57

Markus había observado a Nathalie a menudo. Le gustaba verla andar por los pasillos con sus trajes sastre, tremendamente sexy. La imagen de Nathalie que poblaba sus fantasías chocaba frontalmente con su imagen real. Como todo el mundo, sabía por lo que había pasado. Sin embargo, él siempre había visto en ella tan sólo lo que Nathalie mostraba: a una mujer muy segura de sí misma que comunicaba seguridad a los demás. Al descubrirla de pronto en otro entorno en el que no tenía que aparentar tanto, sintió que podía acceder a su fragilidad. De manera ínfima, es cierto, pero en momentos muy fugaces, Nathalie bajaba la guardia. Cuanto más se relajaba, más afloraba su verdadera naturaleza. Sus debilidades, las de su dolor, aparecían paradójicamente junto con sus sonrisas. En un efecto de péndulo, Markus empezó a adoptar un papel más fuerte, casi protector. Frente a ella, se sentía divertido y vivo, viril incluso. Le hubiera gustado vivir toda su vida con la energía de esos minutos.

En su papel de hombre-que-toma-las-riendas-de-la-situación, algún error tenía que cometer. Al pedir una segunda botella, se hizo un lío con los nombres de los vinos. Había fingido ser un conocedor, y el camarero no había dudado en lanzarle una pulla que ponía de manifiesto su ignorancia. Fue su pequeña venganza personal. Ello irritó profundamente a Markus, tanto es así que, cuando el camarero trajo la botella, se aventuró a decir:

—Ah, gracias. Teníamos sed. Y vamos a beber a su salud.

—Gracias, es muy amable por su parte.

—No, no es muy amable por mi parte. Hay una tradición en Suecia según la cual todo el mundo puede cambiar de lugar en cualquier momento. Nada es definitivo nunca. Y usted que está de pie, algún día podría estar sentado. De hecho, si quiere, me levanto ahora mismo y le dejo mi sitio.

Markus se levantó de pronto, y el camarero no supo cómo reaccionar. Esbozó una sonrisa incómoda y dejó la botella en la mesa. Nathalie se echó a reír, sin comprender del todo la actitud de Markus. Le había gustado esa irrupción de lo grotesco. Cederle su asiento al camarero era tal vez la mejor forma de ponerlo en su sitio. Le gustó ese momento, que consideraba poético. Le parecía que Markus tenía un aire y una actitud un poco «país del Este», absolutamente encantadores. En su Suecia había como un toque de Rumania o de Polonia.

—¿Está seguro de que es sueco? —le preguntó.

—Cómo me alegra que me haga esta pregunta. No imagina cuánto. Es la primera persona que pone en duda mis orígenes… Es usted de verdad fantástica.

—¿Tan duro es ser sueco?

—No se puede hacer una idea. Cuando vuelvo a mi país, todo el mundo me dice que soy la alegría de la huerta. ¿Se da cuenta? ¿Yo, la alegría de la huerta?

—Ya veo.

—Allí, ser siniestro es una vocación.

La velada prosiguió así, alternando los momentos de descubrimiento del otro y aquellos en que uno está tan a gusto que parece que ya lo conoce. Aunque Nathalie había pensado regresar temprano, ya era más de medianoche. A su alrededor, los demás clientes se iban marchando. El camarero trató de darles a entender sin ninguna educación que tenían que ir pensando en irse ellos también. Markus se levantó para ir al baño, y pagó la cuenta. Lo hizo con mucha elegancia. Una vez en la calle, se ofreció a acompañarla hasta su casa en un taxi. Era tan atento. Delante de su portal, le puso una mano en el hombro y la besó en la mejilla. En ese instante comprendió lo que ya sabía: estaba locamente enamorado de ella. A Nathalie le pareció que cada una de las atenciones de ese hombre había sido delicada. De verdad se había sentido feliz pasando esa velada con él. No alcanzaba a pensar nada más. Tendida en su cama, le mandó un sms para darle las gracias. Y apagó la luz.

La delicadeza
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