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Las abuelas, tal vez porque han vivido la guerra, siempre tienen lo necesario para alimentar a las nietas que aparecen de repente por la noche con un sueco.

—Espero que no hayáis cenado todavía. He hecho sopa.

—¿Ah, sí? ¿De qué? —preguntó Markus.

—Es la sopa del viernes. No se lo puedo explicar. Estamos a viernes, así que es la sopa del viernes.

—Es una sopa sin corbata —concluyó Markus.

Nathalie se acercó a él:

—Abuela, a veces Markus dice cosas raras. No tienes que preocuparte.

—Huy, hija, yo desde 1945 ya no he vuelto a preocuparme por nada, así que tranquila. Venga, sentaos a la mesa.

Madeleine estaba llena de vitalidad. Había un verdadero contraste entre la energía empleada en preparar la cena y la visión inicial de esa anciana sentada delante de la chimenea. La visita de su nieta le producía un apetito de movimientos. Se atareaba en la cocina, y no quería ayuda. A Nathalie y a Markus les enternecía el ajetreo de ese ratoncito. Todo parecía tan lejos ahora: París, la empresa, los expedientes… El tiempo también volaba: el principio de la tarde en la oficina era un recuerdo en blanco y negro. Sólo el nombre de la sopa, «viernes», los mantenía un poco anclados en la realidad de los días.

La cena transcurrió tranquilamente. En silencio.

Los abuelos no suelen acompañar la felicidad embelesada de ver a los nietos con largas parrafadas. Unos a otros se preguntan cómo están, y enseguida se sumergen en el placer sencillo de estar juntos, sin más. Después de la cena, Nathalie ayudó a su abuela a lavar los platos. Se preguntó: ¿por qué he olvidado lo bien que se está aquí? Era como si, al momento, todas sus felicidades recientes se hubieran visto condenadas a la amnesia. Sabía que ahora tenía la fuerza de retener esa felicidad.

En el salón, Markus se estaba fumando un puro. Él, que apenas toleraba el humo de los cigarrillos, había querido complacer a Madeleine. «Le encanta que los hombres se fumen un puro después de las comidas. No intentes entenderlo. Tú dale gusto, y ya está», le había susurrado Nathalie en el momento en que Markus tenía que contestar al ofrecimiento de la voluta. Éste entonces había declarado una gran apetencia de puro, exagerando bastante mal su entusiasmo, pero Madeleine no se había dado cuenta de nada. De modo que ahí estaba Markus, jugando al amo y señor, en una casa normanda. Una cosa sí lo asombró: no le dolía la cabeza. Peor aún, empezaba a apreciar el sabor del puro. La virilidad se instalaba en él, sin sorprenderse apenas de estar ahí. Experimentaba ese sentimiento paradójico de agarrar violentamente la vida a efímeras bocanadas. Con ese puro era Markus el Magnífico.

Madeleine estaba feliz de ver sonreír a su nieta. Había llorado tanto con la muerte de François: no pasaba un solo día sin que pensara en ello. Madeleine había conocido muchas desgracias en su vida, pero ésa había sido la más violenta. Sabía que había que seguir hacia delante, que la vida consistía sobre todo en seguir viviendo. Por ello, ese momento la aliviaba profundamente. Y por si fuera poco, sentía una auténtica simpatía instintiva por ese sueco.

—Tiene buen fondo.

—¿Ah, sí? ¿Y cómo lo sabes?

—Lo noto. Instintivamente. Su fondo es maravilloso.

Nathalie volvió a besar a su abuela. Era hora de irse a la cama. Markus apagó su puro diciéndole a Madeleine:

—El sueño es el camino que lleva a la sopa del mañana.

Madeleine dormía abajo, porque subir las escaleras era ya muy cansado para ella. Los otros dormitorios estaban en la planta de arriba. Nathalie miró a Markus: «Así no podrá molestarnos». Esa frase podía significar cualquier cosa, una alusión sexual o un simple dato práctico: mañana por la mañana podremos dormir tranquilamente. Markus no quería reflexionar. ¿Iba a dormir con ella sí o no? Quería hacerlo, claro, pero entendió que había que subir los peldaños de la escalera sin pensar en ello. Una vez arriba, de nuevo lo sorprendió lo estrecho que era todo. Después del camino que había tomado el coche, después del segundo camino para rodear la casa, era la tercera vez que se sentía falto de espacio. En ese extraño pasillo había varias puertas, que se abrían a otras tantas habitaciones. Nathalie lo recorrió de un extremo a otro y volvió sobre sus pasos, sin decir nada. Ya no había luz eléctrica en esa planta. Encendió las dos velas que estaban sobre una mesita. Su rostro se veía naranja, pero un naranja más bien amanecer que atardecer. Ella también vacilaba, vacilaba de verdad. Sabía que le correspondía a ella decidir. Miró al fuego fijamente a los ojos. Y luego abrió una puerta.

La delicadeza
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