Introducción

«¡Ese Vesubio de las letras, sin cesar desbordante de lava, de fuego, de escorias al rojo vivo, en perpetua explosión!», así le veía Émile Henriot valiéndose de un símil volcánico, que es una de las metáforas más usuales cuando se habla de Diderot; para bien o para mal, todo el mundo le ve echando humo, llamas y materias derretidas, como un temible fenómeno de la naturaleza, con una actividad constante y devastadora. No hay otro «filósofo» al que se achaque tanto estrépito y furia.

Y que entre estallido y estallido haya dado menos facilidades para que sepamos cómo es cuando no ejerce de dragón; a Voltaire se le ve a menudo vivir en la intimidad, Rousseau pregona la suya confundiéndola con el sentido último del universo, pero Diderot parece no tener vida privada; ni siquiera en sus cartas a Sophie Volland, epistolario de amor y de desahogo, está el hombre al que es inútil buscar. Irritantemente para sus lectores curiosos, no vemos su perfil interior, sólo ideas, talento, agitación y montañas de papel escrito.

Su obra literaria e intelectual es de un volumen enorme, hizo de todo, y por lo común en grandes cantidades; dirigir y defender la Enciclopedia, redactando algunos de sus principales artículos, hubiera bastado para llenar una vida, pero nos dejó además una caudalosa literatura de carácter muy diverso: filosofía, teatro, novela, relatos cortos, crítica de arte, teoría teatral, política, historia, divulgación de ciencia, un sinfín de cartas, para no hablar de sus traducciones. Ocasionalmente, hasta poesía, casi nada queda al margen de su interés.

Es un polígrafo que invade todos los territorios, infatigable, original, lleno de audacia y de violencia, ocupando el tiempo de su madurez —largo período que va desde mediados de siglo hasta poco antes de la Revolución— con un trabajo febril que no desdeña ninguna forma de expresarse. Es como si viviera para escribir diciendo todo lo que lleva dentro de todas las maneras posibles, cubriendo todos los campos para abrir en cada uno de ellos un nuevo frente de batalla, multiplicando los combates, que son lo que justifica tanta laboriosidad en dejar correr la pluma.

Porque todos sus escritos son artefactos de guerra, de guerra ideológica, de propaganda ilustrada, no concibe la neutralidad o el pasatiempo, no admite tregua en su vocación subversiva; ni una página suya es inocente o inocua, jamás depone las armas; es un soldado de «las luces» que no pierde ocasión de pelear —no sólo con sus enemigos, muchas veces también con sus supuestos amigos—, y sus campañas le absorben de tal modo que es difícil ver qué hay, quién hay, detrás de su perenne actitud militante.

Así es también en las cuatro ocasiones en que se hace novelista. Primero con Las alhajas indiscretas, fantasía erótica con ropaje oriental a la que no dio su nombre, y de la que después renegó («una gran necedad»), luego con La religiosa, justificado motivo de escándalo; hasta que en El sobrino de Rameau plantea con más ambición lo que se proponía hacer en este género, y por fin Jacques el fatalista… Exceptuando su primera novela, de 1748, fueron libros que se publicaron póstumamente.

Jacques el fatalista corresponde, pues, al último tramo de su vida, y aunque la cronología es muy incierta, quizá se empezó a escribir hacia 1765 (sabemos, sin embargo, que hasta poco antes de su muerte aún corregía el manuscrito). Copias con cortes de censura pudieron leerlas los privilegiados destinatarios de la Correspondencia literaria del barón de Grimm entre 1778 y 1780, pero no se imprimió hasta los años finales del siglo (1796-1798), cuando Diderot ya había muerto.

En esta novela singular se resume su visión del arte narrativa, con herencias muy lejanas que se remontan al siglo XVI, a Rabelais, ecos de Cervantes y de la picaresca española pasada por el Gil Blas de Lesage, y las últimas lecciones de la novela inglesa como disparate de humor corrosivo, bien aprendidas del Tristram Shandy de Sterne. Literatura, desde luego —retocada en el curso de unos veinte años, lo cual demuestra que no fue una improvisación—, pero sin renunciar a que sea también una máquina bélica.

¿En qué consiste Jacques el fatalista? Digamos que deliberadamente se presenta como un texto deshilvanado, una historia casi sin argumento, con poquísima ilación, que se complace en sabotearse a sí misma. Ceci n’est pas un conte, esto no es un cuento, fue el título de uno de sus cuentos de esta época (1773), y la presente novela también podría titularse Esto no es una novela (de hecho, así se dice en un momento del relato: Ceci n’est point un roman). ¿Qué es entonces? ¿Una pura divagación descosida?

La trama, en la medida en que existe, se suspende y se desarticula sin cesar, los sucesos flotan en la incertidumbre, los personajes son muñecos que gobierna con aire burlón la voz de un autor caprichoso que interpela a los lectores; apenas se insinúa un episodio, el novelista lo deshace de un manotazo o lo sumerge en la ambigüedad, cambiando inesperadamente con una pirueta el curso de los acontecimientos, que en cualquier caso tampoco llevan a ninguna parte.

Todo es móvil e inseguro, lo que pasa y su significado, el espacio y el tiempo, se abren paréntesis que introducen nuevas historias, lo que tomábamos por realidades resultan ser simples apariencias, se nos empuja una y otra vez a callejones sin salida, los interrogantes irónicos nos sumen en la confusión, y llegan hasta a enmendar el pasado: después de recorrer un trecho, se desanda jocosamente para sembrar de dudas este recorrido. Todo son arenas movedizas, nunca pisamos tierra firme.

En síntesis, lo que se nos cuenta es un viaje a caballo que durante unos ocho días efectúan un amo sin nombre y su criado, un tal Jacques, antiguo apodo que se daba a los campesinos (de ahí la palabra jacquerie, que designa una revuelta rural). El señor —con hábitos estereotipados, como tomar rapé y consultar la hora en su reloj— y el rústico que está a su servicio, y que tiene una visión grotescamente fatalista del mundo. ¿Son libres de elegir su vida o todo está ya escrito, decidido de antemano? Esto es lo que discutirán a lo largo de muchas páginas.

Pero, haciendo abstracción de este debate, ¿quiénes son, de dónde vienen, adónde van, por qué viajan? Es decir, ¿cuál es su sustancia novelesca? Nunca lo sabremos. «¿Cómo se habían encontrado? Por casualidad, como todo el mundo. ¿Cómo se llamaban? ¡Qué os importa eso! ¿De dónde venían? Del lugar más próximo. ¿Adónde iban? ¿Es que alguien sabe adónde va?» Son las primeras frases de la novela, no puede negarse al autor franqueza y desenvoltura, aquí no se engaña a nadie, no esperemos demasiadas explicaciones, y las que se nos den quizá sean para desorientar.

Diderot se niega a la unidad, a la continuidad y a la coherencia, éste es un criterio sistemático que pulveriza todo sistema, pero lo hace de un modo risueño, zumbón, y con innegable gracia, a diferencia de la solemnidad y la tiesura con que proceden los autores de tantas novelas experimentales del siglo XX; el parentesco es indiscutible, quizá sus propósitos sean los mismos, pero en Jacques el fatalista los métodos son muchísimo más hábiles y astutos, ya que, desenfadadamente, no dejan de proporcionar diversión.

Este viaje es un pretexto que sirve de marco a diversas historias intercaladas, sobre los amores de Jacques y de su amo, por ejemplo, o los de Madame de La Pommeraye; pero lo que sirve de hilo conductor es el coloquio de los dos protagonistas, ya que ambos se dedican continuamente a conversar, hasta el punto de que Diderot llamó «diálogo» a su libro. Un recurso muy frecuente en él, aunque hay que tener en cuenta que sus personajes acostumbran a dialogar como un medio más de ocultación, de disimulo, porque la plática está trucada de raíz.

Nada parecido a dos talantes o puntos de vista que se contraponen o se complementan, Jacques y su amo hablan como para destruir cualquier posibilidad que ocupe el lugar del escritor; y esta aparente paradoja es muy diderotiana. Más que debatir sus opiniones con otros o consigo mismo, busca una forma indirecta de imponerse anulando a los demás, y por eso hace que se dialogue con el fin de inutilizar y escarnecer lo que se expresa.

Todos los que conocieron a Diderot hablan como de un rasgo muy suyo el no escuchar ni dejar hablar a nadie. «Mucho más que conversar con los hombres, conversaba con sus propias ideas», dice de él Meister, un colaborador de Grimm, y cuando va a visitarle su joven discípulo Garat observa: «En seguida comprendí que mi papel consistía en admirarle en silencio». En cuanto a Voltaire, dicen que comentó después de una entrevista que «la naturaleza había negado a Diderot un don esencial, el del diálogo».

Curiosos testimonios sobre quien sentía tanta preferencia por los diálogos como fórmula narrativa, pero es que la novela ilumina muy bien esta cuestión utilizando el estilo dialogado para frustrar todas nuestras expectativas; no se habla si no es para conducimos a una tierra de nadie, despoblada de sentimientos, de personas, de acciones y de ideas, en la que sólo puede existir el eco de una voz en la que reconocemos al deus ex machina que hace las veces de Dios negándolo.

Entre Rabelais, que es la novela amontonada, y Sterne, que es la novela rota, Diderot elige un camino muy personal que es como el incongruente envés de sus soliloquios, vaciando la novela de su condición novelesca, y eso suena a vanguardia; en él hay una voluntad literaria suicida que ha hecho las delicias del nouveau roman, influyendo en que este libro desconcertante despertara más interés entre los escritores que entre los lectores, como si fuera un buen estímulo creativo más que un objeto de lectura.

Desde Schiller, quien ya en 1785 publicó uno de sus pasajes en alemán, hasta Milan Kundera en nuestros días, desde Goethe («un festín bárbaro y delicado») a la «aliteratura» contemporánea, pasando por Stendhal y Gide, y sin olvidar el guión de la película Las damas del Bois de Boulogne (1945), de Bresson, en el que intervino Cocteau, y diversas adaptaciones teatrales, Jacques el fatalista tiene un largo y significativo historial. Aunque la novela nunca haya sido tan leída como Rojo y negro, El primo Pons o Madame Bovary.

¿Qué pasa con esa extrañísima historia que se ríe no sólo de la modalidad narrativa que parece emplear (la picaresca y sus continuaciones en manos de franceses e ingleses), sino también de cualquier noción de relato más o menos coherente? ¿Es una «obra literaria», según las teorías de Umberto Eco, un conjunto de piezas sueltas que cada cual puede encajar como le dé la gana, al modo de la ficción de Cortázar? ¿Anticipa, como vemos por las referencias usadas, lo que será cierta novelística actual? ¿O es sólo un capricho tan voluntariamente desorganizado que parece muy moderno, hipótesis esta última un poco cruel?

On était dans un siècle d’analyse et de destruction, pontificaba ceñudamente Sainte-Beuve en 1830, hablando de Diderot, y este severo diagnóstico no deja de ser ilustrativo: Jacques el fatalista analiza para destruir, descompone con un fin de mixtificación, cuenta algo para convencemos de que todo lo que puede contar es equivocado; de ahí que no quiera dar sentido a todo eso, porque lo que nos quiere dar es una ausencia de sentido, lo cual significa mucho al margen de la función novelesca propiamente dicha. La novela es un equívoco, porque «la vida es un constante quid pro quo».

Es decir, un error, una confusión a la que no es ajeno el engaño, y que para colmo tiene consecuencias imprevisibles. ¿Quién engaña a quién? El engañador es sin duda el novelista, y su víctima el lector, ese lector «curioso», «importuno», «preguntón», según se le llama en un famoso pasaje que se supone inspiró el verso de Baudelaire («hypocrite lecteur, mon semblable…»), que acaba siempre chasqueado, burlado ignominiosamente, y quizá por eso el libro acaba hablando de cornudos.

El argumento, que no tarda en convertirse en un desbarajuste, procede por saturación a manera de parodia de los géneros narrativos más acreditados. En la picaresca y en el Quijote, en el Gil Blas de Lesage y no digamos en Sterne, se acumulan atropelladamente los episodios, se multiplican los incisos, las historias secundarias, los pasajes que interrumpen la acción en beneficio de lo que hoy se llamaría el suspense; es un tipo de novela múltiple y tumultuosa, aventurera y un tanto amontonada, y Diderot no tiene más que empujarla hasta el absurdo, haciendo que la frondosidad del relato ahogue el mismo relato.

La novela, tal como se entiende modernamente, está aún configurándose, buscando sus perfiles, mucho antes de su genial florecimiento entre el romanticismo y Proust, y alguien ya inventa su destrucción analítica, su negación; alguien la lleva ya a una especie de paroxismo nihilista imitando burlescamente sus rasgos que se exageran hasta mucho más allá de lo que solía considerarse natural, verdadero y razonable. Fingiendo seguir el juego, Diderot idea así un desvarío bien controlado que hace trizas la misma novela que escribe.

Siempre, hablando del siglo XVIII, hay que volver a la genial máxima goyesca, «el sueño de la razón produce monstruos», y uno de esos monstruos, eso sí, de apariencia muy risueña y amable, lleno de jocosidad, humor y sorpresas, porque Diderot es muy ágil y ocurrente, es Jacques el fatalista; el racionalismo de los primeros ilustrados, como Voltaire, hubiera considerado una traición desbordar sus propios límites, pero la generación de la Enciclopedia, los Rousseau y Diderot, tenían que ir más lejos, y de sus sueños nacen cataclismos.

Aquí el género novelesco no sirve ya para discutir, para atacar o para predicar (el simple entretenimiento o la autonomía humana de la ficción ya se han descartado), no sirven ni las Cartas persas, ni Manon Lescaut ni el Cándido, tampoco La religiosa, La nueva Eloísa o el Emilio; Jacques el fatalista rompe el instrumento que todos ellos manejan, o lo hace inservible, para llevamos a una tierra arrasada; con una óptica de visionario, parece anticiparse el futuro, y, saltando por encima de la edad de oro de la novelística, se anuncia su desenlace. De ahí la equívoca sensación de modernidad.

Equívoca porque hoy lo vemos inevitablemente con nuestros ojos, a dos siglos vista, pero aunque los profesores más conspicuos hablen de «antinovela» a propósito de Diderot, sería un anacronismo muy ingenuo suponerle dotes proféticas. Inteligencia sí, muchísima, es uno de los hombres más inteligentes de la Francia de su tiempo, y por eso Jacques el fatalista no tiene nada de casual; es el meditado fruto de una decisión; para subvertir la vida subvirtamos su imagen novelesca, hasta el punto de quebrar su molde.

Esta fractura, que pulveriza el relato, era ya muy audaz, y es lo que más llama la atención de nuestros contemporáneos, pero los materiales que emplea el autor también son muy significativos, y no se desdeña en modo alguno su función didáctica: el mal y el engaño, se nos dice de mil maneras, están en todas partes, y escapan por completo al dominio de lo moral y de lo racional («la fantasía a la cual llaman razón»). Nada puede entenderse ni justificarse, y el determinismo de Jacques no es más que una mofa de la incapacidad de explicar, prever y dar un sentido a todo eso.

Entre los numerosos cuentos intercalados hay muchos que son simples chascarrillos, pero uno de ellos, el más largo, elaborado y famoso, la historia de Madame de La Pommeraye (el que tradujo Schiller y adaptaron al cine Bresson y Cocteau), tiene un alcance mayor: a una traición sucede una venganza, pero ésta contribuye inesperadamente a la felicidad del hombre de quien se quería vengar la protagonista. Infinitas interrupciones igualan de modo superficial este episodio con el resto del libro, pero dentro de él es un enclave de narración tradicional que representa con burla, pero también con coherencia, el pensamiento de Diderot.

Todo es engaño y accidente, incertidumbre y oscuridad, y la novela usual, por ejemplo la fórmula picaresca que finge seguir, no le basta para sus fines; incluye además unas viñetas de estilo boccacciano, y sobre todo anula el mismo vehículo novelesco. La manera de contarse hace así mucho más destructiva de lo que se cuenta, el envoltorio condiciona el contenido de una forma tan radical que durante largos años, mientras escriben Balzac, Flaubert y tantos otros, este intento parecerá una aberración.

Literariamente hablando, discutirlo podría llevar muy lejos, pero Diderot no se sitúa en el terreno de la literatura. Si se complace en no atar cabos sueltos, en interpelar festivamente al lector diciéndole que todo puede suceder o haber sucedido, lo mismo una cosa que su contrario, está tratando de convencemos de que tanto en la novela como en la vida lo que pasa se debe más que a la libertad, al capricho, al puro antojo. Y la única explicación que se nos ofrece es la que Jacques atribuye a todos los sucesos, el fatalismo.

Diderot se esconde tras la voz del novelista, representando a un Dios absurdo al que escarnece en el dislate de la acción, tan desganada e inciertamente gobernada por él; un Dios risible, más aún, impensable, imagen bufa de la Providencia, que permite que todo vaya manga por hombro porque sí, dejando abiertas todas las posibilidades de la realidad y despreocupándose frívolamente de sus consecuencias. Lo más parecido al azar, de ahí que ese Dios irrisorio equivalga a una declaración de ateísmo.

La literatura y sus juegos se hacen de este modo alegoría teológica, la novela y la vida se hermanan en un revoltillo en el que sólo hay irregularidad y desarreglo, caos, excepto en la mente del escritor que lo concibe, le da forma —aquí está el libro que leemos— y se esfuerza por demostrar con palabras significativas que no hay significación posible. Que las palabras y las ideas que contienen son el único punto de apoyo en medio del vacío del universo.

Sin duda Diderot, con la lucidez intelectual que le caracteriza, que es una lucidez desencarnada, como deshabitada de sentimientos, intuyó algo fundamental: que cualquier representación novelesca de un orden humano, por complejo que sea, e incluso en la medida en que sea más complejo, es admitir un Orden con mayúscula, como una sombra de Dios. Y que para borrar su rastro hay que hacer imposible la novela, espejo metafórico de la realidad.

CARLOS PUJOL