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esperté todavía en el remanso efímero de la felicidad, pero pronto me vi chapoteando junto al cuerpo de ballena varada de la señora Engracia. La mezcla de olores y recuerdos me devolvió de un modo atropellado a la realidad más lánguida.

Todo regreso está cargado de angustia.

No sabía qué hacer. Con una serie de movimientos desordenados de pies y manos, logré liberarme de la cárcel de su carne y salir de la habitación. En el patio, cercados por geranios y madreselvas, mi padre y mi hermano desayunaban tranquilamente un par de rebanadas de pan frito con aceite como terratenientes caribeños. Sentí pánico ante la aniquilación en forma de bromas que me esperaba. Para mi asombro, nadie parecía sensible a mi desgracia. Mi padre estaba más ocupado en gestionar con mi hermano los pasos a dar en los próximos días. Cuando me vio, terminó de un sorbo la taza de café, me miró de arriba abajo y se limpió el fino bigote con la manga de la chaqueta.

Matías y yo nos iremos en una de las furgonetas.

¿Adónde vais?

Mi padre me lanzó la yerta mirada del que no está acostumbrado a ser interrumpido sin castigo.

A terminar el trabajo, sentenció. Vosotros os llevaréis las piezas que haya que restaurar y nosotros todo aquello que pueda venderse tal cual está. Los artículos que va a comprar Engracia ya están sacados. A la vuelta repartiremos los beneficios.

Insensible a mis demandas para acompañarle, mi padre siguió prescribiendo mandatos: El bambarria ese y tú iréis con Julio Ramón en el otro vehículo, haréis todo lo que él os diga. Mientras que yo no esté, él será el jefe. Y dilapidando a Jacinto, que en ese momento entraba en el patio ocupado en limpiarse las legañas, sentenció: Mearéis cuando Julio Ramón os diga, comeréis cuando Julio Ramón os diga y hablaréis cuando Julio Ramón os diga, ¿estamos? Estamos. Id a asearos. En la cocina hay café. Quiero veros en la entrada en menos de veinte minutos.

Dudé si tantear sus propósitos e insistir en mi deseo de ir con ellos. Después de todo yo también era miembro de la familia. Además, ¿qué pintaba yo junto al gigante y el prometido de mi hermana? Por otro lado, tenía muchos interrogantes en la cabeza que me urgía resolver y sabía que sería mucho más fácil obtener resultados del gigantón. Mi padre hablaba cuando quería y como quería. Y en el fondo me gustaba ese despotismo en busca del bien común. Por aquel entonces lo que más deseaba era llegar a disponer algún día de aquella firmeza y apostura que desprendía mi padre en cada uno de sus ademanes. Aún no sabía que el peaje para llegar a semejante estado de lucidez y desapego afectivo con las realidades ajenas era demasiado elevado como para pagarlo voluntariamente. Supongo que cuando uno tiene la edad que yo tenía entonces los inconvenientes para cumplir una ambición no existen. Sencillamente si quieres algo lo intentas.

Tras una catalogación que nos llevó buena parte de la mañana, cargamos las furgonetas con lo que cada cual debía llevarse y nos despedimos en la puerta de la casona con la promesa de vernos en tres semanas de vuelta en el pueblo. Junto a una pared quedaron un par de cuadros embalados y unas vitrinas por cuyo contenido no me atrevía a preguntar. La señora Engracia nos decía adiós con el pañuelo desde uno de los balcones, desnuda y muerta de risa. Yo fui el único que levantó tímidamente las manos para despedirme.

Ella me correspondió lanzando besitos ruidosos al aire y meneando el tetamen de diosa africana.

Una vez acomodado en la furgoneta cerré los ojos. Traté de dormir mientras recordaba la noche pastosa, líquida y de tacto gomoso que había pasado en brazos de aquella mujer legendaria. Me sería imposible describir lo que en esa habitación atiborrada de plantas tropicales ocurrió, y aún hoy lo único que me queda son una serie de pálpitos y sensaciones que en ningún caso podría poner en práctica o en vocablos.

No tuve tiempo de llegar a dormirme. A los pocos minutos, Julio Ramón detuvo la furgoneta en el margen de la carretera. Salió del vehículo, sacó su maleta de la parte trasera y cuando regresó al interior iba ya vestido con una sotana abotonada de arriba abajo y con un sobrecuello asomando por encima de esta. Así pues, era cierto, Julio Ramón era sacerdote.

Lo fui, puntualizó el gigante, pero el hábito aún me sirve para algunos trabajos. Y qué hizo que dejara de serlo, te preguntarás, pues lo único más fuerte que un juramento: una mujer.

A Julio Ramón Ortega se le encendió una luz blanquecina en los ojos y se le marchitaron los labios. Suspiró, perdido en los confines de sí mismo. Entendí que era momento de recoger velas y callarme. El gigante no volvió a hablar en un par de horas. No así Jacinto, el Mulas, quien recostado en la parte de atrás de la furgoneta tarareaba en bucle una canción infantil que no fui capaz de identificar.

Cuando el semblante de Julio Ramón me mostró que sus pensamientos habían regresado de vuelta al optimismo más enfermizo, me lancé a examinar nuevamente el interés de mi padre en las Vírgenes negras.

En realidad, solo busca una Virgen negra, respondió Julio Ramón sin artificios ni sinuosidades. De las tres que necesitamos una ya está a buen recaudo y no desvelo nada si digo que la otra está en la ermita de tu pueblo.

Aquello era lo mismo que me había dicho el día anterior y así se lo hice ver. Julio Ramón permaneció en un lúgubre e insondable recuerdo que yo sabía nada tenía que ver con mi arenga, sino con el castigo y el dulce cautiverio que acarreaba con nombre de mujer. Al cabo, y sin más insistencia por mi parte, regresó de su laboratorio de futuros imposibles: Está bien, te diré lo que sé.

De este modo, lo que seguidamente contaré, con menos encanto y más imprecisión, es la historia que el gigante Ortega me relató en la furgoneta con aquellas maneras de cuentacuentos empedernido que tanto envidiaba:

Hace muchos años llegó al pueblo un moro a caballo. Iba vestido con una chilaba de color blanco, llena de polvo del largo viaje, como la túnica de una novia muerta. Hablaba un castellano muy raro y parecía ajeno a las miradas de los aldeanos que salieron de sus casas creyendo ver en él la llegada de un segundo profeta que anunciaría el fin del hambre y el principio de una nueva palabra. El extranjero se paró a beber agua de la fuente y aquellos que le vieron nada más lavarse la cara cuentan que tenía unos rasgos tan bellos y definidos que enternecerían a la misma muerte si allí se presentara. Le costaba trabajo mantenerse en pie. La fatiga debía de ser mucha pues en ese momento su escuálido caballo se desplomó víctima de la extenuación.

El primer hombre que se aproximó a él, con la prudencia inverosímil del que se acerca a un habitante llegado de otro planeta, solo recibió la merced de un nombre de la boca ajada del moro antes de caer rendido por la fiebre. Ese nombre era el de Andrés Pajuelo.

Así es como llevaron al morisco a paso fúnebre a casa de mi familia donde nadie recibió las respuestas que fue a buscar. El extranjero durmió durante días y, cuando por fin abrió los ojos, allí estaba mi padre para conocer la historia del moro Hajjâj.

Desde la celda de su agonía, el muslime relató lo siguiente: Vengo del norte de África, donde a pesar de que los desiertos calcinan la piel y las entrañas, y las noches llegan a escarchar los sueños, no hay lugar más hermoso bajo la luna.

Había cruzado todo el país a caballo para recuperar el tesoro que sus antepasados enterraron en esta sierra cuando fueron expulsados durante la Reconquista. Dicen los estudiosos y los que solo prestan oídos a las conjuras, que era tal la cantidad de oro y riquezas que habían acumulado los musulmanes durante los siglos que poblaron la península, que les resultaba imposible cargar con ellos. Fue por esto que decidieron esconder sus tesoros en cuevas que solo ellos veían, bajo encantamientos que solo ellos conocían, y así ponerlas a salvo de los cristianos para algún día regresar a su amada Al-Ándalus. Pues si hay algo que nadie duda es que en algún momento regresarán en busca de la luz con la que tantos niños han fantaseado en los cuentos de sus abuelos.

No dudes, Cirilo, repitió el gigante varias veces, que algún día reclamarán el paraíso del que fueron injustamente expulsados. La historia la cuentan los vencedores, pero los sueños los guardan los vencidos.

Lo cierto es que en la sierra son muchas las historias que se refieren a tesoros de sarracenos. Incluso, en algunos pueblos, se señala un árbol, una cueva, una torre en ruinas, un lienzo de la muralla o la vega de un río como posible escondite predilecto del acopio de riquezas. Esto, según mi amigo el gigante, dio lugar a una serie de excavaciones indiscriminadas, jácaras y leyendas de los eruditos locales, así como algún que otro hallazgo de más que dudosa índole.

Mi padre, por aquel entonces, era aficionado al estudio de las obras de arte religioso y a la búsqueda de estos tesoros. Hasta las malas lenguas, que siempre saben de lo que hablan —o al menos conocen bien sus intenciones—, apuntaban que Andrés Pajuelo había encontrado uno de estos nidos de fortunas y que por eso nunca se le vio doblar la espalda en el campo. Desde entonces vivía obsesionado por las riquezas que se llevó el tiempo a las profundidades de la serranía. Pasaba largas temporadas fuera de casa y pronto comenzó a restaurar obras de arte sacro a cambio de unas cuantas monedas. El caso es que, por estos u otros motivos, mi padre se había granjeado una merecida lama de versado en arte y podría decirse que sus catálogos, inventarios y documentos eran de los más completos y concienzudos.

Por abreviar, continúo Julio Ramón, que ya estamos llegando a nuestra última parada. El caso es que el moro Hajjâj arribó a la península con una serie de mapas y documentos de aljamía. A base de preguntar en los alrededores sobre lo que estos contenían, llegó hasta el pueblo con el nombre de Andrés Pajuelo en el morral. Nadie supo quién le dio el nombre de tu padre, o nadie me lo contó. Aunque también es cierto que esto es algo que nunca llegó a importar.

A fin de evitar los desfalcos a los que fueron sometidos durante siglos por la Orden del Temple y más tarde por los reyes cristianos y los aguerridos pueblos del norte, los antepasados de Hajjâj habían resuelto esconder en una cueva secreta todo su patrimonio asumiendo un regreso que nunca llegó a producirse.

El moro Hajjâj estaba convencido de que era en una de las cuevas de esta sierra donde su progenie había ocultado las carretas de oro, los arcones de diamantes, las vasijas de oro rellenas de collares, de metales preciosos y de marfil. Tras meses de infructuosa búsqueda llegó a la conclusión de que necesitaría varias vidas para recorrer los centenares de galerías que su estirpe escavó a modo de burla, de desafío o de guarida.

Mi padre fue el único a quien le enseñó y tradujo los enigmas manuscritos de sus antepasados. Le ofreció una parte de lo encontrado si se decidía a guiarlo por la sierra y mi padre aceptó con más ímpetu que prudencia.

Aquí llegamos al punto fundamental: después de mucho estudiar los pergaminos, la conclusión a la que llegaron mi padre y el moro abría más dudas que respuestas. Al parecer la única manera de encontrar la caverna, invisible a la luz del día, era reuniendo una serie de pistas, huellas o mapas que su familia había ocultado sobre tres Vírgenes negras de igual proporción, madera, tallaje y actitud.

Así es, patriarca de Alejandría, gracias a planos antiguos y pliegos pasados a través de múltiples generaciones, Hajjâj y tu padre pronto consiguieron encontrar una de las Vírgenes enterradas por el rebisabuelo del moro. Y con ella se presentaron en el pueblo.

Era una imagen astillada, con la policromía lavada, decapitada y vuelta a restaurar por manos poco expertas. Mi padre comenzó entonces a estudiar la talla de la Virgen negra con una obcecación digna de lástima. Difícil creer su suerte cuando, tras mucho cavilar, comprobó que la talla estaba esculpida y firmada por las mismas manos que la imagen que la ermita del pueblo guardaba en su capilla. De esta manera solo quedaba por encontrar una Virgen para reconstruir el rompecabezas y repartir el tesoro.

Tu padre y yo, continuó el gigante, nos conocíamos desde hacía años por motivos que no soy quien para explicarte. Juntos empezamos a indagar en bibliotecas, santuarios y leyendas populares mientras la vida del moro se iba apagando.

Julio Ramón Ortega y mi padre no eran ladrones, al menos no por aquel entonces. Y de esta inexperiencia llegó un error que hubo de costarles más desgracias de las imaginables. La sensatez indicaba localizar antes la tercera de las tallas y llevarse la del pueblo en último lugar. Sin embargo, después de muchos meses de búsqueda y cuantioso dinero invertido, la impaciencia, madrina de todos los desastres, los llevó a intentar robar la Virgen del pueblo a fin de encontrar más pistas o ideas sobre el paradero de la que faltaba. Y es que será necesario indicar que, por aquel entonces, mi padre no poseía aún la memoria infalible del rencor que llegó a tener.

A pesar de contar con el apoyo logístico del padre Honorio, el resultado de la operación resultó en una clamorosa fatalidad por culpa de un chivatazo de cuyos orígenes nadie supo dar fe. Nunca llegaron a saber quiénes y por qué le traicionaron. Ambos supusieron que el nombre de Andrés Pajuelo era ya depositario de demasiadas envidias. Todo terminó con los dos en la cárcel y con don Honorio ascendido a obispo auxiliar de un rebaño de infieles. Aunque tal y como aseguraba categórico el gigante: El párroco nada tuvo que ver en su detención.

Mi padre, hombre de honor, confesó ser el único autor de los hechos al tiempo que don Honorio se encargaba de proporcionar una coartada fiable a Julio Ramón. De este modo, el gigantón fue puesto en libertad sin cuentas ni cargos. Ingresó en la universidad meses después, y años más tarde se licenció en Teología e Historia del Arte.

Tu padre salió de la cárcel hará casi un año, concluyó Julio Ramón, cuando vino a pedirme una ayuda que no pude negarle. Los años de encierro los había empleado en el estudio de los documentos moriscos. La Vírgenes están en la cueva y la cueva está en las Vírgenes, me dijo nada más verme desde las profundidades de sus barbas de profeta. Ese es el mensaje en clave, Julio, necesitamos la tercera Virgen para encontrar la cueva donde se esconde el tesoro y creo saber dónde buscar.

Julio Ramón apagó el motor de la furgoneta. El gigante se bajó del vehículo, ensotanado y presto a dejarme a solas con la tormenta de delirios que Jacinto, el Mulas, soltaba en sus pesadillas de mártir.

Así, patriarca, es como hemos llegado a donde nos encontramos. Una Virgen en nuestro poder: la que tu padre y el difunto Hajjâj encontraron. Otra de ellas localizada en la ermita del pueblo. Y el paradero de la tercera todavía un enigma. Quizá hasta hoy.

¿Qué quieres decir?

Tu padre aún no sabe nada, pero si todo va bien antes de que anochezca estaré de vuelta con la última de las tres Vírgenes. Deséame suerte, patriarca de Alejandría.