18
Puse el despertador a las nueve en punto, pero el teléfono me despertó a las ocho y veinte. Estaba demasiado traspuesto como para contestar, pero me desperté lentamente mientras me arrastraba por el salón y recuperé del todo el conocimiento cuando mis dedos tocaron el aparato. Retiré bruscamente la mano, como si el plástico ardiera, y me quedé ahí temblando hasta que uno de los silencios entre llamadas se alargó, se alargó y se alargó hasta convertirse en el silencio típico de un apartamento en el que no suena el teléfono.
En ese momento, alumbré el primer pensamiento coherente de ese martes, 25 de mayo: «Ahora que dispongo de trescientos mil dólares, podría comprarme un supletorio».
La idea me complació y me hizo sonreír, momento en el que, para no malgastar la expresión, me fui al baño a lavarme los dientes.
No era fácil de creer que fueran realmente las ocho y media de la mañana y que pronto fuesen las nueve. Las cortinas modelo apagón seguían cubriendo todas las ventanas del apartamento, tanto de la parte delantera como de la trasera, por lo que ahí dentro parecía que aún fuera medianoche. Mientras me preparaba el desayuno, tuve que combatir la sensación de estar tomándome un tentempié nocturno, y cuando a las diez menos cinco enfilé las escaleras de bajada y salí a un mundo rutilante y soleado, toda esa luz cegadora se me antojó impropia, como cuando te metes en un cine a media tarde y a la salida aún es de día. Ya no debería haber luz, pero la hay.
Mezclada con esta sensación de desplazamiento temporal, había otra, mucho peor: un picor entre los omóplatos. Aunque no vi aquella larga limusina negra que me esperaba a la entrada del edificio, y aunque ambas aceras parecían carecer de conspicuos observadores, me sentí muy extraño e incómodo ante la posibilidad de sumergirme en todo ese brillo solar y convertirme en el objetivo más grande del mundo. Mientras descendía los peldaños de la entrada, tenía la cabeza llena de rifles de alta precisión que me apuntaban desde las azoteas de enfrente, metralletas asomando por las ventanillas de los coches aparcados, peatones que de repente sostenían en la mano una pistola automática… Cuando llegué a la acera y vi que nada de eso existía, me entró una cierta sensación de anticlímax. Un anticlímax muy de agradecer, pero anticlímax al fin y al cabo.
Me dirigí rápidamente al banco, donde comprobé que Goodkind me había hecho la transferencia que le había pedido y cobré un cheque de cien dólares. También me dediqué al estudio de lo que me rodeaba, por si a Goodkind le había dado por apostarse por ahí para ver si yo aparecía, pero no se le veía por ninguna parte. Una serie de personajes sospechosos evitaron mi mirada mientras yo procedía a mi particular escáner, pero eso es normal en Nueva York y no significaba que alguno de ellos me estuviera siguiendo o tuviese nada que ver conmigo.
Salí del banco y me fui hasta una cabina telefónica que había en la esquina. Tenía llamadas que hacer y no podía estar seguro de que la línea de mi casa no estuviera intervenida para saber si yo andaba por allí. Me encantó haber tomado esa precaución, y me sentí casi igual de alegre y orgulloso cuando hablé con la operadora y le pedí que me pusiera con el Cuartel General de la Policía.
Ya no estaba yo tan alegre y orgulloso al cabo de tres minutos y medio, cuando por fin conseguí que alguien me hiciera caso. En Nueva York, habría que avisar de las emergencias con mucha antelación para que llamar a la policía sirviera de algo. La operadora me había obsequiado con un buen lapso de aire muerto, salpimentado de leves y lejanos clics, antes de que, por fin, me estallase en el tímpano un clic de proporciones colosales que anunciaba el inicio de la llamada. El teléfono sonó cuatro veces, bien espaciadas, mientras yo sudaba la gota gorda en la cabina, y al final pude contactar con un tipo con voz de cazalla y acento de Brooklyn que no quería saber nada de mí que no fuese la dirección en la que me hallaba. Le supliqué, le grité, empecé doce frases distintas, y cuando finalmente me rendí y le informé de la intersección desde la que le llamaba, desapareció de inmediato y me volvieron a endilgar un poco más de aire muerto, por lo que me apoyé en el vidrio de la cabina y me dediqué a ver pasar taxis hasta que, de repente, una voz dijo:
—Comisaría de Fraggis-Steep.
—Ah —dije yo—. Quería informar…
—¿Fumación o Queja? —me preguntó aquel sujeto.
—¿Cómo dice?
Suspiró:
—¿Quiere Fumación? O ¿quiere quejarse de algo?
—Ah —dije, comprendiendo por fin—. ¡Quiere usted decir información!
—¿Fumación? Vale —clic.
—¡No! —grité—. ¡Nada de fumación! ¡Queja! ¡Queja!
Pero ya era demasiado tarde.
Más aire muerto, seguido de otra voz masculina:
—Sargento Srees, Fumación.
—No quiero Fumación —le dije—. Quiero registrar una queja.
—Despacho equivocado —me contestó—. No se retire.
Y se puso a atizarme unos potentes clics en toda la oreja.
Me aparté el teléfono de la oreja, escuchando unos tenues clics, y por fin me llegaron unas vocecitas mientras un operador se ponía y era informado por mi amigo de Fumación de que tenía que ponerme con Quejas. Me llevé el teléfono a la oreja con suma precaución y, al cabo de un poco más de silencio, se materializó otra voz:
—Sargento Srees, dígame.
—Quisiera registrar una queja.
—¿Delito o falta?
—¿Cómo?
—¿Quiere denunciar un delito? ¿O quiere denunciar una falta?
—Un secuestro —dije—. Creo que eso es un delito, ¿no?
—Tiene que hablar con los Aspersores —me contestó—. No cuelgue.
Y me soltó un buen clic para que viese que era inútil seguir hablando con él.
Pero yo lo hice.
—Están ustedes locos —le dije al aire muerto—. Alguien podría llevarse la ciudad entera, vendérsela a los de Chicago y ustedes no se enterarían hasta al cabo de una semana.
—Srees, Aspersores.
—Pero ¿qué dice?
—Aspersores.
Me concentré.
—Otra vez —le dije.
—¿Pero qué coño le pasa? —me preguntó—. ¿Necesita un aspersor que hable español?
—Aspersores: inspectores —contesté mientras se me hacía la luz.
—No cuelgue —me dijo, y clic al canto.
—¡Espere! —clamé.
Una pareja joven que pasaba junto a la cabina pegó un brinco. Les vi salir pitando, aunque intentando aparentar que iban a su ritmo habitual. Ni se les ocurrió volver la vista atrás.
—Méndez, de Aspersores.
—Mire —empecé, pero antes de poder añadir nada más, el hombre me soltó como dos millones de palabras en español, todo ello en un espacio de diez segundos. Cuando terminó, yo me sentía algo mareado, pero lo seguí intentando—. No hablo español —negué—. ¿Hay alguien por ahí que hable inglés?
—Yo hablo inglés —me informó con una bellísima entonación.
—Dios le bendiga —dije—. Quiero informar de un secuestro.
—Y ¿cuándo tuvo lugar?
—Ayer. La víctima se llama Gertrude Divine. Fue secuestrada en su propio apartamento ayer por la tarde.
—¿Me da su nombre, señor?
—Pongamos que es una llamada anónima —contesté.
—Necesitamos saber su nombre, señor.
—Ni hablar. Entonces ya no sería una llamada anónima. Y como quiero que lo sea, no me voy a identificar. Vamos a ver, la dirección de la señorita Divine es, calle Ciento doce Oeste, 727, apartamen…
—La zona no corresponde a esta comisaría.
—¿Cómo dice?
—Pero ¿por qué llama a esta comisaría, señor? Lo que me cuenta, sucedió en la parte alta de la ciudad. Un momento, que le pasaré con la comisaría adecuada.
—No, no lo hará —le dije—. Yo ya he informado del secuestro, y ahora cuelgo.
—Señor…
Colgué.
Tras semejante experiencia, necesitaba calmarme un poco antes de hacer la otra llamada, así que salí de la cabina y recorrí una manzana hasta la siguiente, desde la que llamé al doctor Lucius Osbertson, el médico del tío Matt, al que habían entrevistado para el Daily News. No quería avisar al doctor Osbertson de que me disponía a hacerle una visita, solo llamaba para cerciorarme de que estuviera en su sitio, así que cuando se puso al teléfono la recepcionista, la enfermera o quien fuese, le pregunté si el doctor iba a pasar consulta el día de hoy.
—De doce a dos —me informó—. ¿Nombre, por favor?
Me entró un ataque de pánico, pues no había pensado en ningún nombre. Mirando a través del vidrio de la cabina, desesperado, atisbé las tiendas y las cafeterías que me rodeaban, abrí la boca y dije:
—Fred Nedick[1].
¿Fred Nedick? ¿Pero qué clase de nombre era ese? Me quedé en la cabina, a la espera de que esa mujer me dijese algo como «anda ya» o «ja, ja, muy gracioso» o «vaya hombre, otro beodo ¿no?».
Sin embargo, en vez de eso, me preguntó:
—¿Usted ya es paciente del doctor, señor Nedick?
Esa parte sí que la traía preparada.
—No —contesté—. Me lo ha recomendado el doctor Wheelwright.
Lo cierto es que yo conocía a un doctor Weelwright, que era quien me daba una inyección de penicilina cada mes de febrero, cuando pillaba el virus del año en curso. Yo suponía que ningún médico se quitaría de encima a un paciente recomendado por otro, aunque el doctor A no conociera el doctor B. (¿Se entiende algo de lo que digo?)
En cualquier caso, la enfermera, me dijo:
—Discúlpeme un momento, señor Nedick.
Y ahí me dejó, bajo el estúpido peso del nombre que le había dado. Me rasqué y me sentí incómodo y molesto hasta que volvió y me dijo:
—El doctor podrá recibirle a última hora de hoy. ¿Podría venir hacia eso de la una cuarenta y cinco?
—La una cuarenta y cinco. Pues sí, muchas gracias.
—O sea, las dos menos cuarto.
—Sí —dije—. Ya lo sé.
—Hay gente que se hace un lío —me explicó. Y colgó.