LOS SEÑORIALES

BEN era considerado un niño anormal. No sabía hablar. Cuando trataba de formar palabras, salían de su boca sonidos ásperos y desagradables y no sabía qué hacer con la lengua. Cuando quería algo, señalaba con el dedo o lo iba a buscar él mismo. Decían que era un defecto en la lengua y que, dentro de unos años, lo llevarían al hospital y podría hacerse algo al respecto. Su madre afirmaba que era bastante inteligente; entendía perfectamente lo que se le decía. Sabía distinguir entre lo bueno y lo malo, sólo que era muy terco, no recibía bien las negativas. Debido a su silencio olvidaban explicarle cosas tales como las llegadas, las partidas, y los cambios de plan, y, por consiguiente, el mundo de él estaba hecho de caprichos: los caprichos de la gente mayor. Se le decía que se vistiera, sin explicarle por qué, o que saliera a jugar a la calle, o se le negaba un juguete que una hora atrás se le había permitido usar.

Cuando la tensión era excesiva y no podía soportarla más, abría la boca y el sonido que salía lo asustaba más a él que a sus propios padres. ¿De dónde salía? ¿Por qué? Entonces alguien, generalmente la madre, lo levantaba y lo encerraba en el armario, debajo de la escalera, entre los impermeables y las canastas para el mercado, y oía como le decía, a través del ojo de la cerradura: "Te quedarás allí hasta que te calles". Pero no había manera de apagar el ruido que le pertenecía. El enojo era una fuerza que tenía que descargarse.

Más tarde, acurrucado junto al ojo de la cerradura, cansado, oía cómo el ruido se apagaba y en el armario volvía a reinar la paz. Entonces sentía miedo de que su madre se fuera y se olvidara de sacarlo, y hacía ruido con la manija para recordarle su presencia. El relampagueo de su pollera, a través del ojo de la llave, lo tranquilizaba. Entonces se sentaba y esperaba hasta que hacían girar la llave, que significaba su liberación. Salía a la luz del día, pestañeando, y miraba a su madre para juzgar de qué humor estaba. Si se encontraba sacando el polvo o barriendo, no le prestaba atención. Todo marcharía bien hasta el próximo momento de ira, de defraudación, en que la escena volvería a repetirse, y lo encerraría nuevamente en el armario o en su cuarto, sin darle el té y sacándole todos sus juguetes. Para no tener que sufrir la ira de sus padres, la solución estaba en darles el gusto, pero no siempre podía hacer esto ya que el esfuerzo era excesivo. Cuando estaba jugando, absorto, olvidaba sus órdenes.

Un día hicieron las valijas y lo vistieron con su ropa de más abrigo, aunque ya empezaba la primavera. Abandonaron la casa de Exeter donde él naciera, y se dirigieron hacia el lado de los páramos. Desde hacía semanas se hablaba solamente de eso.

"Allí es diferente", se decían sus padres. De alguna manera se mezclaban la precisión y las amenazas: un día decían que él tendría suerte, y otro, que mejor no se moviera de su lado cuando estuvieran allí. Hasta la misma palabra "páramo", parecía siniestra y amenazante.

El bullicio de la partida aumentó aún más su miedo. Las habitaciones de la casa, repentinamente vacías, dejaron de ser familiares, y su madre, impaciente, lo reprendía sin cesar. También ella vestía de diferente modo y tenía puesto un sombrero muy feo; le apretaba las orejas cambiándole el contorno de la cara. Al salir lo tomó de la mano, arrastrándolo. Azorado, vio que sus padres se sentaban ansiosos entre las cajas y cajones. ¿Sería posible que también ellos se sintieran ansiosos? ¿Que ninguno supiera hacia dónde se dirigían?

El tren los llevó lejos, pero no podía mirar por la ventanilla. Estaba sentado en el medio, entre sus dos padres, y sólo porque veía copas de los árboles se daba cuenta de que pasaban por el campo. Su madre le dio una naranja, que él no quería. Olvidando ser cuidadoso, la arrojó al suelo. Ella le golpeó la mano, fuerte. El golpe coincidió con una repentina sacudida del tren y la oscuridad de un túnel, y ambas cosas juntas le hicieron recordar el armario debajo de la escalera y el castigo. Abrió la boca y salió el grito.

Como siempre, el sonido produjo pánico. Su madre lo sacudió y él se mordió la lengua. El coche estaba lleno de gente. Un anciano que leía el diario arrugó el entrecejo. Una mujer, mostrándole los dientes, le ofreció un caramelo verde. Pero no se podía tener confianza en nadie. Sus gritos se hicieron más fuertes todavía y su madre, con el rostro congestionado, lo levantó y lo llevó al ruidoso corredor. "¿Te vas a quedar quieto?", le gritó. Todo era confuso. La fatiga se apoderó de él y se vino abajo. La ira y el miedo lo hicieron patalear, tenía puestos sus zapatos nuevos marrones, aumentando aún más el alboroto. El sonido que le salía del vientre cesó; sólo el jadeo, los ahogados sollozos le hacían saber que todavía seguía sufriendo, pero no sabía por qué.

Está cansado, dijo alguien.

Volvieron al coche y le hicieron sitio junto a la ventanilla. El mundo de afuera desfiló. Las casas comenzaron a apiñarse. Vio un camino con coches y campos, luego, terraplenes que subían y bajaban. Cuando el tren empezó a disminuir la marcha, sus padres se pusieron de pie y comenzaron a reunir sus cosas. De nuevo los envolvió la agitación de la partida. El tren acabó por detenerse completamente. Las puertas se abrieron y golpearon y un mozo de cordel gritó. Tropezando, descendió a la plataforma.

La madre lo aferró de la mano, y él le miró la cara y también la de su padre, para tratar de descubrir por sus expresiones si lo que estaba sucediendo era habitual, previsto, y si ellos sabían lo que iba a suceder después. Subieron a un coche con el equipaje todo alrededor de ellos, y, por el polvo que entraba, comprendió que no marchaban en dirección a la ciudad donde habían llegado, sino hacia el campo. El aire era fuerte, fresco. Riendo, su padre lo miró y le dijo: "¿Sientes el olor del páramo?"

El Páramo... Trató de ver desde la ventanilla del coche, pero una valija le obstruía la visual. Su padre y su madre estaban hablando.

Seguro que habrá puesto una pava de agua en el fuego y nos dará una mano decía su madre, y después, esta noche, no desempaquetaremos todo. Nos harán falta varios para ponernos en condiciones.

No sé, dijo su padre. Es extraño lo diferente que será vivir en una casa pequeña.

El camino tenía muchas curvas y el coche oscilaba cada vez más. Ben se sintió indispuesto. Esto sería la desgracia definitiva. La acidez le subía por la garganta y apretó los dientes, pero la necesidad era demasiado grande y le saltó de golpe, salpicando todo el coche. "¡Oh! ¡No! ¡Esto es demasiado!", gritó su madre y se lo sacó de encima con un empujón, haciéndole golpear la cara con la punta de una valija. Su padre golpeó en la ventanilla; "¡pare!, el niño está descompuesto". La vergüenza, la inevitable confusión de sentirse mal, y luego el frío repentino que lo hizo temblar. Por todas partes se veían pruebas de su vergüenza, y el conductor trajo un trapo viejo y maloliente para secarle la boca.

Partieron otra vez, ahora más despacio. Él estaba de pie entre las rodillas de su padre y por fin el camino irregular y lleno de baches llegó a su término y frente a ellos apareció una luz.

No llueve, y es una bendición, dijo su madre. No me preguntes qué haremos aquí cuando suceda eso.

La casita se erguía solitaria, con las ventanas iluminadas. Pestañeando y tembloroso aún, Ben descendió del coche. Mientras sacaban el equipaje miró a su alrededor. Momentáneamente lo dejaron de lado. La casita tenía un parque que, en la oscuridad, parecía liso como una alfombra, y detrás de los techos a dos aguas se veían las negras colinas gibosas. El olor dulzón y vivo que advirtiera al salir de la estación, se sentía ahora con mayor intensidad. Levantó el rostro para olfatear. ¿Dónde estaban los páramos? Se los imaginaba como una banda de hermanos poderosos y cordiales.

¡Entra, buen mozo! le dijo una mujer, saliendo de la casa. Cuando se le acercó, amable y voluminosa, Ben no se resistió y dejó que lo llevara a la cocina con piso de piedra. Acercaron un taburete a la mesa y le pusieron delante un vaso de leche. Empezó a beber, lentamente, mientras examinaba las piedras del piso, la bomba de la pileta, las pequeñas ventanas con persianas.

¿Es tímido? preguntó la mujer, y comenzaron los susurros, la conversación entre mayores, relativa a su lengua. El padre y la madre parecían avergonzados y molestos. La mujer lo miró de nuevo, compasiva, y Ben se ensimismó en su vaso de leche. Se olvidaron de él, la aburrida conversación lo dejó de lado y, al no ser observado, pudo comer pan y manteca sin inhibición, y servirse bizcochos. Su malestar había desaparecido y sentía apetito otra vez.

¡Oh, sí! Tiene que tener cuidado con ellos decía la mujer. Son unos terribles ladrones. Vienen de noche y le vacían la despensa si se la deja abierta. Especialmente si sigue haciendo frío, como ahora. Tenga cuidado con la nieve...

¡Ah, los páramos eran ladrones! Una banda de ladrones que rondaban de noche. Ben recordó la revista de chistes que su padre le había comprado, con la cara de ogro en la tapa. Pero no debían ser así, porque la mujer estaba diciendo algo respecto a los buenos mozos que eran.

No te van a hacer mal, dijo, son muy buenos, ahora se dirigía a Ben, que la observaba intrigado. Después rió y todo el mundo ayudó a levantar las cosas de la mesa, a desempaquetar, a acomodar.

Y ahora no te vayas lejos, le dijo su madre. Si no te portas bien, irás directamente a la cama.

No puede sucederle nada, comentó la mujer, he cerrado el portón.

En un momento de descuido, Ben salió por la puerta y se quedó afuera. El coche que los trajera había desaparecido. El silencio, tan distinto al bullicio habitual de su calle, se parecía al silencio de sus padres cuando no estaban enojados. Lo cobijaba. Las lucecitas que titilaban en las otras casas, a la distancia, eran lejanas como estrellas. Se acercó al portón, apoyó la barbilla en él y se quedó mirando la apacible oscuridad. Se sintió en paz. No tuvo deseos de entrar, ni de desempaquetar sus juguetes.

Debía haber una granja cerca, porque el olor a estiércol se mezclaba al aire frío, y una vaca mugía en el establo. Estos descubrimientos le resultaron gratos. Pensaba sobre todo en los páramos; en los ladrones de la noche, pero no lo asustaban. Vaya a saber por qué; la sonrisa de la mujer y la manera cómo sus padres rieran, mostraban bien a las claras que los páramos no eran de temer. De todos modos, era para venir aquí que habían embalado sus cosas y dejado la otra casa. Era de esto que estuvieron hablando durante tantas semanas.

Al niño le gustarán los páramos decía la gente, en la ciudad. Allí se va a hacer fuerte. No hay nada como los páramos para despertar el apetito.

Era verdad: Ben había comido cinco rebanadas de pan con manteca y tres bizcochos. La banda de hermanos ya había demostrado su fuerza. Se preguntó si estarían cerca de la casa, quizá agazapados, sonriendo para darle ánimo, más allá de esas gibosas colinas oscuras.

De pronto se le ocurrió una idea. Si les ponían a su alcance comida suficiente, los páramos no robarían. Lo comerían y se sentirían agradecidos. Entró de nuevo a la cocina y por las voces se dio cuenta de que sus padres y la ayudante estaban desempaquetando y no lo verían. Habían levantado la mesa, pero en la pileta estaban todavía las tazas del té sin lavar. Había un pan, una torta aún sin empezar, y los bizcochos restantes. Ben se llenó los bolsillos de bizcochos, llevándose el pan y la torta. Se dirigió a la puerta y bajando por el caminito, se acercó al portón. Colocó las cosas en el suelo y se concentró en la tarea de abrir. Era más fácil de lo que creyó; levantó el cierre y el portón se abrió solo. Tomó el pan y la torta y salió al césped. La mujer había dicho que los ladrones iban primero donde estaba el césped vagando por allí, buscando, y, si nada los tentaba y nadie los gritaba ni los echaba, entraban en las casas.

Ben caminó unos metros sobre el césped y dejó allí la comida. Los ladrones no dejarían de verlo, si venían. Se sentirían agradecidos y volverían muy contentos a sus guaridas en las colinas negras. Mirando hacia atrás, vio las siluetas de sus padres que se movían de un lado a otro en los dormitorios de arriba. Saltó, tratando de sentir el pasto bajo los pies, tanto más agradable que el pavimento, y levantó el rostro una vez más para sentir el aire. Le llegó fresco y limpio desde las colinas. Era como si los páramos, los ladrones supieran que les habían preparado un festín. Ben se sintió contento.

Volvió corriendo a la casa, y, en ese momento, su madre bajaba: "vamos a la cama", dijo, ¿a la cama? ¿tan pronto? Protestó con las facciones, pero ella no se dejó conmover.

Ya tengo bastante de qué ocuparme, se quejó.

Se lo llevó arrastrando por la empinada escalera y Ben se encontró con su propia cama, a la que habían traído milagrosamente desde casa, colocada en un rincón del pequeño cuarto iluminado por una vela. Estaba cerca de la ventana y lo primero que pensó fue que le resultaría fácil mirar desde la cama y observar la llegada de los ladrones. Esta idea lo mantuvo quieto mientras su madre lo ayudaba a desvestirse, pero estaba más brusca que nunca. Se rompió la uña con un botón y le arañó la piel. Cuando se quejó, le dijo con dureza: "¡Vamos! ¡Quédate quieto!" La vela pegada a un platito arrojaba una sombra monstruosa sobre el techo. Dilataba la silueta de su madre, convirtiéndola en algo grotesco. "Estoy demasiado cansada para lavarte, le dijo, tendrás que quedarte sucio".

Se oyó la voz de su padre desde abajo: "¿Qué hiciste con el pan y con la torta? No los encuentro".

Al lado de la pileta. En seguida bajo... repuso su madre.

Ben comprendió que sus padres estaban buscando la comida, para guardarla. El instinto le advirtió que debía quedarse quieto. Su madre terminó de desvestirlo y él se metió en la cama sin demora alguna. "Y ahora, no quiero oírte para nada, le dijo, si haces un sólo ruidito voy a mandar a papá". Y se dirigió escaleras abajo llevándose la vela.

Ben estaba acostumbrado a la oscuridad, pero aún así, la habitación era extraña. Todavía no había tenido tiempo de aprender las formas. ¿Había una silla, una mesa... era larga o cortita? Se quedó quieto en la cama mordisqueando la frazada. Escuchó pasos bajo la ventana. Sentándose miró por entre las cortinas y vio a la mujer que le diera la bienvenida dirigirse hacia el portón y luego tomar por el camino. Llevaba una linterna. No cruzó el césped. La linterna bailaba al ritmo de sus pasos y su silueta desapareció pronto en la oscuridad. Sólo el balanceo de la luz delataba su existencia.

Ben se acostó de nuevo, tranquilizado por la oscilante linterna y las voces que discutían abajo. Oyó que su madre abría de golpe la puerta y se quedó allí con la vela en la mano y la monstruosa sombra detrás.

¿Tocaste las cosas del té? dijo.

Ben emitió el sonido que sus padres interpretaban como una negativa, pero su madre no se sintió satisfecha. Se acercó a la cama, y, haciéndose sombra con la mano, lo miró.

El pan y la torta ya no están, espetó, tampoco los bizcochos. ¿Los llevaste tú, verdad? ¿Dónde los escondiste?

Como siempre, la voz alterada despertó antagonismo en él. Ben se encogió en la cama y cerró los ojos. Esa no era manera de hacerle preguntas. Si su madre hubiera sonreído o tomado a broma el asunto, las cosas habrían sido distintas.

¡Muy bien! dijo. Ya arreglaré esto y llamó a su padre.

Ben se sintió invadido por la desesperación. Le iban a pegar. Empezó a llorar. No podía explicar. Oyó cómo su padre subía ruidosamente la escalera y entraba en la habitación seguido por su sombra, también monstruosa. Los dos llenaban completamente la habitación pequeña y poco familiar.

¿Quieres una paliza? le preguntó su padre. ¡Vamos! ¿Qué hiciste con el pan?

El rostro de su padre se había puesto desagradable. Estaba cansado. El empaquetar y desempaquetar, el trajín de la mudanza, y de comenzar una nueva vida lo habían fatigado. Ben lo comprendió, pero no podía ceder. Abrió la boca, y gritó. El grito despertó la fatiga de su padre, y su enojo, y también su resentimiento. ¿Por qué debía ser mudo su hijo?

¡Basta! le dijo. Y, arrancando a Ben de la cama, le sacó los pantalones de pijama, luego acostó a la criatura, que se agitaba enloquecida, sobre sus rodillas. La mano encontró la carne y golpeó con todas sus fuerzas. Ben gritó más fuerte todavía. La mano implacable, grande y poderosa, golpeó y golpeó.

Basta, dijo su madre. Ya es suficiente. Hay vecinos enfrente. No queremos problemas.

Tiene que saber quién es el amo, agregó el padre, y no fue hasta que le dolió la mano de tanto pegar, que cesó, y se sacó a Ben de sobre las rodillas. Grita ahora si te atreves dijo, levantándose bruscamente.

Boca abajo sobre la cama, agotados sus sollozos, Ben los oyó retirarse. Sintió que desaparecía la vela, y supo que la habitación estaba vacía. Todo era dolor. Trató de mover las piernas, pero el movimiento envió un mensaje de advertencia a su cerebro. El dolor le subió desde las nalgas, a lo largo de la columna, hasta la parte alta de la cabeza.

De sus labios no salió ningún sonido. Sólo lágrimas. Tai vez, si se quedaba bien quieto, el dolor desaparecería. No podía taparse con la frazada y el aire frío lo encontró, agregando su propio dolor sordo.

Poco a poco el dolor fue disminuyendo, las lágrimas se le secaron en la cara. Acostado boca abajo, no pensaba en nada. Había olvidado el motivo de la paliza. Había olvidado la banda de los hermanos, los ladrones, los páramos. Y dentro de un momento, habría nada, vendría la nada.