A
dvierto humedad, algo de luz. De la negrura al blanco. El aire de los montes enjuaga mi encarnada garganta. Reposo en una cama de musgo. Recuerdo la sonrisa de un niño que se baña en el río, los modales con los que se debe tratar a los más ancianos, el rostro indiano de los pastores trashumantes, el caldero de sopa juliana arreglada con aceite crudo, migajones de pan sobrante, una casona roja, mapas antediluvianos en la mesa del maestro, un destierro a una aldea sin nombre, la fiesta mayor con petardos y griterío, unas muchachas que se arreglan para dejarse ver en la plaza al terminar la misa, su cháchara insustancial, la yedra que crece y crece y no hay forma de arrancar y que poco a poco absorbe y se come las entrañas de la sierra. La yedra. Solo queda la yedra.
Todo cambia de color. Las margaritas se mueren. La realidad se desvanece otra vez por el vendaval de una nueva presencia. Leonor. Regresan las ganas primarias y primitivas. La maraña de ternuras y tristezas. Vísceras esparcidas. La tez oscura. Sus manos indígenas, sucias. Una sonrisa bajo la lluvia. Ahora ya no queda nada.
Un augurio.
Siento que el muro cinerario de la vista se levanta. Vuelve a haber trinos. Un sol en lo alto. Olor a jabón, a tomates. Coloquios de lagartijas y erizos sigilosos. Albahaca en los oteros. Antepasados bajo mi tierra.
Ya no hay fuego. Ya no hay fuego.
Queda un amanecer tibio y hermoso de montaña. Me duele la cabeza. Mi mano toca una cicatriz supurante, infectada. La luz podría vaciarme los ojos. No necesito abrirlos para intuir que reposo junto a un castaño milenario. Lo palpo. Tiene mensajes grabados para un ciego. Hay lilas que crecen a mi lado y un follaje abarquillado por la humedad de la aurora. Me incorporo. Aún no tengo fuerzas para ponerme en pie. Descanso junto a una pista forestal. Sin necesidad de mapas sé a dónde dirige.
Alguien me ha puesto en ese camino y debo seguirlo.
El paso es lento y lleno de recuerdos. El recuerdo todavía es una llama prendida. Me cuesta regresar al presente. El presente solo es fisiología. Sed, hambre, dolor. No hay más. La sangre no encuentra la manera de volver a canalizarse, de encontrar su ritmo, su pálpito, su sentido. Todavía hay preguntas prendidas en este milagro invernal, pero nadie hay ni habrá para responderlas. Se terminaron los catecismos. El rigor, las sotanas. Deshidratado, con síntomas de hipotermia y exhausto, llego a la casa de ilusión floral. Estoy a salvo. A salvo y con el corazón equivocado.
En la casona de la alcahueta descansaré, sabiendo como sé que no existe el descanso.