Historia del Patavino, el Matacuras y el Comité Revolucionario
Esta historia ocurre en el pueblecito catalán de Calders1. Pueblo de montaña, no lejos de Monserrat. Pueblo de economía agrícola, de casas de piedra, asentado en la cresta de unas alturas. La aglomeración urbana consiste prácticamente en una sola calle, calle arriba y calle abajo, dividida por una placita con una iglesia de un modestísimo barroco. En esta placita está además la escuela y el ayuntamiento. Calders fue y es aun hoy un pueblo sumamente tranquilo, casi pastoral, de gentes más bien conservadoras y poco belicosas. Sólo en un momento, durante los breves años de la Guerra Civil y en la inmediata postguerra, el pueblecito vivió días de gran convulsión.
A mí me tocó de niño ser testimonio de algunos de los hechos que describiré. El resto proviene de testimonios familiares y de entrevistas con sobrevivientes en recientes visitas a Calders2.
Huyéndole a los bombardeos en Barcelona, mis padres nos habían enviado a mis hermanos y a mí a la casa de propiedad familiar que poseíamos en el pueblo. Mis abuelos y mi tía Angelina, que se refugiaron también en Calders, cuidaron de nosotros los pequeños y allí pasamos los tres años de la guerra, de 1936 a 1939. Se suponía que en el pueblo íbamos a estar más protegidos que en la gran ciudad.
Esta historia comienza poco antes de estallar la Guerra: Desde arriba en el pueblo se podía ver un grupo de picapedreros que estaban haciendo obras de ampliación abajo en la carretera que une al pueblo con el resto del país. No eran gentes de la región, provenían del sur, de regiones más pobres y atrasadas, no hablaban el idioma local, el catalán, sino el castellano dialectal de Murcia y Andalucía, gentes que habían trabajado ya en otros lugares, inclusive en grandes ciudades, en su proceso de emigración y que, por lo tanto, habían estado en contacto con sindicatos e ideas radicales, contrariamente a las gentes del pueblo que eran conservadores y más bien dominados por el clero. El levantamiento militar en España en 1936 se frustra parcialmente. En las regiones que se han mantenido fieles a la República, como Cataluña, se gesta, paralelamente, y como reacción, un movimiento obrero revolucionario. Como en otros lugares, los obreros de la carretera en Calders se organizan inmediatamente en Comité Revolucionario de la F.A.I. (Federación Anarquista Ibérica) y para empezar se “cargan” a once personas entre ellos el alcalde y el cura del pueblo3*.
El terror se ha establecido en el pueblo. Todos tiemblan al ver al Patavino y al Matacuras, los dos cabecillas del grupo. Yo tengo un recuerdo del Patavino como de un hombre sobrecogedor, imponente, con la maza en mano, rompiendo piedras en la carretera, sus músculos brillando con el sudor. Es, claro que este es un recuerdo infantil tal vez exagerado.
El Patavino y el Matacuras se han unido a dos mujeres del pueblo. Pero el Patavino es también un Don Juan, no le basta con su mujer, todas las chicas jóvenes del pueblo están “en peligro” pues por lo visto las seduce fácilmente. En nuestra casa, por ejemplo, teníamos una fiel sirvienta aragonesa que nos habíamos traído de Barcelona y el Patavino venía a cortejarla a menudo. Según mi hermano Sergio -yo olvidé este detalle- mi abuela le pagó el viaje en tren de regreso a su pueblo de Aragón para sustraerla a los insistentes avances del Patavino y así “salvarla de la desgracia”.
En la parte baja de Calders y casi tocando a la carretera, había y hay todavía una fonda-hostal de la que era y es propietario Amadeo Solde villa. En este edificio en la sala principal se daban esporádicamente sesiones cinematográficas con proyectores portátiles (recuerdo una película de Shirley Temple4). La sala también se convertía en salón de baile popular. El pasodoble es lo que más se bailaba. En la entrada había y hay todavía un bar y unas mesitas. Nada ha cambiado demasiado desde entonces.
Estos personajes del comité revolucionario de la F.A.I. acostumbraban a reunirse naturalmente en este local. Amadeo, por supuesto, no se podía negar a que se reuniesen allí. Tuvo que ser testigo y parte de sus deliberaciones. Amadeo, así como mi abuelo, ocupaba un cargo en la alcaldía de Calders. Las relaciones entre el Comité Revolucionario y la Alcaldía, que representaba el poder legal moderado de la República, eran tensas y había que caminar sobre una cuerda floja. La Iglesia del pueblo dejó de ejercer sus funciones y fue vaciada de altares e imágenes religiosas y convertida en almacén en donde se depositaban las cosechas decomisadas revolucionariamente o los productos que enviaba el gobierno central y que desde allí debían de ser distribuidos a la población. Varias personas del pueblo, gentes en su mayoría adineradas, grandes propietarios de tierras o gentes del clero se escondieron. Mi abuelo no sólo sabía donde andaban escondidos y no los delató, sino que les llevaba a veces mensajes y alimentos para su subsistencia. Esto le valió que, al terminar la guerra, con el nuevo gobierno de Franco, no se le castigase. No fue este el caso del dueño de la fonda-hostal, Amadeo Soldevilla, quien fue acusado de haber colaborado con los revolucionarios y de “no haber ayudado a las personas del pueblo que estaban en peligro”. Así fue sentenciado por los franquistas a doce años de reclusión en la Cárcel Modelo de Barcelona. En la postguerra, mi madre iba a visitarlo a la cárcel alguna vez y, al salir, al cabo de diez meses, pues al parecer Amadeo benefició de un perdón, recuerdo bien cuando, lleno de temores, venía frecuentemente a visitarnos a casa en Barcelona. Amadeo se quedó en Barcelona algún tiempo después de ser liberado, pues no se atrevía a regresar al pueblo, probablemente por temor a represalias de sus habitantes.
En el documento adjunto que el propio Amadeo me confió en 1990 y que transcribo literalmente, se puede apreciar cómo se defiende ante los nuevos gobernantes. A mí personalmente me dijo: “no pude hacer casi nada por nadie pues yo estaba en mayor peligro”. Esta versión es controvertida por otros viejos contemporáneos suyos, quienes consideran, todavía hoy, en voz baja, con cierto rencor, pero como queriendo olvidarlo, pues todos son amigos ahora, que Amadeo no fue tan inocente como pretende. (Testimonio de Melció Serra).
El Pata vino y los demás del Comité (excepto el Matacuras, como se verá más adelante) se largaron del pueblo poco antes de que entraran las tropas de Franco y salvaron así sus vidas. Parece que pudieron cruzar los Pirineos y vivieron varios años exilados en Francia.
Pero dos décadas después, a principio de los años 60, un buen día alguien del pueblo reconoce asombrado al Pata vino cómodamente sentado ante una mesita al aire libre tomando un vaso de tinto a la sombra de una parra. Esto ocurre en un hostal en la parte central de Calders (no el hostal de los Solde villa). Inmediatamente se forma un revuelo en el pueblo, pues se ha corrido la voz. Legalmente no se puede hacer nada, Franco acaba de decretar una amnistía general, la de “los 25 años de paz” [5]. El pueblo entero de momento opta por una aparente indiferencia.
Pero pronto los calderinos5, que habían recuperado su tranquilidad en estos años, se encuentran de nuevo en estado de fiebre. Hay por supuesto una generación nueva que ignora todo lo que ha ocurrido y no le da importancia al personaje, pero los viejos se reúnen, van de casa en casa, hacen mil conjeturas a la pregunta ¿por qué volvió el Patavino? Tres versiones son las favoritas: A) Buscar monedas, joyas o platas robadas que había escondido bajo tierra en algún lugar. B) Ver una mujer o descendientes que dejó en el pueblo. C) Regresar compulsivamente, como todos los criminales, al lugar del crimen.
Pero antes de que se averiguase nada más o se tomase alguna acción, el Patavino desapareció como un fantasma, se fue como vino y no se ha vuelto a saber más de él.
Hubo otro personaje del Comité Revolucionario que regresó también al pueblo en semejantes circunstancias a las del Patavino. No he podido averiguar su nombre y, por otra parte, en una versión novelada o cinematográfica de esta historia, se podría adjudicarle lo que voy a narrar al Patavino, para así concentrar la acción en un solo personaje6. Al enterarse los familiares de una de las víctimas de la estancia de este individuo en el pueblo de Calders, y teniendo conocimiento de la amnistía decretada que lo protegía de un castigo legal, decidieron tomar la justicia por su mano y vengarse. Lo estuvieron vigilando desde una ventanita en un granero en lo alto de una casa que se encuentra frente por frente al hostal donde se hospedaba el personaje. Los familiares tenían un fusil de caza, pero el hombre sin duda consciente del peligro que había tomado al regresar a Calders, se pasaba el tiempo escrutando constantemente el horizonte a su alrededor. Así vio de pronto el cañón del fusil brillar en lo alto de la casa de la acera de en frente y esquivó inmediatamente un tiro evitando que lo mataran. Inclusive denunció a sus perseguidores por intento de asesinato.
Como he dicho anteriormente, de todos los miembros del comité F.A.I. de Calders sólo uno, el Matacuras, se quedó en el pueblo como a la espera de la entrada del ejército de Franco. ¿Por qué? Yo me aventuro a pensar, que fue por el amor de una mujer. Lo deduzco por la fidelidad pasional a su memoria que esta mujer le guardó en los años sucesivos. Al Matacuras los Nacionales -que así se autollamaban los franquistas- lo prendieron en Calders, se lo llevaron a la vecina ciudad de Manresa y allí inmediatamente lo fusilaron. Su mujer, natural de Calders, prima hermana de la Palmira de Can Tiá -quien me contó esta parte de la historia- hizo a todo el pueblo de Calders, sin distinciones, culpable del fusilamiento de su esposo. Desesperada se fue a vivir al centro industrial de Tarrasa [Terrassa] que al igual que Manresa es uno de los pueblos grandes de la región. La viuda del Matacuras nunca más volvió a Calders, rechazó obstinadamente todo contacto con sus habitantes cuando intentaron verla, inclusive el de sus familiares. Según Palmira, tiempo después se volvió loca.
Calders es un pueblo muy religioso, seco, austero, como suelen ser los pueblos de montaña. Se respira allí un aire transparente. Siendo un pueblo en altura, se divisan sin dificultad de las ventanas de las casas, montes y valles y tierras de cultivos atravesados por la serpenteante carretera que tantos males trajo a sus pobladores. En días claros se pueden inclusive ver las curiosas formas de Montserrat. Tengo una imagen muy precisa de los últimos días de la República en aquel pueblecito. Desde un balcón de la casa, mi abuelo convocó a los nietos: “esto es un momento histórico importante, niños, hay que fijarlo en la mente. Mirad bien”. La carretera estaba repleta de gentes avanzando lentamente a pie o con carretas, huyendo de las tropas de Franco y camino de los Pirineos y de Francia donde se iban a refugiar. No se veía el asfalto porque estaba ocupado por desertores, mujeres, viejos y niños que se perdían hasta el fondo de los valles. Hizo bien mi abuelo en recalcarnos aquel momento porque así nunca se me olvidó. Días después llegaron las tropas de Franco con tanques y banderas en una especie de Desfile de la Victoria, por el centro del pueblo. Los soldados daban pastillas de chocolate a los niños. Todos cantaban felices el “Cara al Sol” y otros himnos que aprendimos inmediatamente, coreando a los soldados y fascistas del pueblo. Mi tía Angelina me llevó a dentro de la casa y discretamente me advirtió que no debía cantar con los vencedores, que después de todo, eras los enemigos nuestros7.
* * *
Después de haber escrito estas primeras notas, tuve una entrevista con mi tío Juanito, que vive ahora retirado en Barcelona. Fue soldado del Ejército Republicano durante la Guerra Civil, herido en una pierna sin consecuencias en la batalla del Ebro8. A veces del frente venía al pueblo con permiso a vernos. Lo recuerdo entonces con su uniforme y un amplio capote verde olivo, que le valió entre nosotros los niños el sobrenombre de “El Capotazo”. Al contarle a mi tío Juanito lo que había averiguado sobre la historia del Patavino y los revolucionarios en Calders, añadió algunas revelaciones sorprendentes: según él, mi abuelo, Juan Cuyás, ayudó al Patavino al último minuto a que se escapase, poco antes de la entrada de los nacionales.
¿Que por qué lo ayudó? Porque por lo visto, mi abuelo no lo consideraba culpable del asesinato de los once vecinos de Calders, sino que, al contrario, el Patavino más bien, según esta versión, frenó la matanza que sólo habían comenzado los del Comité y que podía haber llegado más lejos.
Mi abuelo a pesar de haber ocupado un cargo importante en la Alcaldía de Calders durante los turbios años de la Guerra Civil, no fue castigado ni molestado por los franquistas como le ocurrió a Amadeo Soldevilla y a tantos otros. Mi abuelo tuvo por lo visto, a lo largo de todo el conflicto, relaciones continuas y secretas con las derechas. Mandaba inclusive mensajes y alimentos a fascistas que andaban escondidos por la región, por ejemplo el acaudalado Sr. Jorba, propietario de los famosos grandes almacenes del mismo nombre de Manresa y Barcelona9. Mi abuelo con una mano ayudaba a unos y con la otra a los otros, estaba en buenos términos con Dios y con el Diablo. Tal vez gracias a sus mañas es que nosotros, los niños, pudimos atravesar los tiempos difíciles de la guerra y de la postguerra sin morirnos de hambre.
Hambre pasamos mucha, en realidad éramos tal vez los más pobres del pueblo porque no poseíamos tierras como sus otros pobladores. El papel moneda ya no tenía prácticamente valor de cambio y no se podía comprar nada. Se improvisaron gallineros y conejeros en nuestro jardín de la parte trasera de la casa. Dos viejos avellanos proveían algún alimento suplementario, además de las hortalizas que plantamos -improvisados horticultores de ciudad- en un pequeño espacio de tierra. Cuando llovía sí que era una fiesta, los caracoles salían de entre las rocas por docenas en aquel pedregal que era todo el pueblo. Los niños salíamos con cubos y los llenábamos de este delicioso manjar. Los mayores los cocinaban y nos dábamos aquel día un gran banquete. Otra fuente de alimentación gratuita se producía en otoño en la época de las setas. Así, en los bosques vecinos, con un cesto en el brazo, nos convertimos en expertos en el arte de encontrar especies comestibles.
Otra revelación contradictoria proveniente de mi tío Juan es la razón por la cual Amadeo Soldevilla, condenado a doce años de cárcel salió libre a los diez meses, parece que una parienta de los Soldevilla, también originaria de Calders, la “tía Ció”, regentaba desde hacía años y a través de distintas épocas, una famosa casa de putas en Barcelona.
“La Ció” tenía buenas influencias y relaciones con todo el mundo, inclusive con los “fachas” del nuevo orden establecido por Franco. Fue ella, según esta versión, quien sacó a su sobrino de la cárcel Modelo de Barcelona.