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El ascensorista del Rockefeller Center tampoco apreció gran cosa mi aroma. El cuartel general del CCC estaba en un piso muy alto, así que pasamos juntos un buen rato, comparativamente hablando; cuando salí, el hombre andaba revisando el ascensor en busca de una ventana que abrir.
La puerta que yo buscaba no tenía nombre, solo un número. Entré y me encontré en una sala de espera pequeña y cutre, con una recepcionista sentada ante una mesa y Gertie y Karen leyendo, respectivamente, Holiday y Time en un banco situado a mi derecha.
Ambas se pusieron de pie de un salto ante mi presencia. Karen se me echó encima con los brazos abiertos diciendo:
—¡Cariño! Me tenías tan… —Pero se echó atrás.
—Lo siento —dije.
Gertie me miró con los ojos como platos.
—Pero ¿qué has hecho? —preguntó—. ¿Esconderte en las cloacas?
—He tenido algún que otro problemilla —reconocí.
Intervino la recepcionista:
—Señor, ese olor… ¿Es suyo? El pestazo. ¿Es suyo?
—No he podido pasar por el apartamento —me defendí—. Apenas si acabo de escapar.
La recepcionista se levantó y abrió la ventana de par en par.
Le dije:
—Perdone.
Me acerqué a la ventana —la recepcionista me esquivó cual perro que se aparta al paso de un caballo—, me quité la chaqueta y la corbata y las arrojé al vacío. Acto seguido, tras darme la vuelta, les dije a las tres mujeres:
—Me quedaré junto a la ventana.
La recepcionista le preguntó a Gertie:
—¿Este es el hombre al que estaban esperando?
Parecía incapaz de concebir que la respuesta a su pregunta pudiera ser afirmativa.
Pero lo era.
—Es él —admitió Gertie—. Pero no siempre da tanto asco.
—Igual le puedo conseguir algo que ponerse —comentó la recepcionista, y salió del cuarto a toda prisa.
Karen, guardando las distancias, me dijo:
—Estaba muy preocupada por ti, Fred. No llegabas. No llegabas nunca.
—He tenido algunos problemas —volví a decir por enésima vez, dominando la rara habilidad de enfatizar la falta de información concreta.
—Estuve a punto de llamar a la policía —afirmó Karen—, pero Gertie estaba convencida de que acabarías por aparecer.
En ese momento, regresó la recepcionista con una bata blanca de laboratorio diciendo:
—Es todo lo que he podido encontrar, señor.
—Gracias —le agradecí mientras me acercaba a ella—. Me conformo con cualquier cosa.
Dejó caer rápidamente la bata en una silla y se retiró al otro extremo de la sala.
Es muy deprimente ser un paria. Sintiéndome un don nadie, me hice con la bata y le pedí a la recepcionista que me indicase dónde estaba el lavabo de caballeros. Me informó y salí de allí, arrastrando mi propio miasma verde.
En un cubículo del baño, me quedé en pelotas y me puse la bata, que, afortunadamente, me venía muy grande. Las mangas me cubrían las manos, y la prenda me llegaba a las espinillas. Me la arremangué hasta que me pude ver las manos, y luego me acerqué a una pila y me lavé lo mejor que supe, secándome después con unas toallas de papel. En cierto momento, entró un señor muy elegante que fumaba un cigarro, pero nada más verme dio media vuelta y desapareció.
Mi ropa ya la podía tirar, incluyendo los zapatos. Lo arrojé todo a la basura y luego, sin más cobertura que la que me proporcionaba la bata, eché a andar descalzo por el pasillo hacia las oficinas del CCC.
La puerta estaba entornada, y se mantenía en esa posición con la ayuda de un listín telefónico de Manhattan. Las dos ventanas estaban abiertas de par en par. Aún flotaba a nivel nasal algún resto de mis efluvios previos.
Esta vez, todo el mundo se alegró de verme. O se divirtió mucho al verme, tal vez. En cualquier caso, todos me dedicaron amplias sonrisas cuando entré en el cuarto. Karen dijo:
—Oh, mucho mejor, Fred. Ven y siéntate a mi lado.
La recepcionista habló brevemente por teléfono y luego nos informó:
—Nuestro querido señor Bray les recibirá en unos minutos.
—Gracias —contestamos nosotros.
Karen se interesó por mí.
—Cuéntame qué te ha pasado, Fred.
Intervino Gertie:
—Parecía que te habían intentado ahogar en la basura. Nadie es tan malo.
Les conté lo de mi huida. Karen trató de mantener la seriedad, pero no lo logró. Gertie ni lo intentó.
—Ya me reiré mañana —les solté.
Cogí un número de la revista Kiplinger y me puse a leer sobre cómo era la vida entre paranoicos.
Al cabo de unos minutos, apareció un caballero de lo más distinguido —cabello gris, sobretodo beige, aspecto de bien alimentado— y le preguntó a la recepcionista:
—Ah, hola, Mary, ¿está Callahan?
—Buenos días, senador —contestó ella—. No, esta mañana ha tenido que ir a ver al comisionado. ¿Esperaba su visita?
—No. Se me ocurrió dejarme caer para ver cómo iba todo —consultó su reloj de pulsera—. ¿Te ha dicho cuándo pensaba estar de vuelta?
—Antes de las once y media, me ha dicho. Y creo que esta vez iba en serio.
El senador se echó a reír y comentó:
—Pues habrá que creerle, digo yo. Le esperaré.
Se volvió hacia el banco en el que estábamos sentados y, aparentemente, reparó entonces en nuestra presencia: dos mujeres claramente opuestas en su atractivo y, entre ellas, cual paciente de hospital a la espera de su operación de próstata, una especie de majareta tímido envuelto en una bata blanca y descalzo.
Seguro que su experiencia como político nunca le había sido tan útil. Al senador se le congeló la sonrisa un segundo, pero aparte de eso, no se registró en él ninguna otra reacción. Volviendo en sí, nos dedicó a los tres una de esas alegres sonrisas que no significan nada a las que recurre cualquiera que tome asiento en una sala de espera. Le devolví una versión debilitada de dicha sonrisa, mientras Karen estudiaba atentamente el suelo y Gertie el techo. A continuación, los cuatro nos tiramos un rato con sendas revistas abiertas, como personajes de un cuadro surrealista.
Finalmente, se abrió la puerta que teníamos a la derecha y apareció un joven en mangas de camisa con cara de agobio. Llevaba un lápiz detrás de la oreja, el cuello de la camisa abierto y la corbata floja. Me dedicó una breve mirada de estupor y luego dijo:
—¡Hola, senador! Encantado de volver a verle.
El senador se puso de pie y le dio la mano, diciéndole:
—Me alegro de verte, Bob. Creo que esta gente te espera.
—Sí, claro.
Bob nos dedicó entonces toda su atención.
—Lamento enormemente haberos hecho esperar, amigos —dijo—. No andamos muy sobrados de personal por aquí. Queríais informar de un delito, ¿verdad?
—De un montón de delitos —le corrigió Gertie—. Asesinato, secuestro, intento de asesinato, soborno a policías y cualquier otra cosa que se te ocurra.
Bob pareció un tanto pasmado.
Soltando una risita, comentó:
—Menuda lista, señora mía. Y ¿tenéis alguna idea de quién se ha estado dedicando a todo eso?
—Dos hermanos llamados Coppo.
De repente, el senador se indignó.
—¡Otra vez los Coppo! Se están convirtiendo en los responsables de toda una ola de crímenes, Bob.
—Tiene usted más razón que un santo —contestó Gertie.
Habló el senador:
—Bob, con tu permiso, me gustaría asistir a esta entrevista.
Se volvió hacia mí.
—Si a usted no le importa, claro está.
Intervino Gertie:
—Usted es el senador Dunbar, ¿no?
Y el hombre sonrió al verse reconocido.
—Ex senador, me temo. Pero sí, ese soy yo.
—Y usted dirige esto.
—Solo soy el presidente honorario —afirmó el senador, sonriendo de manera magnánima—. Un simple figurón.
—A nosotros ya nos está bien —dijo Gertie, antes de volverse hacia mí—. ¿Verdad, Fred?
—Por supuesto —contesté yo.
Estaba encantado de haberle pillado; si conseguíamos que alguien importante tomara cartas en el asunto de inmediato, todo iría mucho mejor o, por lo menos, no empeoraría.
—Pues vengan conmigo —nos invitó el senador—. Encabeza la procesión, Bob.
Pasamos todos al despachito de Bob, tomamos asiento en sendas sillas y, a lo largo de los siguientes veinte minutos, Gertie, Karen y yo explicamos nuestras respectivas historias.