4. La biblioteca de la selva

Los cristales se estremecieron como en la fiesta del 14 de Julio, cuando el terremoto que organiza la escuadrilla francesa de aviación hace estallar la cabeza de los parisinos. Llamaron a la puerta del garaje-habitación y Ruche abrió. Un tipo le increpó enseñándole el papel que tenía en la mano:

—Está el nombre de la calle pero no el número. ¿Es usted el señor Riche?

—Ruche —rectificó el interesado.

Vio tras la espalda del hombre un remolque estacionado delante de la librería. Lo comprendió enseguida. Un operario abrió las puertas traseras y mostró el remolque atestado de cajas. ¡Luego era cierto! Ruche no lo había creído hasta ese preciso momento: ¡la biblioteca de Grosrouvre estaba ahí!

—¡Eh, usted! ¿Me está escuchando? —le gritó el tipo a Ruche—. Decía que ha estado a punto de no recibirlos; el barco que los transportaba casi se hunde en medio del Atlántico. Un barco de guerra cubano lo salvó, remolcándolo en medio de una gran tempestad. El mercante estaba demasiado cargado y un marinero me ha contado que en el instante en que el capitán daba la orden de echar al mar el cargamento, llegó el barco cubano. Ya puede usted decir que es un milagro que las cajas estén aquí. —Se plantó delante de Ruche y sentenció—: Yo no creo en los milagros; si no sucedió, es que no tenía que suceder.

Las cajas se iban apilando en el estudio. —No hay nada tan pesado como los libros— masculló un operario que pasaba por delante de Ruche—. La gente, además, llena las cajas hasta arriba. ¡Cómo se nota que no tienen que cargarlas ellos!

Se sentó y se enjugó el sudor. Señaló un letrero en la tapa:

—Vienen de Brasil. Lo que viene de allí son casi siempre troncos de árboles. En el puerto he visto algunos inmensos, bestias gigantescas, se lo aseguro. ¡A su lado nuestras hayas son como cerillas!

—¿No se habrán mojado por casualidad las cajas? —preguntó Ruche con cierta brusquedad.

—Nosotros no estamos dentro, simplemente las transportamos.

A un amigo de Ruche, repatriado de Argelia en 1962, le sucedió que, durante el traslado, en el puerto de Marsella, a los estibadores se les cayó al agua una de las cajas. La repescaron y no le dijeron nada. Cuando la abrió, se encontró con que todo lo que contenía estaba podrido: ropa, libros, enseres… Ruche se puso a inspeccionar escrupulosamente cada caja. Con sorprendente agilidad, daba vueltas con su silla tocando las maderas. Estaban secas y sin trazas de humedad.

Los operarios se marcharon. Ruche oyó el zumbido del motor alejarse por la calle Ravignan. Luego todo quedó en silencio.

Las estanterías nuevas encargadas al carpintero de la calle Trois-Frères tapizaban las paredes. A través de la cristalera entraba una luz fría. El estudio estaba orientado al norte, como la mayoría de los estudios de artistas, y no tenía sol ni humedad. Pronto los libros llenarán los estantes. «Estarán bien aquí», pensó Ruche.

Perrette metió la palanqueta. La plancha de madera rechinó, con el crujido de una nuez que se rompe, y Ruche tuvo el tiempo justo de ver cómo se levantaba la tapa.

¡Los libros!

Estaban apilados horizontalmente y la caja, llena hasta el borde.

—¡Será cerdo! —exclamó Ruche—. ¡Los de debajo deben de estar aplastados!

Perrette agarró un libro, lo examinó largo rato y alzó la cabeza, incrédula, hacia Ruche. Tenía una verdadera joya en sus manos, una obra del siglo XVI en perfecto estado. Se la tendió, emocionada. Ruche no quiso tomarla y ella la colocó en el estante más cercano. ¡El primer libro!

Ruche seguía con extraordinaria atención los gestos de Perrette, que abrió otras cajas con el mismo sonido de cáscara de nuez que se parte.

El roce de la silla rompió el silencio; Ruche se acercó a los estantes. Despacio, muy despacio, con gran concentración, pasó revista a las obras que Perrette ya había colocado. No tocó ninguna, estaba contento con acariciarlas con la mirada y leer, cuando esto era posible, el título que figuraba en el lomo. ¡Y no era más que una ínfima parte de la biblioteca de Grosrouvre! El resto estaba aún en las cajas.

—¡Sin duda ha sido muy rico para poder comprarlos! —dejó escapar Ruche.

—¿Ha sido? —Perrette preguntó sorprendida—. ¿Ya no lo es? ¿Piensa que está arruinado… o muerto?

—¡No!, claro que no. Pronto recibiremos noticias suyas —afirmó Ruche sordamente. Y ante el gesto dubitativo de Perrette, insistió—: Estoy seguro de que vamos a recibirlas inmediatamente…

Perrette le interrumpió con brusquedad:

—Por favor, no diga «enseguida». Él la miró desconcertado.

—No diga «inmediatamente en seguida», se lo ruego —siguió Perrette—. Al principio fue un chiste y ahora todo el mundo lo usa sin darse cuenta de que es un pleonasmo ridículo. «Se lo envío inmediatamente enseguida», «Vuelvo inmediatamente enseguida», los clientes y los proveedores me lo machacan a lo largo del día, como una auténtica epidemia.

—No pensaba que fuera una maniática del estilo. Pero le aseguro que no tenía la intención de decir «en seguida».

¿Qué mosca le había picado a Perrette? Simplemente, no tenía ningunas ganas de volver a la librería y había llegado la hora de abrirla. Hubiera preferido quedarse en el taller con estos libros, al lado de Ruche. Éste lo comprendió y decidió acompañarla haciendo una excepción, pues, tras el accidente, no había puesto los pies en la tienda.

Una mujer joven, elegante, con la cara llena de pequeñas manchas, entró en la tienda, se dirigió hacia la sección de novedades, agarró un ejemplar de J’aurai ta peau, el best-seller del doctor Larrey sobre enfermedades cutáneas, pagó y salió.

Perrette se volvió hacia Ruche:

—No he visto ninguna etiqueta que indique lo que contienen las cajas.

—No la hay —confirmó Ruche.

—Eso nos hubiera facilitado la tarea.

—Grosrouvre me dijo en su carta que no había tenido tiempo de poner los libros en orden —se interrumpió—. ¿Ha dicho nos facilitaría?…

Perrette enrojeció.

—Si está usted de acuerdo, le ayudaré a colocarlos.

—¿Si estoy de acuerdo? Por supuesto. No me atrevía a pedírselo. Con el trabajo que le da la tienda… Va a ser como en los comienzos, cuando trabajábamos juntos.

—¿Va a quedárselos?

—¿Quedármelos?

—Los libros, quiero decir.

—Bueno, los acogeré como huéspedes hasta que Grosrouvre me diga qué intenciones tiene.

—Su amigo es raro, ¿no le parece? ¿Qué puede haberle apremiado tanto para impedirle ordenar los libros en las cajas?

—No dejo de preguntármelo. Y no sólo eso. ¿Por qué, de repente, me manda su biblioteca? ¿Por qué me la envía sin consultarme antes? ¿Y si yo hubiera muerto después de tantos años y la carta que me envió hubiera sido devuelta, con una nota que dijera «No vive en la dirección indicada»? Bien pudiera haberle sucedido, porque ha escrito 1001 hojas en lugar de Mil y Una Hojas. —De pronto, una maliciosa sonrisa le iluminó la cara—: ¿Y si le devolviese sus cajas?

Ruche saboreó su venganza, imaginándose a Grosrouvre en su finca, en medio de la selva, recibiendo el cargamento de cajas con un letrero escrito encima: «Devuelto al remitente».

Poco duró su satisfacción.

—¿Tiene usted su dirección? —preguntó Perrette con ingenuidad.

Ruche se quedó desconcertado. ¡No la tenía! Tampoco tenía su número de teléfono, y ni siquiera había pensado en buscarlos. Era como si Grosrouvre pretendiera que la comunicación no pudiera establecerse más que en un solo sentido. En resumen, Ruche no podía localizar a Grosrouvre de ningún modo. Perrette buscó en el listín y llamó a información internacional. La telefonista fue tajante: no había ningún Grosrouvre en Manaos.

Ruche recordó que en su carta decía, sin precisar demasiado, que vivía en los alrededores de Manaos.

—En esos lugares, los alrededores pueden significar cientos de kilómetros a causa de las enormes distancias —observó Perrette tapando el auricular del teléfono—. ¿Sí? ¿Que necesita usted un nombre de ciudad o pueblo? ¿Sin eso no puede usted hacer nada?

Colgó. Ruche se encogió de hombros, descorazonado. Se sentía atrapado. Desde los tiempos de la Sorbona siempre había sido así; Grosrouvre decidía, sin preguntar la opinión de nadie, y luego se las arreglaba para que todos pasaran por el aro. Generalmente funcionaba, pues se hacía exactamente lo que él había decidido que se hiciera.

—¿Está usted seguro de que se trata de su amigo? —insistió Perrette.

—¿Por qué iba a dudarlo? —Y añadió, como si de pronto se hubiera sentido inspirado—: «De que a mí o a todo el mundo nos parezca así, no se deduce que sea así. No obstante debemos preguntarnos si tiene sentido el que dudemos». Perrette le miró sorprendida. Y él añadió:

—¡Wittgenstein, Perrette! ¿Tendría sentido que dudase?

Una señora que rondaba los cincuenta años empujó la puerta y entró. Pidió «una especie de diccionario sobre pesca o algo que tratara del tema». Precisó que era para hacerle un regalo a su marido, que acababa de jubilarse. Ruche dejó a Perrette con la clienta pensando que hubiera sido mejor que la mujer le regalara a su marido una caña de pescar en condiciones y cebos bien frescos, en vez de un diccionario. Volvió al estudio.

Metió la mano en la caja más cercana. Su mirada se nubló al imaginar por un instante las cajas amontonadas en el fondo del océano con bastantes metros de agua por encima, y sintió vértigo. Le sucedía a veces. En 1794 en el mar Caribe se hundió en un naufragio el metro-patrón que la Convención Nacional enviaba al Congreso estadounidense, y siguió con el pensamiento puesto en la mejor biblioteca del mundo de obras de matemáticas desparramada por el fondo del mar. La imagen era tan precisa que se hacía insoportable.

Una sola cosa le consolaba en medio de ese desastre: ¡las cajas estarían intactas! Ni una sola reventada. Los libros descansarían protegidos del agua, la sal, los peces, moluscos y algas. Quizá, al cabo de dos mil años, alguien los encontraría, como ahora ocurre con las monedas de oro en el interior de ánforas griegas que encuentran en las aguas templadas de las costas de Marsella. ¡Oh, no! Lanzó un grito, o eso creyó Ruche. ¡Una de las cajas se entreabría! El agua entró en su interior. Primero apareció el canto de un libro, luego las tapas, preciosa encuadernación granate en tafilete labrado, luego salió el libro entero y empezó a flotar fuera de la caja.

Haciendo un gran esfuerzo, Ruche alargó el brazo, y consiguió agarrar la obra que nadaba hacia la superficie, aspirada por brillantes torbellinos. Pero otros libros escapaban de otras cajas abiertas. Ruche se ahogaba.

Le salvó la obra que aún tenía en la mano, del todo real, a la que se asía como si se tratase de un salvavidas, en el taller de la calle Ravignan. Ruche se liberó de ese naufragio de pesadilla. La visión se diluyó, pero el pavor permaneció aún unos minutos antes de que lo barriera el contacto seguro de las cubiertas de tafilete labrado que acariciaba con intensa felicidad.

Posó la mirada, aún turbia del sueño, en las estanterías del estudio. Los libros que habían recibido el don milagroso de la vida estaban ahí. En las cajas entreabiertas esperaban todos los demás. Grosrouvre se los confiaba; Ruche juró protegerlos para que no les sucediese nada malo.

Jonathan-y-Léa entraron en el estudio y descubrieron a Ruche en un estado de intensa excitación. Los ojos, casi transparentes de ordinario, tenían un brillo sorprendente en un hombre de esa edad; las manos enjutas, aferradas a las llantas de las ruedas de su silla de inválido, se movían con lentitud.

Jonathan-y-Léa habían nacido y se habían criado, como quien dice, entre libros. Les resultaban tan familiares como los chasis de los coches a los chavales que juegan en los suburbios entre las chatarras de los desguaces. No obstante, esta vez era otra cosa. Ver a Ruche transformado por la biblioteca llegada del otro extremo del mundo les fascinaba. Sin poner en juego demasiada imaginación la bautizó la Biblioteca de la Selva. La BS.

Ruche notó en su interior ese deseo infantil de desembalar todos los juguetes a la vez. Se moría de ganas de sacar todos los libros, colocarlos en sus estantes y abarcar con una sola mirada la biblioteca en toda su magnitud. Pero hacerlo así era pura locura. ¿Cómo orientarse después en una biblioteca cuyas obras hubieran sido colocadas sin orden ni concierto? Se sentía entre dos fuegos.

Prevaleció la sensatez. Ruche dominó su loco deseo. Antes de poder contemplar todos los libros en su conjunto, debía planear un sistema de colocación de los ejemplares de la Biblioteca de la Selva.

Cuando Ruche abrió Las Mil y Una Hojas, necesitó establecer un sistema de clasificación para organizar las obras puestas a la venta: Ensayos, Novelas, Novelas policiacas, Ciencia ficción, Viajes, Ocio, Bricolaje, etc., un pequeño rincón de poesía, y también una sección en varias lenguas con novelitas sencillas destinadas a los turistas que entraran allí camino del Sacré-Cœur. Recordó también que, con el tiempo, había modificado varias veces el orden inicial. Grosrouvre no le había facilitado la tarea.

«Si pudiera reunirme con él», se dijo, «por lo menos le preguntaría cómo tenía organizada su biblioteca. Le exigiría que me enviase el fichero y las signaturas. ¿Cómo establecer una disposición eficaz si los objetos que se quieren colocar no son familiares? ¿Cómo ordenar obras de matemáticas si no sé nada de matemáticas?».

»¡Todo lo que no quise hacer cuando tenía veinte años, me está forzando a hacerlo pasados los ochenta! ¡Él lo ha planeado de modo que yo tenga que navegar en SUS matemáticas! ¡El cabrón de él!». La manta que cubría sus piernas inertes resbaló,

Ruche se inclinó para recogerla y, de paso, se limpió el calzado con la manga.

Superada su cólera, Ruche desechó la hipótesis de que su amigo le hubiera tendido una trampa. Aunque en la carta había cierta causticidad, el tono era serio. En el fondo latía una auténtica urgencia. Ruche comenzaba a convencerse de que algo grave había impulsado a Grosrouvre a mandarle su biblioteca como último recurso. ¿El qué?

Será necesario, querido πR, que los vuelvas a clasificar y los ordenes siguiendo los criterios que te parezcan más convenientes. Pero eso ya no es de mi incumbencia.

«¡Claro, se ha convertido en mío!», rezongó Ruche. «¡Exactamente lo que él quería!».

Ruche se decidió a adoptar un orden cronológico secundado por un orden temático: con eso el sitio que ocupaba una obra dependería, en primer lugar, de la fecha de su primera edición o edición original, y luego del tema tratado.

Los grandes periodos de la historia de las matemáticas constituirían las secciones. Las diferentes ramas de las matemáticas serán las subsecciones, que no permanecerán inamovibles, ya que evolucionan en las distintas épocas y con el tiempo. Unas ramas, absorbidas por ramas nuevas, acaban por agotarse y desaparecer; otras se transforman y se subdividen, y algunas totalmente inéditas aparecen y hay que hacerles un lugar.

Esta clasificación no conseguía reconstruir completamente la estructura matemática. Para conseguirlo Ruche tendría que convertirse en geógrafo e historiador y levantar el mapa del universo matemático, no estático sino histórico.

«Grosrouvre se instaló en el corazón de la Amazonia, y yo debo convertirme en explorador en el fondo de mi estudio», gruñó Ruche.

Decidió aceptar el reto.

Tras una primera aproximación se decidió por tres grandes periodos. Más tarde lo perfilaría.

«Sección 1: Matemáticas de la Antigüedad griega». Antigüedad ampliada digamos que entre los años 700 a. C. y 700 d. C.

«Sección 2: Matemáticas en el mundo árabe». Desde el año 800 al 1400.

«Sección 3: Las matemáticas en Occidente». A partir de 1400.

Y ahora las subsecciones. El hecho de proponer una lista de las diferentes ramas equivalía a plantearse la pregunta: ¿de qué tratan las matemáticas? ¡Ahí es nada!

En serio, ¿de qué tratan?

De figuras y números, del espacio y las cantidades. He ahí la primera respuesta que se le ocurrió: Geometría, Aritmética. Algo elemental, pensó. Antes de recurrir al diccionario y las enciclopedias, intentó recordar los nombres de las distintas materias que había visto a lo largo de sus estudios. Amén de las dos ya citadas, Ruche consiguió, sesenta años más tarde, acordarse de: Álgebra, Trigonometría, Probabilidades, Estadística, Mecánica. La Geometría se ocupa de las figuras; la Aritmética de los números; la Trigonometría de los ángulos; la Mecánica del movimiento y equilibrio de las figuras.

En medio de las cajas abiertas en el taller, Max aterrizó pertrechado con papel Cansón, una gran goma de borrar, una regla y lápices de colores, odiaba los rotuladores. Confeccionó un mural uniendo unas hojas de papel a otras y lo clavó en la pared.

Ruche, con su cuaderno de notas abierto sobre las rodillas, presentó al auditorio para su aceptación, si procedía, sus ideas para la clasificación de la BS. Intentando conseguir una opinión lo más democrática posible, había convocado a Perrette y a los gemelos, que ya estaban ahí, y a Albert, que no había querido ir. Se aceptó, por unanimidad, la Geometría. Max dibujó en el papel una caja rudimentaria en cuyo interior escribió: Geometría.

Con la Aritmética no resultó tan fácil. Algunos quisieron identificarla con el Álgebra. Para justificar la existencia de dos subsecciones, Ruche expuso la particularidad de cada una de ellas:

—Aritmética viene de arithmos, en griego número.

«No desperdicia ni una sola ocasión de colocarnos su griego o su latín», se dijo Léa a la vez que preguntaba con toda hipocresía:

—¿De dónde viene álgebra?

Ruche no tenía ni la más mínima idea. Siguió leyendo sus anotaciones:

—La aritmética trata de los números enteros naturales: 1, 2, 3… El álgebra, de las ecuaciones. No son, pues, la misma cosa. En la aritmética se estudia la forma de los números naturales, sus propiedades, si son pares o impares, divisibles o no. En el álgebra se pretende resolver ecuaciones, sin preocuparse de la naturaleza de lo que representan, considerando sólo, si así podemos decirlo, las limitaciones que se imponen a los objetos buscados. —La actitud de incredulidad de su auditorio le forzó a añadir—: «La suma de dos enteros pares es un entero par» es una frase de la aritmética, en tanto que «La ecuación ax2 + bx + etc. tiene dos raíces, etc.» es una frase de álgebra.

Creyó ver una lucecita de aceptación en las caras del auditorio.

Como argumento decisivo en la distinción de los dos campos de las matemáticas, Ruche explicó que la aritmética había nacido en Grecia en el siglo VI a. C., en tanto que el álgebra vio la luz bastante más tarde.

Max dibujó dos cajas.

Ruche pasó a la trigonometría.

—Como indica su nombre, la «trigonometría» mide los triángulos. Triángulos considerados a partir de sus ángulos, no de sus lados. A veces se dice que la trigonometría es la ciencia de las sombras. ¿Recordáis a qué y a quién me refiero?

Jonathan soltó un «¡Yeah, Telis!» con el mismo acento norteamericano de los turistas del Louvre.

—Es la ciencia de la inclinación de los objetos —siguió Ruche—, de la orientación y de la dirección; de todo lo que se puede medir con un ángulo. Gracias al seno y al coseno podemos conocer un ángulo sin tener que medirlo directamente. El seno y el coseno de un ángulo son números.

Se crearon dos facciones: los que le otorgaban la autonomía y los que abogaban por su integración. Y en la integración hubo dos opciones; Jonathan dijo que había que integrarla en la geometría, «porque tomamos el seno de un ángulo, y los ángulos son objeto de estudio de la geometría, la trigonometría debe estar en ella». Léa eligió, obviamente, la postura contraria, pidiendo su integración en la aritmética «porque el seno de un ángulo es un número y los números están en la aritmética». Ruche sacó tajada de la disputa:

—¡Precisamente! La trigonometría es el matrimonio de las dos y a la nueva pareja hay que ofrecerle una habitación aparte.

Sin esperar más argumentos, Max dibujó una caja. Luego Ruche pasó a las Probabilidades. —Sólo las probabilidades están en plural —observó Perrette—, en tanto que las demás materias están en singular. —¿Y…?— preguntó Jonathan. —Nada— contestó Perrette.

—La probabilidad de que Max encuentre a un loro en trance de muerte en un almacén de las Pulgas es prácticamente nula, ¿verdad? —preguntó Léa—. Pero encontró a Sinfuturo, lo cual nos ha proporcionado la inmensa felicidad de contar con él desde entonces.

Sinfuturo fue una razón para que las Probabilidades tuvieran su caja. A Max le fue suficiente con eso para dibujarla.

Sobre la siguiente subsección, Ruche se vio obligado a precisar que lo que los matemáticos llaman Mecánica es un saber teórico y no manual.

—La mecánica se interesa por las causas de los movimientos. ¿Quién causa un movimiento? —La pregunta era puramente retórica—. Son las fuerzas —se contestó Ruche sin esperar—. Fuerzas que el mecánico-matemático intentará expresar mediante fórmulas con la ayuda de diferentes funciones.

No se oyó ni una sola palabra. Ruche lamentó la ausencia de Albert.

Max dibujó una caja.

Perrette preguntó por qué la Estadística no estaba en la lista. Ruche arguyó que era un poco demasiado empírica para ser admitida como una subdivisión de las matemáticas. ¡Rechazada!

—¿Sabe que ha olvidado la LÓ-GI-CA? —inquirió Perrette.

—En absoluto —dijo Ruche con aplomo—, no la he olvidado. La lógica forma parte de la filosofía. Aristóteles, su fundador, era un filósofo, no un matemático, que yo sepa.

—Si no hay lógica en matemáticas, me pregunto dónde la hay.

—¡En el pensamiento, Perrette!

—Y en el razonamiento en particular. Y no hay matemáticas sin razonamiento.

—Eso es lógica, mamá —exclamó Max batiendo palmas, y dibujó una nueva caja.

¡Ruche quedó completamente derrotado!

—¿Y las matemáticas modernas? —preguntó Max.

La pregunta provocó una agitada discusión en la que Perrette subrayó que «moderno» no era un sustantivo que designara una disciplina, sino un adjetivo temporal.

—Adjetivo o no —protestó Jonathan—, un «conjunto» no es una figura, ni un número, ni un coseno, ni una probabilidad, ni un razonamiento, pues…

No había réplica posible. Perrette aceptó con la condición de que la etiqueta se escribiera con una sola palabra, como un sustantivo.

Max dibujó una caja en la que escribió «Matesmodernas». Todos admiraron el mural completo:

Contaron. Tres secciones y ocho subsecciones. Veinticuatro cajas para ordenar la Biblioteca de la Selva.

Pichones cola de pavo, gallos enanos, patos mandarines, tórtolas y palomas torcaces, minúsculos canarios de Mozambique, azulillo bengalí, estrilada de vientre naranja, cola de vinagre. Canarios de todo tipo, cantores y silbadores; una tórtola diamante, pico de coral, mejillas naranja; una abubilla real de un blanco inmaculado, con tres plumas amarillo pálido enhiestas en lo alto del cráneo y, en el interior de la cola, un ligero toque de color amarillo más intenso; un turaco musófago de cuerpo violeta, con el pico naranja y la cabeza recubierta de pequeñas lentejuelas de color púrpura por detrás y amarillas por delante. Conejos de angora y conejos oveja, hamsters, jerbillos. Una pareja de caballitos de mar secos, prensados entre dos láminas de plástico, una iguana, un camaleón y una boa de tres años en su jaula de vidrio ante la que Max, inmóvil, espiaba el más mínimo movimiento de la bestia. Como no había ido allí para admirar a todos aquellos animales, abandonó con pena la observación de la boa.

Cuando salió de casa tuvo el cuidado de ponerse una gran boina que ocultase su rojiza mata de pelo como medida de precaución. Nunca se sabe. Desde Montmartre bajó hasta los grandes bulevares.

Un poco antes de llegar al Sena se encontró en una calle minúscula. En la placa figuraba: «Calle Jean-Lantier, nombre de un vecino así llamado, que vivió en el siglo XIII».

¡Setecientos años atrás es una buena cantidad de años! Para los loros también. Max acababa de enterarse de que algunas especies llegan a tener cien años con facilidad. ¿Qué edad debía de tener Sinfuturo? Había venido aquí para poder contestar estas preguntas.

El Quai de la Mégisserie se extiende a lo largo del Sena, entre el Louvre y la plaza del Châtelet; es el barrio de los libreros de viejo y las tiendas de animales. En la acera al lado del Sena, están los libros, y en la otra, los animales, separadas por el fluir continúo de los automóviles que proceden del lado de la orilla derecha.

Allí se pueden encontrar ejemplares de todos los volátiles del mundo. Con la excepción, eso sí, de las especies protegidas, cuya relación ha sido establecida por la Convención de Washington. Especies que está prohibido vender. Pero, si uno está dispuesto a pagar cualquier precio…

Max entró en una de las tiendas más importantes del Quai de la Mégisserie. Al igual que en las panaderías, un letrero avisaba a la entrada: «Prohibido entrar con animales». Max se rió porque, a continuación de la palabra animales, una mano anónima había añadido con rabia «enjaulados».

La primera sala era la de los perros. Max pasó por delante de unos minúsculos caniches arracimados que lanzaban agudos ladridos, luego un yorkshire terrier y un pequinés acurrucado junto a un rooker golden. Otras salas con más perros, con un cartel que advertía: «Entra usted en este recinto bajo su exclusiva responsabilidad». Sinfuturo, posado en el hombro de Max, se estremeció; sus patas se clavaron en la carne. Max evitó esos lugares y entró en el espacio dedicado a los loros.

Enseguida hizo su primer descubrimiento. La cotorra no es la hembra del loro. Hay cotorras macho y cotorras hembra. Eso le llevó a hacerse una pregunta que, con gran asombro por su parte, jamás se había planteado: ¿Sinfuturo era macho o hembra? En el fondo le daba lo mismo cuál fuera la respuesta, no cambiaría nada, pero pensó que le gustaría saberlo.

—Los machos tienen la cabeza más grande que las hembras —explicaba el dependiente a una pareja de clientes.

—¿Y no se puede averiguar directamente, quiero decir, con un examen de su órgano sexual? —preguntó la mujer.

—No. Si así fuera no les habría hablado de la cabeza —contestó con dureza el dependiente—. No es posible saber el sexo de un loro ni por la vista ni por el tacto a causa de su dimorfismo.

La pareja se miró atónita. Luego la mujer siguió:

—Dimorfismo o no, debe de haber machos y hembras, ¿no? ¡Hay que saber lo que se compra!

—Para estar seguro del sexo debe hacerse una pequeña operación, es el único sistema —dijo el dependiente.

Les dio la espalda y fue al encuentro de otros clientes.

Max evaluó al sesgo la cabeza de Sinfuturo:

—La tuya no es pequeña en absoluto. Pero tú tranquilo, que no te operaré.

¿De qué rincón del mundo procedía Sinfuturo? ¿A qué especie pertenecía? Un póster en el que se hallaban representados las distintas clases de guacamayos le proporcionó una primera aproximación. Sinfuturo no era un guacamayo. Ya era algo. Pero como existen más de un centenar de especies de loros, era muy poco.

En un planisferio se indicaban las distintas áreas geográficas de población de loros. Las principales eran África central y América del Sur, además del este de Asia y la India.

Max se dirigió discretamente hacia la sección de alimentación.

Se podía escoger entre la mezcla superior y la normal. La superior era un compuesto de distintas semillas: girasol, mijo, arroz, sorgo, alforfón, trigo, cacahuete, arroz con cáscara y harina seca de avena; el normal se componía de girasol, alpiste, mijo, harina de avena, negrillo y cañamones. Max tomó un paquete grande de la clase superior. Desdeñando los patés preparados como «mezcla equilibrada con proteínas vegetales», prefirió, suprema golosina, un buen puñado de barritas de miel. Sinfuturo parecía una urraca excitada.

Max se detuvo ante un cartel con la lista de veterinarios de París, avalada por la Prefectura de Policía. Se quedó helado, lo que acababa de leer era grave: un anuncio oficial recordaba que todos los animales que entrasen en territorio francés debían tener un certificado veterinario de origen y entrada por aduana «so pena de su confiscación». También tenían que pasar una cuarentena al llegar a Francia.

Había que marcharse lo más deprisa posible.

Con las manos llenas de bolsas, Max se acercó a la caja. Una dependienta que estaba de pie junto a la caja no pudo disimular su interés cuando vio a Sinfuturo:

—¡Qué precioso amazona de frente azul! Te felicito, muchacho. Junto con los yacos del Gabón, son los mejores habladores que se pueden encontrar. ¿Sabías que no debes entrar en el almacén con tu loro? ¿Te imaginas que estuviera enfermo y…? Bueno, tú tienes el certificado, por supuesto —dijo con una sonrisa que quiso ser tranquilizadora—. Está claro que el animal disfruta de buena salud. —Luego dijo, bajando la voz—: Sé de buenos aficionados que pagarían una fortuna por un buen hablador. ¿Habla bien?

—¡Pregúnteselo!

—Dime alguna cosa —le pidió con voz zalamera a Sinfuturo. Sinfuturo volvió la cabeza. Ofendida, ella preguntó—: Pero ¿qué te pasa?

Y alargó la mano. Sinfuturo se plantó amenazante.

—Tienes fea cicatriz. —Y a Max le preguntó—: ¿Lo tienes desde hace mucho tiempo?

Max pagó y como la dependienta volvía a la carga, el chico replicó:

—Tengo prisa, mi madre me espera, y me tiene prohibido hablar con señoras a las que no conozco. La dependienta se esforzó en reír. —Tiene sentido del humor, el caballerete. Max se apresuró a salir.

Apenas estuvieron fuera de la tienda, la dependienta rebuscó en el bolsillo de su bata, sacó un papel y se lo acercó a la cara para ver el número de teléfono que estaba escrito. Mientras, Max hablaba con Sinfuturo:

—Me parece que nos ha mirado de un modo raro, en particular a ti. Esta mujer tiene un aspecto sospechoso.

La dependienta en voz baja decía con la boca pegada al teléfono:

—Sí, un chico de unos doce años con un amazona de frente azul. Un soberbio animal.

—Sí, sí, con frente azul y una cicatriz en el cráneo.

—No lo sé, no le he visto de qué color tiene el pelo.

—¿Cómo? ¿Que por qué? Porque llevaba una gorra.

—¿Que los retenga en la tienda?… Pero… —Miró en dirección a la puerta—. Se han ido ya. Venid enseguida.

Colgó el auricular. Salió a la acera dando empellones a los clientes, y una vez allí miró los alrededores llenos de gente.

Al otro lado del Quai, ante el mostrador de un librero de viejo, Max, escondido detrás de un cartel, que fingía mirar, vio cómo la dependienta volvía a entrar en la tienda hecha una furia.

—Te lo había dicho, es sospechosa, Sinfuturo. Marchémonos de aquí. Estoy seguro de que hay tráfico de animales… —se interrumpió—. ¡Claro! ¡He comprendido! ¡Los dos tipos de las Pulgas eran traficantes de loros! La dependienta ha dicho que un buen hablador puede valer una fortuna. Y lo que es buen hablador, sí lo eres. Sinfuturo, ¡vales un dineral! Quizá has ganado concursos. Aquellos hombres estaban furiosos porque veían volar su dinero. Imagínate que ya hubieran encontrado un comprador, que les hubiera dado un anticipo, y tú, desmontándoles el negocio, les obligaste a devolver todo el dinero recibido. Comprendo su enfado. Sinfuturo, eres genial. Pero ahora será mejor que nos alejemos de aquí. ¡Qué bien hice en ponerme una gorra!

De regreso, mientras caminaba por la calle Jean-Lantier, Max hizo balance de su expedición por el barrio de la Mégisserie. ¿Qué había aprendido? No sabía si Sinfuturo era macho o hembra y no sabía la edad que tenía. Sí sabía que no tenía certificado médico y que lo necesitaba, sabía que Sinfuturo era un amazona de frente azul, y que era un estupendo hablador.

Momentos después de que Max y Sinfuturo hubiesen abandonado la Mégisserie, un gran Mercedes frenó delante de la entrada de la gran tienda de animales. En su interior había dos hombres. Uno de los dos tipos elegantones del almacén de las Pulgas, el de mayor estatura, bajó del coche.