II
SOY un humanista. Supongo que eso es la clave de todo. Si mis intereses hubieran sido científicos, o geográficos, o siquiera históricos aunque Dios sabe que la historia también tiene sus asociaciones creo que no habría sucedido nada. Hubiera ido a Venecia, disfrutado de mis vacaciones y partido de nuevo, sin perderme en tal medida que... Bueno, lo que allí sucedió significó un rompimiento total con todo lo que antes existiera.
He renunciado a mi empleo. Mi jefe se mostró sumamente amable, muy comprensivo, en realidad; pero, como dijo, no podían permitirse correr riesgos ni tolerar que uno de sus empleados... naturalmente eso se refería a mí siguiera a su servicio después de haber estado vinculado... eso fue la palabra que empleó; no "mezclado" sino "vinculado", a lo que llamó "prácticas repulsivas".
Ahora bien, "repulsivo" es una palabra abominable. La palabra más abominable del diccionario. A mi modo de ver, conjura todo lo que en la vida y también en la muerte hay de ingrato. Cuando alma y cuerpo actúan al unísono, se produce un goce, un gusto, de todo lo cual "repulsivo" es el antónimo. "Repulsivo" es la podredumbre maloliente de los vegetales en descomposición, de la carne putrefacta, del fango al fondo del canal. Y hay más todavía: la palabra "repulsivo" sugiere falta de limpieza personal: ropa interior sin cambiar, sábanas puestas a secar, pelusa en los peines, cajas rotas en las cestas de papeles. No puedo tolerar nada de eso. Soy muy prolijo. Por sobre todas las cosas, soy eso: prolijo. Por lo tanto, cuando mi jefe pronunció la palabra "repulsivo" comprendí que tenía que irme: no podría permitir nunca, que él ni nadie, interpretara tan torcidamente mis acciones como para calificar lo ocurrido de nauseabundo. Entonces renuncié. Sí: renuncié. No podía hacer otra cosa. Solté amarras. Después vi el aviso en la columna de casas disponibles, y ahora estoy aquí, en la Pequeña Venecia...
Ese año me demoré en tomar mis vacaciones debido a que mi hermana, que vive en Devon y con la que generalmente paso tres semanas en agosto, se había encontrado, de improviso, con dificultades domésticas. Después de toda una vida de dedicación, su cocinera favorita abandonó su servicio. La casa estaba desorganizada. Mis sobrinas deseaban participar en una caravana, me escribió mi hermana: estaban resueltas a hacer "camping" en Gales. Yo sería bien recibido, pero ella estaba segura de que esa clase de entretenimiento no me llamaría la atención. Estaba en lo cierto. La idea de clavar estacas en el suelo, bajo un viento huracanado, o de sentarse, de a cuatro en fondo, en un espacio reducidísimo, mientras mi hermana y sus hijas preparaban el almuerzo a base de latas de conserva, me llenaba de intranquilidad. Maldije a la cocinera cuya partida pusiera punto final a la grata serie de largos y placenteros días de ocio a que estaba habituado y durante los cuales, recostado en una chaisetongue, con mi libro favorito en la mano, y sumamente bien alimentado viera pasar mis agostos de tantos años.
Cuando protesté repetidas veces por teléfono en el sentido de que no tenía adonde ir, mi hermana me sugirió, o más bien me gritó, a la distancia:
Vete al extranjero, para cambiar. Te hará bien romper la rutina. Haz la prueba con Francia o con Italia.
Hasta me aconsejó un viaje por mar, lo que me asustó aún más que la caravana.
Muy bien le contesté, fríamente, ya que en cierta forma le achacaba la culpa de la partida de la cocinera y de la interrupción de mi comodidad. Me iré a Venecia... pensando que, ya que me veía obligado a arrancarme a la rutina, por lo menos me pondría en evidencia. Guía en mano, me dirigiría al paraíso de los turistas. Pero en agosto, no. De ninguna manera. Esperaría hasta que mis compatriotas y amigos del otro lado del Atlántico estuvieran de regreso. Sólo entonces me animaría a ponerme en camino, cuando ya el calor hubiera disminuido y ese lugar, que imaginaba hermoso, hubiese recuperado cierta tranquilidad.
Llegué durante la primera semana de octubre... Usted sabe como, a veces, unas vacaciones o simplemente una visita a los amigos, un fin de semana, pueden empezar mal. Llueve, o se pierde una combinación de trenes, o se pesca un enfriamiento, y la amenaza de la mala suerte, mezclada a la irritación, sigue mancillando horas tras horas. Pero nada de eso sucedió en Venecia. El hecho mismo de haber postergado mi viaje, de que estuviéramos en octubre, de que la gente conocida ya estuviera de nuevo sentada frente a sus escritorios, todo eso me hizo apreciar más plenamente mi buena estrella.
Llegué a destino poco antes del anochecer. No había tropezado con inconveniente alguno. Durante la noche, conseguí descansar en mi camarote, sin que me molestaran mis compañeros de viaje. Tanto la cena de la noche anterior como el almuerzo de ese mismo día me habían sentado bien. Tampoco me vi obligado a dar excesivas propinas. Venecia, con todas sus glorias, me aguardaba. Recogí mi equipaje y descendí del tren. El Gran Canal, se tendía a mis pies, con su multitud de góndolas, su agua ondulante, sus palazzo de oro y su hermoso cielo.
Un robusto portero del hotel donde me alojaría que había venido a esperar el tren y se parecía tanto a un miembro de la familia real, ya fallecido que instantáneamente le puse el apodo de "príncipe Hal", se hizo cargo de mi equipaje. Como tantos otros viajeros antes que yo, a lo largo de años y de siglos, me sentí flotar, desde el prosaico traqueteo del tren turista, hacia un romántico mundo de ensueño.
Viajar por agua, recostado sobre almohadones y balanceado de un lado a otro, aunque un príncipe Hal nos grite al oído, en pésimo inglés, el nombre de los lugares por los que se va pasando, contribuye a un cierto relajamiento. Me aflojé el cuello. Me saqué el sombrero y lo arrojé a un lado. Aparté los ojos de mi bastón, mi sombrero y mi impermeable, y encendí un cigarrillo.
Por primera vez en mi vida, tuve conciencia de una sensación de abandono, como si perteneciera no ya al presente, ni al futuro, ni siquiera al pasado, sino a un período de tiempo inmutable: el tiempo veneciano, fuera del resto de Europa y hasta del mundo, y que existía, mágicamente, sólo para mí.
Me di cuenta, claro está, de que también había otras personas. Comprendí que en esa oscura góndola que flotaba a la par, en esa amplia ventana, o sobre ese puente desde el que alguien atisbaba, retirándose de pronto, bruscamente, debía haber otros seres que, como yo, se sentían repentinamente hechizados, no por la Venecia que veían sino por la que palpitaba dentro de ellos mismos. La ciudad no celestial de la que nadie regresa...
Pero... ¿qué estoy diciendo? Anticipo acontecimientos y reflexiones que, sin duda, no pudieron ocurrírseme durante esa primera hora en que me dirigía desde la estación al hotel. Sólo ahora, retrospectivamente, puedo comprender que debe haber otros que, como yo, se sienten embrujados y condenados a la primera mirada. ¡Ah, sí! Todos sabemos que existe el resto, lo obvio: esa gente que saca fotografías, la mescolanza de nacionalidades, los estudiantes, las maestras, los pintores. Y los propios venecianos: el portero "príncipe Hal", por ejemplo, y el hombre que conducía la góndola, pensando en su cena de tallarines y en su esposa y en sus hijos y en las liras que yo le daría y todos esos pasajeros que volvían a su casa en los vaporetto y que en nada diferían de los de mi país, que viajan en ómnibus o en "subte"... Toda esa gente formaba parte de la Venecia de hoy, tal como sus antepasados formaban parte de la Venecia de ayer: duques y comerciantes, amantes y violadas doncellas. Nosotros tenemos otra clave, otro secreto. Como dije antes, se trata de esa Venecia que llevamos en nuestro interior.
Hacia la derecha gritaba el "príncipe Hal" en su mal inglés se ve un famoso palazzo que pertenece ahora a un caballero norteamericano...
Por tonta e inútil que resultara su información, sugería al menos, que algún magnate, cansado de ganar dinero, se había creado una ilusión, y ascendiendo a la lancha a motor amarrada junto a la escalinata, se creyó inmortal.
Así me sentía yo, ¿comprende usted? Instantáneamente, apenas salí de la estación y oí el golpetear del agua, tuve la sensación, la ciencia de la inmortalidad: el tiempo me contenía. No es que me aprisionara: me sostenía, simplemente. Cuando dejamos atrás el Gran Canal y el "príncipe Hal" quedó silencioso, oyéndose sólo el golpear del largo remo en la estrecha corriente de agua, recuerdo que pensé curioso ¿verdad? en las aguas que nos traían a esta vida, en las que nos circundaban en el seno materno. Deben poseer la misma quietud, la misma fuerza.
Cruzamos bajo un puente sólo después supe que se trataba del Puente de los Suspiros y, pasando de la oscuridad a la luz vimos surgir ante nosotros la laguna, con sus centenares de luces trémulas y centelleantes, y un gran movimiento de gente que iba de un lado a otro. De inmediato tuve que empezar a luchar con las liras, a las que no estaba habituado, con el gondolero el "príncipe Hal", para ser engullido de inmediato por el hotel y toda la parafernalia de recepcionistas, llaves y grooms. Finalmente fui conducido a mi habitación. Mi hotel era uno de los más pequeños, situado a la sombra de los famosos, pero a primera vista parecía bastante cómodo aunque un poco falto de ventilación: es curiosa la costumbre de mantener las habitaciones herméticamente cerradas hasta el momento en que aparece el huésped. Al abrir yo las persianas, el aire cálido y húmedo de la laguna inundó lentamente la habitación. Mientras abría mis valijas, flotaban hasta mí las risas y pasos de los transeúntes. Me cambié de ropa y bajé, pero apenas lancé una mirada al comedor medio vacío, resolví no comer allí, aun cuando la cena estaba incluida en el precio de la pensión. Salí a la calle y me incorporé a los paseantes.
De pronto sentí una sensación extraña, jamás experimentada hasta ese momento. No se trataba de la expectativa propia de la primera noche de vacaciones, la perspectiva de la cena y el placer que se anticipa en su nuevo ambiente. Después de todo, y a pesar de las bromas de mi hermana, yo no era ningún novato. En un tiempo, había conocido muy bien París. Había estado en Alemania. Antes de la guerra, había recorrido, como turista, los países escandinavos. Hasta tuve ocasión de pasar Pascua en Roma. Sucedía tan sólo que durante los últimos años me dejé llevar por la ociosidad y la falta de iniciativa, pasando mis vacaciones anuales en Devon, lo que me evitaba trazar planes y, de paso, gastar mi dinero.
Pero la sensación que me invadió de pronto, al pasar frente al Palacio Ducal que reconocí por haberlo visto antes en las tarjetas postales camino a la Plazza San Marco era de... apenas si sé decirlo... reencuentro. No me refiero a esa sensación de "aquí estuve antes", ni al sueño romántico de "esto es una reencarnación". No, nada de eso. Era como si, intuitivamente, me hubiera convertido, por fin, en mí mismo. Había llegado. Este momento me había estado esperando, y yo a él. Cosa extraña, se parecía al primer sabor de la embriaguez. Sólo que más exaltado, más agudo, y sumamente secreto. La sensación era casi palpable y parecía invadir todo mi cuerpo: las palmas de mis manos, mi cuero cabelludo. Tenía la garganta reseca. Me sentía invadido de electricidad, como si me hubiera convertido en una usina que irradiara, en la atmósfera húmeda de esta Venecia que veía por primera vez, corrientes de electricidad, que, aumentando en intensidad al sur reforzadas por otras, retornaban nuevamente a mí. La excitación era así intensa, casi insoportable. Al verme, nadie lo hubiera adivinado: yo no parecía más que un turista de tantos, de esos que vienen hacia el final de la temporada y que ahora me hallaba dando un paseo, con el bastón en la mano, durante la primera noche de Venecia.
Aunque ya eran casi las nueve, la multitud que invadía la plazza seguía siendo densa. Me pregunté cuántos, entre ellos, experimentaban el mismo fluido, la misma intuición. Pero tenía que cenar, y dejando atrás la gente, doblé hacia la derecha, al llegar a mitad de camino de la plazza, y me encontré en uno de los canales laterales, sumamente oscuro y silencioso. Casualmente, había un restaurante en las inmediaciones. Comí bien, con un vino excelente y a un costo muy inferior al que había temido. Encendí un cigarro una de mis pequeñas extravagancias y era un cigarro realmente bueno volví caminando a la plazza, sintiéndome todavía posesionado por el eléctrico fluido.
La multitud había disminuido y en lugar de pasear se concentraba en dos grupos bien definidos, alrededor de dos orquestas separadas. Estas orquestas aparentemente rivales, se hallaban instaladas frente a un par de cafés, también rivales. A una distancia de setenta yardas, aproximadamente, se desafiaban con alegre indiferencia. Alrededor de las orquestas había mesas y sillas, y los clientes de los cafés bebían, conversaban y escuchaban la música, sentados en semicírculo, de espaldas a la orquesta rival, cuyo compás y ritmo resultaban discordantes al oído. Casualmente, me encontraba más próximo a la orquesta que estaba en medio de la plaza. Encontrando una mesa desocupada, tomé asiento. Un estallido de aplausos, procedente del auditorio más próximo a la iglesia, me indicó que la orquesta rival se disponía a hacer un intervalo. Fue una señal para que la nuestra tocara más fuerte aún. Puccini, por supuesto. A medida que avanzaba la noche fueron haciendo su aparición los éxitos musicales del momento, pero mientras yo tomaba asiento y buscaba con los ojos al mozo para que me sirviera un licor, y aceptaba pagando la rosa que me ofrecía una vieja bruja envuelta en un chal negro, la orquesta estaba ejecutando Madame Butterfly. Yo me sentía descansado, entretenido. En ese momento lo vi.
Ya les dije que soy un humanista. Por lo tanto, comprenderán tienen que comprender que lo que sucedió en ese momento fue una transformación. La electricidad de que esa noche me hallaba cargado se centralizó en un punto único de mi cerebro, excluyendo todo lo demás. El resto de mi cuerpo era el de un pelele. Me daba cuenta de que el hombre que estaba de pie junto a mi mesa levantaba la mano, haciendo señas al muchacho de saco blanco que llevaba una bandeja, pero yo me encontraba por encima de él, sin compartir su tiempo. Y este ser inexistente sabía, con todas las fibras de sus nervios, con todas las células de su cerebro, con cada corpúsculo de su sangre, que él era Zeus, el dador de la vida y de la muerte, el amante inmortal. Y que ese muchacho que se acercaba a él era el bienamado, su esclavo, su Ganímedes. Me sentí en mi lugar fuera del cuerpo, fuera del mundo y lo llamé. Él me conocía y se acercó.
De pronto todo pasó. Sentí deslizarse las lágrimas por mis mejillas. Una voz estaba preguntando:
¿Qué pasa, signare?
El muchachito me observaba con cierta preocupación. Nadie más había notado nada: todos seguían concentrados en sus bebidas, o en sus amigos, o en la orquesta. Busqué el pañuelo, me soné la nariz y dije:
Tráigame un curasao...