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A eso de las tres y media, el pasillo de delante de mi celda se oscureció repentinamente a causa de una aglomeración de polizontes. Estaban todos mis favoritos: Steve, Ralph y Reilly. Steve y Ralph lucían las típicas sonrisitas de una pareja de cómicos esperando entre candilejas el momento de salir a explicar por enésima vez su chiste favorito, pero a Reilly se le veía dolido.
Cuando el guardia abrió la puerta y los dejó entrar, Reilly fue el primero en abrir la boca:
—Bueno, Fred, esta vez sí que te has lucido. No sé qué ideas brillantes le has metido a Karen en la cabeza, pero te las puedes…
—¿Ideas brillantes? ¿De qué hablas?
—De que la has puesto en mi contra —dijo él—. Acabo de tener una sesión penosa con esa chica, y la culpa es tuya.
—Venga, hombre —contraataqué—, no soy yo el que tiene esas ideas brillantes. En vez de venirte aquí a señalarme con el dedo, ¿por qué no te casas con esa chica o la dejas en paz?
—Eso no es asunto tuyo, Fred. No metas la nariz en mis actividades personales.
Ralph se aclaró la garganta e intervino:
—Caballeros, ¿por qué no vamos al grano?
—Supongo que te refieres a esa llamada que tengo derecho a hacer —le dije.
Steve entró al trapo:
—Pues no, Fred, no exactamente. Eso no nos incumbe a nosotros, ¿verdad, Ralph?
—No —le dio este la razón—. No es un tema de nuestro departamento.
—Nos interesan más los homicidios —comentó Steve.
—No pienso hablar —declaré.
Habló Reilly:
—Fred, por el amor de Dios, ¿por qué no empiezas a colaborar? Pero ¿qué te pasa?
—¿Que qué me pasa? Te diré lo que me pasa. Alguien me vendió a los hermanos Coppo, eso es lo que me pasa. Alguien les dijo que estaba en casa de Karen, algo que solo sabían cuatro personas, aparte de mí, y tres de ellas están en esta celda.
Preguntó Steve:
—¿Se puede saber qué insinúas, amiguete?
—Sois demasiado raritos como para hablar con vosotros —le espeté.
Atacó Reilly:
—¿Y yo, Fred? ¿Yo también soy demasiado rarito?
—Ya no sé quién eres, Reilly. Y hasta que no lo descubra, tampoco quiero hablar contigo.
—Habla claro, Fred.
Le aguanté con firmeza la mirada.
—No me fío de ti, Reilly.
Antes de que pudiera decirme nada, se abrió de golpe la puerta de la celda y apareció un guardia viejo que nos observó parpadeando.
—¿Quién es el preso? —preguntó.
Estuve tentado de señalar a Steve, pero acabé diciendo:
—Yo.
—Pues vente conmigo —dijo el guardia.
Intervino Reilly:
—Eh, un momento.
Inquirió Ralph:
—¿Qué pasa, amigúete?
—Hay que soltar a este pájaro —dijo el viejo—. Hay por ahí un abogado con todo el papelamen.
Lo último que vi de Reilly fue que se le había puesto el rostro de color carmesí.