38

Llevábamos recorrida menos de una manzana cuando Gertie dijo:

—Me temo que anoche debieron seguirme.

Me quedé plantado donde estaba y, sin torcer la cabeza a derecha o izquierda, le pregunté:

—¿Por qué dices eso, Gertie?

El sol brillaba y el aire matutino era fresco, claro y limpio, pero yo no me podría haber sentido más como un objetivo al descubierto ni de pie sobre una duna del Sahara.

—Por el coche que llevamos detrás —contestó ella—. Yo diría que es el mismo con el que me secuestraron. No os volváis.

—No pensaba hacerlo —la tranquilicé.

Karen estaba a mi otro lado, y ahora se inclinó frente a mí para susurrarle a Gertie:

—¿Estás segura de que es el mismo?

—Eso parece.

A punto de desmayarme, pregunté:

—¿Qué tipo de coche es?

—Un Cadillac negro.

—Ay, ay, ay —concluí—. Estamos fritos.

—No pueden hacer nada en el exterior —dijo Gertie.

Propuso Karen:

—Podemos pillar un taxi en la esquina.

—¡No! —protesté—. Eso es lo que ellos quieren. Si paramos un taxi, seguro que el conductor está en el ajo.

Karen me observó como si pensara hacer un nuevo comentario sobre mi supuesta tendencia a dramatizar, pero cambió de opinión y preguntó:

—Entonces, ¿qué hacemos?

—Separarnos —sugirió Gertie.

Preguntó Karen:

—¿Pero no sería mejor quedarnos bien juntitos?

—Así somos un blanco fácil —le explicó Gertie—. Si nos separamos, puede que, por lo menos, uno de nosotros consiga llegar al CCC.

—Puede —dijo Karen, nada convencida.

—Gertie tiene razón —aseguré yo, como si supiese lo que me decía.

Sin embargo, y como mínimo, si nos separábamos, había menos posibilidades de que le pasara algo a Karen. No me hacía ilusiones acerca de quién sería el elegido por los del Cadillac negro para perseguirle.

Propuso Gertie:

—Sigamos andando. Con tranquilidad, como si no supiéramos lo que está pasando.

Nos pusimos nuevamente en marcha, tiesos como palos, como si supiésemos con exactitud lo que había que hacer.

Por la comisura de la boca, Gertie nos sopló:

—Cuando lleguemos a la esquina, cogemos tres caminos distintos. Recordad: las oficinas del CCC están en el Rockefeller Center.

—Lo recuerdo —dije.

Y mientras nos acercábamos a la esquina, añadí:

—¿Deberíamos sincronizar nuestros relojes?

Karen me dedicó una mirada muy larga y muy lenta.

—Parece que no —sentencié.