¿Cómo se habían encontrado? Por casualidad, como todo el mundo. ¿Cómo se llamaban? ¡Qué os importa eso! ¿De dónde venían? Del lugar más cercano. ¿A dónde iban? ¡Acaso sabe nadie a dónde va! ¿Qué decían? El amo no decía nada, y Jacques decía que su capitán decía que todo cuanto nos acontece de bueno y de malo aquí abajo está escrito allá arriba, en el cielo.
AMO.—Mucho decir es eso…
JACQUES.—Mi capitán añadía aún que cada bala disparada de un fusil sale con su billete de destino.[1]
AMO.—¡Y cuánta razón tenía!
Al cabo, tras una breve pausa, Jacques exclamó:
—¡El diablo se lleve al tabernero y a su taberna!
AMO.—¿Por qué has de mandar al diablo a tu prójimo? Eso no es de cristianos.
JACQUES.—Es que, mientras me emborrachaba un día con su mal vinacho, se me olvidó llevar los caballos al abrevadero; mi padre que se da cuenta, se enfurece, yo muevo la cabeza denegando, él coge un palo y me muele las costillas. En esto que pasa por el pueblo un regimiento camino de Fontenoy[2] y yo, resentido, voy y me enrolo. Así que llegamos comienza la batalla…
AMO.—¿Y tú recibes la bala que iba a ti dirigida?
JACQUES.—Decís bien, eso es lo que ocurrió: un tiro en la rodilla y… y sólo Dios sabe las venturas y desventuras que ese disparo me acarreó. Todas ellas se enlazan una en otra y se desenvuelven ni más ni menos que como los eslabones de una cadena. Sin aquel tiro, ya veis, creo yo que nunca me habría encontrado ni cojo ni enamorado.
AMO.—¿Conque estuviste enamorado?
JACQUES.—¡Ya lo creo que lo estuve!
AMO.—¿Y a causa de un tiro?
JACQUES.—A causa de un tiro.
AMO.—Nunca me habías dicho ni palabra.
JACQUES.—Así me parece.
AMO.—¿Y eso por qué?
JACQUES.—Pues porque no había de ser contado ni antes de ahora ni después.
AMO.—¿Y crees llegado el momento de enterarme de esos amoríos?
JACQUES.—¡Quién sabe!
AMO.—Pues por si acaso, puedes ir empezando…
Comenzó Jacques la historia de sus amores. Era por la tarde, después de comer, el tiempo estaba bochornoso. Su amo se durmió. La noche les sorprendió en pleno campo y no dieron con el camino. El amo, presa de terrible cólera, la emprendió a latigazo limpio contra su servidor, y el pobre diablo se decía a cada golpe: «También éste, al parecer, estaba escrito allá arriba».
Ya veis, querido lector, que voy por buen camino y no dependería sino de mí el haceros esperar uno, dos, tres años, la descripción de los amores de Jacques, con sólo separarle de su amo y hacerles correr a cada uno de ellos los albures que se me antojara. ¿Qué podría impedirme casar al amo y hacerle cornudo? ¿O que Jacques se embarcara para lejanas islas y luego conducir allí a su amo? ¿Y traer de nuevo a los dos a Francia en el mismo barco? ¡Cuán fácil es hilvanar cuentos! Pero, por esta vez, saldrán bien librados el uno y el otro sin más que una mala noche, y vos, lector, con esta breve demora.
Despuntó el día y ya los tenemos de nuevo a lomos de sus cabalgaduras prosiguiendo su camino. «¿A dónde iban?», Es la segunda vez que me hacéis esa pregunta, y por segunda vez os respondo: ¿qué puede importaros? Si la emprendo con el propósito del viaje, adiós los amores de Jacques… Siguieron un rato en silencio. Luego, algo aliviado cada uno de sus pesares, el amo dijo a su criado:
AMO.—Y bien, Jacques, ¿en qué estábamos con lo de tus amores?
JACQUES.—Estábamos, me parece, en la desbandada del ejército enemigo. Unos se escapan, otros son perseguidos, cada cual piensa en salvarse. Yo quedo tendido en el campo de batalla, sepultado bajo la cantidad de muertos y heridos, que fue enorme. A la mañana siguiente, me echaron a una carreta, junto con otra docena de desdichados, para ser conducidos a uno de nuestros hospitales. ¡Ah, señor! No creo que haya herida más cruel que la de la rodilla.
AMO.—Vamos, vamos, Jacques, estás bromeando.
JACQUES.—¡No, pardiez, señor, que no bromeo! Hay aquí no sé cuántos huesos, tendones y muchos otros entresijos que no sé cómo los llaman…
Un hombre con aspecto de campesino, que les iba a la zaga llevando en la grupa a una moza, les había escuchado y terció en la conversación diciendo: «Tiene razón el señor…».
En verdad que no se sabía a quién de ambos se dirigía el señor aquel, pero tan mal lo tomaron Jacques como su amo, y Jacques le dijo al indiscreto interlocutor:
—¿Y tú por qué te metes en lo que no te importa?
—Me meto en lo que es mi profesión: soy cirujano, para lo que gustéis, y voy a demostraros…
La mujer que iba a la grupa le apremiaba:
—Señor doctor, sigamos nuestro camino y dejemos en paz a estos señores que no tienen ganas de demostraciones.
A lo que respondió el cirujano:
—No, yo quiero demostrar y les demostraré…
Y al volverse para hacer la demostración, empuja a la mujer, le hace perder el equilibrio y da con ella en tierra, un pie enganchado en los faldones de su levita y las enaguas remangadas hasta la cabeza. Jacques desmonta, libera el pie de la pobre criatura y le pone las sayas en su sitio. No sabría yo decir si empezó por bajarle las faldas o por desenganchar el pie; pero si hemos de juzgar el estado de la infeliz por los gritos que daba, a buen seguro que se había herido gravemente. Y entretanto, el amo de Jacques le decía al cirujano:
—Ya veis lo que sucede por querer demostrar…
Jacques a la mujer derribada:
—Consolaos, buena moza, no es por culpa vuestra ni por culpa del doctor ni por la mía ni la de mi amo: es que estaba escrito allá arriba que hoy, en este camino, a esta hora, el señor doctor sería un charlatán, que mi amo y yo seríamos dos zoquetes, que os daríais un golpe en la cabeza y que os veríamos el culo…
¡Qué no sería esta aventura en mis manos si se me antojara desesperaros! Podría dar importancia a la mujer, que vendría a ser la sobrina de un cura del pueblo vecino; me ingeniaría para soliviantar a los aldeanos; me compondría buenos combates y amoríos… Pues, bien mirado, muy lozana estaba la moza por debajo de sus sayas, y de ello no habían dejado de percatarse Jacques y su amo; no siempre esperó el amor ocasión tan propicia. ¿Por qué no iba Jacques a enamorarse de nuevo? ¿Qué le impediría ser por segunda vez el rival, y hasta el rival preferido de su amo? «¿Es que ya le había eso acontecido?» ¡Aún más preguntas! ¿Pero es que no queréis que Jacques prosiga el relato de sus amores? De una vez por todas explicaos: ¿os gustaría o no os gustaría que lo hiciera? Si es que os place, montemos de nuevo a la moza a lomos de la cabalgadura, con su caballero, dejémoslos que se vayan, y volvamos a nuestros dos viajeros. Esta vez fue Jacques quien tomó la palabra y dijo a su amo:
—Así va el mundo. Vos que no habéis sido herido en toda vuestra vida y que ignoráis lo que es un balazo en la rodilla, me discutís a mí, que sufrí la mala fractura de mi rodilla y que cojeo desde hace veinte años…
AMO.—Puede que tengas razón. Pero ese cirujano impertinente fue el causante de que aún estés tirado en una carreta, lejos del hospital, lejos de haber sanado y lejos de enamorarte.
JACQUES.—Penséis lo que penséis, la rodilla me producía un dolor de todos los diablos; iba en aumento por lo incómodo del carromato y lo abrupto del camino, y a cada tumbo se me iba un grito que partía el alma.
AMO.—¿Porque estaba escrito allá arriba que habías de gritar?
JACQUES.—¡A buen seguro! Iba desangrándome y habría sido hombre muerto si nuestra carreta, la última de la fila, no se hubiera detenido delante de un chamizo. Entonces, pido que me bajen; me ponen en tierra. Una mujer que estaba a la puerta me ve y no tarda en volver con un vaso y una botella de vino. Bebo uno o dos tragos a toda prisa, mientras las carretas que precedían a la nuestra se ponen en marcha. Ya se disponían a echarme de nuevo entre mis compañeros, mas yo me agarré con todas mis fuerzas a las faldas de aquella mujer y a todo cuanto pude asir en torno, y púseme a jurar y a perjurar y que, puestos a morir, aun prefería que fuese en aquel lugar donde me hallaba que dos leguas más allá. Al acabar de proferir esas palabras, caí desvanecido. Cuando volví en mí me encontré desnudo y acostado en un lecho que ocupaba uno de los rincones de la casa y en redor mío veo a un campesino que allí vivía, a su mujer, la misma que me había socorrido, y a algunos chiquillos. Aquella alma buena había mojado la punta de su delantal en vinagre y me frotaba la nariz y las sienes.
AMO.—¡Ah, mira el desdichado! ¡Ah, bribón, ya te veo venir, bellaco!
JACQUES.—Mi amo, paréceme que no veis nada.
AMO.—¿No es ésa la mujer de la que te vas a enamorar?
JACQUES.—Y aun cuando de ella me hubiese enamorado ¿qué habría que decir a eso? ¿Acaso es uno dueño de enamorarse o de no enamorarse? Y, una vez enamorado, ¿puede uno comportarse como si no lo estuviera? De haber estado escrito allá arriba, todo cuanto os disponéis a decirme, señor, ya me lo habría yo tenido por dicho; me habría abofeteado, me habría dado de cabezazos contra la pared, me habría tirado de los cabellos: de nada habría servido todo eso y mi bienhechor no hubiera por ello dejado de ser cornudo.
AMO.—Pero razonando a tu modo, no habría crimen que con remordimiento no fuera cometido.
JACQUES.—Eso que me objetáis; más de una vez me ha desazonado la sesera; mas con todo, y aunque me pese, vuelvo siempre a lo que decía mi capitán: todo cuanto nos acontece de bueno y de malo en este mundo, está escrito en el cielo. ¿Sabéis vos, señor, de algún medio que borre tal escritura? ¿Puedo yo no ser yo mismo? Y en siendo quien soy ¿puedo conducirme de otro modo que como yo mismo? ¿Puedo acaso ser yo y otro al mismo tiempo? ¿Ha habido un solo instante, desde que me encuentro en este mundo en que así no fuera? Predicad cuanto os plazca, puede que vuestras razones sean las verdaderas. Pero si escrito está en mí o allá arriba que yo haya de tenerlas por malas ¿qué queréis que le haga?
AMO.—Una cosa cavilo: si tu bienhechor hubo de ser cornudo por estar escrito en el cielo, o si escrito estaba porque tú habías de ponerle los cuernos a tu bienhechor.
JACQUES.—Ambas cosas estaban escritas, la una al lado de la otra. Todo de una vez fue escrito. Es como un grandísimo rodillo que se va desenrollando poco a poco.
Ya imagináis, lector, hasta dónde podría yo llevar esta conversación sobre un tema tan trillado, del que tanto se ha hablado y escrito desde hace dos mil años sin haber adelantado ni un solo paso. Si en poco tenéis lo que os digo, bien podéis agradecerme cuanto dejo de decir.
Mientras así discutían nuestros dos teólogos, sin llegar a entenderse, como suele suceder en cosas de teología, iba cayendo la noche. A la sazón atravesaban unos parajes poco seguros y que lo eran mucho menos al haberse multiplicado al infinito, por causa de la mala administración y la miseria, el número de malhechores. Fueron a parar a la más mísera de las posadas. Les acomodaron dos catres en una habitación cerrada solo por tabiques mal ajustados. Pidieron de cenar y les trajeron una turbia sopa aguada, pan negro y vino avinagrado. El ventero, la ventera, sus hijos, los criados todos tenían siniestra catadura. Por si fuera poco, en la habitación contigua oían las risas estrepitosas y la algazara desmedida de una docena de salteadores que habían llegado antes y se habían apoderado de todas las vituallas. Jacques permanecía bastante tranquilo, pero no lo estaba tanto, ni mucho menos, su amo, quien disimulaba su preocupación dando barzones a lo largo y a lo ancho de la estancia, mientras que su servidor devoraba unos mendrugos de pan negro y se echaba al coleto, no sin gestos de repulsa, algunos vasos del vinacho. En esto que oyen llamar a su puerta: era un criado a quien los insolentes y peligrosos vecinos habían obligado a que llevara a nuestros hambrientos viajeros un plato con todos los huesos de una gallina que se habían comido. Jacques, indignado, empuña las pistolas de su amo.
AMO.—¿Adónde vas?
JACQUES.—Dejadme hacer.
AMO.—Te digo que adónde vas.
JACQUES.—A hacer entrar en razón a esos bellacos.
AMO.—¿No sabes que son una docena?
JACQUES.—Y ciento que fuesen, poco importa el número si está escrito allá arriba que no sean bastantes.
AMO.—¡Qué el diablo te lleve a ti y a tu impertinente estribillo!
Jacques se libra de las manos de su amo, irrumpe en la habitación de los malhechores con una pistola en cada mano, y dice: «Presto, todos acostados ahora mismo, y al primero que se mueva le levanto la tapa de los sesos…». El tono y el gesto de Jacques parecían tan resueltos que aquellos bandoleros, al fin y al cabo tan apegados a la vida como cualquier honesto hijo de vecino, se levantan, dejan la mesa sin rechistar, se desnudan y se acuestan en la cama. El amo, inquieto por el desenlace de la aventura, esperaba temblando. Jacques volvió cargado con ropas y aparejos, pues los había despojado para que no estuvieran tentados de reaccionar, había apagado los candiles y cerrado con doble vuelta la puerta, cuya llave tenía en la mano junto a una de las pistolas.
—Ahora, mi amo, no tenemos sino pertrechamos, haciendo barricada con nuestros catres contra esa puerta y… echarnos tranquilamente a dormir.
Y uniendo la acción a la palabra, empujó las camas en tanto que hacía a su amo un frío y sucinto relato de su famosa expedición.
AMO.—Pero ¿qué demonio de hombre eres tú, Jacques? Crees acaso que…
JACQUES.—Ni creo ni dejo de creer.
AMO.—¿Y si se hubieran negado a acostarse?
JACQUES.—Eso era imposible.
AMO.—¿Por qué?
JACQUES.—Pues porque no lo han hecho.
AMO.—¿Y si se levantaran?
JACQUES.—Tanto peor o tanto mejor.
AMO.—Y si… si… si…
JACQUES.—Si el mar hirviera, cogeríamos, como se dice, no poco pescado cocido. ¡Qué diablo, señor! Hace un momento habéis creído que yo corría gran riesgo y ya veis que nada era menos cierto; ahora os creéis vos en peligro y quizá sea también una falsa alarma. Todos en esta casa nos tenemos miedo los unos a los otros, lo cual prueba que todos somos unos necios…
Y discurriendo de esta guisa, en un santiamén lo tenemos desvestido, acostado y dormido. Su amo, comiendo a su vez un trozo de pan negro y echando un trago del vino agrio, aguzaba el oído en tomo, miraba a Jacques que ya roncaba y se decía: «¡Qué demonio de hombre éste!». Al fin, siguiendo el ejemplo de su criado, el amo se tumbó también en su camastro, aunque no durmió con tan buen sueño. Apenas despuntaba el día cuando Jacques sintió que una mano lo sacudía: era su amo que en voz baja le llamaba:
AMO.—¡Jacques! ¡Jacques!
JACQUES.—¿Qué sucede?
AMO.—Ya es de día.
JACQUES.—Bien puede ser.
AMO.—Pues levántate ya.
JACQUES.—¿Y por qué?
AMO.—Porque aquí no estamos bien.
JACQUES.—¿Quién sabe? ¿Ni si habíamos de estar mejor en otra parte?
AMO.—¡Jacques!
JACQUES.—¿A qué viene tanto Jacques, Jacques, Jacques? ¡Qué diablo de hombre sois, mi amo!
AMO.—¡Qué diablo de hombre eres tú! Jacques, amigo mío, te lo suplico.
Jacques se restregó los ojos, bostezó varias veces, estiró los brazos, se levantó y se vistió sin prisas; puso los catres en su sitio, salió de la habitación, bajó, fue a la cuadra, ensilló y embridó las cabalgaduras, despertó al ventero que aún dormía, pagó el gasto y se guardó las llaves de las dos habitaciones. Y ya tenemos de nuevo a nuestros viajeros en camino.
El amo deseaba alejarse a todo trote; Jacques quería ir al paso, siempre según su costumbre. Cuando ya se hallaban a considerable distancia de tan triste albergue, el amo percibiendo que algo sonaba en el bolsillo de Jacques, preguntóle qué era y contestóle éste que eran las dos llaves de las habitaciones.
AMO.—¿Y por qué no las has devuelto?
JACQUES.—Porque así tendrán que derribar dos puertas, la de nuestros vecinos para sacarlos de su encierro, y la nuestra para recuperar sus apeos. Con todo eso tendremos nosotros tiempo por delante.
AMO.—¡Eso está muy bien, Jacques! Aunque, dígome, ¿para qué hemos de ganar tiempo?
JACQUES.—¿Para qué? A fe mía que no lo sé.
AMO.—Y si es que quieres ganar tiempo, ¿por qué ir a pasito como tú vas?
JACQUES.—Es que a falta de saber lo que está escrito allá arriba, no nos es dado saber ni lo que queremos ni lo que hacemos, de modo que cada cual sigue su fantasía a la cual llaman razón, o su razón, que no suele ser sino peligrosa fantasía que unas veces sale bien y otras acaba mal. Mi capitán creía que la prudencia es una suposición, en la que nos autoriza la experiencia a considerar las circunstancias en que nos hallamos, como causa de ciertos efectos que podemos esperar o temer en el futuro.
AMO.—¿Y tú comprendías algo de todo eso?
JACQUES.—A buen seguro que sí, poco a poco me había ido haciendo a su lenguaje. Claro que, añadía el capitán, ¿quién puede jactarse de poseer bastante experiencia? Aquel que más presuma de estar provisto, ¿no se ha llamado nunca a engaño? Y además, ¿existe acaso un hombre capaz de apreciar con justeza sus circunstancias? Los cálculos que hacemos en nuestras mentes y el cálculo preciso inscrito en el registro de allá arriba son dos cálculos totalmente diferentes. ¿Somos nosotros quienes dirigimos el destino? o ¿es el destino el que nos lleva a su guisa? ¡Cuántos proyectos concertados con toda cordura han fallado, y cuántos están por fallar! ¡Cuántos proyectos insensatos han salido bien y cuántos no saldrán aún!
»Eso es lo que mi capitán me repetía siempre, después de la toma de Berg-op-Zoom y la de Mahón y aun añadía que la prudencia no nos asegura en absoluto el éxito de un empeño, mas sí puede consolamos y excusamos de alguno malogrado. Así es como, en vísperas de entrar en acción, dormía en su tienda de campaña como si estuviera en el cuartel, y se aprestaba al combate como quien va de sarao. De ése sí que hubierais dicho: ¡qué diablo de hombre!…
AMO.—¿Podrías tú decirme, Jacques, lo que es un loco y lo que es un cuerdo?
JACQUES.—¿Y por qué no? Un loco… esperad… es un hombre desventurado; por consiguiente un hombre venturoso es el cuerdo.
AMO.—¿Y en qué consiste ser dichoso o desdichado?
JACQUES.—Esto ya es más fácil: un hombre feliz es aquel cuya dicha está escrita allá arriba; por lo tanto, aquel cuyo infortunio está igualmente escrito, es el hombre desgraciado.
AMO.—¿Y quién ha escrito allá arriba la felicidad y el infortunio?
JACQUES.—¿Y quién ha hecho el gran rollo en el que todo está escrito? Conozco un capitán amigo de mi capitán que bien hubiera dado un doblón por saberlo; en cambio, él no hubiera dado un chavo, ni yo tampoco, pues a fe que de poco me serviría. ¿Evitaría yo por eso el hoyo que me está preparado para que me rompa la crisma?
AMO.—Creo que sí.
JACQUES.—Pues yo creo que no. Porque entonces tendría que haber una línea de escritura falsa en el inmenso rollo que contiene la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. Estaría escrito en el gran rollo: «Jacques se romperá la crisma tal día», y Jacques no se la rompería. ¿Os parece eso concebible, sea quien fuere el autor del gran rollo?
AMO.—Habría mucho que decir acerca de eso…
En éstas estaban cuando oyeron, a cierta distancia por detrás de ellos, gritos y ruidos. Volvieron la cabeza y vieron un tropel de hombres armados de varas y bieldos que avanzaban a todo correr. Vais a creer, buen lector, que se trataba de las gentes del mesón, los gañanes y los bandoleros de quienes hemos hablado. Vais a creer que de mañana habían echado abajo las puertas, a falta de llaves, y que los bandidos habían imaginado que los dos viajeros habían escapado con sus ropas. También Jacques lo creyó así y murmuró entre dientes: «¡Malditas sean las llaves y la fantasía o la razón que me hizo cargar con ellas! ¡Maldita sea la prudencia! Etc., etc.». Vais a creer que todo aquel gentío va a caerles encima a Jacques y a su amo, y que vamos a asistir a una acción sangrienta a golpes de tranca y a pistoletazo limpio. Y no dependería sino de mí que tal cosa sucediera. Pero, entonces, adiós a la verdad de la historia, adiós al relato de los amoríos de Jacques. No, nadie perseguía a nuestros viajeros; ignoro lo que sucedió en la posada tras su partida. Ellos continuaron camino adelante sin saber a dónde, aunque sí sabían más o menos a dónde querían ir, distrayendo el aburrimiento y el cansancio con el silencio y la charla, como suelen hacer los que van de viaje y aun también a veces los que están sentados.
Es bien evidente que no estoy haciendo una novela, pues que descuido lo que un novelista no dejaría de emplear. Quien tomara lo que escribo como verdad verdadera acaso andaría menos descaminado que quien por fábula lo tomara.
Esta vez fue el amo el primero en hablar comenzando con el estribillo consabido: «Bueno, Jacques, ¿y la historia de tus amores?».
JACQUES.—Ya no sé dónde estaba. Tantas veces fui interrumpido que más valdría empezar de nuevo…
AMO.—No, no. Recobrado de tu desvanecimiento a la puerta del chamizo, te encontrabas en un lecho, rodeado de la familia que allí habitaba.
JACQUES.—¡Muy bien! Lo que más apremiaba era encontrar un cirujano, y no había ninguno en una legua a la redonda. Así es que el buen hombre mandó montar a caballo a uno de sus chicos y lo envió al lugar que convenía. Entretanto, mi bienhechora había calentado vino tinto y, haciendo jirones una camisa vieja de su marido, se ocupó de escaldarme y bizmarme la rodilla, que pronto quedó cubierta de compresas y bien envuelta con trapos. Puso luego unos terrones de azúcar, sacados de entre las hormigas, en una porción de vino que había servido para mi emplasto y me lo eché al coleto de un trago; tras lo cual; me exhortaron a tener paciencia. Se hacía tarde, aquellas buenas gentes se sentaron en la mesa para cenar. Bien, ya han acabado la cena, y el rapaz sin venir, y yo sin cirujano. El padre empezó a amoscarse: era un hombre naturalmente tristón que se enfadaba con su mujer y no hallaba nada a su acomodo.
De malas maneras, mandó a los otros críos que se acostaran. La mujer se sentó en un banco y cogió la rueca; él, entretanto, iba y venía; y yendo y viniendo la hostigaba por todo y por nada: «Si hubieras ido al molino, como yo te dije…», y terminaba la frase indicando con la cabeza el lado de la cama.
»—Mañana iremos.
»—Era hoy cuando se debía ir, como yo te lo había dicho… Y esa paja que todavía queda por el cobertizo ¿a qué esperas para recogerla?
»—Mañana la recogeremos.
»—La paja que tenemos se está acabando y mejor hubiera sido meterla hoy mismo, como yo te dije… Y el montón de cebada que se está estropeando en el granero, apuesto a que ni has pensado en removerlo.
»—Los chicos lo hicieron.
»—Lo tenías que haber hecho tú misma. Si hubieras estado en el granero, no te habrías encontrado a la puerta cuando…
En aquel momento llegó un cirujano, luego otro, y hasta un tercero con el mozuelo de la casa.
AMO.—¿Y tú te encuentras sobrado de cirujanos, como san Roque de sombreros?
JACQUES.—El primero estaba ausente cuando el muchacho llegó a su casa; pero la esposa había prevenido al segundo, y el tercero se avino a acompañar al chico. «¡Bien, compadres, buenas noches, conque aquí estáis!», dijo el primero a los otros dos. Se habían puesto en marcha con toda diligencia, estaban acalorados, sedientos, así que sentáronse a la mesa donde todavía el mantel estaba puesto. La mujer baja; a la bodega y trae una botella; el marido rezonga desabrido: «¿Qué diablos tenía ella que hacer a la puerta en aquel momento?». Se ponen a beber, hablan de las enfermedades del lugar, empiezan a enumerar cada uno de sus remedios. Yo hago oír mis quejidos, y ellos me dicen: «Ahora, dentro de un momento nos ocuparemos de vos». Tras la primera botella, viene la segunda, a cuenta de mi tratamiento, luego una tercera y una cuarta, siempre a cuenta mía, y a cada botella el marido volvía a su primera exclamación: «¿Qué diablos hacía a la puerta?…».
Qué buen partido no hubiera sacado otro autor de aquellos tres cirujanos, de su conversación en llegando a la cuarta botella, del sinfín de curaciones maravillosas, de la impaciencia de Jacques, el mal humor del huésped, las opiniones de los Esculapios rurales acerca de la rodilla de Jacques, de sus distintos dictámenes, uno pretendiendo que Jacques sería hombre muerto si no se le cortaba la pierna rápidamente, el otro que lo necesario era extraerle la bala y las hilachas de ropa que con ella entraron en el cuerpo, y que así se le conservaría la pierna al pobre diablo. Y mientras así decían, se habría visto a Jacques considerando lastimosamente su pierna, despidiéndose de ella, igual que hizo uno de nuestros generales entre Dufouart y Louis.[3] El tercer cirujano habría podido decir tantas majaderías como para entablar una disputa y que se hubiera pasado de las invectivas a las manos.
Pero no, os dispenso de todo eso que puede encontrarse en las novelas, en las comedias antiguas y en la vida social. Cuando volví a oír al aldeano refunfuñar enojado contra su mujer: «¡Qué diablos hacía a la puerta!», me vino a las mientes el Harpagon de Molière cuando dice de su hijo: «¿Qué tenía él que hacer en aquella galera?». Y tuve para mí que no se trata sólo de ser veraz, sino de serlo con donaire y por eso ya había hecho costumbre el decir: «¿Qué tenía él que hacer en aquella galera?»,[4] mientras que la frase de mi pobre hombre, «¿Qué hacía en la puerta?», no quedaría nunca como proverbio.
No tuvo Jacques con su amo la misma reserva que con vos guardo yo; él no omitió la menor circunstancia, ningún pormenor, tanto que a punto estuvo de que se le durmiera por segunda vez. Al fin, si no el más hábil, sí fue al menos el más vigoroso de los tres cirujanos quien se adueñó del paciente.
¡No iréis ahora, me diréis, a sacar ante nuestros ojos bisturíes, a sajar carnes, a derramar sangre, a mostrar una operación quirúrgica! ¿Qué, a vuestro parecer no sería eso de buen gusto? Ea, dejemos lo de la intervención quirúrgica; pero habéis de permitir, al menos, que Jacques confíe a su amo, tal como realmente lo hizo: «¡Ah, señor, qué terrible hazaña es recomponer una rodilla destrozada!», y que su amo le conteste una vez más: «Vamos, vamos, Jacques, te estás burlando…». Pero lo que no haría yo, ni por todo el oro del mundo, es dejaros en la ignorancia de lo que sigue: No bien hubo el amo de Jacques pronunciado tan impertinente respuesta, he aquí que su caballo tropieza y se cae, el jinete va a dar con su rodilla en un canto de punta, y ahí le tenéis gritando como un desalmado: «¡Muerto soy! ¡Me he roto la rodilla!».
Por más que Jacques, hombre de buena pasta si los hay, estuviese muy encariñado con su amo, daría yo cualquier cosa por saber lo que en aquel momento pasó en las profundidades de su alma, tal vez no al primer pronto, mas sí cuando se hubo percatado de que la caída no tendría graves consecuencias, y si fue capaz de reprimir cierta fruición íntima al ver que su amo venía a aprender por sí mismo lo que era una herida en la rodilla. Otra cosa, que mucho me gustaría que me dijerais,(lector amigo), es si el amo no hubiera preferido herirse, incluso de mayor gravedad, en otra parte que no fuera precisamente la rodilla, o si no sufrió más por la vergüenza que por el dolor.
Así que el amo se repuso un poco de su caída y de su soponcio, volvió a montar y clavó cinco o seis veces las espuelas a su caballo, que salió disparado como un rayo. Otro tanto hizo la cabalgadura de Jacques, pues la misma intimidad había entre ambos animales que entre los dos hombres: eran dos pares de amigos.
Tan pronto los dos caballos recobraron, sin aliento, el paso habitual, Jacques inquirió:
—Y bien, señor, ¿qué os parece?
AMO.—¿Parecerme qué?
JACQUES.—La herida en la rodilla.
AMO.—Soy de tu opinión: es una de las más crueles.
JACQUES.—¿Para vuestra rodilla?
AMO.—No, no, para la tuya, la mía, para todas las rodillas del mundo.
JACQUES.—¡Ay! Mi amo y señor, que no lo habéis pensado bien; creedme, nunca nos compadecemos sino de nosotros mismos.
AMO.—¡Locura fuera!
JACQUES.—¡Ah! ¡Si yo atinara a decir como a pensar! Pero está escrito allá arriba que habré de tener las cosas en la cabeza y que no se me ocurrirán las palabras.
Aquí, Jacques se lió a explicar una metafísica muy sutil y acaso muy verdadera, tratando de que su amo concibiera que la palabra dolor estaba vacía de toda idea y no empezaba a significar algo sino en el momento en que traía a nuestra memoria una sensación que ya habíamos experimentado. Su amo le preguntó entonces si por ventura había parido alguna vez.
JACQUES.—Claro que no.
AMO.—¿Y crees tú que sea un sufrimiento muy grande eso de parir?
JACQUES.—Téngolo por seguro.
AMO.—¿Tú compadeces a las mujeres que están de parto?
JACQUES.—Mucho.
AMO.—¿Así es que puedes compadecerte de alguien que no seas tú?
JACQUES.—Me compadezco de aquellos o de aquellas que se retuercen, que se tiran de los cabellos, que gritan, porque sé por propia experiencia que no se hace eso sino cuando se sufre. Pero en lo que atañe al dolor de la mujer en el momento de parir, no me mueve a compasión; no sé lo que es eso, a Dios gracias. Pero volviendo a un padecimiento que vos y yo conocemos, la historia de mi rodilla, que es también ya vuestra historia por causa de la caída…
AMO.—No, Jacques; la historia de tus amores, que también son míos por mis pasadas cuitas.
JACQUES.—Bien. Pues… ya me han aplicado los remedios, me encuentro más aliviado, el cirujano se ha ido, y mis huéspedes se han retirado a acostarse. He de decir que su habitación no estaba separada de la mía sino por unas tablas mal juntadas recubiertas de un papel gris, y en ese papel había algunas estampas de colores. Yo no conciliaba el sueño, y oí a la mujer que decía a su marido:
»—Dejadme, no estoy para bromas ahora. ¡Un pobre desdichado que se muere a nuestra puerta!
»—Mujer mía, todo eso me lo cuentas después de…
»—No, no va a haber nada de eso. Y si no os estáis quieto, me levanto. Pues sí, que me iba a aprovechar mucho estando como estoy con el corazón encogido.
»—¡Oh, si te haces tanto de rogar, tú te lo vas a perder!
»—No es por hacerme de rogar, es que algunas veces tenéis tan duras maneras… es que… es que…
»Tras una breve pausa, tomó el marido la palabra y manifestó:
»—Puestos así, mujer, habrás de reconocer que por tanta compasión desatinada nos has metido en un apuro del que es casi imposible salir. Llevamos muy mal año, apenas si alcánzanos a cubrir nuestras necesidades y las de nuestros hijos. ¡El grano está a un precio!… ¡No hay vino! Y si aún se encontrara dónde trabajar, pero los ricos se desentienden, y los pobres no tienen donde caerse muertos; para un día de jornal, cuatro se dan por perdidos. Nadie paga lo que debe, los acreedores se muestran de una exigencia desesperante y mira tú que te sales por dar hospitalidad a un desconocido, que no se marchará de aquí hasta que Dios lo quiera y ese cirujano que no se espabilará para sanarlo, pues ya se sabe que los médicos hacen durar las enfermedades tanto como pueden. Ese hombre no tiene un chavo, y va a duplicar o triplicar nuestros gastos, así es que yo te pregunto: mujer, di, ¿cómo piensas deshacerte de él? Habla, explícate, dame alguna razón.
»—¿Es que se puede siquiera hablar con vos?
»—Te quejas de que soy malhumorado, de que gruño y regaño, ¿y quién no?, ¿quién no iba a regañar? Nos quedaba aún en la bodega un poco de vino, pero Dios sabe el tole que va a llevar. Los cirujanos se bebieron ayer noche más de lo que nosotros y los chicos hubiéramos bebido en toda la semana. Y ese médico no va a estar viniendo de balde, tenlo por seguro, y ¿quién le va a pagar?
»—Sí, eso está muy bien dicho, y porque estamos en la miseria se os antoja hacerme otro crío, como si no tuviéramos ya bastantes.
»—¡Que no, mujer, que no!
»—¡Que sí, hombre, que sí! Estoy segura de que me voy a quedar preñada.
»—Eso es lo que dices cada vez que…
»—Y siempre he acertado cuando la oreja me picaba ¡ya está!, siento un picor más fuerte que nunca.
»—Tu oreja no sabe lo que se dice.
»—¡No me toques! ¡Y deja mi oreja en paz! ¡Que me dejes, hombre! ¿Es que te has vuelto loco? ¡Acabarás por ponerte malo!
»—No, no, eso no me ha sucedido desde la noche de San Juan.
»—Te las arreglarás tan bien que… ya verás, de aquí a un mes me pondrás mala cara, como si fuera culpa mía el que…
»—Que no, que no…
»—Y dentro de nueve meses atan será mucho peor.
»—No, no…
»—Tú te lo habrás buscado, ¿de acuerdo?
»—Que sí, que sí…
»—¿Te acordarás, verdad? ¿No irás luego a decir como las otras veces…?
»—Sí, mujer, sí…
»Y es así como, de no, no, que no, a sí, que sí, aquel hombre que estaba tan enrabietado contra su mujer porque ésta había cedido a un sentimiento humanitario…
AMO.—Eso mismo me estaba yo diciendo.
JACQUES.—Cierto que ese marido no era muy consecuente que digamos, pero él era joven y bonita su mujer… Nunca se hacen más hijos que en tiempos de miseria.
AMO.—Nadie como los míseros para multiplicarse…
JACQUES.—Un hijo más no representa nada para ellos, de todas formas viven de la caridad, Y al fin y al cabo, es el único placer que no cuesta dinero; se consuelan por la noche, sin hacer gasto, de las calamidades del día… Ahora bien, las observaciones de aquel hombre no dejaban de ser justas. Mientras yo me estaba diciendo todo eso a mí mismo, volví a sentir un vivísimo dolor en la rodilla y grité: «¡Ay, ay, mi rodilla!», y el marido gritó a su vez: «¡Ay, mujer mía!…». Y la mujer chilló:
»—¡Ay, marido mío! Pero… ¡Pero ese mozo que está ahí…!
»—¿Qué pasa con el mozo?
»—¡Pues que seguro que nos ha estado oyendo!
»—¡Que nos oiga!
»—Mañana no me atreveré a mirarle a la cara…
»—¿Por qué no? ¿Acaso no eres mi mujer? ¿Y no soy yo tu marido? Un marido que tiene mujer, una mujer que tiene marido, ¿habría de ser para nada?
»—¡Ay, ay!
»—¿Qué ocurre ahora?
»—¡Mi oreja…!
»—Tu oreja, ¿qué le pasa a tu oreja?
»—Me pica más que nunca.
»—Duérmete, así se te pasará.
»—No puedo, no puedo… ¡Ay mi oreja! ¡Ay mi oreja!
»—La oreja, la oreja, eso se dice pronto…
»Excuso relataros lo que pasaba entre ambos; sólo diré que la mujer, tras haber repetido varias veces lo de su oreja, en voz baja y precipitada, acabó por balbucear sílabas entrecortadas: “La o… re… ja…”, y después de ese tartamudeo, no sé qué otra cosa, lo cual, unido al silencio que siguió me hizo pensar que, de una u otra forma, su picor de oreja se le había pasado. Y, lo que son las cosas, eso me causó placer. ¡No digamos si le causó a ella!
AMO.—Jacques, con la mano en el corazón, júrame que no es de esa mujer de quien te enamoraste.
JACQUES.—¡Lo juro!
AMO.—Pues peor para ti.
JACQUES.—Sea peor o mejor. ¿Por ventura creéis que las mujeres que tienen una oreja como la que ella tenía escuchan de buen grado?
AMO.—Me parece que eso debe estar escrito allá arriba.
JACQUES.—Y yo creo que está escrito a renglón seguido que no escuchan por mucho tiempo al mismo, sino que son un poquillo aficionadas a prestar oídos a unos y a otros.
AMO.—Bien pudiera ser.
Y de nuevo se enzarzan en una interminable discusión sobre las mujeres, el uno pretendiendo que eran buenas, el otro sosteniendo que malas: y ambos tenían razón; el uno que necias, el otro que ingeniosas: y ambos tenían razón; el uno que falsas, el otro que leales: y ambos tenían razón; el uno que eran avariciosas, el otro que eran dadivosas; y ambos tenían razón; el uno que bonitas, el otro que feas: y ambos tenían razón; el uno que charlatanas, el otro que discretas; el uno que francas, el otro que taimadas; el uno que ignorantes, el otro que ilustradas; el uno que honestas, el otro que libertinas; el uno que locas, el otro que sensatas; el uno que altas, el otro que pequeñas: y ambos tenían razón.
Según iban en esta disputa que bien hubiera podido llevarles a dar la vuelta al mundo sin dejar de hablar un minuto y sin llegar a ponerse de acuerdo, he aquí que les sorprende una tormenta que les obliga a dirigirse a… «¿Adónde?». Dónde, dónde…Lector, ¡sois de una curiosidad que va resultando molesta! ¿Y qué diablos os importa eso? ¿Qué saldríais ganando si os digo que llegaron a Pontoise o a Saint-Germain, a Nuestra Señora de Loreto o a Santiago de Compostela? Si tanto insistís, os diré que se encaminaron hacia… sí, eso, ¿por qué no?… hacia un inmenso castillo que tenía un frontispicio en el que había escrito: «A nadie pertenezco y pertenezco a todos. Ya estabais dentro antes de entrar, y aún lo estaréis cuando salgáis». «¿Entraron, pues, al castillo?» No, pues o el lema mentía, o bien ya estaban en el castillo sin haber entrado. «¿Pero al menos sí que saldrían?…» No, pues o la inscripción era falsa o aún estaban dentro una vez que hubieron salido. «¿Entonces qué hicieron?» Jacques decía que hicieron lo que estaba escrito allá arriba, su amo, que hicieron lo que les vino en gana: y ambos tenían razón. «¿A quiénes encontraron allí?» Gentes muy diversas. «¿Qué decían?» Algunas verdades y muchas mentiras. «¿Había allí o no había personas de muchas luces?» ¿Dónde no las hay? Y también malditos preguntones de los que huían como de la peste. Lo que más les chocó a Jacques y a su amo durante todo el tiempo que por allí anduvieron… «¿Así pues, anduvieron?» No se hacía otra cosa, a menos de estar sentados o acostados. Lo que más sorprendió, pues, a Jacques y a su amo, fue hallar allí a una veintena de picaros que se habían adueñado de los más suntuosos aposentos, en los que casi siempre se encontraban apiñados, los cuales pretendían, en contra del derecho común y del auténtico sentido del lema inscrito, que el castillo les había sido legado con toda propiedad, y que, con ayuda de algunos malandrines a sueldo, habían convencido a otro buen número de bribones, dispuestos a colgar o degollar, por cuatro perras, al primero que hubiera osado contradecirles; sin embargo, en tiempos de Jacques y su amo, sí había quien osaba alguna vez, «¿Impunemente?» Según se mire…
Vais a decir que me estoy entreteniendo a vuestra costa, y que no sabiendo ya qué hacer con mis dos viajeros, me lanzo a la alegoría, que es el recurso habitual de las mentes estériles. Voy a sacrificar mi alegoría y cuanto provecho pudiera sacar de ella; os daré la razón en todo cuanto queráis, pero a condición de que no me molestéis más sobre la última morada de Jacques y de su amo; sea que hubieran llegado a una gran ciudad y se acostaran en una casa de citas; que pasaran la noche con un viejo amigo que les diera cobijo y los agasajara; que se refugiaran en una hospedería de frailes mendicantes donde fue malo el albergue y peor el yantar, por amor de Dios; que fuesen acogidos en la mansión de un gran señor y allí careciesen de todo lo necesario en medio de todo lo superfluo; que salieran por la mañanita de una gran posada donde les hicieron pagar caro una mediocre cena servida en platos de plata y una noche entre cortinas de damasco y sábanas húmedas y arrugadas; que hubieran recibido la hospitalidad de un cura de pueblo, quien, sin más medios que el diezmo anual, hubo de poner a contribución los corrales de sus feligreses para obtener con qué hacer una tortilla y una pepitoria de pollo; que se hubieran embriagado con excelentes vinos, atracado de manjares, y pillado una indigestión en una rica abadía de benedictinos; pues aunque cualquiera de esas posibilidades os parezca factible, no era Jacques de tal opinión: sólo podía realmente suceder lo que estaba escrito allá arriba. Lo que sí es cierto es que, sea cual fuere el lugar donde se os antoje ponerlos de nuevo en camino, apenas habían dado veinte pasos cuando el amo de Jacques volvió a preguntar a éste, no sin antes haber tomado su acostumbrada porción r de rapé:
AMO.—Y bien, Jacques, ¿qué hay de la historia de tus amores?
En lugar de responder, exclamó:
JACQUES.—¡Al diablo la historia de mis amores! ¡Pues no resulta ahora que me he dejado…!
AMO.—¿Qué te has dejado?
Sin contestarle, Jacques rebuscaba algo y hasta se volvía los bolsillos, mas inútilmente. Se había olvidado la bolsa de viaje en la cabecera de la cama, y así que lo hubo confesado a su amo, prorrumpió éste en exclamaciones:
AMO.—¡Al diablo la historia de tus amores! ¡Pues no resulta ahora que me he dejado el reloj colgado en la chimenea!
No se hizo de rogar Jacques, al instante volvió grupas y se dirigió a paso lento, ya que él nunca tenía prisa… «¿Al inmenso castillo?» No, no. Entre los diferentes albergues posibles que os he enumerado, podéis elegir aquel que mejor convenga a la presente circunstancia.
Iba el amo entretanto camino adelante, así es que ahora tenemos al amo y al criado separados y no sé a cuál de los dos seguir primero. Si queréis seguir a Jacques, habéis de tener cuidado: la búsqueda de la bolsa y del reloj podría resultar tan larga y compleja que tardase mucho el mozo en reunirse con su amo, único confidente de sus amores, y entonces ¡adiós a la historia de los amores de Jacques! Si, por el contrario, lo abandonáis en la recuperación de la bolsa y del reloj, y tomáis partido por el amo, daréis muestras de cortesía, pero os aburriréis, que de esta especie aún nada sabéis. El amo tiene pocas ideas en la sesera y si se le alcanza decir algo cuerdo, viene de reminiscencia o por inspiración ajena. Cierto que tiene ojos, como vos y como yo, pero casi nunca se sabe si mira. No duerme, pero tampoco vela, se deja existir: ésa es su función habitual. Como un autómata iba hacia adelante, volviéndose de vez en cuando para ver si Jacques estaba de regreso; descabalgaba y seguía un trecho andando; montaba de nuevo, hacía un cuarto de legua y otra vez echaba pie a tierra y se sentaba, la brida del caballo enrollada al brazo y la cabeza apoyada en las dos manos. Cuando se cansaba de esa postura, se levantaba y escudriñaba a lo lejos por si volvía Jacques. Ni rastro de Jacques. Entonces se impacientaba y sin darse cuenta si hablaba o callaba, decía: «¡Verdugo, perro, bellaco! ¿Dónde se ha metido? ¿Qué hace? ¿Tanto tiempo necesita para recoger una bolsa y un reloj? Lo voy a deslomar a golpes, sí por cierto; que lo deslomaré». Luego buscaba el reloj en el bolsillo del chaleco donde, naturalmente, no se hallaba, y así se desolaba aún más, pues no sabía componérselas sin su reloj, sin su tabaquera y sin Jacques; eran los tres grandes recursos de su vida, que consistía en eso: mirar la hora, tomar polvo de rapé y preguntar a Jacques, alternando las tres cosas en todas las combinaciones posibles. Privado de su reloj y de Jacques, se veía reducido a la tabaquera solamente, así es que la abría y la cerraba a cada momento, como hago yo también cuando me aburro. Lo que por la noche queda de tabaco en mi tabaquera está en razón directa de la diversión, o inversa con el aburrimiento del día.
Te suplico, lector, que te familiarices con esta forma de decir un poco en términos de geometría, porque pareciéndome precisa haré uso de ella con frecuencia.
¿Qué me decís? ¿Que ya os habéis hartado del amo y pues que el criado no viene a vosotros, queréis que vayamos nosotros a él? ¡Pobre Jacques! En este mismo momento en que de él hablamos, está exclamando dolorosamente: «¡Estaba, pues, escrito allá arriba que en un mismo día fuese yo prendido por salteador de caminos, a punto de ser conducido a la cárcel, y acusado de haber seducido a una muchacha!».
Y es que, conforme iba aproximándose pasito a pasito… ¿al castillo? No, al lugar donde pasaron la última noche, he aquí que cruza por su lado uno de esos merceros ambulantes o buhoneros y le grita: «Vea el caballero ligas, cinturones, cadenas de reloj, tabaqueras del gusto más reciente, auténticos Jaback,[5] sortijas, broches de reloj. Mirad, señor, qué reloj, un precioso reloj de oro, cincelado, con doble tapa y como nuevo…». Jacques le contesta: «Sí que ando buscando un reloj, pero no es el tuyo…». Y sigue su camino, siempre pasito a pasito. Y según iba, le pareció ver escrito allá arriba que el reloj que aquel hombre le ofrecía era precisamente el de su amo. Vuelve, pues, sobre sus pasos y dice al buhonero:
—¡Eh, amigo, enseñadme ese reloj de oro, se me antoja que pudiera convenirme!
—A fe mía que no me extrañaría nada. Es una hermosa pieza, muy hermosa, de Julien Le Roi. Hace sólo un rato que me pertenece, lo he adquirido por una miseria, os lo dejaré a buen precio. Me gustan las pequeñas ganancias repetidas, pero en estos tiempos que corren somos bien desdichados y pueden pasarse tres meses sin que vuelva a darse una ganga semejante. Vos me parecéis galante caballero y preferiría que fuerais vos quien aprovechaseis antes que otro cualquiera…
Mientras hablaba, el mercero había colocado su valija en el suelo, la había abierto y había sacado el reloj que Jacques reconoció inmediatamente, sin asombrarse por ello; pues si nunca se apresuraba, sólo raramente se sorprendía. Mira y remira Jacques el reloj y se dice en su fuero interno: «Sí, éste es…», y al buhonero: «Razón tenéis es hermoso, muy hermoso y sé que es bueno…». Dicho lo cual coge el reloj y se lo mete tranquilamente en el bolsillo del chaleco, diciendo al buhonero:
—¡Amigo mío, muchas gracias!
—¡Cómo que muchas gracias!
—Sí, que el reloj es el de mi amo.
—Yo no conozco a vuestro amo, este reloj es mío, yo lo he comprado y pagado bien…
Y agarrando a Jacques por el pescuezo se esfuerza por recuperar el reloj. Jacques se arrima a su caballo, empuña una de sus pistolas y apoyándola en el pecho del buhonero le dice:
—¡Apártate o eres hombre muerto!
El buhonero, aterrorizado, lo suelta; Jacques monta de nuevo a caballo y cabalgando se dirige lentamente hacia la ciudad, mientras se dice: «Ya he recobrado el reloj, veamos ahora cómo recupero la bolsa…».
El buhonero entretanto se apresura a cerrar su baúl, lo coloca a sus espaldas y vase tras de Jacques gritando:
—¡Al ladrón! ¡Al ladrón, asesino, socorro! ¡A mí, socorro, a mí!
Era la época de las cosechas, los campos estaban llenos de labriegos. A los gritos, todos dejan hoces y guadañas, se agolpan en torno al buen hombre desconsolado y le preguntan dónde está el ladrón, dónde está el asesino.
—¡Es aquél! ¡Por allí va!
—¡Cómo! ¿Aquel que se encamina a paso lento hacía las puertas de la ciudad?
—Ese mismo.
—Vamos, hombre, estáis loco, no es ése el paso que lleva un ladrón.
—Pues lo es, lo es, os lo digo yo, me ha quitado por la fuerza un reloj de oro…
Aquellas gentes no sabían si hacer más caso a los gritos del mercero o al paso despacioso de Jacques, aunque el acusador repetía:
—Hermanos míos, si no me socorréis soy un hombre arruinado. El reloj vale lo menos treinta luises, ¡ayudadme! ¡Se lleva mi reloj! Y si se le ocurre picar espuelas, por bien perdido lo doy…
Aunque Jacques no alcanzase ya a oír los gritos, sí que podía ver fácilmente el gentío, pero no por ello aceleraba el paso. Con el acicate de una recompensa, el buhonero logró animar a los campesinos para que persiguieran a Jacques. Hete aquí, pues, que un tropel de hombres, mujeres y chicos la emprendió contra él a los gritos de: «¡Ladrón, ladrón, asesino!…». Y el buhonero les seguía tan de cerca como le permitía el pesado fardo que llevaba a cuestas y chillando: «¡Al ladrón! ¡Al ladrón!».
Y entran en la ciudad —pues es en una ciudad donde Jacques y su amo habían pasado la noche anterior, ahora me acuerdo—; los habitantes salen de sus casas, se unen a los campesinos y al buhonero y juntos vociferan: «¡Al ladrón, al ladrón, al asesino!». Todos dan alcance a Jacques al mismo tiempo, el buhonero se abalanza sobre él, Jacques le larga una patada que le tira al suelo, sin que deje de gritar: «Malvado, bellaco, desalmado, devuélveme mi reloj. Tendrás que devolvérmelo y aun así serás colgado…». Jacques, con toda su sangre fría se dirige a la muchedumbre que iba en aumento a cada instante: «Hay aquí un alcalde mayor; que me lleven ante él, yo le demostraré que no soy un bribón y que bien pudiera serlo este hombre. Le he quitado un reloj, es cierto, pero ese reloj es el de mi amo. No soy un desconocido en esta buena villa: anteanoche llegamos mi amo y yo y nos hospedó el corregidor, que es amigo suyo».
Si no os dije que Jacques y su amo habían pasado por Conches y que se habían alejado en casa del corregidor, es porque no me acordé antes de ese detalle. «Conducidme a casa del corregidor», decía Jacques mientras ponía pie a tierra. Iba en medio del cortejo, él, junto a su caballo y el buhonero. Caminan lo necesario y llegan a la puerta del corregidor. Entran Jacques, el caballo y el buhonero, los dos hombres sujetándose mutuamente por las solapas. La muchedumbre se queda fuera.
A todo esto, ¿qué hacía entretanto el amo de Jacques? Se había quedado traspuesto en la cuneta, las riendas del caballo enrolladas al brazo, mientras el animal pastaba en la hierba alrededor del durmiente, cuanto le permitía el ronzal. Así que el corregidor vio a Jacques, exclamó:
—¡Ah! ¿Eres tú, mi buen amigo Jacques? ¿Y qué es lo que te trae por aquí a ti solo?
—El reloj de mi amo, señor, que se había dejado olvidado en la chimenea y yo he encontrado en la valija de este hombre; y nuestra bolsa, que me dejé en la cabecera de mi cama, y que podremos recuperar si vos lo ordenáis.
—Y está escrito allá arriba… —añadió el magistrado.
Hizo al punto llamar a sus criados y al instante el buhonero señaló a un barbián de mala catadura, que había entrado a servir en la casa hacía poco, y afirmó:
—Éste es el que me vendió el reloj.
El magistrado, adoptando un aire severo, dijo al buhonero y a su criado:
—Ambos mereceríais ir a galeras, tú por haber vendido el reloj y tú por haberlo comprado.
Y luego, a su doméstico:
—Devuélvele a este hombre su dinero y quítate presto la librea de mi casa.
A continuación, dirigiéndose al buhonero:
—Date prisa en marcharte de esta comarca si no quieres quedarte en ella para siempre. Hacéis los dos un oficio que trae la desgracia… Jacques, ahora de lo que se trata es de tu bolsa.
Aquella que se la había apropiado compareció sin hacerse de rogar: era una moza garrida y de buenas carnes.
—Soy yo, señor, quien tiene la bolsa —dijo a su amo—, pero no la robé: fue él quien me la dio.
—¿Que yo os di mi bolsa?
—Sí.
—Puede ser, pero que el diablo me lleve si me acuerdo.
El magistrado dijo a Jacques:
—Vamos, vamos, Jacques, no le demos más vueltas al asunto…
—Señor, yo…
—La muchacha es bonita y a lo que parece complaciente.
—Señor, os juro…
—¿Cuánto había en la bolsa?
—Unas novecientas diecisiete libras,
—¡Ah! ¡Charlatana! Novecientas diecisiete libras por una noche, es demasiado para ti y para él. Trae acá esa bolsa…
La muchacha entregó la bolsa a su amo, quien sacó un escudo de seis francos y se lo tiró diciendo:
—Toma, ahí tienes el precio de tus servicios. Vales más, pero para otro que no sea Jacques. Te deseo el doble todos los días, pero fuera de mi casa, ¿me entiendes? Y tú, Jacques, apresúrate a montar a caballo y volver con tu amo.
Jacques saludó al magistrado y se alejó sin replicar, pero se iba diciendo para sus adentros: «¡La muy descarada, la tunanta! ¡Conque estaba escrito que sería otro el que con ella holgara y Jacques quien pagara! Vamos, Jacques, consuélate, ¿no te das por satisfecho con haber recuperado tu bolsa y el reloj de tu amo con tan menguado esfuerzo?».
Jacques monta gallardamente y atraviesa la multitud que se había congregado a la entrada de la mansión del magistrado; pero como se le hacía muy cuesta arriba que todas aquellas gentes pudieran tomarlo por un bribón, presumió de reloj sacándole del bolsillo y simulando mirar la hora; luego picó espuelas y aunque su caballo tenía de ello poca costumbre, no dejó de arrancar con mayor celeridad. Lo habitual en Jacques era dejarle hacer según su capricho, pues tan molesto encontraba hacerle parar cuando galopaba, como acuciarle cuando iba al paso.
El hombre cree ser dueño de su destino; pero siempre es el destino el que nos conduce: y el destino, para Jacques, era todo cuanto le tocaba o concernía: su caballo, su amo, un fraile, un perro, una mujer, una mula, una corneja… Iba, pues, su caballo conduciéndole rápidamente hacia su amo, que se había quedado adormilado al borde del camino, con la brida enrollada al brazo, como ya os dije. El caballo estaba en aquel entonces retenido por el ronzal, pero cuando Jacques llegó, la rienda sí que estaba en su sitio, mas no el animal. Sin duda un pícaro se había arrimado al durmiente, había cortado la correa con sigilo y se había llevado el caballo. Al llegar Jacques, el ruido de los cascos despertó a su amo, y sus primeras palabras fueron:
—Ven, ven acá, pillastre, que te voy a…
Se interrumpió bostezando hasta desquijararse.
JACQUES.—Bostezad, bostezad, señor, cuanto os venga en gana, pero ¿dónde está vuestro caballo?
AMO.—¿Mi caballo?
JACQUES.—Bien digo, vuestro caballo.
El amo dándose cuenta entonces de que le habían robado el caballo, se disponía a caer sobre Jacques para azotarlo con lo que de brida le quedaba, cuando éste le dijo:
JACQUES.—Poco a poco, señor, con el día que llevamos, ya no estoy de humor para dejarme deslomar. Aguantaré el primer golpe, pero os juro que al segundo pico espuelas y aquí os quedáis.
Esta amenaza de Jacques tuvo la virtud de disipar súbitamente el furor de su amo, que preguntó con un tono más suave:
AMO.—¿Y mí reloj?
JACQUES.—Aquí está.
AMO.—¿Y tu bolsa?
JACQUES.—Aquí está.
AMO.—Has tardado mucho.
JACQUES.—No tanto para todo lo que he tenido que hacer. Escuchad bien: fui hasta allí, me batí, amotiné contra mí a todos los campesinos que en el campo trabajaban y a los habitantes de la villa, fui tomado por salteador de caminos, y conducido ante el juez, soporté los interrogatorios, hice que casi colgaran a dos hombres, despidieron a un criado y echaron a una sirvienta, he sido declarado convicto de haberme acostado con una mujerzuela a quien jamás había visto antes y a quien, sin embargo, hube de pagar, y he hecho el camino de vuelta.
AMO.—Y yo, mientras tanto…
JACQUES.—Mientras tanto estaba escrito allá arriba que os habíais de dormir y que os robarían vuestro caballo. Puesto que es así, ¡qué le vamos a hacer! No pensemos más en ello, es un caballo perdido y acaso esté escrito allá arriba que lo encontraremos.
AMO.—¡Mi caballo! ¡Mi pobre caballo!
JACQUES.—Por más que continuéis vuestras lamentaciones hasta mañana, no cambiará un ápice la situación.
AMO.—¿Y qué haremos ahora?
JACQUES.—Vais a montar a mi grupa, a menos que prefiráis que nos quitemos las botas, las atemos a la silla de mi caballo y continuemos nuestro camino a pie.
AMO.—¡Mi caballo! ¡Mi pobre caballo!
Tomaron el partido de seguir andando, el amo sin dejar de exclamar de vez en cuando: «¡Mi caballo! ¡Mi pobre caballo!», y Jacques parafraseando el resumen de sus aventuras. Al tocar lo de la acusación injusta, el amo no pudo menos que inquirir:
AMO.—¿Es verdad, Jacques, que no te habías acostado con esa moza?
JACQUES.—Verdad es, señor.
AMO.—¿Y la pagaste?
JACQUES.—Sí, por cierto.
AMO.—Pues yo fui una vez en mi vida más desdichado que tú.
JACQUES.—¿Pagasteis después de haberos acostado?
AMO.—Tú lo has dicho.
JACQUES.—¿Y no me lo contaréis?
AMO.—Antes de entrar en la historia de mis amores, hemos de salir de la historia de los tuyos. Conque, vamos, Jacques, ¿y tus amoríos? Conste que voy a tomarlos por los primeros y únicos de tu vida, no obstante la aventura de la sirvienta del corregidor de Conches. Pues, hubiéraste acostado con ella, no por eso tenías que haber estado enamorado. Todos los días nos acostamos con mujeres a las que no amamos y, en cambio, no nos acostamos con aquellas a quienes adoramos. Pero…
JACQUES.—Pero ¿qué? ¿Qué ocurre?
AMO.—¡Mi caballo!… Jacques, amigo mío, no te enfades; ponte en el lugar de mi caballo, supón que yo te hubiera perdido y dime si no habías de tenerme en mayor estima oyéndome exclamar: «¡Mi Jacques! ¡Mi pobre Jacques!».
Jacques sonrió y dijo:
—Yo iba, me parece, por e] discurso de mi huésped con su mujer durante la noche que siguió a mi primera cura de la rodilla. Descansé un poco. El hombre y su mujer se levantaron algo más tarde que de costumbre.
AMO.—Bien lo creo.
JACQUES.—Al despertarme, descorrí con cuidado las cortinas y vi al matrimonio y al cirujano en conferencia secreta cerca de la ventana. Después de lo que había oído durante la noche, no me era difícil adivinar de lo que allí se trataba. Tosí, el cirujano dijo al marido:
»—Ya se ha despertado. Compadre, bajad a la bodega y bebamos un trago, es bueno para tener mano segura; luego quitaré el entablillado y ya veremos lo que conviene.
»Traída la botella y vaciada, pues en términos médicos beber un trago quiere decir vaciar al menos una botella, el cirujano se acercó a mi lecho y me dijo:
»—¿Cómo habéis pasado la noche?
»—Bastante bien.
»—A ver, el brazo… Bueno, bueno… el pulso no es malo y ya casi no tenéis fiebre. Hay que mirar esa rodilla… Vamos, comadre —dijo dirigiéndose a la mujer que estaba a los pies de mi cama, detrás de la cortina—, ¡ayudadnos! —Ella llamó a uno de sus hijos—. No es un niño lo que nos hace falta aquí, sois vos. Un movimiento desmañado y tendríamos tarea para un mes. Acercaos… —La mujer se acercó con los ojos bajos—. Sostened esta pierna, la buena, yo me encargo de la otra. Con cuidado, con cuidado… Hacia mí, otro poco hacia mí… Buen amigo, volved un poco el cuerpo a la derecha… a la derecha digo…, y ya está…
»Yo me agarraba al colchón con las dos manos, rechinaba los dientes, el sudor me caía a lo largo del rostro.
»—Amigo, esto no es plato de gusto.
»—Ya, ya lo noto.
»—Hemos terminado. Comadre, soltad la pierna, coged la almohada, acercad la silla y poned la almohada encima… Más cerca… Un poco más retirada… Amigo, dadme la mano y apretad fuerte. Comadre, pasad al otro lado de la cama y sostenedle por debajo de los brazos… Estupendo… Compadre, ¿no queda nada en la botella?
»—No.
»—Pues venid a reemplazar a vuestra mujer y que ella baje a buscar otra… Bien, bien, podéis llenarme el vaso. Mujer, dejad a vuestro hombre ahí donde está y venid a mi lado.
»La mujer volvió a llamar a uno de sus hijos y el cirujano protestó:
»—¡Eh, por todos los diablos, ya os he dicho que no es un rapaz lo que necesitamos! Poneos de rodillas, pasad la mano por debajo de la pantorrilla… Comadre, estáis temblando como si hubierais cometido un crimen. Vamos, vamos, ánimo… La mano izquierda debajo del muslo, ahí, más arriba, sin llegar al vendaje… ¡Eso es, muy bien!
»Y las costuras fueron cortadas, las vendas desenrolladas, el entablillado levantado y mi herida puesta al descubierto. El cirujano palpa por arriba, por debajo, por los lados, y a cada vez que me toca exclama:
»—¡Ignorante! ¡Burro! ¡Zoquete! ¡Y pretendía entender de cirugía! ¿Es ésta una pierna que haya de cortarse? Yo respondo de que ha de durar tanto como la otra.
»—¿Curaré?
»—No serías el primero a quien he sanado.
»—¿Podré andar?
»—Andaréis.
»—¿Sin cojear?
»—Eso ya es otra cosa, ¡Diablo, amigo mío, mucho exigís! ¿No es bastante el haberos salvado la pierna? Por otra parte, si habéis de cojear, será poca cosa. ¿Os gusta bailar?
»—Mucho.
»—Pues si habéis de andar algo torpe, en cambio bailaréis aún mejor. Comadre, el vino caliente… No, no, primero del otro; un vasito aún, que no por eso ha de ir peor nuestra cura.
»Bebe el cirujano, traen el vino caliente, me escaldan la herida, vuelven a colocar las tablillas en la rodilla, me acuestan en la cama, me recomiendan que duerma, si puedo, cierran las cortinas, terminan la botella empezada, suben otra, y prosigue el conciliábulo entre el cirujano, el hombre y la mujer.
»HOMBRE.—Compadre, ¿tendremos para largo?
»CIRUJANO.—Para muy largo… A vuestra salud, compadre.
»HOMBRE.—Pero ¿como cuánto? ¿Un mes?
»CIRUJANO.—¡Un mes! Poned dos, tres, cuatro, ¿quién sabe? La rótula está tocada, el fémur, la tibia… A vuestra salud, compadre.
»HOMBRE.—¡Cuatro meses! ¡Misericordia! ¿Por qué había de meterlo aquí? ¿Qué diablos hacía ella a la puerta?
»CIRUJANO.—A mi salud, que bien me lo tengo merecido.
»MUJER.—¡Ya empiezas otra vez! No es eso lo que prometías anoche. ¡Ay qué paciencia! Seguro que seguirás insistiendo.
»HOMBRE.—Pero, dime, ¿qué hacer con este hombre? ¡Si por lo menos no fuera un año tan malo!
»MUJER.—Si tú quisieras, yo podría ir a casa del cura.
»HOMBRE.—Pon allí los pies y te muelo a palos.
»CIRUJANO.—¿Y por qué, compadre? Mi mujer sí que va.
»HOMBRE.—Allá vos.
»CIRUJANO.—A la salud de mi ahijada: ¿cómo va la chica?
»MUJER.—Muy bien.
»CIRUJANO.—Ale, compadre, por vuestra mujer y por la mía, que son dos buenas esposas.
»HOMBRE.—La vuestra es más prudente, no hubiera ella cometido la tontería…
»MUJER.—Pero, compadre, hay la solución de las hermanitas grises…[6]
»CIRUJANO.—¡Ah, comadre! ¡Un hombre, un hombre con las hermanitas grises! Y además hay una pequeña dificultad algo mayor que este dedo… Ea, bebamos a la salud de las monjitas que son buenas chicas.
»MUJER.—¿Y cuál es la dificultad?
»CIRUJANO.—Vuestro hombre no quiere que vayáis a casa del cura y mi mujer no quiere que yo vaya al convento de las hermanitas… Pero, compadre, otro traguito, que eso nos aclarará tal vez el juicio. ¿Habéis preguntado al mozo? A lo mejor no carece de recursos.
»HOMBRE.—¡Un soldado!
»CIRUJANO.—Un soldado tiene padre, madre, hermanos, hermanas, parientes, amigos, tiene alguien en el mundo… Bebamos un trago, ahora retiraos y dejadme hacer a mí.
Tal fue al pie de la letra la conversación del cirujano y de mis huéspedes; pero también hubiera yo podido ser muy dueño de darle otro tinte, por ejemplo introduciendo un malvado entre esas buenas gentes. Jacques se habría así visto, o vos lo habríais visto, sacado a la fuerza del lecho y arrojado a un camino o a un lodazal. «¿Y por qué no muerto?» No, muerto no. Ya me hubiera apañado para llamar a alguien en socorro suyo, y ese alguien habría sido un soldado de su compañía: pero eso hubiera olido demasiado a Cleveland.[7] ¡La verdad, la verdad! La verdad, me diréis, suele ser fría, vulgar y sosa; por ejemplo, el último relato de la cura de Jacques es cierto, pero ¿qué tiene de interesante? Nada. «De acuerdo.» Si hay que ser veraces, que sea como Molière, Regnard, Richardson, Sedaine; la verdad tiene sus lados picantes, que se captan cuando se es un genio. «Bueno, cuando se es un genio; pero ¿y cuándo se carece totalmente de genialidad?» Cuando es así, entonces, no hay que escribir. «¿Y si por desdicha se parece uno a cierto poeta que yo mandé a Pondichéry?» ¿Qué poeta es ése? «Ese poeta…»
Pero si me interrumpís, lector; y si yo me interrumpo a cada paso, ¿qué será de los amores de Jacques? Creedme, es mejor dejar aquí al poeta… Así, pues, los huéspedes de Jacques se alejaron… «No, no, la historia del poeta de Pondichéry.» El cirujano se acercó a la cama donde yacía Jacques… «La historia del poeta de Pondichéry, la historia del poeta de Pondichéry…» Sea: Un día vino a verme un poeta, como vienen todos los días… Pero, lector, ¿qué relación tiene esto con el viaje de Jacques el fatalista y su amo? «¡La historia del poeta de Pondichéry!» Luego que hubo hecho los acostumbrados cumplidos de mi genio, mi ingenio, mi gusto, mi bondad y otras adulaciones de las que no creo una palabra por más que las oiga repetir desde hace más de veinte años, y acaso de buena fe, el joven poeta saca un papel del bolsillo y me dice: «Son versos». «¡Versos!» «Sí, señor, y sobre los cuales espero que tendréis la bondad de darme vuestra opinión.» «¿Os gusta oír la verdad?» «Sí, señor, y es lo que os pido.» «Vais, pues, a saberla.» «¡Cómo! ¿Seréis tan necio como para creer que un poeta viene a vuestra casa en busca de la verdad?» «Sí.» «¿Y para decírsela?» «¡Ciertamente!» «¡Sin miramientos!» «Así es: el miramiento mejor amañado no sería sino grosera ofensa; fielmente interpretado, significaría: sois un mal poeta; y como no os creo lo bastante fuerte para escuchar la verdad, no sois más que un pobre hombre.» «¿Y tanta sinceridad os ha dado siempre buenos resultados?» «Casi siempre… Leo los versos del joven poeta y le digo: No sólo vuestros poemas son malos, sino que me demuestran que nunca los haréis mejores.» «Pues obligado será que los haga malos, porque no podré privarme de seguir haciéndolos.» «¡Terrible maldición es ésa! ¿Podéis imaginar en qué envilecimiento vais a caer? Ni los dioses, ni los hombres, ni las columnas han perdonado la mediocridad de los poetas: fue Horacio quien lo dijo.» «Ya lo sabía.» «¿Sois rico?» «No.» «¿Sois pobre?» «Muy pobre.» «¿Y vais a añadir a la pobreza el ridículo del mal poeta? Malgastaréis toda vuestra vida, seréis viejo. Viejo, pobre y mal poeta ¡ah!, ¡señor, qué triste papel!» «Lo comprendo, pero a ello me veo arrastrado a pesar mío…» (Aquí, Jacques hubiera dicho: eso está escrito allá arriba.) «¿Tenéis padres, parientes?» «Los tengo.» «¿Cuál es su situación?» «Son joyeros.» «¿Estarían dispuestos a hacer algo por vos?» «Quizá sí.» «Pues bien, id a verlos y proponedles que os presten alguna pacotilla de alhajas.[8] Embarcaos rumbo a Pondichéry, durante la travesía haréis malos versos, una vez llegado, haréis fortuna. Cuando seáis rico, volveréis aquí para hacer tantos malos versos como os plazca, con tal de que no los hagáis imprimir, pues no está bien buscar la ruina de nadie…» Hacía como unos doce años que había yo dado ese consejo al joven, cuando apareció un día. No lo reconocí. «Soy yo, señor», me dijo, «soy aquel que enviasteis a Pondichéry. Allí estuve y ahorré un centenar de miles de francos. He vuelto, de nuevo me he puesto a componer malos versos, aquí os traigo algunos… Decidme, ¿siguen siendo tan malos?». «Siguen tan malos, pero vuestra suerte ha cambiado, todo se ha arreglado y consiento en que continuéis haciendo malos versos.» «Eso es lo que me propongo…»
Y habiéndose acercado el cirujano a la cama de Jacques, éste no le dio tiempo a hablar. «Lo he oído todo», dijo… Luego, dirigiéndose a su amo, añadió… O iba a añadir, pues su amo le interrumpió. Estaba cansado de andar y se sentó al borde del camino volviendo la cabeza hacia un viajero que se acercaba por aquel lado, con la rienda de su caballo, que le seguía, enrollada al brazo.
Vais a suponer, lector, que ese caballo es el que robaron al amo de Jacques, y os equivocaréis. Eso es lo que ocurriría en una novela, un poco antes o después, de esta manera o de otra; pero esto no es una novela, ya lo digo y lo repito aún. El amo preguntó a Jacques:
AMO.—¿Ves ese hombre que viene hacia nosotros?
JACQUES.—Lo veo.
AMO.—Su caballo me parece bueno.
JACQUES.—Yo serví en infantería y no entiendo mucho de caballos.
AMO.—Yo he mandado en caballería y sí entiendo de ello.
JACQUES.—Bueno, ¿y qué?
AMO.—¿Qué? Pues yo querría que tú fueses a proponer a ese hombre que nos cediera su caballo, pagándole, por supuesto.
JACQUES.—Eso es un disparate, pero voy. ¿Cuánto queréis gastar?
AMO.—Hasta cien escudos.
Jacques, tras haber recomendado a su amo que no se durmiera, va al encuentro del viajero, le propone comprarle su caballo, le paga y vuelve con el animal.
AMO.—¡Ya ves, Jacques! Si tú tienes tus presentimientos, también yo tengo los míos. Este caballo es hermoso, su dueño te habrá jurado que no tiene defecto; pero en verdad que tratándose de caballos todos los hombres son charlatanes.
JACQUES.—¿Y en qué no lo son?
AMO.—Tú montarás éste y me dejarás el tuyo.
JACQUES.—De acuerdo.
Helos aquí de nuevo ambos a caballo, y Jacques prosigue:
—Cuando salí de mi casa, mi padre, mi madre, mi padrino, todos me habían dado algo, cada uno según sus modestos medios, además yo tenía en reserva cinco luises que me había regalado Jean, mi hermano mayor, cuando partió para su desdichado viaje a Lisboa.
(Aquí Jacques se puso a llorar y su amo a hacerle comprender que todo aquello estaba escrito allá arriba.)
JACQUES.—Verdad es, señor, cien veces me lo he dicho y sin embargo no puedo por menos de llorar…
Así diciendo Jacques solloza y llora cada vez más; su amo toma tabaco y saca el reloj para mirar qué hora es. Luego, tras haber puesto las riendas de su caballo entre los dientes para enjugarse los ojos con las dos manos, Jacques continuó de esta guisa:
—Con los cinco luises de Jean, con mi soldada y los donativos de mis parientes y amigos, me había hecho un peculio del que no había sacado un óbolo, y bien oportunos que me vinieron esos ahorros. ¿Qué decís a esto, señor?
AMO.—Que era imposible que tú te quedaras por más tiempo en aquella casa.
JACQUES.—Ni siquiera pagando.
AMO.—Pero dime, ¿qué había ido a buscar tu hermano a Lisboa?
JACQUES.—Paréceme, señor, que os proponéis desviarme. Con todas vuestras preguntas, daríamos la vuelta al mundo antes de llegar al final de mis amores.
AMO.—¿Qué importa, con tal de que tú hables y yo te escuche? ¿No son ésos los dos puntos importantes? Tú me regañas cuando deberías darme las gracias.
JACQUES.—Mi hermano iba en busca de descanso a Lisboa. Jean, mi hermano, era un muchacho inteligente: es eso lo que le trajo mala suerte; más le hubiera valido ser un tonto como yo, pero estaba escrito allá arriba. Escrito estaba que el fraile limosnero de los carmelitas, que venía a nuestro pueblo a pedir huevos, lana, cáñamo, fruta, vino, según las estaciones, había de alojarse en casa de mi padre y que pervertiría a mi hermano Jean, y que Jean, mi hermano, tomaría el hábito de fraile.
AMO.—¿Jean, tu hermano, fue carmelita?
JACQUES.—Sí, señor, y carmelita descalzo. Era un chico activo, inteligente, pendenciero, era el abogado consultor del pueblo. Sabía leer y escribir y desde muy joven se entretenía en descifrar y copiar viejos pergaminos. Pasó por todas las funciones de la orden: sucesivamente portero, bodeguero, jardinero, sacristán, adjunto del procurador y banquero. Al paso que iba, hubiera hecho la fortuna de todos nosotros. Él fue quien casó, y bien casadas, a dos de nuestras hermanas y a algunas otras muchachas del pueblo. Jean no pasaba por las calles sin que los padres, madres y chicos fuesen hacia él y le gritasen: «Buenos días, hermano Jean, ¿qué tal estáis hermano Jean?». Por seguro teníamos que cuando él entraba en una casa, la bendición del cielo entraba con él, y que si había una doncella, un par de meses después de su visita la doncella estaba casada. ¡Pobre hermano Jean! La ambición le perdió. El procurador de quien le habían nombrado adjunto era viejo, los frailes aseguraron que Jean había formulado el proyecto de suceder al anciano en cuanto muriera y que, a tal efecto, desordenó todos los archivos, quemó los antiguos registros e hizo otros nuevos, de tal suerte que a la muerte del viejo procurador ni el diablo habría visto nada claro en los títulos de la comunidad. ¿Hacía falta un papel? Se tardaba por lo menos un mes para encontrarlo, y eso si se encontraba, que no era siempre. Los padres carmelitas acabaron por desenredar los manejos del hermano Jean y sus intenciones: tomaron la cosa por la tremenda y el hermano Jean, en lugar de ser procurador, como había presumido que sería, fue condenado a pan y agua y flagelado hasta que al fin comunicó a otro hermano la clave de los registros. Los frailes son implacables. Así que hubieron sonsacado al hermano Jean cuantos datos necesitaron, le redujeron a la función de carbonero en el laboratorio donde destilaban el «Agua del Carmen». ¡El hermano Jean, antes banquero y adjunto del procurador de la orden, carbonero ahora! Tenía el hermano Jean su orgullo y no pudo soportar tal menoscabo en la escala de funciones, de importancia y de esplendor, y no perdió ocasión para librarse de tanta humillación.
»Llegó por entonces al convento un padre joven de quien se decía que era la maravilla de la orden en el confesonario y en el púlpito: se llamaba el padre Ange. Tenía hermosos ojos, un bello rostro, unos brazos y unas manos dignos de ser modelados. No dejaba de predicar, predicar y confesar; las devotas abandonaban a sus viejos directores de conciencia por el joven Ange, y las vísperas de domingo y de las fiestas de guardar, el confesonario del padre Ange estaba invadido de feligreses, hombres y mujeres, mientras que los /otros padres esperaban inútilmente sin que nadie viniera a ellos, lo que les afligía mucho… Pero, señor, ¿y si dejásemos aquí la historia de mi hermano Jean y reanudase la de mis amores?, seguro que sería más divertido.
AMO.—No, no; tomemos un poco de tabaco, veamos qué hora es y prosigue.
JACQUES.—Sea como decís, puesto que así lo queréis.
Pero el caballo de Jacques no fue de la misma opinión: hete aquí que de pronto sale desbocado y se precipita por una vaguada. Jacques se esfuerza por retenerle apretándole con las rodillas y acortando las riendas, el testarudo animal se lanza de nuevo y se empeña en trepar a lo alto de un montículo, allí se para en seco y Jacques, mirando en derredor, se ve entre horcas patibularias.
Otro en mi lugar, querido lector, no dejaría de ponerle a esas horcas su cada cual y prepararle a Jacques algún triste descubrimiento. Si así lo dijera, probablemente lo creeríais, pues azares más singulares hay, pero la cosa no sería por ello más verídica: aquellas horcas estaban vacías.
Jacques dejó que su caballo recobrara el aliento, el animal descendió por sí mismo el cerro hasta la hondonada, la remontó por el otro lado y volvió al punto de partida, junto al amo. Éste dijo a Jacques:
—¡Ah, mi buen amigo, qué susto me has dado! Te he tenido por muerto… Pero… estás soñando: ¿en qué piensas?
JACQUES.—En lo que he encontrado allá arriba.
AMO.—¿Y qué es lo que has encontrado?
JACQUES.—Una picota con horcas.
AMO.—¡Diablo! Mal augurio es ése, pero acuérdate de tu propia doctrina: si está escrito allá arriba, por más que hagas, colgado serás, mi querido amigo, y si no estuviere escrito allá arriba, el caballo habrá mentido. Si este animal no ha obedecido a una inspiración, será que le dan repentinos antojos. Habrá que tener cuidado…
Tras un momento de silencio, Jacques se restriega la frente y se sacude las orejas, como tratando de echar fuera de sí una idea molesta, y bruscamente reanuda:
—Aquellos viejos frailes celebraron conciliábulo entre ellos, y resolvieron que, por el medio que fuera, a toda costa había que deshacerse del joven barbián que así les humillaba. ¿Sabéis lo que hicieron?… Pero veo, mi amo, que no me escucháis.
AMO.—Te escucho, te escucho: continúa.
JACQUES.—Ganaron a su causa al portero, que era un viejo bribón como ellos, y ese viejo bribón acusó al joven padre de haberse tomado licencias con una de sus feligresas en el locutorio y aseguró, bajo juramento, que los había visto. Puede que fuese cierto, puede que fuese mentira, ¿quién sabe? Lo que hay de chusco es que al día siguiente de aquella acusación, fue requerido en nombre de un cirujano para que le pagase los remedios administrados y las curas prodigadas al bellaco del portero en el tratamiento de una enfermedad galante… Señor, no me escucháis, y bien sé lo que os distrae, apuesto a que son las horcas patibularias.
AMO.—No podría negarlo.
JACQUES.—Compruebo que no me quitáis ojo: ¿acaso me encontráis aspecto siniestro?
AMO.—No, no.
JACQUES.—Es decir: sí, sí. Pues bien, si os causo temor, no tenemos más que separarnos.
AMO.—Vamos, vamos, Jacques, pierdes la cordura. ¿Es que no estás seguro de ti?
JACQUES.—No, señor, ¿quién puede estar seguro de sí mismo?
AMO.—Todo hombre de bien. ¿Acaso Jacques, el honrado Jacques no se siente horrorizado por el crimen? Ea, Jacques, cesemos esta disputa y continúa con tu relato.
JACQUES.—A consecuencia de la calumnia o maledicencia del portero, los frailes se creyeron autorizados a hacer mil barrabasadas, mil infamias al pobre padre Ange, a resultas de lo cual pareció perder la cabeza. Llamaron entonces a un médico, al cual sobornaron, quien atestiguó que aquel religioso estaba loco y que necesitaba respirar los aires de su tierra. Si no hubiera sido más que cuestión de alejar o encerrar al padre Ange, pronto habría sido negocio concluido; pero entre las devotas que lo adoraban había damas de alcurnia a quienes había que tratar con toda consideración, así que les hablaron de su director de conciencia con hipócrita conmiseración: «¡Qué desgracia! Este pobre padre, es una lástima lo que ocurre. Era el águila de nuestra comunidad». «¿Pues qué le acontece?» A esa pregunta, no respondían sino dando un profundo suspiro y levantando los ojos al cielo; si las damas insistían, los frailes bajaban la cabeza y guardaban silencio. A toda esa comedia, aún añadían a veces: «¡Oh, Dios, qué va a ser de nosotros!… Todavía tiene momentos sorprendentes… ramalazos de lucidez… A lo mejor sanará… pero hay pocas esperanzas… ¡qué pérdida para la religión!». Y entretanto redoblaban las malévolas maniobras; no hubo nada que no intentaran para conducir al padre Ange al estado en que decían que se hallaba; y por cierto que lo hubieran logrado de no haberse compadecido de él fray Jean. ¿Para qué deciros más? Una noche dormíamos todos en casa cuando llamaron a nuestra puerta; nos levantamos, abrimos: eran el padre Ange y mi hermano disfrazados. Ambos pasaron el día en casa y a la mañana siguiente, apenas clareaba el alba, se marcharon. Se habían escapado con las manos bien provistas, a juzgar por lo que Jean me había dicho en el momento de abrazarme: «He casado a tus hermanas; si me hubiera quedado un par de años más en el convento siendo lo que era, tú habrías sido uno de los labriegos más ricos de la comarca; pero todo ha cambiado y ahora toma, esto es lo que puedo hacer por ti. Adiós Jacques, si el padre y yo tenemos buena fortuna, algo te tocará…». Y así diciendo me puso en la mano los cinco luises y otros cinco para la última de las mozas del pueblo a quien él había casado y que acababa de dar a luz un hermoso niño que se parecía a Jean como dos gotas de agua.
AMO.—(Con la tabaquera abierta y el reloj en su sitio.) ¿Y qué iban a hacer en Lisboa?
JACQUES.—Encontrarse con un terremoto que no podía producirse sin ellos: perecer aplastados, sepultados, quemados, como estaba escrito allá arriba.
AMO.—¡Ah, los frailes, los frailes!
JACQUES.—El mejor de ellos, no vale dos reales.
AMO.—Yo lo sé aún mejor que tú.
JACQUES.—¿Es que habéis pasado por sus manos?
AMO.—Ya te lo contaré en otro momento.
JACQUES.—Pero ¿por qué han de ser tan malvados?
AMO.—Paréceme que es porque son frailes… Y ahora, volvamos a tus amores.
JACQUES.—No, señor, no volveremos a ello.
AMO.—¿Cómo es eso? ¿Ya no quieres que me entere?
JACQUES.—No es que no quiera yo, sino que es el destino el que no lo quiere. ¿Acaso no habéis advertido que tan pronto como abro la boca, el diablo lo enreda de tal manera que siempre sobreviene algún incidente para cortarme la palabra? Nunca terminaré de contároslo, os lo digo yo, que escrito está allá arriba.
AMO.—Inténtalo, amigo mío.
JACQUES.—Pero si comenzarais la historia de vuestros amores, a lo mejor de ese modo se rompía el sortilegio y los míos irían luego mejor. Tengo para mí que lo uno depende de lo otro. ¡Si os digo, señor, que a veces se me figura que el destino me habla!
AMO.—¿Y te sale siempre bien el escucharle?
JACQUES.—Claro que sí, la prueba, sin ir más lejos, es cuando me dijo que vuestro reloj lo llevaba a cuestas el buhonero…
El amo se puso a bostezar y así haciendo daba con la mano en su tabaquera, y al dar en la tabaquera, miraba a lo lejos, y al mirar a lo lejos, dijo a Jacques:
—¿No ves algo allí a tu izquierda?
JACQUES.—Sí, y apuesto a que es algo que no dejará que yo continúe la historia, ni que vos comencéis la vuestra…
Jacques tenía razón. Como aquello que veían avanzaba hacia ellos y ellos iban hacia lo que veían, la distancia se acortaba así por ambos lados, y no tardaron en divisar un carruaje revestido de negro, tirado por cuatro caballos cubiertos de gualdrapas negras que les tapaban desde la cabeza a los cascos; y detrás dos lacayos de negro, tras ellos, otros dos de negro vestidos cabalgando sendos caballos negros enjaezados de negro; en el pescante, un cochero negro, con el sombrero de alas caídas y envuelto en negro crespón que le colgaba por el hombro izquierdo; el tal cochero iba con la cabeza gacha, dejaba flojas las riendas y conducía a sus caballos menos de lo que éstos le conducían a él. He aquí a nuestros dos viajeros llegados a la altura de ese coche fúnebre. Al instante Jacques lanza un grito, se cae más que desmonta del caballo, se arranca los cabellos, se revuelca por el suelo gritando:
—¡Mi capitán! ¡Mi pobre capitán! Es él, no cabe duda, ésas son sus armas…
Había, efectivamente, en el carruaje un largo ataúd cubierto por un paño mortuorio y sobre éste una espada con cordón, y al lado del ataúd un sacerdote que, breviario en mano, rezaba salmos. El coche seguía su camino, Jacques detrás lamentándose, el amo de Jacques tras éste renegando y jurando, y los lacayos confirmando a Jacques que aquel cortejo fúnebre era el de su capitán, fallecido en la villa vecina, desde donde lo trasladaban al panteón de sus mayores. Había ocurrido que el militar, a causa de la muerte de otro militar amigo suyo, capitán en el mismo regimiento, había quedado privado de la satisfacción de batirse al menos una vez por semana, y eso le produjo tal melancolía que al cabo de unos meses se había consumido. Jacques, una vez que hubo rendido a su capitán el tributo de elogios, lamentaciones y lágrimas que le debía, se excusó ante su amo, volvió a montar a caballo y continuaron el camino en silencio.
Pero, por el amor de Dios, señor escritor, me diréis, ¿adónde iban?… Pero, por Dios, lector, responderé yo, ¿acaso sabe alguien adónde va? ¿Y vos, adónde vais? ¿Acaso necesitáis que os recuerde la aventura de Esopo? Su amo, Jantipo, le dijo una tarde de verano, o de invierno, pues los griegos en toda estación se bañaban: «Esopo, ve a los baños, si hay poca gente nos bañaremos…». Esopo va. Por el camino topa con la patrulla de Atenas. «¿Adónde vas?» «¿Que adónde voy? —responde Esopo—. No lo sé.» «¿Conque no lo sabes? Pues en marcha, a la cárcel.» «¡Bueno! —replica Esopo—, ¿no decía yo que ignoraba adónde iba? Mi intención era ir a los baños y mira por dónde voy a ir a la prisión…» Jacques seguía a su amo como vos seguís al vuestro; el amo seguía al suyo, como Jacques le seguía a él.
«Pero ¿quién era el amo del amo de Jacques?» ¡Vamos! ¿Acaso no hay amos de sobra en este mundo? El amo de Jacques tenía ciento por uno, como vos, pero entre todos los amos del amo de Jacques apuesto a que no había uno bueno, pues cambiaba todos los días. «Porque era hombre.» Hombre apasionado como vos, lector; hombre curioso como vos, lector; hombre preguntón como vos, lector; hombre importuno como vos, lector «¿Y por qué preguntaba?» ¡Buena pregunta es ésa! Preguntaba para aprender y para repetir lo aprendido, como vos, lector…
El amo dijo a Jacques:
AMO.—No me pareces muy dispuesto a seguir con la historia de tus amores.
JACQUES.—¡Mi pobre capitán! Se va allí a donde todos hemos de ir y donde bien extraordinario es que no haya llegado antes. ¡Ay, ay!
AMO.—Pero, Jacques, ¡me parece que estáis llorando!… «Llorad sin reteneos, pues podéis llorar sin vergüenza; su muerte os libera de las conveniencias escrupulosas que en vida os molestaban. No tenéis las mismas razones para disimular vuestra aflicción que antes tuvisteis para disimular el contento; de vuestras lágrimas, nadie podría deducir las mismas consecuencias que antaño hubiesen sacado de vuestra alegría. La desgracia se perdona. Y, además, en tales circunstancias hay que mostrarse sensible o ingrato, y si bien se mira, más vale revelar una debilidad que despertar la sospecha de un vicio. Quiero que vuestra lamentación sea libre para que así os sea menos dolorosa; la quiero violenta para ser más breve. Acordaos y aun exagerad vos mismo quien era; su penetrante agudeza para ahondar en las materias más profundas; su sutileza al discutir las más delicadas; su gusto seguro que le encariñaba con las más importantes; la fecundidad que prestaba a las más estériles; el arte con que defendía a los acusados: su indulgencia le dictaba mil veces más ingenio que el que dieran al culpable el interés o el amor propio; no era severo si no consigo mismo. Lejos de buscarse excusas cuando se le escapaba alguna falta leve, ponía toda la malignidad de un enemigo en exagerar su importancia y todo el empeño de un envidioso en rebajar el valor de sus virtudes, por un examen riguroso de los motivos que le habían impulsado tal vez sin darse ni cuenta. No prescribáis a vuestro dolor más término que el que ponga el tiempo. Hemos de someternos al orden universal cuando perdemos a nuestros amigos, como habremos de someternos así que se le antoje disponer de nosotros. Aceptemos, sin desesperar, el veredicto, el sino que los condena, del mismo modo que lo aceptaremos sin resistencia cuando se pronuncie contra nosotros. Los deberes de la sepultura no son los últimos deberes de las almas. La tierra removida en este momento se endurecerá sobre las cenizas de vuestro amante; pero vuestra alma conservará toda su sensibilidad.»
JACQUES.—Mi amo, eso es muy hermoso, pero ¿a cuento de qué viene aquí? He perdido a mi capitán, estoy por ello desolado y vos me endilgáis, como un loro, un retazo de la consolación que prodiga un hombre, o una mujer, a otra mujer que ha perdido a su amante.
AMO.—Paréceme que es de una mujer.
JACQUES.—Por mi parte creo que es de un hombre. Pero sea de un hombre o de una mujer, de nuevo os pregunto: ¿a qué diablos viene eso? ¿Me tomáis acaso por la amante de mi capitán? Sabed, señor, que mi capitán era un recto y bravo caballero y yo he sido siempre un mozo honrado.
AMO.—¿Y quién os lo discute, Jacques?
JACQUES.—Entonces, ¿a cuento de qué viene esa consolación de un hombre o de una mujer a otra mujer? A fuerza de preguntároslo puede que acabéis por decírmelo.
AMO.—No, Jacques, has de averiguarlo por ti mismo.
JACQUES.—Así pasara el resto de mi vida cavilando, que no lo adivinaría; tendría con ello hasta el juicio final.
AMO.—Jacques, hubiera dicho que me escuchabais atento mientras que yo declamaba.
JACQUES.—¿Acaso podría negársele atención al ridículo?
AMO.—¡Muy bien, Jacques!
JACQUES.—Poco faltó para que saltara ahí donde me apretaban las conveniencias rigurosas en vida de mi capitán, de las que me siento liberado con su muerte.
AMO.—¡Requetebién, Jacques! Así, pues, he conseguido lo qué me proponía. Decidme si era posible usar de mejor maña para consolaros. Estabais llorando: si yo os hubiera hablado del objeto de vuestra aflicción, ¿qué hubiera ocurrido? Que habríais llorado más aún, que yo habría acabado de afligirte por completo. Os he puesto un señuelo con lo ridículo de mi oración fúnebre y con la discusión a que ha dado lugar. Habréis de convenir que ahora el pensamiento de vuestro capitán está tan lejos de vuestras mientes como el coche mortuorio que lo lleva a su última morada. Por lo tanto estimo, amigo mío, que podéis reanudar el hilo de vuestros amores.
JACQUES.—También yo lo creo. Bueno, pues voy y le digo al cirujano:
»—Doctor, ¿vivís lejos de aquí?
»—A un buen cuarto de legua, por lo menos.
»—¿Gozáis de ciertas comodidades?
»—De bastantes comodidades.
»—¿Podréis disponer de una cama?
»—¡No!
»—¡Cómo! ¿Ni siquiera pagando, pagando bien?
»—¡Oh! Pagando, pagando bien… Pero, perdonad, amigo mío, no me parecéis estar precisamente en condiciones de pagar y menos aún de pagar bien.
»—Eso es cuenta mía. ¿Y en vuestra casa podría yo estar bien atendido?
»—Ya lo creo. Tengo una mujer que toda su vida ha cuidado enfermos; tengo una hija que está siempre dispuesta a afeitar a todo el que llega y que sabe levantar unas tablillas tan bien como yo mismo.
»—¿Cuánto me cobraríais por el alojamiento, la comida y los cuidados?
»El cirujano respondió rascándose la oreja:
»—Por el alojamiento… por la comida… por los cuidados… Pero ¿quién me responde a mí del pago?
»—Os pagaré al día.
»—Eso es ponerse en razón.
»Pero, señor, paréceme que no me escucháis.
AMO.—No, Jacques, estaba escrito allá arriba que tú hablarías otra vez, que sin duda no será la última, sin ser escuchado.
JACQUES.—Cuando no se presta atención al que habla, es que no se piensa en nada, o que se piensa en algo distinto. ¿Cuál de ambas cosas hacíais vos?
AMO.—La segunda. Estaba dándole vueltas a lo que dijo uno de los lacayos que seguían al carruaje fúnebre: que tu capitán había quedado privado, a causa de la muerte de un amigo suyo, del placer de batirse al menos una vez por semana. ¿Comprendiste tú algo, Jacques?
JACQUES.—Sí, por cierto.
AMO.—Para mí es un enigma y apreciaría mucho que me lo explicaras.
JACQUES.—¿Y eso qué diablo os importa?
AMO.—No mucho, en verdad, pero cuando hablas parece que te place ser escuchado.
JACQUES.—Ni que decir tiene.
AMO.—Pues bien, no me veo capaz, en conciencia, de responder que así sea mientras aquellas palabras ininteligibles sigan dándome vueltas en la sesera. Sácame de dudas, por favor.
JACQUES.—¡Sea en buena hora! Pero juradme, al menos, que no me habéis de interrumpir.
AMO.—Por de pronto te lo juro, y ya veremos…
JACQUES.—Es el caso que mi capitán, hombre bueno, galante, de reconocidas prendas, uno de los mejores oficiales del cuerpo, aunque hombre un tanto heteróclito, es el caso, pues, que había encontrado y trabado amistad con otro oficial del mismo cuerpo, hombre bueno también, igualmente fino y de grandes méritos, tan buen oficial como él, pero hombre tan heteróclito…
Acababa Jacques de emprender la historia de su capitán cuando oyeron que tras ellos llegaba una tropa de hombres y de caballos: era el mismo carruaje fúnebre que volvía sobre sus pasos. Y venía rodeado de… «¿De guardias de la Recaudación General?»[9] No «¿De gendarmes a caballo?» Pudiera ser. Sea como fuere, el cortejo iba precedido del sacerdote en sotana y sobrepelliz, con las manos atadas a la espalda; del cochero negro, con las manos atadas a la espalda; y de los dos lacayos negros, con las manos atadas a la espalda. ¿Quién se llevó la gran sorpresa? Jacques, que se puso a gritar: «¡Mi capitán, mi pobre capitán no está muerto! ¡Alabado sea Dios!». Y así diciendo, vuelve grupas, pica espuelas y se lanza a galope tendido hacia el presunto cortejo fúnebre. No había llegado a treinta pasos, cuando los guardias de la Recaudación, o gendarmes o lo que fueren, le apuntan y le dan el alto: «¡Alto ahí! Vuélvete por donde has venido o eres hombre muerto…». Jacques se paró en seco y consultó un instante al destino para sus adentros; parecióle que el destino le decía: «Vuelve sobre tus pasos», y eso es lo que hizo. Llegado junto a su amo, éste le dijo:
AMO.—¿Qué hay, Jacques? ¿De qué se trata?
JACQUES.—A fe mía que no lo sé.
AMO.—¿Y por qué esa ignorancia?
JACQUES.—Tampoco lo sé.
AMO.—Ya verás cómo son contrabandistas que habrán llenado ese féretro de mercancías prohibidas y habrán sido denunciados al Concejo por los mismos pícaros a quienes las habían comprado.
JACQUES.—Pero ¿por qué ese coche con las armas de mi capitán?
AMO.—Quizá se trate de un rapto: en ese caso, podrían haber ocultado en el ataúd, ¡quién sabe!, a una mujer, a una doncella, a una religiosa, no es la mortaja lo que hace al muerto.
JACQUES.—Sí, pero ¿por qué el coche con las armas de mi capitán?
AMO.—Bueno, será todo lo que tú quieras, pero acaba de una vez de contarme la historia de tu capitán.
JACQUES.—¡Todavía seguís empeñado en esta historia! Pero puede que mi capitán esté todavía vivo.
AMO.—¿Y eso que tiene que ver con que me lo cuentes?
JACQUES.—No me gusta hablar de los vivos, pues de vez en cuando se expone uno a tener que sonrojarse del bien o del mal que haya dicho de ellos, del bien que echan a perder, del mal que reparan.
AMO.—No seas aburrido panegirista ni amargado censor: dime las cosas tal como son.
JACQUES.—No es ése fácil empeño. Cada uno tenemos nuestro carácter, nuestros intereses, nuestros gustos, nuestras pasiones, y según ellos exageramos o atenuamos. ¡Decir las cosas tal como son! Eso no se da probablemente ni un par de veces al día en toda una gran ciudad. Y aquel que escucha, ¿acaso está mejor dispuesto que el que habla? No, por cierto. Luego apenas un par de veces al día, en toda una ciudad, han de entenderse las cosas como se dicen.
AMO.—¡Qué diablos, Jacques! ¡Son esas máximas como para proscribir el uso de la lengua y de las orejas, como para no decir ni palabra, ni escuchar a nadie ni para creer! De todas maneras, vamos, di a tu manera y yo te escucharé a la mía y te creeré como pueda.
JACQUES.—Si en este mundo no se dice casi nada que sea escuchado como debiera hay algo mucho peor y es que no se hace casi nada que sea juzgado tal como se ha hecho.
AMO.—Seguro que no hay bajo el sol otra cabeza que contenga más paradojas que la tuya.
JACQUES.—¿Y qué mal habría en ello? Una paradoja no siempre es una falsedad.
AMO.—Verdad es.
JACQUES.—Pasábamos por Orleans, mi capitán y yo. No se hablaba en la villa de otra cosa que de una aventura recientemente acaecida a un ciudadano llamado Le Pelletier, hombre que profesaba tan profunda consideración por los menesterosos que, tras haber reducido al mínimo indispensable una fortuna considerable a fuerza de limosnas desmedidas, aún iba de puerta en puerta buscando en la bolsa ajena los socorros que ya no podía sacar de la suya propia.
AMO.—¿Y crees tú que había dos opiniones acerca de la conducta de aquel hombre?
JACQUES.—No entre los pobres; pero casi todos los ricos sin excepción le miraban como una especie de loco; y poco faltó para que sus parientes no le hicieran encerrar por despilfarrador extravagante. Mientras mi capitán y yo estábamos tomando un refresco en un parador, una multitud de ociosos se había congregado en torno a una especie de orador, el barbero ambulante, a quien preguntaban: «Vos estuvisteis presente, contadnos cómo sucedió». «De muy buena gana», respondió el orador local, que no deseaba otra cosa que perorar. «Estaba el señor Aubertot, uno de mis parroquianos, a la puerta de su casa, frente por frente a la iglesia de los capuchinos, cuando llega el señor Le Pelletier, le aborda y le dice: “Señor Aubertot ¿no dais algo para mis amigos?”, pues así llama a los pobres, como sabéis. “No, perdonad por hoy, señor Le Pelletier.” Éste insiste: “¡Ah, si supierais para quién os pido la caridad! Es una pobre mujer que acaba de dar a luz y no tienen ni un harapo con qué envolver a su hijito”. “No, no puedo.” “Es una joven y bella criatura que carece de trabajo y de pan, vuestra liberalidad podría acaso salvarla de extraviarse.” “No, no puedo.” “Es un albañil que no tenía sino sus brazos para vivir y acaba de romperse una pierna al caerse de un andamio.” “Que no, os digo.” “Vamos, señor Aubertot, dejaos conmover y tened por seguro que nunca encontraréis mejor ocasión para hacer una acción más meritoria.” “Que no, que no puedo, no puedo.” “Mi bueno, mi misericordioso señor Aubertot.” “Señor Le Pelletier, dejadme en paz, cuando tengo ganas de dar, no necesito hacerme de rogar.”
»Dicho esto, el señor Aubertot le vuelve la espalda, cruza el umbral de su puerta, y el señor Le Pelletier lo sigue; va tras de él de la tienda a la trastienda, de la trastienda a la vivienda; y allí, más que harto ya de tanta insistencia, el señor Aubertot le da un bofetón».
»Entonces mi capitán se levanta de un salto y pregunta al orador:
»—¿Y no le mató?
»—No, señor, no se mata así como así…
»—Un bofetón, pardiez, ¡una bofetada! ¿Y qué hizo, pues, el señor Le Pelletier?
»—¿Qué hizo después de quedarse con el bofetón? —Adoptó un gesto risueño y dijo al señor Aubertot—: “Esto es para mí, pero ¿y para mis pobres?”…».
»Al oír tales palabras, todo el auditorio prorrumpió en exclamaciones de admiración, salvo mi capitán que les decía: “Ese tal Le Pelletier, señores, no es sino un mísero, un desgraciado, un cobarde, un infame; no obstante, esta espada le hubiera pronto hecho justicia de haber estado allí, y por bien contento se hubiera podido dar el tal Aubertot si su insolencia no le hubiera costado más que la nariz y las dos orejas”.
»A lo cual replicó el orador:
»—Veo, señor, que vos no habríais dejado al hombre insolente el tiempo de reconocer su falta, de echarse a los pies del señor Le Pelletier y de ofrecerle su bolsa.
»—¡No, por cierto!
»—Vos sois un militar y el señor Le Pelletier es un cristiano. No tenéis la misma opinión de lo que es una bofetada.
»—La mejilla de todos los hombres de honor es la misma.
»—No es eso exactamente lo que dice el Evangelio.
»—El Evangelio yo lo llevo en mi corazón y en mi vaina, y no conozco ningún otro…
»El vuestro, mi amo, está sabe Dios dónde; el mío está escrito allá arriba. Cada cual estima la injuria o la buena acción a su manera, y es posible que ni en dos instantes de nuestra vida juzguemos algo del mismo modo.
AMO.—Eso luego, maldito charlatán, luego…
Cuando el amo de Jacques mostraba mal humor, Jacques inmediatamente callaba, se ponía a divagar y a menudo no rompía el silencio sino con unas palabras relativas a lo que pensaba, pero tan deshilvanadas en la conversación como la lectura de un libro saltándose varias páginas. Eso es, precisamente, lo que le sucedió cuando dijo:
JACQUES.—Mi querido amo…
AMO.—¡Ah, por fin has recobrado el habla! Ya empezaba a hacérseme enfadoso el no oírte y a ti el no hablar. Habla, pues…
JACQUES.—Mi querido amo, la vida transcurre de equívoco en equívoco. Hay equívocos de amor, equívocos de amistad, equívocos de política, de finanzas de iglesia, de magistratura, de comercio, de mujeres, de maridos…
AMO.—Bueno, deja ya esos equívocos y trata de comprender que es una grosería embarcarte en un capítulo de moral cuando se trata de un hecho histórico. ¿Y la historia de tu capitán?
Iba Jacques a recomenzar la historia de su capitán, cuando su caballo por segunda vez se aparta bruscamente del camino y, tirando a la derecha, se lanza a campo través por un llano, llevando a Jacques a un buen cuarto de legua de distancia y parándose en seco junto al patíbulo de las horcas. ¿A las horcas? ¡Singular carrera la de un caballo que lleva a su jinete a la picota!
Jacques se preguntaba:
—¿Qué significa esto? ¿Será acaso un aviso del destino?
AMO.—Amigo mío, no lo dudéis. Éste caballo actúa poseído por una inspiración, y lo peor es que todos esos pronósticos, inspiraciones, avisos del cielo por medio de sueños, apariciones, de nada sirven: no por ello deja de suceder lo que ha de suceder. Amigo Jacques, os aconsejo que hagáis examen de conciencia, que arregléis vuestros pequeños asuntos y me despachéis, tan pronto como sea posible, la historia de vuestro capitán y la de vuestros amores, pues mucho me dolería perderos sin haberlas oídos. Y aun cuando os preocuparais más todavía de lo que os preocupáis, ¿qué ibais a remediar con ello? Nada. La sentencia del destino, dos veces pronunciada por vuestro caballo, se cumplirá. Mirad si no tenéis nada que restituir a nadie. Confiadme vuestras últimas voluntades y tened por seguro que serán fielmente cumplidas. Si algo me habéis sustraído, os lo doy; pedid sólo perdón a Dios y durante el tiempo, más o menos corto, que nos queda por vivir juntos, no me robéis más.
JACQUES.—Por más que rememore mi pasado, no veo nada que tenga que arreglar con la justicia de los hombres. Nunca he matado, ni robado, ni violado.
AMO.—¡Peor para vos! Bien mirado, yo preferiría que el crimen hubiera sido cometido y no que esté por cometer, y no me falta razón.
JACQUES.—Pero, señor, tal vez no sea por cuenta mía por lo que he de ser colgado, sino por cuenta y culpa de otro.
AMO.—Podría ser.
JACQUES.—Y a lo mejor, sólo después de muerto seré ahorcado.
AMO.—También eso podría ser.
JACQUES.—O puede que no me cuelguen nunca.
AMO.—Lo dudo.
JACQUES.—Quizá esté escrito allá arriba que tan sólo haya de asistir a la ejecución de otro; y ese otro ¡a saber, señor, quién será! Si está cerca o si está lejos…
AMO.—Señor Jacques, colgado seáis, puesto que el sino así lo quiere y que vuestro caballo lo ha dicho; pero no seáis insolente: acabad con vuestras conjeturas impertinentes y contadme de una vez la historia de vuestro capitán.
JACQUES.—No os incomodéis, señor, más de una vez se ha ahorcado a gentes harto honradas: es un equívoco de la justicia.
AMO.—Muy dolorosos son esos equívocos. Hablemos de otra cosa.
Jacques, algo más tranquilo por las interpretaciones diversas que había encontrado para el pronóstico de su caballo, dijo así:
—Cuando me incorporé al regimiento, había dos oficiales más o menos de igual edad, cuna, servicio y mérito. Mi capitán era uno de ellos. La única diferencia entre ambos es que uno era rico y el otro no lo era. Mi capitán era el rico. Tal condición debía de producir o la simpatía o la mayor antipatía; producía lo uno y lo otro…
(Paróse en este punto, como así le aconteció varias veces en el curso de su relato, a cada movimiento de cabeza que el caballo hacía, ya a la derecha ya a la izquierda. Entonces, para continuar, repetía la última frase, como si tuviera hipo.)
—Producía lo uno y lo otro. Hubo días en que eran los mejores amigos del mundo, y otros días eran como los peores enemigos. Los días de amistad, se buscaban, se agasajaban, se abrazaban, se comunicaban sus penas, sus goces, sus menesteres; se consultaban sus negocios más secretos, sus intereses domésticos, sus esperanzas, sus temores, sus proyectos de ascenso. Al día siguiente, si se encontraban, mirábanse con altivez, o ni se miraban siquiera; se trataban de señor por aquí y por allá, se dirigían duras palabras, echaban mano a la espada y se batían. Que no cayese herido uno de los dos, que el otro se precipitaba, lloraba, se desesperaba, lo llevaba a su casa, lo acostaba y no se movía de junto a su lecho en tanto no hubiese sanado. Ocho días después, quince días, un mes a lo sumo y vuelta a empezar; de un momento a otro podía verse a los dos bravos mozos… dos bravos mozos, dos amigos sinceros, expuestos a perecer uno a manos del otro, y el muerto no hubiera sido ciertamente el más infortunado de los dos. No faltó quien les reconvino por lo extraño de esa conducta; yo mismo, pues mi capitán me había dado licencia para hablarle, decíale: «Pero, señor, ¿y si llegáis a matarlo?». Al oír tales palabras, se echaba a llorar, se cubría los ojos con las manos, corría por la casa como presa de locura. Dos horas más tarde, o su compañero lo traía herido, o él cumplía el mismo servicio con el otro. Ni mis reproches… mis reproches, ni los de sus amigos valían de nada: el único remedio fue separarlos. El ministro de la Guerra, enterado de tan singular perseverancia en extremos tan opuestos, nombró a mi capitán comandante de una plaza con obligación expresa de incorporarse inmediatamente a su puesto y prohibición de alejarse del mismo, mientras que otra orden dejaba fijo en el regimiento a su amigo… Creo que este maldito caballo acabará por volverme loco… No bien llegaron las órdenes del ministro, mi capitán so pretexto de ir a dar las gracias por el nombramiento que le acababan de otorgar, partió para la corte, donde supo explicar muy bien que aun siendo él rico y su compañero pobre, ambos tenían el mismo derecho a las mercedes del rey; que ese puesto que le concedían sería cabal recompensa por los méritos de su amigo y vendría a suplir su menguada fortuna, quedando él mismo con ese cambio colmado de satisfacción. Como el ministro no tenía otra intención que separar a aquellos dos hombres extravagantes, y como las muestras de generosidad siempre conmueven, fue dispuesto…¡Maldito animal! ¿Es que no puedes mantener derecha la cabeza? Fue dispuesto que mi capitán permanecería en el regimiento y su compañero iría a ocupar el puesto de mando en su lugar.
»Pero así que se vieron separados, comprendieron la necesidad que tenían el uno del otro, y ambos cayeron en profunda melancolía. Mi capitán solicitó un semestre de permiso para pasarlo en su región natal; pero apenas se había alejado de la guarnición, vende su caballo, se disfraza de campesino y se dirige a la plaza que mandaba su amigo. Parece ser que ya lo habían concertado los dos de antemano. Llegado allí… ¡Bueno, ve por donde quieras! ¿Hay todavía alguna horca que te gustaría visitar…? Podéis reíros, señor, es cosa por cierto muy divertida… Llegó, sí, mas escrito estaba allá arriba que, por muchas precauciones que tomaran para ocultar la satisfacción que les producía volver a encontrarse y no mostrar sino la actitud de subordinación que un campesino debe a un comandante en plaza, casualmente asistieran algunos soldados y oficiales a su entrevista, que estuvieran al tanto de su aventura, que sospecharan y fueran con el cuento al coronel de la plaza. Éste, hombre prudente, sonrió ante el aviso, si bien no dejó de tomarlo en consideración con toda la importancia que requería. Puso espías en torno al comandante, y el primer informe de éstos fue que el comandante salía poco, y nada el campesino: era, pues, imposible que aquellos dos hombres viviesen juntos ocho días seguidos sin que su extraña manía se manifestara, Lo que, en efecto, no tardó en acaecer.
Ya veis, lector, si soy considerado: no dependería más que de mí el dar un latigazo a los caballos que tiran del coche fúnebre, reunir a la puerta del próximo mesón a Jacques y su amo, a los guardias del recaudador o gendarmes de caballería, junto con el resto del cortejo; interrumpir la historia del capitán de Jacques e impacientaros a mi antojo; pero tendría para ello que mentir, y soy reacio a la mentira, a menos que sea útil y forzosa. Lo cierto es que Jacques y su amo no volvieron a ver el carruaje enlutado y que Jacques, inquieto aún por los bandazos de su caballo, continuó su relato.
JACQUES.—Un día, los espías informaron que se había producido un altercado muy violento entre el comandante y el aldeano; que luego salieron, el campesino delante y el comandante siguiéndole a regañadientes, y que ambos habían entrado en casa de un banquero de la ciudad, donde todavía se hallaban.
»Se supo a la postre que, no teniendo esperanza de verse más, habían resuelto batirse en duelo a muerte y que, obedeciendo a los deberes de la más entrañable amistad, incluso en el momento de la más increíble ferocidad, el capitán que era hombre rico, como ya os he dicho… Espero, señor, que no me condenaréis a terminar nuestro viaje a lomos de este extraño animal… Mi capitán, que era rico, había exigido a su compañero que aceptase una carta de cambio por veinticuatro mil libras, que le asegurarían con qué poder vivir en el extranjero en caso de que le matase a él; éste protestando que no se batiría sin esa condición, el otro respondiendo a tal ofrecimiento: “¿Acaso crees, amigo mío, que si yo te mato podré sobrevivirte?”…
»Salían los dos amigos de casa del banquero y se encaminaban hacia las puertas de la villa, cuando se vieron rodeados por el coronel y algunos oficiales. Por más que el encuentro pareciese un incidente fortuito, nuestros dos amigos (o nuestros dos enemigos, como gustéis calificarlos) no se llamaron a engaño. El aldeano se dio a conocer, y fue decidido que pasarían la noche en una casa apartada. A la mañana siguiente, al despuntar el alba, luego de haber abrazado repetidamente a su compañero, mi capitán se resolvió a separarse de él para siempre. No bien hubo llegado a su pueblo, falleció.
AMO.—¿Y quién te ha dicho que estuviera muerto?
JACQUES.—¿Y ese féretro? ¿Y ese coche con sus armas? Mi pobre capitán está muerto, no me cabe la menor duda.
AMO.—¿Y ese cura con las manos atadas a la espalda? ¿Y toda esa gente maniatada? ¿Y esos guardias o gendarmes? ¿Y el regreso de la comitiva a la ciudad? Tu capitán está vivo, no hay duda, pero ¿no sabes nada más de su amigo?
JACQUES.—La historia de su compañero es una bella línea en el gran rollo, en aquello que está escrito allá arriba, en el cielo.
AMO.—Espero que…
El caballo de Jacques no permitió a su amo terminar la frase: de nuevo partió como un rayo, sin desviarse ni a derecha ni a izquierda, siguiendo el camino todo derecho. Ya se pierde Jacques de vista, y su amo, persuadido de que el camino conducía a las horcas, se desternillaba de risa. Y como quiera que Jacques y su amo no valen sino juntos y no son nada separados, no más que don Quijote sin o que Richardet sin Ferragut, cosa ésta que no llegaron á comprender bien ni los continuadores de Cervantes ni el imitador de Ariosto, monseñor Forti-Guerra,[10] quedemos nosotros hablando, lector amigo, en espera de que nuevamente se reúnan.
Vais a tomar la historia del capitán de Jacques por un cuento, y haréis mal, lector. Os aseguro que tal como Jacques la ha contado a si amo, fue el relato que yo oí de los hechos, el día de San Luis de ya no recuerdo qué año, en los Inválidos, comiendo invitado a la mesa del señor de Saint Etienne, médico castrense del establecimiento. Y quien contaba la historia, en presencia de varios otros oficiales que también estaban enterados de lo acontecido, era un personaje grave que no tenía nada de bromista. Os lo repito, pues, en éste momento y para quienes me sigan leyendo: habéis de ser precavido si no queréis tomar lo verdadero por falso y lo falso por verdadero en esta larga conversación entre Jacques y su amo. Advertido quedáis, yo ahora me lavo las manos. Y me diréis: «¡He ahí un par de hombres bien singulares!». Y es eso lo que os hace desconfiar. En primer lugar, es tan variada la naturaleza, sobre todo en cuanto a los instintos y a los caracteres, que nada hay, por extraño que sea, en la imaginación del poeta cuyo modelo no hallen la experiencia y la observación en la naturaleza. Yo mismo aquí donde me tenéis, encontré en la realidad el ejemplo de El médico a palos, obra que hasta entonces había tenido por la más disparatada y divertida de las ficciones. «¡Cómo! El equivalente de aquel marido a quien dice su mujer: “Tengo tres hijos en los brazos”; y que responde: “Pues ponlos en el suelo…”. “Me piden pan.” “Dales, látigo.”» Precisamente ése. Y os contaré cómo fue su conversación con mi mujer.
—¡Ah! ¿Sois vos, señor Gousse?
—No, otro soy, señora.
—¿De dónde venís?
—De donde había ido.
—¿Qué hicisteis allí?
—Arreglar un molino que funcionaba mal.
—¿A quién pertenecía ese molino?
—No lo sé, no fui para arreglar al molinero.
—Muy bien vestido vais, lo que no suele ser vuestra costumbre. Pero ¿cómo debajo de esa levita que está muy limpia, una camisa sucia?
—Porque no tengo más que ésta.
—¿Y cómo es que sólo tenéis una?
—Porque no tengo más que un solo cuerpo a la vez.
—Mi marido está ausente, pero eso no impedirá que os quedéis a cenar.
—No, puesto que no le he confiado a él ni mi estómago ni mi apetito.
—¿Qué tal se encuentra vuestra esposa?
—Como le viene en gana, eso es negocio suyo.
—¿Y vuestros hijos?
—¡Estupendamente!
—¿Y el que tiene tan bellos ojos y tan linda piel, que está tan rollizo?
—Ése mejor que los otros. Ha muerto.
—¿Les enseñáis algo?
—No, señora.
—¡Cómo! ¿Ni a leer, ni a escribir, ni el catecismo?
—Ni a leer, ni a escribir, ni el catecismo.
—¿Y eso por qué?
—Porque a mí nadie me enseñó nada y no por eso soy un ignorante. Si ellos tienen ingenio, harán como yo; si son necios, lo que yo les enseñara no les serviría sino para hacerlos más necios todavía…
Si por ventura encontráis alguna vez a ese excéntrico, no es necesario que le conozcáis para abordarle. Llevadlo a una taberna, confiadle vuestros asuntos, proponedle que os siga a veinte leguas, y os seguirá. Después de haberle utilizado, despedidle sin un cuarto: se marchará satisfecho.
¿Habéis oído hablar de cierto Prémontval que daba en París lecciones públicas de matemáticas? Era amigo suyo… Pero tal vez Jacques y su amo se hayan vuelto a reunir: ¿queréis que vayamos en su busca o preferís quedaros conmigo?… Gousse y Prémontval llevaban conjuntamente la escuela. Entre los numerosos alumnos había una muchachita llamada señorita Pigeon, hija de aquel hábil artífice que construyó los dos hermosos planisferios, esos que han sido trasladados del Jardín del Rey a las salas de la Academia de Ciencias.[11] La señorita Pigeon iba todas las mañanas con su cartera bajo el brazo y su estuche de matemáticas en el manguito. Uno de los dos profesores, Prémontval, se enamoró de su alumna y entre una y otra proposición de los sólidos inscritos en la esfera, le hizo un hijo. El padre Pigeon no era hombre como para oír con paciencia la verdad resultante de ese corolario, y la situación de los amantes se hizo muy comprometida. Examinan sus posibilidades y como no tenían ninguna, lo que se dice nada de nada, ¿cuál pudo ser el resultado de sus deliberaciones? Pues apelar a la ayuda del amigo Gousse. Éste, sin decir una palabra, vende todo cuanto posee, trajes, lencería, máquinas, muebles, libros: reúne cierta suma, mete a los dos enamorados en una silla de posta y los acompaña a galope tendido hasta los Alpes. Allí, vacía su bolsa y les entrega el menguado peculio que le quedaba; los abraza, les desea buen viaje y se vuelve a pie, mendigando hasta Lyon, donde pintando las paredes de un claustro de frailes, pudo ganar con qué regresar a París sin tener que seguir pidiendo limosna.
—Hermosa acción es ésa.
—¡A buen seguro! Y después de ese heroico comportamiento ¿creéis, lector, que Gousse tenía un gran fondo de moralidad? Pues bien, desengañaos, no poseía más del que pueda haber en la cabeza de un besugo.
—¡Eso es imposible!
—Eso es cierto. Yo le tuve como empleado. Una vez le; doy un libramiento de ochenta libras, con cargo a mis mandaderos; la suma estaba escrita en cifras y ¿qué hace Gousse? Añade un cero y cobra ochocientas libras.
—¡Qué horror!
—No es más deshonesto al robarme que honrado cuando se desprendía de todo por un amigo: es un original sin principios. Aquellos ochenta francos no le bastaban, y con un; simple rasgo de la pluma se procuró los ochocientos que necesitaba. ¡Y los libros de valor que me regalaba!
—¿Qué libros son ésos?
Pero… ¿Y Jacques y su amo? ¿Y los amores de Jacques? ¡Ah, lector! La paciencia con que me escucháis bien prueba el poco interés que os inspiran mis dos personajes, y tentado estoy de dejarlos allí donde están… Bueno, pues el caso es que yo tenía necesidad de cierto libro de precio, Gousse me lo trae; poco tiempo después, necesito otro libro, él me lo procura también, quiero pagárselo y se niega a decirme lo que cuesta. Me hace falta un tercer libro precioso, y entonces dice: «Por esta vez, no lo tendréis, se os ha ocurrido demasiado tarde: mi doctor de la Sorbona ha muerto». «¿Y qué hay de común entre el doctor de la Sorbona y el libro que necesito? ¿Acaso habéis tomado los dos anteriores de su biblioteca?» «Eso es.» «¿Sin su consentimiento?» «¡Vamos! ¿Qué necesidad tenía yo de su autorización para ejercer una justicia distributiva? No he hecho sino desplazar esos libros con el mejor fin, transfiriéndolos de un lugar donde eran inútiles a otro lugar donde serán bien; aprovechados.»
¡Quién podría pronunciarse después de esto sobre el talento de los hombres! ¡Ah, y la historia del tal Gousse con; su mujer, ésa sí que es buena!… Como si os estuviera oyendo: ya estáis harto y os gustaría que volviéramos a reunirnos con nuestros dos viajeros. Lector, eso es tratarme como si yo fuera un autómata, lo cual es descortés: Contad los amores de Jacques, no contéis los amores de Jacques… Ahora quiero que me habléis de la historia de Gousse; ya me harta… Bien está que de vez en cuando me deje llevar por vuestra fantasía, pero también debo a veces ir a mi guisa, y además que todo auditor que me permite iniciar un relato se compromete a escuchar el final.
Dije antes: «en primer lugar»… bueno, pues un primeramente es anunciar que ha de haber al menos «en segundo lugar». Así que, en segundo lugar… Me escuchéis o no me escuchéis, lector, hablaré solo… El capitán de Jacques y su compañero acaso vivían atormentados por una envidia violenta y secreta: es un sentimiento que no siempre la amistad logra apagar. Nada hay tan difícil de perdonar como el mérito. Puede que sintieran aprensión a que una gracia injusta les hubiera ofendido a ambos por igual… Sin sospecharlo, los dos trataban de librarse anticipadamente de un rival peligroso, uno y otro se tanteaban por lo que pudiera suceder. ¿Que cómo es posible pensar tales cosas de alguien que tan generosamente cede su mando al amigo indigente? Lo cedió, es cierto; pero si le hubieran privado de ese privilegio, es muy posible que lo hubiera reivindicado con la punta de la espada. Un ascenso arbitrario entre los militares, si no honra a aquel a quien beneficia, deshonra al rival que lo sufre. Pero dejemos eso y digamos que era su chispa de locura. ¿Acaso no tenemos todos la nuestra? La demencia de nuestros dos oficiales fue durante largos siglos la que padeció Europa entera: se llamaba «el espíritu de caballería». Toda aquella brillante multitud, armada de pies a cabeza, ornada con diversos emblemas de amor, caracoleando en sus corceles, lanza en ristre, visera alzada o bajada, mirándose fieramente, midiéndose con los ojos, amenazándose, haciéndose comer el polvo los unos a los otros, dejando tras de sí los restos de las armas rotas en la inmensa liza de un vasto torneo; toda aquella grey no eran sino celosos seguidores del mérito que estaba a la moda. Aquellos caballeros amigos, en cuanto empuñaban sus lanzas, cada uno en un extremo del terreno, y así que espoleaban los flancos de sus caballos, se convertían en los más encarnizados enemigos y caían los unos sobre los otros con el mismo furor que hubieran sentido en un campo de batalla. Pues bien, nuestros dos oficiales no eran sino dos paladines, nacidos en nuestros días, pero con los usos de antaño. Cada vicio y cada virtud aparece y pasa de moda. El vigor físico tuvo su momento, la destreza en los ejercicios tuvo el suyo. La bravura es ora más, ora menos tomada en consideración y cuanto más generalizada está menos envanece y menos se ensalza. Seguid las inclinaciones de los hombres y notaréis que hay quienes parecen venidos al mundo demasiado tarde: son de otro siglo. ¿Y qué nos impediría creer que nuestros dos militares se enzarzarían en tales peligrosos combates cotidianos con el solo deseo de encontrar el lado débil de su rival y demostrar sobre éste su superioridad? Los duelos se repiten en la sociedad bajo las formas más diversas: hay duelos entre sacerdotes, entre magistrados, entre literatos, entre filósofos; cada profesión y estado tiene su lanza y su caballero andante, y nuestras asambleas más respetables, como las más divertidas, no son sino pequeños torneos en los que, a veces, los emblemas del amor se llevan en el fondo del corazón, ya que no prendidos en el hombro. Cuanto más nutrida sea la asistencia, más vivas serán las justas; la presencia de las damas incita a extremar el ardor y la tenacidad, y la vergüenza de sucumbir ante los ojos de ellas es tan atroz que olvidarse no puede.
¿Y Jacques a todo esto?… Jacques había franqueado las puertas de la villa, había cruzado las calles entre las aclamaciones de la chiquillería, y llegado a los últimos arrabales donde, habiéndose lanzado el caballo a pasar por una puerta baja, prodújose entre el dintel de dicha puerta y la cabeza de Jacques un choque terrible, de tal guisa que necesario fuera que el dintel se desplazara o Jacques cayera de espaldas: y fue, como es fácil imaginar, esto último lo que aconteció. Jacques cayó, abierta la cabeza y perdido el conocimiento. Lo levantan, lo reaniman con aguas espiritosas; y hasta creo que le practicó una sangría el dueño de la casa a donde lo llevaron. «¿Aquel hombre era, pues, cirujano?» No. En esto que llega su amo a la villa y pregunta a cuantos encuentra a su paso:
—¿No habréis visto a un hombre alto y enteco, desmedrado él, montado en un caballo pío?
—Acaba de pasar, iba como alma que lleva el diablo; ya debe de haber llegado a casa de su amo.
—¿Y quién es su amo?
—El verdugo.
—¡El verdugo!
—Sí, pues que suyo es el caballo.
—¿Y dónde habita el verdugo?
—Bastante lejos, pero no vale la pena que os molestéis en ir, aquí vienen sus domésticos y a lo que parece, traen a ese hombre enteco, por el que preguntáis y a quien nosotros habíamos tomado por uno de sus lacayos…
¿Quién es el que así hablaba con el amo de Jacques? Un ventero, a cuya puerta se había parado, no había yerro posible: era bajo y gordo como un tonel, estaba en mangas de camisa remangadas hasta el codo, con un gorro de algodón en la cabeza, un mandilón de cocina cubriéndole todo y un gran cuchillo colgado al cinto. «Pronto, pronto, una cama para este desdichado —le dijo el amo de Jacques— un cirujano, un médico, un boticario…» En esto habían depositado a Jacques a sus pies, la frente cubierta por una enorme compresa y los ojos cerrados.
AMO.—Jacques, Jacques.
JACQUES.—¿Sois vos, mi amo?
AMO.—Sí, yo soy; anda, mírame, hombre.
JACQUES.—No puedo.
AMO.—Pero ¿qué es lo que te ha sucedido?
JACQUES.—¡Ay el caballo, ese maldito caballo! Ya os contaré todo mañana, si es que no me muero esta noche.
Y mientras lo transportaban y lo subían a una habitación, el amo dirigía la marcha a voz en grito: «Con cuidado, id despacito, ¡despacio, pardiez!, lo vais a lastimar. Tú, tú que le tienes por las piernas, tuerce a la derecha; tú el que sujetas la cabeza, vuelve a la izquierda». Y Jacques iba diciendo en voz baja: «¡Conque estaba escrito allá arriba…!».
Apenas hubieron acostado a Jacques, éste se durmió profundamente. Su amo pasó la noche a su cabecera, tomándole el pulso, humedeciendo constantemente la compresa con agua vulneraria. En esta función lo sorprendió Jacques, cuándo despertó y preguntóle:
—¿Qué estáis haciendo?
AMO.—Te estoy cuidando. Tú eres mi servidor esté yo sano o enfermo; pero el tuyo soy yo cuando tú te encuentras mal.
JACQUES.—Cuánto me place comprobar que sois muy humano; no suele ser ésa la condición de los amos hacia sus criados.
AMO.—¿Qué tal va tu cabeza?
JACQUES.—Tan bien como la viga contra la que topó.
AMO.—Toma, muerde la sábana y sacude fuerte… ¿Qué sientes?
JACQUES.—Nada; paréceme que la cántara no está cascada.
AMO.—En buena hora. Y estás dispuesto a levantarte, ¡como si lo viera!
JACQUES.—¿Y qué queréis que haga aquí metido?
AMO.—Lo que quiero es que descanses.
JACQUES.—Pues mi opinión es que almorcemos y partamos de aquí.
AMO.—¿Y el caballo?
JACQUES.—El caballo lo dejé en casa de su verdadero dueño, honrado vecino, hombre educado que ha vuelto a quedarse con él por la misma suma que nos lo vendió.
AMO.—Y ese honrado vecino, ese hombre galante ¿sabes tú quién es?
JACQUES.—No.
AMO.—Ya te lo diré cuando estemos de camino.
JACQUES.—¿Y por qué no ahora? ¿Qué misterio hay en ello?
AMO.—Misterio o no, ¿qué necesidad tienes de enterarte ni ahora ni más tarde?
JACQUES.—No, ninguna.
AMO.—Pero sí te hace falta un caballo.
JACQUES.—El ventero a lo mejor está deseando de cedernos uno de los suyos.
AMO.—Duerme un rato más y yo voy a ocuparme de eso.
El amo de Jacques baja, pide el almuerzo, compra un caballo, vuelve a subir y se encuentra a Jacques ya vestido. En cuanto desayunaron, se pusieron en camino; Jacques protestando de que era descortés marcharse así, sin haber hecho una visita de cumplido al ciudadano a cuya puerta quedó malparado y que tan amablemente le había socorrido; el amo tranquilizándole respecto a tal delicadeza al asegurarle que ya él había gratificado con largueza a los acólitos que lo transportaron a la venta; pretendiendo Jacques que la recompensa a los servidores no les excusaba de saldar la deuda con el amo; que con tal proceder se inspira a los hombres la desgana y el pesar por hacer el bien, y que uno mismo quedaba como un ingrato.
JACQUES.—Mi amo, como si estuviera oyendo lo que ese hombre diría de mí, por lo que yo diría de él si en su lugar estuviera y él en el mío…
Salían de la ciudad cuando toparon con un hombre alto y fornido que llevaba sombrero ribeteado y levita toda guarnecida de galón. Iba solo, sin contar dos perrazos que le precedían. Apenas le hubo Jacques avistado, que desmontar del caballo y echarse a su cuello gritando todo fue uno. «¡Es él, es él!» Al hombre de los perros parecían embarazarle aquellas demostraciones de Jacques, y con suavidad lo rechazaba mientras decía:
—Señor, me hacéis harto honor.
—¡No, por cierto! Que la vida os debo y no sabría agradecéroslo bastante.
—Si no sabéis quién soy…
—¿No sois acaso el solícito ciudadano que me socorrió, me sangró y me curó cuando mi caballo…?
—Verdad es.
—¿No sois el honrado ciudadano que me ha aceptado el caballo por el mismo precio que me lo vendió?
—Sí, yo soy.
Jacques lo abrazaba de nuevo y lo besaba, primero en una mejilla, luego en la otra, y mientras tanto su amo sonreía y los dos perros se ponían de pie, el hocico levantado como olfateando maravillados una escena que veían por vez primera. Después que hubo añadido a esas demostraciones de gratitud repetidas reverencias, a las que su bienhechor no correspondía, y luego de haber expresado sus mejores votos, fríamente recibidos, Jacques montó de nuevo a caballo y dijo a su amo:
—Siento la más profunda veneración por ese hombre a quien deberíais darme a conocer.
AMO.—¿Y por qué es tan venerable a tus ojos, di?
JACQUES.—Porque siendo así que no le da la menor importancia a los favores que prodiga, por fuerza ha de ser servicial y estar muy habituado a practicar el bien.
AMO.—¿Qué te hace pensar así?
JACQUES.—La frialdad e indiferencia con que ha acogido mis muestras de gratitud: no me saluda, no me dice una palabra, parece como si no me conociera y acaso en este momento se esté diciendo para sí con cierto desprecio: «Muy ajena ha de serle la bondad a este viajero y muy penosa la práctica de la justicia para que tanto le conmuevan…». ¿Qué de absurdo tiene cuanto acabo de decir para que os haga reír de esta guisa? Sea quien fuere, decidme el nombre de ese caballero a fin de que pueda yo anotarlo en mis cuadernos.
AMO.—De buena gana: escribid.
JACQUES.—Decid, señor.
AMO.—Escribid; El hombre a quien profeso la más profunda veneración…
JACQUES.—La más profunda veneración…
AMO.—Es.
JACQUES.—Es…
AMO.—El verdugo de…
JACQUES.—¡El verdugo!
AMO.—Sí, sí, el verdugo.
JACQUES.—¿Queréis decirme dónde está la gracia de esta broma?
AMO.—No es ninguna broma, Jacques. No tenéis sino seguir los eslabones de la cadena: Necesitáis un caballo, el azar os lleva al lado de un viajero, y el tal viajero es un verdugo que os vende su caballo. El caballo os conduce por dos veces al patíbulo de las horcas; la tercera vez os deposita en casa de un verdugo; allí caéis privado y os transportan ¿adónde? A una posada, un albergue, un asilo común. Jacques ¿conocéis la historia de la muerte de Sócrates?
JACQUES.—No.
AMO.—Sócrates era uno de los sabios de Atenas. Tiempo ha que el papel de cuerdo es peligroso entre los locos. Sus conciudadanos le condenaron a beber la cicuta. Pues bien, Sócrates hizo lo que vos acabáis de hacer: trató al verdugo que le presentaba la cicuta con tanta deferencia como vos habéis usado. Habéis de convenir, Jacques, en que sois una especie de filósofo. Bien se me alcanza que es ésa una raza de hombres abominables para los poderosos, ante quienes no se hincan de rodillas; los magistrados, protectores oficiales de los prejuicios que aquéllos persiguen; los curas, que raramente los ven al pie de los altares; los poetas, hombres sin principios que neciamente tienen la filosofía por la guadaña de las bellas artes, sin reparar en que incluso los que practicaron el odioso género de la sátira no fueron sino unos aduladores. También los detesta el pueblo, eterno esclavo de los tiranos que lo oprimen, de los bribones que lo engañan y de los bufones que lo divierten. Ya veis, Jacques, que no ignoro cuánto peligro entraña vuestra profesión y toda la importancia de la confesión que os pido me hagáis; pero no abusaré de vuestro secreto. Jacques, amigo mío, sois un filósofo y lo lamento por vos. Si nos está permitido leer en las cosas presentes las que han de acontecer algún día, y si lo que está escrito allá arriba se manifiesta alguna vez a los hombres mucho antes de que suceda, presumo que vuestra muerte será filosófica, y que habéis de recibir la cuerda al cuello de tan buen grado como Sócrates recibió la copa de cicuta.
JACQUES.—Mi amo, no hablaría mejor un profeta; pero por fortuna…
AMO.—No llegáis a creerlo del todo, lo cual añade mayor fuerza a mi presentimiento.
JACQUES.—¿Y vos, señor? ¿Creéis en ello?
AMO.—Lo creo, pero aun cuando no lo creyera, no tendría la menor consecuencia.
JACQUES.—¿Y por qué?
AMO.—Porque sólo corren peligro quienes hablan y yo guardo silencio.
JACQUES.—¿Y qué me decís de los presentimientos?
AMO.—Hago chanza de ellos, pero confieso que no es sin temblar. ¡Los hay que se presentan con tan sorprendente relieve! ¡Y hemos oído esa clase de cuentos tan tempranamente! Si vuestros sueños se hubieran realizado cinco o seis veces y os sucediera que soñarais que vuestro mejor amigo se muere, al despertar correríais a su casa para saber si es cierto. Pero los presentimientos de que no podemos defendernos son sobre todo los que se nos presentan de forma simbólica en el momento mismo en que los hechos ocurren lejos.
JACQUES.—Sois a veces tan profundo y tan sublime que no os entiendo. ¿No podríais aclararme eso con un ejemplo?
AMO.—Nada más fácil. Escucha: una mujer vivía en el campo con su marido, octogenario y que padecía el mal de piedra. Dejando a la mujer en casa, el hombre va a la ciudad para que le operen. La víspera de la operación, escribe a su mujer: «A la hora en que recibas esta carta, estaré bajo el bisturí de fray Cosme…»[12] ¿Conoces, Jacques, esos anillos de boda que se separan en dos partes, en cada una de las cuales están grabados los nombres respectivos del marido y de la mujer? Pues bien, la buena anciana llevaba una de esas alianzas y, en el momento de abrir la carta de su marido, en el instante mismo, las dos mitades del anillo se separan: la que llevaba su nombre queda en su dedo, la que tenía el nombre del marido se cae rota en pedazos sobre la carta que estaba leyendo… Dime, Jacques, ¿crees tú que hay cabeza lo bastante firme, ánimo lo bastante recio para no sentirse más o menos impresionado por semejante incidente y en tales circunstancias? No es de extrañar que la pobre mujer se viera morir del susto. Su zozobra no cesó hasta el día de postas siguiente, en que el marido le mandaba decir que la operación se había llevado a cabo felizmente, que él estaba fuera de peligro y que esperaba poder ir a abrazarla antes de que acabara el mes.
JACQUES.—¿Y en efecto la abrazó?
AMO.—Sí.
JACQUES.—Os hago esa pregunta porque más de una vez he podido observar que el destino obra con cautela. Se diría al primer pronto que ha mentido, y nos encontramos luego que ha dicho verdad. Así, pues, señor, ¿creéis que me hallo en el caso del presentimiento simbólico y pensáis, bien a pesar vuestro, que rae amenaza la muerte del filósofo griego?
AMO.—No he de ocultártelo, Jacques; pero para espantar tan triste idea, ¿no podrías tú…?
JACQUES.—¿Seguir con la historia de mis amores?…
Jacques reanudó la narración de sus amoríos. Le habíamos dejado, me parece, en casa del cirujano.
CIRUJANO.—Mucho me temo que con vuestra rodilla haya tarea para más de un día.
JACQUES.—Habrá ni más ni menos por todo el tiempo que esté escrito allá arriba: ¿qué más da?
CIRUJANO.—A tanto al día por el alojamiento, la manutención y mis cuidados, va a hacer una buena suma.
JACQUES.—Doctor, no se trata de la suma por todo el tiempo, sino de cuánto al día.
CIRUJANO.—¿Veinticinco sueldos[13] os parecería excesivo?
JACQUES.—Muchísimo. Vamos, doctor, yo soy un pobre diablo: dejémoslo reducido a la mitad y disponed con toda la prontitud posible que me trasladen a vuestra casa.
CIRUJANO.—Doce sueldos y medio no es gran cosa… ¡ya llegaréis a trece!
JACQUES.—Doce y medio… Vaya por trece sueldos. Trato hecho.
CIRUJANO.—¿Y pagaréis día a día?
JACQUES.—Así lo hemos convenido.
CIRUJANO.—Es que… ¿sabéis?, tengo un demonio de mujer que no se anda con chiquitas…
JACQUES.—¡Ea, doctor! Haced que me trasladen cuanto antes junto a vuestra endiablada mujer.
CIRUJANO.—Un mes a trece sueldos por día hacen diecinueve libras y diez sueldos… ¿Sí que redondearéis en veinte francos?
JACQUES.—Sea, veinte francos.
CIRUJANO.—¿Queréis estar bien comido, bien cuidado, pronto sanado…? Además de la manutención, el alojamiento y los cuidados, quizá habrá que contar algo por los medicamentos, por la ropa, por…
JACQUES.—¿Y qué más?
CIRUJANO.—A fe mía que todo junto bien valdrá veinticuatro francos.
JACQUES.—Pongamos los veinticuatro francos, pero sin nada que colee…
CIRUJANO.—Un mes a veinticuatro francos… dos meses harán cuarenta y ocho libras, tres meses harán setenta y dos… ¡Qué contenta se pondría mi mujer si pudierais adelantarle, de entrada, la mitad de esas setenta y dos libras!
JACQUES.—Consiento en ello.
CIRUJANO.—Y aun la haríais mucho más feliz si…
JACQUES.—¿Si yo pagase el trimestre entero? Lo pagaré.
Jacques siguió explicando:
—Fue el cirujano en busca de mis huéspedes, les puso al corriente de nuestro acuerdo y un momento después el hombre, la mujer y los chicos se reunieron en torno a mi cama con un semblante muy tranquilo y todo se les volvió preguntas sobre mi salud y mi rodilla, y elogios del compadre cirujano y de su mujer, y toda clase de buenos deseos, y la mayor afabilidad y ¡un interés, una diligencia en servirme!… Sin embargo, el médico no les había dicho que yo tuviera algún peculio, pero harto lo conocían: si me llevaba a su propia casa, sabían que era con su cuenta y razón. Pagué a aquellas gentes lo que les debía, tuve para con los niños algunas larguezas que el padre y la madre no les dejaron mucho rato entre las manos. Era por la mañana, el hombre salió para irse al campo, la mujer se echó a las espaldas un cenacho y se alejó; los críos, entristecidos y descontentos por haber sido expoliados, desaparecieron, y cuando hubo que sacarme del camastro, vestirme y acomodarme en las angarillas, sólo se encontraba allí el doctor, que se puso a dar voces sin que nadie pudiera oírle.
AMO.—Y Jacques, que gusta de hablar consigo mismo, seguramente que se diría: «No paguéis nunca por adelantado si no queréis ser mal servido».
JACQUES.—No, mi amo, no era ocasión para moralizar, sino para impacientarse y jurar por todos los demonios. Yo me impacienté, eché pestes, y la moraleja no la saqué hasta después. Y en tanto que moralizaba, el doctor, que me había dejado solo, volvió con dos labriegos avenidos para transportarme, a mis expensas, cosa que el médico no me dejó ignorar. Aquellos hombres me prestaron todos los cuidados necesarios para dejarme instalado en una especie de parihuela improvisada con un colchón extendido sobre unas varas.
AMO.—¡Alabado sea Dios! Ya te estoy viendo en casa del cirujano, y enamorado de su mujer o de su hija.
JACQUES.—Paréceme, señor, que os equivocáis.
AMO.—¿Y tú crees que yo voy a pasarme tres meses en casa del doctor antes de oír la primera palabra de tus amores? ¡Ah, Jacques, eso sí que no es posible! Dispénsame, por favor, de la descripción de la casa, y del carácter del doctor, y del mal genio de la doctora, y de los progresos de tu curación; sáltatelo, sáltate todo eso. ¡Al grano, vamos al grano! Ya está tu rodilla casi curada, te encuentras bastante bien, y amas a alguien.
JACQUES.—Sea, ya estoy enamorado, pues que tanta prisa tenéis.
AMO.—¿Y a quién amas?
JACQUES.—A una morena garrida de dieciocho años, bien torneada, con grandes ojos negros, boca pequeña y encarnada, hermosos brazos, lindas manos… ¡Ah, mi amo, sus lindas manos!… ¡Y es que esas manos!…
AMO.—Todavía te parece tenerlas cogidas.
JACQUES.—Es que vos las habéis tomado y tenido, más de una vez, entre las vuestras, a hurtadillas y que no ha dependido sino de ellas el haber hecho cuanto os apeteciera…
AMO.—A fe mía, Jacques, que no me esperaba yo tanto.
JACQUES.—Ni yo tampoco.
AMO.—Por más que le doy vueltas, no me acuerdo de ninguna morena bien plantada ni unas lindas manos: trata de explicarte.
JACQUES.—De acuerdo, pero a condición de que volvamos atrás y entremos de nuevo en casa del cirujano.
AMO.—¿Tú crees que eso está escrito allá arriba?
JACQUES.—¡Vais a ser vos quien me lo recordéis! Pero aquí abajo está escrito que chi va piano va sano.
AMO.—Y chi va sano va lontano; y yo quisiera ya haber llegado.
JACQUES.—¡Pues bien! ¿Qué habéis decidido?
AMO.—Lo que tú quieras.
JACQUES.—En ese caso, henos de nuevo en casa del cirujano; escrito estaba que habíamos de volver. El doctor, su mujer y sus hijos se las compusieron tan bien para vaciar mi bolsa con toda clase de rapiñas, que no habían de tardar en lograrlo. La curación de mi rodilla parecía, sin estarlo del todo, muy adelantada, la llaga se había casi cerrado, yo podía salir con ayuda de una muleta, y me quedaban todavía dieciocho francos. A nadie le gusta más hablar que a los tartamudos, ni hay a quien más le apetezca andar que a los cojos. Un día de otoño, una tarde que hacía muy buen tiempo, me propuse dar un largo paseo, desde el pueblo donde vivíamos hasta el pueblo vecino, que distaba unas dos leguas.
AMO.—¿Y ese pueblo se llamaba?
JACQUES.—Si os lo nombrara, lo sabríais todo. Llegado allí, entré en una taberna, descansé y me refresqué. Empezaba a declinar la tarde y yo me disponía a regresar a mi morada, cuando he aquí que oigo gritar a una mujer, unos gritos desgarradores. Salgo, veo que se había arremolinado gente en torno a una desdichada que yacía en tierra, se mesaba los cabellos y exclamaba señalando un gran cántaro hecho añicos: «Estoy en la ruina, en la ruina por un mes; y durante todo ese tiempo, ¿quién va a dar de comer a mis pobres hijos? El intendente, que tiene el corazón más duro que las piedras, no me dispensará ni un céntimo. ¡Ay, ay, qué desgraciada soy! ¡En la ruina, en la ruina me he quedado!». Todo el mundo la compadecía, no se oía alrededor más que lamentaciones: «¡Pobre mujer!», pero nadie se metía la mano al bolsillo. Yo me acerqué resueltamente y le dije: «¿Qué os ha ocurrido, buena mujer?». «¡Lo que me ha ocurrido! ¿Acaso no lo veis? Me habían mandado a por una cántara de aceite, he dado un traspiés, me he caído y la jarra se ha hecho pedazos… Mirad, mirad el aceite que la llenaba…» En aquel momento aparecieron los hijos de la pobre infeliz, iban casi desnudos y también las ropas andrajosas de la madre mostraban a las claras toda la miseria de la familia. Madre e hijos lloraban y chillaban. Aquí donde me veis, con mucho menos que aquello me hubiera conmovido; se me removieron las entrañas de compasión, las lágrimas vinieron a mis ojos. Con voz entrecortada pregunté a la pobre desventurada cuánto costaba el aceite que había contenido la cántara. «¿Cuánto? —me respondió levantando las manos al cielo—, había por nueve francos, más que todo lo que yo puedo ganar en un mes…» Sin dudarlo un instante abrí mi bolsa y dándole dos escudos fuertes, le dije así: «Tomad, tomad, buena mujer, aquí tenéis doce francos…», y sin esperar a que me diera las gracias, continué mi camino de vuelta al pueblo.
AMO.—Jacques, muy buena acción fue esa que hiciste.
JACQUES.—Una estupidez es lo que hice, por más que creáis lo contrario. No bien me había alejado cien pasos del pueblo, cuando así me lo dije; no estaba aún a medio camino, cuando me lo repetí con mayor convencimiento; y llegado que hube a casa de mi cirujano con la bolsa totalmente vacía, tuve la absoluta certeza.
AMO.—Bien podrías estar en lo cierto y mi elogio ser tan poco atinado como fuera de lugar tu compasión… Pero no, no, Jacques, persisto en mi primer parecer, y es el haberte olvidado de tus propias necesidades lo que hace el principal mérito de tu acción. Ya veo las consecuencias: te vas a ver expuesto a la inhumanidad de tu cirujano y de su mujer, te van a echar de su casa; pero aun cuando hubieras tenido que morir a su puerta o en un muladar, aun hundido en el estiércol, tú te habrías sentido satisfecho de ti mismo.
JACQUES.—Mi amo, carezco yo de tal entereza. Iba, pues, andando a trancas y barrancas, y he de confesar que echando de menos mis dos buenos escudos (que no por eso iba a recuperar) y desmereciendo al lamentarla la buena acción que acababa de hacer. Hallábame más o menos a la misma distancia de ambos pueblos, y ya el sol se había puesto por completo, cuando tres bandidos salen de entre la maleza que bordeaba el camino, se abalanzan sobre mí, me tiran al suelo, me registran y se extrañan del muy menguado peculio que llevaba. Habían contado hacer conmigo una buena presa: testigos de la limosna que había dado a la desdichada mujer, imaginaron que aquel que con tal facilidad se desprendía de medio luis es porque sin duda le quedaban una veintena más. Rabiosos por ver fallidas sus esperanzas y por exponerse a que les rompieran el pescuezo en una horca sólo por una poca calderilla, si yo los denunciaba, los capturaban y los reconocía, dudando estuvieron un momento si no sería mejor asesinarme. Por ventura para mí, oyeron ruido y salieron huyendo; escapé así del trance sin más menoscabo que unas contusiones que me hice al caer y que recibí mientras me vaciaban los bolsillos. Una vez que se alejaron aquellos malhechores, reemprendí el camino y llegué al pueblo como pude: en plena noche, hacia las dos, todo pálido, descaecido, el dolor de la rodilla atenazándome y sufriendo en varios lugares de mi cuerpo por los golpes recibidos. El doctor… Pero ¿qué tenéis, señor? Os veo apretar los dientes y agitaros como si estuvierais en presencia de un enemigo.
AMO.—Y lo estoy, efectivamente. Aquí me tienes con la espada desenvainada, caigo sobre tus ladrones y te vengo. Mas… dime… ¿Cómo es que el autor del gran rollo de allá arriba pudo escribir que tal había de ser la recompensa de una generosa acción? ¿Por qué yo, que no soy sino un miserable compuesto de defectos, tomo tu defensa, mientras que él te ha visto tranquilamente atacado, maltratado, derribado en tierra, pisoteado… él, ese de quien se dice que es la suma de todas las perfecciones…?
JACQUES.—Mi amo, tengamos la fiesta en paz: eso que acabáis de decir me huele endemoniadamente a herejía.
AMO.—¿Qué es lo que miras ahora?
JACQUES.—Miro si no hay nadie en torno que haya podido oíros… Bueno, pues el doctor me tomó el pulso y me encontró fiebroso. Me acosté sin decir palabra de mi aventura, y en mi camastro di en pensar que tenía que habérmelas con aquellas dos almas… ¡Y qué dos almas, Dios bendito! Sin tener un céntimo y sin la menor duda de que a la mañana siguiente, tan pronto me despertara, vendrían a exigirme el estipendio que por cada día habíamos convenido.
Al llegar a ese punto, el amo echó los brazos al cuello de su servidor, exclamando:
—¡Mi pobre Jacques! ¿Qué vas a hacer? ¿Qué va a ser de ti? Tu situación me espanta.
JACQUES.—Podéis sosegaros, mi amo, ya veis que aquí estoy.
AMO.—No reparaba en ello… Yo estaba en la mañana siguiente… junto a ti, en casa del doctor, en el momento de tu despertar, cuando vienen a reclamarte el pago.
JACQUES.—Mi amo, en esta vida no sabemos nunca de qué hemos de alegrarnos ni de qué afligirnos. El bien nos trae el mal, y el mal viene como un bien. Vamos caminando en la noche por debajo de lo que está escrito allá arriba, igualmente insensatos en nuestros deseos, en nuestra dicha y en nuestra aflicción. Cuando lloro, más de una vez me parece que soy un necio.
AMO.—¿Y cuando ríes?
JACQUES.—Pues también me parece que soy un necio; y sin embargo, no puedo por menos de llorar y de reír: eso es, justamente, lo que me encorajina. Cien veces he intentado… En toda la noche no logré pegar ojo…
AMO.—No, no, dime primero qué es lo que cien veces has intentado.
JACQUES.—Burlarme de todo. ¡Ah, si hubiera podido lograrlo!
AMO.—¿De qué te habría servido?
JACQUES.—Me hubiera servido para librarme de mis preocupaciones, para no tener necesidad de nada, para ser completamente dueño de mí, para encontrarme igual de bien con la cabeza apoyada en un mojón de piedra, en la mismísima calle, que blandamente en una almohada. Así soy a veces; pero lo malo es que ese estado no perdura, y que si bien mantengo el ánimo recio y firme como una roca en las grandes ocasiones, me ocurre a menudo que un pequeño contratiempo, una nimiedad me descompone. Es como para darse de bofetadas. Ya he renunciado: he tomado el partido de ser tal como soy, y he comprobado que, a poco que se piense, viene a ser lo mismo con sólo añadir: ¿Qué importa cómo se sea? Es otra suerte de resignación más fácil y más cómoda.
AMO.—Ser más cómoda, lo es, a buen seguro.
JACQUES.—Así que, a la mañana siguiente, el cirujano descorrió las cortinas de mí cama y me dijo:
»—Vamos, amigo, vuestra rodilla, que tengo hoy que ir muy lejos.
»—Doctor —dije yo con tono quejumbroso— tengo sueño.
»—¡Tanto mejor! Es buen síntoma.
»—Dejadme dormir, no me preocupa ahora que me hagáis la cura.
»—No veo en ello gran inconveniente, seguid durmiendo.
»Dicho eso, vuelve a echar las cortinas de mi cama. Pero yo no me duermo. Una hora después, la mujer del doctor descorre a su vez las cortinas y me dice:
»—Vamos, amigo, tomad vuestra tostada con azúcar.
»—Señora doctora —respondo con tono lastimero—, me noto desganado.
»—Comed, comed, que no vais a pagar por eso ni más ni menos.
»—No quiero comer.
»—¡En buena hora! Será para mis hijos y para mí.
»Y así diciendo, vuelve a correr las cortinas, llama a sus hijos y ni cortos ni perezosos dan cuenta de mi tostada con azúcar.