Nuestros dos viajeros, que se habían acostado tarde y con la cabeza un tanto caldeada por el vino, durmieron hasta bien entrada la mañana; Jacques en el suelo o tumbado en unas sillas, según la versión que hayáis preferido, su amo más a sus anchas, en la cama. La mesonera subió y les anunció que el día se presentaba feo, pero que aun cuando el tiempo les permitiera ponerse en camino, se jugarían la vida o se verían impedidos de seguir adelante por la crecida del torrente que obligatoriamente debían cruzar, y añadió que varios hombres a caballo que no habían querido hacer caso, estuvieron forzados a volverse atrás. El amo le preguntó a Jacques: «¿Qué podemos hacer, Jacques?». Y éste respondió: «Por de pronto, desayunaremos con la posadera, eso nos despabilará», y la mesonera juró que era ésa una decisión muy cuerda. Sirvieron el desayuno. La posadera estaba siempre dispuesta a mostrarse alegre; el amo de Jacques se hubiera prestado a ello de buena gana, pero Jacques empezó a sentirse mal, comió con desgana, bebió poco y permaneció callado. Esto significaba, sobre todo, barrunto de mal agüero. Todo aquello era consecuencia de la mala noche que había pasado y del pésimo lecho que había tenido. Se quejaba de que le dolían todos los miembros y la voz enronquecida anunciaba un catarro. Su amo le aconsejó que se acostara, pero se negó a hacerlo; la mesonera le propuso una sopa de cebolla. Jacques pidió que le encendieran la chimenea en la habitación, pues sentía escalofríos, que le preparasen una tisana y le llevasen vino blanco; y en el acto fue complacido. Salió luego la mesonera y Jacques quedó a solas con su amo. Éste se acercaba a la ventana y decía: «¡Qué tiempo de perros!», miraba la hora en su reloj (el único en que tenía confianza), tomaba su rapé consabido, y así, de hora en hora, repitiendo; a cada vez: «¡Qué tiempo de perros!», volviéndose hacia Jacques y añadiendo: «Nunca mejor ocasión para proseguir y terminar la historia de tus amores… Pero mal se habla; de amor ni de cosa alguna cuando se está malo. Anda, haz un intento; si puedes continuar, continúa, y si no, tómate la tisana y duerme».

Aseguró Jacques que el silencio le era perjudicial, que él era un animal hablador y que la principal ventaja de su condición, la que más le llegaba al alma, era la libertad de desquitarse de los doce años de mordaza que había pasado en casa de su abuelo, a quien Dios tenga en gloria.

AMO.—Habla, pues, ya que eso nos place a los dos. Te habías quedado en no sé qué proposición deshonesta de la mujer del cirujano; se trataba, si mal no recuerdo, de expulsar al médico que atendía el castillo para instalar a su marido en ese puesto.

JACQUES.—Allá voy. Pero, un instante, por favor… Humedezcamos.

Jacques llenó de tisana un jarrilla, añadió un poco de vino blanco y se lo tragó. Era una receta que había aprendido de su capitán y que el doctor Tissot,[23] a quien Jacques se la había dado, la recomienda en su tratado de las enfermedades más comunes. El vino blanco, decían Jacques y el doctor Tissot, hace orinar, es diurético, corrige la insipidez de la tisana y tonifica el estómago y los intestinos. Así que hubo apurado su vaso de tisana, Jacques prosiguió:

—Aquí me tenéis que salgo de casa del cirujano, monto en la diligencia, llego al castillo y me veo rodeado de todos los que allí vivían.

AMO.—¿Acaso te conocían?

JACQUES.—¡Sí, por cierto! ¿Os acordáis de aquella mujer con la cántara de aceite?

AMO.—Lo recuerdo muy bien.

JACQUES.—Pues era la mandadera del intendente y de la servidumbre. Jeanne había pregonado en el castillo la acción caritativa que tuve para con ella y mi buena obra había llegado a oídos del señor: no se le habían ocultado los puntapiés y los puñetazos con que mi comportamiento fue recompensado aquella noche por el camino de regreso, y había dado órdenes para que me buscaran y me trasladaran a su mansión. Y allí estoy ahora. Me miran, me interrogan, me admiran. Jeanne me abrazaba y me daba las gracias. «Que sea alojado con toda comodidad, y qué no le falte de nada», recomendaba el señor a sus criados; y al cirujano de la casa: «Lo visitaréis con asiduidad».

Todo fue cumplido punto por punto. Ya veis, mi amo, ¿quién sabe lo que está escrito allá arriba? Que se diga ahora si está bien o mal hecho el desprenderse de su dinero, que es una desventura sufrir una tunda… Sin esos dos acontecimientos, el señor Desglands no habría nunca oído hablar de Jacques.

AMO.—¡Desglands, el señor de Miremont! ¿Te encuentras en el castillo de Miremont, en casa de mi viejo amigo, el padre del señor Desforges, el intendente de la provincia?

JACQUES.—Exactamente, Y la joven morena, de fino talle y ojos negros…

AMO.—¿Es Denise, la hija de Jeanne?

JACQUES.—La misma.

AMO.—Razón tienes, es una de las más bellas y más honestas criaturas que pueda haber en veinte leguas a la redonda. Yo, lo mismo que la mayor parte de los que frecuentaban el castillo de Desglands, habíamos puesto en juego todos los medios para seducirla, pero en balde, no había uno solo entre nosotros que no estuviera dispuesto a hacer por ella el mayor dislate, a cambio de que la doncella hiciese siquiera uno pequeño.

Habiendo dejado Jacques de hablar, su amo le preguntó:

—¿En qué estás pensando? ¿Qué haces?

JACQUES.—Rezo mis oraciones.

AMO.—¿Pero tú rezas?

JACQUES.—A veces.

AMO.—¿Y qué dices?

JACQUES.—Digo así: «Tú que hiciste el gran rollo, quienquiera que seas, tú que con tu mano has trazado todo lo que está escrito en el cielo, has sabido siempre lo que mejor me convenía. Hágase tu voluntad. Amén».

AMO.—¿Y no harías igualmente bien si te callaras?

JACQUES.—Puede que sí, puede que no. Por si acaso, yo rezo, y ya puede acontecerme lo que fuere, que no habría de alegrarme ni quejarme siempre que estuviera en mis cabales; pero como soy un inconsecuente y un irascible, echo en olvido las lecciones de mi capitán, así es que río y lloro como un majadero.

AMO.—¿Y tu capitán nunca se reía ni lloraba?

JACQUES.—Muy rara vez… El caso es que Jeanne me trajo a su hija una mañana y, dirigiéndose primero a mí, dijo: «Caballero, os halláis en un hermoso castillo, donde habéis de sentiros algo mejor que en casa de vuestro cirujano. Al principio, sobre todo, os atenderán a pedir de boca; pero conozco a los criados, pues no en balde también yo lo soy desde hace largo tiempo; poco a poco disminuirá el celo en el servicio, los señores dejarán de pensar en vos, y si vuestra enfermedad se prolonga, seréis olvidado, tan completamente olvidado que si se os antojara morir de hambre, lo conseguiríais…». Luego, volviéndose hacia su hija, le dijo así: «Escucha, Denise, quiero que visites a este honrado caballero cuatro veces al día: por la mañana, a la hora del almuerzo, hacía las cinco de la tarde y a la hora de cenar. Y quiero que le obedezcas como a mí misma. Téntelo por dicho y no dejes de cumplirlo».

AMO.—¿Sabes lo que le sucedió al pobre Desglands?

JACQUES.—No, señor; mas si los buenos deseos que formulé por su prosperidad no se han cumplido, no habrá sido por falta de sinceridad. Fue él quien me puso al servicio del comandante de La Boulaye, que pereció al pasar por Malta; y el comandante de La Boulaye me recomendó a su hermano mayor, el capitán, quien acaso haya a estas horas fallecido de una fístula; es ese capitán quien me pasó a su hermano menor, fiscal de Toulouse, que se volvió loco y la familia le hizo encerrar. El tal señor Pascal, fiscal, como digo, del tribunal de Toulouse, me había mandado al conde de Tourville, pero éste prefirió dejarse crecer la barba bajo el hábito de capuchino antes que ir a jugarse la vida; del conde de Tourville pasé a la marquesa de Belloy, que se fugó a Londres con un extranjero; de la marquesa fui a casa de uno de sus primos, que se arruinó con las mujeres y tuvo que irse a las islas; ese primo es quien me recomendó a un tal señor Hérisant, usurero de profesión, que hacía inversiones para el señor de Rusai, doctor en la Sorbona, el cual me hizo entrar en casa de la señorita Isselin, vuestra protegida, quien me colocó con vos mismo, a quien deberé el pan de mi vejez, pues así me lo habéis prometido si sigo fielmente con vos, y no hay motivo para pensar que hayamos de separarnos. Jacques fue hecho para vos y vos fuisteis hecho para Jacques.

AMO.—¡Pues sí que has recorrido tú casas en tan poco tiempo!

JACQUES.—Cierto es, y también que más de una vez me despidieron.

AMO.—¿Por qué?

JACQUES.—Porque nací charlatán y toda esa gente quería que me estuviera callado. No eran como vos, que mañana mismo me pondríais en la calle si dejara de hablar. Yo tengo exactamente el vicio que os convenía. Pero ¿qué es lo que le sucedió al señor Desglands? Contadme eso mientras que me preparo un poco de tisana.

AMO.—¿Has residido en su castillo y nunca oíste hablar de su emplasto?

JACQUES.—No.

AMO.—Dejaremos esa aventura para el camino; la otra es más corta. Desglands había hecho fortuna en el juego. Se enamoró de una mujer a la que sin duda habrás visto en el castillo, una dama discreta pero seria, taciturna, extravagante y dura. La tal señora le dijo un día: «O me queréis más que el juego, y en ese caso habréis de darme palabra de honor de que no volveréis a jugar nunca más; o preferís el juego, y entonces no me habléis más de vuestra pasión y jugad cuanto os plazca…». Desglands dio su palabra de honor de que no jugaría más.

JACQUES.—¿Y no jugó ni a lo poco ni a lo mucho?

AMO.—Ni a lo poco ni a lo mucho. Hacía unos diez años que vivían juntos en el castillo que conoces, cuando Desglands tuvo que ir a la ciudad por un asunto de sus intereses y quiso el azar que para desgracia suya encontrase en el despacho de su notario a uno de sus antiguos conocidos de timba, quien le arrastró a cenar a un garito en el que perdió en una sola sesión todo cuanto poseía. Su amante fue inflexible: era rica, dejó a Desglands una módica pensión y se separó de él para siempre.

JACQUES.—¡Cuánto lo lamento! Era un amable caballero.

AMO.—¿Cómo va tu garganta?

JACQUES.—Mal.

AMO.—Eso es porque hablas demasiado y no bebes bastante.

JACQUES.—Es qué la tisana no me gusta y sí me gusta hablar.

AMO.—¡Bien, Jacques! Ya estás en casa de Desglands, cerca de Denise y Denise autorizada por su madre a hacerte al menos cuatro visitas al día. ¡La muy pícara! ¡Preferir a un Jacques!

JACQUES.—¡Un Jacques! Un Jacques, señor, es un hombre como cualquier otro.

AMO.—Jacques, te equivocas, un Jacques no es en modo alguno un hombre como otro cualquiera.

JACQUES.—A veces incluso mejor que otro.

AMO.—Jacques, faltáis a la corrección. Proseguid la historia de vuestros amores y recordad que sólo sois y nunca seréis más qué un Jacques.

JACQUES.—Pues si en el tugurio aquel donde encontramos a los malandrines no hubiera valido Jacques un poco más que su amo…

AMO.—Jacques, sois un insolente, abusáis de mi bondad. Si cometí la necedad de sacaros de donde estabais, bien sabré volver a poneros en vuestro lugar. Jacques, tomad la botella y el perol y bajad.

JACQUES.—Diréis lo que os plazca, señor; yo me encuentro bien aquí y no voy a irme abajo.

AMO.—Yo te digo que vas a bajar.

JACQUES.—Seguro estoy que no lo decís en serio. ¿Cómo es eso, señor, después de haberme acostumbrado durante diez años a vivir como un par de buenos compañeros…?

AMO.—Se me antoja acabar con eso.

JACQUES.—Luego de haber soportado todas mis impertinencias…

AMO.—Ya no quiero seguir soportándolas.

JACQUES.—Tras haberme hecho sentar a la mesa a vuestro lado y haberme llamado vuestro amigo…

AMO.—Vos sabéis lo que significa el nombre de amigo cuando se lo da un superior a un subalterno.

JACQUES.—Cuando es sabido que todas vuestras órdenes no eran más que agua de borrajas si no las ratificaba Jacques; después de haber unido tan cabalmente vuestro nombre al mío que nunca va el uno sin el otro y que todo el mundo dice «Jacques y su amo», ¡ahora de golpe se os antoja separarlos! No, señor, no ocurrirá tal. Está escrito en el cielo que mientras viva Jacques y todo el tiempo que viva su amo, e incluso cuando ambos hayan muerto, se seguirá diciendo «Jacques y su amo».

AMO.—Y yo digo, Jacques, que habrás de bajar, y que bajarás inmediatamente porque yo te lo ordeno.

JACQUES.—Señor, ordenadme cualquier otra cosa si es que queréis que os obedezca.

Entonces, el amo de Jacques se levantó, lo agarró por las solapas y le dijo con gravedad:

—Baja.

Jacques le respondió con frialdad:

—No voy a bajar.

El amo, sacudiéndole violentamente, repitió:

—¡Que bajes, zoquete! Obedéceme.

Jacques replicó con mayor frialdad todavía:

—Tan zoquete como queráis, pero este zoquete no bajará. Mirad, señor, lo que se me pone entre ceja y ceja, no se me pone en los pies, como suele decirse. Os acaloráis en vano, Jacques se quedará donde está y no bajará.

Y luego, Jacques y su amo, que habían estado moderados hasta ese momento, se dispararon ambos a la vez y se pusieron a gritar desaforadamente:

—Vas a bajar.

—No bajaré.

—Bajarás.

—No bajaré.

Al oír aquella disputa, la mesonera subió y se enteró de lo que ocurría, aunque no la respondieron en el primer momento: ambos continuaban gritando: «Bajarás», «No bajaré», «Bajarás», «No bajaré». El amo, que tenía encogido el corazón, se paseaba por la habitación refunfuñando entre dientes: «¡Habráse visto nada semejante!». La mesonera, pasmada y de pie, preguntando: «Pero bueno, caballeros, ¿de qué se trata?». Jacques, sin inmutarse, a la mesonera:

—Es mi amo, que ha perdido la cabeza, se ha vuelto loco.

AMO.—Estúpido, querrás decir.

JACQUES.—Como gustéis.

AMO (a la mesonera).—¿Le habéis oído?

MESONERA.—No sabe lo que dice; pero que haya paz, por favor. Hablad el uno o el otro, para que sepa yo de qué se trata.

AMO (a Jacques).—Habla tú, granuja.

JACQUES (a su amo).—Hablad vos mismo.

MESONERA (a Jacques).—Vamos, señor Jacques, hablad, vuestro amo os lo ordena; al fin y al cabo, un amo es un amo…

Jacques explicó la cuestión a la mesonera y luego que le hubo escuchado, díjoles ésta:

—Caballeros ¿queréis aceptarme como árbitro?

JACQUES Y SU AMO (al mismo tiempo).—Con mucho gusto, con mucho gusto, señora.

—¿Y os comprometéis por vuestro honor a acatar mi sentencia?

JACQUES Y SU AMO.—Por nuestro honor, por nuestro honor…

Entonces, sentándose en una mesa y adoptando el tono y la pose de un grave magistrado, la mesonera dijo así:

—Oída la declaración del señor Jacques y habida cuenta de los hechos tendentes a demostrar que su amo es un amo bueno, un muy buen, un demasiado buen amo, y que Jacques no es ni mucho menos un mal criado, aunque un tanto inclinado a confundir la posesión absoluta e inamovible con la concesión pasajera y gratuita, anulo la igualdad que por un tiempo se había establecido entre ambos y vuelvo a dictarla de inmediato. Jacques bajará, y cuando haya bajado, subirá, recobrando al punto todas las prerrogativas de que ha gozado hasta hoy. Su amo le tenderá la mano y amistosamente le dirá: «Jacques, hola, Jacques, me complace volver a veros…», a lo que Jacques responderá: «Y yo, señor, encantado estoy de encontraros nuevamente…». Y prohíbo que en el futuro se vuelva a suscitar entre ellos esta cuestión y que se discuta la prerrogativa de amo y criado. Queremos que uno ordene y otro obedezca, cada cual lo mejor que pueda, y que se deje entre lo que uno puede y lo que otro debe la misma ambigüedad que hasta el presente.

Así que hubo acabado de pronunciar aquella sentencia, sin duda tomada de algún escrito publicado con ocasión de una controversia similar, por cuya causa pudo oírse de un extremo a otro del reino cómo un amo gritaba a su criado: «¡Bajarás!» y al criado chillar: «¡No bajaré!», dijo la mesonera a Jacques:

—Vamos, dadme el brazo sin más regateos…

Jacques exclamó tristemente:

—Así pues, escrito estaba que hoy habría yo de bajar…

MESONERA.—Estaba escrito en el cielo que desde el momento en que se toma amo, hay que bajar, y subir, y avanzar, y retroceder, y quedarse quieto, y todo eso sin que los pies sean libres de negarse a obedecer las órdenes de la cabeza. Dadme el brazo y que mis órdenes sean cumplidas.

Le dio Jacques el brazo a la mesonera, pero no bien hubieron cruzado el umbral del aposento, cuando ya el amo se precipitaba hacia Jacques para abrazarlo y dejó a éste para abrazar a la mesonera, y mientras abrazaba al uno y al otro decía: «Está escrito allá arriba que no he de librarme de este chiflado y que mientras esté en vida él será mi amo y yo su criado…». La mesonera añadió: «Y que vayáis donde vayáis, en todo el país a la redonda no por eso lo vais a librar mal ni el uno ni el otro».

Una vez apaciguada la querella, que la mesonera tomó por la primera y que no era la centésima de tal especie, y luego que hubo dejado a Jacques en su lugar, se fue a sus quehaceres y el amo dijo a Jacques:

—Ahora que hemos recobrado nuestra sangre fría y que nos hallamos de nuevo en estado de juzgar con sano entendimiento, ¿no reconoces que…?

JACQUES.—Reconozco que cuando se ha dado palabra de honor, hay que mantenerla; y puesto que hemos prometido al juez bajo palabra que no volveríamos a tratar de esta cuestión, no hay más que hablar de ello.

AMO.—Razón tienes.

JACQUES.—Pero, aun sin volver al tema, ¿no podríamos prevenir otras cien discusiones mediante algún arreglo razonable?

AMO.—Lo acepto.

JACQUES.—Estipulemos: primero, visto que está escrito allá arriba que soy para vos esencial y que yo percibo, yo sé que no podéis prescindir de mí, abusaré de esas prerrogativas todas y cada una de las veces que la ocasión se presente.

AMO.—Pero, Jacques, nunca se ha estipulado nada semejante.

JACQUES.—Estipulado o no, eso se ha hecho siempre, se hacía y se hará mientras el mundo sea mundo. ¿Acaso creéis que los demás no han intentado, como vos, sustraerse a ese decreto y que vais a ser más hábil que todos ellos? Quitaos esa idea de la cabeza y someteos a la ley de una necesidad de la que no está en vuestra mano el poder libraros. Estipulemos: segundo, visto que tan imposible le resulta a Jacques ignorar su ascendiente y su fuerza sobre su amo, como a su amo desconocer su debilidad y despojarse de su indulgencia, preciso es que Jacques sea insolente y que, en aras de la buena concordia, su amo no se dé por enterado. Todo esto ha sido dispuesto sin nuestra intervención, todo fue firmado y sellado allá arriba cuando la naturaleza hizo a Jacques y a su amo. Fue decretado que vos llevaríais el título y yo poseería la cosa en sí. Y si quisierais oponeros a la voluntad de la naturaleza, no conseguiríais sino vanos efectos ilusorios.

AMO.—Pero, según ese entendimiento, tu parte sale mejor que la mía.

JACQUES.—¿Y quién os dice lo contrario?

AMO.—Pues en ese caso no tengo sino ocupar tu lugar y ponerte a ti en el mío.

JACQUES.—¿Y sabéis lo que ocurriría? Que perderíais el título sin lograr la cosa. Quedémonos como estamos, que así los dos estamos muy bien, y sea el resto de nuestra vida empleado en hacer un proverbio.

AMO.—¿Qué proverbio?

JACQUES.—Éste: «Jacques lleva a su amo». Seremos los primeros de quienes tal se haya dicho, aunque se habrá de repetir de otros mil que valen más que vos y que yo.

AMO.—Eso me parece duro, muy duro.

JACQUES.—Mi amo, mi querido amo, vais a toparos contra un aguijón que ha de picaros aún con mayor fuerza. Así es que convenido queda eso entre nosotros.

AMO.—¿Y de qué ha de servir nuestro consentimiento a una ley necesaria?

JACQUES.—De mucho. ¿Creéis que es inútil saber, de una vez por todas, neta y claramente, a qué atenerse? Todas nuestras disputas han sido hasta ahora provocadas porque no nos habíamos dicho todavía bien a las claras que vos os llamaríais mi amo y que yo sería el vuestro. Ahora que ya es sabido, no nos resta sino obrar en consecuencia.

AMO.—Pero ¿dónde diablos has aprendido tú todo eso?

JACQUES.—En el gran libro. ¡Ah, mi amo! Ya puede uno reflexionar, meditar y estudiar en todos los libros de este mundo, que no se pasará de modesto escolar si no se ha leído en el gran libro…

Después del almuerzo se aclaró por fin el tiempo. Algunos viajeros aseguraron que se podía vadear el arroyo. Jacques bajó, su amo pagó a la mesonera con largueza. A la puerta del mesón se reúne gran número de viandantes que el mal tiempo había obligado a detenerse, y se preparan para continuar su camino; entre ellos, Jacques y su amo, el hombre del matrimonio insólito y su compañero. Los caminantes de a pie han tomado su bastón y sus alforjas; otros se acomodan en sus tartanas y coches; los que van a caballo han montado ya y beben el trago del estribo. La mesonera, con una botella en la mano, ofrece amablemente los vasos y los va llenando, sin olvidar el suyo; le dicen cumplidos y responde a ellos con deferencia y alegre buen humor. Al fin pican espuelas, se cambian saludos y parten.

Y sucedió que Jacques y su amo, el marqués de los Arcis y su compañero de viaje habían de seguir el mismo camino. De estos cuatro personajes, sólo os falta por conocer al último, un joven que frisaba apenas en los 22 o 23 años. Era de una timidez que se pintaba en su rostro; llevaba la cabeza un poco echada sobre el hombro izquierdo, iba silencioso y se notaba que tenía menguado conocimiento de los usos y costumbres mundanos. Si hacía una reverencia, inclinaba la parte superior del cuerpo sin mover las piernas; cuando estaba sentado, tenía la manía de levantar los faldones de su levita y cruzarlos sobre los muslos, de meter las manos por las aberturas y de escuchar a quien hablara con los ojos casi cerrados. Ante guisa tan singular, Jacques lo descifró y, acercándose al oído de su amo, le dijo:

—Apuesto a que este mozo ha llevado el hábito de fraile.

—¿Y eso por qué, Jacques?

—Ya lo veréis.

Nuestros cuatro viajeros fueron juntos, charlando acerca de la lluvia, del buen tiempo, de la mesonera y del mesonero, de la disputa del marqués de los Arcis a propósito de la perra Nicole. La tal perrita, hambrienta y sucia, no cesaba de restregarse en sus medias; después de haber intentado en vano ahuyentarla con la servilleta, perdió el marqués la paciencia y le propinó una patada bastante violenta… Y de ahí derivó la conversación al singular apego que sienten las mujeres por los animales. Cada cual dio su opinión, y el amo de Jacques, dirigiéndose a éste, inquirió:

—Y tú, Jacques, ¿qué opinas de esto?

Jacques preguntó a su amo si no había reparado en que, por grande que fuese la miseria de la gente modesta, aun sin tener pan para ellos mismos, todos tenían perro; si no había notado que esos perros, amaestrados siempre para dar volteretas, bailar, andar en dos patas, traer lo que se les arroja, saltar por el rey, por la reina, hacer el muerto, esa educación había hecho de ellos los animales más desdichados de la creación. De donde concluyó que todo hombre desea mandar sobre otro, y que como el animal se sitúa inmediatamente por debajo de la clase de los últimos ciudadanos mandados por las demás clases, éstos se hacían con algún animal para poder también tener a quien mandar.

—Así es que —añadió Jacques— cada cual tiene su perro. El ministro es el perro del rey; el funcionario es el perro del ministro; la mujer es el perro del marido, o el marido el perro de la mujer; Favorito es el perro de ésta y Thibaud es el perro del hombre de la esquina. Cuando mi amo me hace hablar, queriendo yo estar callado —lo cual, a decir verdad, rara vez me ocurre— o cuando me hace callar queriendo yo hablar —lo que es muy difícil—, cuando me pide que le cuente la historia de mis amores, prefiriendo yo hablar de otra cosa; cuando, una vez comenzada la historia de mis amores, él me interrumpe, ¿acaso soy otra cosa que su perro? Los hombres débiles son los perros de los hombres fuertes.

AMO.—Sin embargo, Jacques, el cariño por los animales no lo advierto sólo entre la gente pobre; conozco grandes damas que viven rodeadas de una jauría de perros, sin contar gatos, loros y pajaritos.

JACQUES.—Eso es su propia sátira y la de su entorno. No quieren a nadie, nadie las quiere a ellas, y ponen en los perros un sentimiento con el que no saben qué hacer.

MARQUÉS.—Amar a los animales o echar su corazón a los perros, he ahí una consideración muy singular.

AMO.—Lo que se les da a esos animales bastaría para alimentar a dos o tres desventurados.

JACQUES.—¿Es ahora cuando os sorprende?

AMO.—No.

El marqués de los Arcis volvió los ojos hacía Jacques y sonrió de las cosas que se le ocurrían; luego, dirigiéndose al amo, le dijo:

—Tenéis un criado que no es nada corriente.

AMO.—¡Un criado decís! Mucho favor me hacéis, antes soy yo el suyo, y esta mañana, sin ir más lejos, poco ha faltado para que me lo demostrara en debida forma.

Así charlando, llegó la hora de pernoctar, y tomaron en la posada una habitación en común. El amo de Jacques y el marqués de los Arcis cenaron juntos, a Jacques y al joven les sirvieron aparte. En cuatro palabras, el amo esbozó al marqués la historia de Jacques y su cacumen fatalista. El marqués habló del muchacho que le servía: había estado de fraile en la abadía de Prémontré y tuvo que salirse a causa de una curiosa aventura. Unos amigos se lo habían recomendado y lo tomó como secretario en espera de que encontrara algo mejor. El amo de Jacques exclamó:

—¡Es gracioso!

MARQUÉS.—¿Y qué gracia le encontráis a eso?

AMO.—Me refiero a Jacques. Apenas habíamos entrado en el albergue que hemos dejado atrás, cuando Jacques me advirtió en voz baja: «Señor, fijaos bien en ese joven, apostaría a que ha sido fraile».

MARQUÉS.—Pues acertó, aunque no se me alcanza por qué. ¿Os acostáis temprano?

AMO.—No, habitualmente no; y por lo que hace a esta noche, no estoy cansado, ya que sólo hemos hecho media jornada.

MARQUÉS.—Si no tenéis nada más útil o más agradable que hacer, os contaré la historia de mi secretario, que no es por cierto nada común.

AMO.—La escucharé con sumo gusto.

Ya os estoy oyendo, querido lector; me estáis diciendo: «¿Y los amores de Jacques?». ¿Creéis que no siento yo tanta curiosidad como vos? ¿Habéis olvidado acaso que a Jacques le gusta hablar, y hablar sobre todo de sí mismo, manía general entre las gentes de su condición, medio por el que escapan a su abyección y se colocan en la tribuna, transformándose de golpe y porrazo en personajes interesantes? ¿Cuál es, en vuestra opinión, el motivo que atrae al populacho a las ejecuciones públicas? ¿La inhumanidad? Os equivocáis: el pueblo no es inhumano, si pudiera, arrancaría de las manos de la justicia al desgraciado en torno a cuyo patíbulo se agolpa. Lo que va a buscar en la plaza de Grève[24] es una escena que poder contar cuando regrese a su arrabal, sea ésa u otra cualquiera, le da lo mismo con tal de que le haya tocado representar algún papel, que ello le dé pie para reunir a sus vecinos y que éstos le presten atención. Que se celebre en los bulevares una fiesta, y veréis que la plaza de las ejecuciones se queda vacía. El pueblo está ávido de espectáculos por lo que se divierte cuando los disfruta y porque sigue disfrutando luego cuando los cuenta. El pueblo es terrible en su furor, mas éste dura poco. Su propia miseria le ha hecho compasivo, y aparta la vista del horror que fue a buscar, se enternece y regresa llorando… Cuanto os estoy aquí diciendo se lo debo a Jacques; os lo confieso, pues no me gusta hacer gala del ingenio ajeno.

Jacques ignoraba hasta el nombre de vicio y de virtud y pretendía que uno nace fausta o infaustamente. Cada vez que oía hablar de recompensas o castigos, se encogía de hombros. A su entender, la recompensa es el estímulo de los buenos, y el castigo, el miedo de los malvados. «¿Qué otra cosa puede ser —decía— puesto que no hay libre albedrío y nuestro destino está escrito allá arriba?» Bien convencido estaba de que un hombre se encamina tan necesariamente a la gloria o a la ignominia como una piedra que tuviera conciencia de sí misma rueda por la pendiente de una montaña; y que si nos fuera dado conocer de antemano el encadenamiento de causas y efectos que forman la vida de un hombre desde el primer instante hasta su postrer suspiro, quedaríamos que cada cual no ha hecho sino aquello que necesariamente debía hacer. No pocas veces le llevé la contraria, pero sin resultado ni beneficio. En verdad, ¿qué se le puede replicar a quien os dice: «Sea cual fuere la suma de elementos de que estoy compuesto, yo soy uno; ahora bien, una causa única tiene un solo efecto: yo he sido siempre una causa única, por tanto no he tenido que producir más que un efecto; luego lo que yo haya de durar no será sino una serie de efectos necesarios»? Jacques razonaba de esta suerte, según las enseñanzas de su capitán. Hacer distingos entre un mundo físico y otro moral, le parecía totalmente vacío de sentido. Su capitán le había metido en la cabeza todas esas opiniones, sacadas de las lecturas de, Spinoza, que había llegado a saberse de memoria.

Según tal sistema, pudiera creerse que Jacques ni se alegraba ni se afligía por nada; lo cual, sin embargo, no era cierto: se comportaba más o menos como vos, lector, o como yo. Daba las gracias a su bienhechor para que siguiera portándose bien con él; se encolerizaba contra el hombre injusto, y cuando se le objetaba que parecía entonces un perro mordiendo la piedra que le ha herido, replicaba: «Nada de eso, la piedra mordida por el perro no se corrige, mientras que el hombre injusto cambia con el palo». Era a menudo inconsecuente, como vos, como yo, y proclive a olvidar sus principios, excepto en algunas circunstancias en que su filosofía lo dominaba por completo. Era entonces cuando decía: «Tenía que ser así, pues estaba escrito allá arriba». Intentaba prevenir el mal; era prudente sin dejar de sentir el mayor desprecio por la prudencia y, acaecido el accidente, repetía su estribillo y así se consolaba. Por lo demás, era buen hombre Jacques, franco, honrado, animoso, fiel, muy testarudo, más todavía charlatán, y desconsolado como vos y como yo por haber comenzado la historia de sus amoríos sin apenas esperanzas de terminarla. Por eso, lector, os aconsejo que os resignéis y que, a falta de los amores de Jacques, os avengáis a escuchar las tribulaciones del secretario del marqués de los Arcis. Además, que veo al pobre Jacques con el cuello envuelto en un gran pañuelo, con su cantimplora, llena antes de buen vino y ahora de tisana, y tosiendo y despotricando contra la mesonera y su vino de Champagne. Nada de lo cual haría si recordara que todo está escrito en el cielo, incluso su resfriado.

Y luego, querido lector, siempre historias de amor… una, dos, tres, cuatro historias de amor llevo contadas, tres o cuatro más que aún quedan por oír, son muchas historias de amor. Cierto que, si bien se mira, como escribo para vos, o bien tengo que prescindir de vuestro aplauso, o bien serviros a vuestro gusto, y es así que claramente habéis optado por las historias de amor. Todas las novelas, en verso o en prosa, son historias de amor; casi todos los poemas, elegías, églogas, idilios, canciones, epístolas, comedias, tragedias, óperas, son historias de amor; casi todas las pinturas y esculturas no son otra cosa que historias de amor. Os estáis nutriendo de amor desde que nacisteis y aún no os habéis saciado. Vais a seguir ese régimen por mucho tiempo todavía, hombres y mujeres, grandes y chicos, y no habréis de cansaros. En verdad que es algo maravilloso. Yo quisiera que la historia del secretario del marqués de los Arcis también fuese una historia de amor; pero mucho me temo que no lo sea y que lleguéis a aburriros. ¡Qué le vamos a hacer! Lo lamentaré por el marqués de los Arcis, por el amo de Jacques, por Jacques, por vos, lector, y por mí.

«Llega un momento en la vida de casi todos los muchachos y muchachas en que se ponen melancólicos, están como atormentados por una vaga inquietud que lo impregna todo y no hallan nada que pueda calmarla. Buscan la soledad, lloran; el silencio de los claustros despierta su emoción, la imagen de paz que parece reinar en las congregaciones religiosas llega a seducirlos. Toman por llamada de Dios hacia Él las primeras manifestaciones de un temperamento en pleno desarrollo, y es precisamente al apremiarlos la naturaleza cuando abrazan un género de vida contrario a lo que la naturaleza está reclamando. No suele durar mucho el error; las manifestaciones de la naturaleza se van haciendo más claras, las reconocen al fin, y el infeliz secuestrado se sume en las lamentaciones, la languidez, le dan vapores, llega a la desesperación o a la locura…»

Tal fue el preámbulo del marqués de los Arcis. Y prosiguió así:

—Hastiado del mundo a la edad de diecisiete años, Richard (ése es el nombre de mi secretario) se fugó de la casa paterna y tomó el hábito de premonstratense.

AMO.—¿De premonstratense? En buena hora. Son blancos como los cisnes y san Norberto, que fundó la orden, sólo una cosa omitió en la regla…

MARQUÉS.—Asignar una pareja a cada uno de sus frailes.

AMO.—Si no fuera la costumbre de los amorcillos el ir desnudos, se disfrazarían con el hábito de los premonstratenses. Reina en esa orden una singular política: se admite el trato con las duquesas, las marquesas, las condesas, las esposas de los presidentes y de los consejeros, incluso de los financieros, pero en modo alguno con las burguesas, y por muy bonita que sea la tendera, jamás veréis a un premonstratense entrar en un comercio.

MARQUÉS.—Eso mismo es lo que Richard me dijo. El muchacho habría pronunciado los votos, luego de dos años de noviciado, si sus padres no se hubieran opuesto. Exigió su padre que volviera al hogar y que allí le sería permitido poner a prueba su vocación, observando todas las reglas de la vida monástica durante un año; pacto que fue fielmente cumplido por ambas partes. Transcurrido aquel año de prueba bajo la tutela familiar, Richard pidió el beneplácito para ordenarse fraile. Su padre le respondió: «Te concedí un año para tomar la última determinación, espero que no habrás de negarme otro año a mí para hacer lo mismo; pero consiento en que vayas a pasar ese año donde mejor te plazca». En espera, pues, de que finalizara aquel segundo plazo, el prior de Prémontré lo tomó a su cargo, y fue durante ese intervalo cuando se vio a Richard implicado en una de esas aventuras que no ocurren más que en los conventos. Había a la sazón, al frente de una de las casas de la orden, un superior llamado el padre Hudson, de un carácter fuera de lo común y de un talante sumamente interesante: tenía la frente despejada, el rostro ovalado, la nariz aguileña, grandes ojos azules, anchas y lucias mejillas, bonita boca con hermosos dientes, la más fina sonrisa, la cabeza cubierta por una espesa mata de pelo blanco que añadía dignidad al interés de su fisonomía. Poseía además otras prendas: aguda inteligencia, cultura, jovialidad porte y conversación de lo más discreto, gusto por el orden y amor al trabajo. Pero escondía asimismo las más fogosas pasiones, la más desenfrenada afición por el placer y las mujeres, el genio más exacerbado para la intriga, las costumbres más licenciosas y el más absoluto despotismo en la organización de su convento. Cuando le encomendaron la administración, la casa estaba infectada por un cerril jansenismo, los estudios se llevaban mal, los asuntos temporales se hallaban en desorden, los deberes religiosos habían caído en desuso, los oficios divinos se celebraban con indecencia y algunos aposentos superfluos estaban ocupados por pensionistas disolutos. El padre Hudson convirtió o se deshizo de los jansenistas, dirigió personalmente los estudios, reorganizó lo temporal, restableció la regla, expulsó a los pensionistas escandalosos, reanudó en la celebración de los oficios la regularidad y el decoro, y transformó su comunidad en una de las más edificantes. Sin embargo, aquella austeridad a que hacía someterse a los demás, no se la aplicaba a sí mismo: no era él tan incauto como para compartir el férreo yugo con que sojuzgaba a sus subalternos. Así es que no es de extrañar que todos sintieran contra el padre Hudson un resentimiento que, no por reprimido, dejaba de ser violento y peligroso… Todos y cada uno eran sus enemigos y sus espías, el que más y el que menos se dedicaba en secreto a penetrar en las tinieblas de su conducta, cada cual por su cuenta llevaba nota de sus ocultos desórdenes; todos habían decidido causar su pérdida. No daba un paso sin ser vigilado, apenas comenzaba a urdir una de sus intrigas, cuando ya era conocida.

»Contigua al monasterio tenía una casa el prior de la orden; casa con dos puertas, una que daba a la calle y otra al claustro. Hudson había forzado las cerraduras y aquella morada abacial se había convertido en el teatro de sus devaneos nocturnos y la cama del prior en lecho de placeres. Bien entrada la noche, introducía por la puerta de la calle a mujeres de toda condición y en las estancias del prior se celebraban exquisitas cenas íntimas. Y como Hudson era confesor, había sabido corromper a todas las feligresas que valían la pena, entre las cuales había una joven confitera que daba mucho que hablar en el barrio por su coquetería y sus encantos. Hudson, que no podía visitarla en casa de ella, la encerró en su serrallo. Esta suerte de rapto no se llevó a cabo sin infundir sospechas a los padres y al esposo de la dama, que fueron a visitarle. Hudson los recibió fingiendo consternación. Mientras aquellas buenas gentes le exponían cuán afligidos estaban por tal reclusión, he aquí que toca la campana: eran las seis de la tarde, la hora del Ángelus. Hudson impone silencio, se quita el chapeo, se pone en pie, se persigna y dice en tono fervoroso penetrado de unción: Angelus Domini nuntiavit Mariæ… Ante lo cual, el padre de la confitera y sus hermanos, avergonzados de haber sospechado, iban diciendo al esposo al bajar por la escalera: “Hijo mío, sois un necio… Hermano, ¿no os da vergüenza? ¡Un hombre que reza el Ángelus, un santo!”.

»Una noche de invierno, al recogerse el padre Hudson en su convento, fue abordado por una de esas mujerzuelas que requieren a los transeúntes. Le parece bonita, la sigue y no bien hubo entrado con ella, llega la ronda nocturna y lo descubre. Este incidente habría causado la pérdida de cualquier otro, pero Hudson era hombre de recursos y el hecho le sirvió, al contrario, para ganarse la benevolencia y la protección del corregidor. Conducido a su presencia, le dijo así: “Me llamo Hudson, soy el superior de un convento. Cuando en él entré, todo estaba en desorden: no había ciencia, ni disciplina ni buenas costumbres; lo espiritual se había descuidado hasta un extremo escandaloso, el deterioro de lo temporal amenazaba a la casa de pronta ruina. Yo restablecí todo; mas no dejo de ser hombre… He preferido dirigirme a una mujer corrompida, antes que acercarme a una mujer honesta. Ahora, podéis disponer de mí como os plazca…”. El corregidor le recomendó que usara de mayor prudencia en el futuro, le prometió guardar el secreto de aquella aventura y mostró deseos de conocerle más íntimamente.

»Entretanto, los enemigos que le rodeaban habían enviado al general de la orden, cada uno por su lado, memoriales en los que se exponía todo cuanto podía saberse de la mala conducta de Hudson. La confrontación de tales informes redoblaba su fuerza. El general de los premonstratenses era jansenista y, por consiguiente, se dispuso a vengarse de la persecución que Hudson había ejercido contra los adeptos del jansenismo. Le habría complacido poder hacer extensiva aquella acusación de costumbres licenciosas, dirigida contra uno solo, a todos ellos, a la secta entera de los defensores de la Bula y de la moral relajada.[25] Así es que puso en manos de dos comisarios los distintos informes acerca de los hechos y desmanes de Hudson y los envió en secreto con orden de que procedieran a su comprobación y levantaran acta judicial, instándoles sobre todo a que actuaran con la mayor circunspección, único medio de confundir súbitamente al culpable y sustraerlo a la protección de la corte y del obispo Mirepoix, a cuyos ojos el jansenismo era el mayor de los crímenes y la sumisión a la Bula Unigenitus la primera de las virtudes. Richard, mi actual secretario —aclaró el marqués de los Arcis— fue uno de aquellos dos comisionados.

»Partieron los dos hombres del noviciado, y se instalaron en el convento de Hudson, procediendo de inmediato y con toda cautela a las averiguaciones. No tardaron en establecer una relación en la que se acumulaban más fechorías de las que hubieran sido necesarias para encerrar a cincuenta frailes en el in pace.[26] Aunque su estancia fue bastante prolongada, la investigación se llevó con tal habilidad que nada trascendió, y Hudson, con todo lo agudo que era, corría a su perdición sin tener la más ligera sospecha. No obstante, lo poco que se preocuparon los recién llegados en hacerle la corte, lo secreto de aquel viaje, sus salidas, unas veces juntos y otras por separado, sus frecuentes conversaciones con los demás frailes, la clase de gente que los visitaba y a quienes ellos visitaban; todo aquello acabó por inquietarle. Así es que los espió él, los hizo espiar por otros, y pronto vio el objeto de su misión. Lejos de desconcertarse, se ocupó a fondo no de escapar a la tormenta que sobre él se cernía, sino de desviarla hacia la cabeza de los dos comisarios, y he aquí el plan tan extraordinario que concibió.

»Había seducido a una joven, a la cual tenía escondida en un pequeño cobijo del arrabal de Saint Médard. Allí acudió rápidamente, y dirigió a la muchacha el siguiente parlamento:

»—Hija mía, todo ha sido descubierto, estamos perdidos, no pasarán ocho días sin que vengan a encerraros y no sé lo que harán de mí. Nada de llanto ni desesperación, reponeos de vuestro desconcierto. Escuchadme bien y haced cuanto os diga, cumplidlo exactamente y yo me encargo de lo demás. Mañana me marcharé al campo; durante mi ausencia, debéis ir en busca de dos religiosos cuyo nombre voy a deciros —y le nombró a los dos comisarios—; solicitad que os permitan hablarles en secreto. Una vez a solas con ellos, postraos a sus plantas, implorad su ayuda, implorad justicia, implorad su mediación cerca del general de la orden, sobre quien sabéis que tienen gran influencia. Llorad, gemid, mesaos los cabellos y así haciendo contadles toda nuestra historia, pero de la manera más adecuada para inspirar conmiseración hacia vos y horror hacia mí.

»—¿Cómo, señor, voy a decirles…?

»—Sí, sí, decidles quién sois y a quién pertenecéis, explicad que yo os seduje usando de la confesión, que os arrebaté de brazos de vuestros padres y os relegué en esta casa donde moráis. Decid que, luego de haberos robado la honra y precipitaros en el vicio, os he abandonado en la miseria; decid que no sabéis qué va a ser de vuestra vida…

»—Pero, padre…

»—O cumplís lo que aquí os prescribo y cuanto me queda por prescribiros, o aceptáis vuestra perdición y la mía. Esos dos frailes no dejarán de apiadarse de vos, de aseguraros su ayuda y de pediros una segunda cita. Se informarán sobre vos y vuestros familiares y, como no les habréis dicho nada que no sea cierto, no les despertaréis sospechas. Después de la segunda entrevista, os prescribiré lo que habéis de hacer en la tercera. Pero poned sumo cuidado en cumplir vuestro cometido lo mejor posible.

»Todo sucedió tal como Hudson había planeado. Hizo un segundo viaje; los dos comisarios avisaron a la muchacha y ella volvió al convento. De nuevo le pidieron que relatara su desdichada historia y, mientras que se la contaba al uno, el otro tomaba nota en sus cuadernos. Se compadecieron, en efecto, de su infortunio, la informaron de la desolación en que estaban sumidos sus padres, que era harto cierta, y le prometieron seguridad para su persona y pronta venganza para su seductor; mas había de ser a condición de que firmara una declaración. No quedaba sino fijar el día, la hora y el lugar en que se levantaría acta, lo cual requería tiempo y acomodo… “Aquí donde nos hallamos, no es posible; si viniera el prior y llegara a verme… En mi casa, ni a proponéroslo me atrevería…” En fin, que la muchacha y los dos comisarios se separaron concediéndose recíprocamente un cierto tiempo para resolver esa dificultad.

»Aquel mismo día fue Hudson informado de todo tal como había ocurrido, y eso le colmó de gozo: se acercaba el momento de su triunfo, pronto iban a aprender aquellos mocosos con quién tenían que habérselas. “Tomad la pluma —dijo a la muchacha— y dadles cita en el lugar que voy a indicaros. Seguro estoy de que esa cita ha de ser de su agrado. La casa es decente, y la mujer que allí vive goza en el vecindario y entre la gente del barrio de la mejor reputación.”

»Por el contrario, aquella mujer era una de esas intrigantes secretas que simulan devoción, que saben introducirse en las mejores casas, que hablan con dulce tono, cariñoso, zalamero, y que sorprenden la buena fe de madres e hijas para conducirlas al extravío. Tal era el uso que Hudson hacía de ella: era su alcahueta. ¿Puso o no puso en antecedentes de su secreto plan a la intrigante cómplice? Eso es lo que ignoro.

»El caso es que los dos mandatarios del general de la orden aceptaron, en efecto, la cita. Ya están al habla con la muchacha; la intrigante se retira. Empieza la conversación, cuando se oye un gran alboroto en la casa.

»—Caballeros ¿a quién buscáis?

»—Buscamos a la señora Simion —era el apellido de la alcahueta.

»—A su puerta estáis.

»Llaman entonces golpeando más violentamente. La muchacha pregunta a los frailes:

»—¿Debo responder?

»—Responded.

»—¿Debo abrir?

»—Abrid.

»El que intimaba desde fuera para que abrieran era un comisario de policía con el cual tenía Hudson relación y confianza, pues, ¿a quién no conocería él?; le había revelado el peligro en que se hallaba y le había dictado el papel que había de jugar en el plan que tramaba. Así, dijo al entrar el comisario:

»—¡Vaya, vaya! Dos frailes a solas con una fulana… Y que no está nada mal…

»La muchacha se había vestido de modo tan indecente que no era posible equivocarse en cuanto a su condición y a lo que era de presumir que se traía con los frailes aquellos, el mayor de los cuales no llegaría a los treinta años. Protestaron éstos de su inocencia. El comisario se reía con sorna mientras acariciaba la barbilla a la joven, que se había arrojado a sus pies y solicitaba perdón.

»—Estamos en un lugar honrado —decían los frailes.

»—Sí, sí, honradísimo —respondía el comisario. Y cuando ellos aseguraban que habían ido allí por un asunto importante—: El asunto importante que trae aquí a la gente es harto conocido. Señorita, hablad.

»—Señor comisario, lo que estos caballeros aseguran es la pura verdad.

»Mientras tanto, el comisario levantaba acta y como en su atestado no constaba sino la expresión pura y simple de los hechos, los dos frailes se vieron obligados a firmar. Al bajar se encontraron con todo el vecindario que había salido a los rellanos; en el portal, con un gran gentío; en la calle, con un coche esperando y unos alguaciles que les hicieron subir al coche entre insultos y abucheos. Ambos se habían cubierto el rostro con el manteo y se mostraban tremendamente acongojados. El pérfido comisario les reconvenía:

»—¡Vaya, queridos padres! ¿Por qué frecuentar estos lugares y esta clase de mujeres? Pero no pasará nada; tengo orden de la policía para dejaros en manos de vuestro superior, que es un gentil e indulgente caballero y no ha de darle al asunto más importancia de la que tiene. No creo que en vuestros conventos se usen los métodos que emplean en la orden de los crueles capuchinos. A fe mía que si tuvierais que habéroslas con los capuchinos, os compadecería.

»Así hablando el comisario, el carruaje se dirigía al convento, en torno suyo crecía la muchedumbre, lo rodeaba, lo precedía y lo seguía a todo correr. Se oía por un lado: “¿Qué pasa?…”. Por otro lado: “Son unos frailes…”. “¿Qué han hecho?” “Los han pillado en una casa de putas.” “¡Unos premonstratenses con las putas!” “Pues ya veis, parece que les hacen la competencia a los carmelitas y a los franciscanos…”

»Llegan al convento; baja el comisario del coche y llama a la puerta; vuelve a llamar, llama por tercera vez y abren al fin. Van a avisar al superior Hudson, que se hace esperar más de media hora, con objeto de dar al escándalo mayor ostentación. Se digna por fin aparecer. El comisario le habla al oído, simulando interceder; Hudson hace como si rechazara con dureza sus ruegos y declara al cabo, adoptando una expresión severa y un tono firme: “No tengo en mi casa un solo religioso disoluto; estos dos son forasteros a quienes no conozco, acaso se trate de dos bribones disfrazados, con los que podéis hacer lo que os plazca”.

»Dichas estas palabras, el portón se cierra, el comisario sube de nuevo al coche y dice a los dos pobres diablos, que están más muertos que vivos:

»—He hecho cuanto ha sido posible, nunca pensé que el padre Hudson pudiera ser tan duro. Pero ¿por qué diablos habéis ido a una casa de putas?

»Ellos responden:

»—Si puta es esa con quien nos habéis encontrado, no fue el libertinaje lo que nos indujo a ir a verla.

»—¡Vamos, padres, venir con ésas a un viejo comisario! ¿Quiénes sois?

»—Somos religiosos y el hábito que llevamos es el nuestro.

»—Pensad que mañana tendrá que ponerse en claro vuestro caso… Decidme la verdad, a lo mejor puedo ayudaros.

»—Hemos dicho la verdad… Pero ¿adónde nos lleváis?

»—Al Petit Châtelet.

»—¡Al Petit Châtelet! ¡A la cárcel!

»—Lo siento en el alma.

»Y allí, efectivamente, fueron internados Richard y su compañero; pero no tenía Hudson intención de que se quedaran. Por su parte, había tomado la silla de posta, había llegado a Versalles y, puesto al habla con el ministro, le refirió el asunto del modo que a él le convenía, concluyendo así:

»—Ya veis, monseñor, a lo que uno se expone cuando se intenta reformar un convento disoluto y se expulsa a los herejes. Un minuto más y me hubiera perdido, deshonrado. Y no terminará ahí la persecución: todos los horrores con que sea posible manchar a un hombre de bien, tengo por seguro que habréis de oírlos; mas espero, monseñor, que no olvidaréis que nuestro general es…

»—Ya sé, ya sé, y os compadezco. Los servicios que habéis prestado a la Iglesia y a vuestra orden no caerán en el olvido. En todo tiempo los elegidos del Señor han estado expuestos al infortunio y siempre han sabido soportarlo. Debemos imitar su valor. Contad con la benevolencia y la protección del rey… ¡Esos frailes, esos frailes…! También yo lo he sido y sé por experiencia de lo que son capaces.

»—Dando por hecho que para ventura de la Iglesia y del Estado quisiera Dios que vuestra Eminencia me sobreviviera, no dudaría yo en perseverar sin temor.

»—No tardaré en sacaros de todo esto. Id en paz.

»—No, monseñor, no. Yo no me retiraré de aquí sin una orden expresa…

»—Una orden que deje en libertad a ese par de frailes indignos… Ah, ya veo que el honor de la religión y de vuestro hábito os afecta hasta el punto de olvidar las ofensas personales; eso es perfectamente cristiano y me siento por ello edificado, aunque no me sorprende viniendo de un hombre como vos. Este asunto no trascenderá.

»—¡Ah, monseñor! Me colmáis de júbilo. En este momento, eso es lo que más me temía.

»—Voy a ocuparme de ello.

»Aquella misma tarde obtuvo Hudson la orden de liberación para los frailes y a la mañana siguiente, al despuntar el día, Richard y su compañero estaban ya a veinte leguas de París, bajo custodia de un exento que les condujo a la casa principal de la orden. Asimismo era portador de una carta para el prior general conminándole a cesar en tales intrigas e imponiendo la pena de clausura a nuestros dos religiosos.

»La dicha aventura sembró la consternación entre los enemigos de Hudson; no había en el convento un fraile que no temblara ante su mirada. Unos meses más tarde, le fue atribuida una rica abadía, y el general de la orden sintió por ello mortal despecho. Era éste de avanzada edad y todo hacía temer que el prior Hudson le sucedería. El anciano profesaba tierno cariño a Richard y un día le dijo: “¡Pobre amigo mío! ¿Qué sería de ti si cayeras bajo la autoridad del depravado Hudson? Me espanta pensarlo. Todavía no has sido ordenado, si me hicieras caso dejarías los hábitos…”. Richard siguió ese consejo y volvió a la casa paterna, que no distaba mucho del priorato de Hudson. Era imposible que no se encontraran, puesto que Hudson y Richard frecuentaban las mismas mansiones amigas, y efectivamente se encontraron. Estaba Richard un día de visita con la dama de un castillo situado entre Châlons y Saint Didier, más próximo a Saint Didier que a Châlons y a un tiro de fusil de la abadía de Hudson. La dama comentó:

»—Tenemos por aquí a vuestro antiguo prior, es muy amable, pero, en el fondo, ¿qué clase de hombre es?

»—El mejor de los amigos y el más peligroso de los enemigos.

»—¿No os agradaría verlo?

»—En absoluto.

»Apenas había dado esa respuesta, cuando se oyó el ruido de un cabriolé que entraba en el patio, y se vio bajar a Hudson acompañado por una de las mujeres más bellas de la comarca.

»—Pues lo vais a ver, mal que os pese, porque ahí lo tenemos.

»La señora del castillo y Richard van al encuentro de Hudson y la dama del cabriolé; las señoras se abrazan; Hudson, acercándose a Richard y reconociéndole, exclama:

»—¡Ah! Sois vos, mi querido Richard. Quisisteis perderme y os lo perdono; perdonadme vos la visita al Petit Châtelet, y no se hable más de ello.

»—Habréis de admitir, padre prior, que os portasteis como un gran bellaco.

»—Es posible.

»—Y que si se hubiera hecho justicia, la visita al Petit Châtelet la hubierais hecho vos y no yo.

»—Es posible. Creo que es al peligro que entonces corrí a lo que debo mis nuevas costumbres. ¡Ah, mi querido Richard! ¡Cuánto me hizo reflexionar todo aquello, y qué cambiado estoy!

»—Esa dama con la que habéis venido es encantadora.

»—Ya no tengo ojos para esa clase de atractivos.

»—¡Qué talle!

»—Eso me es del todo indiferente.

»—¡Qué turgencias!

»—Más pronto o más tarde está uno de vuelta de un placer que no podemos gozar sino en situación precaria, en la cima de un tejado y con peligro de rompernos la crisma al menor movimiento.

»—Tiene las más bellas manos del mundo.

»—He renunciado al uso de las bellas manos. Una mente equilibrada vuelve a la cordura de su condición, a la única auténtica ventura.

»—Y esos ojos que a hurtadillas vuelve hacia vos, habréis de reconocer, vos que sois un experto en la materia, que no os habéis prendado en la vida de otros más brillantes y dulces. ¡Qué gracia, qué donaire en su andar, qué nobleza en su porte!

»—Ya no pienso en esas vanidades; ahora leo las sagradas escrituras, medito sobre los santos padres.

»—Y de vez en cuando en las perfecciones de esa dama. ¿Vive lejos del Moncetz? ¿Es joven su esposo?

»Hudson, irritado por aquellas preguntas y convencido de que Richard no le tomaba por ningún santo, le espetó bruscamente:

»—Mi querido Richard, os estáis cach… en mis barbas… tenéis razón.

Perdonad, querido lector, la crudeza de esta expresión y reconoced que aquí, como en una infinidad de buenos cuentos (por ejemplo en aquella conversación entre Piron y el difunto abate Vatri) el vocablo decente lo echaría todo a perder. «¿Y qué conversación es ésa?»[27] Id a preguntárselo al editor de sus obras, que no se atrevió a escribirla, pero que no se hará mucho de rogar para referírosla.

Nuestros cuatro personajes se reunieron en el castillo; almorzaron bien, reinó el buen humor, y por la tarde se separaron con la promesa de volver a verse… Pero mientras el marqués de los Arcis charlaba con el amo de Jacques, éste, por su lado, no estaba callado con el señor secretario Richard, que lo encontraba hombre franco cuanto original, lo cual acontecería más a menudo entre los hombres si la educación primero y luego los usos y costumbres mundanos no los desgastaran, al igual que esas monedas de plata que, a fuerza de circular, pierden el cuño. Se hizo tarde; el reloj advirtió a amos y criados que había llegado la hora de retirarse a descansar, y todos siguieron ese consejo.

Mientras desvestía a su amo, Jacques le dijo:

JACQUES.—Señor, ¿os gustan las pinturas?

AMO.—Sí, pero descritas, pues en color y sobre la tela, aunque las juzgue con la firmeza de un experto, te confesaré que no entiendo ni jota; y en buen apuro estaría si hubiera de distinguir una escuela de otra. Me darían un Boucher por un Rubens o un Rafael; tomaría una mala copia por un sublime original; evaluaría en mil escudos un mamarracho de seis francos, y daría seis francos por una pieza de mil escudos. Nunca he comprado cuadros sino en el puente de Notre Dame, en el almacén de cierto Tremblin, que era en mis tiempos el recurso de la miseria o del libertinaje, y también la ruina del talento de: los jóvenes discípulos de Vanloo.

JACQUES.—¿Y eso por qué?

AMO.—¿A ti qué más te da? Cuéntame tu cuadro y procura ser breve, que me caigo de sueño.

JACQUES.—Situaos delante de la fuente de los Inocentes o cerca de la puerta de Saint-Denis: son dos accesorios que enriquecerán la composición.

AMO.—Ya estoy.

JACQUES.—Ved en mitad de la calle un coche volcado de lado y rotas las correas de suspensión.

AMO.—Ya lo veo.

JACQUES.—Un fraile y dos muchachas de vida airada han salido del coche. El fraile huye a todo correr. El cochero se apresura a bajar del pescante. Un caniche que iba en el coche corre persiguiendo al fraile y lo alcanza agarrándolo por los faldones; el fraile se esfuerza por librarse del perro. Una de las chicas, desaliñada y despechugada no puede tenerse de risa; la otra, que se ha hecho un chichón en la frente, está apoyada en la portezuela y se aprieta la cabeza con las manos. Entretanto, el populacho se ha agolpado, la chiquillería corre armando griterío, los tenderos y tenderas salen al umbral de sus comercios y otros espectadores se asoman a las ventanas.

AMO.—¡Por vida de…! Jacques, tu composición está bien ordenada, es rica, divertida, variada y llena de movimiento. A nuestro regreso llévale ese tema al pintor Fragonard y verás lo que sacará de él.

JACQUES.—Después de lo que me habéis confesado acerca de vuestros talentos en materia de pintura, puedo aceptar vuestro elogio sin sonrojo.

AMO.—Apuesto algo a que se trata de una de las aventuras del padre Hudson.

JACQUES.—Es cierto.

Lector, mientras esas buenas gentes duermen, os propongo ahora una pequeña cuestión digna de que la consultéis con vuestra almohada: ¿Cómo hubiera sido un hijo nacido del padre Hudson y de la marquesa de La Pommeraye? «Quizá un honesto caballero. Tal vez un sublime bribón.» Ya me lo explicaréis mañana por la mañana.

Llegada es esa mañana y nuestros viajeros se han separado, pues el marqués de los Arcis no seguía ya el mismo camino que Jacques y su amo. «¿Así pues, vamos a reanudar los amores de Jacques?» Eso espero; y es bien cierto que el amo sabe ya la hora, ha tomado su porción de tabaco y le ha dicho a Jacques: «Bueno, Jacques, ¿qué hay de tus amores?».

En lugar de contestar a esa pregunta, Jacques iba diciendo:

—¡Qué extraña cosa! De la mañana a la noche no dejan de echar pestes de la vida, y luego no pueden decidirse a perderla… ¿Será porque la vida presente no es, al fin y al cabo, tan mala cosa, o bien porque temen otra peor vida futura?

AMO.—Es lo uno y lo otro. A propósito, Jacques, ¿crees tú en otra vida futura?

JACQUES.—Ni creo ni dejo de creer, no pienso en ello. Disfruto cuanto puedo en ésta que nos ha sido concedida como anticipo de hijuela.

AMO.—Pues yo me veo cual una crisálida, y me place persuadirme de que la mariposa o mi alma llegará un día a romper el capullo y volará en pos de la justicia divina.

JACQUES.—¡Vuestra imagen es encantadora!

AMO.—No es mía, la he leído, me parece, en un poeta italiano llamado Dante, que escribió una obra titulada: La Comedia del Infierno, del Purgatorio y del Paraíso.

JACQUES.—Singular asunto es ése para una comedia.

AMO.—Tiene, pardiez, muy lindas cosas, sobre todo en lo del infierno. Encierra a los heresiarcas en tumbas de fuego, cuyas llamas se propagan haciendo estragos hasta muy lejos; a los ingratos los mete en unos nichos y allí dentro derraman lágrimas que se les hielan en el rostro; y a los perezosos en otros nichos, y de los últimos dice que la sangre mana de sus venas y la recogen gusanos asquerosos… Pero ¿a qué viene tu invocación contra nuestro desprecio por una vida que tememos perder?

JACQUES.—A propósito de lo que me contó el secretario del marqués de los Arcis sobre el marido de la hermosa dama del cabriolé.

AMO.—¿Es viuda?

JACQUES.—Perdió a su marido durante un viaje que ella hizo a París, y el diablo de hombre no quería ni oír hablar de los sacramentos. Fue la señora del castillo aquel donde Richard encontró al padre Hudson, quien se encargó de reconciliarlo con el capillo.

AMO.—¿Qué quieres decir con eso del capillo?

JACQUES.—El capillo es el gorro que se les pone a los recién nacidos.

AMO.—¿Y cómo se las arregló para encapillarle?

JACQUES.—Se reunieron en torno al hogar. El médico, luego de haber tomado el pulso al enfermo, que por cierto encontró muy débil, fue a sentarse entre los demás. La dama en cuestión se acercó al lecho e hizo al moribundo varias preguntas, pero sin levantar la voz más de lo necesario para que aquel hombre no perdiese palabra de lo que querían hacerle oír, tras lo cual se entabló entre la dama, el doctor y algunos de los presentes una conversación tal como voy a relatarla.

»DAMA.—Díganos, doctor, ¿hay alguna novedad sobre la señora de Parma?

»DOCTOR.—Vengo ahora de una casa en la que me han asegurado que estaba tan mal que ya no quedaba esperanza alguna.

»DAMA.—Esa princesa ha dado siempre muestras de piedad. Tan pronto como se sintió enferma, pidió confesarse y recibir los santos sacramentos.

»DOCTOR.—El párroco de Saint-Roch le lleva hoy una reliquia a Versalles, pero es de temer que llegue demasiado tarde.

»DAMA.—No es la infanta la única en dar buen ejemplo. El duque de Chevreuse, que ha estado muy malo, no esperó a que le propusieran recibir los sacramentos: él mismo los solicitó, lo que causó gran alivio a su familia.

»DOCTOR.—Y también a él; ya está mucho mejor.

»UNO DE LOS PRESENTES.—Cierto es que eso no causa la muerte, sino todo lo contrario.

»DAMA.—En verdad que en cuanto hay síntomas graves, deberían cumplirse esos deberes religiosos. Los enfermos no pueden comprender cuán penoso resulta para sus deudos y cuán indispensable es, sin embargo, el hacerles tal proposición.

»DOCTOR.—He estado visitando a un enfermo que me dijo hace un par de días: “Doctor, ¿cómo me encontráis?”. “Señor, la fiebre es alta y los accesos frecuentes.” “¿Creéis que no va a tardar en darme uno?” “No, me parece que no es de temer hasta la noche.” “Siendo así, voy a mandar llamar a cierto personaje con el que tengo un pequeño asunto privado, a fin de despacharlo mientras conservo la lucidez…” Se confesó, recibió la santa unción. Yo volví por la noche: ni el menor acceso de fiebre. Ayer estaba mejor, hoy está fuera de peligro. He visto no pocas veces, en el curso de mi práctica, que los sacramentos producen ese mismo efecto.

»EL ENFERMO (a su criado).—Tráeme el pollo.

»Se lo sirven, intenta cortarlo y le fallan las fuerzas; le trinchan un ala en trocitos pequeños; pide pan, se abalanza sobre un pedazo, hace esfuerzos por masticar un bocado que no puede tragar y que vomita en la servilleta, pide vino puro, sólo se moja el borde de los labios y dice: “Me encuentro bien…”. En efecto, pero media hora después ya era muerto.

AMO.—Sin embargo, aquella dama se había dado buena maña… ¿Y a todo esto tus amores?

JACQUES.—¿Qué hacéis de la condición que habéis aceptado?

AMO.—¡Ah, es verdad!… Estás instalado en el castillo de Desglands y la vieja mandadera Jeanne ha dado orden a su joven hija Denise de que te visite cuatro veces al día y que te cuide. Pero antes de seguir adelante, dime: ¿era Denise doncella virgen?

JACQUES (tosiendo).—Así lo creo.

AMO.—¿Y tú?

JACQUES.—Mi virginidad, hacía ya bastante que se soltó por ahí…

AMO.—¿Entonces no estabas en tus primeros amores?

JACQUES.—¿Por qué no?

AMO.—Porque se ama a aquella que recibe las primicias, del mismo modo que se es amado por aquella de quien se desflora la virginidad.

JACQUES.—Hay veces que sí, hay veces que no.

AMO.—¿Y tú cómo la perdiste?

JACQUES.—No la perdí, hice un trueque como es debido.

AMO.—Cuéntame algo de ese trueque.

JACQUES.—Será el primer capítulo de San Lucas, una letanía de genuit de nunca acabar, desde la primera hasta Denise, que es la última.

AMO.—Y que creyó recibir tu virginidad y no la tuvo en absoluto.

JACQUES.—Pero antes de Denise hubo las dos vecinas de nuestra casa.

AMO.—Que creyeron recibirla y no la tuvieron tampoco.

JACQUES.—No.

AMO.—Dejarse escapar una virginidad entre dos, no es ésa mucha habilidad.

JACQUES.—Mirad, mi amo, adivino por la manera como se levanta la comisura derecha de vuestros labios y como se crispa la aleta izquierda de vuestra nariz, que tanto da que yo haga las cosas con buena voluntad o que me haga de rogar. Y además, noto que se recrudece mi dolor de garganta, que la continuación de mis amores será larga y que apenas tengo ánimo para uno o dos cuentos breves.

AMO.—Si Jacques quisiera hacerme un gran favor…

JACQUES.—¿Qué habría de hacer?

AMO.—Empezaría por la pérdida de su virginidad. Mira, si he de decirte la verdad, siempre he sido aficionado al relato de ese gran acontecimiento, que escucho con fruición.

JACQUES.—¿Y eso por qué, si puede saberse?

AMO.—Porque entre todas las cosas de ese género, es la única que tiene chispa; todas las demás no son sino insulsas y vulgares repeticiones. De todos los pecados de una linda penitente, tengo por seguro que el confesor no presta atención sino a ése.

JACQUES.—Mi amo, mi amo, paréceme que tenéis la mente corrompida y pudiera ser que en vuestra agonía se os apareciese el diablo en la misma forma de paréntesis que se apareció a Ferragus.[28]

AMO.—Puede ser. Pero apuesto a que tú te estrenaste con alguna vieja impúdica de tu pueblo.

JACQUES.—No apostéis, pues perderíais.

AMO.—¿Fue con el ama del cura?

JACQUES.—No apostéis, que perderéis de nuevo.

AMO.—¿Pues entonces con su sobrina?

JACQUES.—La sobrina estaba henchida de hosquedad y de devoción, dos cualidades que suelen correr parejas, pero que mal se avienen conmigo.

AMO.—Me parece que ahora voy a dar con ello.

JACQUES.—Pues a mí me parece que no.

AMO.—Un día de feria o de mercado…

JACQUES.—No era ni de feria ni de mercado.

AMO.—Fuiste a la ciudad.

JACQUES.—No fui para nada a la ciudad.

AMO.—Estaba escrito en el cielo que encontrarías en una taberna a una de esas criaturas complacientes, que te emborracharías y…

JACQUES.—Estaba sin una gota en el cuerpo; y lo que está escrito en el cielo es que hoy por hoy habríais de agotaros en falsas conjeturas y que adquiriríais un defecto del que a mí me habéis corregido: el prurito de adivinar y siempre al revés. Aquí donde me veis, señor, un día fui bautizado.

AMO.—Si te propones empezar lo de la pérdida de tu virginidad por la pila del bautismo, vamos a tener para largo.

JACQUES.—Me dieron, pues, un padrino y una madrina. Maese Bigre, el carrero más famoso del lugar, tenía un hijo: Bigre padre fue mi padrino y Bigre hijo era mi amigo. A la edad de dieciocho o diecinueve años nos enamoramos los dos de una costurerita llamada Justine. No es que fuera demasiado despegada, pero se le antojó dárselas de presumida con un primer desdén, y fui yo el elegido.

AMO.—Es ésa una extravagancia de las mujeres que no hay quien comprenda.

JACQUES.—Toda la vivienda de maese Bigre consistía en un taller y un sotabanco en alto; su lecho estaba en el fondo del taller, mientras que Bigre hijo dormía en el altillo, al que se subía por una escalera colocada más o menos a igual distancia de la cama de su padre y de la puerta.

»Cuando Bigre, mi padrino, dormía profundamente, Bigre, mi amigo, abría la puerta con todo sigilo y Justine subía al sotabanco. De mañanita, apenas clareaba el día, antes de que Bigre padre se despertara, Bigre hijo bajaba del altillo, abría la puerta y Justine se evadía del mismo modo que había entrado.

AMO.—Para correr luego a otra buhardilla, propia o ajena.

JACQUES.—¿Y por qué no? La intimidad entre Bigre y Justine transcurría muy grata, mas hubo de ser turbada, pues que en el cielo estaba escrito; así que turbada fue.

AMO.—¿Por el padre?

JACQUES.—No.

AMO.—¿Por la madre?

JACQUES.—No, la madre había muerto.

AMO.—Por un rival.

JACQUES.—¡Pues no, no, por todos los diablos, no! Mi amo, escrito está allá arriba, que no habréis de cejar hasta el fin de vuestros días; mientras viváis estaréis haciendo conjeturas, os lo repito, y adivinaréis al revés.

»Una mañana en que mi amigo Bigre, más cansado que de costumbre por el trabajo de la víspera o por los placeres de la noche, reposaba dulcemente en brazos de Justine, hete aquí que se deja oír una voz tonante al pie de la escalerilla: “¡Bigre, Bigre, maldito holgazán! ¡Han tocado al Ángelus, son cerca de las cinco y media y tú todavía en la cama! ¿Es que piensas quedarte ahí hasta mediodía? ¿O voy a tener que subir yo para hacerte bajar más aprisa de lo que quisieras? ¡Bigre, Bigre!”. “Sí, padre…” “¿Y ese eje que encargó el viejo mastuerzo del aparcero? ¿Acaso quieres que tenga que venir otra vez y vuelva a armarnos un escándalo?” “El eje está listo y lo tendrá antes de un cuarto de hora…” Dejo a vuestro criterio la zozobra de Justine y de mi pobre amigo Bigre hijo.

AMO.—Seguro estoy de que Justine se prometió no volver a subir al sotabanco, pero que subiría otra vez aquella misma noche. Mas, entretanto, ¿cómo va a salir esta mañana?

JACQUES.—Si os empeñáis en querer adivinarlo, me callo… Pues entretanto, Bigre hijo había salido precipitadamente de la cama, con las piernas desnudas, el calzón en la mano y la chaqueta bajo el brazo. Y mientras que se viste, Bigre padre refunfuña entre dientes: «Desde que se ha encalabrinado con esa bribonzuela, todo anda manga por hombro. Esto se va a acabar, no puede seguir así, ya empiezo a cansarme. Si al menos fuera una chica que valiera la pena, ¡pero con esa desvergonzada de Dios sabe qué condición! ¡Ay si mi pobre difunta viera esto! Honesta como ella era hasta la punta del cabello, ya haría tiempo que le habría dado de estacazos al uno y le habría sacado los ojos a la otra, al salir de misa mayor, en el atrio, delante de todo el mundo, pues no se arredraba por nada. Pero si he sido hasta ahora demasiado indulgente y se imaginan que lo voy a seguir siendo, se equivocan».

AMO.—¿Y Justine estaba oyendo tales palabras desde el altillo?

JACQUES.—No me cabe la menor duda. Mientras, Bigre hijo se iba con el eje a cuestas y Bigre padre se había puesto a trabajar. Tras unos golpes de escoplo, la nariz le reclama un poco de tabaco; busca su tabaquera en los bolsillos, en la cabecera de la cama, y no logra encontrarla. «Es ese bribón —se dice— que la habrá cogido como de costumbre. Vamos a ver si la ha dejado allá arriba…» Y ahí lo tenéis subiendo al sotabanco, pero en cuanto hubo bajado advierte que le falta la pipa y el cuchillo, y vuelve a subir.

AMO.—¿Y Justine?

JACQUES.—Justine había recogido su ropa a toda prisa y se había metido debajo de la cama, tendida boca abajo, más muerta que viva.

AMO.—¿Y tu amigo Bigre?

JACQUES.—Una vez el eje entregado, bien colocado y pagado, Bigre vino a mi casa y me contó el tremendo apuro en que se hallaba. Primero me divertí un poco a costa suya y luego le dije: «Escucha, Bigre, vete a pasear por el pueblo, o adonde te venga en gana, yo te sacaré de este aprieto. Sólo una cosa te pido, que me des algún tiempo…». Veo que os reís, señor, ¿qué es ello?

AMO.—No, nada…

JACQUES.—Mi amigo Bigre se va; yo me visto, pues no me había aún levantado, y me persono en casa de su padre, el cual, no bien me vio, exclamó dando un grito de sorpresa y de contento: «¡Hombre, ahijado!, ¿tú por aquí? ¿De dónde sales y a qué vienes tan de mañana?». Mi padrino Bigre me tenía verdadero cariño, así es que le respondí con el tono de la mayor franqueza: «El problema no es de dónde salgo, sino cómo voy a entrar en mi casa». «Vaya, vaya, ahijado, te estás volviendo un tunante, y mucho me temo que el hijo Bigre y tú sois un par de pillos tal para cual. Seguro que has pasado la noche fuera de casa…» «Y mi padre no se aviene a razones en tocante a eso.» «Razón tiene tu padre, ahijado, en no avenirse a razones. Anda, empecemos por desayunar, la botella nos aclarará las ideas.»

AMO.—Jacques, aquel hombre tenía buenos principios.

JACQUES.—Yo le respondí que no tenía ni necesidad ni ganas de beber o de comer, y que me estaba cayendo de cansancio y de sueño. El viejo Bigre, que en sus buenos tiempos no le iba a la zaga al más pintado, añadió zumbón: «Conque era bonita la chica, ahijado, y tú no has querido desmerecer… Mira, el chico ha salido, sube al sotabanco y túmbate en su cama… Pero, espera, una palabra antes de que él vuelva: sois amigos, cuando estéis a solas dile que estoy muy disgustado con él, muy disgustado. Es una tal Justine, seguro que tú la conoces (¡qué mozo del pueblo no la conoce!), quien me lo ha descarriado… Me harías un inmenso favor si lograras apartarlo de esa mala criatura. Antes era lo que se dice un buen chico, pero desde que se enredó en esa desdichada relación… No me escuchas, Jacques, se te están cerrando los ojos… Anda, anda, sube y échate a dormir».

»Subo, me desnudo, levanto el cobertor y las sábanas, tiento por todas partes: ni rastro de Justine. Y en ésas, mi padrino Bigre que decía: “¡Estos chicos, estos malditos chicos! Ya tenemos aquí otro más, dispuesto a dar disgustos a su padre…”. Al no estar Justine en la cama no dudé que había de estar debajo. El cuchitril estaba totalmente a oscuras. Me agacho, busco a tientas, doy con uno de sus brazos, la agarro, la atraigo hacia mí; sale la moza temblando de debajo de la cama. La abrazo, la calmo, le hago señas de que se acueste; ella junta las manos en súplica, se arroja a mis plantas, se abraza a mis rodillas. Tal vez no habría yo resistido a aquella escena muda de haber sido a plena luz, pero cuando las tinieblas no intimidan, prestan audacia. Además, que aún tenía yo sus pasados desdenes clavados en el corazón. Así es que por toda respuesta, la empujé hacia la escalerilla que daba al taller, lo que le hizo dar un chillido de terror. Bigre que lo oyó, dijo: “Está soñando…”. Justine desfallece, se le doblan las piernas, en su delirio murmura con voz apagada: “Va a venir… ya viene, le oigo que sube… ¡perdida soy!”. Y yo le respondo con tono igualmente apagado: “No, no, reportaos, callad y acostaos…”. Persiste ella en su negativa; yo me mantengo firme, acaba por resignarse y allí nos tenéis el uno junto al otro.

AMO.—¡Traidor! ¡Bellaco! ¿Sabes qué clase de crimen vas a cometer? Vas a violar a esa muchacha, si no por la fuerza, al menos por el terror. De ser demandado ante los tribunales, serías juzgado con todo el rigor que se reserva a los raptores.

JACQUES.—No sé si la violé, pero lo que sé muy bien es que no le hice daño alguno ni ella me lo hizo a mí. Al principio, esquivando su boca a mis besos, la acercó a mi oído y me dijo bajito: «No, no, Jacques, no…». Al oír eso, hice como que salía de la cama y me dirigía a la escalera. Me retuvo ella entonces murmurando: «Nunca hubiera creído que fueseis tan malvado, ya veo que no puedo esperar de vos la menor compasión; pero al menos habéis de prometerme… juradme…». «¿Qué?» «Que Bigre no sabrá nada de esto.»

AMO.—Tú prometiste, juraste y todo fue la mar de bien.

JACQUES.—Y siguió siendo requetebién.

AMO.—¿Y luego mejor aún?

JACQUES.—Parece como si hubierais estado allí presente. Entretanto, mi amigo Bigre, impaciente, preocupado y harto de vagar en torno a mi casa sin hallarme, vuelve a donde su padre y éste lo acoge con mal humor: «Mucho has tardado para tan corto negocio…». Bigre hijo responde con peor talante todavía: «Es que tuve que afinar por los dos extremos ese maldito eje que quedaba demasiado grueso». «No será porque no te lo advertí, pero tú nunca haces caso a nadie.» «Es que más fácil resulta quitar que poner.» «Toma esa llanta y ve a terminarla a la puerta.» «¿Por qué a la puerta?» «Porque el ruido de la herramienta podría despertar a tu amigo Jacques.» «¡Jacques!» «Sí, Jacques, está ahí arriba en el altillo echando un sueño. ¡Ay, cuán dignos de compasión somos los padres, si no es por una cosa es por otra! Bueno, qué, ¿vas a querer moverte? Si te quedas ahí como un pasmarote, cabizbajo, con la boca abierta y los brazos caídos, el trabajo no se va a hacer sólo…» Mi amigo Bigre se lanza furioso hacía la escalerilla; mi padrino Bigre lo sujeta diciendo: «¿Adónde vas? Deja dormir a ese pobre infeliz, qué está rendido de cansancio. Si tú estuvieras en su lugar, ¿acaso te gustaría que turbaran tu reposo?».

AMO.—¿Y Justine oía todo eso?

JACQUES.—Como vos me estáis oyendo.

AMO.—¿Y tú qué hacías?

JACQUES.—Yo me reía.

AMO.—¿Y Justine?

JACQUES.—Se había quitado la cofia, se tiraba de los cabellos, levantaba los ojos al cielo, al menos eso supongo, se retorcía los brazos…

AMO.—Jacques, eres un bárbaro, tienes un corazón de piedra.

JACQUES.—No, señor, no; yo tengo mi sensibilidad, pero la reservo para mejor ocasión. Quienes acostumbran a dilapidar esa riqueza, la prodigaron tanto cuando tenían que haberla ahorrado, que luego ya no les queda cuando convendría ser pródigos… Bueno, ahora ya me visto y bajo; Bigre padre me dice:

»—Buena falta te hacía, ese rato te ha sentado bien. Al llegar traías una cara de desenterrado, y ahora estás sonrosado y fresco como un niño que acabara de mamar. ¡Qué gran cosa es el sueño! Bigre, baja a la bodega y tráete una botella para desayunar. Ahora sí que desayunarás de buen grado, ¿eh, ahijado?

»—De muy buena gana.

»Llega la botella, la coloca encima del banco de trabajo, nosotros estamos de pie alrededor, Bigre padre llena su vaso y el mío, Bigre hijo aparta el suyo y dice con tono huraño:

»—Yo no tengo sed tan temprano.

»BIGRE PADRE.—¿No quieres beber?

»BIGRE HIJO.—¡No!

»BIGRE PADRE.—¡Ah, ya sé por qué! Si te digo, ahijado, que esto me huele a que Justine tiene algo que ver… Habrá pasado por su casa y no la habrá encontrado, o la habrá sorprendido con otro… Hacerle ascos así a la botella no es natural, te lo digo yo.

»Yo. Pues bien pudiera ser que hubierais dado en el clavo.

»BIGRE HIJO.—Jacques, basta de bromas; vengan o no vengan a cuento, no me gustan.

»BIGRE PADRE.—Puesto que él no quiere beber, que eso no nos prive a nosotros de hacerlo. A tu salud, ahijado.

»Yo. A la vuestra, padrino. Bigre, amigo mío, bebe con nosotros. Mucho te disgustas tú por tan poca cosa.

»BIGRE HIJO.—Ya he dicho que no bebo.

»Yo. ¡Pero bueno! Si tu padre está en lo cierto, ¡qué diablo!, volverás a verla, os explicaréis y reconocerás tu yerro.

»BIGRE PADRE.—¡Déjale que haga lo que quiera! Al fin y al cabo, ¿acaso no sería justo que él sufriera el castigo de esa lagarta por la pena que a mí me causa?… Bueno, otro traguito y vamos contigo. Me parece que voy a tener que llevarte a tu casa, pero ¿qué quieres que le diga a tu padre?

»Yo. Cuanto queráis, todo eso que tantas veces le habéis oído decir cuando él os ha traído a vuestro hijo.

»BIGRE PADRE.—Vamos para allá…

»Sale mi padrino, yo le sigo, llegamos a la puerta de mi casa y dejo que entre él solo. Sintiendo curiosidad por la conversación entre Bigre y mi padre, me escondo en un rincón detrás de un tabique, desde donde no pierdo ni una palabra.

»BIGRE PADRE.—Vamos, compadre, por esta vez todavía habrás de perdonarle…

»MI PADRE.—¿Perdonarle? ¿Y por qué?

»BIGRE PADRE.—Te haces el ignorante…

»MI PADRE.—No me lo hago, es que ignoro…

»BIGRE PADRE.—Estás enfadado, y razón tienes para estarlo.

»MI PADRE.—No estoy enfadado.

»BIGRE PADRE.—Te digo que sí lo estás.

»MI PADRE.—Si quieres que lo esté, pues bueno: sea; pero que me entere antes de qué tontería ha cometido.

»BIGRE PADRE.—De acuerdo. Mira, tres veces, cuatro veces, no crean hábito… Se juntan un grupo de mozos y mozas, beben, ríen, bailan; las horas se les pasan sin darse cuenta y mientras, la puerta de casa se cierra… (Bajando la voz, añadió): Ahora que no nos oyen, seamos sinceros: ¿acaso fuimos nosotros más comedidos a su edad? ¿Sabes quiénes son los malos padres? Aquellos que olvidan sus pecados de juventud. Dime si nosotros no hemos pasado nunca la noche fuera de casa.

»MI PADRE.—Y tú, Bigre, compadre, dime si no hemos tenido escarceos que desagradaron a nuestros padres.

»BIGRE PADRE.—Por eso grito más de lo que en realidad padezco. Haz tú lo mismo.

»Mi padre, Pero Jacques no ha pasado la noche fuera de casa, al menos por esta vez estoy seguro.

»BIGRE PADRE.—Bien, pues si no ha sido ésta habrá sido otra. Sea como fuere, ¿no tienes nada contra tu chico?

»MI PADRE.—No.

»BIGRE PADRE.—¿Y no lo vas a maltratar cuando yo me marche?

»MI PADRE.—De ninguna manera.

»BIGRE PADRE.—¿Me das tu palabra?

»MI PADRE.—Te la doy.

»BIGRE PADRE.—Tu palabra de honor.

»MI PADRE.—Mi palabra de honor.

»BIGRE PADRE.—Pues no hay más que hablar, así que me voy…

»No había llegado mi padrino al umbral, va mi padre y le dice dándole palmaditas en la espalda:

»—Bigre, amigo mío, aquí hay gato encerrado; tu chico y el mío son dos redomados bribones y mucho me temo que hayan hecho hoy una buena trastada de la que tengamos que acordarnos. Pero ya se descubrirá con el tiempo. Adiós compadre.

AMO.—¿Y cómo terminó la aventura de tu amigo Bigre y Justine?

JACQUES.—Como tenía que terminar: él se enfadó, ella se enfadó más todavía; lloró ella, se enterneció él; Justine le juró que yo era el mejor amigo que Bigre tenía; yo, por mí parte, le juré que ella era la moza más honrada del pueblo. Nos creyó, nos pidió perdón, y aún nos quiso y nos estimó más por ello a los dos. Y así fue, de cabo a rabo, el comienzo, la continuación y el final de la pérdida de mi virginidad. Ahora, señor, quisiera yo que me mostrarais cuál es la moraleja de esta historia impertinente.

AMO.—La de conocer mejor a las mujeres.

JACQUES.—¿Y teníais necesidad de tal lección?

AMO.—Y el conocer mejor a los amigos.

JACQUES.—¿Y vos creéis que haya jamás existido uno solo que opusiera rigor a vuestra mujer o a vuestra hija si ella se hubiera propuesto hacerle pecar?

AMO.—Y el conocer a los padres y a los hijos.

JACQUES.—Vamos, señor, desde siempre han sido y por los siglos de los siglos seguirán siendo engañados los unos por los otros, cada cual a su turno.

AMO.—Cuanto dices son verdades eternas, pero acerca de las cuales nunca se insistirá bastante. Sea cual fuere el relato que me has prometido después de éste, ten por seguro que sólo para un necio estaría vacío de enseñanzas. Y ahora, prosigue.

Siento aquí, lector, un pequeño escrúpulo: es el haber honrado a Jacques o a su amo con algunas reflexiones que por estricto derecho os pertenecen. Si así fuera, no hay más que retirarlas y ellos no han de ofenderse por ello. Me ha parecido notar que la palabra Bigre[29] os molestaba, y me pregunto por qué. Tal es el verdadero apellido de la familia de mi carrero. Cada fe de bautismo, cada partida de defunción, los contratos matrimoniales, todo está firmado Bigre; los descendientes de Bigre que ocupan hoy el taller, Bigre se llaman. Cuando sus hijos, que son unos críos muy monos, pasan por la calle, la gente dice: «Ahí van los pequeños Bigre». Cuando pronunciáis el nombre de Boulle[30] os viene a las mientes el mayor ebanista que haya habido; pues no se pronuncia hoy en la comarca el nombre de Bigre sin traer a la memoria el más famoso carrero que ha quedado en los anales. El Bigre que aparece al final de todos los libros piadosos de comienzos de siglo, fue uno de sus parientes. Si alguna vez un descendiente de Bigre se señala por una gran acción, el nombre de Bigre no os sonará menos relevante que el de César o el de Condé. Es que hay Bigre y Bigre, como hay Guillaume y Guillaume. Si digo Guillaume a secas, no será ni el conquistador de la Gran Bretaña ni el mercader de telas del Abogado Patelin:[31] el nombre de Guillaume, así sin más, no será ni heroico ni burgués. Pues lo mismo sucede con Bigre. Bigre a secas no es ni el famoso carrero Bigre ni ninguno de sus vulgares antepasados o descendientes. Con toda buena fe, ¿acaso un nombre de persona puede ser de bueno o mal gusto? Las calles están llenas de majaderos que se llaman Pompeyo. Así, pues, deponed vuestra falsa delicadeza si no queréis que yo haga con vos como milord Chatham[32] hizo con los miembros del Parlamento. Les dijo simplemente: «Azúcar, azúcar, azúcar, ¿qué hay de ridículo en ello?». Yo os diré: «Bigre, Bigre, Bigre, ¿por qué no había de llamarse alguien Bigre?». Pues es el caso que, como le decía un oficial a su general, el Gran Condé, hay un altivo Bigre, como el Bigre carrero, un buen Bigre, como vos y como yo, y Bigres cualquiera, como infinidad de gentes.

JACQUES.—Fue un día de bodas; el hermano Jean había casado a la hija de uno de nuestros vecinos y yo hacía de paje de la ceremonia y me habían sentado a la mesa, entre los dos guasones de la parroquia. Por mi aspecto, parecía yo un palurdo ignorantón aunque no lo fuese tanto como ellos creían. Me hicieron algunas preguntas sobre la noche de bodas, respondí con bastante torpeza y prorrumpieron en carcajadas, a lo cual las mujeres de los dos bromistas se pusieron a gritar desde el otro extremo: «¿De qué se trata? ¡Muy divertidos andáis por ahí!». «Tan divertido es que ya te lo contaré esta noche», respondió uno de ellos a su mujer. La otra, que no era menos curiosa, inquirió a su vez, y recibió análoga respuesta. La comida continúa, y también las preguntas, y mis lerdas patochadas, y las risotadas, y la curiosidad de las mujeres. Tras la comida, viene el baile; tras el baile el festejo de acostarse los novios, la ofrenda de la liga; yo me voy a mi cama y los graciosos a la suya, a contarle a sus mujeres algo incomprensible, increíble: que a los veintidós años, alto y robusto como era, de buen ver, ágil, vivo y nada tonto, yo estaba tan nuevo, pero que tan nuevecito como al salir del vientre de mi madre. Y las dos mujeres se maravillaron tanto como sus maridos. Mas así que nos vimos al día siguiente, Suzanne me hizo una seña y me dijo:

»—Jacques, ¿no tienes nada que hacer?

»—No, vecina, ¿en qué puedo serviros?

»—Yo querría, querría… —y diciendo “querría” me apretaba la mano y me miraba de un modo muy singular—, querría que cogieras nuestra hachuela y que vinieras conmigo al bosque para ayudarme a cortar dos o tres brazadas de leña, pues trabajo es ése muy penoso para mí sola.

»—Con mucho gusto, señora Suzanne.

»Tomo la hachuela y nos vamos. Según íbamos de camino, Suzanne dejaba caer la cabeza sobre mi hombro, me cogía la barbilla, me tiraba de las orejas, me pellizcaba la cintura. Llegamos. El lugar hacía pendiente. Suzanne se tumba en el suelo todo lo larga que era, en la parte más elevada, con los pies separados y los brazos debajo de la cabeza. Yo estaba más abajo, cortando leña en los matorrales, y Suzanne doblaba las piernas, acercando los talones a las nalgas, así que al levantar las rodillas, se le quedaban cortas las sayas; y yo dale que te dale a los matojos, sin mirar mucho adonde daba y dando más de una vez en balde. Por fin Suzanne me dice:

»—Jacques, ¿no acabarás pronto?

»—Cuando queráis, señora Suzanne.

»Y ella luego, a media voz:

»—¿Es que no ves que estoy deseando que acabes…?

»Así es que acabé, tomé aliento y terminé también lo demás. Y Suzanne…

AMO.—¿Te arrebató una virginidad que ya no tenías?

JACQUES.—Verdad es; mas Suzanne no se dejó engañar y no paraba de sonreír y de decirme: «Le has hecho una buena jugada a nuestro hombre, y eres un pillastre». Y yo contestaba: «¿Qué queréis decir, señora Suzanne?». «Nada, nada, tú ya me entiendes. Engáñame aún unas cuantas veces del mismo modo, que yo te lo perdono…». Lié las chamizas de leña, me las cargué a la espalda y regresamos, ella a su casa y yo a la mía.

AMO.—¿Sin hacer una pausa durante el camino?

JACQUES.—No.

AMO.—¿Es que no había mucho trecho del bosque del concejo al pueblo?

JACQUES.—El mismo que del pueblo al bosque.

AMO.—¿No valía ella la pena?

JACQUES.—Acaso valiera más para otro, o para otro día… Cada momento tiene su precio. Al poco tiempo de esto, doña Marguerite, la mujer del otro guasón, tenía que llevar grano a moler y no disponía de tiempo para ir al molino, con lo que vino a pedir a mi padre si uno de sus chicos no podría hacerle ese mandado. Como yo era el mayor, no tenía duda que mi padre me designaría a mí, y efectivamente así fue. Sale doña Marguerite, yo la sigo, cargo el saco en el asno y lo llevo al molino. Ya está su grano molido, y nos volvíamos el asno y yo, bastante tristones, pues pensaba que no iba a sacar nada más que la trabajera. Me equivocaba. Entre el pueblo y el molino había que atravesar un bosquecillo, y allí fue donde encontré a doña Marguerite, sentada a orilla del sendero. Empezaba a caer la tarde.

»—Jacques, ¡por fin has llegado! ¿Sabes que llevo más de una hora mortal esperándote? —me dijo.

(Sois demasiado puntilloso, lector. De acuerdo, la «hora mortal» es eufemismo de las damas de la ciudad; pongamos que la de Marguerite fue «hora larga».)

Yo respondí:

»—Es que venía poca agua, el molino iba despacio y el molinero estaba borracho, así es que por más que quise darme prisa no he podido hacerlo antes.

»—Siéntate aquí y charlemos un ratito.

»—De buena gana, señora Marguerite.

»Me siento junto a ella para hablar y, sin embargo, los dos guardábamos silencio.

»Así es que le dije al cabo:

»—Pero, señora Marguerite, nada decís y no charlamos…

»MARGUERITE.—Es que me hace cavilar lo qué mi marido me dijo de ti.

»JACQUES.—No creáis una sola palabra de lo que os dijera, vuestro marido es un guasón.

»MARGUERITE.—Me aseguró que nunca has estado enamorado.

»JACQUES.—¡Ah! Si es eso, verdad dijo.

»MARGUERITE.—¡Cómo! ¿Nunca en toda tu vida?

»JACQUES.—En toda mi vida.

»MARGUERITE.—¿Es posible? ¡A tu edad y no has conocido mujer!

»JACQUES.—Con todos mis respetos, doña Marguerite.

»MARGUERITE.—Vamos a ver: ¿cómo es una mujer?

»JACQUES.—¿Una mujer?

»MARGUERITE.—Sí, una mujer.

»JACQUES.—Esperad… Una mujer es un hombre con unas sayas, una cofia y dos buenas tetas.

AMO.—¡Ah, sinvergonzón!

JACQUES.—La otra no se había llamado a engaño, pero se me antojó que ésta se engañara. Al oír mi respuesta, soltó la carcajada y no podía contenerse; y yo, haciéndome el pasmado, le pregunté qué le hacía reír tanto. Doña Marguerite contestó que se reía de mi candor.

»MARGUERITE.—¡Cómo es posible! Con lo mayor que ya eres; ¿de veras que no sabes más que eso?

»JACQUES.—No, señora Marguerite.

»En esto, ella se calló y yo también. Luego insistí:

»—Pero, señora Marguerite, nos habíamos sentado aquí para charlar y vos no decís palabra, y no charlamos. ¿Qué tenéis, señora Marguerite? Estáis soñando.

»MARGUERITE.—Sí, sueño… sueño… sueño…

»Y así diciendo se hinchaba su pecho, se apagaba su voz, temblaban sus miembros, los ojos se le cerraban y la boca se le quedaba entreabierta. Dio un profundo suspiro y se desvaneció; yo hice como si creyera que estaba muerta y me puse a gritar con tono de espanto:

»—¡Señora Marguerite! ¡Señora Marguerite! ¡Habladme, os lo ruego! Señora Marguerite, ¿es que os encontráis mal?

»MARGUERITE.—No, hijo mío, déjame que descanse un ratito. No sé qué me ha pasado… Me ha dado de repente…

AMO.—Era mentira.

JACQUES.—Sí, mentía.

»MARGUERITE.—Es que estaba soñando.

»JACQUES.—¿Soñáis así por la noche, cuando estáis con vuestro marido?

»MARGUERITE.—A veces.

»JACQUES.—Pues debe asustarse.

»MARGUERITE.—Ya está acostumbrado…

»Marguerite se reanimaba poco a poco de su soponcio y dijo al cabo:

»—Cavilaba que en la boda, hace ocho días, mi hombre y el de la Suzanne se burlaron de ti; eso me afligió y me ha puesto así no sé cómo…

»JACQUES.—¡Qué buena sois!

»MARGUERITE.—No me gustan esas burlas. Y pensaba que a la primera ocasión volverían a la carga y eso me desconsolaría aún más.

»JACQUES.—Pues sólo de vos dependería que no hubiera motivo de aflicción.

»MARGUERITE.—¿Y cómo no?

»JACQUES.—Instruyéndome…

»MARGUERITE.—¿Instruirte, sobre qué?

»JACQUES.—Sobre lo que yo ignoro, lo que tanto hacía reír a vuestro marido y al de Suzanne, así ya no se reirían más.

»MARGUERITE.—¡Oh, no, no! De sobra sé que eres un buen chico y que no se lo dirías a nadie, pero no me atrevería.

»JACQUES.—¿Y por qué?

»MARGUERITE.—Porque no, no me atrevería.

»JACQUES.—¡Ah, señora, enseñadme! Os lo ruego, os quedaré por ello sumamente agradecido, enseñadme…

»Y suplicándole de tal guisa estrechaba sus manos y ella me las estrechaba a mí, le besaba los ojos y ella me besaba en la boca. Entretanto se había hecho completamente de noche. Entonces le dije:

»—Ya veo, doña Marguerite, que no sentís por mí bastante cariño como para instruirme, y esto me aflige profundamente. Vamos, lo mejor es levantarnos y regresar…

»Doña Marguerite guardó silencio, pero tomó de nuevo una de mis manos y no sé adónde la dirigió, el caso es que exclamé:

»—¡No hay nada, no hay nada ahí!

AMO.—¡Pérfido, más que pérfido!

JACQUES.—El hecho es que ella estaba bastante desvestida y yo no menos que la dama. El hecho es que mi mano seguía allí donde ella no tenía lo que tenía yo y que había colocado su propia mano allí donde en mí no era exactamente igual. El hecho es que me encontré debajo de ella y, por consiguiente, ella encima de mí. El hecho es que, no aliviándola yo de ninguna fatiga, preciso fue que toda le tocara a ella. El hecho es que se entregaba a mi instrucción de tan buena gana, que llegó un instante en que creí que se iba a morir. El hecho es que, tan turbado como ella y sin saber lo que me decía, exclamé: «¡Ay, doña Suzanne, cómo me colmáis!».

AMO.—Querrás decir doña Marguerite.

JACQUES.—No, no, el hecho es que confundí un nombre con el otro y en lugar de decir Marguerite, dije Suzanne. El hecho es que acabé confesando a doña Marguerite que esto que creía estarme enseñando aquel día, ya me lo había enseñado doña Suzanne, aunque bien es verdad que con algunas diferencias, tres o cuatro días antes. El hecho es que me dijo: «¡Cómo! ¿Es la Suzanne y no yo quien…?». El hecho es que yo le respondí: «Ni la una ni la otra». El hecho es que burlándose de sí misma, de Suzanne, de los dos maridos, y dirigiéndome tiernos insultos, me encontré encima de ella y, por consiguiente, ella debajo de mí, y que habiéndome confesado que así le había producido gran placer aunque no tanto como de la otra manera, volvió a ponerse encima de mí y, por consiguiente, yo debajo de ella. El hecho es que al cabo de un rato de descanso y de silencio, no nos encontramos ni ella debajo y yo encima, ni yo encima y ella debajo, sino ambos de costado, ella con la cabeza inclinada hacia adelante y las dos nalgas pegadas a mis muslos. El hecho es que de haber sabido yo menos, doña Marguerite me habría enseñado cuanto aprender se puede. El hecho es que nos costó no poco regresar al pueblo. El hecho es que ahora mi dolor de garganta ha aumentado considerablemente y me parece que no voy a poder hablar en quince días.

AMO.—¿Y no volviste a estar con aquellas mujeres?

JACQUES.—Con perdón, más de una vez.

AMO.—¿Y con las dos?

JACQUES.—Con las dos.

AMO.—¿Y ellas no riñeron?

JACQUES.—Prestándose ayuda la una para cubrir a la otra, se apreciaron aún más que antes.

AMO.—Nuestras esposas habrían hecho otro tanto, cada una con su cada cual… Te estás riendo…

JACQUES.—Cada vez que me acuerdo de aquel hombrecillo que gritaba, blasfemaba, echaba pestes y espumarajos, se debatía con cabeza, pies y manos, con todo su cuerpo, dispuesto a arrojarse desde lo alto del henil, con riesgo de romperse la crisma, no puedo contener la risa.

AMO.—¿Y ese hombrecillo quién es? ¿El marido de doña Suzanne?

JACQUES.—No.

AMO.—¿El marido de doña Marguerite?

JACQUES.—No…: Y dale con la misma, genio y figura hasta la sepultura.

AMO.—Pero bueno, ¿quién es?

No respondió Jacques a la pregunta y el amo añadió: «Dime tan sólo quién era el hombrecillo».

JACQUES.—Un día, un niño sentado junto al mostrador de una lencera, chillaba con todas sus fuerzas. La tendera, importunada por sus chillidos, le dijo: «Amiguito, ¿por qué gritas?». «Porque me quieren hacer decir A.» «¿Y por qué no quieres decir A?». «Porque no bien haya dicho A, querrán que diga B…» No bien os haya dicho el nombre del hombrecillo, tendré que deciros lo demás.

AMO.—Posiblemente.

JACQUES.—Seguro.

AMO.—Vamos, Jacques, amigo mío, dime cómo se llamaba el hombrecillo. Te mueres de ganas de decirlo, ¿a que sí? Pues no te quedes con ellas.

JACQUES.—Era una especie de enano, jorobado, encorvado, tartamudo, tuerto, celoso, rijoso, enamorado y acaso amante de Suzon. Era el vicario del pueblo.

(Se parecía Jacques al niño de la lencera como una gota de agua a otra gota, pero con una diferencia: que con su dolor de garganta, costaba hacerle decir A, pero una vez que arrancaba, ya iba solo hasta el final del alfabeto.)

—Estaba yo una vez en el granero de Suzon, solos los dos…

AMO.—¡Y por algo estarías…!

JACQUES.—Claro. Llega en éstas el vicario, se enfada, refunfuña, pregunta autoritariamente a Suzon qué hace allí a solas con el más libertino de los mozos del pueblo y en el lugar más recóndito de la casa…

AMO.—Por lo que veo, ya tenías buena fama.

JACQUES.—Y bastante merecida. El vicario estaba realmente incomodado, a las anteriores palabras añadió aún algunas otras menos amables. Yo también me enfado; de insulto en insulto, llegamos a las manos; cojo un bieldo, se lo paso entre las piernas y, bieldo por aquí, bieldo por allá, lo lanzo a lo alto del pajar, ni más ni menos que si fuera una gavilla.

AMO.—¿Y estaba alto el pajar?

JACQUES.—A diez pies por lo menos, y el hombrecillo no habría podido bajar sin romperse la cabeza.

AMO.—¿Y luego?

JACQUES.—Luego, aparto la pañoleta de Suzon, le cojo los pechos, los acaricio; ella se resiste sin resistir… Había allí una albarda de mula cuya comodidad ya conocíamos; la empujo hacia la albarda.

AMO.—Levantas sus sayas.

JACQUES.—Levanto sus sayas.

AMO.—¿Y el vicario veía todo eso?

JACQUES.—Como os estoy viendo ahora.

AMO.—¿Y no decía nada?

JACQUES.—¡Que si decía! Sin poder contenerse de rabia, se puso a gritar: «¡Soco… rro! ¡Al ase… asesino! ¡Fue… fue… fuego! ¡Al la… la… la… ladrón!». Y en esto, el marido, al que creíamos lejos, acude a los gritos.

AMO.—Cuánto lo deploro: no me gustan los curas.

JACQUES.—Y os hubiera encantado que ante los mismísimos ojos de aquel…

AMO.—Lo reconozco.

JACQUES.—Suzon tuvo tiempo de levantarse; yo me ato los calzones, salgo corriendo, y es Suzon quien me contó luego lo que sigue. El marido, al ver al vicario encaramado en el pajar, se echa a reír. El vicario dice: «Ri… ríete gra… grandísimo necio…». Y el marido, como obedeciendo, se ríe a más y mejor, y le pregunta quién lo ha colocado allí arriba. El vicario: «Ba… ba… bájame al suelo». El marido sin parar de reír, le pregunta cómo ha de hacerlo. El vicario: «Co… co… como subí, con… con el biel… bi… bieldo». «Por la sangre de Cristo, que razón tenéis, ¡hay que ver lo que vale el tener estudios!» Agarra el marido la horquilla, se la alcanza al vicario, éste se la pone a horcajadas, como yo le había ahorcajado antes; el marido le da dos o tres vueltas por el granero así enganchado en el apero de corral, acompañando el paseo con una especie de cantinela en falsete, y el vicario gritando: «Ba… ba… bájame, ma… majadero… ¿me… me… ba… bajarás de una vez?». Y el marido respondiendo: «¿Y por qué no habría de pasearos así por todas las calles del pueblo, eh señor vicario? Nunca se habría visto una procesión tan lúcida…». Por fin, el vicario salió bien librado sin más menoscabo que el miedo, y el marido lo dejó por fin en el suelo. No sé lo que entonces le diría al marido, pues entre tanto Suzon se había escapado, pero yo sí que oí: «Des… desgraciado. Me… me… meterte con un sacerdote… te… te… exco…comulgaré…; te… te… con… condenarás». El hombrecillo hablaba y el marido lo perseguía a golpes de bieldo. En esto, llego yo con algunos otros, y así que me ve el marido, dice dejando quieta la horquilla: «Acércate, acércate».

AMO.—¿Y Suzon?

JACQUES.—Salió del trance.

AMO.—¿Mal?

JACQUES.—No; las mujeres se las arreglan siempre bien mientras no hayan sido sorprendidas en flagrante delito… ¿De qué os reís?

AMO.—De lo que me hará reír, lo mismo que a ti, cada vez que me acuerdo del ridículo cura montado en el bieldo del marido.

JACQUES.—Poco tiempo después de esta aventura, que llegó a oídos de mi padre, quien también se rió lo suyo, fue cuando me alisté en el ejército, como os dije…

Tras unos instantes de silencio, o de tos por parte de Jacques, según dicen unos; o luego de haber seguido aún riendo, según dicen otros, el amo se dirigió de nuevo a Jacques: «¿Y la historia de tus amoríos?». Jacques meneó la cabeza y no contestó.

¿Cómo es que un hombre sensato, de buenas costumbres, que se las da de filósofo, puede divertirse relatando cuentos tan obscenos? En primer lugar, lector, no son cuentos, es una historia, de modo que cuando escribo las bobadas de Jacques, no me siento más culpable, y acaso menos, que Suetonio cuando nos transmite las depravaciones de Tiberio. Sin embargo, leéis a Suetonio sin hacerle reproche alguno. ¿Por qué no fruncís el ceño al leer a Catulo, a Marcial, a Horacio, a Juvenal, a Petronio, a La Fontaine y a tantos otros? ¿Por qué no le decís al estoico Séneca: «¿Qué necesidad tenemos de las crapulosas orgías de aquel esclavo, el de los espejos cóncavos?»?[33] ¿Por qué sólo dais prueba de indulgencia con los muertos? Si reflexionáis un instante acerca de esta parcialidad, veréis que nace de algún vicio de principio. Si sois inocente no me leeréis, y si estáis corrompido, me leeréis sin consecuencias. Y, además, si cuanto os digo no llega a satisfaceros, no tenéis más que abrir el prefacio de Jean-Baptiste Rousseau y en él encontraréis mi apología. ¿Quién se atrevería entre vosotros a reprochar a Voltaire el haber escrito La Pucelle d’Orléans?[34] Nadie. ¿Tendríais acaso dos balanzas para pesar las acciones de los hombres? Claro que me diréis: «¡La Pucelle es una obra maestra!». Pues peor todavía, porque siendo así será más leída. «Y vuestro Jacques no es sino una insulsa retahíla de hechos reales e imaginarios, escritos sin gracia y distribuidos sin orden ni concierto» ¡Pues tanto mejor! Mi Jacques será así menos leído. Digáis Io que digáis, no tenéis razón. Si mi libro es bueno, os producirá placer, y si es malo, no hará ningún daño. No hay libro más inocente que un libro malo. Me divierte escribir, con nombres supuestos, las necedades que todos vosotros hacéis; a mí, vuestras necedades me hacen gracia, a vos, en cambio, mi escrito os pone de mal humor. Pues si he de hablaros con sinceridad, lector, me parece que no soy yo el peor de los dos. ¡Cuán satisfecho estaría si me fuera tan fácil preservarme de vuestra perfidia como a vos de lo fastidioso, de lo peligroso de mi obra! ¡Dejadme en paz, ruines hipócritas! Por mí, podéis foll… como pollinos sin albarda, pero dejadme que diga foll… Yo os tolero el acto, toleradme vos la palabra. Pronunciáis sin inmutaros: matar, robar, traicionar, y lo otro no osáis decirlo sino entre dientes. ¿Acaso cuanto menos exhaláis esas pretendidas obscenidades de palabra, más os quedan en el pensamiento? ¿Qué os ha hecho la función genital, tan necesaria, tan natural y tan justa, para excluir su signo de vuestra conversación? ¿Os figuráis que vuestra boca, vuestros ojos y vuestros oídos quedarían con ello mancillados? Buena es ésa, que las expresiones menos usadas, menos escritas, las que más se callan, sean las mejor sabidas y las más generalmente conocidas. Así ocurre con esto: la palabra futuo no es menos familiar que la palabra pan; es un término del que ningún idioma carece, que ninguna época ha ignorado, que tiene mil sinónimos en todas las lenguas, en todas se menciona sin ser específicamente expresado, carece de voz y de figura, y el sexo que más lo practica es el que suele callarlo más. Os estoy oyendo de nuevo, que gritáis: «¡Quita allá cínico! ¡Fuera el impúdico, el sofista…!». Vamos, tened el valor de insultar a un autor estimable que constantemente tenéis entre las manos y del cual yo no soy aquí sino el traductor. La licencia de su estilo casi me garantiza la pureza de sus costumbres: me refiero a Montaigne. Lasciva est nobis pagina, vita proba.[35]

Jacques y su amo pasaron el resto del día sin abrir boca. Jacques tosía y su amo decía: «¡Qué tos más mala!»; miraba luego la hora en su reloj, sin enterarse, abría su tabaquera sin darse cuenta y aspiraba su porción de tabaco sin sentirlo. La prueba de esa distracción es que lo repetía tres o cuatro veces seguidas y por ese mismo orden. Un rato después, Jacques volvía a toser, y el amo volvía a decir: «¡Demonio de tos! Así te pimplaste tú el vino de la mesonera hasta el gargabero… y anoche, con el secretario, tampoco te anduviste con chiquitas: al subir ibas tambaleándote y no sabías lo que decías, y en el día de hoy has hecho diez paradas, apuesto a que no queda una gota de vino en tu cantimplora». Luego murmuraba entre dientes, miraba su reloj y daba un poco de gusto a su nariz.

Olvidé deciros, lector, que Jacques no salía nunca sin una cantimplora llena del mejor vino; la llevaba colgada del arzón de su silla. Cada vez que el amo interrumpía su relato con alguna pregunta un poco premiosa, Jacques desataba su cantimplora, bebía un trago a chorro y no la dejaba en su sitio hasta que su amo había terminado de hablar. También olvidé que en cuantos casos requerían reflexión, el primer movimiento de Jacques era consultar con su cantimplora; y si había que resolver una cuestión de moral, discutir sobre un hecho, preferir un camino a otro, iniciar, proseguir o abandonar un negocio, sopesar las ventajas y desventajas de una operación política, de una especulación comercial o financiera, el acierto o desacierto de una ley, el desenlace de una guerra, la elección de alojamiento y, en la posada, la elección de habitación, y, en la habitación, la elección de un lecho, sus primeras palabras eran: «Consultemos con la cantimplora». Y su última opinión: «Es el parecer de la cantimplora y el mío». Cuando el destino se quedaba mudo en su cabeza, se explicaba por medio de su cantimplora: era una especie de pitonisa portátil, que guardaba silencio tan pronto como se vaciaba. En Delfos, la pitonisa, con las faldas remangadas, sentada con el culo desnudo en el trípode, recibía su inspiración de abajo a arriba; Jacques, a caballo, la cabeza levantada hacia el cielo, la cantimplora destapada con el gollete inclinado sobre su boca, recibía la inspiración de arriba abajo. Y tanto la sibila como Jacques pronunciaban sus oráculos cuando estaban embriagados. Pretendía Jacques que el Espíritu Santo había descendido sobre los apóstoles en una cantimplora, y al día de Pentecostés lo llamaba «la fiesta de las cantimploras». Ha dejado, por cierto, un breve tratado sobre toda suerte de adivinaciones; tratado profundo en el que da preferencia a la adivinación a través de Bacbuc o a través de la cantimplora, y tacha de falsario, pese a toda la veneración que le profesaba, al cura de Meudon,[36] que consultaba a Bacbuc por medio de los ruidos de la panza. «Me gusta Rabelais —dice—, mas prefiero la verdad a Rabelais», y lo llama herético Engastremita, probando con cien argumentos, a cual mejor, que los verdaderos oráculos de Bacbuc o de la cantimplora no se dejaban oír sino por el gollete. Cuenta entre los más distinguidos seguidores de Bacbuc, los auténticos inspirados de la cantimplora en estos últimos siglos, a Rabelais, La Fare, Chapelle, Chaulieu, La Fontaine, Molière, Panard, Gallet, Vadé. En cambio. Platón y Jean-Jacques Rousseau, que celebraron el vino sin beberlo, son, en su opinión, falsos cofrades de la cantimplora. Tuvo antaño la cantimplora algunos santuarios célebres: La Pomme de Pin, el Temple y la Guinguette, cuya historia describe Jacques por separado. También hace una magnífica descripción del entusiasmo, fervor y ardor que se apoderaba, y se sigue apoderando, de los bacbucianos y perigurdinos[37] cuando, al finalizar el ágape, con los codos apoyados en la mesa, se les aparecía la divina Bacbuc o la cantimplora sagrada, depositada en medio de ellos y, profiriendo silbidos, arrojaba a lo lejos su cofia y cubría a sus adoradores con la espuma profética. El manuscrito está ilustrado con dos retratos, al pie de los cuales puede leerse: Anacreonte y Rabelais, uno entre los antiguos, otro entre los modernos, soberanos pontífices de la cantimplora.

«¿Y decís que Jacques utilizó el término engastremita?» ¿Por qué no, lector? Su capitán fue un bacbuciano y pudo haber conocido esa expresión; y como a Jacques no se le escapaba nada de cuanto decía su capitán, bien pudo venírsele a las mientes. Mas en verdad he de deciros que lo de engastremita es de mi cosecha, en el texto original se lee simplemente: ventrílocuo. «Todo esto es muy hermoso, decís, pero ¿y los amores de Jacques?» Los amores de Jacques, sólo Jacques los conoce y por ahora lo veo atormentado por un dolor de garganta que ha dejado a su amo reducido al reloj y a la tabaquera; indigencia que le aflige tanto como a vos mismo. «¿Y qué va a ser de nosotros?» A fe mía que no lo sé. Ésta sería buena ocasión para interrogar a la divina Bacbuc o a la cantimplora sagrada; pero su culto ha decaído mucho, sus templos están desiertos. Así como al nacer nuestro divino Salvador cesaron los oráculos del paganismo, a la muerte de Gallet enmudecieron los oráculos de Bacbuc. Por eso se acabaron los grandes poemas, se acabaron aquellas estrofas de sublime elocuencia, aquellas creaciones marcadas con el sello de la embriaguez y del genio. Ahora todo es razonado, acompasado, académico y anodino. ¡Oh, divina Bacbuc! ¡Oh, cantimplora sagrada! ¡Oh, deidad de Jacques! ¡Volved entre nosotros…! Tentado estoy, querido lector, de relatar el nacimiento de la divina Bacbuc, los prodigios que acompañaron y aun siguieron a tan notable acontecimiento, las maravillas de su reinado y los desastres de su retirada y si perdura el dolor de garganta de nuestro amigo Jacques y su amo se empeña en guardar silencio, habréis de contentaros con este episodio, que yo intentaré alargar hasta que Jacques se reponga y, con el habla, recupere la historia de sus amoríos.

Hay aquí una laguna verdaderamente deplorable en la conversación de Jacques y su amo. Tal vez algún día pueda colmarla cualquier descendiente de Nodot, del presidente de Brosses, de Freinshemius, o del padre Brottier; y los descendientes de Jacques o de su amo, que serán los propietarios del manuscrito, no dejarán de reírse a sus anchas.

Parece ser que Jacques, reducido al silencio a causa de su dolor de garganta, suspendió la historia de sus amores, y que el amo comenzó la narración de los suyos. Pero esto no es sino pura conjetura que me limito a dar aquí, valga lo que valga. Tras unas cuantas líneas de puntos que indican la ausencia de texto, se lee lo siguiente: «Nada hay más triste en este mundo que ser un necio…». ¿Es el propio Jacques quien profiere ese apotegma? ¿O acaso su amo? Esto sería motivo para una larga y espinosa disertación. Pues si Jacques era lo bastante insolente para dirigir tales palabras a su amo, éste era suficientemente franco como para aplicárselas a sí mismo. Sea como fuere, es evidente, muy evidente, que quien continúa es el amo.

AMO.—Era la víspera de su santo y yo no tenía dinero. El caballero de Saint Ouin, íntimo amigo mío, que jamás se arredraba ante ninguna situación, me dijo:

»—¿No tienes dinero?

»—No.

»—Pues entonces habrá que inventárselo.

»—¿Y tú sabes cómo se hace?

»—Claro que sí.

»Se viste, salimos, me conduce a través de tortuosas calles apartadas hasta una casucha oscura, subimos por una escalerilla sucia al tercer piso, entramos en un aposento bastante espacioso y curiosamente amueblado. Había, entre otras cosas, tres cómodas puestas de frente, las tres de distintas formas, y detrás de la que estaba en medio, un gran espejo de cornucopia, demasiado alto para el techo de la casa, de modo que un buen medio pie quedaba tapado por la cómoda. Encima de las cómodas se veían trastos de todas clases y por la sala, dos tableros de juego de damas, varias sillas bastante buenas pero todas desparejadas; a los pies de una cama sin cortinas, una espléndida poltrona; junto a una de las ventanas, una pajarera sin pájaros, pero completamente nueva; en la otra ventana, una araña de cristal colgada de un mango de escoba apoyado por ambos extremos a sendas sillas de enea; y, acá y allá, cuadros colgados en las paredes o amontonados en el suelo.

JACQUES.—Eso huele a usurero a la legua.

AMO.—Lo has adivinado. Y ahí tienes al caballero y al señor Le Brun (que así se llamaba el chamarilero y usurero prestamista) echándose el uno en brazos del otro:

»—¡Ah, pero si sois vos, señor de Saint Ouin!

»—Ya veis que soy yo, mi querido Le Brun.

»—¿Qué ha sido de vos? Hace una eternidad que no se os ve por ninguna parte. Malos tiempos corren, ¿no es verdad?

»—Muy malos, querido Le Brun. Pero no se trata de eso ahora; escuchadme, tengo algo que deciros…

»Yo me siento, mi amigo y Le Brun se retiran a un rincón para hablar. No puedo contarte de su conversación sino alguna que otra palabra suelta que cogí al vuelo. “… ¿Y es bueno?” “Excelente.” “¿Es mayor de edad?” “Muy mayor.” “¿Es el hijo?” “El hijo.” “¿Sabéis que nuestros dos últimos negocios…?” “Hablad más bajo.” “¿Y el padre?” “Rico.” “¿Muy viejo?” “Caduco…” Luego, alzando la voz: “No, no, mi señor caballero de Saint Ouin, no quiero mezclarme en nada más, todo eso trae siempre funestas consecuencias. ¿Que es amigo vuestro? ¡En buena hora sea! Tiene todo el aspecto de un hombre discreto, pero…” “¡Querido Le Brun!” “No estoy en fondos.” “Pero tenéis buenas relaciones.” “Son todos unos bribones, unos redomados pícaros. Decidme, caballero, ¿no estáis harto de pasar por esas maniobras?” “Necesidad es ley.” “Esa necesidad que os acucia será una placentera necesidad, una partida de juego o de lotería, algún asunto galante…” “¡Mi caro amigo!” “Y siempre tengo que ser yo, soy más débil que un niño, y luego es que, en tratándose de vos ¡a quién no le haríais faltar a su juramento! Vamos, llamad… que enviemos a ver si está Fourgeot en casa… O mejor, no, no llamemos. Fourgeot os llevará a casa de Merval.” “¿Por qué no llevarme vos mismo?” “¡Yo! Me he jurado que ese abominable Merval no trabajaría ya nunca más ni para mí ni para mis amigos. Preciso será que respondáis por vuestro amigo, que es sin duda, que es con toda seguridad, un hombre honesto; y que yo responda por vos a Fourgeot, y que Fourgeot responda por mí a Merval…”

»Entretanto, había entrado la sirvienta preguntando: “¿Aviso al señor Fourgeot?”. A lo que Le Brun contesta: “No, no hay que ir a avisar a nadie…”. Y a continuación: “Señor de Saint Ouin, no puedo, no, de veras que no puedo hacerlo”. Mi amigo le abraza, le hace carantoñas: “¡Mi querido Le Brun! ¡Mi entrañable Le Brun!”. Y Le Brun se deja al fin convencer.

»La fámula, que sonreía ante toda aquella comedia, se va y en un abrir y cerrar de ojos vuelve de nuevo con un hombrecillo cojo que se apoyaba en un bastón, vestido de negro, el rostro seco y arrugado, la mirada viva, el habla tartaja. El caballero de Saint Ouin se vuelve hacia él y le, dice:

»—Vamos, señor Mathieu de Fourgeot, no tenemos un minuto que perder, conducidnos lo antes posible.

»Fourgeot, sin aparentar escucharle, abría una bolsita de gamuza. Mi amigo de nuevo a Fourgeot:

»—¿Os estáis burlando de nosotros? Es asunto que nos importa…

»Yo me acerco, saco un escudo que le paso directamente al caballero, quien se lo da a la sirvienta haciendo como que la barbillea, en tanto que Le Brun le dice a Fourgeot:

»—Os lo prohíbo, no llevéis allí a estos señores.

»Y Fourgeot exclamaba:

»—¿Y por qué no, señor Le Brun?

»—Porque es un bribón, un miserable.

»—Ya, ya sé que el señor de Merval… pero todo pecado merece perdón… Además, que no sé de nadie más que disponga de dinero…

»—Haced lo que os plazca, señor de Fourgeot. Caballeros, yo me lavo las manos.

»—Señor Le Brun, ¿no vais a venir con nosotros?

»—¿Yo? Líbreme Dios. Es un infame y me he jurado no volver a verlo en mi vida.

»—Pero si no venís, nada conseguiremos.

»—Eso es cierto —añadía el caballero de Saint Ouin—. Vamos, querido Le Brun, se trata de hacerme un favor, de sacar de apuros a un galán caballero que se encuentra en un aprieto. No podéis negaros… Vendréis con nosotros…

»—¡Ir a casa de Merval! ¡Yo, yo!

»—Sí, vos; hacedlo por mí…

»A fuerza de ruegos. Le Brun se deja llevar, y ahí nos tenéis en marcha Le Brun, el caballero de Saint Ouin, y Mathieu de Fourgeot, mi amigo dándole a Le Brun amistosas palmaditas en la mano y diciéndome:

»—Es el hombre más bueno que existe, el más servicial del mundo, el mejor de los amigos…

»Y Le Brun dejándose querer:

»—El señor de Saint Ouin siempre consigue de mí cuanto quiere… Creo que hasta me haría fabricar moneda falsa…

»Llegamos a casa de Merval.

JACQUES.—Mathieu de Fourgeot…

AMO.—¿Qué hay? ¿Qué quieres decir?

JACQUES.—Mathieu de Fourgeot… Quiero decir que el caballero de Saint Ouin conocía a esa gente por sus nombres y apellidos y que es un bribón que se las entiende con toda esa canalla.

AMO.—Podrías estar en lo cierto… Imposible sería encontrar un hombre más dulce, más correcto, más honrado, más cortés, más humano, más compasivo y desinteresado que el señor de Merval. Una vez que hubo comprobado mi mayoría de edad y mi solvencia, adoptó una compostura de lo más afectuosa y entristecida para decirnos, con un tono de perfecta compunción, que aquella misma mañana se había visto en la obligación de socorrer a uno de sus mejores amigos acuciado por perentoria necesidad, y que se había quedado sin blanca. Luego, dirigiéndose a mí, añadió:

»—No os pese, señor, el no haber venido antes; me hubiese dolido mucho tener que negarme, pero no hubiera podido por menos: la amistad tiene primacía…

»Nos quedamos atónitos. El caballero de Saint Ouin, Fourgeot y el propio Le Brun se pusieron de hinojos ante Merval, y Merval seguía diciendo:

»—Caballeros, ya me conocéis, siempre estoy dispuesto a complacer y procuro no desmerecer los favores que hago haciéndome de rogar. Os doy mi palabra de honor, no hay en casa ni cuatro luises…

»Yo, en medio de aquella gente, parecía un reo que hubiera oído su sentencia. Le dije a Saint Ouin:

»—Caballero, vámonos, ya que estos señores no pueden hacer nada…

»Y mi amigo, en un aparte:

»—De ninguna manera. Recuerda que mañana es su cumpleaños… ya la he avisado, te lo advierto, y ella espera de ti un obsequio. Ya la conoces, no es que sea interesada, pero es como todas, no le gusta verse defraudada cuando espera algo con ilusión. Seguro que habrá presumido de antemano con sus padres, sus tías, sus amigas y si luego no tiene nada que mostrarles, se sentirá ofendida y humillada…

»Y acercándose de nuevo a Merval, le instaba aun con mayor ahínco. Merval, después de haberse dejado implorar, dijo así:

»—Tengo el carácter más blando del mundo… no puedo ver a nadie apenado. Estoy pensando y se me ocurre una idea.

»SAINT OUIN.—¿Qué idea?

»MERVAL.—¿Por qué no llevaros mercancía?

»SAINT OUIN.—¿Tenéis vos aquí?

»MERVAL.—No, pero conozco a una mujer que os puede proporcionar cosas para vender, es una buena mujer, honrada si las hay…

»LE BRUN.—Sí, pero nos ofrecerá cuatro trapos por los que nos pedirá el oro y el moro y luego no sacaremos nada en limpio.

»MERVAL.—Nada de eso, se trata de buenos tejidos, alhajas de oro y de plata, bellos artículos de sedería, perlas, piedras preciosas… No se podrá perder gran cosa con tal negocio. Es una mujer agradecida y se contentará con poco, siempre y cuando tenga seguridades. Son mercancías de ocasión que consigue a muy buenos precios. Siempre podéis ir a verlas, eso no os va a costar un céntimo…

»Intenté hacer comprender a Merval y a Saint Ouin que mi situación no me permitía meterme en tales tráficos, y que aun cuando ese arreglo no me desagradara, me faltaría tiempo para sacarle partido. Los serviciales Le Brun y Fourgeot se ofrecieron al mismo tiempo:

»—No habéis de preocuparos, por eso que no quede, nosotros nos encargaremos de la reventa, será cuestión de medio día…

»Y la sesión fue aplazada hasta la tarde, en casa de Merval. Al despedirnos, éste me dio unas palmaditas en el hombro mientras me decía en tono obsequioso y de estar bien enterado:

»—Caballero, estoy encantado de poder serviros, pero creedme: no os arriesguéis mucho a esta clase de préstamos, siempre acaban por arruinar. Milagro sería que en este país tuvierais la suerte de volver a tratar con gente tan honrada como los señores Le Brun y Fourgeot.

»Le Brun y Fourgeot de Mathieu o Mathieu de Fourgeot, le dieron las gracias con una reverencia y, a su vez, dijeron cuán bondadoso era al decir aquello, que ellos siempre habían hecho sus pequeños tratos con toda honestidad y no había razón ninguna para alabarlos. Pero Merval insistió:

»—Os equivocáis, señores: ¿quién todavía tiene conciencia en estos tiempos? Preguntad al caballero de Saint Ouin que algo sabe del asunto…

»Salimos de casa de Merval, que nos pregunta aún, desde lo alto de la escalera, si puede contar con nosotros para pasar aviso a su proveedora. Contestamos afirmativamente y nos dirigimos los cuatro a almorzar a una hostería próxima, donde hacemos tiempo hasta la hora de la cita.

»Se encargó Mathieu de Fourgeot de pedir la comida, y la pidió buena. A los postres, se acercaron a nuestra mesa dos muchachitas de esas saboyanas que van tocando la zanfonía. Le Brun las llamó para que se sentaran con nosotros, y las hicimos beber, charlotear, tocar la zanfonía. Mientras mis compañeros de mesa se divertían y metían mano a una de ellas, la que estaba a mi lado me dijo en voz baja: “En mala compañía estáis, señor, muy mala; esos tres tienen su nombre en el libro rojo de la policía”.

»Salimos de la hostería a la hora convenida y nos encaminamos a casa de Merval. Olvidaba decirte que ese almuerzo agotó la bolsa del caballero y la mía, y que por el camino Le Brun le dijo a Saint Ouin, y éste me lo repitió, que Mathieu de Fourgeot exigía diez luises de comisión, que era lo menos que podía dársele, que si le teníamos satisfecho podríamos obtener las mercancías a mejor precio y así recuperaríamos fácilmente el importe al hacer la reventa.

»Llegados a casa de Merval, ya la vendedora se nos había adelantado con su mercancía. La señorita Bridoie (tal era su nombre) nos abrumó de cortesías y reverencias y nos mostró piezas de pañería, telas, encajes, sortijas, diamantes, estuches de oro. Nos quedamos con algo de todo. Le Brun, Mathieu de Fourgeot y el caballero ponían precio a cada cosa y Merval iba anotando la cuenta. El total sumó diecinueve mil setecientas setenta y cinco libras. Iba yo a extender un pagaré, cuando la señorita Bridoie me dijo, haciéndome una reverencia (pues no se dirigía jamás a nadie sin antes inclinarse deferente):

»—Señor, ¿tiene usted intención de abonar los pagarés a medida que vayan venciendo?

»—Por supuesto —respondí.

»—En ese caso, os dará lo mismo firmarme pagarés o letras de cambio.

»La palabra “letras de cambio” me hizo palidecer. El caballero de Saint Ouin se dio cuenta y exclamó:

»—¡Letras de cambio, señorita Bridoie! Para que corran por ahí y no se sepa nunca en qué manos pueden ir a caer…

»—Bromeáis, señor; sé muy bien los miramientos que hay que tener con personas de vuestro rango (una reverencia). Esos papeles se guardan en una cartera y no sé ponen en circulación hasta llegado el momento. Mirad, aquí veréis… (una reverencia, y saca una cartera de su bolsillo para leernos una relación de nombres de toda clase y condición).

»El caballero se había acercado a mí y me decía:

»—¡Letras de cambio! Esto es tremendamente serio. Piensa bien lo que vas a hacer. Esta mujer parece honrada… y, además, para antes de los vencimientos ya tendrás fondos, o si no, los tendré yo…

JACQUES.—¿Y firmasteis las letras de cambio?

AMO.—Así fue.

JACQUES.—Es costumbre que los padres, cuando los hijos se van a la capital, les echen un pequeño sermón: «No vayas en malas compañías; hazte querer por tus superiores, cumpliendo escrupulosamente con tus obligaciones; conserva nuestra religión; huye de las mujeres de mala vida y de los desaprensivos caballeros de industria que saben de malas artes y, sobre todo, no firmes nunca letras de cambio».

AMO.—¡Qué quieres! Hice como tantos otros. Lo primero que olvidé, fue la lección de mi padre. Así que, ahí me tienes con un montón de cosas por vender, cuando era dinero lo que yo necesitaba. Había varios pares de puños de encaje, muy lindos, que se quedó el caballero al precio de costo, arguyendo: «Ya tienes una parte de tus compras en la que no vas a perder». Mathieu de Fourgeot escogió un reloj y dos estuches de oro, cuyo valor dijo que me aportaría de inmediato; y Le Brun se quedó con el resto en depósito. Yo me eché al bolsillo una preciosa guarnición de pasamanería y encaje, a juego con unos puños, que iba a ser uno de los florones del regalo que pensaba hacer. Mathieu de Fourgeot volvió en un abrir y cerrar de ojos con sesenta luises, se quedó para él los diez previstos y me entregó otros cincuenta. Dijo que no había vendido ni el reloj ni los estuchitos de oro, pero que los había empeñado.

JACQUES.—¿Lo empeñó?

AMO.—Sí.

JACQUES.—Ya sé dónde.

AMO.—¿Dónde?

JACQUES.—En casa de la señorita de las reverencias, la Bridoie.

AMO.—Verdad es. Con el par de puños y la guarnición puse también una bonita sortija y una cajita de lunares chapada en oro. Ahora, tenía yo en mi bolsa cincuenta luises y tanto el caballero de Saint Ouin como yo estábamos del mejor humor.

JACQUES.—Eso sí que está bien. En todo este negocio sólo una cosa me intriga: es el desinterés del señor Le Brun. ¿No le tocó la menor parte del despojo?

AMO.—Vamos, Jacques, estás bromeando, tú no conoces al señor Le Brun. Le propuse recompensar sus buenos oficios y se enojó, me respondió que si es que le tomaba por un Mathieu de Fourgeot, que jamás él había tendido la mano. «¡Así es mi querido Le Brun —exclamó entonces el caballero de Saint Ouin—, siempre fiel a sí mismo! Pero nos avergonzaría que fuese más honrado que nosotros…» Y al punto tomó dos docenas de pañuelos y una pieza de muselina y le obligó a aceptarlo para su mujer y su hija. Le Brun examinó los pañuelos, que le parecieron muy lindos, y la muselina, que encontró finísima, y como todo eso se le ofrecía con tanta delicadeza y además no iba él a tardar en resarcirse a la recíproca con la venta de los artículos que aún le quedaban por pignorar, al fin se dejó convencer. Partimos luego en fiacre y nos encaminamos sin tardanza a casa de mi amada, a quien estaban destinados los puños, los adornos, la sortija. Mi obsequio hizo la mejor impresión, ella se mostró encantadora, se lo probó todo con júbilo, el anillo parecía estar hecho a su medida. Cenamos allí, con gran regocijo, como puedes suponer.

JACQUES.—¿Y también os acostasteis allí?

AMO.—Yo no.

JACQUES.—¿Acaso lo hizo el caballero?

AMO.—Me parece que sí.

JACQUES.—A ese tren de vida no debieron durar mucho vuestros cincuenta luises.

AMO.—No, claro. Al cabo de ocho días fuimos a casa de Le Brun para ver lo que había producido el resto de las mercaderías.

JACQUES.—Que sería nada o muy poco. Seguro que Le Brun se mostró entristecido, que se desató contra Merval y la damisela de las reverencias, que los tachó de miserables, infames, bribones, que juró de nuevo que nunca más entraría en tratos con ellos y os entregó unos setecientos u ochocientos francos.

AMO.—Más o menos: ochocientas setenta libras.

JACQUES.—Así es que, si mis cálculos son exactos: ochocientas setenta libras de Le Brun, cincuenta luises de Mathieu o Fourgeot, lo que valían la guarnición, los puños, la sortija… pongamos otros cincuenta luises… y eso es todo lo que sacasteis de vuestras diecinueve mil setecientas setenta y cinco libras. ¡Por todos los diablos, vaya negocio honrado! Merval tenía razón, no es dado así como así el tratar todos los días con gente tan digna.

AMO.—Te olvidas de contar los puños que el caballero se llevó a precio de coste.

JACQUES.—Porque seguro que el caballero no volvió a hablaros de ello.

AMO.—Reconozco que así fue. ¿Y no dices nada de los dos escuches de oro y el reloj que empeñó Mathieu?

JACQUES.—Es que no sabría qué decir.

AMO.—Entretanto, llegaron los vencimientos de las letras de cambio.

JACQUES.—Pero no llegaron ni vuestros fondos ni los del caballero…

AMO.—Me vi obligado a ocultarme. Informaron a mis padres y un tío mío se vino a París. Presentó una denuncia a la policía contra todos aquellos tunantes; la denuncia fue remitida a un funcionario que era un protector a sueldo de Merval. La respuesta fue que el asunto estaba legalmente en regla y por tanto la policía no podía hacer nada. El prestamista a quien Mathieu había confiado los estuches denunció a Mathieu y yo hube de intervenir en el proceso. Las costas del juicio fueron tan elevadas que aun después de vender el reloj y los estuches de oro faltaban todavía quinientos o seiscientos luises que no pudieron ser pagados.

No vais a creerme, lector, si cuento que un tabernero de mi barrio falleció hace algún tiempo dejando dos pobres huerfanitos de corta edad. El comisario se persona en casa del difunto, cierra el establecimiento con los sellos oficiales. Cuando levantan el sello, se procede al inventario y se subastan los bienes; la venta produce unos ochocientos a novecientos francos, de los cuales hay que descontar las costas del trámite legal, de manera que no quedan más que dos tristes reales para cada huérfano; les ponen a cada uno su par de reales en la mano y los llevan al hospicio.

AMO.—Eso es horrible.

JACQUES.—Y así sigue ocurriendo.

AMO.—A todo esto, mi padre falleció y heredé, así es que pude pagar las letras de cambio y salí de mi escondrijo donde, debo confesarlo en honor del caballero de Saint Ouin y de mi amiga, ambos me hicieron fiel compañía.

JACQUES.—Y ya os estoy viendo tan empecatadamente rendido como antes con el caballero y vuestra dama, y seguro que ella se hacía de valer más que nunca.

AMO.—¿Y eso por qué, Jacques?

JACQUES.—¿Por qué? Pues porque, dueño ya de vuestros actos y en posesión de una saneada fortuna, tenía que hacer de vos el perfecto necio: un marido.

AMO.—A fe mía, creo que tal era su propósito; sólo que no les salió bien.

JACQUES.—O vos sois muy afortunado, o ellos fueron muy torpes.

AMO.—Me está pareciendo que tu voz no es ya tan ronca y que hablas con mayor facilidad.

JACQUES.—Os lo parece, pero no es así.

AMO.—¿Y no podrías reemprender la historia de tus amores?

JACQUES.—No.

AMO.—¿Y en tu opinión yo debo continuar con la historia de los míos?

JACQUES.—Lo que opino es que hagamos una pausa para levantar la cantimplora.

AMO.—¡Cómo! ¡Con lo que te duele la garganta y te has hecho llenar la cantimplora!

JACQUES.—Sí; pero por todos los diablos, llenarla de tisana. Por eso estoy falto de ideas y ando medio atontado, y mientras no haya en la cantimplora más que tisana, atontado seguiré.

AMO.—¿Qué haces?

JACQUES.—Estoy derramando la tisana en el suelo, temo que pueda traernos mala suerte.

AMO.—Estás loco.

JACQUES.—Cuerdo o loco, no ha de quedar en la cantimplora ni una gota de tisana.

En tanto que Jacques vacía su cantimplora, el amo mira su reloj, abre su tabaquera y se dispone a continuar con el relato de sus amores. Y yo, lector, tentado estoy de cerrarle la boca señalándole que a lo lejos viene un viejo militar a caballo, con la espalda encorvada, y que se aproxima a buen trote; o bien una joven campesina con un sombrero de paja y sayas rojas, haciendo el camino a pie o a lomos de un asno. ¿Y por qué el viejo militar no habría de ser el capitán de Jacques, o el compañero del capitán? «Pero si ha muerto…» ¿Así lo creéis? ¿Por qué la joven campesina no podría ser doña Suzon o doña Marguerite, o la simpática mesonera del Gran Ciervo, o la señora Jeanne o incluso su hija Denise? Un escritor de novelas no dejaría de hacerlo; pero a mí no me gustan las novelas, a menos que sean las de Richardson. Yo escribo historia; que esta historia interese o no interese no me preocupa lo más mínimo. Mi intención era ser veraz, y he cumplido. No haré; por tanto, que vuelva de Lisboa fray Jean, y ese obeso prior que viene hacia nosotros en un cabriolé al lado de una mujer joven y bonita, no va a ser el padre Hudson. «¿Pero el padre Hudson no había muerto?» ¿Vos que creéis? ¿Habéis asistido acaso a sus funerales? «No.» ¿No habéis visto, pues, cómo lo enterraban? «No.» Pues entonces estará muerto o vivo, como se me antoje. Sólo de mí dependería que el coche se parase y sacar, junto con el prior y su compañera de viaje, toda una serie de acontecimientos a consecuencia de los cuales os quedaríais sin saber tanto los amores de Jacques como los de su amo. Pero desprecio ese tipo de recursos, pues veo que con un poco de imaginación y de estilo, nada hay más fácil que enjaretar una novela. Quedémonos en la pura verdad, y en espera de que se le pase a Jacques su dolor de garganta, dejemos hablar a su amo.

AMO.—Una mañana, el caballero de Saint Ouin se me presentó todo triste. Era al día siguiente de una de nuestras escapadas campestres: habíamos ido el caballero y su amiga —o la mía, o tal vez de ambos—, su padre, su madre, sus tías, sus primas y yo. Me preguntó mi amigo si no había yo cometido alguna indiscreción que hubiera puesto sobre aviso a sus familiares acerca de mi pasión, y me puso en antecedentes de que los padres de la doncella, alarmados por mis asiduidades, habían acosado a su hija a preguntas: que si yo iba con buenas intenciones, lo más sencillo era confesarlas; que en esas condiciones, sería un honor para ellos recibirme, pero que si en el plazo de quince días no me explicaba claramente, me rogarían que pusiera fin a unas visitas que llamaban la atención y daban lugar a comidillas, perjudicando a su hija, ya que alejaba de ella a otros partidos ventajosos que podrían presentarse sin temor a una negativa.

JACQUES.—¡Y bien, mi amo! ¿No se lo había olido Jacques?

AMO.—Mi amigo el caballero aún añadió: «¡Quince días! ¡Menguado es el plazo que tenéis! Vos la amáis, ella os ama, ¿qué vais a hacer dentro de esos quince días?». Le respondí sin ambages que me retiraría. «¡Retiraros! ¿Entonces es que no la amáis?» Afirmo yo que sí, y mucho, pero que tengo familia, un apellido, una condición social, ambiciones y no me encontraré de ninguna manera dispuesto a enterrar todos los privilegios en la tienda de una burguesita. «¿Y yo habré de decirles todo eso?» «Si os parece. Pero os confieso, amigo mío, que la súbita y escrupulosa delicadeza de esa gente me asombra. Permitieron que su hija aceptara mis regalos; más de veinte veces me dejaron a solas con ella; la damisela va a bailes, reuniones, espectáculos, paseos por el campo y la ciudad con el primero que le ofrece un buen coche; ellos duermen profundamente mientras que en los aposentos de la joven hacemos música o charlamos; uno frecuenta la casa cuanto quiere y, entre nosotros, caballero de Saint Ouin, en una casa donde se admite a uno, se puede admitir a cualquier otro. Su hija ya tiene fama… No voy a creer ni voy a negar todo lo que de ella se dice, pero estaréis de acuerdo conmigo en que esos padres podían haber pensado un poco antes en velar tan celosamente por el honor de su hija. ¿Queréis que os hable con toda sinceridad? Ellos me han tomado por una especie de bobalicón a quien creían poder llevar como un corderito ante el párroco. Pues se han equivocado. La señorita Agathe me parece encantadora, me tiene sorbido el seso, y creo que bien se echa de ver por los desmedidos dispendios que me está costando. No es que me niegue a continuar, pero ha de ser con la certeza de que no se mostrará tan severa conmigo de ahora en adelante. No tengo ninguna intención de perder eternamente a sus plantas un tiempo, una fortuna y unos suspiros que podría emplear con mayor utilidad en otra parte. Le diréis esto último a Agathe y todo lo anterior a sus padres… Nuestra relación habrá de terminar, a menos que se me permita en otras condiciones y que la señorita Agathe se porte conmigo mejor de lo que hasta ahora se ha portado. Habréis de reconocer, amigo, que cuando me presentasteis en su casa, me hicisteis concebir unas esperanzas que hasta ahora no se han visto justificadas. Caballero de Saint Ouin, me habéis engañado un poco.» «A fe mía, que fui el primero en hacerme ilusiones yo mismo. ¿Quién demonios hubiera podido imaginar que con sus maneras provocativas, el tono libre y desenfadado de esa cabecita loca, iba luego a resultar tan celosa guardiana de su virtud?»

JACQUES.—¡Demonio, señor, ésa sí que es buena! ¿Así es que por una vez en vuestra vida reaccionasteis bravamente?

AMO.—Hay días en que uno se siente así. Me duraba aún la pesadumbre por la aventura de los usureros y mi obligado retiro en Saint-Jean-de-Latran[38] para ponerme a salvo de la tal Bridoie, pero me dolían sobre todo los rigores de la señorita Agathe. Estaba ya cansándome de que me diera largas uno y otro día.

JACQUES.—Y después de tan animoso discurso dirigido a vuestro querido amigo el caballero de Saint Ouin, ¿qué hicisteis?

AMO.—Cumplí mi palabra: cesé mis visitas.

JACQUES.—¡Bravo, bravo mio caro maestro!

AMO.—Quince días transcurrieron sin que oyera hablar de ellos para nada, a no ser por el caballero que puntualmente me informaba del efecto que causaba mi ausencia en la familia, y que me animaba a seguir firme en mi decisión. Me decía así:

»—Empiezan a extrañarse, se miran, hablan entre ellos; se preguntan cuáles pueden ser los motivos de descontento que han podido darte. La damisela adopta un papel de dignidad y, con afectada indiferencia que deja traslucir su ofendido enojo, dice: “Ya no vemos por aquí a aquel caballero, seguramente que no quiere dejarse ver… pues sea en buena hora, él sabrá por qué…”. Y da luego un gracioso desplante, se pone a canturrear, va hasta la ventana, vuelve… pero con los ojos enrojecidos y todos comprendemos que ha llorado…

»—¡Que ha llorado!

»—Luego se sienta, coge una labor, intenta bordar, pero no puede. Hablamos los demás, ella permanece en silencio; la queremos alegrar, y se pone malhumorada; le proponemos un juego, un paseo, un espectáculo, y acepta, pero cuando todo está a punto, le gusta más hacer otra cosa que ya le disgusta un instante más tarde… ¡Oh, pero veo que te emocionas! No te diré nada más.

»—Entonces, amigo mío, crees que si yo volviera…

»—Lo que creo es que serías un necio. Hay que mantenerse firme, hay que tener valor. Si volvieras sin ser llamado, estás perdido. A esa gente de poca monta hay que enseñarles a vivir.

»—¿Y si no me llaman?

»—Te llamarán.

»—¿Y si tardan mucho en llamarme?

»—Te llamarán pronto. ¡Por vida de…! Un hombre como tú no se reemplaza tan fácilmente. Si vuelves por tu propia iniciativa, te pondrán mala cara, te harán pagar caro tu despego, te impondrán las condiciones que quieran, y tendrás que someterte, hincar la rodilla. ¿Qué quieres ser, el amo o el esclavo, y aun el esclavo peor tratado? Elige. Para hablarte con sinceridad, tu proceder ha sido un poco a la ligera, no sé puede decir que des la impresión de un hombre enamorado; pero, a lo hecho, pecho, y si todavía se puede sacar algún partido, no es cosa de renunciar.

»—¡Ella ha llorado!

»—Pues sí, ha llorado. Y más vale que sea ella quien llore, y no tú.

»—Pero ¿y si no me llama?

»—Te llamará, te lo digo yo. Cuando llego a su casa, no hablo nada de ti, como si no existieras. Empiezan con rodeos, yo les sigo la corriente, hasta que al fin preguntan si te he visto; yo respondo indiferentemente, unas veces que sí, otras que no; pasamos a hablar de otra cosa, pero no tardan en volver a tratar de tu eclipse. La primera palabra viene del padre, o de la madre, o de la tía, o del tío, que dicen, por ejemplo: “¡Después de todas las atenciones que con él tuvimos! ¡Con el interés que pusimos en aquel negocio suyo! ¡Tanta amistad como le ha mostrado mi sobrina! ¡Con las amabilidades de que le colmamos! ¡Tantas muestras de cariño como recibimos de su parte! Para que os fiéis de los hombres… Después de esto, abrid vuestra casa al primero que se presenta… ¡Como para creer en los amigos!”.

»—¿Y Agathe?

»—Reina allí la consternación, te lo aseguro.

»—¿Y Agathe?

»—Agathe me llama aparte y me pregunta: “Caballero, ¿concebís qué puede ocurrirle a vuestro amigo? Me habíais asegurado tantas veces que me amaba y así debíais creerlo. ¿Por qué no lo creeríais? También yo lo creí…”. Y se interrumpe, su voz se altera, sus ojos se empañan de lágrimas… Pero ¡cómo! si a ti te está pasando otro tanto. No te diré nada más, se acabó. Bien se me alcanza lo que estás deseando, pero no has de hacerlo, no, de ninguna manera. Ya que cometiste la necedad de retirarte sin ton ni son, no quiero que lo agraves echándote ahora en sus brazos. Hay que sacar partido del incidente para adelantar algo en tu relación con la señorita Agathe; conviene que vea que no te tiene tan cogido que no pueda perderte, a menos que se las componga mejor para conservarte. ¡Después de todo lo que has hecho por galantearla, estar aún en el besamanos! Pero, dime con toda sinceridad, somos amigos y puedes hablarme sin reservas, ¿de veras que nunca obtuviste nada de ella?

»—Nunca.

»—Me engañas, te haces el pundonoroso.

»—Acaso lo hiciera si motivos tuviese para ello, pero te aseguro que no tengo la dicha de mentirte.

»—¡Es inconcebible! Porque, vamos, tú no eres tan desmañado… ¿Es que no ha habido ni el menor momento de debilidad?

»—No.

»—Será que cuando debilidad hubo, tú no te diste cuenta y la ocasión se perdió. Me temo que hayas sido un poco inocentón, es lo que suele ocurrirle a los hombres honestos, delicados y tiernos como tú.

»—Pero, vos, caballero —le dije a mi vez—, ¿qué os va en esto? ¿Por qué tanta insistencia?

»—Por nada.

»—¿Nunca habéis tenido con ella pretensiones?

»—Sí, por cierto y, con perdón, harto duraron. Pero llegaste tú, viste y venciste. No tardé en percibir que a ti te miraba mucho y apenas si me veía a mí, y hube de darme por enterado. Seguimos siendo buenos amigos, me hace sus pequeñas confidencias, a veces sigue mis consejos y, a falta de algo mejor, acepté este papel de subalterno al que por ti quedé reducido.

JACQUES.—Dos cosas se me ocurren, señor: una, que jamás he podido proseguir mi historia sin que un diablo u otro la interrumpiera, en tanto que la vuestra va de corrido. Así es la vida: unos pasan entre los zarzales sin pincharse, otros por más que miren dónde ponen los pies, encuentran abrojos hasta en el mejor camino y llegan al cabo todos desollados.

AMO.—¿Es que has olvidado tu estribillo del gran rollo y la escritura que está allá arriba?

JACQUES.—La otra cosa es que persisto en la convicción de que vuestro caballero de Saint Ouin es un grandísimo tunante y que, después de haberse repartido vuestro dinero con los usureros Le Brun, Merval, Mathieu de Fourgeot o Fourgeot de Mathieu y la Bridoie está tratando ahora de endosaros a su amante, con las mejores intenciones, se entiende, ante cura y notario, a fin de compartir también con vos a vuestra esposa… ¡Ay mi garganta!

AMO.—¿Sabes que estás haciendo algo muy ordinario y muy impertinente?

JACQUES.—Soy muy capaz de ello.

AMO.—Después de tanto quejarte por haber sido interrumpido, eres tú el que interrumpe.

JACQUES.—Es la consecuencia del mal ejemplo que me habéis dado. Una madre admite ser galante, pero desea que su hija sea decente; un padre quiere ser despilfarrador, pero que su hijo sea parco; un amo quiere…

AMO.—Interrumpir a su criado, interrumpirle tanto como le plazca, pero que a él no le interrumpa…

¿No teméis aquí, lector, que vaya a repetirse aquella escena de la posada cuando uno gritaba: «¡Bajarás!», y el otro: «¡No bajaré!»? Poco faltaría para que os hiciera oír: «Interrumpiré», «No interrumpirás». Nada más cierto que a poco que yo hostigara a Jacques o a su amo, tendríamos trifulca; y si por una vez la emprendo, ¿quién sabe cómo terminaría? Pero en honor a la verdad debo decir que Jacques respondió a su amo con modestia:

—Yo no os interrumpo, señor, es que hablo con vos tal como me habéis dado licencia para hacerlo.

AMO.—Por esta vez, pase; pero no es eso todo.

JACQUES.—¿Qué otra incongruencia puedo haber cometido?

AMO.—Te anticipas al narrador, robándole el placer que se ha prometido de sorprenderte; de modo que, por hacer gala de una sagacidad muy fuera de lugar, adivinas lo que iba a decir y no le queda más remedio que callárselo. Así es que me callo. Jacques. ¡Señor, amo mío!

AMO.—¡Malditos sean los sagaces de muchas luces!

JACQUES.—De acuerdo, pero no tendréis la crueldad de privarme…

AMO.—Reconoce, al menos, que bien merecido te lo tendrías.

JACQUES.—Lo reconozco; pero con todo esto no tenéis sino mirar la hora en vuestro reloj, tomar vuestra ración de tabaco, vuestro mal humor se disipará y podréis continuar vuestra historia.

AMO.—Este botarate hace de mí lo que quiere… Unos días después de aquella entrevista con el caballero de Saint Ouin, apareció éste de nuevo en mi casa con aire triunfal, y así me dijo: «Y bien, amigo mío, ¿creeréis la próxima vez en mis predicciones? Ya os lo anuncié, los fuertes somos nosotros y aquí os traigo una carta de la niña; sí, sí, una carta de ella…». La misiva era tierna: reproches, quejas y demás. Así es que ahí me tienes de nuevo en su casa.

Veo, lector, que suspendéis aquí la lectura. ¿Qué sucede? ¡Ah, sí, creo comprenderos!: madame Riccoboni[39] no habría dejado de mostraros la misiva. Y seguro estoy de que echáis también de menos aquella carta que la marquesa de La Pommeraye dictó a sus dos devotas, mucho más difícil de redactar que la de Agathe. Aunque yo no presumo de gran talento, creo que no me habría salido del todo mal; mas nada hubiera tenido de original: habría sido como aquellas sublimes arengas de Tito Livio en su Historia de Roma, o las del cardenal Bentivoglio en sus Guerras de Flandes, que se leen con agrado pero destruyen la ilusión. Un historiador que pone en boca de sus personajes palabras que nunca pronunciaron, también podría atribuirles actos que nunca realizaron. Así, pues, os ruego, lector, que prosigáis la lectura prescindiendo de ambas cartas.

AMO.—Me preguntaron por la razón de mi ausencia, dije lo primero que se me ocurrió; se contentaron con mis explicaciones y todo continuó como antes.

JACQUES.—Es decir, que vos seguisteis con vuestros dispendios y que vuestro negocio amoroso no progresaba más por ello.

AMO.—El caballero me preguntaba si había novedad y daba muestras de impaciencia.

JACQUES.—Es que acaso de verdad se impacientara…

AMO.—¿Y eso por qué?

JACQUES.—¿Por qué? Pues porque él…

AMO.—Acaba de una vez.

JACQUES.—Me guardaré muy bien de hacerlo, hay que dejar al narrador…

AMO.—Mis lecciones te sirven de provecho, eso me place… Un día me propuso el caballero dar un paseo a solas, y nos fuimos a pasar el día en el campo. Salimos temprano; almorzamos en una hostería; cenamos también; el vino era excelente y bebimos en abundancia, mientras charlábamos de buen gobierno, de religión y de galantería. Nunca el caballero me había mostrado tanta confianza, tanta amistad; llegó a contarme todas las aventuras de su vida con la más increíble franqueza, sin ocultarme ni lo bueno ni lo malo. Bebía, me abrazaba, lloraba de emoción; yo bebía, lo abrazaba, lloraba a mi vez. No había en toda su conducta anterior más que una sola acción que realmente se reprochara y de la que le pesaría el remordimiento hasta la tumba.

»—Caballero, confesadlo a vuestro amigo, eso os aliviará. Vamos, ¿de qué se trata? ¿De algún pecadillo que vuestra delicadeza exagera?

»—No, no —exclamaba el caballero hundiendo la cabeza entre las manos, cubriéndose el rostro de vergüenza—. Es una perfidia, una mancha imperdonable. ¿Lo creeréis? ¡Yo, el caballero de Saint Ouin, he engañado una vez, engañado, sí, engañado a un amigo!

»—¿Y cómo fue?

»—Ambos frecuentábamos, ¡ay!, la misma casa, como vos y yo ahora. Había una joven, tal Agathe; él estaba enamorado de ella, ella me amaba a mí; él se arruinaba en dispendios por ella, y era yo quien gozaba de sus favores. Nunca tuve el valor de confesárselo, pero si nos llegáramos a encontrar, se lo diría todo. Este espantoso secreto que me pesa en lo más hondo del corazón, me ahoga, es una penosa carga de la que necesito librarme.

»—Bien haréis, caballero.

»—¿Me aconsejáis que lo haga?

»—A buen seguro, os lo aconsejo.

»—¿Y cómo suponéis que lo tomará mi amigo?

»—Si es vuestro amigo, si es justo, encontrará vuestra excusa en sí mismo; le conmoverá vuestra sinceridad y vuestro arrepentimiento; os abrazará, hará en suma lo que yo haría en su lugar.

»—¿Así lo creéis?

»—Así lo creo.

»—¿Y eso es lo que vos haríais?

»—No me cabe la menor duda…

»Al instante el caballero se levanta, viene hacia mí, con los ojos arrasados en lágrimas y los brazos abiertos, y me dice:

»—Amigo mío, abrazadme pues.

»—¡Cómo caballero! ¿Sois vos? ¿Soy yo? ¿Es esa bribona de Agathe?

»—Sí, amigo mío, pero no os tomo la palabra, dueño sois de obrar conmigo a vuestra guisa. Si estimáis, como yo, que mi ofensa es imperdonable, no me excuséis; levantaos, dejadme, no volváis a verme sino con desprecio y abandonadme a mi dolor y a mi vergüenza. ¡Ah, amigo mío! ¡Si supierais cómo se había adueñado de mi corazón esa pérfida criatura! Honesto nací, vos mismo juzgaréis cuánto he debido sufrir por el indigno papel al que me ha rebajado. ¡Cuántas veces he apartado mis, ojos de ella para miraros a vos, gimiendo por su traición y por la mía! Es inaudito que nunca lo hayáis advertido…

»Mientras tanto, yo permanecía inmóvil cual Término petrificado,[40] apenas si oía el discurso del caballero. Sólo sabía exclamar:

»—¡Ah, la indigna! ¡Ah, caballero! ¿Vos, vos, mi amigo?

»—Sí, amigo era y lo sigo siendo, puesto que me sirvo de un secreto para libraros de las garras de esa vil criatura, un secreto que lo es más suyo que mío. Lo que me desespera es que no hayáis conseguido nada que pueda desquitaros de todo lo que por ella habéis hecho.

(Aquí Jacques se pone a reír y a silbar.)

¡Pero si esto es La verdad en el vino, de Collé! Lector, lector, no sabéis lo que decís; a fuerza de querer mostraros ingenioso, no sois más que un necio. Tampoco se trata de la verdad en el vino, que antes viene a ser, al contrario, la falsedad en el vino. Os he dicho una grosería, lo lamento y os pido por ello perdón.

AMO.—Mi cólera se fue apaciguando poco a poco. Abracé al caballero, que volvió a sentarse, con los codos apoyados en la mesa y los puños cerrados sobre los ojos: no se atrevía a mirarme.

JACQUES.—¡Estaba tan afligido!… ¿Y vos tuvisteis la bondad de consolarlo?…

(Y Jacques se pone de nuevo a silbar.)

AMO.—Me pareció que lo mejor era tomar la cosa a broma. A cada palabra divertida, el caballero, confuso, me decía:

»—No hay otro como vos, sois único; valéis cien veces más que yo. Dudo mucho que yo hubiera tenido la generosidad o la fuerza de perdonar tal injuria, y he aquí que vos os chanceáis. No cabe ejemplo semejante. Amigo mío, ¿qué podría yo hacer para repararlo…? ¡Pero, no, eso es irreparable! Nunca, nunca jamás olvidaré mi crimen y vuestra indulgencia: son como dos marcas que se me quedarán profundamente grabadas para siempre. Me acordaré de la una para detestarme, y de la otra para admiraros, para acrecentar mi fiel afecto hacia vos.

»—Vamos, vamos, ¡qué ideas son ésas! Exageráis vuestro comportamiento tanto como el mío. Bebamos a vuestra salud. Bueno, pues bebamos a la mía, ya que no queréis que sea a la vuestra…

»El caballero fue poco a poco recobrando ánimo. Me contó todos los detalles de su traición, abrumándose a sí mismo con los más duros epítetos; puso de hoja de perejil a la hija, a la madre, al padre y a las tías, a toda la familia me la describió como un hato de canallas indignos de mí pero harto dignos de él: tales fueron sus propias palabras.

JACQUES.—Por eso aconsejo yo a las mujeres que no se acuesten jamás con hombres que se emborrachan. No desprecio menos a vuestro caballero por su indiscreción en el amor que por su perfidia en la amistad. ¡Qué diablos! No tenía más que… que ser hombre cabal y hablaros antes de… Pero ¿sabéis, señor? Insisto en que es un miserable, un infame redomado. No sé cómo terminará todo esto, me temo que esté volviendo a engañaros al pretender desengañaros. Sacadme, salir pronto vos mismo, de aquella hostería y librémonos de la compañía de ese hombre…

En esto, Jacques tomó de nuevo su cantimplora, olvidando que no contenía ni tisana ni vino. El amo se echó a reír. Jacques estuvo tosiendo medio cuarto de hora sin parar. Su amo sacó el reloj y la tabaquera y continuó su historia que yo interrumpiré, si así lo deseáis, lector, aunque sólo sea por hacer rabiar a Jacques probándole que no estaba escrito en el cielo, como creía, que siempre sería él interrumpido y que su amo no lo sería nunca.

AMO (prosiguiendo el relato de su conversación con el caballero).—«Después de todo lo que acabáis de decirme, espero que no volveréis a ver a esa gente.»

»—¿Yo volver a verlos?… Pero lo que me enoja es irnos sin venganza. Haber traicionado, burlado, escarnecido a un hombre honesto; haber abusado de la pasión y de la debilidad de otro hombre honesto, pues todavía me atrevo a verme como tal, para comprometerle con tantos horrores; exponer a dos amigos a odiarse y acaso hasta darse muerte, pues confesad, mi caro amigo, que de haber descubierto mi indigna duplicidad, vos que sois valeroso, tal vez habríais sentido tanto resentimiento como para…

»—No, no habría llegado a ese punto. Al fin y al cabo, ¿por qué? ¿Y por quién? ¿Por un yerro que nadie está a salvo de cometer? ¿Es acaso mi esposa? ¡Y aun cuando así lo fuera!… ¿Es acaso mi hija? No, es una mísera desvergonzada, y ¿creeréis que por una bribona…? Vamos, amigo mío, dejemos eso y bebamos. Cierto que Agathe es joven, vivaz, blanca, rolliza y apetitosa, tiene las carnes más prietas, ¿no es verdad?, y la piel más suave que puedan darse. Cuán delicioso debe de ser el gozarla y bien me imagino que os sentiríais demasiado dichoso para pensar en vuestro amigo.

»—Cierto que si los encantos de la persona y el placer pudieran atenuar el pecado, no habría bajo la capa del cielo nadie menos culpable que yo.

»—¡Alto ahí, caballero! Retiro algo de lo que he dicho y de mi indulgencia, voy a poner una condición para olvidar vuestra felonía.

»—Hablad, amigo mío, ordenad, decid: ¿debo arrojarme por la ventana, ahorcarme, ahogarme, hundirme este cuchillo en el pecho?…

»Y uniendo la acción a la palabra, el caballero coge un cuchillo que había encima de la mesa, se desabrocha el cuello, abre su camisa y, con ojos extraviados, apoya la punta del cuchillo en el hueco de la clavícula izquierda, en actitud que parecía no esperar sino una orden mía para liquidarse al estilo antiguo.

»—No se trata de eso, caballero, dejad ese vil cuchillo.

»—No he de dejarlo, es lo que merezco: dad la señal.

»—Os digo que dejéis ese vil cuchillo, no pongo tan alto precio a vuestra expiación.

»A todo esto, seguía la punta suspendida sobre el hueco de su clavícula izquierda; le cogí la mano, le arranqué el cuchillo y lo arrojé lejos de mí, tras lo cual acercando su vaso a la botella lo llené hasta el borde y le dije:

»—Bebamos primero y luego sabréis cuál es la terrible condición que impongo a mi perdón. ¿Conque Agathe es tan suculenta, tan voluptuosa?

»—¡Ay, amigo mío! ¡Lástima que no podáis saberlo tan bien como yo!

»—Espera, espera: que nos traigan una botella de Champagne antes de que me cuentes una noche con ella. Traidor encantador, tu absolución te espera al final de ese relato. Vamos, empieza, ¿es que no me oyes?

»—Os oigo.

»—¿Te parece acaso mi sentencia demasiado dura?

»—No.

»—Estás cavilando.

»—Estoy cavilando.

»—¿Qué te he pedido?

»—El relato de una de mis noches con Agathe.

»—Eso es…

»Mientras así decía, el caballero me miraba midiéndome de pies a cabeza y diciéndome para sus adentros: “Es de la misma talla, más o menos de la misma edad, y aunque hubiera alguna diferencia, con la ausencia de luz y habiéndose de antemano imaginado que soy yo, ella no sospechará nada…”.

»—Pero, caballero ¿en qué piensas? ¡Tienes el vaso lleno y estoy esperando que empieces!

»—Pensando estoy, amigo mío, pensado está, decidido: abrazadme, seremos vengados, vaya si lo seremos. Es una infamia por mi parte; pero siendo indigna de mí, no lo es de esa pérfida casquivana. ¿No me pedís la historia de una de mis noches?

»—Sí, ¿es mucho exigir?

»—No, pero ¿y si en lugar del relato lo que os proporciono es la noche?

»—Pues todavía mejor.

(Jacques se pone a silbar.)

»Al punto saca el caballero dos llaves, una pequeña y otra grande.

»—La pequeña —me dijo— es la llave maestra de la calle, la grande es la del gabinete de Agathe. Aquí las tenéis, están las dos a vuestra disposición. He aquí cómo procedo todos los días, desde hace unos seis meses, vos no tenéis sino proceder de igual forma: sus ventanas dan a la calle, como sabéis; mientras las veo iluminadas, me paseo por la calle hasta que una maceta de albahaca por fuera de su ventana me da la señal convenida. Entonces me acerco al portal, abro, entro, cierro, subo con todo sigilo, tuerzo por el pequeño corredor a la derecha; la primera puerta a la izquierda de ese pasillo es la suya, como sabéis. Abro esa puerta con esta llave grande y me meto en el vestidor que hay a la derecha, donde hallo una vela y a su resplandor me desnudo con toda tranquilidad. Agathe deja la puerta de su alcoba entreabierta, así es que entro y me reúno con ella en su lecho. ¿Habéis comprendido?

»—¡Muy bien!

»—Como no estamos solos en la casa, permanecemos en silencio.

»—Y además supongo que tenéis algo mejor que hacer que charlar.

»—En caso de apuro, siempre puedo saltar de la cama y encerrarme en el ropero, pero nunca ha sucedido. Habitualmente solemos separarnos hacia las cuatro de la madrugada. Cuando el placer o el reposo nos entretienen hasta más tarde, nos levantamos al mismo tiempo, ella baja, y yo me quedo en el ropero, me visto, descanso un rato, espero a que se haga hora de dejarme ver. Entonces bajo, saludo, abrazo como si acabara de llegar de la calle.

»—¿Esta noche os espera?

»—Todas las noches me espera…

»—¿Y me cederíais vuestro lugar?

»—De todo corazón. Que prefiráis la noche de verdad al relato, eso no me inquieta mucho; pero lo qué yo desearía es que…

»—Acabad, ¡qué no haría yo por complaceros!

»—Quisiera que os quedarais entre sus brazos por la mañana para que yo pudiera entrar y sorprenderos.

»—¡Oh, no, caballero, no…! ¡Excesiva crueldad sería ésa!

»—¿Excesiva? No soy yo tan malvado como creéis. Antes de entrar, me habría desnudado en el vestidor…

»—Vamos, vamos, caballero, el diablo os anda en el cuerpo. Además, imposible sería, si me dais a mí las llaves os quedaréis vos sin ellas.

»—¡Ay, amigo mío, qué bobo eres!

»—Paréceme que no tanto…

»—¿Y por qué no habríamos de entrar los dos al mismo tiempo? Vos iríais en busca de Agathe y yo me quedaría en el vestidor hasta que me avisarais con una señal que hubiéramos convenido.

»—A fe mía, eso es tan divertido, tan descabellado, que tentado estoy casi de acceder a ello… Aunque, pensándolo bien, más me gustaría reservar ese engañoso enredo para alguna de las noches siguientes.

¡Ah, ya entiendo, ya! Tenéis intención de que nos venguemos de esa suerte más de una vez…

»—Si os avenís a ello.

»—De buen grado.

JACQUES.—El caballero desbarata aquí todas mis certitudes. Yo imaginaba…

AMO.—¿Imaginabas qué?

JACQUES.—No, nada, podéis continuar, señor.

AMO.—Bueno, pues bebimos, dijimos mil locuras sobre la noche que nos esperaba y las que habrían de seguir, y sobre la que íbamos a elegir para que Agathe se encontrara entre nosotros dos. El caballero de Saint Ouin había recobrado un regocijante buen humor y hay que decir que el tema de nuestra conversación no era precisamente triste. Me prodigó sus consejos de actuación nocturna, no todos igualmente fáciles de seguir; pero como yo había pasado en mi vida buen numero de noches bien empleadas, estaba en condiciones de mantener el honor del caballero en mi estreno con Agathe, por muy maravilloso que él se pretendiera. Y vengan detalles de nunca acabar acerca de los talentos, perfecciones y acomodos de la damisela. El caballero sumaba con arte increíble la embriaguez de la pasión a la del vino, y ya nos faltaba tiempo para que llegara el momento de la aventura y de la venganza. Al cabo, dejamos la mesa y pagó el caballero —primera vez que tal cosa hacía— subimos a nuestro carruaje y partimos. Estábamos borrachos, y más aún que nosotros lo estaban el cochero y los lacayos.

Y ahora, lector, ¿quién me iba a impedir que coche, caballos, cochero, criados y amos cayeran a un cenagal? Y si el barranco cenagoso os asusta, ¿quién me privaría de conducirlos, sanos y salvos, a la ciudad, donde haría que topara su coche con otro carruaje en el que irían otros jóvenes ebrios? Se cruzarían palabras injuriosas, se armaría una zaragata, saldrían a relucir las espadas, en fin una pendencia en toda regla. O bien, si no os gustan las peleas, ¿quién me iba a prohibir poner, en lugar de esos jóvenes pendencieros, a la señorita Agathe con una de sus tías? Pero no hubo nada de eso. A París llegaron con bien el caballero de Saint Ouin y el amo de Jacques; éste se puso la ropa de aquél. Ya es medianoche, ambos están bajo las ventanas de Agathe, las luces se apagan, la maceta de albahaca está donde debe estar. Todavía dan una última vuelta de un cabo a otro de la calle, mientras el caballero recuerda a su amigo la lección de cómo ha de actuar. Se acercan al portal, el caballero abre la puerta, introduce al amo de Jacques, se queda con la llave maestra de entrada, le da al otro la llave del corredor, vuelve a cerrar el portal y se aleja.

Explicadas con laconismo esas minucias, el amo de Jacques tomó de nuevo la palabra y prosiguió así:

AMO.—Yo conocía la casa perfectamente. Subo de puntillas, abro la puerta del corredor, la cierro, entro en el vestidor, donde encuentro, en efecto, el candilillo; me desnudo, veo entreabierta la puerta del aposento, entro, me dirijo a la alcoba, donde espera Agathe despierta. Descorro las cortinas del lecho y al instante dos brazos desnudos me enlazan y me atraen a ella; me dejo llevar, me acuesto, me colma de caricias, a las que correspondo. Y me siento el más feliz mortal que en este mundo pueda haber; y sigo siéndolo aun cuando…

Cuando el amo de Jacques se da cuenta de que éste se ha dormido, o simula que duerme, exclama:

—Estás durmiendo, zopenco, duermes en el momento más interesante de mi historia…

Era ahí, en ese preciso momento, donde Jacques esperaba a su amo.

AMO.—¿Despertarás de una vez?

JACQUES.—No creo.

AMO.—¿Y por qué no?

JACQUES.—Porque si me despierto del todo también pudiera despertarse mi dolor de garganta y paréceme más sensato que ambos descansemos un rato…

Y así diciendo, Jacques dejó caer su cabeza hacia adelante.

AMO.—Te vas a romper la crisma.

JACQUES.—Con toda seguridad si es que está escrito allá arriba. ¿No estabais en brazos de la señorita Agathe?

AMO.—En efecto.

JACQUES.—¿No os halláis muy a gusto?

AMO.—Muy a gusto.

JACQUES.—Pues quedaos ahí.

AMO.—¡Que me quede! Lo dices como si tal cosa…

JACQUES.—Quedaos por lo menos hasta que me entere de qué pasó con aquello del emplasto de Desglands.

AMO.—¡Cómo te vengas, traidor!

JACQUES.—¡Y aunque tal fuere, mi amo! Después de que me habéis cortado el relato de mis amores con incesantes preguntas y no pocas fantasías, sin la menor queja por mi parte, ¿no habría, yo de poder suplicaros que interrumpáis la vuestra para contarme lo del emplasto de aquel bueno de Desglands, a quien tantos favores debo, pues me sacó de casa del cirujano en el momento justo en que, desprovisto de todo peculio, no sabía qué iba a acontecerme, amén de que en su mansión conocí a Denise…? Denise, sin la cual no os habría dicho ni palabra en todo este viaje… Vamos, mi amo, mi querido amo, desembuchad la historia del emplasto de Desglands; seréis tan breve como gustéis y entretanto, esta modorra que no puedo evitar se irá disipando y podréis entonces contar con toda mi atención.

AMO (encogiéndose de hombros).—Había en el vecindario de Desglands una viuda encantadora que tenía algunas cualidades análogas a las de una célebre cortesana del siglo pasado.[41] Sensata por raciocinio, libertina por temperamento, desconsolada cada mañana por los extravíos cometidos el día anterior, pasó toda su vida oscilando del placer al remordimiento y de la contrición al placer, sin que la práctica del placer acallara el pesar, ni la costumbre del pesar disipara el regusto de los placeres. Yo llegué a conocerla en sus últimos momentos; decía que al fin iba a poder escapar a sus dos grandes antagonistas. Su marido, indulgente para con el único defecto que hubo de reprocharle, la compadeció en vida y la echó de menos largo tiempo después de su muerte. Pretendía el buen señor que tan ridículo hubiera sido impedir a su mujer que amara como impedirle que bebiera, y la perdonaba su crecido número de conquistas en virtud de la delicadeza con que las elegía. Jamás aceptó las atenciones de un necio o de un malvado; los favores que prodigó fueron siempre recompensa del talento o de la probidad. Decir de un hombre que era o había sido amante suyo, era tanto como afirmar que se trataba de un hombre de mérito. Consciente de su propia inconstancia, nunca prometió fidelidad, y decía: «No he pronunciado en mi vida sino un solo falso juramento, el primero». Ya fuera porque se apagara el sentimiento que ella encendiera, o porque feneciera el que un amante le inspirase a ella, la amistad perduraba siempre. No se dio nunca más notable ejemplo de las diferencias que puede haber en la manera de ejercer la probidad y de entender los uso y costumbres. No se podía decir de ella que tuviese lo que se llama buenas costumbres, mas preciso era reconocer que difícilmente se encontraría más honesta criatura. El cura de su parroquia no la veía sino rara vez arrodillada ante los altares, mas en todo momento encontraba su bolsa abierta para los pobres. Decía burlonamente la dama en cuestión que las leyes y la religión eran un par de muletas que no convenía quitarles a quienes eran flojos de piernas. Las mujeres, que mucho temían el trato de la viuda con sus maridos, lo deseaban, en cambio, para sus hijos.

JACQUES (tras haber murmurado entre dientes: «Ya me pagarás tú este maldito retrato»).—¿Perdisteis vos la cabeza por esa mujer?

AMO.—La habría perdido, a ciencia cierta, si Desglands no se me hubiera adelantado. Pues Desglands se enamoró de ella…

JACQUES.—Señor, ¿acaso la historia de su emplasto y la de sus amoríos están de tal modo ligadas que no sea posible separarlas?

AMO.—Se puede separarlas; lo del emplasto es un mero incidente, la historia es el relato de todo cuando aconteció mientras se amaron.

JACQUES.—¿Y acontecieron muchas cosas?

AMO.—Muchas.

JACQUES.—En tal caso, como le deis a cada una la misma extensión que al retrato de la heroína, tendremos historia de aquí a Pentecostés y habremos dado al traste con vuestros amores y con los míos.

AMO.—Pues entonces, Jacques, ¿por qué me hiciste cambiar de rumbo…? ¿No viste en casa de Desglands a un chiquillo?

JACQUES.—¿Un crío malo, terco, insolente y valetudinario? Sí que lo vi.

AMO.—Es un hijo natural de Desglands y de la hermosa viuda.

JACQUES.—Ese chico le va a dar no pocos disgustos. Es hijo único, buena razón para que sea un granuja; sabe que ha de ser rico, otra buena razón para no ser más que un granuja.

AMO.—Y como es valetudinario, no le enseñan nada, no le obligan, no le llevan nunca la contraria: tercera buena razón para que no sea sino un granuja.

JACQUES.—Una noche el muy loco empezó a dar unos gritos inhumanos. Toda la casa se alarma, acuden a ver qué le ocurre: quiere que su papá se levante.

»—Vuestro papá está durmiendo.

»—No importa, quiero que se levante, quiero que se levante, quiero, quiero…

»—Está malo.

»—No importa, tiene que levantarse, quiero que se levante…

»Despiertan a Desglands y echándose por los hombros una bata, llega a la cabecera del niño.

»—Bueno, hijito, ya estoy aquí, ¿qué quieres?

»—Quiero que vengan.

»—¿Quiénes?

»—Todos los que en el castillo están.

»Se les hace venir a todos: amos, criados, invitados, propios y extraños, Jeanne, Denise, yo mismo, con mi rodilla averiada; todos, menos una portera anciana e impedida a quien habían retirado en un chamizo a más de un cuarto de legua del castillo. Pues el niño ordenó que también fueran a buscarla,

»—Pero, hijo, si es medianoche.

»—Yo quiero que venga, lo quiero, lo quiero…

»—Bien sabes que vive muy lejos.

»—Yo quiero, yo quiero…

»—Que es muy viejecita y está tullida, no puede andar.

»—Quiero que venga, lo quiero…

»Y la pobre portera tuvo que ir, la llevaron, mejor dicho, que si hubiera tenido que valerse por sí sola, el camino se lo habría tragado a rastras… Una vez que todos estuvimos reunidos, el niño quiere que lo levanten y lo vistan. Ya está levantado y vestido; ahora se le antoja que pasemos todos al salón y que a él lo coloquen en medio, sentado en el gran sillón de su papá. Dicho y hecho. Ordena entonces que nos cojamos todos de la mano. Lo hacemos. Que bailemos todos en corro, y bailamos en corro. Pero lo más increíble es el final…

AMO.—Espero, Jacques, que me ahorrarás el resto.

JACQUES.—No, no señor, vais a oírlo. ¿Creéis que impunemente me habéis hecho de la madre un retrato de cuatro varas de largo…?

AMO.—Jacques, te consiento demasiado.

JACQUES.—Peor para vos.

AMO.—Me guardas rencor por el largo y aburrido retrato de la tal viuda, mas paréceme que ya te has desquitado con la prolija y fastidiosa historia de las fantasías de su hijo.

JACQUES.—Si tal es vuestra opinión, proseguid la historia del padre; pero basta de retratos, señor, me son odiosos los retratos.

AMO.—¿Y por qué odias los retratos?

JACQUES.—Pues porque son tan poco parecidos al modelo que si por ventura se encuentra uno con los originales, no los reconoce. Contadme los hechos, reproducir fielmente los dichos y no tardaré en saber con quién he de habérmelas. Una palabra, un gesto, me informaron a veces más que el chismorreo de toda una ciudad.

AMO.—Un día, Desglands…

JACQUES.—Cuando estáis ausente, entro algunas veces en vuestra biblioteca y tomo un libro, generalmente un libro de historia…

AMO.—Un día Desglands…

JACQUES.—Y leo muy por encima todos los retratos.

AMO.—Un día Desglands…

JACQUES.—Perdón, mi amo, una vez que la máquina estaba puesta en marcha preciso era que fuese hasta el final.

AMO.—¿Y ya ha llegado?

JACQUES.—Ha llegado.

AMO.—Un día, Desglands invitó a almorzar a la hermosa viuda con algunos nobles de por allí. El reinado de Desglands declinaba, y entre sus invitados había un caballero hacia el que la inconstancia de la dama había empezado a inclinarse. En la mesa, Desglands y su rival estaban sentados uno junto al otro y enfrente de la hermosa viuda. Desglands empleaba todo el ingenio de que era capaz para animar la conversación y dirigía a la dama los más galantes cumplidos, pero ella se mostraba distraída, sin prestar la menor atención a lo que decía, mientras no quitaba los ojos del otro.

»En un momento dado, Desglands tenía un huevo crudo en la mano cuando, en un arrebato convulsivo producido por los celos, aprieta los puños y… el huevo sale disparado y va a despanzurrarse en la cara de su vecino de mesa; éste hace un ademán con la mano; Desglands detiene la bofetada cogiéndole por la muñeca, pero le dice al oído: “Caballero, la doy por recibida”. Se hace un profundo silencio, la hermosa viuda casi se desmaya… La comida fue triste y breve. Al levantarse de la mesa, llamó la dama a Desglands y a su rival para hablar en un aposento retirado; allí hizo por reconciliarlos cuanto puede decentemente hacer una mujer: suplicó, lloró, se desvaneció, pero todo muy en serio. Estrechaba las manos de Desglands, volvía hacia el otro sus ojos inundados de lágrimas; a éste le decía: “¡Y vos pretendéis amarme!”, y a aquél: “¡Y vos me amabais!…”, y a ambos: “¡Queréis perderme, queréis que sea la comidilla, el objeto del odio y el desprecio de toda la provincia! Sea cual sea el que de ambos quite la vida a su enemigo, yo no volveré a verle nunca jamás, no podrá ya ser ni mi amigo ni mi amante, y desde ahora le guardaré un odio que no se extinguirá sino con mi vida…”. Volvía luego a desfallecer y mientras desfallecía exclamaba: “¡Hombres crueles! Sacad vuestras espadas y clavadlas en mi pecho, si al expiar os veo abrazaros, moriré sin pesar…”. Desglands y su rival ora permanecían inmóviles, ora la prestaban socorro, y de vez en cuando se les saltaban las lágrimas. Empero, hubo al fin que retirarse, dejando a la hermosa viuda en sus aposentos, más muerta que viva.

JACQUES.—¡Ya veis, señor! ¿Qué necesidad tenía yo del retrato que me hicisteis de la tal dama? ¿Acaso no sabría ahora todo lo que antes me dijisteis acerca de ella?

AMO.—Fue al día siguiente Desglands a visitar a su encantadora infiel y la encontró con el rival. Pero los más sorprendidos fueron ellos, al ver que Desglands llegaba con la mejilla derecha cubierta por un gran parche redondo de tafetán negro. Inquirió la viuda:

»—¿Qué es eso?

»DESGLANDS.—No es nada.

»EL RIVAL.—¿Un poco de fluxión?

»DESGLANDS.—Ya se pasará…

»Luego de unos minutos de conversación, salió Desglands y al salir hizo a su rival una seña que éste comprendió muy bien. Bajó a su vez, y ambos fueron a encontrarse, uno por un lado de la calle, otro por el lado opuesto, detrás de los jardines de la viuda; allí se batieron y el rival de Desglands cayó gravemente herido, si bien no de muerte. En tanto que lo trasladan a su casa, Desglands vuelve al lado de la dama, se sienta, comentan todavía el incidente de la víspera. Ella le pregunta qué significa ese enorme y ridículo lunar que le cubre la mejilla. Se levanta él y va a mirarse al espejo, diciendo: “En efecto, lo encuentro un poco grande…”. Y tomando unas tijeras, se quita el parche de tafetán, lo recorta todo alrededor unos milímetros, se lo vuelve á colocar y dice a la viuda: “¿Qué os parece ahora?”. Y contesta ella: “Pues un par de milímetros menos ridículo que antes”. “Algo es algo”, responde él.

»Sanó el rival de Desglands. Hubo un segundo duelo, en el que volvió a resultar Desglands vencedor, y así cinco o seis veces seguidas. A cada combate ganado, Desglands cortaba otra pizca el redondel de tafetán y volvía a colocarse el resto en la mejilla.

JACQUES.—¿Y cómo terminó esa aventura? Cuando me llevaron al castillo de Desglands juraría que ya no llevaba ese emplasto negro.

AMO.—No. El final de esta aventura no fue sino el de la hermosa viuda, pues el prolongado pesar que sufrió por esa situación acabó por agotar su salud, ya débil y quebrantada.

JACQUES.—¿Y Desglands?

AMO.—Un día que paseábamos juntos, recibe un mensaje, lo abre y dice: «Era un bravo y honesto caballero, pero no podría afligirme por su muerte…». Y al instante arranca de su mejilla el resto de su parche negro, reducido apenas al tamaño de un pequeño lunar, después de tantos duelos.

Y ésta es la historia de Desglands. ¿Ha quedado Jacques satisfecho y puedo esperar que preste atención al relato de mis amores o que reanude la historia de los suyos?

JACQUES.—Ni lo uno ni lo otro.

AMO.—¿Y por qué motivo?

JACQUES.—Porque hace calor, estoy cansado, este lugar es encantador, estaremos muy bien a la sombra deliciosa de esos árboles y podremos descansar tomando el fresco a la orilla de este arroyo.

AMO.—Sea como dices, pero ¿y tu catarro?

JACQUES.—Es de la calorina, y los médicos dicen que los contrarios se curan por los contrarios.

AMO.—Lo cual vale tanto para lo físico como para lo moral. Una cosa he notado asaz singular: que no hay muchas máximas de moral de las que no se saque un aforismo médico y, recíprocamente, pocos aforismos de medicina habrá que no se conviertan en máximas moralistas.

JACQUES.—Debe ser como decís.

Desmontan de los caballos y se tumban en la hierba. Jacques dice a su amo:

—¿Dormís o estáis despierto? Si vos veláis, yo dormiré; si dormís, velaré.

Como contestara el amo:

—Duerme, duerme…

Precisó Jacques:

—¿Puedo contar, pues, con que vos velaréis? Porque esta vez bien podríamos correr el riesgo de perder los dos caballos.

Sacó el amo su reloj y su tabaquera; Jacques se dispuso a dormir, pero se despertaba continuamente sobresaltado y dando palmadas en el aire. Su amo le preguntó:

—¿Contra quién diablos la emprendes?

JACQUES.—Contra las moscas y los mosquitos. Me gustaría que alguien me explicara para qué sirven estos incómodos bichos.

AMO.—¿Y porque tú lo ignoras crees que no sirven para nada? La naturaleza no ha hecho nada inútil ni superfluo.

JACQUES.—Lo creo; puesto que una cosa existe, preciso será que exista.

AMO.—Cuando tienes sangre de sobra o mala sangre, ¿qué haces? Llamas al cirujano para que te haga una sangría. Pues bien, esos bichitos de los que te quejas, son una nube de minúsculos cirujanos alados que vienen con sus diminutas lancetas a sacarte la sangre gota a gota.

JACQUES.—Sí, pero al buen tuntún, sin saber si tengo demasiada sangre o harto poca. Traed a un hético por aquí y ya veréis si los pequeños cirujanos alados se abstienen de picarle. Sólo piensan en ellos mismos, y todo es así en la naturaleza, cada cual obra para sí y nada más que para sí propio. Que esto o aquello perjudique a los demás, nada importa, con tal que uno haga a su gusto… —Y volviendo a palmear en el aire, seguía Jacques rezongando—: ¡Al diablo los pequeños cirujanos alados!

AMO.—¿Conoces, Jacques, la fábula de Garo?[42]

JACQUES.—Sí.

AMO.—¿Qué te parece?

JACQUES.—Mala.

AMO.—Eso se dice pronto, pero…

JACQUES.—Más pronto se prueba. Si en lugar de bellotas, las encinas dieran calabazas, ¿acaso ese animal de Garo se habría echado a dormir debajo de una encina? Y de no haberse tumbado a la sombra de una encina, ¿qué podía importar para la integridad de su nariz el que cayeran bellotas o calabazas? Eso es lo que habéis de hacer leer a vuestros hijos.

AMO.—Un filósofo de tu mismo nombre no lo quiere así.[43]

JACQUES.—Cada cual con su opinión; y de todas maneras, Jean-Jacques no es Jacques.

AMO.—Pues tanto peor para Jacques.

JACQUES.—¿Quién puede saberlo antes de haber llegado a la última línea de la página que ocupamos en el gran rollo?

AMO.—¿En qué piensas?

JACQUES.—Pienso que mientras vos me hablabais y yo os respondía, me estabais hablando sin querer y sin querer os respondía yo.

AMO.—¿Y bien?

JACQUES.—Pues que no éramos sino dos auténticas máquinas vivientes y pensantes.

AMO.—Pero ahora, ¿qué pretendes?

JACQUES.—A fe mía que volvemos a lo mismo. En ambas máquinas hay un solo resorte más en juego.

AMO.—¿Y el tal resorte…?

JACQUES.—Que el diablo me lleve si concibo un resorte que funcione sin causa. Decía mi capitán: «A una causa dada, sigue un efecto; de causa desmedrada, flojo efecto; de causa momentánea, efecto de un momento; de causa intermitente, efecto discontinuo; de causa contraria, efecto premioso; de causa que cesa, nulo efecto».

AMO.—Mas paréceme sentir en el fondo de mí mismo que soy libre, del mismo modo que también siento que pienso.

JACQUES.—Mi capitán diría: «Sí; ahora que nada deseáis; pero haced intención de desmontar precipitadamente del caballo».

AMO.—¡Pues bien, me precipitaría al suelo!

JACQUES.—¿Así, tan ricamente, sin reparo, sin esfuerzo, como cuando os viene en gana bajar a la puerta de una hostería?

AMO.—No exactamente igual; pero ¿Qué importa, con tal de que me precipite y me pruebe que soy libre?

JACQUES.—Mi capitán diría: «¡Cómo! ¿Acaso no veis que sin mi contradicción no se os habría antojado nunca romperos la crisma?». Soy yo en este caso quien os agarra por el estribo y os descabalga violentamente. Si vuestra caída prueba algo, no es desde luego que seáis libre, sino que estáis loco. Mi capitán decía también que disfrutar de una libertad que sin motivo alguno pudiera ejercerse, sería la verdadera idiosincrasia del maniático.

AMO.—Mucha sapiencia es ésa para mí. Pero mal que os pese a tu capitán y a ti, seguiré creyendo que quiero cuando quiero.

JACQUES.—Pues si sois y habéis sido siempre dueño de querer, ¿a que no deseáis ahora amar a una mona, y a que no habéis dejado de amar a Agathe cada vez que así lo habríais querido? Mi amo, nos pasamos tres cuartas partes de nuestra vida queriendo y no haciendo.

AMO.—Verdad es.

JACQUES.—Y haciendo sin quererlo.

AMO.—¿Esto me lo podrías demostrar?

JACQUES.—Si me dais permiso.

AMO.—Dado lo tienes.

JACQUES.—Ya le llegará el turno; entretanto, hablemos de otra cosa…

Tras estas frívolas elucubraciones y otras por el estilo, guardaron silencio y Jacques levantó las alas de su enorme sombrero, paraguas cuando hacía mal tiempo; sombrilla cuando hacía calor; cubrecabeza en todo tiempo; tenebroso santuario bajo el cual consultaba al destino una de las mejores seseras que en este mundo han sido, alas que, una vez alzadas, situaban el rostro más o menos a la mitad de su figura total y que, cuando estaban gachas, apenas le dejaban ver diez pasos delante de sí, por lo cual Jacques había tomado la costumbre de ir con la nariz muy levantada, y así podría decirse del sombrero:

Os illi sublime dedit, coelumque tueri

Jussit, et erectos ad sidera tollere vultus.[44]

Jacques, digo, levantó su enorme sombrero y paseando su mirada por la lejanía, columbró a un labriego que estaba tundiendo a palos inútilmente a uno de los dos caballos de la yunta uncida al arado. La caballería, joven y vigorosa, se había tumbado en el surco y por más que el labrador la sacudía tirando de la brida, ni se meneaba; por más que lo acariciaba, le rogaba, le pegaba, lo amenazaba, lo insultaba blasfemando, el animal permanecía inmóvil y tozudamente se negaba a levantarse.

Luego de meditar un rato acerca de tal escena, Jacques dijo a su amo, que también había parado mientes intrigado:

JACQUES.—¿Sabéis, señor, lo que allí está ocurriendo?

AMO.—¿Y qué quieres que ocurra sino lo que estoy viendo?

JACQUES.—¿No lo adivináis?

AMO.—No. ¿Y tú qué es lo que adivinas?

JACQUES.—Adivino que ese estúpido, orgulloso y holgazán animal vivió antes en la ciudad y que, envanecido por su primera condición de caballo de montar, desprecia el arado. Para deciros todo en una palabra: que es la imagen de vuestro caballo, el símbolo de Jacques, aquí presente, y de tantos otros cobardes malandrines, que abandonaron el campo para irse a vestir librea en la capital y que aun preferirían mendigar el pan por las calles, o morirse de hambre, antes que volver a la agricultura, el más útil y noble de los menesteres.

El amo se echó a reír y Jacques, dirigiéndose al labriego que no podía oírle, decía: «Dale, dale cuanto quieras, desdichado; ya se ha hecho a ello y más de una tralla de tu látigo habrás de gastar antes que logres inspirar a ese vil jamelgo un poco de auténtica dignidad y de gusto por el trabajo…». El amo seguía riéndose. Jacques, movido tanto por la impaciencia como por la compasión, se levanta, se dirige hacia el labriego y, no había dado aún doscientos pasos cuando, volviéndose, le grita a su amo:

—Venid, señor; venid presto. ¡Es vuestro caballo!

Y lo era, en efecto. Así que el animal reconoció a Jacques y a su amo, se levantó por sí solo, se sacudió las crines, relinchó, se encabritó y acercó tiernamente su belfo al de su compañero. Mientras tanto, Jacques gruñía, indignado, entre dientes: «¡Pillo, granuja, gandul! No sé cómo me retengo de darte veinte patadas…». El amo, en cambio, lo besaba, le pasaba una mano por los ijares, con la otra le palmeaba suavemente la grupa y casi llorando de alegría, exclamaba: «¡Mi caballo! ¡Mi pobre caballo, mira que haberte encontrado!».

El labriego, que no comprendía nada de nada, les dijo así: «Veo, caballeros, que este caballo os ha pertenecido, pero no por ello deja ahora de ser mío legítimamente: lo compré en la pasada feria. Si queréis llevároslo por dos tercios de lo que por él pagué, me haríais un gran favor, pues no hay quien le saque ningún provecho. Cada vez que hay que hacerle salir de la cuadra, se pone como un demonio; cuando hay que engancharlo, aún es peor; en cuanto llega al campo se tumba y más se dejaría moler a palos que tirar un minuto de la collera o soportar un costal en los lomos. Caballeros, por caridad ¿podríais librarme de este maldito animal? Es un caballo de buena estampa, sí, pero no sirve sino para piafar bajo un jinete, y no es ése el negocio que yo necesito…». Le propusieron un trueque con el que mejor le conviniera de los dos caballos que llevaban; aceptó el hombre y nuestros dos viajeros volvieron a paso lento al lugar en que habían descansado y desde allí pudieron comprobar, con satisfacción, cómo el caballo cedido al labrador se avenía sin hacerle ascos a su nuevo estado.

JACQUES.—Y bien, mi amo, ¿qué os parece?

AMO.—Nada más cierto que tú eres un iluminado. ¿Es Dios o es el demonio quien te inspira? Eso lo ignoro. Jacques, mi querido amigo, mucho me temo que tengáis el diablo en el cuerpo.

JACQUES.—¿Y por qué el diablo?

AMO.—Porque obráis prodigios y vuestra doctrina es harto sospechosa.

JACQUES.—¿Qué hay de común entre la doctrina que se profesa y los prodigios que se realizan?

AMO.—Ya veo que no habéis leído a Dom La Taste.

JACQUES.—¿Y qué dice ese dómine a quien, por supuesto, no he leído?

AMO.—Dice que tanto Dios como el demonio hacen milagros.

JACQUES.—¿Y cómo distinguir los milagros de Dios de los milagros del demonio?

AMO.—Por medio de la doctrina. Si la doctrina es buena, los milagros se deben a Dios; si es mala, los milagros vienen del diablo.

Jacques se puso aquí a silbar, antes de añadir:

—¿Y quién habrá de enseñarme a mí, pobre ignorante, si la doctrina del hacedor de milagros es buena o es mala? Ea, señor, montemos de nuevo en nuestras cabalgaduras. ¿Qué puede importarnos que sea por obra y gracia de Dios o que se deba a Belcebú el haber recobrado vuestro caballo? ¿Se va a desmedrar por ello?

AMO.—No. Sin embargo, Jacques, si estuvierais poseído por el demonio…

JACQUES.—¿Qué remedio habría para eso?

AMO.—El remedio sería, en espera de que venga el exorcismo, sería… poneros a régimen de agua bendita como única bebida…

JACQUES.—¡Agua yo, señor! ¡Jacques bebiendo agua bendita! Antes preferiría que se me quedaran en el cuerpo mil legiones de demonios a tener que beber una gota de agua, bendita o no bendita. ¿Es que todavía no habéis reparado en que soy hidrófobo?

¡Ah! ¡Hidrófobo! ¿Jacques ha dicho hidrófobo? No, lector, he de confesar que la palabra no es suya, Pero os desafío a leer, con tan exacerbado sentido crítico, cualquier escena de comedia o de tragedia, un solo diálogo por bien construido que esté, sin tropezar con la palabra del autor en boca de su personaje. Lo que Jacques dice es: «Señor ¿es que todavía no habéis reparado en que la sola vista del agua me pone rabioso…?». Pues bien, al decirlo de diferente manera que él, he sido menos verídico, pero más breve.

Montaron a caballo, pues, y Jacques dijo a su amo:

—En la historia de vuestros amores os habíais quedado cuando, luego de haber por dos veces gozado con Agathe, os disponíais quizá a una tercera…

AMO.—Cuando he aquí que se abre de repente la puerta del corredor. Se llena el aposento de un tropel de gentes que entra en tumulto, veo luces, oigo voces de hombres y mujeres hablando todos al mismo tiempo. Alguien descorre con violencia las cortinas del lecho, y percibo al padre, a la madre, a las tías, a los primos, a las primas y a un comisario que gravemente les decía: «Señores, señoras, nada de alborotos: es flagrante delito. Este señor es un caballero, sólo hay un medio de reparar el daño y el señor preferirá prestarse a cumplir de buen grado antes que verse obligado por las leyes…».

A cada palabra le interrumpían el padre y la madre, que me inundaban de reproches, y los primos y primas que dirigían los insultos menos delicados a Agathe, la cual se tapaba la cabeza con las sábanas. Yo me había quedado atónito y no acertaba a decir nada. El comisario, dirigiéndose a mí irónicamente, dijo: «Caballero, muy a gusto estáis ahí, mas preciso es que ahora tengáis por grato el levantaros y vestiros…». Y así lo hice, pero con mis propias ropas, que entretanto habían sido puestas en el lugar de las de mi amigo Saint Ouin. Acercaron una mesa y el comisario se dispuso a levantar acta. Mientras tanto, la madre parecía no poder contenerse ni agarrada entre cuatro, para no matar a su hija, y el padre la apaciguaba: «Teneos, mujer mía, teneos, de nada serviría dar una tunda a vuestra hija. Todo se arreglará de la mejor manera…». Los demás se habían dispersado por las sillas de la habitación, adoptando las distintas actitudes del dolor, de la indignación, de la ira. El padre, de vez en cuando, reconvenía a su mujer: «Ya veis, ya veis lo que ocurre por no vigilar la conducta de una hija…». Y la mujer replicaba: «Con ese aspecto tan bondadoso y tan honesto, ¡quién hubiera podido pensarlo de este caballero!». El resto de la familia guardaba silencio. Una vez levantada el acta, me la leyeron, y como no contenía sino la verdad, la firmé y bajé con el comisario, quien muy cortésmente me rogó que subiera a un carruaje que aguardaba a la puerta, desde donde me condujeron, no sin nutrido cortejo, directamente a For-l’Évêque.

JACQUES.—¡A la prisión de For-l’Évêque!

AMO.—A la prisión. Y siguió un ignominioso proceso. Se trataba nada menos que de casarme con la señorita Agathe, los padres no querían avenirse a ninguna suerte de acomodo. La misma mañana que siguió a mi encarcelamiento, el caballero de Saint Ouin fue a verme, enterado de toda la situación: Agathe estaba desolada; sus padres furibundos; a él le abrumaban con los peores reproches por el pérfido amigo que había introducido en su casa, y le consideraban el primer causante de su infortunio y de la deshonra de su hija; aquella pobre gente daba lástima… Había él solicitado hablar con Agathe en privado, lo que al fin pudo obtener no sin dificultades. Agathe quería sacarle los ojos y le había dirigido los más odiosos insultos. De antemano él se lo esperaba, así es que dejó que se desahogaran sus furores para intentar luego hacerla entrar en razón; pero la razón que la joven aducía —explicaba el caballero— era tal que yo no sabría oponer réplica: «Mi padre y mi madre me han sorprendido con vuestro amigo: ¿hay qué enterarles también que al acostarme con él creía yo acostarme con vos?». A lo cual respondía el caballero: «Pero, con toda sinceridad, ¿creéis que deba mi amigo casarse con vos?», y la damisela contestaba: «No, sois vos el indigno, sois vos el infame, el que debería estar condenado a hacerlo». En éstas dije yo al caballero de Saint Ouin:

»—¡Pero si sólo de vos depende que yo salga de este malhadado entuerto!

»—¿Y cómo?

»—¡Cómo! Pues confesando la cosa tal como fue en verdad.

»—Así he amenazado a Agathe que lo haría, pero por cierto que no he de hacerlo. Es poco probable que tal medio nos fuera de utilidad y, en cambio, a buen seguro que nos cubriría de infamia. Además, culpa vuestra es.

»—¡Culpa mía!

»—Sí, culpa vuestra. Si hubierais aceptado la; travesura que yo os proponía, habríase visto Agathe sorprendida entre dos hombres y todo habría terminado, en pura irrisión. Pero no ha sido así, y de lo que se trata es de salir de este mal paso.

»—Bueno, vamos a ver, ¿podríais explicarme, caballero, un pequeño incidente? ¿Cómo mi traje fue sacado y el vuestro colocado en el vestidor? A fe mía que por más vueltas que le doy, tal misterio me conturba. Esto me da que sospechar de Agathe y se me ocurre que bien pudo percatarse de la superchería y que hubo entre ella y sus padres una cierta connivencia.

»—Acaso os vio alguien cuando subíais, lo cierto es que no bien os hubisteis desnudado, a mí me mandaron mi traje y me pidieron el vuestro.

»—Eso se ha de aclarar con el tiempo…

»Así estábamos el caballero de Saint Ouin y yo afligiéndonos, consolándonos y acusándonos, insultándonos y pidiéndonos perdón mutuamente, cuando entró el comisario. El caballero palideció y salió presuroso. Era aquel comisario un hombre de bien, de los que hay alguno que otro: al releer en su casa el acta levantada la noche anterior, recordó que había antaño estudiado con un joven que llevaba mi mismo apellido, y se le ocurrió que tal vez podía ser yo pariente o incluso hijo de aquel antiguo compañero de colegio y, mira por donde, estaba en lo cierto. Su primera pregunta fue para saber quién era el hombre que había salido huyendo al entrar él.

»—No salía huyendo, simplemente se iba. Es mi amigo íntimo, el caballero de Saint Ouin.

»—¡Amigo vuestro! ¡Pues valiente amigo tenéis! ¿Sabéis, señor, que él en persona vino a avisarme? Venía acompañado del padre y de otro pariente.

»—¡Él!

»—El mismo.

»—¿Estáis seguro de eso?

»—¡Y tan seguro! Mas ¿cómo lo habéis nombrado?

»—Caballero de Saint Ouin.

»—¡Ah, el caballero de Saint Ouin! No podía ser menos… ¿Pues sabéis quién es vuestro amigo íntimo el caballero de Saint Ouin? Un estafador, un hombre fichado por cientos de fechorías. Si la policía deja en libertad a esta clase de individuos es sólo porque a veces prestan algún servicio. Son malhechores y delatores de malhechores, y parece ser que resultan más útiles por los males que previenen o revelan que dañinos por el mal que ellos ocasionan.

»Le conté entonces al comisario mi triste aventura, tal como había sucedido, y no la vio con demasiado optimismo, pues cuanto podía absolverme no se podía alegar ni demostrar ante un tribunal. No obstante, se encargó de apelar al padre y a la madre, de someter a la hija a severo interrogatorio, de informar debidamente al magistrado, y de no descuidar la menor cosa que pudiera servir para mi justificación, pero sin dejar de advertirme que si aquella gente estaba bien asesorada, poco iba a poder ventilar la autoridad

»—¡Cómo, señor comisario! ¿Me voy a ver forzado al matrimonio?

»—¡El matrimonio! Muy duro seria eso, aunque no es lo que más me temo; pero habrá que indemnizar por daños y perjuicios y en un caso como éste la estimación es considerable…

»Mas ¿qué hay, Jacques? Paréceme que tienes algo que decirme.

JACQUES.—Sí, quería deciros que vos fuisteis, en efecto, más desventurado que yo, que pagué y no me acosté. Por lo demás, creo que hubiera comprendido mejor vuestra historia si es que Agathe hubiera estado preñada.

AMO.—No desistas tan pronto de tu conjetura, que el comisario me hizo saber poco después de mi detención, que Agathe había ido a hacer ante él una declaración de embarazo.

JACQUES.—Y así os encontráis siendo padre de un niño…

AMO.—Al que no he perjudicado en nada.

JACQUES.—Pero al que tampoco habíais hecho.

AMO.—Ni la protección del magistrado ni todos los buenos oficios del comisario pudieron impedir que ese asunto siguiera el curso de la justicia; mas como la hija y los padres tenían mala reputación, no tuve que casarme en la misma prisión. Fui condenado a una multa considerable, a los gastos del parto y a costear la manutención y la educación de un niño que era fruto de los hechos del caballero de Saint Ouin, a quien, por otra parte, se parecía como un retrato en miniatura. Fue un chico, la señorita Agathe dio a luz un hermoso crío entre el séptimo y el octavo mes de la cuenta declarada; lo pusieron con una buena ama, cuyas mensualidades he venido pagando hasta ahora.

JACQUES.—¿Qué edad vendrá a tener vuestro señor hijo?

AMO.—Va para los diez años. Lo he dejado todo este tiempo en el campo, donde el maestro de escuela le ha enseñado a leer, a escribir y a contar. No está lejos del lugar a donde vamos, voy a aprovechar la ocasión para pagar a quienes lo cuidan, llevarme al chico y ponerlo a que aprenda un oficio.

Una vez más Jacques y su amo hicieron noche por el camino. Estaba ya demasiado próximo el término del viaje para que Jacques reanudara la historia de sus amores y, por otra parte, su dolor de garganta distaba mucho de haberse pasado. Al día siguiente llegaron a… «¿Adónde?» Palabra que no lo sé. «¿Y qué iban a hacer allí a donde iban?» Todo cuanto os plazca. ¿Acaso creéis, lector, que el amo de Jacques contaba sus asuntos a todo el mundo? Sea como fuere, no requerían una estancia más prolongada de una quincena. ¿Terminaron bien, terminaron mal aquellos negocios? Esto es lo que todavía sigo ignorando. Jacques sanó de su afección de garganta gracias a dos remedios que le resultaban antipáticos: la dieta y el reposo.

Una mañana, el amo dijo a su criado: «Jacques, ensilla y pon la brida a los caballos, y llena tu cantimplora, hemos de ir a donde ya sabes…». Dicho y hecho. Así es que los tenemos de nuevo en ruta, encaminándose hacia el lugar donde se criaba, desde hacía diez años, a expensas del amo de Jacques, el hijo del caballero de Saint Ouin. A cierta distancia de la venta donde habían pernoctado, el amo se dirigió a Jacques con estas palabras:

—¿Qué opinas, Jacques, de mis amoríos?

JACQUES.—Que hay escritas en el cielo muy extrañas cosas. He aquí que nace un niño, y ¡Dios sabe en qué condiciones! ¿Quién podría predecir el papel que ese pequeño bastardo va a jugar en el mundo? ¿Quién sabe si no habrá nacido para hacer la ventura o la malaventuranza de un imperio?

AMO.—Te respondo que no ha de ser así. Haré de él un buen tornero o un buen relojero. Se casará, tendrá hijos que seguirán torneando a perpetuidad patas de sillas en este mundo nuestro.

JACQUES.—Sí, siempre y cuando eso esté escrito en el cielo. Mas ¿por qué no podría salir un Cromwell del taller de un tornero? Aquel que hizo cortar la cabeza a su rey, ¿no había salido de la tienda de un cervecero? ¿Y no se dice hoy que…?

AMO.—Dejemos eso. Ahora ya te encuentras bien y conoces la historia de mis amores; en conciencia, Jacques, no puedes negarte a reanudar el relato de los tuyos.

JACQUES.—Todo se opone a ello. En primer lugar, el menguado camino que nos queda por hacer; en segundo lugar, he olvidado en qué punto habíamos quedado; en tercer lugar, tengo un condenado presentimiento de que esta historia no debe concluirse, que ese relato nos ha de traer mala suerte y que no bien lo haya reemprendido, será interrumpido por una catástrofe dichosa o desventurada.

AMO.—Si ha de ser dichosa, tanto mejor.

JACQUES.—Por supuesto, pero tengo para mí que va a ser infortunada.

AMO.—¡Infortunada! Sea, pues; pero, que hables o guardes silencio, ¿dejará por eso de acontecer?

JACQUES.—¿Quién puede saberlo?

AMO.—Jacques, naciste con dos o tres siglos de retraso.

JACQUES.—No, señor, nací a tiempo, como todo el mundo.

AMO.—Habrías sido un buen augur.

JACQUES.—No sé con exactitud qué es eso de augur, ni me preocupa el saberlo.

AMO.—Es uno de los capítulos más importantes de tu tratado sobre la adivinación.

JACQUES.—Verdad es, pero hace ya tanto tiempo que fue escrito, que no recuerdo ni una palabra. Mirad, señor, ahí tenéis quien sabe más que todos los augures, las ocas fatídicas y las sagradas gallinas de la República: la cantimplora. Consultemos con la cantimplora.

Tomó Jacques la cantimplora y la estuvo consultando largo rato. Su amo sacó el reloj y la tabaquera, vio qué hora era, tomó su rapé acostumbrado, y Jacques dijo al cabo:

—Ahora me parece que veo menos negro el destino. Decidme dónde habíamos quedado.

AMO.—Estabas en el castillo de Desglands con tu rodilla un poco mejorada, y Denise encargada por su madre de cuidarte.

JACQUES.—Denise fue obediente. La herida de mi rodilla se había casi cerrado, incluso pude bailar en corro la noche aquella del dichoso niño; aunque, sin embargo, me acometían de vez en cuando unos dolores inauditos. Se le ocurrió al cirujano del castillo, que sabía bastante más que su colega anterior, que aquellos sufrimientos que tan pertinazmente se repetían, no podían ser causados sino por la permanencia de un cuerpo extraño que hubiese quedado en las carnes después de la extracción de la bala. Obrando en consecuencia, se presentó una mañana en mi habitación, hizo que arrimaran una mesa a mi cama y cuando descorrieron las cortinas vi aquella mesa llena de instrumentos cortantes, a Denise sentada a mi cabecera y llorando a lágrima viva, a su madre en pie, de brazos cruzados y con afligida expresión, al cirujano sin casaca, las mangas de la camisa remangadas, y la mano derecha armada con un bisturí.

AMO.—Me asustas.

JACQUES.—También yo me asusté. Pero el cirujano me dijo:

»—Amigo mío ¿no estáis ya cansado de tanto padecer?

»—Muy cansado.

»—¿Queréis acabar con los dolores y salvar vuestra pierna?

»—Sí, por cierto.

»—Pues sacadla por fuera de la cama y dejadme trabajar a mi guisa.

»Presento mi pierna, el cirujano sostiene el bisturí apretando el mango entre los dientes, pasa mi pierna por debajo de su brazo izquierdo, la sujeta con fuerza, toma el bisturí con la mano, introduce la punta en mi herida y me hace una incisión ancha y profunda. Yo ni pestañeé siquiera, pero Jeanne volvió la cabeza y Denise dio un agudo grito y se mareó.

Hizo aquí Jacques un alto y consultó de nuevo con la cantimplora. Las consultas eran tanto más frecuentes cuanto cortas eran las etapas del camino o, como dicen los geómetras, en razón inversa a las distancias. Y tan exacto era en la medición, que llenándola siempre al salir, llegaba al final de la etapa cabalmente vacía. Los constructores de carreteras habrían hecho de la cantimplora de Jacques un excelente odómetro. Hay que decir que cada acometida a la cantimplora tenía, por lo general, su razón de ser; la de esta vez era para que Denise volviera en sí de su desmayo y poder él mismo reponerse del dolor que la incisión del cirujano le había producido. Vuelta en sí Denise y él reconfortado, Jacques continuó.

—Aquella enorme sajadura dejó al descubierto el fondo de la herida, de donde extrajo el cirujano con sus pinzas un minúsculo jirón de mis calzones que allí había quedado y cuya presencia entre mis carnes era lo que causaba mis dolores e impedía la cicatrización. Desde esa operación, mi estado mejoró rápidamente gracias a los cuidados que Denise me prodigaba: se acabaron los dolores y la fiebre, recobré el apetito, el sueño, las fuerzas. Denise me hacía las curas con hábil precisión e infinita delicadeza. Había que ver la mano ligera y atenta con que levantaba el entablillado y los vendajes, su temor de causarme el menor daño, la habilidad con que limpiaba mi herida. Yo me sentaba en el borde de la cama, ella se ponía con una rodilla en tierra y extendía mi pierna encima de su muslo que yo, a veces, apretaba un poco; apoyándome con una mano en su hombro, la miraba hacer con una ternura que, si no me equivoco, también ella compartía. Terminada la cura, le cogía las manos, le daba las gracias, me quedaba sin saber qué decirle ni cómo testimoniarle mi gratitud; ella permanecía en pie junto a mi cama, con los ojos bajos, y me escuchaba en silencio. No pasaba buhonero por el castillo sin que yo comprase algo para ella: unas veces era una pañoleta, otras veces unas varas de indiana o de muselina, una cruz de oro, unas medias de algodón, una sortija, un collar de granates… Pero una vez hecha la compra, mi apuro era cómo ofrecérselo y el de ella aceptarlo. Primero se lo mostraba, lo que fuere, y si le gustaba, le decía: «Denise, lo he comprado para vos…». Cuando aceptaba, temblaba mi mano al presentárselo y la suya al recibirlo. Un día, no sabiendo qué ofrecerle, compré unas ligas de seda recamadas de blanco, rojo y azul, con un emblema. Por la mañana, antes de que ella llegara, las puse en el respaldo de la silla junto a mi cama. En cuanto llegó, exclamó Denise:

»—¡Oh! ¡Qué ligas tan bonitas!

»—Son para mi amada.

»—¿Tenéis una amada, señor Jacques?

»—Claro que la tengo, ¿no os lo había dicho?

»—No. Será sin duda muy amable…

»—Muy amable.

»—¿Y la amáis mucho?

»—Con toda mi alma.

»—¿Y ella también os quiere tanto como vos?

»—Eso no lo sé. Estas ligas son para ella y a su vez me ha prometido un favor que me va a volver loco, creo, si es que me lo concede por fin.

»—¿Y qué favor es ése?

»—Que de esas dos ligas, una la he de abrochar yo con mis manos.

»Denise se sonrojó, se dejó engañar por mis palabras y suponiendo que las ligas estaban destinadas a otra, se entristeció y empezó a cometer torpeza tras torpeza. Buscaba cuanto necesitaba para hacerme la cura y, teniéndolo delante de los ojos, no lo encontraba; derramó el vino que había puesto a calentar; se acercó a mi lecho para curarme, me cogió la pierna con manos temblorosas, deshizo el vendaje de cualquier manera y cuando hubo de escaldar la herida, se le había olvidado todo lo necesario; fue por ello y procedió a la cura, pero mientras lo hacía vi que lloraba.

»—Denise, juraría que estáis llorando, ¿qué tenéis?

»—No, no me pasa nada.

»—¿Acaso alguien os ha disgustado?

»—Sí.

»—¿Y quién es el malvado que ha podido causaros pesar?

»—Sois vos.

»—¿Yo?

»—Sí, vos.

»—¿Y cómo he podido incurrir en eso?

»En lugar de responderme, Denise volvió la mirada hacia las ligas.

»—¡Ah, vamos! ¿Es eso lo que os hace llorar?

»—Sí…

»—Ea, Denise, no lloréis más, las he comprado para vos.

»—¿De veras, señor Jacques? ¿Es cierto lo que decís?

»—Y tan cierto que aquí las tenéis. Tomad.

»Y así diciendo, se las ofrecí las dos, pero retuve una; al instante se escapó una sonrisa entre sus lágrimas. La tomé por el brazo, la acerqué a mi cama, tomé uno de sus pies y lo apoyé en el borde, levanté sus faldas hasta las rodillas, donde se las sujetaba apretadas con ambas manos; besé su pierna, abroché la liga que me había quedado y, apenas se la hube puesto, he aquí que entra Jeanne, su madre.

AMO.—Una visita inoportuna.

JACQUES.—Puede que sí, puede que no. En lugar de reparar en nuestra turbación, no vio más que la liga que su hija tenía en la mano, y exclamó:

»—¡Qué liga tan preciosa!, pero ¿dónde está la otra?

»—En mi pierna —respondió Denise—. El señor Jacques me ha dicho que las había comprado para su amada, y yo he creído que eran para mí. Como ya me he puesto una, ¿no es verdad, madre, que debo quedarme con la otra?

»—¡Ah, señor Jacques! Denise tiene razón, una liga sola no hace el par y no iréis ahora a quitarle la que ya lleva puesta.

»—¿Por qué no habría de hacerlo?

»—Porque Denise no lo querría, ni tampoco yo.

»—Pues hagamos un convenio: le abrocharé la otra en vuestra presencia.

»—No, no, eso no es posible.

»—Entonces, que me las devuelva las dos.

»—Tampoco eso es posible.

Pero en esto, Jacques y su amo han llegado a la entrada del pueblo donde iban a ver al hijo y a los que criaban al hijo del caballero de Saint Ouin, de modo que Jacques interrumpió su relato, y su amo dijo:

—Desmontemos y hagamos aquí una pausa.

—¿Por qué?

—Porque según todas las apariencias estás llegando al cabo de tus amores.

—No del todo.

—Una vez que se ha llegado a la rodilla, poco trecho queda por hacer…

—Mi amo, Denise tenía el muslo más largo que cualquier otra.

—Sea como fuere, desmontemos.

Descabalgan, pues, primero Jacques y aprestándose diligente a sostener la bota de su amo; mas no bien hubo éste puesto el pie en el estribo, cuando se desatan las correas y el jinete volcándose hacia atrás hubiera ido a parar bruscamente al suelo de no haberlo recibido su criado en los brazos.

AMO.—¡Vamos, Jacques! ¿Es así como cuidas de mí? Poco ha faltado para que me rompiera las costillas, o un brazo, o que me abriera la cabeza, o acaso que me matara.

JACQUES.—¡Sí que hubiera sido esa gran desgracia!

AMO.—¡Cómo dices, deslenguado malandrín! Aguarda, aguarda, que voy yo a enseñarte a hablar…

Y el amo, luego de haberse dado dos vueltas en la muñeca al cordel de su látigo, se pone a perseguir a Jacques, y Jacques a correr alrededor del caballo, ríe que te ríe. El amo renegando, blasfemando, echando chispas de rabia, empieza también a dar vueltas detrás de Jacques, vomitando contra él un torrente de insultos. Duró la carrera hasta que ambos, empapados de sudor y agotados de cansancio, se detuvieron cada uno a un lado del caballo, Jacques jadeante y sin parar de reír, el amo jadeando y lanzándole miradas furibundas. Empezaban a recobrar el aliento cuando Jacques preguntó a su amo:

—¿Mi señor amo lo reconocerá ahora?

AMO.—¿Y qué quieres que reconozca, perro, bribón, infame, sino que eres el más malvado de los criados y yo el más desdichado de los amos?

JACQUES.—¿No ha quedado demostrado bien a las claras que siempre actuamos sin querer? Decidme, señor, con el corazón en la mano: de cuanto habéis dicho y hecho desde hace media hora, ¿hay algo que de verdad hayáis deseado? ¿No habéis sido un muñeco entre mis manos y no habríais seguido siendo mi polichinela durante un mes, si yo me lo hubiese propuesto?

AMO.—¡Cómo! ¿Era un juego?

JACQUES.—Un juego.

AMO.—¿Y sabías tú que se iban a romper las correas?

JACQUES.—Así lo había yo amañado.

AMO.—¿Y era eso el hilo que movías por encima de mi cabeza para hacerme agitar a tu fantasía?

JACQUES.—¡Cabalmente!

AMO.—¿Y tu insolente respuesta estaba premeditada?

JACQUES.—Premeditada.

AMO.—Eres un peligroso granuja.

JACQUES.—Decid que, gracias a mi capitán que un día se divirtió a mi costa con este pasatiempo, decid más bien que soy un sutil razonador.

AMO.—¿Y si a pesar de todo me hubiera herido?

JACQUES.—Estaba escrito allá arriba y en mis previsiones que no sucedería tal.,

AMO.—Bueno, pues sentémonos aquí, tenemos necesidad de un descanso.

Se sentaron, y Jacques exclamó:

—¡Mala peste de estúpido!

AMO.—Supongo que te refieres a ti mismo.

JACQUES.—Sí, a mí, que no he reservado otro trago más en la cantimplora.

AMO.—No lo lamentes demasiado, me lo habría bebido yo, estoy muerto de sed.

JACQUES.—¡Pues mala peste del doblemente estúpido por no haber guardado dos tragos!

El amo suplicándole que continuara su relato para engañar el cansancio y la sed; Jacques negándose; el amo poniéndose mohíno; Jacques dejándose poner mala cara, hasta que al fin, no sin haber protestado por la desgracia que aquello iba a acarrearles, se avino Jacques a reanudar la historia de sus amores, diciendo así:

—Un día de fiesta en que el señor del castillo estaba de cacería…

Tras estas breves palabras se interrumpió Jacques de pronto, para luego añadir:

—No, no podría, me es imposible seguir adelante; tengo la sensación de que la mano del destino me agarra por la garganta, y siento que me aprieta. Por Dios, señor, permitid que me calle.

—¡Bueno! Pues cállate y ve a preguntar a la primera casa del lugar, esa que ahí se ve, dónde vive la gente que buscamos…

Era la puerta de al lado, y allí se dirigen llevando cada uno su caballo por las riendas. De pronto, se abre el portillo y aparece un hombre, el amo de Jacques da un grito y se echa mano a la espada, y lo mismo hace el hombre en cuestión. Los dos caballos se espantan al entrechocar las espadas, el de Jacques rompe la brida y se escapa en el instante mismo en que el caballero contra quien su amo se batía cae muerto en el suelo. Acuden los aldeanos, el amo de Jacques monta con presteza y se aleja a galope tendido. A Jacques lo prenden, le atan las manos a la espalda y lo conducen ante el juez del pueblo, que lo manda a la cárcel.

El hombre muerto a manos del amo era el caballero de Saint Ouin: el azar lo había conducido, precisamente aquel día, a casa de la nodriza de su hijo, junto con Agathe, quien se mesaba los cabellos sobre el cadáver de su amante. El amo de Jacques estaba ya lejos, se le había perdido de vista mientras Jacques, por el camino del juzgado a la prisión, se decía: «No podía por menos de suceder así, escrito estaba allá arriba».

Y yo, por mi parte, aquí me paro, pues ya he dicho de esos dos personajes todo cuanto sabía. «¿Y los amores de Jacques?» Cien veces dijo Jacques que escrito está allá arriba que él no habría de concluir su historia, y veo que Jacques tenía razón. Paréceme, lector, que eso os molesta; pues bien, reanudad el relato ahí donde él lo dejó, y proseguidlo a vuestro antojo, según vuestra fantasía, o bien id a visitar a la señorita Agathe y averiguad cuál es el lugar en donde Jacques está preso. Intentad ver a Jacques, preguntadle: no se hará mucho de rogar para daros satisfacción, hablar le distraerá de su enfadosa situación.

Según unas memorias —que buenas razones tengo para tomar por sospechosas— yo podría seguramente suplir lo que aquí faltara; mas ¿para qué? Tan sólo cabe interesarse por aquello que se cree cierto. Sin embargo, como sería temerario pronunciarse sin un sesudo examen sobre los coloquios entre Jacques el fatalista y su amo, la obra más importante que se haya publicado desde el Pantagruel de maese François Rabelais y la vida y aventuras del Compadre Mathieu,[45] me dispongo a leer esas memorias con toda la circunspecta prudencia y toda la imparcialidad de que soy capaz, y al cabo de ocho días prometo dar mi juicio definitivo, a reserva de que tenga que retractarme si alguien más inteligente que yo viniera a demostrarme que me he equivocado.

El editor añade: pasó la octava, leí las memorias citadas. Respecto al manuscrito que obra en mi poder, hallo en aquél tres párrafos más, de los cuales el primero y el tercero me parecen originales, en tanto que el de en medio ha sido evidentemente intercalado. He aquí el primero, que supone una segunda laguna en la conversación de Jacques y de su amo.

Un día de fiesta en que el señor del castillo estaba de cacería y el resto de sus invitados habían ido a la misa de la parroquia, distante un buen cuarto de legua, Jacques estaba ya levantado y Denise sentada a su lado. Ambos guardaban silencio, parecían estar enfurruñados y, en efecto, lo estaban. Jacques había echado mano de todos los recursos posibles para que Denise se decidiera a hacerle plenamente dichoso, pero Denise se había resistido con firmeza. Tras un largo silencio, Jacques le dijo en tono duro y amargo, llorando a lágrima viva:

—¡Es que vos no me amáis!

Al oír esto, Denise se levanta visiblemente contrariada, toma a Jacques por un brazo, lo lleva con brusquedad hasta el borde de la cama, se sienta y dice:

—¡Conque no os amo, señor Jacques! Pues bien, señor Jacques, haced con la desdichada Denise cuanto os venga en gana…

Y así diciendo, rompe en llanto y en sollozos que la ahogan.

Decidme ahora, lector, ¿qué hubierais hecho vos en lugar de Jacques? ¡Pues nada! Y nada, efectivamente, es lo que hizo. Dulcemente llevó a Denise de nuevo a su silla, se arrojó a sus pies, enjugó las lágrimas que de sus ojos fluían, le besó las manos, la consoló, la tranquilizó, se convenció de que ella le quería tiernamente, y a esa ternura se atuvo en tanto llegaba el momento en que Denise se dignara recompensarle de la suya. Tal comportamiento conmovió sensiblemente a la joven.

Se podría objetar que Jacques, si estaba a los pies de Denise, mal podía apañarse para enjugarle los ojos… a menos que la silla fuese en verdad muy baja. El manuscrito no lo precisa, pero es de suponer.

He aquí el segundo párrafo, copiado de la vida de Tristram Shandy, a menos que el coloquio de Jacques el fatalista y su amo sea anterior a dicho libro, en cuyo caso el plagiario sería el pastor Sterne, lo cual se me hace difícil de creer, y esto porque profeso particular estima al señor Sterne, a quien distingo de la mayor parte de los literatos de su país, que practican con harta frecuencia la costumbre de robarnos e insultarnos.

Otro día, entró Denise a curar a Jacques. Era por la mañana temprano, todo el castillo dormía aún, Denise se acercó temblorosa. Llegada a la puerta del cuarto de Jacques, se había detenido, indecisa, pensando si debía o no entrar. Entró al fin, toda trémula, y permaneció largo rato junto al lecho de Jacques sin atreverse a descorrer las cortinas. Luego, las entreabrió suavemente y dio a Jacques los buenos días con voz temblorosa, y temblando le preguntó cómo había pasado la noche y si se encontraba mejor. Jacques contestó que no había podido cerrar los ojos, que había sufrido, y todavía seguía sufriendo, de una molesta picazón en la rodilla. Denise se ofreció a aliviarle: tomó un trocito de franela mientras Jacques extendía su pierna fuera de la cama, y la joven empezó a frotar con la bayeta por debajo de la herida, primero con un dedito, luego con dos, con tres, con cuatro, con toda la mano. Jacques la miraba hacer y se embriagaba de amor. Se puso después Denise a frotar con la franela sobre la misma herida, cuya cicatriz se veía bastante enrojecida, primero con un dedito, luego con dos, con tres, con cuatro, con toda la mano. Pero no bastaba con haberle calmado aquella comezón más abajo de la rodilla y la rodilla misma, había que rascar también más arriba, donde se manifestaba muy agudamente. Denise colocó la bayeta por encima de la rodilla y frotó con no poca firmeza, primero con un dedito, luego con dos, con tres, con cuatro, con toda la mano… Jacques no había dejado un instante de mirarla y su pasión crecía de tal modo que, sin poder resistir más, se precipitó sobre la mano de Denise y… la besó.

Ahora bien, lo que no deja ningún lugar a duda sobre el plagio es lo que sigue. El plagiario añade:

Si no estáis satisfecho con lo que yo os revelo acerca de los amores de Jacques, hacedlo vos, me avengo a ello. Sea cual fuere la manera en que lo tratéis, seguro estoy que habéis de darle el mismo fin que yo le doy. «Te equivocas, insigne calumniador, no lo acabaré como tú: Denise no sucumbió.» ¿Y quién dice lo contrario? Jacques se precipitó a cogerle la mano, y se la besó, besó esa mano. Sois vos quien tiene el espíritu impuro y entendéis lo que no se ha dicho. «¿Así, pues, no besó más que su mano?» Ciertamente: Jacques era demasiado sensato para abusar de aquella a quien deseaba tomar por esposa, se hubiera con ello despertado una desconfianza que habría podido emponzoñarle el resto de su vida. «Pero… en el párrafo anterior se dice que Jacques había intentado por todos los medios convencer a Denise para que le hiciera plenamente dichoso…» Es que al parecer no había decidido aún que fuera su mujer.

El tercer párrafo nos muestra a Jacques, nuestro pobre fatalista, con grilletes en pies y manos, tirado en la paja al fondo de una mazmorra oscura, acordándose de todo cuanto había aprendido de los principios filosóficos de su capitán, y no lejos de pensar que tal vez un día echaría de menos aquella morada infecta, tenebrosa, donde le tenían a pan negro y agua y donde estaba obligado a defenderse contra el ataque de los ratones y las ratas. Según ese relato, estaba Jacques sumido en sus meditaciones cuando las puertas de la prisión y las de su calabozo son de pronto derribadas, se ve puesto en libertad junto con una docena de bandidos y, de golpe, enrolado con ellos en la banda de Mandrin.[46] Entretanto, los gendarmes que siguieron la pista del amo de Jacques le habían dado alcance, lo habían prendido y encerrado en otra prisión. Puesto en libertad gracias a los buenos oficios del comisario que tan bien se había portado con él cuando sus primeras tribulaciones, vivía retirado desde hacía un par de meses o tres en el castillo de Desglands. Así estaban las cosas y quiso entonces el azar devolverle un servidor que era casi tan esencial para su felicidad como su reloj y su tabaquera. No había vez que tomara su porción de rapé o que mirase la hora sin que suspirase: «¿Qué habrá sido de mi pobre Jacques?».

Mas he aquí que una noche, la banda de Mandrin asalta el castillo de Desglands; Jacques reconoce la mansión de su bienhechor y de su amada; intercede y libra al castillo del pillaje. A renglón seguido, se lee la descripción conmovedora del reencuentro inesperado de Jacques, su amo, Desglands, Denise y Jeanne.

—¡Eres tú, amigo mío!

—¡Sois vos, mi querido amo!

—¿Cómo es que te encuentras tú entre esas gentes?

—¿Y vos, a qué debo el hallaros aquí?

—¿Sois vos, Denise?

—¿Sois vos, señor Jacques? ¡Ay, si supierais cuánto os he llorado!

Y mientras así se alborozaban, Desglands ordenaba:

—¡Que traigan vasos y buen vino, aprisa, aprisa! ¡Es él quién nos ha salvado la vida a todos!

Unos días después, el viejo guarda del castillo falleció; le dieron la plaza a Jacques y no tardó en casarse con Denise, con la cual anda ahora muy bien ocupado en hacer discípulos de Zenón y de Spinoza. Lo vemos bienquerido por Desglands, gozando del tierno cariño de su amo, adorado por su mujer; pues que así es como todo eso estaba escrito allá arriba.

Hay quien ha querido persuadirme de que el amo y Desglands se enamoraron ambos de Denise. No puedo asegurar lo que de verdad hay en ello; mas seguro estoy que por las noches Jacques se decía para sus adentros: «Si está escrito allá arriba que habías de ser cornudo, por más que hagas, Jacques, cornudo serás; y si, por el contrario, está escrito que no lo serás, ya pueden intentar lo que quieran, que no vas a serlo. Así, pues, duerme tranquilo, amigo…». Y Jacques se dormía.