LOS LENTES AZULES
HOY le sacarían las vendas y le probarían los lentes azules. Marda West se llevó la mano a los ojos y palpó las vendas y las capas de algodón. Su paciencia sería finalmente recompensada. Durante días y semanas, después de su operación, había estado acostada, sin padecer sufrimientos físicos, pero sumida en la anonimidad de las tinieblas, sumergida en la sensación negativa de que el mundo y la vida pasaban de largo, junto a ella. Durante los primeros días sufrió dolores, misericordiosamente amortiguados por las drogas. Luego fueron perdiendo intensidad, se disolvieron y no le quedó más que la sensación de un enorme cansancio. Le dijeron que era la reacción, después del shock. En cuanto a la operación, había sido un éxito. La promesa era bien definida: un éxito cien por cien.
Verá con más claridad que nunca le aseguró el cirujano.
¿Cómo lo sabe? insistió ella, deseando que dieran más consistencia al tenue hilo de su fe.
Porque examinamos sus ojos mientras usted estaba bajo los efectos de la anestesia le contestó. Y luego otra vez, cuando volvimos a hacerla dormir. No íbamos a mentirle, señora West...
Dos o tres veces por día le daba las mismas seguridades. A medida que pasaban las semanas, fue aprendiendo a tener paciencia, hasta que llegó a mencionar el tema, sólo, digamos, una vez cada veinticuatro horas, y siempre a modo de trampa, para tomarlos desprevenidos.
No tiren las rosas decía, por ejemplo. Me gustaría verlas...
Y la enfermera contestaba, sin premeditación.
Pero, ya estarán marchitas...
Quería decir que tampoco vería durante esa semana.
Nunca se mencionaban fechas concretas. Nadie decía: "Para el 14 de este mes ya podrá ver". Y continuaba el subterfugio, la quimera de que a ella no le importaba y se conformaba con esperar. Hasta Jim, su esposo, estaba ya incluido en la categoría de los "demás", junto con todo el personal del hospital. Ya no tenía confianza en él.
En un tiempo, mucho antes, todas las dudas y aprensiones habían sido confesadas y compartidas, pero eso era antes de la operación. Sintiéndose invadida por el miedo al sufrimiento y a la ceguera, Marda se había aferrado a su esposo, preguntándole:
¿Qué me sucedería si no viera nunca más? imaginándose como una inválida, sin poder valerse por sus propios medios.
Jim, cuya ansiedad no era menor a la suya, contestó:
Suceda lo que suceda, lo soportaremos juntos.
Ahora, por ningún motivo exacto, excepto que, tal vez, la oscuridad la había vuelto más sensible, Marda evitaba tocar este tema con su esposo. El roce de la mano de él era igual que siempre, y también su beso, y el calor de su voz; pero constantemente en estos días de espera, había sentido germinar en ella el temor de que también él, como todo el personal del hospital, se estuviera mostrando demasiado amable, con la bondad de los que saben respecto al que no debe saber. Por consiguiente, cuando por fin sucedió y el cirujano le dijo durante la visita de la noche: "Mañana le probarán los lentes", la sorpresa fue más grande que la alegría. No pudo decir una palabra y el médico salió de la habitación antes de que ella consiguiera darle las gracias. Era cierto, entonces. La larga agonía había terminado. Se permitió una tentativa más, antes de que se retirara la enfermera del turno de día:
Necesitaré tiempo para acostumbrarme. ¿No es cierto? Me harán doler un poco al principio, ¿verdad?
Una afirmación envuelta en una pregunta casual. Pero la voz de la mujer que la atendiera durante tantos y tan largos días contestó:
Ni siquiera se dará cuenta de que los tiene puestos, señora West.
Era una voz calma y tranquilizadora. Y la manera en que arreglaba las almohadas y acercaba el vaso a los labios de la paciente (la mano olía levemente al jabón perfumado con que la lavaba) todas estas cosas infundían confianza e implicaba entender que no podía mentir...
Mañana la veré dijo Marda West.
Lanzando una de sus alegres carcajadas, que a veces se oían desde el fondo del corredor, la enfermera contestó:
Sí, y le daré el primer susto...
Extraño cómo ahora se confundían los recuerdos del día en que ingresó al sanatorio. Las personas que la recibieran eran apenas sombras vagas y la habitación que le asignaron, donde todavía se encontraba, parecía una caja de madera colocada a manera de trampas. Hasta el cirujano, tan animado y eficiente durante las dos últimas consultas en las cuales recomendara una operación inmediata, era más bien una voz que una presencia. Daba órdenes, y las órdenes se cumplían. Resultaba difícil conciliar esta ave de paso con la persona que semanas atrás le pidiera entregarse a él, y que había realizado realmente este milagro sobre las membranas y los tejidos que eran sus ojos vivos.
¿Cómo se siente?
Era la voz baja y suave de la enfermera de la noche, que sabía más que las demás todo lo que ella había soportado. La enfermera Brand, que estaba durante el día, irradiaba claridad: era una persona llena de luz, de flores, de visitas. Cuando hablaba del tiempo que hacía afuera, era como si se refiriese a su propia creación: "Un día de horno", decía, abriendo las ventanas, y su paciente sentía el uniforme fresco, la gorra almidonada, que de alguna manera parecían amortiguar el calor penetrante. O bien oía el monótono caer de la lluvia y sentía el leve frío que la acompañaba: "Le va a venir bien a los jardineros, pero va a arruinar el paseo de la caba".
También las comidas, aunque fueran las más aburridas del mundo, parecían manjares al ser presentadas por ella: "Un bocadito de pescado a la manteca", sugería, llena de optimismo, tratando de despertar el apetito moroso. Y había que comer el pescado hervido, aunque no tuviera gusto, porque lo contrario significaba defraudar a la enfermera Brand que lo había recomendado. "Buñuelos de manzana... Estoy segura de que podrá comer dos, por lo menos...". Y la lengua comenzaba a sentir el buñuelo imaginario, tostado y dulce, que en la realidad tenia una consistencia lánguida y correosa.
Su alegre optimismo no toleraba el mal humor. Hubiera resultado ofensivo quejarse, y cobarde reconocer: "Déjeme tranquila, no quiero nada".
La noche traía el consuelo y la enfermera Ansel. Ella no esperaba encontrar valor. Al principio, durante los dolores, fue la enfermera Ansel quien le administró las drogas. Ella era quien le alisaba las almohadas y le acercaba el vaso a los labios resecos. Luego, al pasar las semanas, le había llegado su voz suave y sus tranquilas palabras de aliento:
Pronto pasará. Esta espera es lo peor.
Por la noche, apenas la paciente tocaba el timbre, ya la enfermera Ansel estaba junto a su cama:
No puede dormir, ¿verdad? Ya sé, es horrible. Le daré dos granitos y medio y la noche no parecerá tan larga.
¡Cuánta compasión en la voz suave y aterciopelada! La imaginación, hilando fantasías durante el descanso y la ociosidad forzosa, pintaba algunos cuadros donde intervenía la enfermera Ansel, fuera del hospital: unas vacaciones en el extranjero, tal vez para los tres. Jim jugaría al golf con algún compañero no especificado, y Marda quedaría libre para deambular con la enfermera Ansel. Todo lo que hacía era perfecto. Nunca molestaba. Las pequeñas intimidades compartidas durante la noche creaban, entre enfermera y paciente, un vínculo que desaparecía con la llegada del día. Cuando dejaba el servicio a las ocho y cinco de la mañana, susurraba: "Hasta esta noche", como si las ocho de la noche no fueran la hora de entrar a trabajar, sino la de una cita.
La enfermera Ansel comprendía las quejas. Cuando Marda West decía con voz cansada:
¡Qué día tan largo!
Ella respondía:
Sí. ¿No es cierto?
Dando a entender que también para ella el día había sido interminable, que había tratado de dormir inútilmente, en alguna pensión, y que sólo ahora esperaba volver a la vida.
Y era con cierta simpatía secreta y especial que anunciaba al visitante nocturno:
Aquí hay alguien que quiere verla, más temprano que otras veces.
Y la voz sugería que Jim no era el esposo desde hacía diez años, sino un trovador, un amante, alguien cuyo ramo florido había sido recogido en un jardín encantado y era traído ahora ante un balcón.
"¡Qué lirios tan hermosos!" La exclamación a medias, casi un suspiro, hacía imaginar a Marda West exóticas bellezas de pétalos fantásticos, brotando hacia el sol, mientras la enfermera Ansel, pequeña sacerdotisa, se arrodillaba ante ella. Tímidamente, la voz murmuraba:
Buenas noches, señor West. Su señora lo está esperando.
Se oía el leve golpe de la puerta al cerrarse, y luego, casi inaudible, el regreso, y el aroma de las flores llenando la habitación.
Debió ser durante la quinta semana que Marda West sugiriera, primero a la enfermera Ansel, y luego a su esposo, que tal vez, cuando volviera a casa, la enfermera de la noche podría acompañarla durante la primera semana. Coincidiría con las vacaciones de esta última. Nada más que una semana. Hasta que Marda West volviera a sentirse ambientada.
¿Le gustaría que yo fuera? La voz expresaba reserva, pero también promesa.
Naturalmente. Me resultaría difícil al principio...
La paciente, sin saber muy bien que es lo que entendía por difícil, se veía aún como una inválida, pese a los lentes nuevos, y necesitada de la protección y la confianza que hasta ahora sólo la enfermera Ansel había sido capaz de darle.
Jim, ¿qué te parece?...
La contestación de su esposo expresó sorpresa e indulgencia. Sorpresa por el hecho de que su esposa considerara a una enfermera una persona como todas e indulgencia porque se trataba del capricho de una enferma. Por lo menos así le pareció a Marda West. Después, cuando la visita nocturna hubo terminado y su esposo ya no estaba, dijo a la enfermera de la noche:
No he podido darme cuenta si a mi marido le gustó o no la idea...
La contestación fue sobria:
No se preocupe, el señor West se ha resignado...
¿Resignado? ¿A qué? ¿Al cambio de rutina? ¿A que alrededor de la mesa se sentaran tres personas y conversaran, y una de ellas ocupara la posición poco usual del huésped que se dedica enteramente a la dueña de casa, y debe ser pagado? (Aunque esto último no debía ser mencionado, sino simplemente cumplido, al término de la semana, mediante un sobre).
¿Cómo se siente?
La enfermera Ansel estaba junto a la almohada, tocando las vendas. Por fin, el calor de su voz, la certeza de que dentro de pocas horas se produciría la revelación, lograron apagar las últimas dudas que aún restaban respecto al éxito. La operación no había fracasado. ¡Mañana volvería a ver!
En cierto modo dijo Marda West, es como si volviera a nacer. He olvidado qué aspecto tiene el mundo.
Maravilloso murmuró la enfermera Ansel. Y usted ha tenido tanta paciencia, durante tanto tiempo...
Su mano expresaba un reproche hacia todos los que insistieron en mantener vendas durante la semana de la espera. Si la enfermera Ansel hubiera estado a cargo de todo, con su varita mágica, las cosas habrían sido de otro modo.
Es extraño dijo Marda West. Mañana ya no será usted una voz, sino una persona.
¿Es que no soy una persona, ahora?
La expresión era de suave burla, de sutil reproche y formaba parte de la comunicación que existía entre ambas, tan sedante para la paciente. Seguramente, cuando recuperara la vista, todo esto quedaría atrás.
Sí, claro, pero será distinto.
No veo por qué...
Aún sabiendo que era pequeña y morena porque la misma enfermera Ansel se lo había dicho, Marda West sentía que debía estar preparada para alguna sorpresa: la inclinación de la cabeza, la posición de los ojos, o tal vez algún inesperado detalle facial: una boca excesivamente grande o demasiados dientes.
Mire, sienta... y no por primera vez la enfermera Ansel tomó la mano de su paciente y la puso sobre su propio rostro, lo que resultaba algo embarazoso, quizás, ya que la mano quedaba cautiva y la acción implicaba una entrega.
Marda West rió, retirando la mano:
No veo nada.
Duerma, entonces. Así el día de mañana llegará más pronto.
La rutina familiar del tiempo puesto al alcance de la mano, el último trago de agua, la píldora y luego la voz suave:
Buenas noches, señora West. Si necesita algo, llámeme.
Gracias. Buenas noches.
Como siempre, la ligera sensación de pérdida, de soledad, al cerrarse la puerta y desaparecer la enfermera. Y también celos, ya que había otros pacientes que recibían las mismas mercedes y que, apremiados por el dolor, también tocarían el timbre. Cuando despertaba -como le sucedía a menudo de madrugada-, Marda West ya no tendía a pensar en Jim, solitario en la cama, sino que de inmediato imaginaba a la enfermera Ansel, sentada quizás junto a algún lecho, o inclinándose para consolar. Entonces tendía la mano, tocaba el timbre, y, apenas la puerta se abría, preguntaba:
¿Estaba durmiendo?
Nunca duermo mientras trabajo.
Quería decir entonces que estaba sentada en el compartimiento que había en mitad del pasillo, tal vez tomando té o registrando datos en algún cuaderno. O bien de pie junto a una paciente, como ahora al lado de Marda West.
No encuentro mi pañuelo.
Aquí está. Debajo de la almohada.
Una palmada en el hombro, como otra delicada atención más, unos minutos de conversación para prolongar la compañía, y luego volvía a desaparecer para contestar otros timbres y atender otros pedidos.
Bueno, bueno. ¡No podemos quejarnos del tiempo!
Había llegado el día. La enfermera Brand entró como la primera brisa de la mañana, anunciando buen tiempo.
¿Lista para el acontecimiento? preguntó. Tenemos que apurarnos y buscar su camisón más lindo para cuando venga su marido...
Era como el día de su operación, pero al revés. Ahora, no en una camilla, sino en el mismo cuarto, donde el cirujano, valiéndose sólo de sus manos, y con ayuda de la enfermera, retiró primero las vendas, luego las compresas, después las gasas. El pinchazo levísimo de una inyección para atenuar la sensibilidad. Luego le hizo algo en los párpados, pero no le dolió. Nada más que una sensación de frío, como si pasaran hielo por donde antes estaban las vendas. Sedante.
No se desilusione advirtió el cirujano, si no observa diferencia alguna durante un rato. Todo parecerá envuelto en sombras. Luego aclarará, poco a poco. Quiero que durante ese tiempo permanezca quieta.
Comprendo. No me moveré.
El momento anhelado no debía producirse de improviso. Los lentes oscuros, colocados bajo los párpados, eran provisorios: por unos días solamente. Después los cambiarían por otros.
¿Cuánto podré ver? la pregunta surgió, por fin.
Todo. Pero sin los colores, por el momento. Como si llevara anteojos oscuros en un día de sol bastante agradable.
La alegre risa del cirujano le inspiró confianza, y, cuando se retiró de la habitación acompañado por la enfermera Brand, Marda se recostó de nuevo, esperando que aclarara la niebla y el día de verano irrumpiera en su visión, aunque se hallara disminuida y debilitada por los lentes.
Poco a poco la bruma se disolvió. El primer objeto fue angular: un guardarropa. Después una silla. Luego movió la cabeza y lentamente, empezó a tomar forma, el contorno de la ventana. Los vasos, las flores que Jim le había traído. Los ruidos de la calle se fundían con la forma, y lo que antes pareciera disonante, resultaba armonioso. Pensó: "¿Podré llorar? ¿O los lentes impedirán que salgan las lágrimas?". Nada de que avergonzarse y muy fáciles de enjugar. Ahora todo estaba en foco: las flores, el lavatorio, el vaso con el termómetro adentro, su salto de cama. El alivio y la maravilla eran tan grandes que no lograba fijar idea alguna.
"No me estaban mintiendo" pensó. "Sucedió. Es verdad".
La contextura de la frazada que la cubría, y que ya conocía por el tacto, ahora podía ser vista, también. El color no tenía tanta importancia. El amortiguamiento de la luz causado por los lentes azules, aumentaba el encanto y la suavidad de todo lo que veía. En el regocijo de disfrutar de formas y contornos le parecía que el color ya no volvería a tener importancia nunca. Había tiempo para eso. Lo que realmente importaba era la azul simetría de la visión. Ver, sentir, mezclar ambas cosas. Era como nacer de nuevo o descubrir un mundo perdido mucho tiempo atrás.
Ahora ya no parecía haber prisa para nada. Miró alrededor suyo, recorriendo la pequeña habitación demorándose en cada uno de sus aspectos, plena de algo que saborear. Podría pasarse horas mirando el cuarto y sintiéndolo, atravesando la ventana y llegando hasta las ventanas de las casas que había en la acera de enfrente.
Hasta un prisionero encontraría llevadera su celda, si antes hubiera estado ciego, pensó.
Oyendo la voz de la enfermera Brand, volvió la cabeza para mirar la puerta que se abría.
¡Muy bien! ¿Ya está contenta otra vez?
Sonriendo, vio acercarse la figura vestida de uniforme, llevando una bandeja, y sobre la bandeja, un vaso de leche. Pero, cosa absurda e incongruente, la cabeza que llevaba la gorra no era una cabeza de mujer. Esa que ahora se inclinaba sobre ella era una vaca. Una vaca...con cuerpo de mujer. Lagorra fruncida reposaba sobre amplios cuernos. Los ojos eran grandes y suaves, pero eran ojos de vaca; las fosas nasales anchas y humeantes y su manera de pararse...Igual que una vaca, parada en medio del campo, contenta, indiferente, tomando las cosas como vienen.
¿Se siente rara?
La risa era una risa de mujer, de enfermera; la risa de la enfermera Brand, que en ese momento depositaba la bandeja sobre la cómoda que había junto a la cama. La paciente no dijo nada. Cerró los ojos y volvió a abrirlos. Pero la vaca seguía instalada dentro del uniforme de la enfermera.
Confiéselo dijo la enfermera Brand. Si no fuera por el color, ni siquiera se daría cuenta que tiene puestos los lentes.
Lo importante era ganar tiempo. La paciente tendió la mano hacia el vaso de leche, con cuidado. Sorbió la leche, despacio. Se habría puesto esa máscara a propósito. Tal vez se trataba de alguna clase de experimento relacionado con los lentes, aunque no podía imaginarse de qué se trataba. ¿Y no era correr un riesgo proceder de este modo con alguien que hubiera sufrido la misma operación que estuviera más débil que ella? ¡Era una crueldad!
La veo con toda claridad dijo, por fin. Por lo menos, así me parece.
La enfermera Brand se quedó mirándola, con los brazos cruzados. La amplia figura uniformada se parecía mucho a la que Marda West imaginara, pero, esa cabeza de vaca, inclinada hacia un lado, y ese ridículo gorro fruncido, colocado sobre los cuernos... ¿dónde se unía al cuerpo, si se trataba realmente de una máscara?
Vaya... no parece demasiado segura de sí misma dijo la enfermera. No me diga que no está contenta, después de todo lo que hicimos por usted.
La risa era alegre, como siempre, pero por el modo como se movían sus mandíbulas parecía estar rumiando pasto.
Me siento segura de mí misma contestó la paciente, pero no de usted. ¿Es un juego?
¿Qué cosa es un juego?
La cara, la cara que usted tiene...
Su visión no se encontraba tan amortiguada por los lentes azules como para no distinguir el cambio de expresión. La mandíbula de la vaca se abrió, sin duda alguna.
¡Vaya! Señora West... Esta vez la risa no era tan cordial. La sorpresa era evidente. Soy tal como Dios me hizo. Claro que podría haberme hecho mucho mejor...
La enfermera la vaca, se apartó de la cama dirigiéndose hacia la ventana y apartó bien las cortinas para que entrara más luz. No, no se notaba dónde la máscara se unía al cuerpo: parecían la misma cosa. Marda West imaginó a la vaca defendiéndose, agachando la testuz.
No tuve intención de ofenderla se excusó. Pero es un poco extraño... ¿sabe?
No necesitó seguir explicando porque se abrió la puerta y entró el cirujano. Es decir, la voz que dijo:
Hola, ¿qué tal?
Era la del cirujano, y la figura de saco oscuro y pantalones de tela esponja era tal como debía ser, tratándose de un eminente cirujano, pero... esa cabeza de terrier, con las orejas paradas, y los ojos inquisitivos, avizores... Parecía a punto de ladrar y agitar la cola vigorosamente.
Esta vez la paciente rió. El efecto era ridículo. Debía ser una broma. No podía ser de otro modo. Aunque, ¿por qué se tomaban tanta molestia y gastaban tanto? ¿Qué ganaban con ese engaño? Bruscamente dejó de reír: el terrier se volvió hacia la vaca, y los dos hablaron en voz baja. La vaca encogió sus hombros demasiado reducidos.
La señora West cree que somos una broma explicó al cirujano, pero su voz no era excesivamente amable.
Estoy de acuerdo con ella comentó éste. La verdad es que no convendría que nos tomara antipatía, ¿no es cierto?
Acercándose, tendió la mano a su paciente y se inclinó para observarle los ojos. Marda se quedó muy quieta. Tampoco el cirujano tenía puesta una máscara. O por lo menos, no se notaba. Las orejas estaban tiesas, y olfateaba. Hasta estaba marcado: una oreja era negra y la otra blanca. Se lo imaginó a la entrada de la guarida de un zorro, husmeando y largándose en pos de su presa, a lo largo del túnel, concentrado en la tarea para la que había sido entrenado.
Usted debería llamarse Jack Russell dijo en voz alta.
¿Cómo dice? Se enderezó, sin apartarse de la cama. Su ojo brillante tenía una expresión aguda, y la oreja estaba tensa.
Quiero decir y Marda West buscó las palabras que ese nombre parece quedarle mejor que el suyo. Se sintió confundida. ¿Qué pensaría de ella el doctor Edmund Greaves, de la calle Harley, que tantos títulos tenía en la chapa de su puerta?
Conozco un Jack Rusell le estaba diciendo ahora. Pero es un cirujano ortopédico, un rompe huesos... ¿Le parece que yo le he hecho eso? Su voz seguía siendo vivaz, pero parecía algo sorprendido, tal como la enfermera Brand un momento antes; evidentemente, no les estaba expresando la gratitud que correspondía a su habilidad.
No. No. Claro que no... se apresuró a decir la paciente. No me han roto nada. No siento ningún dolor. Veo con claridad, casi con excesiva claridad...
Así debe ser su risa parecía un breve y agudo ladrido.
Bueno, enfermera siguió diciendo. La paciente puede hacer cualquier cosa razonable, menos quitarse los lentes. ¿Ya se lo dijo, verdad?
Estaba por hacerlo, doctor, cuando usted entró...
El doctor Greaves volvió su afilado hocico de terrier hacia Marda West:
Volveré el jueves le dijo, para cambiar los lentes; mientras tanto, sólo habrá que lavarle los ojos con una solución, tres veces al día. Se lo hará la enfermera. No vaya a tocárselos usted. Sobre todo, no toque los lentes. Un paciente lo hizo y perdió la vista para siempre.
"Si intentara hacerlo" parecía decirle el terrier, "se recibiría su merecido. Mejor que no haga la prueba. Mis dientes son muy afilados".
Comprendo contestó la paciente, en voz muy baja. Pero había pasado la oportunidad, ahora ya no podía pedir una explicación. El instinto le advertía que no sería comprendida.
El terrier estaba diciendo algo a la vaca, dándole instrucciones. Una frase breve y seca, y la tonta cabeza asintió aprobando. Seguramente, cuando hacía calor, las moscas le molestarían... Tal vez la gorra serviría para apartar los insectos...
Cuando ya se acercaban a la puerta, la paciente hizo un último intento y preguntó:
Los lentes permanentes... ¿serán iguales a éstos?
Exactamente ladró el cirujano, excepto que no tendrán color alguno. Verá las cosas tal como son. ¡Hasta el jueves!
Desapareció, seguido por la enfermera. Oyó rumor de voces afuera ¿qué pasa ahora?... Si se trataba de una especie de prueba, ¿se quitarían la máscara de inmediato? Le pareció importantísimo saberlo. No era justo lo que estaban haciendo. Era un abuso de confianza. Se deslizó fuera de la cama y se acercó a la puerta. Oyó que el cirujano decía:
Un grano y medio. Está un poco excitada. Es la reacción, por supuesto...
Abrió la puerta de golpe, valientemente. Allí estaban en el corredor, con las máscaras todavía puestas. Ambos se volvieron para mirarla y, tanto los brillantes ojos del terrier, como los mansos de la vaca, la miraron con expresión de reproche, como si al enfrentarlos, la paciente hubiera cometido una infracción a los buenos modales.
¿Necesita algo? preguntó la enfermera Brand.
Marda West miró hacia el corredor. Pero, ¿es que todo el piso participaba de la farsa? Una mucama que en ese momento salía de la habitación vecina con una pala y un cepillo, tenía puesta una cabeza de comadreja sobre su pequeño cuerpo, y la enfermera que se aproximaba desde el otro lado era un pequeño gato juguetón, con la gorra colocada muy coquetamente sobre la ensortijada pelambre. El doctor que caminaba a su lado era un orgulloso león. Hasta el portero, que en ese momento salía del ascensor, tenía puesta la cabeza de un oso, y, al levantar unas valijas, emitió un ronco gruñido.
Marda West sintió el primer aguijonazo del miedo. ¿Cómo podían saber que ella iba a abrir la puerta en ese momento? ¿Cómo podían ordenar todo de manera que, enfermeras y médicos y mucamas y portero anduvieran todos con las máscaras puestas? Algo de su miedo debió transparentársele en el rostro, porque la enfermera Brand la vaca, la tomó del brazo y la condujo de nuevo a la cama.
¿Se siente bien, señora West? le preguntó, ansiosamente.
Marda West se acostó de nuevo, lentamente. Si se trataba de una conspiración, ¿qué objeto tenía? ¿Había que engañar también a los otros pacientes?
Estoy cansada dijo, quisiera dormir...
Está bien contestó la enfermera. Es la excitación...
Estaba mezclando algo en un vaso. Esta vez, al recibirlo de sus manos, Marda West se sintió temblar. ¿Acaso una vaca podía saber cómo se preparaba un remedio? Y... ¿si se equivocaba?
¿Qué es lo que me da?
Un sedante.
Floréenlas silvestres. Pasto jugoso... Su imaginación era suficientemente poderosa como para sentir todos esos gustos en el remedio. Se estremeció. Luego se dejó caer sobre la almohada. La enfermera corrió las cortinas.
Descanse ahora. Cuando despierte se sentirá mejor...
La pesada cabeza se tendió hacia adelante, como si estuviera por mugir.
El sedante hizo efecto de inmediato. Empezó a sentir pesadez en las piernas. Pronto se sintió envuelta por una tranquila oscuridad. Pero cuando despertó no se encontró de regreso a la cordura, sino frente al almuerzo que le traía un gato. La enfermera Brand tenía el día libre.
¿Cuánto tiempo debe continuar esto? preguntó Marda West. Se había resignado a la prueba. El sueño le había devuelto la energía y cierto grado de confianza. Si todo esto resultaba necesario para recuperar la vista o, si lo hacían por sus propias e incomprensibles razones, era cosa de ellos.
¿Qué quiere decir, señora West? demandó el gato, sonriendo. Era tan simpático con su hociquito respingado. Al hablar se llevó una patita a la gorra.
Esta prueba para mis ojos contestó la paciente, destapando el pollo hervido que tenía en el plato.
No entiendo...
¿Para qué se disfrazan así? ¿Qué objeto tiene?
El gatito se quedó mirándola con expresión seria si es que un gato puede tener tal expresión.
Lo siento mucho, señora West, no la entiendo. ¿Le dijo a la enfermera Brand que no veía bien todavía?
No se trata de eso. Veo muy bien. La silla es una silla. La mesa es una mesa. Esto que estoy por comer, es pollo hervido. Pero, ¿por qué parece usted un gatito barcino?
Tal vez no lo había dicho bien. Es que le resultaba tan difícil hablar con serenidad. La enfermera por la voz, Marda West supo que se trataba de la señorita Sweeting, un nombre tan apropiado para ella, dio un paso hacia atrás.
Caramba dijo, lamento no poderla arañar. Nunca me habían llamado gato todavía.
Realmente, estaba bien lo de arañar: ya se le veían las uñas. Tal vez ronroneara al león del corredor, pero, por lo visto, no pensaba hacerlo con Marda West.
No lo estoy inventando le dijo. Veo lo que veo. Usted es un gato, sin duda, y la enfermera Brand, una vaca.
Esta vez el insulto debió parecer deliberado. La enfermera Sweeting tenía buenos bigotes, y se erizaron.
Por favor, señora West le dijo, coma su pollo y toque el timbre cuando quiera el próximo plato. Y salió majestuosamente de la habitación. Si hubiera tenido una cola, pensó Marda West, no la habría meneado alegremente como el doctor Greaves, sino agitado con violencia.
No, no usaba máscaras. La sorpresa y el resentimiento del gatito habían sido demasiado auténticos, y no era posible que todo el personal del hospital hubiera representado una comedia en beneficio de un solo paciente: Marda West. El gasto habría sido excesivo. Era culpa de los lentes. Por alguna razón ignorada del profano, debían transformar el aspecto de las personas que se veían a través de ellos.
De pronto se le ocurrió una idea. Haciendo a un lado el carrito del almuerzo, saltó de la cama y se acercó al tocador. Desde el espejo, su propio rostro salió a su encuentro. Los lentes oscuros le ocultaban las pupilas, pero, por lo menos, su cara seguía siendo la misma.
Gracias a Dios, se dijo. Pero de nuevo volvió a pensar en una trampa. El hecho de que su propio rostro no hubiera sufrido modificación alguna, sugería un complot, o sea que lo que pensara respecto a las máscaras, era verdad. Pero, ¿por qué? ¿Qué ganaban con eso? ¿Acaso conspiraban todos para volverla loca? Rechazó la idea de inmediato: era demasiado fantástica. Estaba internada en un sanatorio de Londres, responsable, y todo su personal era bien conocido. El cirujano que la operaba había cobrado sus honorarios. Además, si querían enloquecerla, hasta matarla, podían hacerlo muy fácilmente, echando mano a algunas drogas o a la anestesia. Podrían haberle aplicado excesiva anestesia durante la operación y dejar que se muriera. Nadie se hubiera tomado el trabajo de colocar máscaras a enfermeras y médicos. Haría otra prueba.
Se detuvo junto a la ventana, oculta detrás de la cortina: esperaría hasta que apareciera gente. Por el momento no había nadie en la calle; como era la hora del almuerzo, el tránsito era escaso. De pronto vio cruzar por la esquina un taxímetro, pero estaba demasiado lejos y no podía ver la cabeza del chofer. Apareció el portero, y deteniéndose en los escalones, miró a uno y otro lado de la calle. Vio claramente su cabeza de oso. Pero no tenía importancia. Podía formar parte del complot. Se acercó un camión, no logró ver al conductor... si, ahora aminoraba la marcha, al pasar frente al sanatorio. Sacó la cabeza: era la de un sapo, de ojos saltones.
Enferma de miedo se apartó de la ventana y volvió a meterse en la cama; ya no sentía apetito, e hizo a un lado el plato, sin comer lo que quedaba del pollo. No tocó el timbre, pero después de un rato abrieron la puerta. Esta vez no era el gatito sino la pequeña mucama de cabeza de comadreja.
¿Quiere tarta de ciruela o helado, señora? le preguntó.
Marda West, con los ojos semicerrados, meneó la cabeza. Con timidez, la comadreja se acercó para retirar la bandeja, y agregó:
¿Queso, entonces? ¿Y un poco de café?
La cabeza se unía al cuello sin ninguna clase de resorte. No podía ser una máscara, a menos que algún modisto genial hubiera inventado algo que pudiera unirse directamente al cuerpo, fundiendo piel y tela.
Nada más que café.
La comadreja desapareció. Volvieron a llamar a la puerta. Era el gatito otra vez, con el lomo arqueado y la pelambre erizada. Le puso delante el café, sin decirle una sola palabra.
Irritada si alguien debía sentirse molesta era ella, ¿verdad? Marda West exclamó, impaciente:
¿Quiere que le ponga un poco de leche en el platito?
El gatito se volvió:
Una broma es una broma, señora West, y soy capaz de reírme como cualquiera. Pero no tolero las groserías.
¡Miau!...
El gatito salió de la habitación. Nadie, ni siquiera la comadreja, vino a retirar el pocillo de café.
La paciente había caído en desgracia. No importaba. Si el personal del sanatorio creía que se iba a salir con la suya, estaba equivocado. Se acercó otra vez a la ventana. Un viejo bacalao, apoyándose en dos bastones, estaba subiendo a un coche, ayudado por el portero con cabeza de oso. No podía ser un complot, entonces: no sabían que los estaba mirando. Marda se dirigió al teléfono y pidió que la comunicaran con la oficina de su esposo. Recordó que todavía estaría almorzando. Pero tuvo suerte: lo encontró.
Jim...Jim, querido...
¿Sí?
¡Qué alivio al oír la voz familiar y querida! Se recostó en la cama, con el receptor junto al oído.
Querido... ¿Cuándo puedes venir?
No antes de la noche, creo. Es un día infernal: una cosa tras otra. ¿Y? ¿Cómo te fue? ¿Marchó todo bien?
No tan bien que digamos.
¿Qué quieres decir? ¿No puedes ver? Greaves no se equivocó... ¿verdad?
¿Cómo podía explicárselo? Parecería demasiado tonto por teléfono.
Sí, sí, puedo ver, puedo ver muy bien, pero, es que todas las enfermeras me parecen animales. También Greaves. Es un foxterrier. Uno de esos pequeños Jack Russell que se meten en las madrigueras de los zorros...
¿Qué diablos estás diciendo?
Oyó que al mismo tiempo decía algo a su secretaria: algo referente a otra cita. Por el tono de su voz comprendió que estaba ocupado, muy ocupado, y que había elegido el peor momento para llamarlo.
¿Qué querías decir con eso de Jack Russell? insistió.
Marda West comprendió que era inútil. Tendría que esperar hasta que viniera. Entonces podría explicarle todo y él averiguaría qué es lo que realmente sucedía.
No importa le dijo. Después te contaré...
Lo siento explicó, pero la verdad es que estoy muy atareado. Si los lentes no te sirven, díselo a alguien: a las enfermeras, a la caba.
Sí, sí. Está bien y colgó.
Tomó una revista, de las que debía haber dejado el mismo Jim, pensó. Se alegró de no sentir molestia alguna al leer. Los lentes azules no parecían cambiar eso: las fotografías de hombres y mujeres parecían normales, como siempre. Casamientos, fiestas, debutantes... todo como de costumbre. Era sólo en el sanatorio y en la calle que las cosas cambiaban.
Mucho más tarde la caba vino a hablar con ella. Se dio cuenta de que era la caba por la ropa. Pero, inevitablemente y ya sin sorpresa, observó que tenía cabeza de oveja.
Espero que se sienta cómoda, señora West.
Su voz parecía suavemente inquisidora. ¿No era un poco parecida a un balido?
Sí, gracias Marda West habló con precaución. No valía la pena enemistarse con la caba, aunque todo el asunto no fuera otra cosa que un complot gigantesco. Sería mejor no empeorar las cosas.
¿Le quedan bien los lentes?
Muy bien.
¡Me alegro tanto! Fue una operación sumamente delicada, y usted resistió muy bien todo el período de espera.
Bueno, pensó la paciente, me está halagando. Parte del juego, sin duda.
El doctor Greaves dijo que dentro de unos días... muy pocos... le sacarán estos cristales para ponerle los permanentes.
Sí, así me dijo.
Es un poco fastidioso no ver los colores, ¿verdad?
En realidad, tal como están las cosas, lo prefiero.
La réplica se le escapó antes de que pudiera impedirlo.
La caba se alisó el uniforme. Si supieras qué aspecto tienes pensó la paciente con ese trozo de tela emplástica debajo de tu hocico de oveja, entonces sabrías qué es lo que quiero decir.
Señora West... la caba pareció sentirse incómoda, y al hablar desvió su cabeza de oveja. Señora West... espero que usted no se ofenda por lo que voy a decirle, pero nuestras enfermeras trabajan muy bien y nos sentimos muy orgullosos de ellas. Trabajan durante muchas horas, como usted sabe, y no es muy amable de su parte burlarse de ellas, aunque, estoy segura, usted sólo lo hace en broma...
¡Bee... bee! ¡Bala no más! Marda West apretó los labios.
¿Me dice esto porque llamé gatito a la enfermera Sweeting?
No sé qué es lo que le dijo, señora West, pero estaba muy disgustada. Cuando vino a verme a la oficina, parecía a punto de llorar.
Enfurecida, querrá decir. A punto de arañar. Esas manecitas tan capaces, son verdaderas garras.
No volverá a suceder.
Estaba resuelta a no decir una palabra más. No era culpa de ella. No había pedido que le colocaran lentes deformantes, que la engañaran, que le hicieran trampas.
Debe ser muy engorroso agregó, manejar un sanatorio como éste...
Así es dijo la caba, (la oveja). Sólo se puede llevar adelante gracias a la eficiencia del personal y a la cooperación de todos nuestros pacientes...
El golpe estaba destinado a dar en el blanco. Hasta una oveja es capaz de reaccionar.
Caba dijo Marda West, no nos digamos indirectas. ¿Para qué sirven?
¿Para qué sirve, qué, señora West?
Todo este carnaval. Bueno, ya lo había dicho. Y para reforzar su argumento, señaló la cara de la caba. ¿Por qué eligió ese disfraz, por ejemplo? Ni siquiera es divertido...
Se produjo un silencio. La caba, que había estado a punto de sentarse para seguir conversando, cambió de idea. Se acercó a la puerta.
Las egresadas de St. Hilda, nos sentimos orgullosas de nuestro uniforme. Espero, señora West, que cuando usted se vaya nos considere mejor de lo que parece estar haciéndolo ahora...
Y salió del cuarto. Marda West tomó la revista de nuevo, pero era aburrida. Cerró los ojos. Volvió a abrirlos. Volvió a cerrarlos. Si la silla se hubiera convertido en un hombre y la mesa en una parva de heno, entonces hubiera podido echarle la culpa a los lentes, pero, ¿por qué era que sólo cambiaba la gente? ¿Qué era lo que le pasaba a las personas? Mantuvo los ojos cerrados mientras le traían el té, y cuando la voz dijo, en tono agradable: "Unas flores para usted, señora West", ni siquiera los abrió, sino que esperó a que la dueña de la voz abandonara la habitación. Las flores eran claveles, y la tarjeta, de Jim. El mensaje escrito decía: "Animo, no somos tan malos como parecemos". Sonrió, y hundió el rostro en las flores. Ellas sí que no eran falsas. El perfume no tenía nada de extraño. Los claveles eran claveles: fragantes, graciosos. Ni siquiera la enfermera de turno que vino a ponerlas en un florero consiguió irritarla con su cabeza de caballo. Serviría para un circo. Gracias dijo Marda West, sonriendo.
El extraño día siguió arrastrándose. Impaciente esperó la llegada de las ocho de la noche. Se lavó, se cambió el camisón y se peinó. Ella misma corrió las cortinas y encendió el velador. Se sentía invadida por una extraña nerviosidad. Tan raro había sido el día que ni una sola vez pensó en la enfermera Ansel. Querida, tranquilizadora, encantadora enfermera Ansel... Tomaba servicio a las ocho. ¿Formaría parte también ella de la conspiración? Si así era, Marda West le pediría una explicación. La enfermera Ansel no iba a mentir. Se dirigiría hacia ella, apoyaría las manos en sus hombros y, quitándole la máscara, le diría:
Vamos, sáquesela. Usted no me va a engañar.
Pero si eran los lentes, si lo habían sido desde el primer momento, ¿qué explicación cabría? Estaba sentada frente al tocador poniéndose crema en la cara. La puerta debió abrirse sin que ella se diera cuenta. La voz tan conocida, suave y cariñosa, se dejó oír junto a ella:
Estuve a punto de venir antes, pero no me atreví. Me habría tomado por una tonta...
La larga cabeza de serpiente se le puso delante. El cuello retorcido, la aguda lengua bifurcada que tan pronto entraba como salía, se reflejaban sobre el espejo. Marda West, no se movió. Sólo la mano, mecánicamente, siguió poniendo crema sobre el rostro. La serpiente no se quedaba quieta: se movía de un lado a otro, continuamente, como examinando los potes de crema, el perfume, el polvo.
¿Qué le parece sentirse de nuevo usted misma?
La voz de la enfermera Ansel, surgiendo de tal cabeza, pareció tanto más grotesca y horrible, y el solo hecho de que la lengua movediza siguiera el ritmo de sus palabras, paralizó a Marda West. Sintió que empezaba a sentirse mal, que se ahogaba. De pronto, la reacción física fue demasiado fuerte. Se levantó, pero en ese momento las firmes manos de la enfermera la sostuvieron y se dejó conducir a la cama. Se acostó y permaneció con los ojos cerrados, hasta que pasó la náusea.
Pobrecita... ¿Qué es lo que le han dado? ¿Fue el calmante? Lo vi escrito en su tarjeta...
La voz tan suave, tan sedante, sólo podía pertenecer a una persona muy comprensiva. La paciente no abrió los ojos: no se atrevió a hacerlo. Permaneció quieta, esperando.
Ha sido demasiado para usted dijo la voz. Tendrían que haberla hecho descansar el primer día. ¿Tuvo visitas?
No.
De todos modos, tendría que haber descansado... Está muy pálida. No es posible que el señor West la vea con esta cara.
Casi estoy por llamarlo por teléfono para decirle que no venga.
¡No!... Por favor... quiero verlo. Necesito verlo.
El miedo le hizo abrir los ojos, pero apenas lo hizo, volvió a sentirse mal porque la cabeza de serpiente, más larga que antes, salió del cuello de enfermera y, por primera vez, vio los ojos como una cabeza de alfiler. Llevándose la mano a la boca, ahogó un grito.
La enfermera Ansel emitió un sonido, expresando tranquilidad. Algo le ha hecho mal. No puede ser el calmante. Ya lo tomó varias veces. ¿Qué cenó esta noche?
Pescado al vapor. No tenía apetito.
Quién sabe si era fresco. Voy a averiguar si alguien se quejó. Mientras tanto, querida, quédese quietita y no se preocupe.
La puerta se abrió y cerró, silenciosamente. Desobedeciendo instrucciones, Marda West se deslizó de la cama y se apoderó de la primera arma que encontró: sus tijeras de las uñas. Después volvió a acostarse, con el corazón latiéndole muy fuerte, y escondió las tijeras bajo las sábanas. La repugnancia había sido demasiado grande. Si la serpiente se aproximaba, tendría que defenderse. Ahora estaba convencida de que lo que sucedía era muy real. Alguna fuerza maligna se cernía sobre el sanatorio y sus habitantes: la caba, las enfermeras, los médicos, hasta su cirujano, todos estaban complicados, asociados en el mismo crimen gigantesco cuyo objeto no podía comprender. Aquí en la calle Watling se estaba incubando el siniestro proceso, y ella, Marda West, era una de las víctimas. De alguna manera pensaban utilizarla como instrumento.
Una cosa resultaba clara: no debía darles a entender que sospechaba de ellos. Debía tratar de comportarse con la enfermera Ansel como lo había hecho hasta ahora. Si cometía un error, estaba perdida. Debía simular que se sentía mejor. Sise dejaba vencer por el malestar, la enfermera Ansel se inclinaría solícitamente sobre ella, con su cabeza de serpiente y su lengua horrorosa.
Se abrió la puerta. Marda West apretó los puños bajo las sábanas. Luego se obligó a sonreír.
¡Qué tonta soy! dijo. Me sentí mareada, pero ya estoy mejor.
Deslizándose, la serpiente se acercó con una botellita en la mano. Aproximándose al lavatorio tomó el vaso y dejó caer tres gotas adentro.
Esto lo arreglará todo, señora West dijo.
Marda West sintió que el miedo volvía a apoderarse de ella. ¿Acaso estas mismas palabras no constituían una amenaza? "Esto lo arreglará todo". ¿Arreglar qué? ¿Su destrucción? El líquido era incoloro, pero eso no quería decir nada. Recibió el vaso con el remedio y de inmediato inventó algo:
¿Me podría alcanzar un pañuelo? Están allí, en el primer cajón...
Por supuesto.
La serpiente volvió la cabeza y Marda West aprovechó para volcar en el piso el contenido del vaso. Luego, fascinada y llena de repugnancia, observó cómo la cabeza inquieta escudriñaba en el cajón del tocador buscando un pañuelo, y, encontrándolo, se lo alcanzaba. Al verla acercarse, Marda West contuvo la respiración. Esta vez advirtió que el cuello no era liso como le pareciera al principio, sino que estaba cubierto de escamas, en zigzag. Cosa curiosa, la gorra de enfermera no le quedaba mal. No estaba colocada en forma tan ridícula como la del gatito, la oveja y la vaca. Tendiendo la mano recibió el pañuelo.
Me da vergüenza que me mire de ese modo dijo la voz, como si me estuviera leyendo los pensamientos...
Marda West no contestó la pregunta; podía ser una trampa.
Dígame siguió diciendo la voz. ¿La desilusiono? ¿Tengo el aspecto que usted esperaba?
Seguía siendo una trampa. Debía tener cuidado.
Creo que sí contestó despacio. Pero me resulta difícil decirlo, si tiene puesto el gorro. No puedo verle el cabello...
La enfermera Ansel rió con la misma risa ronca y suave que tan atractiva resultara durante las largas semanas de ceguera, levantó las manos y de inmediato apareció toda la cabeza de la serpiente: chata... ancha... con la característica marca en "V".
¿Qué le parece? preguntó
Marda West se encogió dentro de la cama. Pero de nuevo se obligó a sonreír.
Muy bonita le dijo. Muy bonita, de veras...
La gorra fue puesta de nuevo en su lugar, el largo cuello giró y, engañada, tomó el vaso vacío de manos de la paciente y lo colocó de nuevo en el lavatorio. No se había enterado de nada.
Cuando vaya a su casa dijo la enfermera Ansel, no tendrá por qué usar uniforme. A menos que usted lo desee. Durante la semana que pasaré a su lado seré su enfermera personal.
Marda West se sintió repentinamente helada. En el tumulto de ese día había olvidado todos los planes. La enfermera Ansel iría a su casa por una semana. Así lo habían convenido. Lo vital era no mostrar miedo. Todo debía parecer igual. Cuando llegara Jim, se lo contaría. Si él no veía la cabeza de serpiente como bien podía suceder, si el defecto de hipervisión era producido por los lentes entonces tendría que comprender, simplemente, que ella ya no tenía confianza en la enfermera Ansel y no podía llevarla a casa. Había que modificar el plan. No quería que nadie la cuidara. Sólo deseaba estar de vuelta en su hogar, junto a su esposo.
Sonó el teléfono. Marda West se apoderó del aparato como de un salvavidas. Era Jim.
Siento mucho haberme retrasado, le dijo. Tomaré un taxi y llegaré allí en seguida. Estuve en lo del abogado.
¿El abogado?
Sí. Forbes y Millwall ¿Te acuerdas? Por ese dinero...
Lo había olvidado. Antes de la operación el asunto había sido objeto de amplias discusiones. Como de costumbre, los consejos eran contradictorios. Finalmente Jim había dejado todo en manos de la firma Forbes y Millwall.
¿Y? ¿Ya quedó arreglado?
Creo que sí. Pero te lo diré personalmente.
Cortó. Al levantar la vista vio que la cabeza de serpiente la estaba observando. Sin duda, pensó Marda West, te gustarla saber qué es lo que nos estábamos diciendo.
Tiene que prometerme que no se va a excitar demasiado cuando el señor West venga a verla...
La enfermera Ansel estaba parada en el umbral, con la mano en el picaporte de la puerta.
No estoy excitada. Sólo que siento deseos de verlo.
Tiene el rostro encendido...
Es que hace calor aquí.
El inquieto cuello se irguió y luego giró hacia la ventana. Por primera vez, Marda West tuvo la impresión de que la serpiente no se sentía cómoda. Debió advertir cierta tensión. Era imposible que no hubiera detectado ya el cambio producido en la atmósfera entre enfermera y paciente.
Voy a abrir un poquito la ventana.
Si fueras una serpiente de verdad pensó Marda West podría arrojarte hacia abajo, ¿o te me enroscarías alrededor del cuello y me estrangularías?
La ventana fue abierta y, quizás en espera de una palabra de agradecimiento, la serpiente se demoró al pie de la cama. Luego, el cuello se acomodó dentro del uniforme, la lengua restalló rápidamente un par de veces, y la enfermera Ansel se deslizó fuera de la habitación.
Marda West esperó escuchar el ruido de un taxímetro en la calle. Se preguntó si podría convencer a Jim para que se quedara toda la noche en el sanatorio. Si le explicaba su miedo, su terror, él seguramente comprendería. De inmediato comprobaría si también él notaba algo extraño: tocaría el timbre, haría cualquier pregunta a la enfermera Ansel y, por la expresión del rostro, o el tono de voz de su marido, descubriría si él veía lo mismo que ella.
El taxi llegó, por fin. Lo oyó aminorar la marcha, escuchó el golpe de la portezuela y, finalmente, la voz de Jim. El taxi se alejó. Jim vendría por el ascensor. El corazón empezó a latirle fuerte. No apartaba los ojos de la puerta. Oyó los pasos, y otra vez su voz; debía estar diciendo algo a la serpiente. En seguida se daría cuenta si le había visto la cabeza. Entraría en la habitación con aire de incredulidad, de azoramiento, o bien riendo, declarando que todo era una broma, una pantomima. ¿Por qué no se apresuraba? ¿Por qué se quedaba allí, conversando en voz baja?
Se abrió la puerta. El paraguas y el sombrero familiares fueron lo primero que apareció. Luego, la tranquilizadora figura corpulenta, pero... ¡Dios!... No... No... Por favor, Dios mío... No Jim... también... Jim metido dentro de una máscara, obligado a entrar en el complot de demonios, de impostores. Jim tenía una cabeza de cuervo. Imposible equivocarse: la mirada pesada, el pico ensangrentado, la piel floja. Mientras lo miraba, enferma de miedo, el cuervo apoyó el paraguas en un rincón y dejó en una silla el sombrero y el sobretodo.
Tengo entendido que no te sientes bien dijo, volviendo hacia ella su cabeza rapaz y mirándola que estás un poquito enferma e intranquila... No me quedaré mucho. Te hace falta un buen descanso.
Se sintió demasiado atontada para contestar. Inmóvil, vio cómo se acercaba al lecho y se inclinaba a besarla. Su pico de cuervo era muy agudo.
La enfermera Ansel dice que es la reacción siguió diciendo él. El shock repentino de volver a ver. No todas las personas reaccionan de la misma manera. Cuando te llevemos a casa te sentirás mejor.
"Te llevemos": la enfermera Ansel y él. El plan seguía en pie, entonces.
No sé dijo, débilmente, si quiero que la enfermera Ansel venga a casa...
¿No quieres que vaya? el tono de su voz era de sorpresa. Pero fue idea tuya...No puedes volver atrás ahora.
No tuvo tiempo de contestar. Aunque no había tocado el timbre, la enfermera Ansel había entrado en la habitación.
¿Una tacita de café, señor West? le dijo.
Era la rutina de todas las noches. Pero hoy parecía distinto, como si hubiera sido ensayada en el pasillo.
Gracias enfermera, con mucho gusto. ¿Qué significa esta tontería de que no va a venir a casa con nosotros?
El cuervo se volvió hacia la serpiente, la cabeza de la serpiente se agitó, y al verlos la serpiente moviendo su lengua, el cuervo con la cabeza metida entre sus hombros humanos comprendió que el plan de llevar a casa a la enfermera Ansel no había sido idea suya, después de todo. Ahora recordaba que la primera en sugerirlo había sido la propia enfermera. Había sido la señorita Ansel quien insinuara que Marda West necesitaba atención durante la convalecencia. La sugestión se produjo después de una noche en que Jim pasó todo el tiempo riendo y bromeando. Su esposa, con los ojos vendados, se había sentido feliz de escucharlos. Ahora, observando a la serpiente cuya marca en forma de "V" estaba oculta debajo del gorro de enfermera, comprendió por qué era que la señorita Ansel había querido acompañarlos a la casa, y también supo el motivo por el cual Jim no se había opuesto, todo lo contrario, había aceptado el plan de inmediato, declarándolo muy bueno.
El cuervo abrió su pico manchado de sangre:
No me van a decir que ustedes dos han discutido, ¿no?
Imposible la serpiente torció el cuello, miró de soslayo al cuervo y agregó. Lo que sucede es que esta noche la señora West se siente un poquito cansada. Ha tenido un día difícil... ¿No es cierto, querida?
¿Cuál sería la mejor contestación? Ninguno de ellos debía saberlo. Ni el cuervo ni la serpiente, ni ninguna de las otras bestias que la rodeaban, debía adivinarlo nunca.
Estoy bien dijo. Un poquito confusa. Como dice la enfermera Ansel, por la mañana me sentiré mejor...
Los dos se comunicaron en silencio, unidos por el mismo vínculo de simpatía. Eso era lo más espantoso: los animales pájaros y reptiles no necesitaban hablar; iban de un lado a otro, se miraban y ya sabían lo que tenían que hacer. Pero no conseguirían destruirla. Pese a su terror espantoso, conservaba la obstinada voluntad de vivir.
Pero esta noche no voy a molestarte con los papeles dijo el cuervo. De todos modos no hay una urgencia tan grande... Puedes firmarlos en casa.
¿Qué papeles? Si no lo miraba y no veía el rostro de cuervo, podía seguir escuchando la voz de Jim, serena y tranquilizadora como siempre.
Los documentos para esa operación de que te hablé. Forbes y Millwall acaban de dármelos. Sugieren que yo sea uno de los directores del fondo...
Las palabras golpearon una cuerda, o mejor dicho, el hilo de un recuerdo anterior a la operación. Se refería a sus ojos: si la operación no daba resultado, habría tenido dificultad para firmar.
¿Por qué? preguntó ella, con voz insegura. Después de todo, el dinero es mío...
Su marido rió. El sonido la obligó a volver la cabeza y, al hacerlo, vio que el pico se abría como una trampa y volvía a cerrarse.
Claro que sí dijo él, no se trata de eso. Se trata de que si tú llegaras a enfermar o te fueras de viaje, yo podría firmar en tu lugar...
Marda West miró a la serpiente. Advirtiéndolo, la serpiente metió la cabeza dentro del cuello de su uniforme y se deslizó hacia la puerta:
No se quede demasiado tiempo, señor West murmuró la enfermera Ansel. Nuestra enferma debe descansar bien esta noche...
Marda West quedó sola con su esposo; es decir, con el cuervo.
Pero es que no pienso viajar insistió, ni enfermarme...
Es posible. Pero eso no tiene importancia. Ya sabes cómo es esa gente: quieren garantías. Pero no te preocupes de eso ahora.
Tal vez fuera idea suya; pero ¿no era excesivamente casual la voz de su marido? Y la mano que estaba guardando los documentos en el bolsillo, ¿no sería una garra? Entonces, había la posibilidad de que aún se presentaran nuevos horrores: cuerpos que cambiaban, manos y pies que se convertían en alas, en garras, en cascos, en patas, arrebatando hasta el último rasgo humano a quienes la rodeaban. Lo último en desaparecer sería la voz. Cuando ya no hablaran, habría terminado la esperanza: la selva lo invadiría todo y millares de sonidos y gritos partirían de centenares de gargantas.
Con respecto a la enfermera Ansel... insistió Jim. ¿Lo dijiste en serio?
Vio cómo sacaba una lima y se limaba las uñas. Siempre llevaba una lima en el bolsillo y ella nunca se había detenido a pensar en eso: formaba parte de Jim, como su lapicera y su pipa. Pero ahora veía la verdadera explicación: un cuervo necesita tener uñas afiladas para desgarrar a sus víctimas.
No sé contestó. Me parece algo tonto tener una enfermera en casa, ahora que ya puedo ver otra vez...
Él no contestó en seguida. La cabeza se le hundió aún más entre los hombros. Su traje oscuro parecía el plumaje de un gran pájaro taciturno.
Creo que es un tesoro dijo al fin. Al principio vas a sentirte un poco mareada. Propongo que sigamos adelante con el trato. De todos modos, si no da resultado, podemos deshacernos de ella.
Tal vez... dijo su esposa.
Trató de pensar si quedaba alguien en quien poder confiar. Toda su familia estaba diseminada. Tenía un hermano casado en Sudáfrica, y amigos en Londres, pero ninguno de ellos le inspiraba tanta confianza como para ir a contarles esto.
No, no tenía a quien decir que su enfermera se había convertido en una serpiente y su esposo en un cuervo. La desesperanza que la invadió parecía la del propio infierno. ¡Estaba sola!, completamente sola, y tenía plena conciencia del odio y de la crueldad que la rodeaba.
¿Qué vas a hacer esta noche?, le preguntó con voz tranquila.
Cenaré en el club, supongo. Se está volviendo algo monótono. Gracias a Dios sólo quedan un par de días. Después, ya estarás en casa...
Sí, pero una vez que estuviera allí, ¿no se encontraría aún más a merced del cuervo y de la serpiente?
¿Greaves afirmó que sería el jueves?
Me lo dijo esta mañana por teléfono. Para ese entonces ya te habrán puesto los otros lentes, los que te permitirán ver los colores...
¡Ah!... Entonces, también vería los cuerpos. Ahí estaba la explicación. Los lentes azules sólo ponían en evidencia las cabezas. Era el primer paso. Greaves, el cirujano, también estaba complicado en esto, naturalmente. Ocupaba un lugar destacado en la conspiración. Tal vez había sido sobornado. Trató de recordar quién había sido el primero en sugerir la operación, ¿Fue el doctor de la familia, después de haber conversado con Jim? Creía recordar que los dos habían venido a hablarle, juntos, explicándole que ésta era la única oportunidad de salvarle la vida. Eso quería decir que el complot debía haber tenido origen mucho tiempo atrás, años tal vez. Pero, en nombre del cielo, ¿por qué? Enloquecida, trató de descubrir en su memoria el recuerdo de alguna mirada, o gesto, o palabra, que pudiera hacerle comprender algo de esta horrorosa conspiración contra su persona o su cordura.
Pareces sentirte mal le dijo su esposo, repentinamente. ¿Quieres que llame a la enfermera?
¡No! contestó ella casi gritando.
Creo que es mejor que me vaya. Me dijo que no me quedara mucho tiempo...
Él se levantó de la silla pesado, sombrío, y se acercó a besarla. Ella cerró los ojos.
Descansa bien, mi pobre querida, y no te preocupes por nada.
A pesar de su miedo, ella aferró la mano de su marido.
¿Qué pasa? le preguntó él.
Uno de sus besos la hubiera tranquilizado, pero no el contacto de su pico de cuervo manchado en sangre. Cuando quedó sola comenzó a gemir, volviendo la cabeza sobre la almohada.
¿Qué voy a hacer?, se preguntó, ¿qué voy a hacer? Volvieron a abrir la puerta. Llevó la mano a la boca para que no la oyeran gritar. Nadie debía verla llorar. Haciendo un gran esfuerzo consiguió sobreponerse.
¿Cómo se siente, señora West?
La serpiente estaba al pie de la cama, y a su lado sonreía el médico interno. Siempre le había resultado simpático: era un joven muy agradable, y, aunque también tenía cabeza de animal como los otros, no la hizo sentirse asustada. Era una cabeza de perro, de la raza Aberdeen y sus ojos castaños parecían mirarla interrogativamente. Mucho tiempo atrás, cuando era una niña, había tenido un perro así.
¿Puedo hablarle a solas? le preguntó.
Claro que sí. ¿Me permite, enfermera? Movió la cabeza en dirección a la puerta y la serpiente desapareció. Marda West se sentó en el lecho oprimiéndose las manos.
Tal vez me crea una tonta empezó a decir, pero los lentes...no puedo acostumbrarme a ellos.
El Aberdeen se aproximó e inclinó la cabeza en un gesto de comprensión.
¡Cuánto lo siento! dijo. ¿Le hacen mal?
No, ni siquiera me doy cuenta de que los tengo puestos, pero me hacen ver toda la gente de una manera rara.
Es natural: no permiten ver los colores su voz era alegre, amistosa. Cuando uno ha estado vendado durante tanto tiempo, eso resulta un poquito molesto. Y no debe olvidarse de que su operación fue bastante delicada. Los nervios posteriores del ojo se hallan muy sensibles todavía.
Sí, claro la voz del médico, hasta su cabeza, le inspiraban confianza. ¿Conoce usted alguna otra persona a quién le hicieron esta misma operación?
Sí, a muchas. Dentro de un par de días usted se encontrará perfectamente bien. La palmeó en el hombro. ¡Qué perro más bueno!... Tan alegre y animado, como su Angus, que muriera tanto tiempo atrás. Hay otra cosa siguió diciendo él, su vista podrá ser mucho mejor de lo que era antes. Podrá ver con mayor claridad. Una paciente me dijo que era como si toda la vida hubiera estado usando anteojos. Después de la operación comprendió que ¡por fin! veía a todos sus parientes y amigos tal como realmente eran.
¿Como realmente eran? repitió ella.
Exactamente. Siempre había visto bastante mal, la verdad. Creía que el cabello de su esposo era castaño y en realidad era rojo, de un rojo vivo. Al principio se asustó. Pero luego se sintió encantada.
El Aberdeen se apartó de la cama, palmeó el estetoscopio que llevaba sobre su chaqueta, y asintió con la cabeza:
El doctor Greaves le hizo un buen trabajo, se lo aseguro. Consiguió fortalecer un nervio que creía destruido. Usted no lo había usado nunca todavía: no funcionaba. Quien sabe, señora West, tal vez usted pase a la historia de la medicina. Por lo pronto, descanse bien y no se preocupe. Hasta mañana. Buenas noches.
Y salió, al trotecito. Lo oyó saludar a la enfermera Ansel, en el corredor.
Las palabras reconfortantes se convirtieron en acíbar. En cierta forma se sentía aliviada: la explicación que le diera el médico parecía sugerir que no existía tal complot contra ella. Tal como le sucediera a la paciente en cuestión, cuya visión de los colores resultara agudizada, le había sido otorgado un nuevo don. Se repitió las palabras que él le dijera: Marda West veía a las personas tal como realmente eran. Aquellos a quienes amara y en quienes confiara más eran verdaderamente un cuervo y una serpiente. Se abrió la puerta y apareció la enfermera Ansel con el calmante.
¿Lista para descansar, señora West? le preguntó.
Sí, gracias.
Tal vez no existiera tal conspiración, pero, de todos modos, la confianza y la fe habían desaparecido.
Déjelo allí, por favor, junto con un vaso de agua. Después lo tomaré.
Vio cómo la serpiente depositaba el vaso sobre su mesita de luz. La observó mientras le arreglaba la cama. El cuello oscilante se acercó más y los ojos entornados vieron las tijeras de las uñas semiescondidas bajo la almohada.
¿Qué es lo que tiene allí?
La lengua silbó y se encogió. La mano se tendió hacia las tijeras.
Puede lastimarse. Las guardaré... Es mejor ¿verdad?
Su única arma le fue quitada y guardada en el bolsillo de la enfermera, no colocada de vuelta en el tocador. Hasta el gesto que hizo la enfermera Ansel al guardarse las tijeras en el bolsillo sugería que estaba enterada de las sospechas de Marda West. Quería dejarla inerme.
Recuerde tocar el timbre, si es que desea algo...
Así lo haré.
La voz que otrora le pareciera llena de ternura, le resultó excesivamente suave y falsa. ¡Qué traicioneros son los oídos!, pensó Marda West, y ¡cómo falsean la verdad! Por primera vez tuvo conciencia de su nueva fuerza latente: la capacidad de discernir entre la verdad y la mentira, el bien y el mal.
Buenas noches, señora West.
Buenas noches.
Tendida en su cama, despierta, escuchando el tictac del reloj de su mesita de luz, y los sonidos familiares de la calle, Marda West preparó su plan. Esperó hasta las once, cuando ya todos los pacientes estaban dormidos. Entonces apagó la luz. De este modo engañaría a la serpiente; si es que se acercaba a espiarla por el ventanillo de la puerta, creería que estaba dormida. Marda West bajó silenciosamente de la cama, sacó su ropa del ropero y comenzó a vestirse. Se puso el abrigo y los zapatos y un pañuelo en la cabeza. Cuando ya estuvo lista, se acercó a la puerta e hizo girar la manija, despacio. El corredor estaba silencioso. Permaneció un momento inmóvil. Dio un paso hacia adelante y miró hacia la izquierda, donde estaba la enfermera de guardia. La serpiente leía un libro, sentada. La luz del techo brillaba sobre su cabeza y no había posibilidad de equivocarse. El uniforme bien arreglado: el delantal almidonado, el cuello duro. Pero de dentro del cuello surgía la oscilante cabeza de la serpiente, larga, chata y maligna.
Marda West esperó. Estaba resuelta a esperar horas y horas si hacía falta. De pronto se oyó el sonido que estaba esperando: el timbre de un paciente. La serpiente levantó la cabeza del libro y consultó el número marcado por la luz roja. Colocándose de nuevo los puños almidonados se deslizó corredor abajo hacia la habitación del paciente, golpeó y entró. De inmediato Marda West salió de su propio cuarto y se encaminó a las escaleras. No se oía un solo ruido. Escuchó con atención y luego se deslizó escaleras abajo. Había cuatro pisos, pero la escalera no resultaba visible desde el cubículo donde las enfermeras de guardia pasaban la noche. La suerte la acompañaba. En el vestíbulo principal las luces no eran tan vivas. Esperó hasta tener la certeza de que no era observada. Veía la espalda del portero nocturno no la cabeza porque estaba inclinado sobre su escritorio, pero de pronto la levantó y vio claramente el ancho rostro de pez. Se encogió de hombros. No había corrido todo este riesgo para dejarse asustar por un pez. Resueltamente, atravesó el vestíbulo; el pez la estaba mirando.
¿Necesita algo, señora? preguntó. Era tan estúpido como se lo imaginaba. Marda West meneó la cabeza.
No. Voy a salir. Buenas noches. Pasándole delante, atravesó la puerta giratoria y descendió por la escalinata que conducía a la calle. Se volvió rápidamente hacia la izquierda y viendo un taxímetro detenido en la esquina, levantó la mano haciéndole señas para que se acercara. El taxi se aproximó y esperó. Pero al llegar a la portezuela vio que el conductor tenía el rostro negro y chato de un mono. El mono sonrió. Cierto instinto la previno y resolvió no subir al taxi.
Discúlpeme dijo. Me equivoqué.
Del rostro del mono desapareció la sonrisa:
Decídase de una vez, señora Apretó el acelerador y se alejó.
Marda West siguió caminando. Dobló hacia la derecha, luego hacia la izquierda y de nuevo hacia la derecha. A lo lejos aparecieron las luces de la calle Oxford; apresuró el paso. El tránsito amigo la atraía como un imán: las luces, los hombres y mujeres lejanos. Al llegar a la calle Oxford se detuvo de pronto, preguntándose hacia dónde se dirigía, a quién pediría asilo. Y volvió a darse cuenta de que no tenía a nadie, absolutamente a nadie: la pareja que ahora pasaba junto a ella un cabeza de escuerzo sobre un cuerpo corto y negro, del brazo de una pantera, no podía protegerla, y el policía que estaba en la esquina era un mandril y la mujer que le hablaba, un pequeño cerdo contoneándose. Nadie era humano, no podía confiar en nadie: el hombre que estaba a uno o dos pasos de ella era un cuervo, igual a Jim. Y también eran cuervos los que veía en la vereda de enfrente. Riendo, un chacal se acercaba hacia ella.
Volvió sobre sus pasos, corriendo, tropezando con los chacales, las hienas, los cuervos, los perros. El mundo les pertenecía, ya no quedaban seres humanos. Al verla correr daban vuelta la cabeza y la miraban, la señalaban, gritaban y ladraban; la perseguían acercándose cada vez más. A lo largo de la calle Oxford, corría calle abajo, acosada, en medio de las tinieblas. La luz ya no la acompañaba y estaba sola en el mundo de los animales.
Quédese quieta, señora West... No es más que un pequeño pinchazo, no va a dolerle casi nada...
Reconoció la voz del doctor Greaves, el cirujano, y comprendió vagamente que la habían vuelto a apresar. Estaba otra vez en el sanatorio. Pero ahora ya no le importaba: por lo menos, las cabezas de los animales del sanatorio le eran conocidas.
Habían vuelto a vendarle los ojos. Se sintió agradecida. ¡Bendita oscuridad donde desaparecían todos los males de la noche!
Bueno, señora West, creo que ahora han terminado todos sus problemas. No más dolores ni confusión. Con estos lentes volverá a ver el mundo con todos sus colores.
Entonces... le estaban sacando las vendas, otra vez. Le quitaron las gasas, capa tras capa. De pronto todo resultó claro, era de día y el rostro del doctor Greaves sonreía frente a ella. A su lado apareció una enfermera, regordeta y alegre.
¿Dónde están las máscaras? preguntó la paciente.
No las necesitábamos para este pequeño trabajo contestó el cirujano. No hicimos más que quitar los lentes provisorios. Ahora está mejor, ¿verdad?
Dejó que su mirada vagara por la habitación. Estaba de regreso. Si, ésta era la forma de su cuarto, allí estaba el guardarropa, más allá el tocador y los floreros. Todo en su color natural, no más oculto. Pero no iban a engañarla con esos cuentitos de un sueño. Allí, colgando del respaldo de la silla, estaba el pañuelo con que, anteanoche, se ciñera la cabeza.
Me sucedió algo, ¿verdad? preguntó. ¿Intenté escaparme?
La enfermera miró al cirujano. Éste asintió con la cabeza.
Así es. Francamente, no se lo reprocho. A quien reprocho es a mí mismo. Los lentes que le coloqué hacían presión sobre un pequeño nervio y esa presión le destruyó momentáneamente el equilibrio. Pero ya pasó todo.
Y le sonrió; tranquilizándola. Los grandes ojos castaños de la enfermera Brand era ella seguramente la miraron con simpatía.
Era terrible... dijo la paciente. Nunca seré capaz de explicarle lo espantoso que fue...
No vale la pena que lo intente dijo el doctor Greaves. Le prometo que no volverá a suceder.
Se abrió la puerta y entró el médico joven. También él sonrió.
¿Está mejor la paciente? preguntó.
Creo que sí le contestó el cirujano. ¿Qué le parece a usted, señora West?
Marda West miró con gravedad a los tres: al doctor Greaves, al médico interno, y a la enfermera Brand, preguntándose qué clase de tejido, herido y palpitante, podía transformar de tal manera a tres individuos en otros tantos prototipos del mundo animal. ¿Qué célula sería la que unía el músculo a la imaginación?
Creí que eran perros dijo. Usted, doctor Greaves, un perro de caza, y usted dirigiéndose al interno un Aberdeen...
El médico interno tocó su estetoscopio y rió:
Así es, en realidad. Es el nombre de la ciudad donde nací. De modo que su juicio no era del todo equivocado, señora West... La felicito...
Marda West no lo acompañó en la risa.
Está bien... comentó. Pero los otros no eran tan agradables y señalando a la enfermera Brand: creí que usted era una vaca. Una vaca buena, pero con cuernos muy agudos.
Esta vez fue el doctor Greaves quien rió:
¿Ve, enfermera? Lo mismo que le he dicho yo tantas veces: ya es hora de que la saquen a pastorear y se alimente de margaritas...
La enfermera Brand recibió bien la broma. Arregló las almohadas de la paciente y sonrió con benignidad.
De vez en cuando nos dan unos nombres muy raros dijo. Es parte de nuestro trabajo.
Sin dejar de reír los médicos, se dirigieron hacia la puerta. Sintiendo que la atmósfera que la rodeaba era normal y carente de toda tensión, Marda West preguntó:
¿Quién me encontró, entonces? ¿Qué sucedió?... ¿Quién me trajo de vuelta?
Desde la puerta, el doctor Greaves se volvió y la miró:
No se había alejado mucho, señora West. Menos mal, pues de lo contrario no estaría aquí en este momento. El portero la siguió.
Pero ya terminó todo interpuso el médico interno. El episodio no duró más de cinco minutos. Antes de que hubiera sufrido daño alguno, ya estaba de nuevo en cama, y yo, a su lado, atendiéndola. Ahí terminó todo. La que realmente se asustó fue la pobre enfermera Ansel, cuando descubrió que usted ya no estaba en la cama.
La enfermera Ansel... no resultaba tan fácil olvidar la repugnancia de la noche anterior.
No me va a decir que nuestra pequeña "estrella" también era un animal... ¿verdad? preguntó el médico interno, sonriendo.
Marda West se sintió enrojecer. Ahora empezaban las mentiras.
No contestó en seguida. No, claro que no...
Está aquí... dijo la enfermera Brand. Estaba tan nerviosa esta mañana que no quiso irse a dormir a la pensión. ¿Quiere hablar con ella?
La paciente se sintió invadida por la aprensión. ¿Qué habría dicho a la enfermera Ansel la noche anterior, impulsada por el pánico y la fiebre? Antes de que pudiera contestar, el médico abrió la puerta, y llamó a alguien:
La señora West quiere darle los buenos días dijo. Sonrió con toda la cara. El doctor Greaves saludó con la mano y se fue, seguido por la enfermera Brand. El médico interno, saludando con su estetoscopio y haciendo una cómica reverencia, se apartó para dar lugar a la enfermera Ansel. Marda West se quedó mirando, luego empezó a sonreír temblorosamente, y por fin tendió la mano.
Lo siento dijo. Tiene que perdonarme...
¿Cómo pudo haber visto a la enfermera Ansel bajo la forma de una serpiente? Esos ojos castaños, esa tez mate, ese cabello oscuro tan prolijamente peinado bajo la cofia del uniforme... Y esa sonrisa lenta, comprensiva...
¿Perdonarla, señora West?... ¿De qué? Usted ha pasado un momento terrible...
Paciente y enfermera se estrecharon la mano, sonriéndose recíprocamente.
¡Santo cielo!, pensó Marda West. ¡Qué alivio, qué agradecimiento!... La vista y la certeza reencontradas eliminaron de golpe todas sus dudas y su desesperación.
Todavía no sé qué sucedió comentó sin soltar la mano de la enfermera. El doctor Greaves intentó explicármelo... Algo respecto a un nervio.
La enfermera Ansel hizo una morisqueta en dirección a la puerta y susurró:
Ni él mismo lo sabe. Tampoco va a admitirlo, pues eso podría traerle complicaciones... Colocó los lentes muy adentro, eso es todo. Demasiado cerca de un nervio. Lo que pregunto es cómo no la mató...
Miró a su paciente. Le sonrió con los ojos. Era tan bonita, tan suave...
No piense más en eso. Desde ahora en adelante va a ser feliz. ¿Me lo promete?
Se lo prometo...
Sonó el teléfono. La enfermera Ansel soltó la mano de su paciente y extendió la suya hacia el aparato.
Ya se imagina quién es dijo. Su pobre esposo... y le alcanzó el receptor.
Jim... Jim... ¿Eres tú? La voz amada se dejó oír, cargada de ansiedad:
¿Estás bien? preguntó. Ya he llamado dos veces a la caba. Me dijo que apenas supieran me lo dirían. ¿Qué demonios sucedió?
Marda West sonrió y pasó el receptor a la enfermera:
Dígaselo usted le dijo.
La enfermera Ansel acercó el auricular a su oreja. La piel de sus manos era suave, mate, y las uñas brillaban con un pálido esmalte rosado.
¿Cómo está señor West? dijo. Qué susto nos dio nuestra paciente ¿verdad? Sonrió, señalando con la cabeza a la mujer acostada. Bueno, ya no tiene que preocuparse más. El doctor Greaves cambió los lentes. Hacían presión sobre un nervio. Ahora ya está bien. Su señora ve perfectamente. Sí, el doctor Greaves dijo que mañana podríamos irnos a casa.
La voz cariñosa hacía juego con el colorido suave y los ojos castaños. Marda West tendió la mano hacia el receptor, nuevamente.
Jim, ¡qué noche tan espantosa! Sólo ahora empiezo a comprender. Un nervio del cerebro.
Así me dicen repuso su esposo. ¡Qué lamentable!... Gracias a Dios que lo descubrieron. Ese doctor Greaves no debe ser tan competente...
No puede volver a suceder... Ahora que ya han colocado los lentes que corresponden, no sucederá más.
Mejor así. De lo contrario le haré un pleito. ¿Cómo te sientes?
¡Muy bien!... Un poco confusa, pero muy bien...
Me alegro. Pero no te excites demasiado. Después iré a verte.
Su voz se apagó.
Marda West alcanzó el receptor a la enfermera Ansel, quien lo volvió a colocar en su sitio.
¿Es cierto que el doctor Greaves dijo que podré irme a casa mañana?
Sí. Si se porta bien la enfermera Ansel sonrió y palmeó la mano de su paciente. ¿Está segura de que quiere que yo la acompañe?
Pero claro que sí... Ya está todo arreglado...
Se sentó en la cama. Por la ventana entraba el sol, iluminando las rosas, las azucenas, los lirios de esbelto tallo. El rumor del tránsito se sentía próximo y amigo. Pensó en el jardín que estaba esperándola, en su propio dormitorio, en todas sus cosas, en la rutina diaria a la que retornaría con la vista recuperada, y habiendo dejado atrás la ansiedad y el miedo de los últimos meses.
Lo más precioso del mundo dijo a la enfermera Ansel, es la vista. Ahora lo sé. Comprendo qué es lo que estuve a punto de perder...
Juntando las manos, la enfermera Ansel asintió con la cabeza, comprensiva.
Ya le ha sido devuelta dijo. Es un milagro. No la perderá nunca más. Se acercó a la puerta: me iré a descansar un poco dijo. Ahora que ya sé que usted está bien, podré dormir. ¿Necesita algo?
Por favor, alcánceme la crema, y la caja de polvos, y el lápiz de los labios, y el cepillo, y el peine...
La enfermera Ansel recogió las cosas que le pedía y las colocó sobre la cama. También le trajo el espejo de mano y al frasco de perfume. Con una pequeña sonrisa íntima, olfateó la tapa.
Hermoso... murmuró. ¿Se lo regaló el señor West, verdad?
Sí, pensó Marda West, la enfermera Ansel ya formaba parte del grupo familiar. Se imaginó colocando flores en la pequeña habitación de huéspedes, eligiendo los libros adecuados, buscando una radio portátil por si la enfermera Ansel se aburría durante la noche.
A las ocho volveré a estar con usted...
Las palabras familiares, que escuchara todas las mañanas durante tantos días y semanas, sonaron en su oído como una melodía, amada a fuerza de repetida. Por fin se unían al individuo, a la persona que sonreía, a los ojos que prometían amistad y lealtad...
Hasta luego.
La puerta se cerró y la enfermera Ansel desapareció. La rutina del sanatorio interrumpida por la fiebre de la noche anterior, recuperó su ritmo habitual. En lugar de la oscuridad, la luz. En lugar de la negación, la vida.
Marda West sacó la tapa del frasquito de perfume y se tocó con ella los lóbulos de las orejas. El perfume se convirtió en parte del día cálido y brillante. Levantando el espejo de mano, se miró. En la habitación no se produjo cambio alguno. Los ruidos de la calle siguieron llegando desde afuera. Al cabo de un rato la mucamita que ayer pareciera una comadreja entró en la habitación para sacar el polvo.
Buenos días dijo.
La paciente no le contestó. Estaría cansada, tal vez. La mucama hizo lo que tenía que hacer y se retiró. Marda West tomó el espejo y volvió a mirarse. No, no se había equivocado: los ojos que le devolvían la mirada, eran los de un cervatillo tímido que se inclinaba mansamente, listo para el sacrificio.