Lector amigo, me gustaría saber qué opinaríais si yo hiciese aquí una pausa y reanudara la historia del hombre que no tenía más que una sola camisa porque no tenía más que un cuerpo a la vez. Ibais a pensar que me había extraviado en uno de esos impasses, por decirlo estilo Voltaire,[14] o vulgo callejón sin salida, de donde no sé cómo salir, y que me lanzo a contar un cuento a propósito para ganar tiempo y buscar entretanto algún medio de llevar a buen fin el relato comenzado. Pues bien, lector, os equivocáis de medio a medio. Yo sé cómo va a salir Jacques de sus tribulaciones; y lo que voy a deciros de Gousse, el hombre de una sola camisa porque no tenía sino un solo cuerpo, no es ningún cuento.
Era un día de Pentecostés, por la mañana, cuando recibí yo una misiva suplicándome que fuese a visitarlo a una prisión donde estaba confinado. Mientras me vestía, no dejaba de pensar en su aventura, suponiendo que su sastre, su panadero, su tabernero o su hostelero habían obtenido contra él y llevado a ejecución una orden judicial de detención.
Llego, pues, a la cárcel y me lo encuentro en una celda común con otros personajes cuya catadura me pareció de mal agüero, y le pregunto quién es aquella gente.
—Ese hombre que veis ahí con unas antiparras es un hombre hábil, que sabe muchísimo de cálculo y que trata de que le cuadren los registros que copia con las cuentas. Tarea muy difícil, hemos hablado de ello, pero no dudo que llegue a conseguirlo.
—¿Y ese otro?
—Es un necio.
—¿Es decir…?
—Un tonto, que había inventado una máquina de hacer billetes falsos, una mala máquina viciosa que falla por veinte puntos.
—¿Y aquel otro? El tercero que va vestido con librea y toca un contrabajo.
—Sólo está aquí provisionalmente; quizá esta tarde o mañana por la mañana lo van a trasladar a Bicêtre,[15] pues su asunto no es nada que lo valga.
—¿Y vos?
—¿Yo? Lo mío es menos importante todavía.
Tras aquella respuesta, se levanta, deja su gorro sobre el catre y al instante desaparecen sus tres compañeros de cárcel. Al entrar yo, había encontrado a Gousse en bata, sentado a una mesita, ocupado en trazar figuras geométricas, tan tranquilamente trabajando como si hubiera estado en su propia casa. Hallándonos ahora solos, le pregunto:
—¿Y vos, qué hacéis vos aquí?
—Estoy trabajando, como podéis ver.
—Pero ¿quién ha hecho que os metan aquí?
—Yo.
—¿Cómo que vos?
—Sí, señor, yo mismo.
—¿Y cómo os las habéis arreglado?
—Como hubiera actuado con cualquier otro. Me demandé a mí mismo; gané el proceso y a razón de la sentencia que obtuve contra mí y la orden subsiguiente he sido detenido y conducido a esta prisión.
—¿Estáis loco?
—De ninguna manera, os lo digo tal como ha ocurrido.
—¿No podríais entablaros otro proceso, ganarlo y, a tenor de otra sentencia, lograr que os pusieran en libertad?
—No, señor.
Tenía Gousse una linda fámula, que le hacía las veces de mujer propia más que su legítima esposa y esa desigual situación compartida había turbado la paz doméstica. Por más que aquel hombre fuese el menos dado del mundo a atormentarse ni hiciera el menor caso de los cotilleos, tomó el partido de abandonar a su mujer y vivir con la criada. Pero toda su fortuna consistía en muebles, máquinas, dibujos, herramientas y otros bienes mobiliarios, y más hubiera deseado dejar a su mujer desnuda que marcharse con las manos vacías, así es que concibió el siguiente plan: extender unas letras de pago a la sirvienta, la cual demandaría por el impago y obtendría el embargo y la venta de los enseres, que pasarían así del Puente Saint-Michel, a otra casa donde Gousse se proponía ir a vivir con ella. Encantado con su idea, firma las letras, se denuncia, nombra dos procuradores, y ahí le tenemos de casa del uno a la del otro, demandándose a sí mismo con todo el ardor posible, atacándose con habilidad, defendiéndose con torpeza, hasta que lo condenaron a pagar según las penas que señala la ley, y ya se veía sacando de su casa cuanto en ella hubiera. Pero no ocurrió exactamente así, pues no sabía él que se las jugaba con una bribona muy ladina que, en vez de pedir la ejecución sobre los bienes, le atacó a él en persona y logró que lo prendieran y lo encerraran. De tal suerte se sucedió el negocio, que por disparatadas que pareciesen las respuestas enigmáticas que aquel hombre me dio, no dejaban de ser veraces.
Y en tanto que yo os contaba esta historia que tomaréis por un cuento… «¿Y la del hombre aquel en librea que tocaba el contrabajo?» Os la prometo, lector, por mi honor que no os la perderéis, pero permitid que vuelva a Jacques y su amo. Jacques y su amo habían llegado al lugar donde iban a pasar la noche. Era hora tardía, la puerta de la villa estaba cerrada y se vieron obligados a quedarse en los arrabales. En esto, oigo un gran alboroto y… «¿Vos oís un alboroto? ¡Pero no estabais allí, no se trata de vos!» Verdad es. Bueno pues, Jacques, su amo… el caso es que se oye un jaleo tremendo y que veo a dos hombres… «No, vos no veis nada: no se trata de vos pues que no estabais.» Es cierto. Había dos hombres charlando tranquilamente sentados a la mesa, junto a la puerta de la habitación que ambos ocupaban, y una mujer, puesta en jarras, les vomitaba un torrente de improperios. Jacques intentó aplacar a la furibunda mujer, que no prestaba a esas pacíficas reconvenciones más atención que los dos personajes a las invectivas que ella les dirigía:
—Vamos, vamos, buena mujer, tened paciencia, sosegaos. ¿De qué se trata? Estos caballeros me parecen ser honrados ciudadanos.
—¿Honrados hombres éstos? Son unos brutos, unos hombres despiadados, inhumanos, sin sentimientos. ¡Ay! ¿Qué mal les hacía esta pobre Nicole para así maltratarla? Puede que le cueste quedar lisiada para toda su vida.
—O puede que no haya tanto daño como vos imagináis.
—El golpe ha sido espantoso, os digo, se va a quedar lisiada.
—Hay que ver eso, hay que mandar a buscar un cirujano.
—Ya han ido.
—Conviene acostarla.
—Ya está en la cama y da unos gritos que parten el corazón. ¡Ay mi pobre Nicole!
A todo esto, en medio de tales lamentaciones, la llamaban por un lado, gritaban por otro: «¡Posadera, vino!». Ella respondía: «Ya va…». Pedían de otra habitación: «¡Patrona, sábanas…!», y ella contestaba: «¡Ya va!». «Las chuletas y el pato…» «Ya va.» «¡Una jarra de vino, un orinal!» «Ya va, ya va.» Y al otro lado de la posada, un hombre furioso gritaba como un poseso: «¡Maldito hablador! ¡Charlatán de todos los diablos! ¿Por qué te mezclas tú en eso? ¿Es que te has propuesto hacerme esperar hasta mañana? ¡Jacques! ¡Jacques!».
La posadera, un poco repuesta de su aflicción y de su furor, dijo a Jacques:
—Dejad, señor, sois demasiado bueno.
—¡Jacques! ¡Jacques!
—Acudid presto. ¡Ah, si supierais todas las desdichas de esta pobre criatura!
—¡Jacques! ¡Jacques!
—Vamos, id donde os llaman, creo que es vuestro amo el que os requiere.
—¡Jacques! ¡Jacques!
Era, en efecto, el amo de Jacques que se había desvestido solo, que se moría de hambre y que se impacientaba por no ser servido. Jacques subió donde era esperado y un momento después apareció la mesonera que traía realmente un aire muy apesadumbrado y se disculpó ante el amo:
—Señor, mil perdones… Es que hay cosas en la vida que no se pueden digerir. ¿Qué deseáis? Tengo pollos, pichones, un guiso estupendo de liebre, conejos… por aquí son muy buenos los conejos. A menos que prefiráis un ave de río.
Jacques ordenó la cena de su amo como para él, según costumbre. Fueron servidos, y mientras devoraban, el amo decía a Jacques:
—¿Qué diablos hacías ahí abajo?
JACQUES.—Puede que un bien, puede que un mal; ¿quién sabe?
AMO.—¿Y qué bien o qué mal hacías ahí abajo?
JACQUES.—Impedir a esta mujer que diera lugar a que la zurrasen los hombres que ya han roto por lo menos un brazo a su sirvienta.
AMO.—¿Y si hubiera sido un bien para ella el dejarse zurrar?
JACQUES.—Diez razones puede haber para ello, a cual mejor. Una de las mayores venturas que me han acaecido en mi vida, a mí que os estoy hablando…
AMO.—¿Fue el haber recibido una paliza?… Sírveme de beber.
JACQUES.—Sí, señor, molido a palos me dejaron en un camino, por la noche. Al volver del pueblo, como os decía, después de haber hecho la necedad, en mi opinión, y, según vos, la buena obra de dar mi dinero…
AMO.—Ya, ya recuerdo… Dame de beber… ¿Y cuál es el origen de la disputa que tratabas de apaciguar ahí abajo y de los malos tratos infligidos a la hija o la sirvienta de la posadera?
JACQUES.—A fe mía que lo ignoro.
AMO.—¡Ignoras el fondo de un negocio en el que te entrometes! Jacques, eso no obedece ni a la prudencia, ni a la justicia, ni a los principios… Dame de beber…
JACQUES.—No sé lo que son esos principios, sino reglas que se prescriben a los demás en favor de uno mismo. Yo pienso de una manera y no podría dejar de obrar de otra. Todos los sermones se parecen a los preámbulos de los edictos reales; todos los predicadores querrían que fueran practicadas sus lecciones, porque así nos sentiríamos mejor; los demás, tal vez, pero ellos a buen seguro que sí. La virtud…
AMO.—La virtud, Jacques, es una buena cosa: los malvados y los buenos se hacen lenguas de la virtud… Dame de beber…
JACQUES.—Porque a los unos y a los otros les trae cuenta.
AMO.—¿Y cómo es que fue para ti una gran ventura el ser molido a palos?
JACQUES.—Es tarde, habéis cenado bien y también yo, los dos estamos fatigados, lo mejor, creedme, es que nos acostemos.
AMO.—No es posible, y la posadera aún nos debe algo. Mientras tanto, anda, vuelve con la historia de tus amores.
JACQUES.—¿Por dónde iba? Os ruego, mi amo, por esta vez y todas las siguientes, que me pongáis de nuevo en el punto donde quedé.
AMO.—Corro con el encargo, y para comenzar mis funciones de apuntador, te pongo a ti en el lecho, sin un chavo, bastante impedido por tus males físicos, en tanto que la mujer y los hijos del doctor se comían tu tostada con azúcar.
JACQUES.—En esto se oye una carroza que se para a la puerta de la casa; entra un lacayo y pregunta: «¿No es aquí donde se aloja un pobre mozo, un soldado que va con muletas, y que ayer por la noche volvía del pueblo vecino?». «Sí —respondió la doctora—, ¿qué le queréis?» «Meterlo en esta carroza y llevarlo con nosotros.» «Está acostado en esa cama, descorred las cortinas y hablad con él.»
En eso estaba Jacques cuando la ventera volvió a entrar e inquirió:
—¿Qué deseáis para postre,-señores?
Y contestó el amo:
—Lo que tengáis.
La buena mujer, sin molestarse en bajar, encargó gritando desde la habitación: «Nanon, trae fruta, bollos, confituras…».
Al oír el nombre de Nanon, Jacques dijo para sí: «¡Ah!, debe de ser su hija, esa a quien han maltratado y por lo que se encolerizó, no era para menos…», y el amo dijo a la mesonera:
AMO.—Muy enojada estabais cuando llegamos…
MESONERA.—¿Y quién no se hubiera enojado? La pobre criatura no les había hecho nada. No bien hubo entrado en la habitación de esos hombres, cuando la oigo dar unos gritos, ¡pero qué gritos! ¡Loado sea Dios! Ya estoy un poco más sosegada, el cirujano asegura que no será nada, aunque tiene dos enormes contusiones, una en la cabeza, otra en la paletilla.
AMO.—¿Hace mucho tiempo que la tenéis aquí?
MESONERA.—Un par de semanas a lo más, había sido abandonada en la casa de postas cercana.
AMO.—¿Cómo abandonada?
MESONERA.—¡Ay, Señor bendito, así es! Que hay gentes más duras que las piedras. A punto estuvo la pobrecita de perecer ahogada al pasar el río, ahí cerca, y llegó aquí casi de milagro, la recogí por caridad.
AMO.—¿Qué edad tiene?
MESONERA.—Yo le echo año y medio o poco más…
Ante estas palabras, Jacques se echa a reír y exclama:
—¡Es una perra!
MESONERA.—El animal más hermoso del mundo, no daría yo a mi Nicole ni por diez luises. ¡Mi pobrecita Nicole!
AMO.—Buen corazón tiene la señora.
MESONERA.—Vos lo habéis dicho, me encariño con mis animales y con mis sirvientes.
AMO.—Eso está muy bien. ¿Y quiénes son esos que así han maltratado a vuestra perra Nicole?
MESONERA.—Dos burgueses de la ciudad vecina. No paran de hablar al oído: se imaginan que no sabemos lo que se dicen y que ignoramos su aventura. No hace más de tres horas que están aquí y no se me escapa ya ni un pelo del negocio que se traen. Un negocio que no deja de tener gracia, y si no tuvierais más prisa por acostaros de la que yo tengo, os lo contaría tal como su criado se lo ha contado a mi sirvienta que, por casualidad, es paisana suya; la chica se lo ha repetido a mi marido y mi marido me lo ha dicho a mí. La suegra del más joven pasó por aquí no hace ni tres meses: iba a entrar, bastante a pesar suyo, en un convento de provincia donde no ha durado mucho, se murió al poco y por eso los dos caballeros están de luto… Pero ahora caigo que, sin darme cuenta, estoy enhebrando la historia… Buenas noches, señores, que durmáis bien. ¿Os ha parecido bueno mi vino?
AMO.—Muy bueno.
MESONERA.—¿Habéis quedado satisfechos de la cena?
AMO.—Mucho. Un poquillo saladas las espinacas…
MESONERA.—A veces se me va la mano, sí… Buena cama vais a tener y con las sábanas bien limpias, que aquí no las ponemos nunca dos veces.
Dicho esto, la mesonera se retiró y Jacques y su amo se echaron a reír del malentendido que les había hecho tomar una perra por la hija o la criada de la casa, y de esa pasión que la buena mujer manifestaba por una perra perdida que tenía sólo desde hacía quince días. Mientras le sujetaba la redecilla y el gorro de noche, Jacques dijo a su amo: «Apostaría a que de todo bicho viviente en esta posada, la buena mesonera no le tiene cariño más que a su Nicole…». Y el amo respondió: «Bien puede ser, Jacques, pero ya es hora de dormir».
Mientras que Jacques y su amo descansan yo voy a cumplir mi promesa relatando la historia del hombre de la cárcel, el del contrabajo, o mejor dicho, por boca de su compañero, el señor Gousse. Díjome así:
—Ese tercero es un intendente de buena casa. Vino a enamorarse de una pastelera de la calle de la Universidad. El pastelero era un buen hombre que ponía más cuidado en su horno que en la conducta de su mujer: no eran ciertamente los celos lo que incomodaba a los dos amantes, sino más bien su asiduidad… ¿Qué hicieron para librarse la pastelera de tal obligación? El intendente presentó a su amo una demanda según la cual acusaba al pastelero de ser hombre de malas costumbres, un borracho que no salía de la taberna, un marido brutal que pegaba a su mujer, la más honesta y desgraciada de las mujeres. Con esa acusación logró contra él una orden del rey, y esa orden, que daba poder para disponer de la libertad del buen hombre, fue transmitida al oficial de policía para que sin demora se cumpliera. Ocurrió que el ejecutor de la justicia era casualmente amigo del pastelero, juntos iban de vez en cuando a la taberna, el pastelero llevaba unas empanadillas, el policía pagaba la botella. Así que cuando este último tuvo la orden de detención, pasó por delante del obrador y le hizo a su amigo una señal convenida habitual para que saliera. Sale, y ambos se van a tomar sus buenas empanadillas con el vino consabido. El agente de policía le pregunta a su amigó:
»—¿Cómo va el negocio?
»—Muy bien.
»—¿No hay ningún entuerto?
»—No, ninguno.
»—¿No tienes enemigos?
»—No, que yo sepa.
»—¿Qué tal te llevas con tus parientes, con tus vecinos, con tu mujer?
»—En paz y en gracia de Dios.
»—¿Pues de dónde puede venir la orden que tengo de detenerte? Si yo cumpliera con mi deber, te echaría mano al cuello, habría ahí un coche preparado y te conduciría al lugar prescrito en esta orden de arresto. Toma, lee esto…
»Palideció el pastelero al leer aquello. Su amigo le dijo:
»—Queda tranquilo, y pensemos juntos lo mejor que podemos hacer para mi seguridad y para la tuya. Vamos a ver: ¿quién frecuenta tu casa?
»—Nadie.
»—Tu mujer es lozana y coqueta.
»—Yo la dejo ir a su aire.
»—¿No anda alguno rondándola?
»—A fe mía, no creo, como no sea cierto intendente que viene algunas veces a cogerle las manos y contarle monsergas… Pero es en la pastelería, delante de mí, en presencia de los mancebos y no me parece que pueda haber entre ellos nada que no sea para bien y sin menoscabo para el honor.
»—¡Eres un bendito!
»—Puede ser; pero lo mejor que puede hacerse es creer honesta a la mujer propia y eso es lo que yo hago.
»—Y el intendente ese, ¿a qué casa pertenece?
»—A la del conde de Saint Florentin.
»—¿Y de qué gabinete crees tú que viene la orden real?
»—Acaso del gabinete del señor de Saint Florentin…
»—Tú lo has dicho.
»—¡Oh! ¡Comerse mis pasteles, besar a mi mujer y hacerme encerrar, eso es de tener el alma harto negra y no puedo creerlo!
»—¡Qué buen hombre eres! ¿Cómo encuentras a tu mujer en estos últimos días?
»—Más bien triste que contenta.
»—Y al intendente, ¿hace mucho que no lo has visto?
»—Ayer, me parece… Sí, era ayer.
»—¿Y nada notaste?
»—No suelo fijarme; aunque sí me parece que al separarse se hacían seña con la cabeza, como cuando uno dice que sí y otro dice que no.
»—¿Cuál era la cabeza que decía sí?
»—La del intendente.
»—Pues una de dos: o son inocentes o son cómplices. Escucha, amigo mío, no vuelvas ahora a casa: escóndete en cualquier lugar donde estés en seguridad, vete al Temple, a la Abadía[16] o donde quieras, y déjame a mí hacer entretanto. Sobre todo, ten bien presente…
»—No dejarme ver y callar.
»—Eso es.
»Desde aquel mismo momento, rodean la casa del pastelero espías, soplones disimulados con toda suerte de ropajes, que se dirigen a la pastelera y le preguntan por su marido. Al uno le responde que está enfermo; a otro que ha salido requerido para una fiesta; al siguiente que para una boda. ¿Cuándo ha de volver? Dice que no lo sabe.
»Al tercer día, serían las dos de la madrugada cuando van a avisar al ejecutor de policía que se ha visto a un hombre, embozado en una capa hasta la nariz, que abría quedamente la puerta de la calle y penetraba con sigilo en casa del pastelero. Inmediatamente se persona el agente en el lugar, acompañado por un comisario, un cerrajero, un fiacre y algunos arqueros. Descerrajan la puerta, el policía y el comisario suben de puntillas con todo cuidado, llaman a la habitación de la pastelera: no hay respuesta. Vuelven a llamar: todo sigue en silencio. A la tercera vez, una voz pregunta desde dentro:
»—¿Quién es?
»—Abrid.
»—¿Quién es?
»—Abrid, en nombre del rey.
»—¡Bueno! —decía el intendente a la pastelera, con la que, en efecto, estaba encamado—. No hay nada que temer, es el ejecutor que viene a cumplir la orden de detención. Abrid: yo me daré a conocer, él se retirará y asunto concluido.
»Abre la pastelera, en camisa, y vuelve a meterse en la cama.
»EL EJECUTOR.—¿Dónde está vuestro esposo?
»PASTELERA.—No está aquí.
»EJECUTOR (descorriendo la cortina).—¿Y quién es, pues, este hombre?
»INTENDENTE.—Soy yo, el intendente del conde de Saint Florentin.
»EL EJECUTOR.—Mentís, sois el pastelero, pues sólo el pastelero se acuesta con la pastelera. Levantaos, vestíos y seguidme.
»Necesario fue obedecer —prosiguió Gousse— y aquí fue conducido. El conde, que era ministro, enterado de la felonía de su intendente, aprobó la conducta del agente de policía, quien por cierto debe venir esta tarde para sacarle de esta prisión y conducirle a Bicêtre, donde gracias a la economía de los administradores, se mantendrá a régimen de cuarterón de mal pan y onza de vaca, y de la mañana a la noche tendrá tiempo de darle al contrabajo…
Y ahora, ¿qué dirías, lector, si yo me fuese también a apoyar la cabeza en un almohadón, mientras esperamos a que Jacques y su amo se despierten?
A la mañana siguiente, Jacques se levantó muy temprano, se asomó a la ventana para ver qué tal tiempo hacía, vio que hacía muy malo, se volvió a acostar, y nos dejó dormir a su amo y a mí cuanto nos plugo.
Jacques, su amo y los demás viajeros que se hallaban en la misma posada, creyeron que el cielo se aclararía hacia el mediodía; pero no fue así. La lluvia torrencial había crecido el riachuelo que separaba los arrabales de la ciudad, hasta el punto de que hubiera sido peligroso cruzarlo; así es que todos aquellos que llevaban camino por aquel lado optaron por perder un día más y esperar. Los unos se pusieron a charlar; los otros iban y venían asomando la nariz por la puerta, miraban al cielo y volvían dentro jurando y pateando de impaciencia; algunos se pusieron a platicar y a beber; bastantes de ellos a jugar; los restantes a fumar, a dormir, a no hacer nada.
El amo dijo a Jacques:
AMO.—Espero que Jacques va a reanudar el relato de sus amores y que es el cielo, deseoso de que yo tenga la satisfacción de oír el final, el que nos retiene aquí con este tiempo de perros.
JACQUES.—¡Que el cielo así lo quiere! ¡Nunca se sabe lo que el cielo quiere o deja de querer y acaso ni él mismo lo sepa! Mi pobre capitán, que en gloria esté, me lo repitió cien veces; y cuanto más vivo, más reconozco que tenía razón… Os toca a vos, mi amo.
AMO.—Ya entiendo: estabas en lo de la carroza y el lacayo, a quien la mujer del cirujano decía que descorriera las cortinas del lecho y hablara contigo.
JACQUES.—El lacayo se acerca y me dice: «Vamos, compañero, en pie, vestíos y partamos». Por entre las cobijas y el cubrecama con que me había tapado hasta la cabeza, le contesté, sin verle ni ser visto: «Compañero, dejadme dormir y marchaos». A lo que él replica que tiene órdenes de su amo y que debe cumplirlas. Yo insisto: «Y vuestro amo, que dispone de un hombre a quien no conoce, ¿ha dispuesto también que se pague lo que yo debo aquí?». «Ése es asunto concluido. Daos prisa, todo el mundo os espera en el castillo, donde, a fe mía que estaréis mejor que aquí, si lo demás corresponde a la curiosidad que por vos muestran todos.»
»Yo me dejo convencer; me levanto, me visto, me ayudan sujetándome en volandas. Nos habíamos ya despedido de la doctora y me disponía a montar en el carruaje, cuando aquella mujer se acerca a mí, me tira de la manga y me ruega que me retire al fondo de la habitación porque tiene algo que decirme. He aquí lo que dijo:
»—Me parece, amigo nuestro, que no tendréis queja de nosotros; el doctor os ha salvado una pierna, yo os he cuidado bien, y espero que en ese castillo a donde vais no nos olvidaréis.
»—¿Y qué podría yo hacer por vos?
»—Pedir que sea mi marido quien vaya a haceros las curas. ¡Allí donde vais no falta gente de clase! Es la mejor parroquia de la comarca, el señor es un hombre generoso y paga muy bien, de vos sólo depende nuestra fortuna. Más de una vez ha intentado mi marido introducirse allí, sin lograrlo.
»—Pero, señora doctora, ¿no va a haber un cirujano en el castillo?
»—¡A buen seguro que sí!
»—Y si ese otro médico fuese vuestro marido, ¿os gustaría que le privaran de su cargo y que lo expulsaran?
»—Ese cirujano es hombre a quien nada le debéis, paréceme que a mi marido sí que le debéis algo: si seguís andando con los dos pies como antes, obra suya es.
»—¿Y porque vuestro esposo me ha hecho un bien habré yo de hacer un mal a otro? Si al menos el puesto estuviera vacante…
Iba Jacques a proseguir cuando entró en la habitación la posadera llevando en sus brazos a Nicole bien arropada, y la besaba, la acariciaba, la consolaba, le hablaba como si de un hijo suyo se tratase:
—Mi pobrecita Nicole, que se ha pasado la noche en un grito… ¿Y vos, caballeros, habéis dormido bien?
AMO.—Muy bien.
MESONERA.—El tiempo está nublado por todas partes.
JACQUES.—Lo que nos incomoda no poco.
MESONERA.—¿Van muy lejos los señores?
JACQUES.—No lo sabemos.
MESONERA.—¿Acaso siguen a alguien?
JACQUES.—No seguimos a nadie.
MESONERA.—¿Van o se detienen según los negocios que tienen en ruta?
JACQUES.—No tenemos ningún negocio.
MESONERA.—¿Así los caballeros viajan por su propio placer?
JACQUES.—O por sus propias cuitas.
MESONERA.—Yo os deseo que sea por lo primero.
JACQUES.—Vuestros buenos deseos no cambiarán ni un ápice lo que haya de ser: será lo que está escrito allá arriba.
MESONERA.—¡Ah, se trata de una boda!
JACQUES.—Puede ser que sí, puede ser que no.
MESONERA.—Señores, andad con cuidado. Ese hombre que está ahí abajo, el que ha tratado con tanta rudeza a mi pobrecita Nicole, hizo una boda de lo más extraño… Ven, animalito, ven que te bese tu ama, te prometo que lo ocurrido no se repetirá. Vean, caballeros, cómo tiembla todo su cuerpo.
AMO.—¿Y qué es lo que de tan singular tiene la boda de ese hombre?
A esta pregunta del amo de Jacques, la mesonera dice:
—Oigo ruido por allá abajo, voy a ordenar lo que haya que hacer y vuelvo a contaros todo eso…
El posadero, harto de llamarla gritando: «¡Mujer mía, mujer…!», sube en ese momento, y a la zaga, sin verle, su compadre. Se dirige el posadero a su mujer: «¡Eh! ¿Qué diablos haces aquí?». Luego, volviéndose, y reparando en el compadre, inquiere:
—¿Me traéis dinero?
COMPADRE.—No, compadre, harto sabéis que carezco por completo.
MESONERO.—¿Conque no tienes un céntimo? Ya sabré yo sacarlo de tu arado, de tus caballos, tus bueyes y tu cama. ¡Vaya con el bellaco zarramplín!
COMPADRE.—Yo no soy un bellaco.
MESONERO.—¿Pues qué eres entonces? Estás en la miseria, no sabes de dónde sacar con qué sembrar tus campos; el propietario, harto de hacerte adelantos, no quiere ya prestarte nada. Vienes a mí, esta mujer intercede en tu favor, esta maldita charlatana que es la causa de todos los entuertos de mi vida me convence de que te haga un préstamo, tú prometes devolvérmelo; por diez veces me fallas la promesa. ¡Ah, pero yo te prometo a ti que no voy a fallarte, no! ¡Largo de aquí!…
Jacques y su amo se disponían a intervenir en defensa del pobre infeliz; pero la mesonera les hizo seña, con el dedo en los labios, de que guardaran silencio.
MESONERO.—¡Salid de aquí!
COMPADRE.—Todo cuanto decís, cierto es; no lo es menos que los alguaciles están en mi casa y que dentro de un momento quedaremos reducidos a pedir limosna mi hija, mi chico y yo…
MESONERO.—Es la suerte que mereces. ¿Qué viniste a hacer aquí esta mañana? Cuando dejo la tarea de llenar las botellas, subo de la bodega y no te encuentro. Largo de aquí, os digo.
COMPADRE.—Vine a vuestra casa, temí vuestra manera de recibirme y me volví atrás; y ahora ya me voy.
MESONERO.—Es lo mejor que puedes hacer.
COMPADRE.—¡Ay, mi pobre Margarita, tan linda y buena como es, que tendrá que irse a París y ponerse a servir!
MESONERO.—¿A servir en París? ¿Es que quieres hacer de ella una desdichada?
COMPADRE.—No soy yo quien así lo quiere, sino el hombre duro a quien estoy hablando.
MESONERO.—¡Hombre duro yo! No lo soy ni lo fui jamás y tú bien lo sabes.
COMPADRE.—No tengo ya los medios de dar de comer a mi hija ni a mi hijo. Margarita se pondrá a servir y el mozo se irá de soldado.
MESONERO.—¡Y habría yo de ser el causante! Pues no ha de ser así. Cruel eres conmigo y mientras viva tú serás mi tormento. Ea, veamos lo que necesitas.
COMPADRE.—No necesito nada. Me aflige tener que deberos algo, y no os deberé nada más en mi vida. Mayor es el daño que me hacéis con vuestras injurias que el bien con vuestros favores. Si yo tuviera dinero, os lo arrojaría a la cara; pero no tengo un chavo. Mi hija correrá la suerte que Dios disponga, a mi chico lo matarán si así ha de ser; yo pediré limosna, pero no será a vuestra puerta. No, basta de obligaciones con un malvado como vos. Guardad lo que saquéis de mis bueyes, de mis caballos y de mis aperos: que os aprovechen. Habéis nacido para ir haciendo ingratos, yo no quiero ser uno más. Adiós.
MESONERO.—¡Mujer mía, que se va, detenlo!
MESONERA.—Ea, compadre, veamos por qué medio podemos socorreros.
COMPADRE.—No quiero esos socorros, resultan muy caros…
El mesonero repetía en voz baja a su mujer: «No le dejes que se vaya, échale mano. ¡Su hija sirviendo en París, su chico en el ejército, él pidiendo a la puerta de la parroquia! ¡Ah, no seré yo quien consienta eso!».
Mientras tanto, la posadera hacía inútiles esfuerzos, pero el campesino, que era hombre de pundonor, no quería aceptar nada y se resistía terco. El mesonero, con lágrimas en los ojos, se dirigía a Jacques y a su amo suplicándoles: «Señores, a ver si podéis vos ablandarlo…».
Jacques y su amo tomaron parte en el asunto, los cuatro a la vez invocaban argumentos para hacerle entrar en razón. Nunca había yo visto tan… «¿Qué nunca habíais visto vos? ¡Pero si no estabais allí! Decid más bien: no se había visto nunca…» Bien, sea como queráis, lector: Nunca se había visto un hombre más confuso por ver desairados sus ofrecimientos, más tenazmente insistiendo en que aceptaran su dinero, que aquel pobre posadero. Abrazaba a su mujer, abrazaba a su compadre, abrazaba a Jacques y a su amo, sin dejar de gritar:
—¡Presto, presto, que alguien vaya a echar de casa de este hombre a esos funestos alguaciles!
COMPADRE.—Habéis de convenir…
MESONERO.—Convengo en que lo estropeo todo; pero ¿qué quieres compadre? Soy tal como soy, la Naturaleza me hizo el hombre más duro y el más tierno: no sé ni conceder ni rehusar.
COMPADRE.—¿Y no podríais ser de otra guisa?
MESONERO.—He llegado a una edad en que no puede uno corregirse; pero si los primeros que a mí se dirigieron me hubieran puesto en mi lugar con ruda franqueza como tú lo has hecho, puede que yo fuese mejor. Compadre, gracias te doy por la lección, quizá saque de ella algún provecho. Anda, mujer, date prisa, baja y dale lo que necesite. ¡Por todos los diablos, muévete! ¡Vas a bajar, pardiez! Mujer mía, te estoy rogando que te apresures, que no le hagas esperar. ¡Tiempo tendrás luego de reanudar palique con estos señores, pues paréceme que con ellos muy bien te hallas!
Descendieron la mujer y el compadre, quedándose todavía un ratito el mesonero; así que se marchó, Jacques dijo a su amo:
—¡He aquí un hombre bien singular! Y el cielo, que había ordenado este tiempo de perros que nos retiene aquí por desear que escucharais mis amores, ¿qué va a querer ahora?
El amo, arrellanándose cómodamente en un sillón, bostezando y manoseando su tabaquera, respondió:
—Jacques, nos quedan muchos días por vivir juntos, a menos que…
JACQUES.—Es decir, que por hoy quiere el cielo que me calle o que sea la posadera quien hable: parlanchina como es, nada podría complacerla más; sea, pues, ella quien hable.
AMO.—Parece que eso te enoja.
JACQUES.—Es que a mí también me gusta hablar.
AMO.—Ya te llegará tu turno.
JACQUES.—O no me llegará.
Os estoy viendo venir, lector; estáis diciendo: aquí tenemos el verdadero desenlace de El huraño bienhechor,[17] y así lo creo. De haber sido yo el autor, hubiera introducido en esa comedia un personaje que pareciera episódico y que en realidad no lo fuera. El tal personaje se mostraría de vez en cuando y su presencia estaría motivada: la primera vez, vendría a pedir clemencia; mas el temor de ser mal acogido le haría salir antes de la entrada de Geronte. Acuciado por la irrupción de los alguaciles en su casa, la segunda vez habría tenido ánimo para esperar a Geronte, pero éste rehusaría verle. Al final, lo habría hecho participar en el desenlace, donde haría exactamente el papel de campesino en la escena con el posadero: como aquél, tendría una hija que iba a colocar con una sombrerera, un hijo al que habría de sacar de la escuela para entrar a servir, y él aparecería abocado a la mendicidad hasta que la vida le pesara demasiado. Se habría visto al Huraño a los pies de ese hombre; se habría oído la merecida reprimenda que recibía; habríase sentido forzado a recabar la ayuda de toda la familia en torno suyo para que su deudor cediera y obligarlo a aceptar nuevos socorros. Habría sido el Huraño castigado, habría prometido corregirse, pero en el último minuto, llevado por su carácter, habría perdido la paciencia con los personajes presentes en escena porque se hacían cumplidos para entrar en la casa y habría exclamado: «¡Que el diablo se lleve las ceremo…! —parándose en medio de la frase y dirigiéndose a sus sobrinas con tono de nuevo suavizado—: Vamos, sobrinas mías, dadme la mano y entremos». «Y para que ese personaje hubiera estado implicado en la trama, ¿habríais hecho de él un protegido del sobrino de Geronte?» ¡De muy buen grado! «¿Y hubiera sido a ruegos del sobrino por lo que el tío habría prestado su dinero?» ¡Encaja de maravilla! «¿Y ese préstamo sería luego un agravio del tío contra el sobrino?» Eso mismo. «Y el desenlace de esa agradable comedia, ¿no habría sido un ensayo general, con toda la familia en pleno, de lo que antes hiciera él con cada uno en particular?» Razón tenéis. «Pues si por ventura llego a conocer algún día al señor Goldoni, le recitaré la escena de la posada.» Y haréis muy bien. Goldoni es hombre de sobrada habilidad para sacar de ello buen partido.
Subió de nuevo la mesonera, todavía con la perrita en los brazos, y dijo:
—Espero que hagáis buena cena, el cazador furtivo del pueblo acaba de llegar… No tardará en caer por aquí el guarda del señor…
Y así hablando, tomó una silla. Una vez sentada, comenzó su relato.
MESONERA.—Hay que desconfiar de los criados, son los peores enemigos de los amos.
JACQUES.—No sabéis, señora, lo que decís. Los hay buenos y los hay malos, y acaso podrían contarse más criados buenos que buenos amos.
AMO.—Mal os conocéis, señor Jacques, y cometéis precisamente la misma indiscreción que acaba de chocaros.
JACQUES.—Es que los amos…
AMO.—Es que los criados…
Y bien, lector, ¿de qué depende que yo no suscite aquí una violenta disputa entre estos tres personajes? Que Jacques no agarre a la posadera por los hombros y la saque de la habitación; que el amo no coja a Jacques y lo eche; que no se vaya cada uno por su lado y que no os veáis privado de la historia de la mesonera y de la continuación de los amores de Jacques… Quedad tranquilo, no haré nada de eso. La mesonera, pues, prosiguió:
—Hemos de reconocer que si hay hombres harto malvados, tampoco faltan las mujeres malvadas.
JACQUES.—Y que no es necesario ir muy lejos para toparse con alguna.
MESONERA.—¿Y quién sois vos para meteros en esto? Yo soy mujer y puedo permitirme decir de las mujeres cuanto me plazca, no necesito para nada vuestra aprobación.
JACQUES.—Mi aprobación vale tanto como cualquier otra.
MESONERA.—¡A fe mía, señor, que tenéis un criado que se las da de sabihondo y que os falta al respeto. También yo tengo domésticos, pero ya querría ver si se les ocurriera…!
AMO.—Jacques, callad la boca y dejad hablar a la señora.
Envalentonada por las palabras del amo, la mesonera se levanta, se encara con Jacques, poniéndose en jarras, olvida que lleva en brazos a Nicole, la suelta y he aquí a la perra por el suelo hecha un rebujo y debatiéndose en sus faldones, maltrecha, ladrando a más no poder, la mesonera mezclando sus gritos a los ladridos de Nicole, Jacques mezclando sus risotadas a los ladridos de la perra y los gritos de la mesonera, y el amo de Jacques abriendo su tabaquera, tomando su rapé y sin poder contener la hilaridad. De tal guisa que todo el mesón se soliviantó.
—Nanon, Nanon, pronto, pronto, trae la botella de aguardiente… ¡Mi pobre Nicole es muerta…! Quitadle los faldones… ¡Qué torpe eres!
—Hago lo mejor que puedo.
—¡Ay, cómo aúlla! Quítate de ahí, déjame hacer a mí… ¡Ay, ay, muerta es! ¡Ríete tú, badulaque, la cosa es como para reírse…! ¡Mi pobrecita Nicole está muerta!
—No, señora, tengo para mí que saldrá de ésta, se está moviendo.
Y he aquí a Nanon frotándole el hocico a la perra con aguardiente, haciéndole tragar algún sorbo; y la mesonera lamentándose y emprendiéndole desaforada contra los criados impertinentes; y Nanon diciéndole:
—¿Veis, señora? Ya abre los ojos, os está mirando…
—¡Animalito! ¡Sólo le falta hablar! ¿Quién no se sentiría conmovido?
—Señora, acariciadla un poco, decidle algo…
—Ven, mi pobrecita Nicole, aúlla, hijita mía, aúlla si esto te alivia. Hay un sino para los animales como lo hay para las personas; así, le tocan venturas a los haraganes desabridos, vocingleros y golosos, y desventuras a la criatura más buena de la tierra.
—La señora tiene razón, en este mundo no hay justicia.
—Cállate, envuélvela bien otra vez, llévala a mi cuarto y échala en mi almohada, y ten por seguro que al primer grito que vuelva a dar me las vas a pagar. Ven, mi pobre perrita, ven que te abrace otra vez antes de que te lleven. Pero acércamela, so boba, que pareces tonta… ¡Ah, estos perros son tan buenos! Más valen que…
JACQUES.—Que padre, madre, hermanos, hermanas, hijos, criados, esposo…
MESONERA.—Y tanto que sí, no hay por qué burlarse. Son inocentes, fieles, nunca os hacen daño, mientras que todos los demás…
JACQUES.—¡Vivan los perros! No hay nada más perfecto bajo la capa del cielo.
MESONERA.—Si algo más perfecto hay, a fe que no es el hombre. Ya me gustaría que conocierais al perro del molinero, es el galán de mi Nicole: ni uno habría entre todos vosotros, con tantos como sois, que no se sonrojara de vergüenza al compararse. Aquí se viene, en cuanto clarea el alba, desde más de una legua; se planta delante de esta ventana, y no deja de dar suspiros, unos suspiros que parten el alma. Haga el tiempo que haga, ahí se está, la lluvia le empapa todo, el cuerpo se le hunde en el barro, que apenas si se le ven las orejas y el hocico. ¿Qué, haríais vos otro tanto por la mujer amada?
AMO.—Muy galante es eso.
JACQUES.—Pero también, ¿dónde hay una mujer tan digna de las atenciones de vuestra Nicole?
Hemos de decir que la pasión de la mesonera por los animales no era, como cabría imaginar, su pasión dominante. No; era la de hablar. Y valoraba los méritos del prójimo según la mayor o menor paciencia que se pusiera en escucharla. Así pues, no se hizo de rogar para reanudar la interrumpida historia de aquella boda tan singular; sólo puso como condición que Jacques se estuviera callado. Prometió el amo el silencio de Jacques; éste se repantingó indolente en un rincón, con los ojos cerrados, el gorro caído sobre las orejas y volviéndole casi la espalda a la mesonera. El amo tosió, escupió, se sonó los mocos, sacó el reloj, miró qué hora era, sacó su tabaquera, dio los acostumbrados golpecitos y tomó su porción de rapé. La mesonera se aprestaba con fruición a la deliciosa obligación de perorar, cuando de nuevo oye gemir a la perrita.
—Nanon, ve a ver qué le pasa a ese pobre animal… Eso me trastorna, ya no sé por dónde iba.
JACQUES.—No habéis dicho nada todavía.
MESONERA.—Aquellos dos hombres con quienes andaba yo a la greña cuando vos entrabais, señor…
JACQUES.—Decid: señores.
MESONERA.—¿Y por qué?
JACQUES.—Porque con esa deferencia hemos sido tratados hasta ahora, y me he hecho a ello. Mi amo me llama Jacques, los demás señor Jacques.
MESONERA.—Pues yo no os digo ni Jacques, ni señor Jacques, no os hablo a vos… («Señora…» «¿Qué hay?» «La nota del número cinco.» «Mirad encima de la chimenea.») Esos dos hombres son buenos hidalgos, vienen de París y van a las tierras del más viejo de ambos.
JACQUES.—¿Eso quién lo sabe?
MESONERA.—Ellos, que lo dicen.
JACQUES.—¡Buena razón es ésa!
El amo hizo señas a la mesonera indicando que Jacques tenía la sesera trastornada. Dándose por enterada, correspondió la mujer al gesto del amo con un ademán que expresaba compasión y añadió: «¡A su edad! Es una lástima…».
JACQUES.—¡Muy penoso es no saber nunca adónde se va!
MESONERA.—El de más edad de los dos hombres se llama marqués de los Arcis. Era un hombre dado a los placeres, amable y donoso, que no creía mucho en la virtud de las mujeres.
JACQUES.—Razón tenía.
MESONERA.—Señor Jacques, me estáis interrumpiendo.
JACQUES.—Mi señora la hostelera del Gran Ciervo, no os hablo a vos.
MESONERA.—El señor marqués encontró, sin embargo, una; dama asaz singular para hacerle frente: se llamaba la señora de La Pommeraye. Era una viuda de buenos principios, ilustre cuna, fortuna y orgullo. El marqués de los Arcis rompió con todas sus amistades, se consagró únicamente a la señora de La Pommeraye, le hizo la corte con la mayor asiduidad, trató por todos los medios imaginables mostrarle que la amaba, le propuso incluso casarse con ella; mas esa dama había sido tan desgraciada con un primer marido que… («Señora…» «¿Qué hay?» «La llave del arca de la avena.» «Mira en la alcayata, si no está colgada ahí estará puesta en el arca.»)… que antes hubiera preferido exponerse a toda suerte de infortunios que a los riesgos de un segundo matrimonio.
JACQUES.—¡Ah, si eso hubiera estado escrito allá arriba!…
MESONERA.—Vivía la dama muy retirada. El marqués era un antiguo amigo de su marido, en tiempos lo recibía en su casa, así es que seguía recibiéndole. Si se le perdona su gusto afeminado por las galanterías, era lo que se llama un hombre de honor. La constancia del marqués, bien servida por sus cualidades personales, su juventud, su apostura, la apariencia de la pasión más verdadera; y luego la soledad, la inclinación a la ternura, en una palabra, todo lo que nos hace sensibles a la seducción de los hombres… («Señora…» «¿Qué hay?» «El correo.» «Dale la habitación verde y sírvele como de costumbre»)… hizo su efecto y la señora de La Pommeraye, al cabo de varios meses de luchar contra la pasión del marqués, contra sí misma, y luego de haber exigido, como se debe, los más solemnes juramentos, colmó con sus favores al marqués, quien hubiera gozado de la más dulce dicha de haber podido conservar por su amante los sentimientos que le juró y que ella mantuvo por él. Verdad es, señor, que sólo las mujeres saben amar; los hombres no entienden de eso… («Señora…» «¿Qué hay?» «El hermano limosnero» «Dale doce sueldos por cuenta de estos señores que están aquí, otros seis por mi cuenta y que vaya por las demás habitaciones.») Pasaron así algunos años, el marqués empezó a encontrar la vida de la señora de La Pommeraye harto monótona. Le propuso mostrarse en sociedad: ella consintió recibir a algunas damas y caballeros: consintió en ello; invitar con regularidad a cenar: consintió en ello. Luego, poco a poco, pasó uno o dos días sin verla; poco a poco faltó a tal o cual comida que él había organizado; poco a poco fue abreviando sus visitas; le surgieron negocios que le requerían; cuando llegaba, decía una palabra, se arrellanaba en un sillón, tomaba un libro, lo tiraba, hablaba a su perro o se dormía. Por la noche, su salud cada vez más quebrantada, exigía que se retirase temprano: tal era la opinión del doctor Tronchin. «¡Qué gran hombre este Tronchin! A fe que no dudo de que salve a nuestra amiga, aun cuando los demás médicos la hayan desahuciado…» Y así diciendo, tomaba su bastón y su sombrero y se iba, olvidando a veces besar a la señora de La Pommeraye. («Señora…» «¿Qué hay?» «Es el tonelero.» «Que baje a la cueva y examine las dos barricas de vino.») La señora de La Pommeraye presentía que el marqués ya no la amaba y quiso asegurarse, ahora veréis cómo se las compuso. («Señora…» «Ya voy, ya voy.»)
Bajó la posadera, harta de tantas interrupciones, y al parecer puso los medios necesarios para que cesaran, pues no tardó en subir y proseguir:
MESONERA.—Un día, después de la comida, la señora de La Pommeraye dijo al marqués:
»—Amigo mío, estáis pensativo.
»—También vos lo parecéis, marquesa.
»—Es cierto, y aun mis pensamientos son tristes.
»—¿Qué tenéis?
»—Nada.
»—Eso no es verdad. Vamos, marquesa —dijo bostezando—, me lo vais a contar y eso os servirá para distraeros, y a mí también.
»—¿Acaso os aburrís?
»—No, es que hay días…
»—En que uno se aburre…
»—Os engañáis, amiga mía; os juro que os engañáis…sólo que, en efecto, hay días que… No se sabe por qué…
»—Amigo mío, hace largo tiempo que tentada estoy de haceros una confidencia, pero temo afligiros.
»—¿Podríais vos afligirme?
»—Tal vez sí; mas el cielo es testigo de mí inocencia…(“Señora, señora…” “Para quienquiera que sea y lo que fuere, os he prohibido volver a llamarme; preguntad a mi marido.” “No está.”) Señores, os pido disculpas, en un minuto estoy con vos.
Vuelta la posadera a bajar, a subir y a reanudar el hilo de su relato:
—… «Esto acontece sin mi consentimiento, a pesar mío, por una maldición a la que toda especie humana parece tener que rendirse, puesto que ni yo misma he podido librarme de ella.
»—¡Ah! De vos misma se trata… ¡No temáis! ¿Qué es ello?
»—Marqués, se trata… Desolada me veis y sé que voy a causaros pena… Bien mirado, más vale que me calle.
»—No, amiga mía, hablad. ¿Guardaríais en el fondo de vuestro corazón algún secreto para mí? ¿No fue la primera de las condiciones que convinimos que nuestras almas se abrirían la una a la otra sin reservas?
»—Verdad es, y por eso me pesa aún más. Es un reproche que pone colmo a otro mucho más grave que me hago a mí misma. ¿No habéis notado que ya no tengo la misma alegría? He perdido el apetito, no bebo ni como sino obligándome, no puedo dormir. Nuestras relaciones más íntimas me desagradan. Por la noche me interrogo: ¿Acaso es él menos digno de afecto? No. ¿Me ha dado algún motivo de descontento? No. ¿Se le podría reprochar alguna aventura sospechosa? No. ¿Ha menguado su ternura? No. ¿Por qué, entonces, siendo el caro amigo de siempre, mi corazón ha cambiado? Pues cambiado ha: no puedo engañarme. Ya no lo espero con igual impaciencia que antes, no siento al verle el mismo placer de siempre, ni la misma inquietud cuando tarda en venir; ni aquella dulce emoción al oír el ruido de su carruaje y cuando me lo anunciaban, y cuando aparecía… No, ya no experimento nada de eso.
»—¡Cómo, señora…!
»Aquí la marquesa de La Pommeraye se cubrió los ojos con las manos, bajó la cabeza y guardó silencio un momento, tras lo cual añadió:
»—Marqués, yo me esperaba vuestra sorpresa y cuantos amargos cargos vayáis a hacerme. ¡Dispensadme, pues…! Mas no, no me paséis nada, decidme todo cuanto sentís, os escucharé con resignación, puesto que lo merezco. Sí, mi querido marqués, es cierto… Sí, soy una… Pero ¿no es ya bastante desventura el que esto haya ocurrido para tener que añadir aun la vergüenza, el desprecio de mi falsedad, si os lo disimulara? Vos seguís siendo el mismo, pero vuestra amiga ha cambiado. Vuestra amiga os venera, os estima tanto y más que antes; pero… una mujer, acostumbrada como ella está a examinar de cerca lo que hay en los repliegues más secretos de su alma, a no hacerse vanas ilusiones, no puede engañarse: el amor ha desertado de su corazón. Atroz descubrimiento que no por cruel es menos real. La marquesa de La Pommeraye, yo, ¡yo inconstante, ligera!… Montad en cólera, marqués, buscad para mí los más odiosos calificativos, ya me los he aplicado yo antes que vos, tachadme de cuanto queráis, dispuesta estoy a aceptarlo todo… todo excepto la acusación de mujer falsa, espero que de ésa me haréis gracia, pues no, no soy falsa… (“Mujer mía…” “¿Qué hay?” “Nada.” “No tiene una momento de reposo en esta casa, ni siquiera los días en que apenas hay gente y no parece que haya nada que hacer. ¡Ay, qué digna de compasión es una mujer en mi condición, sobre todo cuando tiene un bruto por marido!”) Dicho eso, la señora de La Pommeraye se dejó caer en un sillón y prorrumpió en llanto. El marqués se precipitó hacia ella y, cayendo de hinojos, le dijo:
»—Sois una mujer encantadora, una mujer adorable, una mujer como no las hay. Vuestra sinceridad, vuestra honestidad me confunden y debería morirme de vergüenza. ¡Ah, qué superioridad sobre mí os confiere este trance! ¡Cuán grande os veo y qué mezquino me siento yo a vuestro lado! Sois vos la primera en hablar habiendo sido yo el primero en ser culpable. Mi buena amiga, vuestra franqueza me arrastra a sincerarme yo también, sería un monstruo de no hacerlo, y he de confesaros que la historia de vuestro corazón es punto por punto la historia del mío. Todo cuanto os habéis dicho a vos misma, me lo he dicho yo; pero callaba, sufría y no sé cuándo hubiera tenido el valor de hablar.
»—¿De veras, amigo mío?
»—Nada más cierto. Y no nos resta sino felicitarnos recíprocamente por haber perdido al mismo tiempo el sentimiento frágil y engañoso que nos unía.
»—En efecto, ¡qué desventura hubiera sido que mi amor durase aun cuando ya el vuestro hubiera cesado!
»—O que hubiera cesado antes en mí.
»—Tenéis razón, bien lo veo…
»—Jamás me parecisteis más amable, más bella que en este momento, y si la experiencia del pasado no me hiciera precavido, creería amaros ahora más que nunca.
»Y así diciendo, el marqués le tomaba las manos y se las besaba… (“Mujer mía…” “¿Qué hay?” “El hombre que trae la paja.” “Mira en el registro.” “¿Y el registro dónde…? Deja, deja, ya lo tengo.”) La señora de La Pommeraye, ahogando en lo más hondo de su alma el mortal despecho que la desgarraba, tomó de nuevo la palabra:
»—¿Qué hacer entonces, marqués? ¿Qué va a ser de nosotros?
»—Ni el uno ni el otro nos hemos faltado nunca al respeto; vos tenéis derecho a toda mi estima y no creo haber perdido por completo el derecho que yo tenía a la vuestra: seguiremos viéndonos y nos entregaremos a la confianza de la más tierna amistad. Nos habremos así librado de todos los pesares, las pequeñas perfidias, los reproches, de todos los enojos que suelen acompañar a las pasiones que agonizan: seremos únicos en nuestra especie. Vos recobraréis toda vuestra libertad y me devolveréis la mía; viajaremos por el mundo; yo seré el confidente de vuestras conquistas y no os ocultaré nada de las mías, si es que todavía hago alguna, lo que pongo muy en duda, pues vos me habéis hecho exigente… ¡Será delicioso! Vos me ayudaréis con vuestros consejos, yo no os rehusaré los míos cuando creáis poder necesitarlos, si estáis en trance de peligrar. ¡Quién sabe lo que puede ocurrir!
JACQUES.—Nadie lo sabe.
MESONERA.—El marqués seguía diciendo: «Es muy probable que cuanto más viva yo, más ganaréis vos al compararos, y puede ser que vuelva a vos más apasionado, más tierno, más convencido que nunca de que la señora de La Pommeraye era la única mujer en el mundo capaz de hacerme feliz, y de ser así bien podemos apostar que seré vuestro hasta el final de mi vida.»
»—¿Y si ocurriera que al desear volver a mí no me encontraseis? Porque, al fin y al cabo, marqués, no siempre se obra justamente y no sería imposible que me prendase, o incluso me enamorase con pasión de otro que valiera menos que vos.
»—Tened por seguro que tal cosa me desolaría, mas no podría quejarme; sólo me dolería del sino que nos habría separado cuando estábamos unidos y que nos volvía a acercar cuando ya no podríamos estarlo más…
»Tras esta conversación se pusieron a moralizar acerca de la inconstancia del corazón humano, de la frivolidad de los juramentos, de los vínculos del matrimonio… (“Señora…” “¿Qué pasa?” “La diligencia.”) Señores —dijo la mesonera—, tengo que dejaros. Esta noche, cuando haya terminado todos mis quehaceres, volveré por aquí y acabaré de contaros esta aventura, si sentís la curiosidad… (“Señora…” “Mujer mía…” “Ama…” “Ya voy, ya voy…”)
Así que salió la mesonera, el amo dijo a su criado:
—¿Jacques, has parado mientes en una cosa?
JACQUES.—¿Qué cosa?
AMO.—Que esta mujer sabe contar mucho mejor de lo que cabe esperar en una posadera.
JACQUES.—Verdad es. Las frecuentes interrupciones de la gente de esta casa me han impacientado más de una vez.
AMO.—También a mí.
Y vos, lector, hablad ahora sin disimulos, pues ya veis que estamos en buena vena de franqueza. ¿Queréis que dejemos aquí a esa elegante y prolija charlatana de mesonera y que volvamos a los amores de Jacques? Por mí que no quede. Cuando suba otra vez la mujer, Jacques el parlanchín estará deseando recobrar su papel y le cerrará la puerta en las narices, sin costarle más que decir por el ojo de la cerradura: «Buenas noches, señora, mi amo está durmiendo y yo voy a acostarme; dejemos el resto para cuando volvamos a pasar por aquí».
«El primer juramento que se hicieron dos seres de carne y hueso fue al pie de una roca que se deshacía en polvo; pusieron por testigo de su constancia a un cielo que no es el mismo ni un solo instante; todo pasaba en ellos y en torno a ellos y creían sus corazones libres de vicisitudes. ¡Oh, niños, siempre niños…!»
No sé bien a quién atribuir estas reflexiones, si a Jacques, a su amo o a mí mismo; lo cierto es que son de uno de los tres y que estuvieron precedidas y seguidas de muchas otras que nos habrían conducido, a Jacques, a su amo y a mí, hasta la hora de la cena, hasta la sobremesa de la cena, hasta el regreso de la mesonera, si Jacques no hubiera dicho a su amo:
—Pues mirad, señor, todas esas grandes sentencias que acabáis de endilgarme sin venir a cuento, no valen lo que una antigua fábula que contaban los artesanos bauleros de mi pueblo.
AMO.—¿Y qué fábula es ésa?
JACQUES.—Es la fábula de la Vaina y el Cuchillo. Un día, la Vaina y el Cuchillo se pelearon y el Cuchillo dijo a la Vaina: «Vaina, amiga mía, eres una bribona, pues a diario recibes a otros Cuchillos…». La Vaina respondió al Cuchillo: «Mi amigo Cuchillo, tú eres un bribón, pues todos los días cambias de Vaina…». «Vaina, no es eso lo que me habías prometido…» «Cuchillo, tú me has engañado el primero…» Esta disputa la habían emprendido durante la comida y el compañero Cil, que estaba sentado entre la Vaina y el Cuchillo, tomó la palabra para decirles: «Tú, Vaina, y tú, Cuchillo, bien hicisteis en cambiar pues que el cambio os complacía; pero mal hicisteis en prometeros que no cambiaríais. Cuchillo, ¿no veías tú que Dios te hizo para entrar con facilidad en muchas Vainas; y tú, Vaina, para recibir a más de un Cuchillo? Ambos tomabais por locos a ciertos Cuchillos que hacían votos de prescindir de todas las Vainas, y por locas a ciertas Vainas que hacían promesa de cerrarse a todo Cuchillo, y no se os alcanzaba que vosotros estabais casi tan locos cuando jurabais, tú, Vaina, atenerte a un solo Cuchillo; y tú, Cuchillo, contentarte con una sola Vaina».
En esto, el amo dijo a Jacques:
—Tu fábula no es muy moral que digamos, pero es divertida. No te puedes figurar la idea tan peregrina que se me pasa por las mientes: casarte con nuestra mesonera y tratar de imaginar qué hubiera hecho un marido muy hablador con una mujer que no para de hablar.
JACQUES.—Pues lo que yo hice durante los doce primeros años de mi vida, que pasé en casa de mis abuelos.
AMO.—¿Quiénes eran? ¿Cómo se llamaban, cuál era su oficio?
JACQUES.—Eran chamarileros. Mi abuelo Jason tuvo varios hijos; todos en la familia eran muy serios: se levantaban, se vestían, se iban a sus negocios; volvían, comían, salían de nuevo sin decir palabra. Al terminar el trabajo por la tarde, se apanarraban cada uno en una silla, la madre y las hijas hilaban, cosían, hacían media sin decir ni pío; los mozos descansaban, el padre leía el Antiguo Testamento.
AMO.—¿Y tú, qué hacías tú?
JACQUES.—Yo correteaba por la habitación con una mordaza.
AMO.—¡Con una mordaza!
JACQUES.—Sí, con una mordaza, y a esa maldita mordaza le debo mi rabiosa manía de hablar. La semana entera transcurría a veces sin que nadie hubiera abierto la boca en casa de los Jason. Durante toda su vida, que fue larga, mi abuela no dijo sino: «Sombreros, se venden sombreros», y mi abuelo, que asistía siempre a los inventarios muy tieso él, las manos bajo la levita, no había dicho otra cosa que: «un céntimo». Más de un día estuvo tentado de no creer en la Biblia.
AMO.—¿Y eso por qué?
JACQUES.—Pues porque las machaconas repeticiones le parecían verborrea indigna del Espíritu Santo. Decía que quienes mucho se repiten son necios que toman por necios a quienes los escuchan.
AMO.—Jacques… ¿y si para desquitarte del largo silencio que guardaste durante los doce años amordazado en casa de tu abuelo y mientras estuvo hablando la posadera…?
JACQUES.—¿Qué? ¿Que reanude la historia de mis amores?
AMO.—No, esa otra historia que me dejaste a medias, la del compañero de tu capitán.
JACQUES.—¡Diantre, mi amo! ¡Qué cruel memoria tenéis!
Amo. ¡Ay, Jacques de mi alma! ¡Mi buen Jacques!
JACQUES.—¿De qué os reís?
AMO.—De lo que más de una vez seguirá haciéndome reír: imaginarte de rapaz en casa de tu abuelo con la mordaza puesta…
JACQUES.—Mi abuela me la quitaba cuando no había nadie, pero si mi abuelo se daba cuenta, no le gustaba nada y gruñía: «Sigue, sigue así y este chico será el más desaforado charlatán que haya existido jamás». Su predicción se ha cumplido.
AMO.—Vamos, Jacques, mi querido Jacques, sigue con la historia del amigo de tu capitán.
JACQUES.—No me esquivaré de la tarea, pero vos no vais a creerlo.
AMO.—¡Tan maravillosa es!
JACQUES.—No, es que ya le había ocurrido a otro, a un militar francés llamado, me parece, señor de Guerchy.
AMO.—¡Pues bien! Diré como aquel poeta francés que había hecho un epigrama bastante bueno y, sabiendo que alguien, en presencia suya, se lo atribuía, dijo así: «¿Por qué no podría haberlo hecho este señor si yo mismo escribí uno?». Yo digo: ¿Por qué la historia que cuenta Jacques no había de ocurrirle al compañero de su capitán, puesto que ya le había acaecido al militar de Guerchy? Ahora, al contármela a mí, matarás dos pájaros de un tiro, pues ignoro la aventura de ambos personajes.
JACQUES.—¡En buena hora! Pero juradme…
AMO.—Te lo juro.
Lector, bien tentado estoy aquí de exigiros el mismo juramento; mas voy a contentarme con señalar algo extraño en el carácter de Jacques, algo que le venía, al parecer, de su abuelo Jason, el chamarilero silencioso: es que Jacques, al contrario de tantos parlanchines, tenía aversión a las repeticiones, de ahí que muchas veces dijera a su amo:
—Señor, me estáis preparando el más triste porvenir: ¿qué va a ser de mí cuando no tenga ya nada más que contar?
—Volverás a empezar.
—¡Volver Jacques a empezar! Allá arriba está escrito lo contrario y si por desdicha se me antojara recomenzar, no podría por menos de exclamar: «¡Ah, si tu abuelo te oyera…!», y echaría de menos la mordaza.
—Quieres decir la mordaza que él te ponía…
Dejemos que Jacques continúe su relato:
JACQUES.—Por aquel tiempo, cuando había juegos de azar en las ferias de Saint-Germain y de Saint-Laurent…
AMO.—Pero eso es en París y el compañero de tu capitán era comandante de una plaza fronteriza…
JACQUES.—¡Por Dios, señor, dejadme hablar! Entraron varios oficiales en una tienda y se encontraron allí con otro oficial charlando con la tendera. Uno de ellos propuso a éste que jugaran al pasadiez, pues preciso es que sepáis que tras la muerte de mi capitán, su amigo, al hacerse rico con la hijuela, se había hecho también jugador. Así, pues, él —o el otro, el señor de Guerchy— aceptó la partida. Quiso la suerte que le tocara echar los dados a su adversario y que éste pasara, pasara, pasara, aquello no acababa nunca. La partida se iba acalorando, y ya se habían jugado el no va más, el todo por el todo, las pequeñas mitades, las grandes mitades, el gran total, el total del todo, cuando a uno de los presentes se le ocurrió decir al señor de Guerchy —o al compañero de mi capitán— que mejor haría en quedarse donde estaba y retirarse del juego, ya que estaba visto que le podían. Al oír tal, que no era sino una broma, el compañero de mi capitán —o el señor de Guerchy— pensó que se las había con un fullero, sacó sutilmente una aguda navaja bien afilada y cuando su antagonista fue a agarrar los dados para meterlos al cubilete, le plantó la cuchilla en la mano, clavándosela en la mesa y diciéndole de esta suerte: «Si los dados están marcados, vos sois un bellaco; y si no lo están, soy yo quien cae en falta». Los dados eran buenos y el señor de Guerchy convino: «Mucho me duele el lance y ofrezco la reparación que gustéis…». Pero no tuvo la misma reacción el amigo de mi capitán, que respondió así: «He perdido mi dinero, he traspasado la mano de un buen hombre, pero en cambio he recobrado el placer de batirme tanto como me plazca…». El oficial clavado se retira y va a que lo curen. Cuando hubo sanado, va en busca del que lo clavó y le pide reparación; el oficial —o el señor de Guerchy— encuentra justa la demanda, y el otro, el compañero de mi capitán hace aún más: le echa los brazos al cuello y le dice: «Os estaba esperando con una impaciencia que no podría describiros…». Y van a batirse a una pradera: el agresor que clavó la mano —es decir, el señor de Guerchy, o el compañero de mi capitán— recibe una buena estocada que le atraviesa el cuerpo; el otro lo levanta, se ocupa de que lo lleven a su casa y le previene: «Caballero, volveremos a vernos…». El señor de Guerchy no contestó nada, el compañero de mi capitán sí que respondió: «Señor mío, así lo espero». Y se batieron por segunda vez, por tercera, hasta ocho o diez veces, y todas ellas el ofensor daba en tierra. Eran ambos oficiales distinguidos, hombres de mérito; su aventura dio mucho que hablar y el ministerio tomó cartas en el asunto. Destinaron al uno a París y dejaron al otro en su puesto y plaza.
»El señor de Guerchy se sometió a las órdenes de la corte, el compañero de mi capitán experimentó gran desconsuelo: tal es la diferencia entre esos dos hombres, bravos y honestos ambos por carácter, pero ejemplo de cordura el uno y algo desatinado el otro.
»Hasta aquí, es común la aventura del señor de Guerchy y del compañero de mi capitán: son los mismos hechos y ésa es la razón por la que he nombrado a los dos, ¿comprendéis, mi amo? A partir de ahora, voy a separarlos y no os hablaré sino del amigo de mi capitán, pues sólo a él pertenece lo que resta. ¡Ah señor! Es ahora cuando vais a ver cuán poco dueños de nuestro destino somos todos y cuántas cosas extrañas hay escritas en el rollo de allá arriba.
»Sucede que el compañero de mi capitán —vamos, el que había clavado la mano al otro— solicita licencia para dar una vuelta por su provincia natal, y la obtiene. Su camino pasaba por París. Habiendo tomado asiento en una diligencia, a las tres de la madrugada esa diligencia para delante de la ópera: justamente era la salida del sarao. Tres o cuatro jóvenes atolondrados que iban con antifaz tienen la ocurrencia de ir a desayunarse con los viajeros y llegan todos, al despuntar el alba, a un ventorro. Se miran unos a otros y ¿quién se lleva la gran sorpresa?: el de la mano clavada que reconoció a su clavador. Le tiende éste la diestra, lo abraza y le da muestras de cuánto le complace tan inesperado encuentro; de inmediato se retiran y… una vez más el compañero de mi capitán es el que cae herido. Su adversario va en busca de socorro, vuelve luego a sentarse a la mesa con sus amigos y los viajeros de la diligencia, y come y bebe tan ricamente.
Y en el punto en que unos se disponían a proseguir su viaje y los otros a regresar a la capital con caballos de posta, he aquí que reaparece la mesonera y pone fin al relato de Jacques.
Una vez que ha vuelto con ellos, os prevengo, lector, que no está en mi mano despedirla. «¿Y por qué no?» Es que viene con dos botella de vino de Champagne, una en cada mano, y que está escrito allá arriba que todo orador que se dirija a Jacques con tal exordio, será necesariamente escuchado.
Entra, pues, pone las dos botellas en la mesa y dice: «Ea, señor Jacques, hagamos las paces…». No estaba la posadera en plena juventud; era una mujer alta y entrada en carnes, ágil de piernas y semblante saludable, la boca un poco grande pero con bellos dientes, llenos los carrillos, los ojos saltones, la frente despejada, una piel de lo más lindo, la fisonomía abierta, viva y alegre, los brazos un tanto rollizos pero las manos soberbias, dignas de ser pintadas o modeladas. Jacques la ciñó por el talle y la abrazó con fuerza. Su rencor no había nunca resistido a un buen vino y una hermosa mujer: eso estaba escrito allá arriba para él, para vos, lector, y para mí y para muchos otros. «Señor —dijo la mesonera al amo—, no nos dejaréis solos en este empeño… Aunque tengáis cien leguas por hacer, os aseguro que no beberéis nada mejor en todo el camino.» Y así diciendo, había colocado una de las botellas entre sus rodillas y tiraba del tapón; con tan singular maña cubrió el gollete con el pulgar, que no dejó que se saliera ni una gota de vino. «Vamos —dijo dirigiéndose a Jacques—, aprisa, aprisa, vuestro vaso.» Jacques acerca su vaso, la mesonera separa un poco el dedo dejando entrar aire en la botella, y ahí tenemos al buen Jacques con toda la cara empapada de espuma. Jacques se había prestado a esa travesura y la mesonera reía de buena gana, y Jacques y su amo rieron a su vez. Bebieron unos cuantos tragos seguidos para asegurarse de las excelencias del vino, y dijo luego la mesonera: «A Dios gracias que ya están todos acostados, nadie me volverá a interrumpir y así podré continuar mi relato».
Jacques, mirándola con unos ojos que el vino de Champagne había puesto aún más chispeantes, le dijo a ella o a su amo:
—Nuestra dama ha debido ser más hermosa que un sol; ¿qué pensáis vos, señor?
AMO.—¡Ha sido! ¡Ha sido! ¡Pardiez, Jacques, paréceme que lo sigue siendo!
JACQUES.—Razón tenéis, señor; es que no la comparo yo con ninguna otra mujer, sino con ella misma cuando era joven.
MESONERA.—Poco valgo ahora, pero teníais que haberme visto cuando se me podía abarcar entre los dos primeros dedos de cada mano. Viajeros había que daban un rodeo de cuatro leguas para alojarse aquí. Pero dejemos las buenas o malas cabezas que yo haya podido trastornar, y volvamos a la señora de La Pommeraye.
JACQUES.—¿Y si bebiéramos primero un trago por las malas cabezas que habéis trastornado, o a mi salud?
MESONERA.—De buena gana. Las hubo que valían la pena, sin contar la vuestra. ¿Sabéis que he sido durante diez años el recurso de los militares? Con los mejores propósitos, ¿eh?, las cosas como son… A cuántos no habré yo sacado de apuros, que malamente habrían hecho sin mí sus campañas… Son buena gente, no tengo queja de ninguno, ni ellos de mí, por supuesto. Nunca mediaron pagarés escritos, y más de una vez me hicieron esperar; pero al cabo de dos, de tres, de cuatro años, volvía a recuperar mi dinero…
Y ahí se enreda a enumerar los oficiales que le habían hecho el honor de servirse de su escarcela, el señor Tal, coronel del regimiento de ***, y el señor Cual, capitán del regimiento de ***, y he aquí que Jacques interrumpe con un grito:
—¡Mi capitán, mi pobre capitán! ¿Lo habéis conocido?
MESONERA.—¿Que si lo he conocido? Un hombre alto, bien parecido, un poco seco, de porte noble y severo, buenas pantorrillas, dos puntitos rojos en la sien derecha… ¿Así que habéis servido en el ejército?
JACQUES.—¡Y tanto que he servido!
MESONERA.—Por ello os aprecio aún más, a buen seguro que os quedan cualidades de vuestro primer estado. Bebamos a la salud de vuestro capitán.
JACQUES.—Si es que vive todavía.
MESONERA.—Muerto o vivo, ¿qué más da? ¿Acaso un militar no está hecho para que lo maten? ¿Es que no ha de darle rabia, después de diez asedios y cinco o seis batallas, ir a morir en medio de esa gentuza enlutada?… Pero volvamos a nuestra historia y bebamos aún otro trago.
AMO.—A fe mía, bella mesonera, que no os falta razón.
MESONERA.—Cuánto me place que así penséis.
AMO.—Es que vuestro vino es excelente.
MESONERA.—¡Ah! ¿Conque es de mi vino de lo que habláis? Bueno, pues también en eso tenemos razón. ¿Os acordáis por dónde estábamos?
AMO.—Sí, en la conclusión de la más pérfida de las confidencias.
MESONERA.—El marqués de los Arcis y la señora de La Pommeraye se abrazaron, encantados el uno del otro, y se separaron. Si mucho había sido el esfuerzo de la dama por contenerse, tanto más violento fue el dolor, luego que el marqués se hubo marchado. «¡Así que todo es cierto —exclamaba sollozando— ya no me ama!» No voy a contaros con detalle las extravagancias de las mujeres cuando nos abandonan, os pondríais harto vanidosos. Os dije que aquella mujer era orgullosa, pero también era, aún más, vindicativa. En cuanto se le calmaron los primeros furores y pudo gozar plenamente de su indignación, pensó en vengarse, pero vengarse de cruel manera, una venganza que espantara a todos aquellos que en el futuro estuvieran tentados de seducir y engañar a una mujer honesta. Y se vengó, muy duramente que se vengó. Su venganza produjo escándalo y no sirvió para que nadie se enmendara; no por eso hemos sido menos vilmente seducidas y engañadas desde entonces.
JACQUES.—Pase por las demás, ¡pero vos!
MESONERA.—¡Ay, también yo la primera, por desgracia! ¡Cuán necias somos las mujeres! ¡Y si aun esos malvados hombres salieran ganando con el cambio! En fin, dejemos eso… Piensa la marquesa qué va a hacer, vacila, no lo ha decidido, lo cavilará, lo está cavilando ya…
JACQUES.—¿Y si mientras está cavilando…?
MESONERA.—Decís bien. Pero las dos botellas están ya vacías… («.¡Jean!…» «Señora…» «¡Dos botellas de las que están reservadas al fondo del todo, detrás de los leños!» «Ya, ya entiendo.») A fuerza de pensar, vais a ver lo que se le ocurrió a la señora de La Pommeraye. Había conocido antaño a una mujer provinciana, obligada por un proceso a trasladarse a París con su hija, muchacha bella y bien educada; vino a saber que dicha mujer, arruinada por haber perdido el pleito, había acabado por poner un garito donde se jugaba, se cenaba y, por lo común, uno o dos de los clientes se quedaban a pasar la noche con la madre o la hija, a elegir.
»La marquesa puso a uno de sus domésticos en busca de aquellas desdichadas. Una vez que las encontraron, fueron invitadas a visitar a la señora de La Pommeraye, de quien apenas se acordaban. No se hicieron de rogar aquellas mujeres, que se habían ahora dado el nombre de señora y señorita D’Aisnon: al día siguiente, la madre fue a ver a la marquesa. Tras los primeros cumplidos, la señora de La Pommeraye preguntó a la D’Aisnon qué era de ella y qué hacía desde que perdiera su proceso, a lo cual contestó ésta:
»—Para hablaros con toda sinceridad, ejerzo un oficio peligroso, infame, poco lucrativo y que me repugna, pero la necesidad fuerza incluso la ley. Yo estaba casi decidida a meter a mi hija en la Ópera, sólo que tiene una vocecita de cámara y nunca ha pasado de ser una mediocre bailarina. Por todas partes la llevé después de mi pleito, a casa de magistrados, de nobles, de prelados, de financieros, que se avenían a tenerla por un tiempo y luego la dejaban plantada. No es que mi hija no sea bella como un ángel y que no tenga finura y gracia, pero no posee ningún sentido del libertinaje ni la menor de esas particulares prendas capaces de reanimar la dejadez de los hombres hastiados. En mi casa recibo a jugar y a cenar, y por la noche el que quiere quedarse, se queda. Lo que más nos ha perjudicado es que mi hija se encalabrinó con un curita impío, incrédulo, disoluto, hipócrita, antifilósofo, cuyo nombre no he de deciros; os diré sólo que es el último venido de todos esos que, para llegar al episcopado, han tomado el camino más seguro y también el que requiere menos talento. Yo no sé qué podría contarle a mi hija, todas las mañanas venía a leerle las páginas que le iban a valer el almuerzo, la cena, las destinadas a la rapsodia… ¿Llegará o no llegará a ser obispo? Por fortuna se enfadaron, una vez que mi hija le preguntó si conocía a aquellos contra quienes escribía, y el abate le contestó que no; si él tenía otros sentimientos diferentes de aquellos que ridiculizaba en sus panfletos, y el curita contestó que no. Mi hija se dejó llevar por su temperamento vivo y le hizo ver que estaba comportándose como el más falso y malvado de los hombres.
»La señora de La Pommeraye inquirió si eran ellas muy conocidas, y la D’Aisnon respondió:
»—Demasiado conocidas, por desgracia.
»—Así, pues, según veo no estáis muy satisfecha de vuestra situación.
»—No lo estoy en absoluto, en cuanto a mi hija todos los días se lamenta que la más desdichada de las condiciones le parece preferible a la suya, y ha cobrado una melancolía que contribuye a que se alejen de ella…
»—¿Y si yo me propusiera proporcionaros a la una y a la otra una suerte de las más brillantes, aceptaríais?
»—Y menos que eso también.
»—Pero tengo que saber con seguridad si podréis prometerme que acataríais rigurosamente los consejos que yo os diera.
»—Sean cuales fueren, tenedlo por seguro.
»—¿Y estaréis a mis órdenes cuando me plazca?
»—Con impaciencia las esperaremos.
»—Eso me basta. Volved a vuestra casa, no tardaréis en recibir las primeras instrucciones. Entretanto, deshaceos de vuestros muebles, vendedlo todo, no os quedaréis ni con vuestros vestidos si es que son llamativos, pues eso se avendría mal con las miras que tengo.
Jacques, que empezaba a prestar atención, dijo a la posadera:
—¿Y si bebiéramos a la salud de la marquesa de La Pommeraye?
MESONERA.—Con mucho gusto.
JACQUES.—Y a la salud de la señora D’Aisnon.
MESONERA.—Hecho.
JACQUES.—Y no me rehusaréis un brindis por la señorita D’Aisnon, que posee una bonita voz de cámara, escaso talento para la danza y una melancolía que la tiene reducida a la triste necesidad de aceptar un nuevo amante cada noche.
MESONERA.—No os burléis, que no hay nada más atroz. ¡Si supierais el suplicio que eso significa cuando no hay amor!…
JACQUES.—Por la señorita D’Aisnon y a causa de su suplicio…
MESONERA.—Ahí va.
JACQUES.—Señora nuestra huéspeda, ¿amáis vos a vuestro marido?
MESONERA.—No mucho…
JACQUES.—Pues bien digna sois de compasión, que vuestro marido parece muy rozagante.
MESONERA.—No es oro todo lo que reluce…
JACQUES.—Bebamos por la buena salud de nuestro posadero.
MESONERA.—En eso, bebed solo.
AMO.—Jacques, Jacques, amigo mío, vas muy aprisa en tus brindis…
MESONERA.—No temáis, señor, es un vino leal y mañana estaréis como si tal cosa.
JACQUES.—Puesto que mañana no hemos de notarlo, y que esta noche yo no hago gran caso a mi razón, mi amo, mi bella mesonera, un trago más a la salud de alguien, de alguien que me preocupa mucho: el curita de la señorita D’Aisnon.
MESONERA.—Eso sí que no, señor Jacques, un hipócrita, un ambicioso, un ignorante, un calumniador, un intolerante… Pues así es, creo, como se los llama a quienes degollarían de buena gana a cualquiera que no piense como ellos.
AMO.—Es que no sabéis, posadera, que Jacques, aquí presente, es una especie de filósofo y que hace infinito caso a esos imbéciles de poca monta que se deshonran a sí mismos y a la causa que tan mal defienden. Dice Jacques que su capitán los llamaba el antídoto de los Huet, de los Nicole, de los Bossuet… No entendía nada de eso, ni vos tampoco… ¿Vuestro marido se ha acostado?
MESONERA.—Buen rato hace ya.
AMO.—¿Y os deja charlar así como así?
MESONERA.—Los maridos se acostumbran… Bueno, pues la señora de La Pommeraye monta en su carroza, recorre los arrabales más alejados del barrio de la D’Aisnon, alquila un pisito en una casa honesta, cerca de la parroquia, la hace amueblar con la mayor sencillez posible, invita a la madre y a la hija a cenar, y las instala en la casa el mismo día o pocos días después, no sin dejarles un manual de la conducta que han de observar.
JACQUES.—Señora, hemos olvidado beber a la salud de la señora de La Pommeraye y a la del marqués de los Arcis. ¡Eh!, eso no es decente.
MESONERA.—Bebed, bebed, señor Jacques, la bodega no está vacía… He aquí en qué consistía ese manual, al menos lo que yo recuerdo:
»No frecuentar los paseos públicos, pues hay que impedir que os descubran.
»No recibir a nadie, ni siquiera a vuestros vecinos y vecinas, porque es necesario que aparentéis el mayor recato.
»Vestir, desde mañana mismo, hábitos de devotas, pues conviene que se os tome por tales.
»No tener en vuestra casa más libros que los de devoción, que nada ha de haber en torno vuestro que pueda traicionaros.
»Seguir con la mayor asiduidad los oficios de la parroquia, tanto los días festivos como los laborables.
»Intrigar cuanto haga falta para tener entrada en el locutorio de algún convento: el cotilleo de las reclusas no dejará de sernos útil.
»Trabar estrechas relaciones con el párroco y con todos los sacerdotes de la parroquia, porque podremos tener necesidad de su testimonio.
»No recibir habitualmente a ninguno de ellos.
»Confesar y comulgar por lo menos dos veces al mes.
»Volver a usar vuestro apellido verdadero, porque es honrado y porque, tarde o temprano, se harán averiguaciones en vuestra provincia.
»Dar de vez en cuando pequeñas limosnas, pero no recibir ninguna, bajo ningún pretexto: conviene que no se sepa si sois pobres o ricas.
»Hilar, coser, tejer punto, bordar, y dar a vender vuestras labores a las damas de la caridad.
»Vivir con la mayor sobriedad, dos comidas ligeras y nada más.
»Vuestra hija no saldrá nunca sin vos, ni vos sin ella. No desdeñar ningún medio para ganar en consideración con el menor dispendio posible. Sobre todo, lo repito, que no haya nunca en vuestra casa ni curas, ni frailes, ni beatas.
»Iréis por la calle con los ojos bajos, y en la iglesia no miraréis sino a Dios. Comprendo que esta vida es austera, pero no ha de prolongarse y os prometo a cambio la más singular recompensa. Reflexionad, consultaos las dos: si estas obligaciones os parecen desmedidas para vuestras fuerzas, no dudéis en decírmelo, no por ello me voy a sorprender ni a ofender. ¡Ah! Olvidaba deciros que sería muy atinado que os familiarizarais con el vocabulario del misticismo y que la historia del Antiguo y el Nuevo Testamento llegara a seros familiar, con el fin de que se os tome por devotas de siempre. Podéis haceros jansenistas o molinistas, como os plazca, lo mejor será seguir la opinión de vuestro párroco. No dejéis nunca, en cualquier ocasión y venga o no a cuento, de despotricar contra los filósofos; proclamad que Voltaire es el Anticristo, aprendeos de memoria el libro de doctrina del abate aquel que me dijisteis y, si es preciso, llevadlo encima…
Aún añadió la señora de La Pommeraye: «Yo no he de veros en vuestra casa, pues no soy digna del trato de tan santas mujeres; pero no tengáis la menor inquietud: vendréis aquí clandestinamente de vez en cuando y nos desquitaremos, en la intimidad, de vuestro régimen de penitentes. Mas no vayáis, fingiendo la devoción, a enredaros en ella. En cuanto a vuestros pequeños gastos domésticos, correrán de mi cuenta. Si mi proyecto sale bien, no tendréis ya necesidad de mí; si fallara sin que tengáis culpa ninguna de las dos, soy lo bastante rica para aseguraros un estado honesto y mejor que aquel que sacrificasteis por mí. Pero ante todo, sumisión, sumisión absoluta, ilimitada, a mi voluntad, de no ser así, no respondo de nada en el presente ni me comprometo a nada para el futuro».
AMO.—(Sirviéndose de su tabaquera y mirando en su reloj qué hora es.) ¡Tremenda mentalidad la de esa mujer! ¡Dios me guarde de encontrar una que se le parezca!
MESONERA.—Paciencia, paciencia, que todavía no la conocéis bien.
JACQUES.—Mientras esperamos, hermosa mía, ¿y si le dijéramos algo a la botella?
MESONERA.—Señor Jacques, a lo que veo, mi vino de Champagne me embellece a vuestros ojos.
AMO.—Me acucia desde hace tan largo rato el deseo de haceros una pregunta, quizá indiscreta, que ya no puedo aguantar más.
MESONERA.—Haced vuestra pregunta.
AMO.—Tengo por seguro que vos no habéis nacido en un mesón.
MESONERA.—Es cierto.
AMO.—Que, siendo de un rango más elevado, os habéis visto obligada por circunstancias extraordinarias…
MESONERA.—Lo reconozco.
AMO.—¿Y si suspendiéramos por un momento la historia de la señora de La Pommeraye y…?
MESONERA.—No puede ser. Yo cuento de buena gana las aventuras de los demás, pero no las mías. Contentaos con saber que fui educada en Saint-Cyr,[18] donde leí poco el Evangelio y mucho de novelerías. De la abadía real a esta posada que ahora tengo, hay largo trecho.
AMO.—Con eso me basta. Considerad que nada os dije.
MESONERA.—En tanto que nuestras dos devotas se entregaban a las prácticas más edificantes, y que se extendía-por doquier el olor de su santidad y de sus piadosas costumbres, la señora de La Pommeraye observaba para con el marqués las demostraciones exteriores de la estima, de la confianza más perfecta. Siempre bien recibido, nunca reconvenido ni tratado con despego, incluso tras largas ausencias; él le contaba a ella todas sus afortunadas aventurillas y la marquesa parecía divertirse sinceramente al escucharlas. En ocasión de alguna conquista difícil, le daba buenos consejos; de vez en cuando dejaba caer alguna palabra acerca de boda, pero en un tono tan desinteresado que nadie hubiera podido sospechar que hablase por ella misma. Si el marqués le dirigía algunas de esas frases tiernas o galantes que no se pueden evitar con una mujer a quien se ha conocido íntimamente, ella ora sonreía, ora hacía como si no las oyera. A lo que parecía, su corazón estaba muy apacible y, cosa que jamás hubiera imaginado, sentía que un amigo como él bastaba para hacerla feliz. Y luego, no era ya muy joven y sus gustos y apetencias se habían mitigado mucho. El marqués la instaba:
»—¿Qué, no tenéis nada que confiarme?
»—Pues no…
»—¿Y aquel condesito, amiga mía, que tan vivamente os acosaba en tiempos de mi reinado?
»—Le he cerrado mi puerta y ya no le veo.
»—¡Qué extravagancia! ¿Y por qué haberle alejado?
»—Es que no me place.
»—¡Ah, señora! Creo adivinaros: todavía me amáis.
»—Bien pudiera ser.
»—Contáis con que yo vuelva.
»—¿Por qué no?
»—Y os reserváis todas las ventajas de una conducta irreprochable.
»—Así lo creo.
»—Y si yo tuviera la dicha o la desdicha de volver, vos tendríais al menos el mérito del silencio que guardaríais sobre mis faltas.
»—Muy delicada y generosa me creéis.
»—Amiga mía, después de lo que habéis hecho, no hay ninguna clase de heroísmo del que no seáis capaz.
»—No me disgusta que así lo penséis.
»—A fe mía que junto a vos corro el mayor peligro, por bien seguro lo tengo.
JACQUES.—Y también yo.
MESONERA.—Hacía unos tres meses que en tal punto estaban cuando la señora de La Pommeraye creyó que había llegado el momento de poner en juego sus grandes recursos. Un día de verano que hacía muy buen tiempo y que esperaba al marqués para comer, hizo avisar a la D’Aisnon y a su hija que fuesen al Jardín del Rey. Llegó el marqués, almorzaron temprano y no sin buen humor, y así que hubieron terminado, la señora de La Pommeraye propuso al marqués salir a dar un paseo, si no tenía nada más agradable que hacer. Aquel día no había ópera ni comedia, fue el marqués quien lo advirtió y, para resarcirse, a falta de un espectáculo divertido, con otro de índole útil, quiso el azar que fuese el propio marqués quien invitase a la marquesa a ver el Gabinete del Rey. Ya podéis imaginar que la invitación no fue rehusada. Enganchados los caballos al carruaje, salen; llegan al Jardín del Rey, se mezclan con la muchedumbre, mirándolo todo sin ver nada, como cada cual.
Lector, se me había olvidado describiros la situación en que se hallan mis tres personajes: Jacques, su amo y la mesonera. Faltando a esa atención, habéis estado oyéndolos hablar, pero no los habéis visto. Más vale tarde que nunca. El amo está a la izquierda, en bata y gorro de dormir, repantingado a sus anchas en un gran sillón tapizado, el pañuelo echado sobre el brazo del sillón y su tabaquera en la mano. La mesonera, hacia el fondo, enfrente de la puerta y cerca de la mesa, con el vaso delante de ella; y Jacques, destocado, a su derecha, con los dos codos apoyados en la mesa y la cabeza inclinada entre dos botellas. Hay otras dos vacías en el suelo, a su lado.
—Al salir del Gabinete del Rey, el marqués y su buena amiga pasaron por el jardín. Según iban por la primera avenida a mano derecha de la entrada, cerca de la escuela de botánica, la señora de La Pommeraye exclama de pronto con sorpresa: «No me equivoco, paréceme que son ellas… Sí, no cabe duda, ellas son».
»Y así diciendo, se separa del marqués y va al encuentro de nuestras dos devotas. La hija estaba preciosa con su sencillo atavío que, al no atraer la mirada, dejaba centrar toda la atención en su persona.
»—¡Ah! ¿Sois vos, señora?
»—Sí, yo soy.
»—¿Y cómo estáis? ¿Qué es de vos? Hace una eternidad que no nos vemos.
»—Ya sabéis nuestras desdichas; necesario fue resignarse y vivir retiradas cual convenía a nuestra menguada fortuna: salir del mundo ya que no puede una seguir mostrándose con decoro.
»—¡Pero vamos, dejarme a mí! Bien sabéis que no soy mundana y que siempre tuve la cordura de encontrar la mundanería tan aburrida como en realidad es.
»—Uno de los inconvenientes del infortunio es la desconfianza que inspira: los indigentes temen ser inoportunos.
»—¡Inoportunas vos para mí! Tan sólo sospecharlo es un agravio.
»—Señora —dijo la hija—, yo soy por completo inocente, diez veces os he traído a la memoria de mi madre, mas ella me aseguraba: la señora de La Pommeraye, ni ella ni nadie, hija mía, se acuerda ya de nosotras.
»—¡Qué injusticia! Sentémonos y hablaremos un poco. Os presento al marqués de los Arcis, que es mi amigo, su presencia no nos incomodará. ¡Cómo ha crecido esta señorita! ¡Y qué linda se ha puesto desde que no nos vemos!
»—Nuestra actual posición tiene la ventaja de privarnos de todo lo que perjudica a la salud: mirad su rostro, mirad sus brazos: gracias a la vida frugal y regular, al sueño, al trabajo, a la buena conciencia… Menos mal que algo vale eso…
»Se sentaron, charlaron amistosamente. La D’Aisnon madre habló bien, la D’Aisnon hija habló poco. El tono de la una y de la otra fue el de la devoción, pero con naturalidad, sin gazmoñería. Mucho antes de que cayera la noche, las dos devotas se levantaron y, aunque les hicieron notar que era temprano, la madre dijo al oído de la marquesa, pero bastante alto, que tenían un ejercicio piadoso que cumplir y por eso les era imposible demorarse por más tiempo. Se hallaban ya a alguna distancia, cuando la señora de La Pommeraye se reprochó no haberles preguntado sus señas y no haberles dado las suyas. “Falta es ésa que no hubiera yo cometido antaño.” Corrió el marqués para repararla: ellas aceptaron el recado de la señora de La Pommeraye, pero el marqués no logró, por más que insistió, obtener su dirección, y no se atrevió a ofrecerles su coche, aunque le confesó a la marquesa que tentado estuvo de hacerlo.
»Por descontado que el marqués no tardó en preguntar a la señora de La Pommeraye quiénes eran aquellas dos mujeres.
»—Son dos criaturas más venturosas que nosotros. ¡Ved de qué buena salud gozan! ¡La serenidad que impregnan sus rostros! ¡La inocencia, la decencia que dictan sus palabras! No se ven casos así, no se oye hablar de tal suerte en nuestros círculos. Nosotros compadecemos a quienes sienten tanta devoción, pero los devotos nos compadecen a nosotros y, bien mirado, me inclino a creer que son ellos los que tienen razón.
»—Pero, marquesa, ¿acaso os sentís tentada de haceros devota?
»—¿Y por qué no?
»—Tened cuidado, por favor, yo no querría que nuestra ruptura, si así puede llamarse, os llevara a tal extremo.
»—¿Preferiríais que volviera a abrir mi puerta al condesito?
»—Eso sería mucho mejor.
»—¿Y vos me lo aconsejaríais?
»—Sin dudarlo…
»La señora de La Pommeraye contó al marqués cuanto sabía acerca del nombre, la provincia, la primera condición y el proceso de las dos piadosas mujeres, y luego añadió, poniendo todo el interés y el patetismo de que fue capaz:
»—Son dos mujeres de un raro mérito, la hija sobre todo. Ya podéis imaginar que con un palmito como el suyo, no les habría faltado de nada si hubieran querido explotarlo… Pero ellas han preferido una honesta modicidad a una holgura deshonesta. Lo que les queda es tan poca cosa que no sé, en verdad, cómo se las componen para subsistir. Las dos trabajan día y noche. Soportar la indigencia, cuando en ella se ha nacido, eso saben hacerlo multitud de personas; pero pasar de la opulencia a la mayor estrechez y ser capaz de contentarse, de encontrar incluso felicidad en ello, eso es lo que no acierto a comprender. Ahí tenéis para lo que sirve la religión. Por más que se empeñen nuestros filósofos en lo contrario, la religión es una buena cosa.
»—Sobre todo para los desdichados.
»—¿Y quién no lo es, en mayor o menor grado?
»—¡Que me aspen si no os estáis volviendo devota!
»—¡Pues sí que sería gran desgracia! Esta vida es tan poca cosa comparada con la eternidad que nos aguarda…
»—Pero habláis ya como una misionera.
»—Hablo como una mujer convencida. A ver, marqués, respondedme sinceramente: ¿no aparecerían a nuestros ojos todas las riquezas que poseemos como pobres harapos si estuviéramos más persuadidos de la esperanza de otros bienes y del temor de muchas penalidades en otra vida? Corromper a una doncella o una mujer amante de su marido, estando en la creencia de que es posible morir entre sus brazos y caer por ello en suplicios eternos, habéis de convenir que sería el más increíble de los delirios.
»—Cosa es, sin embargo, que se hace todos los días.
»—Es que ya carecemos de fe, se vive en el desvarío.
»—Porque nuestras creencias religiosas influyen poco en nuestras costumbres. Pero os juro, amiga mía, que vais derechita al confesonario.
»—Pues no podría hacer nada mejor.
»—Vamos, vamos, estáis loca; os queda todavía una veintena de años para cometer lindos pecados: no los desperdiciéis; siempre podréis luego arrepentiros y hacer gala de ello arrodillada ante el cura, si os viene en gana… Mas nuestra conversación está tomando un cariz harto serio, vuestra imaginación se vuelve tremendamente sombría y eso es a causa de la abominable soledad en que os estáis sumergiendo. Creedme, amiga mía, haréis bien en llamar cuanto antes al condesito, ya no veréis ni diablo, ni infierno, y volveréis a ser tan encantadora como antes. Teméis que yo os lo vaya a reprochar, si es que algún día nos unimos de nuevo, pero puede ser que no nos arreglemos nunca más, y por una aprensión bien o mal fundada os priváis del más dulce de los placeres; y en verdad que el honor de valer más que yo no merece tal sacrificio.
»—Decís bien, y en verdad no son esas consideraciones las que me cohíben…
Y se dijeron aún muchas otras cosas, de las que yo no me acuerdo.
JACQUES.—Querida mesonera, bebamos un trago: eso refresca la memoria.
MESONERA.—Bebamos ese trago… Al cabo de unas vueltas por las avenidas del jardín, la señora de La Pommeraye y el marqués volvieron al carruaje y dijo ella:
»—¡Qué vieja me hace! Cuando vino a París no levantaba así del suelo.
»—¿Os referís a la hija de esa dama que hemos encontrado en el paseo?
»—Sí. Ocurre como en un vergel: las rosas marchitas dejan lugar a los capullos. ¿La habéis mirado bien?
»—No me he privado de ello.
»—¿Y cómo la encontráis?
»—Es la cabeza de una madona de Rafael con el cuerpo de su Galatea; y además, ¡una dulzura de voz!
»—¡Una modestia en la mirada!
»—¡Un recato en los modales!
»—Una decencia en las palabras que nunca advertí en ninguna muchacha como en ésta. Ésos son los efectos de la educación.
»—Cuando se ejerce en un buen terreno natural.
»El marqués dejó a la señora de La Pommeraye a la puerta de su casa, y la dama se apresuró a comunicar a las dos devotas cuán satisfecha estaba por la forma en que habían representado sus papeles.
JACQUES.—De seguir tal como han comenzado, así fueseis el diablo, señor marqués de los Arcis, apuesto a que no vais a salir bien librado…
AMO.—Me gustaría saber cuáles son sus proyectos.
JACQUES.—Pues a mí me enojaría saberlo, eso lo estropearía todo.
MESONERA.—A partir de aquel día, el marqués se hizo más asiduo en casa de la señora de La Pommeraye, la cual no dejó de notarlo, aunque no le preguntó el motivo. Nunca era ella la primera en sacar el tema de las dos devotas: esperaba a que él lo abordase, cosa que hacía siempre el marqués con impaciencia y mal disimulada indiferencia.
»MARQUÉS.—¿Habéis visto a vuestras amigas?
»SEÑORA DE LA POMMERAYE.—No.
»MARQUÉS.—Pues eso no está nada bien… Vos sois rica, ellas se encuentran necesitadas y ¡ni siquiera las invitáis de vez en cuando a comer!
»SEÑORA DE LA POMMERAYE.—Yo creía que me conocía mejor mi amigo el marqués: antaño, el amor me prestaba virtudes, hogaño la amistad me pone defectos. Diez veces las he invitado a venir, ni una sola he conseguido que vengan. Invocan muy singulares ideas para rehusar venir a mi casa, y cuando voy yo a visitarlas, tengo que dejar mi carroza a la entrada de la calle, y debo ir vestida con traje de andar por casa, sin afeites ni joyas. No hay que extrañarse demasiado de tanta circunspección: un informe falso bastaría para alienar el juicio de ciertas personas bienhechoras y las privaría de sus socorros. ¡Ay, marqués! Al parecer, mucho cuesta hacer el bien.
»MARQUÉS.—Y más a los devotos.
»SEÑORA DE LA POMMERAYE.—Puesto que el más mínimo pretexto basta para dispensarlos de ello. Si se supiera que yo me intereso por esas buenas mujeres, no tardaría en correrse la voz: la señora de La Pommeraye las protege, no carecen de nada… y no faltaría más para suprimirles las limosnas.
»MARQUÉS.—¡Las limosnas!
»SEÑORA DE LA POMMERAYE.—¡Sí, señor, las limosnas!
»MARQUÉS.—¿Son conocidas vuestras y están viviendo de la caridad?
»SEÑORA DE LA POMMERAYE.—Una vez más, marqués, veo que no me amáis y que una parte de vuestra estima se esfumó con vuestra ternura. ¿Quién os dice que si esas mujeres estuvieran en la extrema necesidad de las limosnas de la parroquia, había de ser por mi culpa?
»MARQUÉS.—Perdón, señora, mil perdones, reconozco mi torpeza. Mas ¿qué razón puede haber para rechazar la generosidad de, una amiga?
»SEÑORA DE LA POMMERAYE.—¡Ah marqués! ¡Qué lejos estamos nosotros, las gentes de mundo, de conocer los delicados escrúpulos de las almas recatadas! Esas personas no creen poder aceptar socorro indistintamente de cualquier bienhechor.
»MARQUÉS.—Pues es privarnos del mejor medio para expiar nuestras locas disipaciones.
»SEÑORA DE LA POMMERAYE.—De ninguna manera. Supongamos, por ejemplo, que el marqués de los Arcis se sintiera movido a compasión por esas mujeres: ¿por qué no habría de hacer pasar sus socorros a través de manos más dignas?
»MARQUÉS.—Y menos seguras.
»SEÑORA DE LA POMMERAYE.—Pudiera ser.
»MARQUÉS.—Decidme, si yo les enviara una veintena de luises, ¿creéis que me los rechazarían?
»SEÑORA DE LA POMMERAYE.—Segura estoy de que así sería. ¿Y esa negativa os parecería fuera de lugar en una madre que tiene tan encantadora hija?
»MARQUÉS.—¿Sabéis que tentado estuve de ir a verlas?
»SEÑORA DE LA POMMERAYE.—Sí que lo creo. Marqués, marqués, cuidado con lo que hacéis… Vuestro movimiento de compasión me parece harto súbito y sospechoso.
»MARQUÉS.—Sea como fuere, ¿me habrían recibido?
»SEÑORA DE LA POMMERAYE.—¡Ciertamente que no! Con lo espléndido de vuestro carruaje, de vuestros atavíos, de vuestros lacayos, y con los encantos de la joven, no habría faltado más para fomentar las habladurías de vecinos y vecinas, y eso las perdería.
»MARQUÉS.—Me afligís, amiga mía, pues no era ciertamente ésa mi intención. ¿Habrá, pues, que renunciar a socorrerlas y a verlas?
»SEÑORA DE LA POMMERAYE.—Me temo que sí.
»MARQUÉS.—¿Y si yo les hiciera llegar mis socorros por vuestra intercesión?
»SEÑORA DE LA POMMERAYE.—No creo que esos socorros sean lo suficientemente puros para encargarme del menester.
»MARQUÉS.—¡Qué crueldad!
»SEÑORA DE LA POMMERAYE.—Sí, crueldad es la palabra.
»MARQUÉS.—¡Qué suposición! Marquesa, os burláis de mí. Una muchacha a la que no he visto sino una sola vez…
»SEÑORA DE LA POMMERAYE.—Pero que es de las pocas que, en habiéndolas visto, ya no pueden olvidarse.
»MARQUÉS.—Verdad es que rostros como ése os persiguen…
»SEÑORA DE LA POMMERAYE.—¡Andad con cuidado, marqués, andad con cuidado! Os estáis preparando pesares, y antes prefiero tener que advertiros ahora que consolaros luego. No vayáis a confundir a esta doncella con las mujeres que habéis conocido: no se parecen en nada. A ésta no se la puede abordar, ni tentar, ni seducir, no presta oídos, nada se obtiene de ella.
»Tras esta conversación, el marqués recordó de improviso que tenía algo que hacer urgente, se levantó bruscamente y se marchó preocupado.
»Durante bastante tiempo, no pasó casi un solo día sin que el marqués fuera a ver a la señora de La Pommeraye, mas cuando llegaba se limitaba a sentarse y guardar silencio; sólo ella hablaba; al cabo de un cuarto de hora, el marqués se levantaba y se iba. Se eclipsó luego durante casi un mes, pasado el cual reapareció, pero todo triste, melancólico, descompuesto. Al verlo, díjole la marquesa:
»—¡Qué mal aspecto tenéis! ¿De dónde salís? ¿Es que habéis estado todo este tiempo dedicado a citas galantes en una petite maison?[19]
»MARQUÉS.—A fe mía, que más o menos así ha sido. Por desesperación me he precipitado al libertinaje más desenfrenado.
»SEÑORA DE LA POMMERAYE.—¡Cómo! ¿Por desesperación?
»MARQUÉS.—Sí, por desesperación…
»Y tras aquella confesión se puso a deambular arriba y abajo, sin decir palabra. Iba hasta los ventanales, miraba al cielo, se detenía ante la señora de La Pommeraye; se dirigía a la puerta y llamaba a sus lacayos sin tener nada que decirles; los despedía; volvía a entrar; se acercaba de nuevo a la marquesa, que hacía labor sin prestarle atención; intentaba hablar pero no se atrevía. Por fin, la señora de La Pommeraye se apiadó y le dijo:
»—¿Qué os sucede? Ha pasado un mes sin veros, reaparecéis con un semblante de desenterrado y no hacéis sino dar vueltas como alma en pena.
»MARQUÉS.—Ya no puedo más, tengo que decíroslo todo. La hija de vuestra amiga me ha causado una fuerte impresión; he hecho todo, lo que se dice todo, por olvidarla y cuanto más he hecho, más he pensado en ella. Esa criatura angelical me tiene obsesionado. Hacedme un favor grandísimo.
»SEÑORA DE LA POMMERAYE.—¿Qué favor?
»MARQUÉS.—Es absolutamente necesario que la vuelva a ver y que a vos os lo deba. He puesto a mis espías en acción y me traen esto: todas sus idas y venidas se reducen a ir de su casa a la iglesia y de la iglesia a su casa. Diez veces me he presentado a pie en su camino, y ni siquiera repararon en mí; me he plantado a su puerta y ha sido inútil. Primero me volvieron lúbrico como un mono; luego, devoto como un ángel. Desde hace quince días no he faltado a misa ni una sola vez. ¡Ah, amiga mía, qué rostro el suyo! ¡Qué bella es!
»La señora de La Pommeraye estaba al corriente de todo eso, y respondió así al marqués:
»—¿Es decir, que luego de haberlo intentado todo para curaros, no habéis omitido nada para enloquecer, y es esto último lo que ha prevalecido?
»MARQUÉS.—Y de tal suerte, que no sabría yo deciros hasta qué punto. ¿No vais a apiadaros de mí y no os deberé a vos la dicha de volver a verla?
»SEÑORA DE LA POMMERAYE.—Difícil empeño es ése, pero acepto ocuparme con una condición: que dejéis en paz a esas infortunadas y ceséis de atormentarlas. No he de ocultaros que me han escrito amargamente acerca de vuestra persecución, aquí está su carta…
»La carta que dio a leer al marqués había sido concertada entre ellas. Era la hija quien parecía haberla escrito a instancias de la madre, y habían puesto en la misiva honestidad, dulzura, sentimiento, elegancia e ingenio, todo cuanto pudiera trastornar la cabeza del marqués; así es que éste acompañaba cada palabra de una exclamación. No hubo frase que no releyera el marqués, lloraba de júbilo y le decía a la señora de La Pommeraye:
»—Habéis de reconocer, señora, que no se puede escribir mejor.
»SEÑORA DE LA POMMERAYE.—Lo reconozco.
»MARQUÉS.—Y que a cada línea se siente uno penetrado de admiración y de respeto por mujeres de tanto carácter.
»SEÑORA DE LA POMMERAYE.—Así debiera ser.
»MARQUÉS.—Yo mantendré mi palabra, mas cuidad vos, os lo suplico, de no faltar a la vuestra.
»SEÑORA DE LA POMMERAYE.—En verdad, marqués, que debo estar tan loca como vos mismo. Mucho ascendiente habéis tenido que conservar sobre mí, y eso me espanta.
»MARQUÉS.—¿Cuándo volveré a verla?
»SEÑORA DE LA POMMERAYE.—No lo sé. Hay que ocuparse primero de los medios que hemos de poner para ese negocio y para evitar toda sospecha. Ellas no pueden ignorar vuestras pretensiones, así que buen cariz iba a tener mi complacencia ante sus ojos si llegaran a imaginar que actúo de consuno con vos… Pero, marqués, entre nosotros, ¿qué necesidad tengo yo de esta incumbencia? ¿Qué puede importarme que améis o que dejéis de amar, que os extraviéis? Desenredad vos mismo vuestro enredo. El papel que pretendéis hacerme representar es también harto singular…
»MARQUÉS.—¡Amiga mía, si vos me abandonáis, perdido estoy! No os hablaré de mí, pues sería ofenderos; pero he de suplicaros por esas interesantes y dignas criaturas a las que tanto apreciáis. Ya me conocéis, marquesa, ahorradles todas las locuras de que me sabéis capaz. Iré a su casa, sí, iré, os lo advierto; forzaré su puerta, entraré aunque me lo prohíban, me sentaré allí y no sé lo que diré ni lo que haré… ¿Es que no teméis nada del violento estado en que me hallo?
»Habréis notado, caballeros —dijo la mesonera—, que desde el comienzo de la aventura hasta aquel momento, el marqués de los Arcis no había pronunciado una palabra que no fuese una puñalada asestada en el corazón de la señora de La Pommeraye. La dama se ahogaba de indignación y de rabia; por eso, respondió al marqués con voz temblorosa y entrecortada:
»—Razón tenéis. ¡Ay, si yo hubiera sido amada de tal suerte, quizá entonces…! Mas dejemos eso… No voy a hacerlo por vos; mas espero al menos, marqués, que me daréis tiempo para actuar.
»MARQUÉS.—El más corto, el tiempo más corto posible.
JACQUES.—¡Ah, señora posadera, qué endemoniada mujer! Lucifer no puede ser peor. Me hace temblar y tengo que beber un trago para tranquilizarme… ¿Me dejaréis beber solo?
MESONERA.—Yo no tengo miedo alguno… La señora de La Pommeraye decía: «Yo sufro, pero no soy la única en sufrir. ¡Hombre cruel! Ignoro cuánto va a durar mi tormento, pero haré que el tuyo sea eterno». Le tuvo al marqués cerca de un mes en espera de la entrevista que había prometido, lo que quiere decir que le dejó sobrado tiempo para padecer y para embriagarse bien, y, so pretexto de endulzar la larga tardanza, le permitió que le hablara de su pasión.
AMO.—Y que así hablando se avivara.
JACQUES.—¡Qué mujer! ¡Qué demonio de mujer! Mesonera, mi espanto redobla.
MESONERA.—Iba, pues, el marqués a diario para hablar con la señora de La Pommeraye, que acababa de irritarlo, de empecinarlo y perderlo con los más artificiosos discursos. Le informaba del lugar de nacimiento, familia, educación, fortuna e infortunio de aquellas mujeres; una y otra vez insistía el marqués sin darse nunca por suficientemente informado ni bastante conmovido. La marquesa no dejaba de señalarle los progresos que hacían sus sentimientos y al socaire de pintarle los pavorosos extremos, de hecho le familiarizaba con ellos. «Andad con cuidado, marqués —le decía—, que ya vais demasiado lejos y puede llegar el día en que mi amistad, de la que hacéis tan insólito abuso, no encuentre excusa ni a mis propios ojos ni a los vuestros. No sería la primera vez que se cometieron aun mayores locuras. Marqués, mucho me temo que no podáis obtener a esa muchacha sino bajo unas condiciones que no han sido hasta ahora las de vuestro agrado.»
»Cuando la señora de La Pommeraye estimó que ya estaba el marqués a punto para el éxito de su maquinación, se puso de acuerdo con las dos mujeres para que fueran a almorzar a su casa, y con el marqués para que se presentara como por sorpresa, vestido en ropa de campo a fin de no levantar sospechas; y así lo hicieron.
»Estaban en el segundo plato cuando anunciaron al marqués. Éste, la señora de La Pommeraye y las dos D’Aisnon interpretaron magistralmente el papel de la turbación. “Señora —dijo el marqués—, acabo de llegar de mis tierras, se me ha hecho demasiado tarde para ir a mi casa, donde no me esperan hasta la noche, y quiero creer que me aceptaríais a almorzar.” Y así diciendo, cogió una silla y se sentó a la mesa. Se había dispuesto el cubierto de modo que el marqués se encontrara junto a la madre y enfrente de la hija; detalle delicado que agradeció con un guiño a la señora de La Pommeraye. Pasada la confusión embarazosa, del primer momento, nuestras dos devotas se tranquilizaron. Se habló en la mesa, reinó incluso la alegría. El marqués dio muestras de la mayor deferencia para con la madre y de la más reservada cortesía para con la hija. Era una secreta diversión para las tres mujeres el escrúpulo del marqués por no permitirse la menor palabra que pudiera atemorizarlas. Hasta tuvieron la crueldad de hacerle hablar de devoción durante tres horas seguidas. La señora de La Pommeraye le decía: “Vuestras palabras honran maravillosamente a vuestros padres, las primeras lecciones son las que nunca se olvidan. Comprendéis todas las sutilezas del amor divino, se diría que no os hubierais nutrido más que de san Francisco de Sales. ¿Acaso habéis sido un poco quietista?”. Y el marqués contestaba: “Ya no me acuerdo”.
»Huelga decir que las dos devotas pusieron en la conversación todo su caudal de gracia, ingenio, seducción y finura. Aludieron de paso al capítulo de las pasiones y la señorita Duquênoi (tal era su verdadero apellido) pretendió que tan sólo una era realmente peligrosa. El marqués abundó en esa opinión. Entre las seis y las siete, ambas mujeres se retiraron sin que fuera posible retenerlas. La señora de La Pommeraye y la Duquênoi arguyeron que primero era cumplir con la obligación, sin lo cual no pasaría día, por dulce que fuera, sin que la conciencia se alterase por el remordimiento. Así es que se marcharon, con gran sentimiento del marqués, y quedaron a solas él y la señora de La Pommeraye.
»SEÑORA DE LA POMMERAYE.—¡Bueno, marqués, no diréis que no extremo con vos mis bondades! No encontraríais en París una mujer que hiciera otro tanto.
»MARQUÉS (arrojándose a sus pies).—Lo reconozco, amiga mía, no hay quien os pueda comparar. Vuestra bondad me confunde: sois la única verdadera amiga que existe en el mundo.
»SEÑORA DE LA POMMERAYE.—¿Estáis seguro de que siempre valoraréis el precio de mis desvelos?
»MARQUÉS.—Un monstruo de ingratitud sería si lo menguara.
»SEÑORA DE LA POMMERAYE.—Cambiemos de tema. ¿Cómo se encuentra vuestro corazón?
»MARQUÉS.—Si he de ser sincero, os diré: o logro a esa muchacha, o perezco.
»SEÑORA DE LA POMMERAYE.—Sin duda la conseguiréis, pero hay que saber en calidad de qué.
»MARQUÉS.—Ya veremos.
»SEÑORA DE LA POMMERAYE.—Marqués, marqués, os conozco y las conozco a ellas: todo está visto.
»El marqués estuvo casi dos meses sin aparecer por casa de la señora de La Pommeraye y vais a ver cuáles fueron sus maniobras durante ese intervalo. Trabó conocimiento con el confesor de la madre y la hija (un amigo del joven abate de quien os hablé), y el cura, luego de oponer todas las hipócritas dificultades que pueden aducirse a una intriga deshonesta y vendiendo al más alto precio la santidad de su ministerio, se prestó a todos los manejos que quiso el marqués.
»La primera perversidad de aquel ministro del Señor fue neutralizar la benevolencia del cura párroco y persuadirle de que aquellas dos protegidas de la señora de La Pommeraye obtenían de la parroquia una limosna de la que privaban a otros indigentes más necesitados que ellas. Sus intenciones eran atraerlas a lo que se proponían haciéndolas vulnerables por la miseria.
»Se dedicó luego, desde el tribunal de la confesión, a sembrar la discordia entre madre e hija. Cuando la madre se dolía del comportamiento de la hija, agravaba los yerros de ésta y acuciaba el resentimiento de aquélla. Si era la hija la que se quejaba de su madre, insinuaba que la autoridad de los padres y madres sobre los hijos tiene un límite, y que si la persecución de la madre llegaba a cierto punto, tal vez no fuera imposible sustraerla a tan tiránica autoridad. Luego, les imponía por penitencia que volvieran a confesarse.
»En otra ocasión le hablaba a la muchacha de sus encantos, pero lo hacía sin pudor, insinuando que era uno de los más peligrosos regalos que Dios puede hacerle a la mujer. Le hablaba también de la impresión que ella había causado a un honesto caballero que no queda nombrar, pero no le sería difícil adivinar quién era. Y de ahí pasaba a la infinita misericordia divina y a su indulgencia para ciertas faltas impuestas por determinadas circunstancias; se refería a la debilidad de la naturaleza humana, para la que cada cual encuentra excusa en su propia conciencia; a la violencia de ciertas inclinaciones generalizadas, de las que ni los más sensatos varones se libran. Le preguntaba también si sentía ella malos deseos, si su temperamento no se manifestaba en sueños, si no la turbaba la presencia de los hombres. Esgrimía luego la cuestión de si una mujer debe o no ceder a la pasión de un hombre, dejando morir y condenarse a aquel por quien también fue derramada la sangre de Jesucristo, aunque él no se atrevía a dirimir. Y acababa dando profundos suspiros, levantando los ojos al cielo y rezando por el eterno descanso de las almas en pena… La muchacha lo dejaba hacer; su madre y la señora de La Pommeraye, a quienes ella daba fielmente cuenta de las palabras del confesor, le sugerían confidencias encaminadas a darle alas.
JACQUES.—Esa señora de La Pommeraye es una malvada mujer.
AMO.—Jacques, eso se dice pronto, pero ¿de dónde proviene su maldad? Del marqués. Pon que éste fuera tal como había jurado y como debiera ser, y dime si entonces encuentras un solo defecto a la señora de La Pommeraye. Cuando estemos de camino, tú harás de acusador contra ella y yo me encargaré de defenderla. En cuanto a ese sacerdote, vil y seductor, lo dejo de tu cuenta.
JACQUES.—Tan abyecto me parece que de esta hecha creo que no iré más a confesarme. ¿Y vos, mesonera?
MESONERA.—Por lo que a mí respecta, seguiré haciendo mis visitas a mi viejo párroco que no es curioso y no oye más de lo que se le dice.
JACQUES.—¿Y si bebiéramos a la salud de vuestro cura?
MESONERA.—Esta vez sí que os doy razón, pues se trata de un buen hombre; los domingos y los días de fiesta deja que bailen los muchachos y las muchachas y permite a los hombres y a las mujeres que vengan por aquí con tal que no salgan borrachos. ¡A la salud de mi párroco!
JACQUES.—¡A su salud!
MESONERA.—Nuestras damas no dudaban de que aquel siervo del Señor no iba a tardar en arriesgarse a entregar una carta a su joven penitente; y así lo hizo, pero ¡con cuánto tacto y miramientos! No sabía de quién era la misiva; no dudaba que venía de alguna alma bondadosa y caritativa que habría tenido conocimiento de su miseria y les ofrecía su socorro. No era la primera vez que le confiaban esta suerte de mensajes. «Por otra parte —decía—, sois dócil y vuestra madre es prudente, exijo que abráis la carta en su presencia.» La señorita Duquênoi aceptó y entregó la misiva a su madre, la cual inmediatamente le hizo llegar a la señora de La Pommeraye. Ésta, provista del escrito, mandó llamar al eclesiástico, lo abrumó con los reproches que merecía y amenazó con denunciarlo a sus superiores si volvía a oír hablar de él.
»En aquella carta, el marqués se deshacía en elogios sobre sí mismo y sobre la señorita Duquênoi, describía su pasión tan violenta como era, y hacía proposiciones comprometidas, incluso de llegar al rapto.
»Luego de haber amonestado al sacerdote, la señora de La Pommeraye llamó al marqués y le hizo ver cuán indigna de un caballero había sido su conducta y hasta qué punto la había a ella comprometido. Le mostró la carta y le aseguró que, a pesar de la tierna amistad que los unía, no podría por menos de presentarla ante un tribunal de justicia o ponerla en manos de la señora Duquênoi si alguna aventura escandalosa le acontecía a su hija. “¡Ah, marqués! —le dijo—. El amor os corrompe, no sois digno de vuestra cuna, pues el supremo hacedor de las grandes acciones no os inspira a vos sino envilecedoras. ¿Qué os han hecho esas pobres mujeres para añadir la ignominia a la miseria? ¿Es preciso que por ser esa doncella hermosa y querer seguir siendo virtuosa, hayáis de perseguirla? ¿Con qué derecho vais a hacerla detestar uno de los más preciosos regalos del cielo? ¿Y qué hice yo para merecer haberme convertido en vuestra cómplice? Vamos, marqués, arrojaos a mis pies, pedidme perdón y jurad que dejaréis en paz a mis desdichadas amigas…”. El marqués prometió que no volvería a tomar ninguna iniciativa sin su consentimiento, pero confesó que aquella muchacha había de ser suya al precio que fuera.
»Sin embargo, el marqués no cumplió en absoluto su palabra. La madre estaba enterada, así es que no vaciló en dirigirse a ella. Le confesó su criminal propósito, ofreció una suma considerable y formuló esperanzas que, con el tiempo, podrían realizarse. Su carta iba acompañada de un estuche con ricas alhajas.
»Las tres mujeres celebraron consejo. Madre e hija se inclinaban a aceptar, pero no era tal el cálculo de la señora de La Pommeraye. Les recordó el compromiso que con ella habían contraído y amenazó con revelarlo todo. Muy a pesar de las dos devotas, y más de la joven, que desabrochó de sus orejas unas arracadas que la favorecían mucho, estuche y misiva fueron devueltos con una respuesta llena de orgullo e indignación.
»La señora de La Pommeraye se dolió ante el marqués del escaso crédito que podía darse a sus promesas. El marqués se disculpó invocando la imposibilidad de proponerle a ella tan indecente encargo. “Marqués, marqués, ya os previne y ahora os lo repito: no estáis donde quisierais. Pero sobran los sermones, cuanto os predicara serían palabras perdidas, no queda ya recurso posible…”. Confesó el marqués que también él así lo pensaba y le pidió permiso para hacer un último intento: asegurar algunas rentas considerables a nombre de ambas mujeres, compartir su fortuna con ellas y legarles en propiedad vitalicia una de sus casas de la ciudad y otra en el campo. “Intentadlo —dijo la marquesa—; sólo os he de prohibir la violencia, pero creedme, amigo mío, el honor y la virtud cuando son auténticos no tienen precio para aquellos bienaventurados que los poseen. Vuestros nuevos ofrecimientos no tendrán más fortuna que los anteriores: conozco a esas mujeres y apostaría sin temor a equivocarme”.
»Hace el marqués sus nuevas proposiciones. Se reúnen las mujeres en nuevo conciliábulo. Madre e hija esperaban en silencio la decisión de la señora de La Pommeraye, quien se pasó un rato sin decir palabra. “No, no —dijo al fin—; eso no basta para curar mi corazón herido…”. Y al punto pronunció su negativa; al instante también las otras dos prorrumpieron en llantos, se postraron a sus pies y trataron de hacerle comprender cuán doloroso era para ellas rechazar una fortuna inmensa que podían aceptar sin ninguna consecuencia desagradable. La marquesa les respondió secamente: “¿Acaso imagináis que todo lo que hago lo estoy haciendo por vos? ¿Quiénes sois? ¿Qué os debo? ¿De qué depende que no os mande a la una y a la otra a vuestro garito? Si lo que os ofrecen es mucho para vos, es bien poco para mí. Escribid, señora, la respuesta que os voy a dictar y que la vea yo salir para su destino…”. Las dos mujeres se volvieron a casa más asustadas que afligidas.
JACQUES.—¡Esa mujer tiene el diablo en el cuerpo! ¿Pero qué pretende? ¡Pardiez! Que por un amor que se enfría, ¿no es bastante castigo sacrificar la mitad de una gran fortuna?
AMO.—Jacques, vos nunca fuisteis mujer, y menos mujer honesta, juzgáis las cosas según vuestro modo de ser, que no es precisamente el de la señora de La Pommeraye. ¿Quieres que te diga? Mucho me temo que esté escrito allá arriba la boda del marqués de los Arcis con una ramera.
JACQUES.—Si escrito está allá arriba, habrá boda.
MESONERA.—El marqués no tardó en aparecer de nuevo por casa de la señora de La Pommeraye, y ésta inquirió:
»—Bien, ¿qué hay de vuestros ofrecimientos?
»MARQUÉS.—Presentados y rechazados. Desesperado estoy. Quisiera arrancarme del corazón esa funesta pasión; quisiera arrancarme el corazón, el corazón, sí, y no podría. Miradme bien marquesa, ¿no encontráis que entre esa doncella y yo hay algunos rasgos de semejanza?
»SEÑORA DE LA POMMERAYE.—No os dije nada antes, pero sí que me había dado cuenta. Mas no se trata ahora de tal parecido: ¿qué habéis decidido?
»MARQUÉS.—No puedo decidir nada. Ganas me dan a veces de meterme en una silla de posta y dejarme llevar hasta el fin de mis días. Un momento después, desfallezco; me siento como anonadado, mi cabeza se embota, me vuelvo estúpido y no sé lo que va a ser de mí.
»SEÑORA DE LA POMMERAYE.—No os aconsejo que viajéis; no vale la pena ir hasta Villejuif para tener que regresar.
»Al día siguiente escribió el marqués a la marquesa que salía para sus tierras y que permanecería allí cuanto le fuera posible, y suplicaba que le ayudara cerca de sus amigas si la ocasión se presentaba. Corta fue su ausencia: volvió con la resolución de casarse.
JACQUES.—Ese pobre marqués me da lástima.
AMO.—Pues a mí no tanta.
MESONERA.—Descendió de su carruaje a la puerta de la señora de La Pommeraye. Había salido ésta, y al volver se encontró al marqués tumbado en un sillón, con los ojos cerrados y absorto en el más profundo ensueño.
»SEÑORA DE LA POMMERAYE.—¡Ah, marqués! ¿Vos por aquí? No parece que el campo haya tenido para vos mucho atractivo…
»MARQUÉS.—No, en ninguna parte me hallo bien y vengo decidido a cometer la mayor necedad que un hombre de mi edad y condición pueda cometer. Pero mejor es casarme que sufrir: me caso.
»SEÑORA DE LA POMMERAYE.—El asunto es grave y requiere reflexión.
»MARQUÉS.—Ya lo hice y una sola reflexión me basta, que es de peso: nunca podré sentirme más desdichado de lo que soy ahora.
»SEÑORA DE LA POMMERAYE.—Acaso os equivoquéis.
Jacques no pudo contenerse:
—¡Traidora!
MESONERA.—Y dijo el marqués: «He aquí, por fin, amiga mía, una negociación que puedo, me parece, encargaros honestamente. Hablad con la madre y con la hija; interrogad a la madre, sondead el corazón de la hija y comunicadles mi propósito».
»SEÑORA DE LA POMMERAYE.—Vayamos despacio, marqués. Para lo que yo las trataba, creí conocerlas suficientemente, mas ahora que se trata de la felicidad de mi amigo, permitidme que me entere un poco mejor. Pediré informes en su tierra natal y os prometo seguir todos sus pasos desde que llegaron a París hasta hoy.
»MARQUÉS.—Precauciones son ésas que me parecen harto superfluas. Unas mujeres que encontrándose en la miseria resisten a los tentadores cebos que yo les tendí, no pueden ser sino criaturas de raro valor. Con todo lo que les ofrecí, hubiera yo podido conseguir a una duquesa. Además, ¿no me dijisteis vos misma…?
»SEÑORA DE LA POMMERAYE.—Sí, dije todo lo que queríais; pero aun así, permitid que pueda llegar a darme por satisfecha.
JACQUES.—¡Perra! ¡Bribona! ¡Fiera! ¿Y por qué tuvo que haber mantenido relaciones con semejante mujer?
AMO.—Y también, ¿por qué seducirla y dejarla luego?
MESONERA.—¿Por qué dejar de amarla sin ton ni son?
JACQUES (señalando el cielo con el dedo).—¡Ah, mi señor!
MESONERA.—Y él preguntó: «¿Por qué no habríais de casaros también vos, marquesa?».
»SEÑORA DE LA POMMERAYE.—¿Y con quién, queréis decirme?
»MARQUÉS.—Con el condesito; es hombre de buenas luces, de alta cuna y no menguada fortuna.
»SEÑORA DE LA POMMERAYE.—¿Y quién me garantiza su fidelidad? ¡No seréis vos, por cierto!
»MARQUÉS.—No, pero creo que fácilmente puede prescindirse de la fidelidad de un marido.
»SEÑORA DE LA POMMERAYE.—De acuerdo; pero tal vez yo sería lo bastante extravagante como para ofenderme por ello, y soy vengativa.
»MARQUÉS.—¡Bueno, pues os vengaríais, ni que decir tiene! Se me ocurre que podríamos instalar en común un buen hotel particular y formaríamos entre los cuatro la más agradable sociedad.
»SEÑORA DE LA POMMERAYE.—Todo eso suena muy bien, pero no, no me caso. El único hombre con quien hubiera estado tentada de casarme…
»MARQUÉS.—¿Soy yo?
»SEÑORA DE LA POMMERAYE.—Os lo puedo confesar ahora que ya no tiene consecuencias.
»MARQUÉS.—¿Y por qué no habérmelo dicho?
»SEÑORA DE LA POMMERAYE.—A juzgar por los acontecimientos, bien hice callando. La que vais a tener por esposa os conviene de todo punto más que yo.
»La señora de La Pommeraye puso en recabar informes toda la celeridad y exactitud que le vino en gana y le mostró al marqués los testimonios más halagüeños, procedentes tanto de París como de provincias. Le exigió entonces otros quince días para que de nuevo hiciera examen de conciencia, quincena que al marqués le pareció eterna. Por fin, la marquesa se vio obligada a ceder a su impaciencia y a sus ruegos.
»La primera entrevista tuvo lugar en casa de sus amigas; se pusieron de acuerdo en todo, se publicaron las amonestaciones, se firmó el contrato, el marqués le regaló a la señora de La Pommeraye un magnífico diamante, y he aquí el matrimonio consumado.
JACQUES.—¡Qué intriga y qué venganza!
AMO.—Es incomprensible.
JACQUES.—Salvo que nos preocupe lo que pudiera ocurrir la noche de bodas, no veo que hasta ahora haya sido mucho el daño.
AMO.—Cállate, bobo.
MESONERA.—La noche de bodas transcurrió muy bien.
JACQUES.—Yo creía…
MESONERA.—Creed lo que vuestro amo acaba de deciros… —y mientras hablaba sonreía, y sonriendo pasaba la mano por el rostro de Jacques y le tiraba de la nariz—. Pero fue al día siguiente cuando…
JACQUES.—¿No fue al día siguiente como la víspera?
MESONERA.—No exactamente. Al día siguiente, la señora de La Pommeraye escribió al marqués una esquelita rogándole que fuese a verla para un asunto importante. El marqués no se hizo esperar.
»Lo recibió con un semblante en el que se pintaba la más violenta indignación, y no fueron muchas las palabras que le dirigió. Helas aquí: “Marqués, aprended a conocerme. Si las demás mujeres se tuvieran en suficiente estima como para sentir el rencor que yo siento, habría menos hombres de vuestra calaña. Os habíais ganado una mujer decente que no supisteis conservar: esa mujer era yo. Ahora se ha vengado haciendo que os caséis con otra que es digna de vos. Salid de mi casa, id a la calle Traversiére, al hotel de Hamburgo y allí podréis enteraros del sucio menester que vuestra mujer y vuestra suegra han ejercido durante diez años con el nombre de D’Aisnon”.
»La sorpresa y la consternación de aquel pobre marqués no son para ser descritas. No sabía qué pensar; pero no duró su incertidumbre sino el tiempo que tardó en ir de un extremo a otro de la ciudad. En todo el día no volvió a su casa, anduvo vagando por las calles. Su suegra y su mujer empezaron a sospechar lo sucedido. Al primer aldabonazo, la suegra corrió a su aposento y se encerró con llave, su mujer lo esperó sola. Acercóse a su esposo y al punto leyó en su rostro que venía presa de un gran furor. Sin decir palabra, se arrojó a sus pies, con el rostro pegado al suelo. “¡Retiraos, infame! —dijo el marqués—. ¡Fuera de mi vista!” Quiso ella levantarse, pero volvió a caer de bruces, con los brazos abiertos, a los pies del marqués. “Señor —dijo—, podéis pisotearme, aplastarme, pues merecido lo tengo; haced conmigo lo que os plazca, pero perdonad a mi madre…” “¡Fuera de aquí! —replicó el marqués—. Ya es bastante con la infamia que sobre mí habéis hecho caer, ahorradme un crimen.” La desdichada criatura siguió en la misma actitud y no respondió nada. El marqués se había sentado en un sillón, con la cabeza escondida entre los brazos y el cuerpo derrumbado hacia los pies de la cama, y de vez en cuando repetía sin mirarla: “¡Fuera de aquí!”. El silencio y la inmovilidad de la desventurada le sorprendieron y repitió con voz aún más fuerte: “¡He dicho que os retiréis! ¿Es que no me oís?”. Se agachó luego y la empujó con dureza, mas viendo que estaba sin sentido y casi sin vida, la cogió por el talle, la tumbó en un sofá y por un momento la miró con ojos en los que se leían alternadas la conmiseración y la ira.
»Llamó a los criados, hicieron venir a las doncellas y dijo a éstas: “Ocupaos de vuestra señora que se encuentra mal; llevadla a sus habitaciones y ayudadla…”. Poco tardó en mandar a preguntar discretamente cómo estaba: le dijeron que había vuelto en sí del primer desvanecimiento, pero que los desmayos se sucedían cada vez más prolongados, con tal frecuencia e intensidad que nadie podría responder de nada. Una o dos horas después envió de nuevo secretamente a saber si se encontraba mejor: le dijeron que se ahogaba y que le había dado una especie de hipo que hasta en el patio se oía. A la tercera vez, era ya de madrugada: le informaron que había llorado mucho, que el hipo se había calmado y que parecía haberse quedado adormilada.
»Al día siguiente, el marqués hizo enganchar los caballos en su carruaje y desapareció durante quince días, sin que se supiera qué había sido de él. No obstante, antes de partir había provisto de todo lo necesario para la madre y la hija, y dado órdenes de que se obedeciera a la señora como si de él mismo se tratase.
»Durante ese intervalo, ambas mujeres permanecieron una frente a otra sin apenas dirigirse la palabra; la hija, sollozando, gritando a veces, mesándose los cabellos, retorciéndose los brazos sin que la madre se atreviera a acercarse a ella y consolaría. Una mostraba el semblante de la desesperación; la otra el semblante de la dureza. Veinte veces dijo la hija a su madre: “Mamá, salgamos de aquí, huyamos”. Y otras tantas la madre se opuso, respondiendo: “No, hija mía, tenemos que quedarnos, hay que ver en qué para todo esto, ese hombre no nos va a matar…”. La hija contestaba: “¡Ay, quisiera Dios que ya lo hubiera hecho!”. Y replicaba la madre: “Mejor harías en callar en vez de hablar como una necia”.
»A su regreso, el marqués se encerró en su gabinete y escribió dos cartas, una dirigida a su mujer, la otra a su suegra. Partió ésta el mismo día para entrar en un convento de carmelitas de la ciudad vecina, ese donde ha muerto hace unos días. En cuanto a la hija, se vistió y se arrastró hasta los aposentos de su marido, según parece que había éste ordenado. Ya desde la puerta se postró de hinojos. “Levantaos”, le dijo el marqués. Mas en lugar de levantarse, avanzó hacia él de rodillas. Temblándole todo el cuerpo, el cabello desmelenado, inclinado el busto hacía delante, alzada la cabeza y los brazos extendidos en dirección del marqués, la mirada prendida en sus ojos y el rostro inundado de lágrimas, comenzó a hablar.
»—Paréceme —y los sollozos entrecortaban sus palabras— que vuestro corazón, justamente irritado, se ha ablandado y acaso con el tiempo pueda yo obtener misericordia. Pero os suplico, señor, que no os apresuréis a perdonarme. Tantas honestas doncellas se han tornado mujeres malas, que tal vez sea yo un ejemplo de lo contrario. No soy digna todavía de que os acerquéis a mí; aguardad, dejadle al menos la esperanza del perdón. Mantenedme lejos de vos, observaréis mi conducta y la juzgaréis: ¡dichosa yo, mil veces dichosa si de vez en cuando os dignáis llamarme! Indicadme el rincón más oscuro de vuestra casa donde me permitiríais que viviera y allí me quedaré sin una queja. ¡Ah, si me fuera dado arrancarme el título y el apellido que me obligaron a usurpar y morir luego! En este mismo instante os daría satisfacción. Me dejé llevar a tan infame acción por debilidad, por seducción, por autoridad, por amenazas: mas no creáis, señor, que sea yo una malvada; no lo soy, pues no dudé en comparecer ante vos cuando me llamasteis y me atrevo ahora a miraros a los ojos y a hablaros. ¡Si pudierais leer en el fondo de mi corazón! Veríais cuán lejos de mí están los pasados extravíos, y qué ajenas me parecen las costumbres de las mujeres de mi condición. En mí se posó la corrupción, pero no prendió. Me conozco y sé que puedo en justicia hacer esta afirmación: por mis gustos; por mis sentimientos y por mi carácter nací digna del honor de perteneceros. ¡Ay! De haber sido yo libre de veros y hablaros, hubiera bastado una palabra y creo que, habría tenido el valor suficiente para decírosla. Señor, disponed como gustéis, llamad a vuestros criados, que me despojen de todo y me echen a la calle esta misma noche: a todo me conformaré, sea cual fuere el destino que me preparéis, a él me someto: un rincón perdido en el campo, la oscuridad de un claustro pueden sustraerme para siempre a vuestra mirada: no tenéis más que ordenarlo y obedeceré. Vuestra felicidad no está irremisiblemente perdida, y podréis olvidarme.
»El marqués contestó con dulzura:
»—Levantaos… os he perdonado. Ya en el mismo instante de la injuria, supe respetar a mi esposa en vos; ni una palabra ha salido de mi boca que pudiera humillarla, o por lo menos me arrepiento si alguna dije y os aseguro que jamás volverá a oír nada que la humille si tiene presente que no se puede hacer desgraciado al esposo sin serlo también ella al propio tiempo. Sed honesta, sed feliz y haced que yo lo sea. Levantaos, os lo ruego, esposa mía, levantaos y abrazadme. Señora marquesa, levantaos, no es ése vuestro lugar; señora de los Arcis, levantaos…
»Mientras así hablaba, ella había permanecido con el rostro oculto entre las manos y la cabeza apoyada en las rodillas del marqués, pero al oír “esposa mía”, “señora de los Arcis”, se levantó bruscamente y se precipitó hacia el marqués, abrazándole medio ahogada por el dolor y la alegría. Luego, separándose de él, se arrojó al suelo y le besó los pies.
»—Os he dicho que estáis perdonada, pero veo que no me creéis —decía el marqués.
»—Por más cierto que eso sea, no habré de creerlo jamás —respondía ella.
»Y añadía el marqués:
»—En verdad creo que no me arrepiento de nada, y que la tal Pommeraye, en lugar de vengarse me ha hecho un favor. Id a vestiros, querida esposa, mientras hacen vuestro equipaje. Nos iremos a mis fincas donde nos quedaremos hasta que podamos regresar a París sin menoscabo para vos ni para mí.
»Estuvieron ausentes de la capital casi tres años seguidos.
JACQUES.—Yo apostaría a que esos tres años se les pasaron como un solo día y que el marqués fue uno de los mejores maridos y tuvo una de las mejores esposas que en el mundo han sido.
AMO.—También yo apostaría contigo, aunque a decir verdad no sé muy bien por qué, pues esa muchacha no ha sido en absoluto de mi agrado durante todos los tejemanejes que se trajeron su madre y la señora de La Pommeraye. Ni sintió temor, ni dio el menor signo de incertidumbre o de remordimiento; la hemos visto prestarse sin repugnancia alguna a tan prolongado horror. Hizo sin vacilar todo cuanto de ella quisieron; iba a confesarse, comulgaba, haciendo caso omiso de la religión y de sus ministros. Me ha parecido tan falsa, tan despreciable, tan malvada como las otras dos… Señora mesonera, muy lindo don tenéis para narrar, pero no estáis todavía muy ducha en el arte dramático. Si queríais que esa señorita suscitara interés, tendríais que haberle prestado sinceridad y mostrárnosla víctima inocente y forzada de su madre y de La Pommeraye; preciso hubiera sido que con los más crueles tratos la obligaran a participar, muy a pesar suyo, en toda esa serie de vilezas durante un año, y de ese modo preparar la reconciliación final entre marido y mujer. Cuando se introduce en escena un personaje, ha de dársele al papel cierta unidad. Pues bien, cabría preguntaros, encantadora mesonera, si esa muchacha que secunda en sus intrigas a dos infames, puede ser la misma mujer suplicante que nos habéis descrito a los pies de su esposo. Habéis pecado al infringir las leyes de Aristóteles, de Horacio, de Vida y de Le Bossu.
MESONERA.—No conozco a ningún jorobado ni gallardo,[20] Os he contado la historia tal como sucedió, sin omitir ni añadir nada. ¿Quién sabe lo que esa muchacha sentía en lo más profundo de su corazón y si en los momentos en que nos parecía que obraba sin escrúpulos no estaba secretamente devorada de pesadumbre?
JACQUES.—Mesonera, por esta vez he de abundar en la opinión de mi amo, quien habrá de perdonármelo, pues es cosa que rara vez acontece: de acuerdo estoy con su Bossu, a quien no conozco, y con todos esos señores a quienes ha citado, que me son igualmente desconocidos. Si la señorita Duquênoi, antes D’Aisnon, hubiera sido una buena chica, en algo se habría notado.
MESONERA.—Buena chica o no, el caso es que resulta ser una excelente esposa, que su marido está con ella más contento que un rey y que no la cambiaría por ninguna otra.
AMO.—Por ello le felicito, más venturoso ha sido que sensato.
MESONERA.—Y yo os doy las buenas noches. Se ha hecho tarde y siempre; tengo yo que ser la última que me acueste y la primera que me levante. ¡Maldito trabajo! Buenas noches, caballeros, buenas noches. Os prometí, no recuerdo ahora a santo de qué, la historia de un insólito matrimonio y creo haber cumplido mi palabra. Me parece, señor Jacques, que no os costará mucho conciliar el sueño, tenéis los ojos casi cerrados. Buenas noches, señor Jacques.
AMO.—¡Vamos, señora mesonera! ¿No habría medio de conocer algo de vuestras aventuras?
MESONERA.—No.
JACQUES.—¡Tenéis, señor, una desaforada afición a los cuentos!
AMO.—Es cierto, me instruyen y me divierten. Un buen narrador es un hombre de raras cualidades.
JACQUES.—Por esa razón, precisamente, no me gustan a mí los cuentos, a menos que sea yo quien los enhebre.
AMO.—Antes prefieres hablar mal que estarte callado.
JACQUES.—Verdad es.
AMO.—Y yo prefiero oír hablar, aunque sea mal, antes que no tener nada que escuchar.
JACQUES.—Lo cual a los dos nos hace buen avío.
No sé dónde se les había ido el juicio a la mesonera, a Jacques y a su amo, para no haber hallado ni una sola de las atenuantes que podían haber invocado en favor de la señorita Duquênoi. ¿Acaso aquella muchacha había comprendido cabalmente los manejos de la señora de La Pommeraye antes de llegar al desenlace? ¿No le hubiera sido preferible aceptar los presentes, mejor que la mano del marqués, y tenerlo por amante en vez de por esposo? ¿No estuvo constantemente supeditada a las amenazas y al despotismo de la marquesa? ¿Se le puede reprochar el sentir aversión por su anterior condición? Y si se toma el partido de estimarla por ello aún más, ¿podría exigírsele muchos escrúpulos y delicadezas cuando se le presentan los medios para librarse de su vil situación?
¿Y creéis, lector, que sería más difícil hacer la apología de la señora de La Pommeraye? Tal vez os habría sido más grato oír perorar a Jacques y a su amo sobre el particular, pero tenían tantas otras cosas interesantes de las que poder hablar, que sin duda habrían descuidado ésta. Habéis de permitir, pues, que sea yo quien me ocupe por un momento de la cuestión.
Os enfurecéis al solo nombre de señora de La Pommeraye, y exclamáis: «¡Ah, qué horrible mujer! ¡Hipócrita, infame!». Cesen las exclamaciones, la indignación, la parcialidad, y razonemos. Todos los días se cometen acciones más tenebrosas y sin el menor talento… Podéis odiar a la señora de La Pommeraye, podéis juzgarla temible, mas no cabe despreciarla. Atroz fue su venganza, mas no la mancilla ningún motivo interesado. No os he contado que había arrojado a la cara del marqués el hermoso diamante que él la había regalado, pero lo hizo: lo sé de buena tinta. No trató ni de aumentar su fortuna ni de adquirir títulos de nobleza. ¡Cómo! Si esa mujer hubiera hecho otro tanto por obtener para un esposo la recompensa de sus servicios: si se hubiera prostituido con un ministro o incluso con cualquier jerarca para conseguir una condecoración o una coronela,[21] cuando no con el depositario de los Beneficios[22] por una prebenda abacial, os parecería la cosa más natural, lo veríais como una costumbre. Pero cuando se venga de una perfidia, os subleváis contra ella, en lugar; de comprender que su resentimiento sólo os indigna en la medida en que sois incapaz de sentirlo con igual fuerza, o porque menguada importancia dais a la virtud de las mujeres. ¿Os habéis parado a pensar en los sacrificios que la señora de La Pommeraye había hecho por el marqués? No he de deciros que su bolsa estuvo abierta para él en toda ocasión, y que durante varios años no tuvo él otra casa ni otra mesa que las de ella: todo eso os traería sin cuidado. Pero habéis de saber qué se había sometido a todas sus fantasías, a todos sus gustos; por complacerle había trastornado su forma de vida. Gozaba antes de la más alta consideración de la buena sociedad por su pureza, y se había rebajado al nivel común. Se dijo de ella, cuando aceptó al marqués de los Arcis: «Por fin esta maravillosa señora de La Pommeraye se ha portado como una de nosotras». Había advertido a su alrededor las sonrisas irónicas, había oído las bromas que más de una vez le hicieran sonrojar y bajar los ojos; había apurado el cáliz de la amargura que les está reservado a mujeres cuya conducta ordenada sirvió durante harto tiempo de sátira a las malas costumbres habituales de su entorno; había soportado la vindicta escandalosa que se esgrime como venganza contra las imprudentes gazmoñas que hacen gala de honestidad. Era mujer altiva, y antes habría muerto de dolor que mostrar al mundo, tras la vergüenza de la virtud perdida, el ridículo de ser abandonada. Había llegado al punto en que la pérdida de un amante resulta irreparable, y dado su carácter, semejante situación la condenaba al tedio y a la soledad. Un hombre puede apuñalar a otro por un gesto, un desaire, ¿y no habrá de serle permitido a una honesta mujer perdida, deshonrada, traicionada, que arroje al traidor en brazos de una cortesana? ¡Ah, lector, qué ligeros somos en el elogio y cuán severos en la reprobación! Pero me vais a objetar que no es tanto el hecho en sí como los medios empleados lo que le reprocháis a la marquesa; que no pasáis por un resentimiento tan prolongado, por toda esa maraña de engaños y trapacerías que duran cerca de un año. Tampoco yo, ni Jacques, ni su amo, ni la mesonera. Pero sí que excusáis un primer pronto, y os diré que si el primer pronto de los demás suele ser corto, el de la señora de La Pommeraye y de las mujeres de su temperamento es de larga duración. Su alma puede permanecer toda la vida igual que en el primer momento de la injuria; y siendo así, ¿qué inconveniente, qué injusticia hay en ello? No veo en eso sino una forma de traición más excepcional, y aprobaría de buen grado una ley que condenase a apechar con cortesanas a todo aquel que hubiera seducido y abandonado a una mujer honesta: al hombre común le daría mujeres de su común calaña.
Mientras así diserto, el amo de Jacques ronca como si me hubiera estado escuchando; y Jacques, cuyos músculos rehúsan el buen uso de las piernas, ronda por la habitación, en camisón y descalzo, dando traspiés y derribando todo cuanto se le pone por delante. Al cabo, despierta a su amo y éste le dice entre las cortinas:
—Jacques, estás ebrio.
—O poco me falta.
—¿A qué hora piensas acostarte?
—En seguida, señor, es que… es que hay…
—¿Qué es lo que hay?
—Un resto de vino en esa botella, que se echaría a perder. Me horrorizan las botellas a medio vaciar, volvería a pensar en ello y no me haría falta más para no pegar ojo. A fe mía que nuestra mesonera es una excelente mujer, y su vino de Champagne un excelente vino; sería una lástima dejar que se agriara… Lo voy a poner a cubierto y… así no se estropeará…
Y mientras decía balbuciendo en camisa de dormir y descalzo, Jacques se echó al coleto dos o tres buenos tragos sin puntuación, tal como él decía, o sea, de la botella al vaso, del vaso a la boca. Luego, de lo sucedido tras haber apagado las velas, hay dos versiones: unos pretenden que buscó a tientas la cama por las paredes, sin poder dar con ella, y diciendo: «Por vida de… que ha desaparecido y si es que está aquí, tengo por escrito allá arriba que no la he de encontrar. Tanto en uno como en otro caso, tendré qué pasarme sin cama», y tomó el partido de tumbarse en unas sillas. Otros aseguran que estaba escrito en el cielo que se enredaría los pies entre las sillas, que se caería al suelo y que allí quedaría. De ambas versiones, mañana, pasado mañana, escogeréis con sosiego la que mejor os plazca.