S
e fue la mañana entre el frío y los silencios. Ni el suicidio de una estrella se escuchó. Pasó también el mediodía, y ni siquiera vinieron los cuervos del camposanto a dar vida al monasterio con su aleteo negro y sus graznidos en clave de morse. Pensé que si el gigante pretendía realizar algún movimiento esperaría hasta la noche, cuando la mayor parte de los religiosos se afanaran en sus tareas de estudio o cayeran en el letargo de las oraciones y el descanso. Refugiado en esta convicción, procuré dormir a lo largo de la tarde para que el cansancio no viniera a pedirme cuentas en el peor momento.
No pude sin embargo descansar y se me pasaron las horas en una especie de ensoñación consciente que no hizo sino agotarme todavía más. En este cansino duermevela me preguntaba, arrepentido, si había tomado la decisión correcta. ¿Qué pasaría si el gigante y el Mulas no salían en varios días del monasterio? Peor todavía, ¿y si terminaban encarcelados? ¿Y si también me encontraban a mí? Solo el pensamiento me estremecía más que la ventisca que zarandeaba la furgoneta como a una cuna.
No es que me asustara el fracaso de la operación, o que fuera imposible acercarse a la talla de la Virgen en mucho tiempo, o que mi padre bajara a todos los santos del cielo para quemarlos en la misma pira en que nos quemaría a todos por haberle fallado. Nada de eso. Lo que más me aterraba es que desconocía por completo la manera de regresar al pueblo junto a Leonor.
El gigante me había dicho un día que el miedo no es más que otra variedad del dolor. Cuando lo experimentas crees que es imposible que el sentimiento sea más intenso, hasta que llega un dolor más fuerte y te olvidas de lo sufrido, como un cambio de estación. Así fue el miedo que sentí cuando alguien tocó con los nudillos en la ventanilla de la furgoneta. Un miedo que me hizo olvidar todos los miedos.
Rapaz, sal de ahí, tenemos que hablar.
Salvo que estuviera soñando o que hubiera caído en delirios víctima de una fiebre, aquel era el fraile que estudiaba en la biblioteca la pasada noche cuando Jacinto y yo cruzamos el claustro del monasterio. Si entonces lo creí viejo, ahora no sabría definirlo con un mínimo rigor. Sus arrugas eran pliegues de tocino secado al sol. Sus ojos, blanquecinos, de una terquedad absoluta, gastados del uso. Y sus labios tan tenues que parecía hubieran desaparecido dentro de la boca a fuerza de mantener un rictus de rabia con la vida a la intemperie. Todo él parecía sacado de una parábola apócrifa. Mi primer instinto fue encender el motor y huir de allí a toda velocidad.
A ver, rapaz, vengo de parte del padre Ludovico, añadió el viejo en un tono más conciliador cuando entendió mis intenciones. Presumo que tú eres el supuesto patriarca de Alejandría. Me lo esperaba con más barba.
Me resistía a creer que aquella suerte de gnomo cuarteado como el barro seco fuera colaborador del gigante. Mi primera reflexión fue la siguiente: han descubierto a Jacinto en cuanto haya arrancado a conversar con sus espejismos de lunático. Este ha confesado todo, incluida la verdadera identidad de Julio Ramón. Más tarde, entre torturas, el gigante ha revelado aquel apodo por el que solo él me conoce como una última maldición antes de marcharse hacia la condenación eterna.
Enseguida comprendí que nada de eso era posible: salvo que tuvieran escondido en unas mazmorras a otro gigante bíblico, ni un centenar de frailes encontrarían la manera de someter a mi amigo por la fuerza. Ante la falta de otras alternativas de coherencia, no me quedó más remedio que tentar a la suerte y bajar la ventanilla para escuchar lo que el anciano tenía que decir.
El padre Ludovico, o Julio Ramón, como tú lo conoces, me ha dicho que te espera esta noche al otro lado del monasterio. Hay una puerta falsa en el muro oeste por donde en otro tiempo entraban y salían las muchachas de carnes alegres y generosas, ya me entiendes. El anciano estiró la cara en lo que interpreté como una sonrisa y me enseñó su boca picada como el arroz negro. Ahora solo la conozco yo, que soy más viejo que el tiempo y el que más uso le dio a la misma una vez pasaba Cuaresma. Ah, también me ha dicho que ha hablado con el otro de los vuestros. Está a salvo.
Mi única reacción fue preguntarle su nombre. Tú eres bobo, respondió el viejo moviendo la lengua como si fuera un pez coleando en su boca al tiempo que amenazaba con darme un golpe en la cabeza con sus nudillos. Me muero de frío, no tengo tiempo de sandeces.
Al menos tendrá que decirme por qué nos ayuda, de lo contrario no tengo ningún motivo para creerle.
Qué sé yo, dijo con cierta indecisión, aburrimiento, aquí hay mucho tiempo para cavilar maldades, ahora tú puedes hacer lo que te venga en gana, ahí te quedas.
El viejo dio la vuelta y se fue encorvado como un interrogante, luchando por avanzar contra una fuerza invisible, con los hombros caídos y los puños cerrados dentro de las bocamangas.
Arranqué la furgoneta. Si todo aquello era cierto, lo mejor sería esconderme lo más cerca posible del lugar de la huida. Sospechaba, además, que el gigante haría lo posible por salir también con la Virgen negra, por lo que solo podría desplazarse unos cuantos pasos sin caer rendido por el peso de la talla.
Bordeaba el monasterio entre los árboles por un camino de herradura, cuando descubría que habíamos dejado la escalera de cuerda colgada de la torre. Aquello podría meternos en serios problemas si no la retiraba. Los monjes comprenderían que alguien había entrado en el monasterio con intenciones de hacerse amigo de lo ajeno. El milagro de la transmutación de la Virgen románica en gótica no sería entonces más que un burdo trueque, una engañifa de estafador.
En ese momento vi una silueta en lo alto de la torre. Estaba de espaldas y comenzaba a bajar por la escalera. No había duda de quién era el dueño de aquellos movimientos tan tristes. Jacinto, el Mulas, llegó hasta el suelo. Sin pensárselo dos veces, sin tan siquiera escudriñar a sus compañeros de asalto, emprendió una huida atropellada hacia la fronda de chopos.
Pasé las escasas dos horas que quedaban de luz buscando al Mulas. Encontré sus afligidas huellas, su boina de pobre, y restos de comida que sin duda se había llevado del monasterio, lo que me hizo comprender que en verdad había recibido ayuda desde el interior para escapar.
Se estaba levantando un viento gélido y nervioso que arrastraba nubarrones anaranjados de cobre candente. Una tormenta más imponente que la de la noche previa se acercaba. No parecía sensato seguir el rastro de Jacinto en semejantes circunstancias. Al mismo tiempo, quedaba poco para la hora pactada con el viejo fraile para la salida de Julio Ramón. Decidí así abandonar la persecución para otro momento. Tampoco podrá llegar muy lejos con esos pies y ese valor de oveja huérfana, pensé.
Una vez dentro de la furgoneta puse todos mis sentidos en la base del muro que me había indicado el anciano. Al poco comenzó a llover con violencia. Si aquello continuaba así, o si el gigante tardaba mucho más en escapar, sería imposible que la furgoneta pudiera desplazarse por el pantano de barro en que se convertía el camino mulero que comunicaba con la zona asfaltada.
Por fin me pareció distinguir que un segmento de pared se movía como si en verdad tuviera bisagras. Puse en marcha el motor y salí a navegar en aquella inundación apocalíptica. Me detuve cuando advertí que de la oquedad recién abierta no emergía el gigante sino la figura inequívoca del anciano milenario y chingón. Temí que fuera una trampa. El monje miró a ambos lados e indicó con un gesto del brazo a quien estuviera detrás de él que podía seguirle. Con semejante aguacero, hubiera sido imposible distinguir al encapuchado que asomó por la abertura si no fuera por su monumental fuste de toro bravo.
El gigante salió de espaldas, giboso, como si soportara el peso de la bola de acero de un reo. Corrí en su ayuda. Cuando me vio, sonrió como la primera vez que apareció en la puerta de mi casa con su baúl y sus herramientas de tallista. Sabía que podría contar contigo, patriarca de Alejandría, farfulló con los dientes apretados.
Cargaba con la estatua envuelta en mantas. Boqueaba, con la piel inyectada en un relieve de sangre. Colocó la talla en la parte trasera de la furgoneta y se llevó las manos a la espalda gruñendo de dolor. Enseguida recuperó su estatura y su mímica alegre. Caminó unos pasos en dirección al fraile, y le besó en la frente.
Dios te bendiga, amigo, has saldado tu deuda.
Hace tiempo que Dios se olvidó de mí, padre Ludovico, pero me alegro de estar en paz contigo y con los tuyos.
El gigante se acomodó en el asiento del conductor, resopló desde lo más profundo del pecho y apoyó la frente en el volante unos segundos. Estaba agotado. ¿Y Jacinto?, preguntó en esa misma posición. Sorprendido por la consulta le expliqué que el Mulas había escapado por la escalera de la torre. Se suponía que debía esperarme aquí fuera, me contestó.
Pues me temo que se habrá asustado. He ido detrás de él, pero no he podido alcanzarlo, me imagino que lo encontraremos en la carretera, no ha podido ir demasiado lejos.
Tenía sed de aire y cuando escapamos de aquel valle de agua sentí los pulmones llenarse. Una vez salimos de los caminos de herradura y alcanzamos la carretera, Julio Ramón también se relajó. Conducía muy despacio, con una mano en el volante y la otra en la frente soportando el peso de su cabeza. Tenía los ojos ahumados por una meditación más antigua que el fuego. Después de tantos sobresaltos, yo tampoco tenía ganas de conversación. Me dolían los ojos, agotados de tanta lluvia. Me acomodé en el asiento con la esperanza de poder dormir hasta que llegásemos al pueblo. De repente, Julio Ramón pegó un frenazo que me hizo golpear la cabeza con la luna delantera.
Mierda, masculló, vienen detrás de nosotros. Pero eso no es lo peor.