoras de Clezomene, hijo de Hegesibulo…
Jonathan-y-Léa se miraron. Ruche había dicho, allí mismo, tres meses antes: «Tales, hijo de Examio y Cleobulina, caminaba por el campo de los alrededores de Mileto». Fue la primera sesión. ¡Qué lejos quedaba! También recordaron con qué intención les había hablado de Tales. Perrette, cerca de ellos, cómodamente sentada en un sillón, escuchaba atentamente las palabras de Ruche:
—… fue el primer griego que se interesó por el tema. Anaxágoras estaba en la cárcel como preso político, cuando se empeñó en resolver el problema de la cuadratura. Escribía en las paredes de su celda ante las burlas del resto de los prisioneros. Muy pronto las paredes estuvieron llenas de cálculos y figuras, sin ningún resultado.
»Anaxágoras fue liberado gracias a la intercesión de Pericles, padre de la democracia griega, que había sido alumno suyo. Como no pudo soportar el haber sido encarcelado injustamente, Anaxágoras se quitó la vida, la cuadratura le sobrevivió.
»Desde el escriba Ahmés —continuó Ruche—, el problema había cambiado de matiz. No se trataba ya de calcular un valor aproximado sino de construir un cuadrado exactamente igual a un círculo. Luego vino Hipócrates de Quíos.
—¿Aquél a quien robaron? —preguntó Léa.
—¡El mismo!
—¿El hombre que estaba en los cuartos crecientes de luna? —indagó Jonathan.
—¡El mismo! Estaba seguro de que recordaríais perfectamente lo que se dice en nuestras sesiones —valoró Ruche.
—Bebemos sus palabras —replicó Jonathan.
Y Léa pujó más alto:
—Lo que nos dice no cae en oídos…
Se interrumpió. Max, detrás del proyector de transparencias, la miraba fijamente. Confusa, le miró para excusarse. Con un gesto con la cabeza, él la animó para que acabase la frase:
—… sordos —terminó Léa con voz débil.
—Jonathan ha aludido a las lúnulas de Hipócrates con toda la razón —continuó Ruche—; de ellas se trata precisamente. El hecho de que Hipócrates consiguiera la cuadratura de las lúnulas tuvo una enorme trascendencia. Antes de él no se habían podido hacer cuadraturas más que de figuras planas, rectángulo, paralelogramo, trapecio. Al conseguir «cuadrar» una figura curva.
Hipócrates despertó un loca esperanza. Nadie podría afirmar que las superficies curvas no podían ser «cuadradas». ¡El círculo también! Hipócrates lo intentó y se rompió la cabeza. ¡Del mismo modo que todos los matemáticos griegos posteriores!
Sinfuturo batió las alas y abrió el pico:
—¡Duplicación del cubo!
—Se oyó hablar por vez primera de duplicación del cubo —explicó Ruche— en una gran epidemia. Había peste en Atenas y nada podía pararla. Una delegación de atenienses se embarcó hacia Delfos para pedir al oráculo que les dijese cómo detener la epidemia. El oráculo se retiró a meditar. La delegación esperó y el oráculo regresó.
Sinfuturo aleteó, enderezándose en su percha:
—¡Atenienses! Para que cese la peste tendréis que duplicar el altar consagrado a Apolo en la isla de Delos.
Se diría que Sinfuturo duplicaba su voz para hacer de oráculo.
—El altar de Apolo en Delos era célebre en toda Grecia por bastantes motivos. En particular por su forma. ¡Era un cubo! —aclaró Ruche.
—¿Duplicar el altar? —preguntó Max desde detrás del proyector de transparencias—. Nada pareció más simple a los atenienses. Fueron a la isla y construyeron un nuevo altar cuya arista era el doble de la del antiguo.
—La peste continuó —dijo Ruche—. El disgusto era inmenso. Un hombre sabio que pasaba por allí les hizo notar que el nuevo altar no era el doble del antiguo sino ¡ocho veces mayor!
Pasó una sombra de incomprensión por los ojos de Perrette. En la pantalla se vio un cubo enorme y a su lado uno muy pequeño. La voz de Max cantó a lo lejos:
—¡2 por 2 por 2!
La cara de Perrette se iluminó:
—¡Claro, dos al cubo son ocho! No había calculado nunca la relación. 2 al cuadrado, superficie de un cuadrado de lado 2. Y 2 al cubo, volumen de un cubo de lado 2.
Jonathan miraba a su madre con ojos cuadrados también. Jamás hubiese imaginado que un asunto de cubos pudiera emocionarle.
—Volvamos a Delos con los atenienses —propuso Ruche—. Desembarcaron en la isla y se apresuraron en destruir el altar grande. Trabajaron dispuestos a satisfacer, esta vez sí, al oráculo. Sobre el altar antiguo construyeron uno nuevo absolutamente idéntico al viejo.
»El volumen de los dos altares juntos era, efectivamente, dos veces mayor que el antiguo —explicó Ruche con voz pérfida—. Regresaron satisfechos a Atenas felicitándose. La peste continuó. Se sintieron furiosos y no entendieron el nuevo fracaso. ¿No habían construido un altar doble que el antiguo?
—¡No precisamente! —chilló Perrette, colorada de excitación—. ¡Lo que era doble no era el volumen de un solo altar, sino de dos!
Ruche no tuvo ningún comentario que hacer. Se tomó un poco de tiempo y prosiguió:
—Los atenienses no entendían por qué no eran capaces de resolver este problema que parecía tan sencillo. ¿Duplicar un segmento? No hay nada más fácil y elemental.
Max puso una transparencia.
—¿Duplicar un cuadrado? —siguió Ruche—. Los atenienses instruidos sabían que se podía hacer construyéndolo sobre la diagonal.
Max puso otra transparencia:
—Entonces, ¿por qué no conseguían duplicar un cubo pese a sus esfuerzos? —preguntó, con tono dramático, Ruche.
Planteado el problema, se calló. Perrette se puso de pie:
—Ruche, ¿la peste cesó?
Poniendo punto final al tema, Sinfuturo anunció:
—¡Trisección del ángulo!
Max se colocó en primer término:
—Sabían dividir un ángulo en dos partes iguales. La bisectriz se había inventado para eso y era fácil de construir. —Max podía dar fe de ello por haberlo hecho varias veces en clase.
—Dividir un ángulo en tres partes iguales no debía de ser mucho más complicado —siguió Ruche—. Máxime porque con el Teorema de Tales y el fellah, sabían hacerlo con un segmento. ¡Gran error! Los matemáticos griegos se devanaron los sesos también ante este problema. ¿Por qué? En este caso no tengo ninguna leyenda de peste que contaros, ésa sólo afectaba a la duplicación del cubo.
—Ruche, ¿es posible que ni un solo griego resolviera ninguno de esos tres problemas? —preguntó Perrette.
—¡Ni uno! —respondió teatralmente Ruche—. Algunos matemáticos aportaron soluciones, Hipias de Élide, Arquitas de Tarento, que salvó a Platón en Italia, Menecmo, Eudoxo. ¡Pero al margen de la ley!
—¿La ley? ¿Qué ley? No nos ha hablado nunca de Ley —se quejó Jonathan, que, en cuanto oía la palabra ley, sentía barrotes ante los ojos.
—He puntualizado, al comienzo de la sesión, que todo ocurría en el universo de la geometría y se refería a construcciones de figuras —aclaró Ruche—. Y quien dice construcción, dice herramientas, herramientas del pensamiento, claro está, pero también herramientas materiales. De las del pensamiento hemos hablado mucho. En cuanto a las herramientas materiales los geómetras griegos llegaron a refinar tanto sus métodos que no admitían más que ¡la regla y el compás!
—¿Por qué esas dos y no otras? —inquirió Léa—. Podrían haber escogido otros instrumentos con más… floripondios.
—Los pensadores griegos, Léa, no eran personas de floripondios —opinó Ruche con seriedad—. Se puede asegurar que no soportaban absolutamente nada recargado. La regla es la recta; el compás es el círculo. No podemos encontrar algo más elemental. ¡Siempre con su idea de elementos! Para trazar la figura era suficiente un gesto: con un largo gesto lanzado de la mano, la recta, y el círculo con una rotación del puño.
»En el universo de la geometría griega, una figura no existe hasta que no ha sido construida con la ayuda de rectas y círculos exclusivamente.
Ruche bebió un gran vaso de agua. Perrette empezaba a preocuparse por la cena de Nochebuena, esto no debería durar mucho más.
—Puedo formular, por fin, correctamente los tres problemas de la Antigüedad —dijo solemnemente Ruche—: CON LA AYUDA DE REGLA Y COMPÁS, construir un cuadrado de superficie igual a un círculo dado, construir un cubo de volumen doble al de un cubo dado, dividir un ángulo dado en tres partes iguales.
»El comienzo del enunciado es lo que cambia todo. Algunos matemáticos griegos propusieron construcciones para estos tres problemas, ¡pero no estaban hechas con regla y compás!
—¿Los quemaron como a Giordano Bruno o fueron condenados como Galileo? —preguntó Jonathan.
—¡No! Pero ya habéis visto lo que le sucedió a Hipaso. En cuanto a Anaxágoras de Clezomene, del que hablábamos hace un instante, estaba en la cárcel, aunque no por su actividad de geómetra, sino por la de astrónomo. Ni el cuadrado ni el círculo le costaron la vida, fue el Sol. Afirmó que el Sol era una especie de piedra incandescente. ¡Cinco siglos antes de nuestra era!
—Afirmar que el Sol es un vulgar pedrusco, aunque sea incandescente, no gustaría a todo el mundo —admitió Jonathan.
Perrette no escuchaba, parecía preocupada. Habló de repente:
—¿Y la peste, Ruche? ¿Cesó o no? Nos cuenta las cosas como una bonita historia de un cubo; se trata también de una triste historia de peste.
—No lo olvido en absoluto —replicó Ruche.
—¿Qué hicieron los atenienses tras su tercer fracaso, el de los altares apilados? —insistió Perrette.
—Se confesaron incapaces. Decidieron, desesperados, llamar a los más ilustres matemáticos de su tiempo —respondió Ruche—. Y hubo quienes, como he dicho antes, resolvieron el problema. A su manera.
»Arquitas de Tarento con la intersección de tres superficies, un cono, un cilindro y un toro. Menecmo usando dos cónicas: hipérbola y parábola. Sin embargo, el sofista Hipias de Élide fue el primero que se atrevió a transgredir la ley de la recta y el compás.
»Cuando yo estudiaba, me fascinaba Hipias. Lo sabía todo de todo. Era lo que los griegos llamaban un polymathe. Astronomía, música, pintura, escultura, matemáticas. Era capaz de improvisar un discurso sobre cualquier tema, tenía una memoria prodigiosa, que cultivaba con ejercicios mnemotécnicos. Ya anciano, ¡era aún capaz de repetir en el mismo orden en que los había oído una lista de cincuenta nombres!
»Su habilidad era célebre. Todo lo que llevaba lo había hecho él mismo: túnica, calzado, cinturón, frasco de perfume, polvos, ¡todo! Empezó siendo muy pobre y acabó sus días inmensamente rico. Su fortuna comenzó cuando llegó a una ciudad pequeña, un agujero perdido de Sicilia, Inicos, en donde ganó muchísimo dinero. No se cuenta cómo lo hizo.
»Todos los problemas eran, para él, problemas técnicos. No le preocupaba la teoría, no se privaba de ningún medio y recurría a todas las astucias posibles para llegar a sus fines. De este modo ganaba el dinero. La tremenda habilidad que poseía le permitía salir airoso de cualquier problema… de carácter técnico. Igualmente de la cuadratura del círculo que llegó a efectuar gracias a la cuadratriz que inventó. Siguiendo su ejemplo, tres siglos más tarde, Diocles inventó la cisoide, con la que pudo resolver la trisección del ángulo y, un siglo después, Nicomedes inventó una curva en forma de concha, la concoide, milagrosa para la duplicación del cubo y la trisección del ángulo. Y…
—¿Y la peste, Ruche? —intervino Perrette—, continúa olvidándose de la peste en Atenas.
—Tranquilícese, Perrette, estamos a punto de llegar al final. Todas esas curvas que los matemáticos habían inventado para resolver los problemas antedichos, ¡eran curvas ME-CÁ-NI-CAS! No eran curvas geométricas.
»Eran medios inferiores a la ley geométrica en vigor. Esas construcciones tenían una tara excluyente: hacían intervenir el movimiento y la velocidad. ¡Puntos que se mueven! ¡Rectas que se deslizan! ¡Figuras que se desplazan! Muchos fenómenos proscritos. El mundo oficial de la geometría griega era un mundo estático.
»La guinda del pastel, si me permitís la expresión, era que esas geniales construcciones en las que intervenían el movimiento y la velocidad tenían un inconveniente mayor aún referido a la construcción del altar de Delos: eran irrealizables. El oráculo lo había encargado, había que construir ese altar.
»Por todo ello —y Ruche recobró su tono de narrador de cuentos—, los inventores de curvas no habían proporcionado la solución deseada. ¡La peste siguió! Los atenienses decidieron entonces probar por la vertiente de la filosofía. Visitaron a Platón en la Academia, quien les dijo: “Si por boca del oráculo Apolo ha exigido esta construcción, pensad que no es porque necesite un altar doble. Es porque reprocha a los griegos que no cultiven las matemáticas y censura su desdén por la geometría. En vuestro deseo de resolver a toda costa estos problemas, no habéis dudado en recurrir a medios irracionales y utilizar chapuzas empíricas. Al hacer esto, ¿no veis que perdéis LO MEJOR DE LA GEOMETRÍA?”.
Ruche se apresuró a confirmar, en el preciso momento en que Perrette abría la boca para repetir su pregunta:
—Y la peste cesó en Atenas.
Ya era la hora. Había que cenar y quedaban aún un montón de pequeñas tareas que realizar.
Una comida de Navidad es una comida de Navidad. Perrette era, a ese respecto, de un clasicismo feroz: foie gras, pavo con castañas, mandarinas, tronco helado. Sólo había transigido con una licencia a la tradición: trasladar a la noche del 24 el pavo del 25 a mediodía a causa de la marcha de los gemelos a la nieve. Ruche escogió los vinos. Un blanco dulce bórdeles con el foie, un rojo espeso de Borgoña con el pavo. Y para el tronco, un champagne brut de Epernay.
A mitad del foie se abrió la puerta y aterrizó Albert. Su entrada fue saludada por un «¡oh!» unánime. Estaba irreconocible. La blusa gris había desaparecido. Igualmente su gorra. Pelo engominado, raya dibujada con tiralíneas, traje oscuro con rayas pálidas, impoluta camisa marfil, dio un paso hacia adelante. Y se dejó admirar.
Estaban en pleno pavo cuando las campanas del cercano Sacré-Cœur repicaron. Cristales y vasos temblaron como bajo un bombardeo.
—O sea, que todo lo que nos ha estado contando antes de la cena ocurrió cuatro siglos antes del hecho que tan ruidosamente nos están recordando estas campanas —observó Perrette con el tono de «¡cuánta agua ha corrido bajo los puentes desde entonces!».
La conversación giró, desde ese momento, en torno al contenido de la sesión. La ley, los medios que se dan para resolver un problema, los límites que uno se impone respecto a esos medios.
Todos pensaron en Grosrouvre, por supuesto, y en el modo en que se enriqueció en Manaos. Había confesado él mismo que no siempre se sirvió de medios lícitos. Había traficado, claro. ¿Piedras preciosas? ¿Oro? ¿Maderas exóticas? ¿Animales, quizás?
—¿No aclaró que no tenía las manos manchadas de sangre? —preguntó Perrette.
—Quería que yo supiera, al aclararlo, que no usó TODOS los medios. Lo que no es el caso de la banda que le perseguía. Para esos individuos todos los medios eran buenos. No eran tipos que se privasen de ciertos métodos.
—¡La hoz y el martillo para los comunistas! ¡La cruz y la bandera para los cristianos! ¡Para los reyes, el sable y el hisopo! ¿Y para los griegos? —preguntó Ruche.
Los reunidos corearon: «¡La regla y el compás!». El champagne burbujeaba en las esbeltas copas, las lonchas de tronco de Navidad, como testarudos icebergs, se resistían en los platos a las cucharadas de los comensales.
Los gritos despertaron a Sinfuturo. Albert propuso que le sirvieran un dedo de champagne. Y se levantó con la botella en la mano.
—¡No hagas eso, desgraciado! —le inmovilizó Ruche—. No tienes ni idea a lo que nos expones. —Incorporado en su silla, declamó—: «El pájaro de la India, llamado loro, y de quien se dice que tiene la lengua del hombre, no puede ser callado cuando bebe vino», Aristóteles, Historia de los animales…
Sinfuturo no tuvo champagne, pero sí un plato lleno de barritas de miel. Entre dos bocados de tronco, Perrette inquirió a Ruche:
—Si he comprendido bien, los griegos no resolvieron sus tres problemas. ¡Al final de la Antigüedad, mil años después de habérselos planteado, no habían resuelto ninguno!
—¡Sigue, madre! No los habían resuelto por culpa de la regla y el compás. ¿Haremos como ellos, o bien, como Arquitas e Hipias, recurriremos a medios «ilegales»? Los griegos rechazaron las soluciones mecánicas porque ponían en juego el movimiento, ¿no es lo que nos ha dicho? ¿No nos hemos prohibido cualquier movimiento nosotros también? ¡No hemos levantado nuestro trasero de aquí! —explotó Léa. Ruche sonrió.
—No hablo de usted, Ruche, pero lo que digo es cierto. Me planteo simplemente la cuestión: ¿podemos, sin movernos de aquí, resolver los… los Tres Problemas de la calle Ravignan?
La fórmula de Léa fue aplaudida.
—Las conclusiones de Léa son prematuras. Los griegos no solucionaron los problemas, de acuerdo, pero la historia aún no ha acabado. Otros matemáticos les sucedieron. ¿Quién dice que no pudieron, con regla y compás, resolver uno, o los tres problemas? ¿Tú qué sabes?
Léa permaneció en silencio.
—¿Por qué sólo TRES problemas? —preguntó Jonathan—. Aquí hay uno del que no se habla jamás, como si fuese tabú. Y es esencial, no obstante: ¿Grosrouvre ha demostrado las dos conjeturas realmente? Es igualmente una pregunta, ¿no?
—¡Tres y uno, cuatro! —canturreó Albert un poco colocado—. ¡Vuestros problemas son como los Tres Mosqueteros, hay cuatro!