II
ALGO que me hace sentir descontento por el sueño de los demás es cuando yo misma no he podido descansar bien. Al bajar la escalera, el espectáculo de Stephen comiendo nuevamente huevos fritos, a las siete de la mañana, y bebiendo el fangoso café, recién afeitado con el agua que el cocinero hirviera para él, me resultó insoportablemente irritante. Él saludó alegremente.
Dormí como un tronco me dijo. ¿Qué tal tu "armario"?
Como un potro, respondí, recordando la Torre de Londres de Harrison Ainsworth, y su cámara de torturas, al mismo tiempo que lanzaba una intranquila mirada a la yema de huevo de su aceitoso plato.
Es mejor que comas algo indicó. Nos espera una difícil ascensión. Si no quieres hacerla, puedes volverte a Kalabaka con nuestro amigo tuerto.
Sentí que era una carga para él. El pan, que supongo habían traído ayer en el ómnibus, del norte o del oeste, estaba bastante fresco y lo cubrí de miel. Hubiera pagado mucho por un café a la francesa en lugar del brebaje griego turco que nunca llenó un vacío.
¿Qué es lo que quieres hacer, exactamente? le pregunté.
Stephen tenía abierto sobre la mesa el inevitable mapa en gran escala:
Estamos aquí, dijo, señalando una cruz, y debemos caminar hasta aquí, un puntito dentro de un pliegue mostraba nuestro destino. Ahí es donde el pastor, que se llama Jesús, entre paréntesis, pero le dicen Zus, tiene su guarida. Tengo entendido que es primitiva, pero limpia. Llevaremos provisiones desde aquí. Ese bolso extra es realmente providencial.
¡Claro, todo estaba muy bien para Stephen! Había dormido. El olor del huevo me resultó nauseabundo. Apuré de un trago mi arenoso café, y salí. La claridad del día me ayudó a reaccionar. No se veían señas del pastor, ni del perro ni de sus cabras. Nuestro chofer estaba lavando el coche. Me saludó con entusiasmo, y luego empezó a gesticular animadamente señalando los bosques, inclinándose como si acarreara unos bolsos, y meneando la cabeza. Riendo, señaló hacia abajo donde el camino se retorcía como una serpiente en dirección a las profundidades, y luego, hacia su coche. El significado era claro: mejor regresar con él. La idea del descenso me resultó peor que la del ascenso a lo desconocido. Por alguna razón, ahora que ya era de mañana y podía respirar el aire vivificante y contemplar el claro cielo, azul y sin nubes sobre las hayas aún doradas, lo desconocido no parecía particularmente peligroso.
Me lavé en el arroyo, el agua de la olla que había en la cocina, llena de aceite, no me tentó, y mientras Stephen y yo preparábamos nuestras mochilas, llegó el primer ómnibus del día, desde el este. Se detuvo cinco minutos mientras el conductor y sus escasos pasajeros estiraban las piernas. Como era inevitable, nuestro chofer tuerto tenía un primo entre los pasajeros, y también inevitablemente se supo el motivo de nuestro viaje, y nos vimos rodeados de entusiastas preguntones que tocaban nuestras mochilas, escudriñaban el rifle de Stephen, y nos abrumaban a ambos con consejos que no podíamos comprender. El primo tenía una hermana en Norteamérica. El supuesto vínculo lo convirtió en vocero del grupo:
No sirve, dijo, señalando hacia los árboles. Demasiado tarde, no sirve..., y tomando la postura de quien aferra un fusil, agregó: bam... bam.. bam... repetidamente. Sus compañeros de viaje lanzaron un coro de aprobación.
Stephen siguió asegurando su mochila. El dueño del negocio se acercó trayéndonos más cosas para llevar. Encima del montón, ridículamente, se veía un gran paquete de jabón en escamas y un frasco de pastillas de menta. De repente todo el mundo empezó a estrecharse las manos. Cuando el ómnibus partió de nuevo, camino a Kalabaka, seguido por nuestro conductor tuerto que se llevaba a su primo en el coche, fue como si hubiera roto el último eslabón que nos unía a la cordura. Levanté la vista y vi al pastor que aparecía entre los árboles. Me quedé donde estaba, esperando. Era más pequeño de lo que yo pensaba; apenas tan alto como yo, y el albornoz lo hacía aparecer más pequeño aún. Se acercó, y, sin decir una palabra, tomó mi mochila al mismo tiempo que el bolso extra con las provisiones. En un momento los tuvo colgando, a la espalda.
No puede llevar los dos, murmuré a Stephen.
¡Tonterías! Ni siquiera se dará cuenta. Es como si llevara una de sus propias cabras.
El propietario y el cocinero se quedaron agitando la mano, en la puerta del negocio. De pronto, a la clara luz del sol, la cabaña me pareció un hogar, un refugio familiar. Olvidé el armario donde pasara la noche, y los aceitosos huevos. El pequeño negocio era cordial y reconfortante la tierra roja; en cuanto al sonriente propietario y el cocinero con cara de rata y su acordeón eran hombres de buena voluntad. Después les di la espalda y seguí a Stephen y a Jesús, el pastor, entre los árboles. Debimos constituir una extraña procesión: ninguno hablaba, y marchábamos en fila india. Las cabras y los perros habían desaparecido. Tal vez era el segundo viaje del día para el pastor. Primero avanzamos a través de la selva, compuesta en su mayoría de hayas aunque también había algunos pinos, y luego por los claros de empenachado pasto, y boj, y malezas. A medida que íbamos subiendo raleaban los árboles, el aire se hacía más puro y dulce, y la cadena de montañas iba abriéndose a los costados, adelante y atrás nuestro, algunas de ellas ya cubiertas de nieve. De tanto en tanto Stephen hacía un alto, no para descansar, creo que habría sido capaz de escalar ininterrumpidamente durante todo el día, sino para enfocar con sus prismáticos el cerro más próximo, sobre la copa de los árboles, hacia la izquierda. Yo sabía muy bien que no había que hablar. También nuestro guía parecía saberlo. Apenas si nos llevaba unos pasos de ventaja, y cuando Stephen levantaba el largavista, el pastor seguía la dirección de su mirada, con el rostro impasible, pero sus ojos color de miel, bajo la capucha, tenían una expresión salvaje e inquieta. Tal vez fuera una enfermedad, me dije, como el bocio. Pero sin embargo, los ojos no eran saltones, no se le salían de las órbitas. Era la expresión lo que resultaba extraña: tan llena de sugestiones, aunque no en un sentido hipnótico y penetrante: esos ojos parecían, no solamente ver, sino también escuchar. Pero no a nosotros. Ahí estaba lo curioso. Stephen y yo carecíamos de importancia. El pastor, aunque fuera nuestra bestia de carga, no nos prestaba atención.
Ahora todo era sol y cielo y los árboles habían quedado abajo, excepto un pino solitario y agostado, cerniéndose sobre una fresca capa de nieve reciente. Sobre nuestras cabezas, oscura y formidable, nuestra primer águila trazaba círculos. Un perro se acercó dando saltos en dirección a nosotros, y al llegar a una elevación del terreno, vi a las cabras desparramadas y mordisqueando el suelo. Apretada contra la saliente de una roca, había una cabaña, un cuarto de tamaño más pequeño que el almacén del paso. Tal vez fuera un refugio contra los elementos, no estaba en condiciones de poder juzgarlo, pero ningún santo ermitaño ni esteta habrían sido capaces de elegir un lugar más apto para la contemplación y la belleza.
¡Vaya! dijo Stephen. Parece bastante céntrico, si es que aquí hemos de instalarnos.
Céntrico... Ni que hubiera estado hablando del subterráneo de Piccadilly...
¡Eh! ¡Zus! llamó, y tendió la cabeza hacia la cabaña. ¿Es aquí? ¿Descargamos? siguió hablando en italiano, pensando de acuerdo con su peculiar razonamiento, que de esa manera el pastor lo entendería mejor que si hablaba inglés.
El hombre contestó en griego. Era la primera vez que lo oía hablar; de nuevo me resultó desconcertante. La voz no era áspera como yo creía, sino extrañamente suave y un poco aguda, como la de una criatura. Si no fuera porque evidentemente su edad oscilaba alrededor de los cuarenta años, habría dicho que el que nos hablaba era un niño.
No sé qué me dice, comentó Stephen, pero estoy seguro que éste es el lugar. Demos un vistazo.
Los perros habían aparecido, el otro nos observaba con gravedad. Su dueño nos condujo a su refugio. Parpadeando, debido al fuerte resplandor, bajé la cabeza para no tropezar con la viga, y entramos. Era un refugio simple, de troncos, con un tabique en el medio. No había muebles, excepto un banco en uno de los rincones, y, sobre él, un pequeño calentador Primus. El piso de tierra estaba cubierto por mayor cantidad de arena que el de la cabaña donde pasáramos la noche. Debía haber sido construido para servir de amparo sólo en el caso de una tormenta repentina.
No hay nada de malo, dijo Stephen, mirando a su alrededor. Podemos tender nuestras mantas sobre el piso y cubrirnos con nuestros abrigos.
El pastor se quedó a un lado mientras explorábamos su vivienda. Hasta del otro lado del tabique la cabaña estaba desnuda; ni siquiera había una frazada. En silencio fue desempaquetando nuestras cosas, dejándonos que las distribuyéramos a nuestro gusto.
¡Qué tipo raro! dijo Stephen. No es como para hacernos desternillar de risa, precisamente.
Son sus ojos, le contesté. ¿Los observaste?
Sí. Parecen helados. Supongo que lo mismo nos sucedería a nosotros si viviéramos aquí tanto tiempo.
Helados... Era una idea nueva. Helado, petrificado. Una floresta petrificada, savia convertida en piedra. ¿Se habían petrificado las emociones del pastor? No tenía sangre en las venas, ni color... ni nervios. Tal vez estaba quemado, como el pino solitario, frente a la cabaña. Ayudé a mí marido a sacar las cosas y pronto tuvimos una semblanza de comodidad entre nuestras cuatro paredes desnudas.
No eran más que las diez de la mañana, pero sentía apetito. El dueño del negocio había incluido un abrelatas con nuestras raciones, y pronto estuve comiendo jamón envasado en los Estados Unidos, y algunos dátiles, para completar. Me senté con las piernas cruzadas, bajo el sol. El águila seguía circunvolucionando en lo alto del cielo.
Me voy, dijo Stephen.
Levantando los ojos vi que llevaba el cinturón de municiones, los prismáticos y el rifle. La fácil camaradería había desaparecido: sus modales eran breves y abruptos. Me puse de pie.
Te vas a cansar, me dijo. Lo único que conseguirás será hacernos retardar la marcha.
¿Hacernos? pregunté.
El amigo Jesús me va a enseñar el camino.
El pastor, silencioso como siempre, esperaba junto a un montón de piedras. No tenía armas, excepto su cayado.
¿Le entiendes cuando habla? le pregunté, llena de dudas.
Bastará hacernos señas. ¡Que te diviertas!
El pastor ya había comenzado a caminar, y Stephen lo siguió. A poco andar, se perdieron entre la maleza. Nunca me sentí tan sola. Entré en la cabaña en busca de mi máquina, el panorama era demasiado hermoso para no aprovecharlo, aunque seguramente resultaría monótono, una vez revelado. La vista de las mantas, las mochilas, las provisiones, y mi pulóver grueso, me devolvieron la confianza. Yo amaba la altura, la soledad, el sol brillante, el aroma del aire... ¿a qué, entonces, esta melancolía? ¿A qué esa sensación difícil de describir, que podría llamar de mutabilidad?
Salí y encontré un hueco con un trozo de roca a manera de respaldo, y me instalé a descansar cerca de las cabras que pacían. Allí abajo estaba la selva, y en alguna parte, en lo más profundo, nuestro alojamiento de anoche. Hacia el noreste, detrás de una cadena de montañas, las llanuras del mundo civilizado. Fumé mi primer cigarrillo del día y observé al águila. El sol cálido me dio sueño. Había dormido mal.
Cuando abrí los ojos, el sol había cambiado de posición y de acuerdo a mi reloj, era la una y media. Había dormido durante cerca de tres horas. Me puse de pie, desperezándome. En ese mismo momento uno de los perros, que me estaba observando a unos pocos metros de distancia, lanzó un gruñido. Lo mismo hizo su compañero. Los llamé y me encaminé hacia la cabaña. Los dos avanzaron, enseñando los dientes. Me quedé donde estaba. Volvieron a acostarse. Mientras no me movía, se quedaban quietos. Apenas daba un paso, se producía instantáneamente un gruñido, un bajar de cabeza, un tomar impulso como para saltar. No me atraía que me hicieran pedazos. Me volví a sentar y a esperar, aunque, conociendo a mi marido, me di cuenta de que tal vez llegara la noche antes de que él regresara. Mientras tanto, debía quedarme donde estaba, vigilada por los perros. La fuerza del sol disminuyó y ni siquiera podía acercarme a la cabaña para buscar otra tricota.
De pronto, no sé desde qué lado, escuché un disparo. El sonido arrancó ecos a la hondonada. Los perros también lo oyeron; inclinaron la cabeza y escucharon. Las cabras se arremolinaron en la maleza, sorprendidas, y un viejo patriarca con la barba hasta el pecho, baló su desaprobación, mientras que otro que se parecía a un profesor, despertó de su sueño.
Esperé otro disparo, pero no se produjo. Me pregunté si Stephen habría dado en el blanco o no. Por lo menos había encontrado un ante, de lo contrario no habría malgastado sus municiones. Si había dado en el blanco y matado, no pasaría mucho antes de que volviera cargado con su presa. Pero si solamente había errado lo que era muy poco probable, tratándose de Stephen perseguiría a la pobre bestia y volvería a disparar.
Seguí sentada en mi hueco cerca del pino quemado. Luego, uno de los perros gimió. Yo no vi nada. Pero de inmediato el pastor apareció detrás de mí.
¿Tuvieron suerte? pregunté. Hablé en inglés, ya que no sabía griego, pero él pudo haberme comprendido, por el tono de mi voz. Sus extraños ojos me miraban. Sacudió la cabeza lentamente. Levantó la mano señalando hacia sus espaldas. Siguió meneando la cabeza suavemente, de lado a lado, y repentinamente; ¡tonta que era! recordé que el sí de los griegos, su afirmación es dado siempre con este mismo meneo de cabeza que sugiere lo opuesto, o sea la negativa. La voz de niño que brotaba del rostro impasible, dijo: "Nei", repitiendo el gesto otra vez, lentamente.
¿Los encontró, entonces? pregunté. ¿Hay antes? y él repitió su "nei", que tanto se parecía a una contradicción y siguió mirándome con sus grandes ojos color de miel, sus ojos pétreos, agudos, hasta que me sentí invadida por una especie de horror, ya que no estaban de acuerdo con la voz suave e infantil. Empecé a alejarme a través de la maleza, para poner un poco de distancia entre los dos, y dije inútilmente, ya que él no podía comprenderme: voy a ver que pasa. Esta vez los perros no gruñeron, sino que se quedaron donde estaban, observando a su dueño que permaneció inmóvil, apoyado en su cayado, y mirándome.
Me abrí camino a través de la maleza, y luego, por un sendero que creí era el que habían tomado Stephen y el pastor. Pronto la maleza fue reemplazada por la roca. Bajo la pared de piedra corría una especie de caminito. Grité: "¡Stephen!" varias veces mientras caminaba. El sonido de mi voz debía llegar lejos, tal como había sucedido con el del fusil: nadie me contestó.
El mundo en que me encontraba era árido y desnudo, y no se veían huellas en la nieve. Si Stephen hubiera tomado por este camino, habría dejado rastros. De repente fue como si toda Grecia yaciera a mis pies, infinitamente lejana, perteneciente a otra época. Yo estaba en la cima de mi mundo, sola. Veía las selvas, las colinas, las llanuras, y un río como un pequeño hilo de seda, pero mi esposo no estaba junto a mí, ni persona alguna, ni siquiera el águila, que se había cernido en los cielos, al mediodía.
¡Stephen! volví a gritar con voz desafinada y débil, entre las rocas. Presté atención. Tal vez escuchara otro disparo. Cualquier sonido resultaría bienvenido en semejante hórrida soledad. Pero cuando se produjo, me sentí bruscamente sobresaltada: no era un disparo de rifle, sino un silbido. El mismo lascivo silbido para llamar la atención, partiendo de unos cincuenta pies encima de mi cabeza, desde el borde sobresaliente de la roca. Vi los cuernos, su rostro de sátiro mirándome con ojos acusadores y recelosos. Lanzó otro silbido de burla, se revolvió golpeteando los cascos y haciendo caer unas piedras, y desapareció. El ante, mi primer ante vivo, se perdió de vista, pero agachado a mis pies, sobre un estrecho reborde, sobre el abismo, aferrado a las rocas, sin el rifle, estaba un hombre que ni siquiera podía hablar de miedo: Stephen, mi marido.
No se podía mover. Yo no podía llegar hasta él. Ahí estaba lo horroroso de la situación: yo no podía llegar hasta él. Tal vez intentó avanzar hasta el extremo del reborde, descubriendo que ya no podía seguir adelante. En algún momento había perdido el rifle. Lo que me espantaba sobre todo, fue el horror impreso en su rostro. Stephen, que arrollaba los sentimientos de sus amigos, Stephen el frío, el calculador... Me arrojé largo a largo sobre el suelo y tendí las manos; la distancia que nos separaba era de unos cuantos pies, a la sumo.
Mantén los ojos fijos en la roca, dije en voz baja. El instinto me advirtió no levantarla demasiado. Avanza poquito a poco. Si llegaste hasta allí, debes ser capaz de regresar. No me contestes.
Se humedeció los labios con la lengua. Estaba mortalmente pálido.
Stephen, repetí. Tienes que hacer la prueba.
Intentó hablar pero no pudo. Como haciéndonos burla, el lascivo silbido de advertencia del ante se hizo oír una vez más. Esta vez sonó más lejos. El ante no se veía por ningún lado; debía estar oculto en algún inaccesible escondrijo, a cubierta de los humanos.
Me pareció que si Stephen hubiera tenido el rifle, no se hubiera sentido tan atemorizado. La pérdida de su arma lo había acobardado. Toda su fuerza y su confianza habían desaparecido, y también, de alguna manera repugnante, su personalidad. El hombre aferrado a la roca era un pelele. Entonces, vi al pastor mirándonos desde lo alto de la roca.
¡Venga, por favor! lo llamé suavemente. ¡Mi esposo está en peligro!
Desapareció. Una piedra cayó rodando, pasando muy cerca de la cabeza de Stephen. Vi que los nudillos de mi esposo se ponían blancos por el esfuerzo. Momentánea y horrorosamente pensé que la piedra había sido arrojada intencionadamente, que el pastor había desaparecido a propósito, dejando a Stephen abandonado a su suerte. Pero un movimiento detrás mío me advirtió que estaba equivocada. Apareció junto a mí.
Retrocedí arrastrándome, para cederle mi lugar. No me miró a mí, sino a Stephen. Se despojó de su albornoz y vi un cuerpo flexible y compacto, con una masa de cabellos negros. Saltó hacia el estrecho reborde donde estaba Stephen, y, tal como un adulto levanta a una criatura, se colocó al hombro el considerable cuerpo de mi marido, como si fuera una bolsa. Llevé la mano a la boca para reprimir el grito que, seguramente, se produciría. Iba a arrojar a Stephen al abismo. Me encogí, sintiendo que se me aflojaban las piernas, y ya el pastor estaba de nuevo en el sendero, a mi lado, junto con Stephen. Stephen, de cuclillas en el suelo, con el rostro en las manos, se balanceaba de lado a lado. Cuando aparté los ojos, vi al pastor cubierto de nuevo con su albornoz, a unos pasos de distancia, mirando para otro lado.
Vomité en silencio en un hoyito que abrí en la nieve. Después, cerré los ojos y esperé. Me pareció que Stephen tardó mucho tiempo en levantarse. Abrí los ojos y lo miré. Su rostro tenía color, otra vez. El pastor había desaparecido.
¿Comprendes, ahora?
¿Comprender qué? pregunté débilmente.
Por qué cazo antes.
Estaba de pie, indefenso, sin su rifle, y aunque su palidez había desaparecido, su estatura parecía haber disminuido. Uno de los cordones de su zapato estaba desatado. Me encontré mirando eso, antes que a su rostro.
¿Tuviste miedo,verdad? ¿Siempre?
Siempre, me contestó. Desde el principio. Es algo que tengo que vencer. El ante da la mejor oportunidad porque es el que sube más arriba. Mientras más mate, más destruyo al miedo. Luego, con tono distraído, como si pensara en otra cosa, señaló hacia abajo. Se me cayó el rifle dijo. Le disparé un tiro a la bestia, pero, en vez de huir, me silbó y entonces me mareé. El mareo es parte del miedo.
Me sentía bastante mal todavía, pero me puse de pie y lo tomé del brazo.
Volvamos dije. Quiero tomar algo. Gracias a Dios que trajimos cognac.
Mi marido había recuperado la confianza en sí mismo, pero me dejó que lo llevara, como una criatura. Llegamos en seguida. Junto a la puerta, los dos perros montaban guardia y el pastor recogía leña para alimentar el fuego. Ni él ni los perros nos prestaron atención. Entramos en la cabaña y nos servimos abundantes porciones de cognac. Después encendimos cigarrillos y durante un rato fumamos en silencio, observando al pastor, con sus montones de leña, entre las que se veía una que otra piña.
¿Nunca se lo contarás a nadie, verdad? me pidió Stephen repentinamente. Lo miré sobresaltada por la dureza de la voz, que delataba la tensión que de otro modo, no habría manifestado.
¿Te refieres al miedo?
¡Sí! me contestó. No me importa que tú lo sepas. Un día u otro ibas a descubrirlo. Ni tampoco ese individuo... no es de los que hablan. Pero no podría soportar que lo supiera otra persona.
¡Claro que no diré nada! contesté en seguida, para tranquilizarlo. Y después de un momento, me alejé y empecé a luchar con el Primus. Lo primero es lo primero. Ambos nos sentiríamos más normales una vez que hubiéramos comido algo caliente.
Las habas en conserva nunca tuvieron tan buen gusto. Y el vino del lugar, después del cognac, ayudó a amortiguar todos los titubeos. El breve día terminó rápidamente. Apenas finalizamos de comer y nos pusimos las tricotas más gruesas, la temperatura descendió por lo menos 20°; el cielo se oscureció; desapareció el sol. El fuego encendido ante el umbral de la cabaña, lanzaba al aire saltarinas llamas.
Mañana, dijo Stephen, iré en busca de mi rifle.
Lo miré por encima de las llamas. Sus facciones se habían endurecido de nuevo y eran las del hombre que yo conocía; el Stephen de siempre.
No lo vas a encontrar, murmuré. ¡Vaya a saber dónde está!
Sí que sé, me contestó impaciente. Entre un montón de rocas y unos pinos enanos. Me fijé bien.
Conociendo ahora sus limitaciones, me pregunté cómo pensaba llegar hasta allí. Debió leerme los pensamientos, porque agregó:
Desde aquí podré llegar bien. No habrá problemas.
Arrojé mi cigarrillo al fuego. Había sido un error fumar. Por algún motivo, esta noche mi estómago no estaba en condiciones.
Y, ¿si lo encuentras? pregunté.
Haré otra tentativa con el ante, respondió.
En vez de enfriarse, su fanatismo había aumentado. Tenía los ojos fijos en la oscuridad, a mis espaldas. Me volví y vi a Jesús, el pastor y salvador de mi marido, que se acercaba hacia nosotros llevando más leña para el fuego.
Kalinykta, dijo Stephen (en griego eso quiere decir: Buenas noches, y es también señal de despedida). El pastor se detuvo, y con una pequeña inclinación de cabeza repitió: Kalinykta.
La voz era tan velada como él mismo, dentro de su albornoz. Debido a la oscuridad, el timbre infantil parecía extrañamente cambiado. La capucha caída hacia atrás, más que antes, revelaba mejor sus agudas facciones. El resplandor del fuego enrojecía su piel, y sus ojos parecían dos brasas. Retrocedió, y desapareció.
Al cabo de un rato el aire frío, a pesar de todas las llamas saltarinas, nos hizo buscar el refugio de nuestras mantas. Encendimos velas y leímos nuestros Penguins durante un rato. Stephen fue el primero en quedarse dormido. Apagué las velas e hice lo propio, agotada por la emoción que no había conseguido expresar. Mis sueños me escandalizaron. El pastor se había despojado de su albornoz y no era a Stephen a quien llevaba en los brazos, sino a mí misma; tendí la mano para acariciarle el cabello; se levantaba en su cabeza como una negra cresta.
Desperté y encendí la vela. Stephen dormía aún. Me acerqué a la puerta de la cabaña y vi que el fuego se había apagado, ni siquiera los rescoldos ardían. La luna en cuarto creciente colgaba del cielo como media horma de queso. Los perros, las cabras y el pastor habían desaparecido. Recostado sobre el horizonte, más allá del pino seco, se veía un ante macho, con los agudos cuernos curvándose hacia atrás, la atenta cabeza levantada hacia la luna, y, pastando a sus pies, silenciosa y delicadamente, las hembras y los cervatillos.