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El Cadillac me seguía a mí.

Nos habíamos separado en la esquina de la calle Setenta y ocho con Broadway, ejecutando una maniobra en plan soldaditos de plomo rompiendo filas. Karen giró a la izquierda, Gertie siguió el camino recto y yo torcí a la derecha.

El Cadillac también torció a la derecha.

Al llegar a la Setenta y nueve, volví a torcer a la derecha, y lo mismo hizo el Cadillac. Guardaba las distancias, pero era el coche de siempre, sin duda alguna. Estaba convencido de que las cortinillas seguían corridas, como de costumbre.

El sol nunca me había parecido tan brillante. Los escaparates de la calle Setenta y nueve nunca me habían parecido tan alejados de la calzada, ni la acera tan ancha. Ninguna manzana de la ciudad de Nueva York me había parecido nunca tan desierta a las diez en punto de una mañana de mayo.

Cruzamos la avenida Amsterdam como si fuésemos un torero displicente y el toro que se le venía encima.

En la avenida Columbus, la calle Setenta y nueve queda bloqueada por el planetario y el Museo de Historia Natural. Había bicicletas aparcadas frente a ambos edificios. Empujado por un salvaje arrebato, crucé la calle a la carrera, pero todas las bicis tenían candado. Por supuesto. En Nueva York, todo lleva candado, aunque no sirva para nada.

Al otro lado de la calle, el Cadillac estaba parado ante un semáforo en rojo. Si consiguiera hacerme con cualquier tipo de vehículo, ahora era el momento de darle esquinazo.

De repente, un rebaño de chavales en bicicleta se congregó alrededor de mí, desmontando con el trasto aún en marcha, apoyándolo en el sitio pertinente y lanzándose en busca del candado con gran experiencia y conocimiento. Miré alrededor y supe que ahí estaba mi oportunidad.

El chico que tenía más cerca era muy bajito y rollizo y llevaba gafas. Le dije: «Me vas a disculpar», y le sustraje la bici.

Me miró como si no me entendiera muy bien.

Yo me subí a su bicicleta y salí pitando.

A mi espalda, se produjo un gran griterío. Mirando hacia atrás, vi cómo los demás chavales se subían a sus propias bicis y se lanzaban en mi persecución. Y el Cadillac, al que por fin se le había puesto el semáforo en verde, ya asomaba el morro por la esquina.

Miré hacia delante, me agarré frenéticamente al manillar y me puse a pedalear como un poseso, rodeando el museo y enfilando hacia abajo la calle Setenta y ocho.

Hacía años que no iba en bici. Puede que sea cierto lo de que cuando aprendes algo, no lo olvidas nunca, pero también es verdad que cuando llevas tiempo sin subirte a una bicicleta, se te da fatal. Sobre todo, cuando recorres una acera llena de cubos de basura, árboles jóvenes, acoples para la manguera de los bomberos y ancianitas paseando al pekinés.

Nunca sabré cómo conseguí superar tantos obstáculos, pero me las apañé para sobrevivir pese al acoso de una manada de niños chillones en bicicleta, mientras un Cadillac negro rugía de impaciencia ante un semáforo en rojo de la avenida Columbus.

En el extremo de la manzana estaba Central Park, y para allá que me fui cual oso ciclista en dirección a su cueva. Ah, pero entre un servidor y el santuario en potencia que era el parque, estaba Central Park Oeste, una amplia avenida rebosante de tráfico. Autobuses, taxis, Mercedes, Rolls Royce, médicos en Lincoln, universitarios en Ferrari, amas de casa en Mustang, turistas en Edsel, interioristas en Daf… Todos ellos reptando por el asfalto, plenamente conscientes de disponer de sesenta segundos de luz verde antes de que el semáforo se volviera a poner en rojo, perfectamente informados de que el récord mundial extraoficial está en diecisiete manzanas por semáforo en verde y claramente dispuestos a batir ese récord, aunque ninguno de ellos está mentalizado en lo más mínimo para vérselas con un chiflado en bicicleta que se les cuela por en medio.

Sin embargo, ¿qué podía hacer yo? Iba demasiado deprisa —y bamboleándome en exceso— como para intentar girar a la derecha o a la izquierda. Con todos esos niños aulladores a la espalda —por no hablar del Cadillac, que a estas alturas ya habría pillado el semáforo en verde—, no me atrevía a detenerme. Solo podía hacer una cosa, y la hice.

Cerré los ojos.

Ah, el chirrido de los frenos. Ah, el tintineo de las luces de posición rompiéndose unas contra otras. Ah, los gritos de rabia y estupor. Ah, el pánico.

Abrí los ojos y vi que se me acercaba una acera. Algún reflejo infantil me llevó a agarrarme bien fuerte al manillar para que la bicicleta se subiese a la acera en vez de detenerse abruptamente ante ella y arrojarme al parque por encima del múrete de piedra. Un reflejo parecido me permitió torcer a la derecha sin irme al suelo. Salí pitando acera abajo, esquivando cochecitos de bebé y dejando tras de mí el caos, la indignación y unos cuantos sombreros de paja bien chafados. Se alzaron tantos puños prestos a agitarse, que aquello parecía una muchedumbre romana jaleando a Mussolini.

Apareció una entrada en el muro de piedra, seguida de un sendero asfaltado, a la derecha, que llevaba al parque ondulando colina abajo. Por ahí giré, echando el bofe, pedaleando aún cual poseso, y me dejé llevar por la bajada.

Qué bonito. Por fin podía sentarme, y dejar de pedalear a lo bestia, y sentir el viento sobre la frente sudada. Me dejaba deslizar, y hasta los quejidos de esos niños que aún no me había quitado de encima parecían, de repente, tan remotos como carentes de importancia. Casi sonreí, pero entonces miré hacia el final de la loma y lo dejé para mejor ocasión.

Había un estanque ahí delante. Probablemente, se trataba del embalse de agua más polucionado de Estados Unidos, pues exhibía toda una colección de latas de cerveza, cartones de leche, trozos de papel de envolver, productos de látex, camiones de juguete abandonados, pepinillos a medio morder, navajas rotas, matarratas alcohólico en petaca de vidrio, vasos de café de cartón, ejemplares de Playboy, zapatos marrones y muelles de somier.

No. Por favor, no.

Le di a los frenos. Es decir, le di a donde solían estar los frenos cuando yo era pequeño, lo cual significa que empecé a pedalear marcha atrás. Cuando yo era un crío, si ibas en bici y querías aminorar la marcha, le dabas a los pedales al revés y, ante su resistencia, perdías rápidamente velocidad.

Hay que ver cómo cambian las cosas, ¿verdad? Las bicicletas ya no son bicicletas. Me puse a pedalear al revés, no encontré la menor resistencia y seguí intentándolo. Mientras tanto, la bici iba ganando velocidad. Por mucho que yo pedalease al revés, la bici cada vez avanzaba con mayor premura, y ahí delante estaba ese charco inmundo, esperándome cual círculo infernal complementario.

No sabía qué era lo que no funcionaba. ¿Estaría rota esa birria de bicicleta? ¿Por qué demonios no se paraba? Yo seguía pedaleando como una fiera y ella continuaba avanzando a toda prisa.

Tenía la charca a unos pocos metros cuando por fin me fijé en las palanquitas acopladas al manillar, muy cerca de mis nudillos. De esas palanquitas salían unos hilos muy finos que desaparecían entre los mecanismos de la bici.

¿Se trataría de los frenos? No había tiempo para la reflexión ni para ponderar las circunstancias: lo único que podía hacer era cerrar los dedos en torno a esas palanquitas y apretar. Fuerte.

La bici se paró casi al borde de la charca.

Qué pena que no tuviese yo también unas palanquitas, pues la bici se detuvo, pero yo no. Salí disparado con gran tronío por encima del aceitoso charco, y pareció que me quedaba colgado en el aire mientras me envolvía un peculiar pestazo amarillo. A continuación, cerré los ojos y la boca, adopté una posición fetal, me vine abajo, impacté contra el agua y me hundí como una caja fuerte.