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E

l gigante regresó con las manos vacías. Aturdido. Después de haber recibido un mal presagio del más allá que le había impedido terminar la misión a pesar de tenerla al alcance de la mano. Había estado ausente más de tres horas en las que Jacinto, el Mulas, me había relatado con un fervor digno de lástima los propósitos que mantenía una vez se desposara con mi hermana.

Julio Ramón arrancó la furgoneta. Nada dijo de lo que había estado haciendo o de dónde había estado. Era tal el enojo y la contrariedad con la que tomó el volante que no supe cómo saltarme el silencio amotinado de su furia. De modo que, hasta que mi padre regresara con aquel soplo de autoridad con el que espoleaba cuanto encontraba a su paso, no había mucho que hacer salvo esperar.

A pesar de que apenas habíamos estado fuera del pueblo tres días, regresé con cierto ánimo de culpabilidad. Ya en casa, vi a mi madre en el patio, allí, junto al pozo, y me acerqué para darle un beso y ayudarla a sacarle brillo a la cabellera. Guardó silencio. Se limitó a ofrecerme uno de los cepillos y a seguir en su labor de lustre con la misma usanza que desinterés por mi presencia.

Será necesario indicar que si de algo podía presumir mi madre era de cultivar una coleta de casi dos metros que a veces se recogía alrededor del cuello como una boa de marabú. Una vez a la semana, se sentaba junto al pozo para cardarse con un pequeño rastrillo de jardín modificado su infinita melena gris. Según ella, nunca, ni de niña, unas tijeras habían puesto el filo en su pelo. Así consiguió una trenza dura y fuerte como una maroma.

Su fobia a perder el pelo comenzó a los seis años cuando se quedó calva por, según contaba a menudo con su voz bronca y áspera, meter las narices en el puchero. Aquel día aprendí que las tentaciones son para las bestias, sentenciaba. Me dijeron que no me volvería a salir ni un pelo en la azotea, y mira ahora, casi dos metros de moña y ellos secos como un melón, apostillaba a continuación mi madre con toda su mala sangre hacia los que le auguraron una pelona perpetua.

Sin duda era un espectáculo ver cómo le sacaba brillo a su pelambre. Ataba el extremo de la melena de la baranda del pozo y con un alargador con cinco peines ligados en fila, se crinaba el pelo tal que si arara un huerto. El tremendo peso de estos dos kilos de guedeja cruzados en una portentosa trenza la obligaba a caminar con la barbilla alzada, como si fuera haciendo malabares con la nariz. Aunque tal vez el fardo de su venerable coleta solo era la excusa que encontró para justificar la arrogancia acumulada tras años de escuchar susurros malintencionados a su paso.

El dolor de mi madre era un laberinto con todas las puertas cerradas a la indulgencia.

Así pasamos buena parte de la mañana, aplicados en la mecánica tarea de arrastrar un cepillo bocel doscientas trece veces por cada mechón hasta conseguir la electricidad estática que, según ella, mantendría el cabello limpio y fuerte como el esparto. Hay que estregar el pelo hasta que chisporrotee igual que las centellas de la lumbre, repetía siempre con sus labios finos como el papiro.

Me preguntó si había llegado solo. No, madre, le dije, he venido con el Mulas y con Julio. Ese malnacido, increpó, maldita la hora que apareció. Yo no supe contra cuál de los dos murmuraba. Su voz sonó como una advertencia y algo me dijo que era mejor no preguntar. A pesar de cuidar de nosotros con la devoción que solo una madre puede ofrecer, era una mujer ruda y de mal carácter, y con los años yo había aprendido que su boca era una herida que no se cierra.

Enseguida preguntó por Matías. Se fue a la ciudad, madre, a cerrar unos asuntos, vendrá pronto.

Asuntos de faldas, seguro, apuntó ahora sí con cierto orgullo, Matías siempre ha estado metido en líos, y de cada lío ha salido siempre con una nueva mujer. Es un hombre encantador y arrogante, como deben ser los hombres. A ver si vas aprendiendo que ya vas teniendo una edad, Cirilo, que como sigáis los hombres por este camino vais a echar a perder todo lo conquistado en siglos de someter a la mujer.

Impecable y distinguido en sus modales hasta que sacaba su vara de medir intereses, mi hermano Matías siempre fue el ojito derecho de nuestra madre. Un galán educado en las viejas costumbres de consentidos engaños y sometimientos. Una especie de elegante canalla detestado airadamente en público por las mujeres. Llorado y rezado por las mismas mujeres cuando se daban de bruces con la soledad.

Mi madre era una más de las que caían siempre en sus lisonjas y destrezas de granuja. Tengo negocios, madre, decía él cada vez que esta le recriminaba la escasez de sus visitas. Después, Matías tiraba de verborrea política para que nadie dudara de su compromiso: No se preocupe, madre, que tan pronto como el Peronismo pase a cuchillo a estos golpistas de la remierda, todas las repúblicas se unirán en la América Total bajo una misma ley, alcanzando lo que por derecho divino le pertenece. Entonces la sacaré de esa covacha ruinosa, se lo digo yo, y le pondré un piso en Buenos Aires, con grifos y saneamientos de oro para que hasta los que vayan a hacer de vientre a su casa vean que es usted una señora y su hijo un Peronista.

Y si bien mi madre no entendía ni una palabra de los delirios de su hijo, algo de efecto debían causarle cuando colocó una fotografía de Simón Bolívar en el comedor e hizo pintar una pared de su habitación con los colores de la bandera argentina.

Terminábamos de entretejer cada mechón en una única trenza cuando llamaron a la puerta principal. Nos resultó extraño. Todos nuestros conocidos sabían que esa puerta solo se abría en los días de fiesta para que los chiquillos entraran libremente a beber una copita de orujo, o un vivajesús de anís con perrunillas.

Mi madre me dio la orden abriendo mucho los ojos. Tardé un par de minutos en encontrar las llaves y en separar los postigos oxidados y las maderas combadas por la humedad.

Al otro lado de la puerta esperaba una mujer delgadísima. Algo más joven que mi madre. Poco sabía yo entonces de las desgracias que portaba en las líneas de sus manos. Menos aún imaginaba el torniquete con el que pensaba atar nuestro futuro hasta gangrenarlo. En cada mano llevaba una muchacha, idéntica la una de la otra. La estampa parecía un juego de espejos de circo, un truco de ilusionista. Calculé que tendrían unos trece años, aunque también es cierto que miraban el mundo con la firmeza y pasividad de alguien que ha conocido demasiadas inclemencias. La edad no debería medirse por la acumulación de días sino de penurias. Pero esto es algo que yo aún desconocía.

La recién llegada no tuvo tiempo de dar razones a su inesperada visita pues mi madre, colocada a mi espalda, las obvió todas por ella: Valor tienes de tocar a esta casa.

Se le había soltado la trenza y ahora el pelo le caía por la espalda como un velo ceniciento de novia. Enseguida agarró la puerta para indicarnos que nadie habría de franquear el umbral de la casa en ninguna de las dos direcciones mientras ella fuera dueña de la misma. Nuestra visita, con recursos de mujer acostumbrada a los zarpazos, no cambió su gesto de mendicidad: Había oído cosas de ti, mujer, y veo que todas llevan verdad, vengo a por lo que es mío, los rumores también han llegado hasta mi casa.

Sin tan siquiera echarme de ver, mi madre ordenó que me llevara a las niñas al patio. La señora y yo tenemos asuntos de que hablar. Ese fue su mensaje. Mi madre me vio dudar y por primera vez desde que yo recuerdo me levantó la voz: Ahora.

Conduje a las gemelas al otro lado de la casa. Por el camino no dejaban de cuchichear. Era algo que siempre había detestado de las niñas de la escuela y que de un modo u otro desarrolló en mí una timidez insana en presencia del género femenino. A pesar de la diferencia de edad, sentí una repentina vergüenza ante lo que, intuía yo, eran burlas sobre mi aspecto. Una vez en el patio de atrás, decidí apartarme y dejarlas a su aire.

Todavía con su continuo juego de enigmas y bisbeos, las gemelas se sentaron sobre unos sacos apilados junto al pozo.

Tú eres el chico que sube algunas noches al monte, soltó la que parecía más perspicaz, te hemos visto.

Contesté que es de mala educación espiar a la gente.

También tú espías a los lobos, rieron, ¿eso no es también de mala educación?

¿Por qué iba a serlo?, me defendí, son animales.

Los lobos guardan los espíritus de todos los muertos de este pueblo, así que lo que tú haces es como espiar a las personas.

¿Y quién os ha contado eso?

Las entrañas de esta sierra están malditas, bobo, todo el mundo lo sabe, se oyen voces que la gente escucha y acata.

Aquella no era la forma en la que uno acostumbra a oír hablar a las niñas de esa edad, más preocupadas por asuntos triviales que en nada me interesaban. Me giré con una cara de sorpresa que rápido hubo de transmutarse en turbación ante unos ojos dorados que rompieron el cristal de mi orgullo para siempre.

Se llamaba Leonor.

Sé que esta historia no es más que una disculpa para hablar de ella. Para recordarla de un modo indirecto que soslaye el daño. O, simplemente, para compensar mi falta de talento a la hora de apresar esa palpitación que me provocaba. Tan solo sé que aquel era mi lugar, sin mapas, sin brújulas. Nunca he olvidado aquellos ojos. Cómo iba a hacerlo. Desde entonces me siguen a través de los años.

Leonor sonrió, zalamera, y con ello terminó de entumecerme la voz. No son tonterías, pasmado, durante muchos años la gente de este pueblo ha ido a una cueva a pedirle deseos al mal que lo habita, la Diabla, así la llaman.

Lo cierto es que la leyenda de la Diabla no me era ajena. Se trata de un espíritu mitad mujer mitad serpiente que mora presa en alguna de las pozas del río Negro bajo siete llaves. Se cuenta que da mala estrella hablar de ella a los extraños; que algunas personas siguen profesándole rituales paganos en noches de luna llena; y que una vez al año se libra de sus cadenas, pierde su mitad ofidia y se hace mujer por unas horas. Aquel que la tome de la mano para ayudarla a salir del agua será arrastrado a las profundidades del río para no regresar. Pero fábulas para asustar a los niños y a los extranjeros las hay en todos los pueblos.

No solo eso, apuntó su hermana gemela Analía, la Diabla también concede deseos a quien sabe invocarla, pero a cambio de los dones que dispensa se queda con su alma una vez han muerto. Los convierte en monstruos que estarán a cargo de custodiar el tesoro que esconde.

Molesto e irritado respondí que yo no creía en aquellas historias de viejas, además, sois un poco pequeñas para caminar por esos caminos de noche, ¿lo sabe vuestra madre? Esta pregunta pareció hacerles especial gracia. Al momento retomaron sus risitas y confidencias al tiempo que a mí se me llenaba la cara de un rubor y una crispación difícil de esconder.

Qué cándido eres, dijeron al fin, nos escapamos mientras duerme para buscar la Cueva de la Diabla, ¿tú sabes dónde está?

Solo supe responder que me dejaran en paz, que eso eran solo invenciones y asustaniños, que había que ser muy crédulo para pensar que tal cosa podía existir. Oh, ya lo creo que existe, dijo una. Nosotras hemos estado allí, dijo la otra. La sierra está llena de cuevas y cavernas que ahondaron los moros cuando vivieron aquí hace siglos, dijo una. Son laberintos que construyeron para ocultar sus tesoros, dijo la otra. Para protegerlos encadenaron allí a la Diabla, dijo una. Dicen que algún día los moros vendrán a por ellos, dijo la otra. Y se llevarán también a los que murieron tratando de robarles, sentenciaron las dos a la vez.

Mi inicial sorpresa se convirtió en auténtico pasmo cuando recordé la historia que el gigante Julio Ramón me había contado sobre el descendiente de sarracenos que había llegado al pueblo años atrás en busca de la herencia de su familia. Si supieran el oro que hay bajo estas montañas, había dicho el moro, cavarían todos incluso con los dientes para vaciar la sierra como a una naranja.

Las gemelas malinterpretaron mi gesto de desconcierto y lo confundieron con un desdén provocativo. Se habían levantado y jugaban a lanzar pequeños guijarros por la boca del pozo. Si no nos crees, puedes venir con nosotras esta noche, conocemos el camino, ¿no tendrás miedo? Leonor no llegó a terminar la pregunta. Sus ojos se detuvieron en un punto inconcreto, como hacen los ciegos cuando sonríen, y metió la mitad de su cuerpo en la oscuridad del pozo.

Por un momento llegué a pensar que iba a arrojarse y corrí a detenerla. Mi exceso de furor hizo que calculase mal su peso y caímos los dos al suelo. La encontré riendo junto a mi cara. Sus ojos eran de un color similar a la miel, pero de un matiz algo más blanquecino y lejano, más peligroso. ¿Vendrás esta noche a que te enseñemos la cueva?

¡Niñas! Fuera de ahí. Es hora de marcharse, vuestra madre aguarda afuera.

Las gemelas no parecieron asustarse de la imagen agorera de mi madre y salieron de la casa entre alegrías y jolgorios.

Una vez solos y a fin de calmar los ánimos de mi madre, me dispuse a regresar a la tarea de entrelazar su melena. Con el rigor sereno de la justicia, mi madre me trabó la muñeca como hacen los aguiluchos con los ratones: Si alguna vez vuelvo a verte cerca de estas niñas tendrás serios problemas, ¿me has entendido, Cirilo? No quiero que vuelvas a acercarte jamás a ellas. No dijo más. Se anudó la trenza en la nuca como una correa y se sentó junto al pozo hasta bien entrada la noche a pesar del frío y el viento que soplaba desde las montañas.

Pasé la tarde en el improvisado taller que Julio Ramón había montado en el cobertizo. Nada más verme aparecer comenzó a relatar el modo de preparar los ingredientes adecuados para la imprimación, restaurar imperfecciones a base de polvo de huesos de oveja, o cómo obtener aceite de la simiente del lino para fabricar barnices de época. El gigante me hablaba de la luz, de las proporciones, pero sobre todo me hablaba de cómo extraer sus figuras e imágenes de la roca y la madera.

Escúchame bien, patriarca de Alejandría, las esculturas ya están dentro del tronco del árbol, solo hay que saber sacarlas de ahí. ¿Qué te parece? El gigante metió la mano en el mandil que llevaba puesto y me mostró una copia en miniatura de la Virgen negra que días antes había dibujado en la ermita del pueblo mientras mi padre discutía con don Honorio. El parecido era asombroso. A decir verdad, añadió, Jacinto me ha ayudado bastante con la pintura, tiene mejor pulso que yo.

Hubiera disfrutado la tarde entera en el taller de Julio Ramón. Concentrado en sus consejos. En su verborrea perpetua y aleccionadora. No obstante, por aquel entonces yo aún era dueño de una juventud donde los secretos son capaces de activar una suerte de mecanismo que espolea la curiosidad. Una urgencia superior me incitaba a seguir los ojos melaza de aquella criatura revoltosa e inquietante. Estaba dispuesto a desoír las advertencias de mi madre e ir con ellas a la Cueva de la Diabla, pero antes quería formular una serie de preguntas al gigante sobre las galerías que habían horadado los musulmanes para esconder sus tesoros. Aún se me hacía difícil creer que esos seres lejanos y hostiles —así imaginaba yo a los moros— habían vivido durante tantos años en nuestra sierra. No entiendo muy bien por qué tuvimos que expulsarlos si eran capaces, tal y como me había contado Julio Ramón, de construir palacios llenos de arcos lobulados, fuentes musicales, mosaicos monumentales y hermosas fortalezas en lugares imposibles. Visto bajo ese prisma de opulencia y creatividad no es extraño que decidieran enterrar sus riquezas y que al mismo tiempo echen de menos todo lo que dejaron atrás. Supongo que a veces es muy difícil encontrar el camino de vuelta a casa.

Jacinto, el Mulas, también estaba en el taller de restauración.

Lijaba algunos troncos de tilo que el gigante había seleccionado para comenzar con la falsificación a tamaño real de la Virgen negra de la ermita del pueblo. El Mulas tampoco parecía muy concentrado en su trabajo, y en más de una ocasión Julio Ramón hubo de levantarse para propinarle un cariñoso capón que lo sacara del ensueño en el que estaba ensimismado.

Yo no quería hablar con Julio Ramón de las gemelas delante del bobalicón del Mulas. Lo veía capaz de salir de allí y comenzar a ventilarlo a voces en sus conversaciones con el aire. Así que me sumergí en mis propios pensamientos y cerré los ojos.

Traté de hacer memoria de las cuevas que había encontrado a lo largo de la sierra en mis incursiones de rastreador. No eran más que un puñado de grutas sin ninguna profundidad y de una anchura nunca mayor a diez metros. Eso hacía imposible imaginar que allí se realizaran rituales para invocar a una deidad pagana. Menos aún que fueran un lugar donde alguien escondería un tesoro. Conocía, sin embargo, otro lugar del que a veces salían vapores de agua y que servía como una especie de desagüe en épocas de fuertes lluvias lo que también hacía impensable que una persona juiciosa se internara en busca de aventuras.

Después de darle muchas vueltas comprendí que no perdía nada por considerar la idea de Leonor y Analía y descubrir si era cierto que habían encontrado el laberinto de grutas y cavernas que llevaban hasta la Diabla. Solo con pensar en la posibilidad de encontrar el tesoro que buscaba mi padre, se me llenaba el pecho de una alegría y excitación difícil de controlar. Podía imaginarlo, mi padre me miraría con sus aires de corregidor y dispondría: Bien hecho, Cirilo, sabía que podía contar contigo.

Aunque en el fondo, y por mucho que me costara reconocerlo, había algo más que me movía a la aventura: encontrarme de nuevo con aquellos quinqués con los que Leonor me ponderaba, despertando en mí instintos hasta entonces desconocidos.