CAPITULO VIII
Farrell se tomó de un trago su segunda ginebra. Continuaba bastante pálido su rostro. Frente a él, Rush se limitaba a sonreír fríamente, con su arma enfundada.
—Parece reacio a hablar, Farrell —comentó Rush al fin, rompiendo el mutismo—. ¿Le molesta acaso mi presencia?
—Rush, tendría que entregarse —jadeó Farrell, apurado.
—¿Entregarme? ¿Por qué? ¿Me acusa de algo?
—De... de amenazas públicas, de asustar a la señora Fenwick con trucos de mal gusto...
—Todo eso no es delito. Escribí un pasquín, eso es todo.
—También se le reclama como cómplice en el robo de diez mil dólares y el asesinato de Steve Bingham.
—Si Gacela Blanca era inocente de ese delito, yo también. Y es lo que he venido a probar, Farrell.
—Mientras no demuestre que ella era inocente, usted tampoco lo será ante la ley.
—¿Qué ley? ¿La suya? —se mofó Rush,
—Y la del juez Massey. La verdadera ley y el orden.
—No me haga reír. ¿Llaman ley y orden a un asesinato doble, cometido por una colectividad enfebrecida y feroz? Mi esposa, el hijo que iba a nacer... Ese fue un doble crimen.
—¡Yo hice cuanto pude por evitarlo, Snake! —protestó vivamente el sheriff—. Ahí puede ver mi dedo roto... Durante mucho tiempo me han durado las cicatrices en el rostro, y aún guardo algunas en el cuerpo, de cuando fui arrastrado, atado a un lazo...
—¿Quién hizo eso? —replicó Rush—. Usted tiene que saber quién, quiénes eran cada uno de los asaltantes... Y ni siquiera ha actuado contra ellos, como es su obligación.
—Snake, estoy harto de oír hablar de los sucesos de aquella noche. Es como una obsesión insoportable...
—¿Y usted dice eso? ¿Qué debería decir yo, Farrell, que he sufrido en lo más íntimo de mi ser sus terribles consecuencias? ¿Cree que es fácil olvidar?
—No, no... —jadeó—. Sé que no se puede olvidar jamás. Hay cosas que quedan grabadas para siempre en uno... Pero ya nada se conseguiría, Snake. Sería preciso juzgar a toda la ciudad, uno por uno... ¿Quién puede hacer eso?
—Tal vez nadie —aceptó Rush, mirándole con frialdad—. Pero hacer pública la verdad, acusar a los responsables, hacerles sentir la vergüenza y el horror de su vileza..., ¡eso sí puede hacerse! Y también buscar al verdadero culpable, a la persona que mató a Bingham.
—Suponiendo que no hubiera sido Gacela Blanca, Rush..., no hay posibilidad de saber qué otra persona pudo ser culpable, dese cuenta.
—Sólo me doy cuenta de una cosa: ella era inocente.
—Yo no la acusé. Me limité a arrestarla, porque el juez así lo dispuso.
—¿Ralph Massey?
—Sí, él fue quien llevó la acusación, el arresto... Todo, en suma.
—¿Y... durante el linchamiento? ¿Qué hizo el muy recto y honorable juez Massey?
—Pues... —Farrell desvió la mirada—. Bueno, yo no pude verle, pero imagino que hizo todo lo posible por evitar que sucediera...
Su voz no sonaba a convincente. Rush le miró con fijeza.
—Usted lo imagina... —puntualizó Rush—. Pero no lo juraría ante la Biblia, Farrell.
—No, no podría. Compréndalo. La confusión, la caída, los esfuerzos por proteger a la muchacha, la masa en derredor... Uno acaba por no ver nada.
—Claro. Especialmente, cuando no conviene verlo —replicó fríamente Rush—. Bien, sheriff. Voy a creer en su buena fe. Pero no en la de Massey. Es racista, está lleno de prejuicios, es un hombre vil y rencoroso. Yo sabía por Gacela que la perseguía con insidiosas frases, con intenciones tortuosas..,
—¡Snake! Eso no es posible. El... él odia a los seres de otra raza...
—Oh, sí, es muy racista. Pero no en lo que respecta a sus bajas pasiones, a mujeres que despierten en él sus instintos reprimidos... Es un hipócrita, un canalla sin conciencia.
—¡Snake, usted nunca podrá probar eso...! —jadeó el sheriff.
—No pretendo probarlo, pero sé que es cierto. Y eso me basta. Si matase al juez Massey, teniéndole así, como a usted, cara a cara, no me reprocharía riada mi conciencia.
—Le ahorcarían por un crimen así, Snake. Matar a un juez...
—Oh, claro. Así es nuestra sociedad. En cambio, él puede causar la muerte de una persona inocente, aun sabiendo que lo es. Esa es la diferencia, Farrell. ¿Cree que me importará mucho ir al patíbulo, si antes he hecho pagar las cuenta por lo de Gacela?
—Rush, usted es joven. ¿Por qué no trata de olvidar todo esto, y dedica su vida y su esfuerzo, a partir de ahora, a rehacer su existencia, en vez de buscar complicaciones que acaben enviándole a la penitenciaría o al cadalso?
—Porque no puedo olvidar. Porque no hay siempre justicia. Porque en estas tierras, por desgracia, sigue siendo necesario que un hombre y un «Colt» ajusten cuentas e impongan la más primaria de las justicias, pero justicia al fin.
—Se equivoca, Rush. En eso anda equivocado. Hace poco hemos tenido aquí incluso un agente del Gobierno, y no ha hallado nada oscuro ni especial. Se marchó, abandonando las investigaciones, y no hemos vuelto a saber nada más de él.
—Un agente federal... —sonrió malignamente Rush—. Y se fue sin hallar nada especial. Farrell, ¿usted cree de verdad que Matt Dillman se fue de ese modo de aquí?
—Bueno, yo no puedo jurarlo, pero sé que... —se detuvo de repente, dio un respingo y se quedó mirando a Rush con auténtico estupor—. Eh, un momento. ¿Usted..., usted le llamó a ese federal por su nombre?
—Sí —afirmó Rush—. Matt Dillman, de Salt Lake City. Era él, ¿no?
—¿Cómo diablos pudo saberlo, Rush? Se marchó antes de llegar usted...
—No, no se marchó —replicó fríamente Snake—. Se lo llevaron, que no es lo mismo. Con la intención de triturarle la cabeza a coces.
—¡Cielos, eso no es posible! Me está engañando...
—No, Farrell. No le engaño. Así sucedió todo, a alguna distancia de Rainbow Bridge.
—¿Cómo puede saber usted todo eso? —dudó el representante de la ley.
—Porque Dillman vive, aunque a alguien no le guste esa idea. Y porque los cinco hombres encargados de asesinarle, los devolví yo aquí... con. un balazo cada uno en la cabeza.
—Snake... Eso significan... cinco homicidios... Sí puedo detenerle inmediatamente.
—No lo hará. Ni usted ni nadie, mientras conserve esto en mi mano —enarboló su potente «Colt» calibre 45—. Pero además, eran cinco rufianes pagados por alguien para matar a Matt Dillman. Murieron intentando adelantarse a mí con sus armas. Y tengo testigos de ello.
—¿Testigos?
—Naturalmente, no le diré quiénes sean ellos. Sólo ante la ley federal hablaremos.
—La ley federal... Cielos, no puedo creer todo eso, sinceramente. Si pudiese aportar pruebas, convencerme de ello... Yo trataría de ayudarle, Rush. No tengo nada contra usted.
—Pienso lo contrario de usted... y de todo el mundo, Farrell. No puedo tener fe en quienes estuvieron presentes en aquella horrible noche, sin intervenir.
—Lo entiendo, Rush, hubiera dado años de mi propia vida por evitarlo. Cuanto menos, creo que fui el único en intentar que no sucediera. Créalo o no, lo quise impedir, con todas mis fuerzas. El único error estuvo en creer que no llegarían tan lejos, y no haber actuado antes, sin contemplaciones. Luego, cuando todo estuvo consumado... lloré. Lloré de verdad, Rush... Lloré por aquella pobre chica, que me parecía que a nadie pudo hacer daño... Pero si ha pensado de distinto modo y supone que debe vengarse de mí, hágalo de una vez. Quizá sea un modo de descansar, de una vez por todas...
Y dejó caer su cabeza en la mesa, dándose por vencido. Rush respondió serenamente:
—Escuche, sheriff Farrell; voy a creer en usted. De todos modos, no creo que me hubiera sido posible matarle. Es usted un hombre de años, de aspecto cansado, de vida dura y difícil. Lo más que pudo haber hecho, es obrar negligentemente o con indiferencia. Veo que no fue así. Estoy seguro de que sucedió como usted dice. Esta entrevista ha sido provechosa. Sólo me gustaría saber ahora quién tiró de aquella cuerda, quién fue el primero en arrastrar a Gacela Blanca al árbol, quién sugirió la idea del linchamiento...
—Eso último... la propia señora Fenwick —jadeó de mala gana Farrell—. Debió haberla matado, Snake, y no contentarse con asustarla, créame... Es una arpía sin conciencia. En cuanto a los demás...
Rush, súbitamente, había creído notar algo raro en el ambiente. De soslayo, captó la expresión tensa de Indio. Sin vacilar, giro la cabeza, alarmado, al ver los ojillos del indio mexicano fijos en la puerta de la cantina, con peculiar expresión de alarma.
Ya era tarde. Dejo su mano en el aire, engarfiada no lejos de la culata de su revólver.
En el umbral, los tres hombres les encañonaban con mano firme. Reconoció en el que ocupaba el centro del grupo, a Sam Dawson, un individuo con fama de camorrista y bribón. Fue precisamente éste quien, con voz de sarcasmo, anunció a Rush, apuntándole a la cabeza:
—Yo fui quien tiró de la soga, colgando a tu preciosa mujercita de piel cobriza, Rush Snake. Y estos dos buenos amigos, también tuvieron una parte importante en aquella fiesta. Una parte que parecía preocuparte mucho hace un momento: ellos condujeron a la chica hasta el pie del árbol, y además sacudiéndole golpes y empellones muy a gusto. Detestan a la gente de piel rojiza, ¿no lo sabías? Y más a los renegados blancos que se unen a ellas...
Rush, lívido, convulso ante la identidad de aquellos monstruos nauseabundos, mil veces peores que los más abyectos y ponzoñosos reptiles, actuó más como fiera que como hombre.
Las palabras de aquellos asesinos, dispuestos ahora a asesinarle también a él sin contemplaciones, como era obvio, fueron dardos acerados a su corazón y a su cerebro. Un rugido animal, inhumano, como la "noche en que supo lo sucedido a su esposa india, escapó de su boca crispada. Se incorporó. Farrell le avisó, jadeante, desesperado:
—¡No, no, Rush, eso no...!
Las armas le apuntaban. Y, sin embargo, ante el horror de Farrell y de Indio Sonora, Rush saltó contra las armas amartilladas que comenzaban a rugir contra él...
* * *
Fue un choque virulento y terrible. El encuentro de tres asesinos sin clemencia ni escrúpulos, contra un hombre que tenía más de fiera que de ser humano en aquellos momentos. Y a quien no le importó recibir dos balas en el cuerpo, a cambio de caer sobre los hombres armados, con su propio revólver atenazado, vomitando balas a bocajarro, sin piedad alguna, como si estuviera saltando cabezas de culebras.
Tambaleante, con el cuerpo agujereado, la sangre saltando de sus ropas rasgadas, Rush estaba virtualmente encima de los tres asesinos, y tres balazos bastaban para reventar sus cráneos igual que si fuesen de tres gigantescas boas. Lívido, estupefacto, Farrell observó cómo el suicida terminaba con aquellos enemigos que le superaban en número y ventaja de la situación, gracias a un total desprecio por el dolor y por la muerte. Como lo tenía todo perdido, se lo había jugado todo a una sola baza.
Y había resultado, aunque el precio pagado fuese elevado. La sanare fluía de su pecho y de su hombro, perforados por las balas. Era un auténtico milagro que ninguna le hubiera atravesado los pulmones o el corazón. Luego, ellos, quizá asombrados y desorientados por la acción de su enemigo, no habían tenido tiempo ni ocasión de repetir suerte, siendo barridos por los disparos a bocajarro de Snake.
Caídos los tres cuerpos en torno suyo, volvió la mirada hacia Farrell, esperando que el sheriff aprovechara ese momento para encañonarle. Pero no era así. Rush pudo ver que el sheriff se ponía en pie, acercándose a él y mirando a los tres hombres muertos. Indio resopló, apoyado en el mostrador, sin dar crédito a lo que veía.
—¡Uf! —jadeó—. Rush, eres un loco... o un héroe.
—Un poco de ambas cosas —convino Farrell. Estudió sus heridas, ceñudo—. Parece que de ésta va a salir, Rush. Me alegra por usted.
—Gracias. Supongo que ahora sí va a acusarme de triple homicidio...
—¿Acusarle? No, Rush. Ellos entraron para matarle. E iban a hacerlo cuando usted se defendió. Soy su testigo, y no su aprehensor. Le agradezco que confiara en mí. Yo voy a corresponderle confiando en usted. Creo en su inocencia. Y en la de su esposa. Pero ¿cómo podremos demostrarlo?
—No sé, pero... —se quedó mirando a los hombres muertos—. Eh, un momento... ¿Cómo pudieron ellos saber que yo estaba aquí, en este momento? Venían directamente a por mí.
—Sí —convino Indio Sonora—. Yo les vi entrar. Ya iban armados, como muy seguros de la persona a quien esperaban hallar en mi casa...
—Sheriff, me temo entonces lo peor —jadeó Rush, repentinamente pálido.
—Snake, no le entiendo. ¿A qué se refiere?
—Si ellos supieron que estaba aquí... no quiero ni pensarlo. ¡Sheriff, venga conmigo!
—Eh, Rush, sigo sin entender una sola palabra. ¿Qué pretende hacer ahora?
Snake no le respondió. Corría ya hacia la calle, sin importarle que fuera descubierto. Farrell corrió en pos suyo, arma en mano. Al cazador de víboras parecía importarle poco la doble herida de su torso. Se movía un poco torpemente, y la sangre corría ya por su camisa, pero todo ello parecía importarle muy poco a Rush en estos momentos.
Ya era tarde. Rush no tardó en advertirlo, al ver arder en medio de la calle al carromato de los Kane, convertido en una gigantesca fogata.
El resplandor de Tas llamas, producía un dantesco bailoteo de luces y sombras en las paredes de los edificios circundantes. Alrededor, había hombres armados, cuyas siluetas se recortaban contra el fuego.
—¿Qué significa...? —masculló el sheriff.
Rush, demudado, no respondió. Tuvo que aferrarse a un muro, mientras la sangre brillaba en su ropa, empapándola. Le fallaban las fuerzas. Y allí, frente a él, el joven Walt Kane yacía boca abajo en la calzada, completamente inmóvil. No lejos de él, su hermana Kathy aparecía forcejeando con dos hombres armados, que pugnaban por dominarla. Los ojos alarmados de Rush buscaron el paradero de Matt Dillman y, horrorizado, clavó sus ojos en el carromato incendiado. ¿Sería posible que fuese allí dentro donde...? No quiso pensar en ello. Estaba angustiado, inquieto, próximo a sentirse vencido. Kathy le descubrió, gritándole roncamente, con un aviso de alerta:
—¡Váyase, Rush, váyase de aquí, pronto!
Los hombres se volvieron. Snake identificó al hombre alto y elegante que dirigía la operación. Ambos se miraron, con la frialdad de dos enemigos mortales.
—¡Juez Massey! —estalló la voz de Rush, crispada.
—Rush Snake en persona... —dijo risueñamente el magistrado—. Me alegra que venga a entregarse... Porque supongo que no pretenderá luchar contra nosotros, ¿verdad? Eso significaría su muerte cierta, muchacho .. No vacilaríamos en absoluto en coserle a balazos.
—Imagino que no —replicó Snake acremente—. Si fueron capaces de enviarme a Sam Dawson y a sus esbirros a la cantina, serían capaces de todo. Rece por ellos, juez Massey.
—Vaya... —estudió su ensangrentada camisa con un destello colérico—. El soldado herido desafía al vencedor... Debí pensar que es usted demasiado enemigo, Snake... Pero eso va a hundirle. Le acuso formalmente de triple asesinato... y le conmino a que se rinda.
—Se equivoca, juez —terció con rapidez el sheriff Farrell—. Él no es un asesino. Mató en legítima defensa, y puedo testificarlo. No arrestaré a Snake. No hay prueba alguna contra él.
—Sheriff, eso me convence de que chochea ya. Está demasiado viejo. Bien... Me obliga usted a que, en uso de mis atribuciones como juez de Rainbow Bridge, le destituya en el acto, pasando a ser yo la única autoridad local. Farrell, tire esa placa y ese revólver. Ya no es nadie aquí, y podría acusarle de complicidad, si ayuda en algo a Rush Snake.
Farrell le miró. Con desprecio, se quitó la placa, tirándola al polvo de la calzada, y luego desprendió la hebilla de su cinturón..., pero sólo para esgrimir el «Colt», cuando caía el resto de su correaje a tierra.
—¡Bastardos! —aulló rabioso—. ¡Juez Massey, estoy harto de su tiranía, su caciquismo y su vil papel en todo lo que aquí sucede! ¡Seré yo quien le destituiré, basándome en...!
No debió hablar tanto. Perdió un tiempo precioso, aunque ya esgrimía su revólver. Porque sin la menor vacilación, la mano del juez Massey, armada con un elegante revólver de calibre 32, hizo fuego sin la más leve vacilación. Simultáneamente, disparó Farrell a la desesperada.
El balazo de Massey, se clavó en el abdomen de Farrell, que se aferró el punto herido, soltando su arma recién disparada, y contempló la sangre que fluía de su mortal herida, con gesto de enorme estupor.
—Farrell... —masculló Rush, casi agotado, sangrante, apoyado en el muro, pero aún con su arma, que disparó con celeridad contra uno de los que pretendían reducir a Kathy Kane. El tipo rodó por el suelo, con un alarido.
El juez Massey había sido alcanzado por Farrell también. Pero solamente en la clavícula derecha. Ello le obligó a dejar caer su arma. Muy pálido, clavó sus ojos iracundos en Farrell, que caía de rodillas.
—Viejo imbécil... —masculló—. ¿Por qué diablos te rebelaste contra mi autoridad...?
—Juez Massey, no se puede abusar de esa autoridad indefinidamente. —Habló Rush cansadamente. Miró a la pira chisporroteante que era el carruaje de los Kane. Sus ojos buscaron los de Kathy, y musitó con voz ronca—: Kathy, ¿él está... está bien...?
Kathy asintió, con un destello de astucia en sus ojos.
—No necesita ocultar su nombre —masculló Massey—. Es Matt Dillman. ¿Dónde diablos lo tienen metido, que no estaba ya en ese carromato?
—Donde usted nunca podrá encontrarlo —replicó, incisiva, la muchacha.
El juez vaciló, con el hombro bañado en rojo intenso. Su mirada se clavó en Farrell, que ya medio abatido, sólo tenía ánimos para mirar a Rush Snake y balbucear:
—Rush, muchacho... Siento que las cosas no salieran... bien del todo. Pero como sheriff en activo de Rainbow Bridge, quiera o no quiera ese cerdo de Massey, yo sigo apoyándote y creyendo en ti... Trata de... de descubrir al asesino de Bingham, y cubre de lodo y de vergüenza a esta cochina población...
Rush Snake miró fijamente al sheriff que agonizaba. Luego, sus ojos acerados buscaron los de Massey, tan agresivos como los suyos.
—Ahora creo saber quién mató a Bingham, y quién ha tenido tanto interés en que yo fuera capturado o muerto, para sentirse a salvo de dificultades —dijo inesperadamente—. Sé eso y algunas cosas más... o esto no hubiera sucedido nunca.
—¿De veras? —Massey enarcó las cejas—. Supuse antes que me estaba acusando a mí...
—No, Massey. Usted, no. No es el asesino, pero no duda en matar cuando le conviene, como en el caso de Matt Dillman. Pero éste se salvó, gracias a que nos cruzamos en su camino... y ahora estará en disposición de avisar a Salt Lake City y a Washington.
—Todavía no han vencido. A Dillman no le va a resultar tan fácil salir de aquí ni comunicar con Salt Lake City. Lo encontraremos, y morirá de un accidente convincente.
—Juez, usted es un maníaco o un enfermo. Sólo así se explica que pretenda, a base de injusticias y delitos, conservar su poder aquí. Sirve de encubridor a auténticos criminales, se hace criminal usted mismo, si ello conviene a sus planes...
—No se preocupe, Rush —sonó una voz bruscamente—. Ya todo este imperio de indignidades, corrupción y felonías, se desmorona como un castillo de naipes. Ha terminado su juego.
La voz provenía de un punto, en la oscuridad. Massey reconoció sin duda la voz, porque su mirada buscó en ese lugar, mientras sus hombres movían las armas en la misma dirección.
—¡Dillman! —rugió el juez—. ¡Usted...!
La figura salió, vacilante, insegura, pero apoyándose con firmeza en las columnas de un porche. Era Dillman, ciertamente, milagrosamente recuperado de sus heridas, o cuando menos en pie, y consciente. Estaba muy pálido, y miraba, acusador, a Massey.
Dio unos pasos más, antes de añadir con voz glacial:
—Por fortuna, mi recuperación repentina, esta misma noche, me permitió evadirme sin ser advertido, cuando todos creían que no podría moverme y sería fácil presa de todos ustedes —explicó. Luego, miró a Rush, con un asomo de sonrisa—. La señorita Kane me contó todo...
—Dillman, mis hombres pueden matarle ahora mismo —silabeó el juez Massey—. ¿Cree que, desaparecido usted de la escena, nadie va a venir a preocuparse de su suerte?
—No, juez, ya no —negó Dillman, sonriente—. Acabo de utilizar de modo personal el pulsador telegráfico, y he transmitido un mensaje cifrado a Salt Lake City y a Washington. Ahora saben lo que sucede aquí. Si algo me ocurre a mí, las tropas y los federales ocuparán esta población inmediatamente, procesando a todos ustedes. Ya nadie puede dar contraorden a eso.
—De modo que nos ha vencido... —jadeó el juez Massey.
—Yo, personalmente, creo que no —rechazó el agente federal—. Es más, estaría ya muerto si no hubiera sido por usted, Rush Snake, que ha descubierto la podredumbre oculta.
—No toda —se lamentó Kathy Kane, ya libre de los sicarios de Massey—. Aún ignoro quién pudo matar a Bingham..., a quién encubre realmente el juez...
—Kathy, no es difícil suponerlo —habló Rush lentamente—. Sólo usted y su hermano sabían que yo me iba a la cantina de Indio Sonora. Sólo ustedes y yo sabíamos que Matt Dillman estaba dentro de ese carruaje. ¿Quién pudo saber esto último, y quién pudo ser informado por usted misma, como lo más natural del mundo, sobre mi paradero en la cantina?
Kathy le miró, asombrada.
—¡El doctor Mulder! —gritó.
—Sí —suspiró Rush—. El doctor Mulder. Creo que él mató a Steve Bingham..., aunque no tuvo gran cosa que ver en el linchamiento de mi esposa..., que fue obra exclusiva de Massey. Uno era un asesino, conforme. Pero Massey era encubridor suyo, por una sola razón: su afán vengativo con Gacela Blanca, a quien quería humillar, ofender...
—Pero... ¿por qué Mulder? —se extrañó Kathy.
—Supongo que por cuestiones personales o de negocios, Bingham y él disputarían, una vez abandonó nuestra casa. Ni Mulder ni Massey necesitaban el dinero. Por tanto, se le quitó de encima para fingir el robo. Massey, en vez de acusar a Mulder, optó por aprovechar la ocasión para atacar a mi esposa. Y Mulder se quedó siempre en sus manos, a merced suya, víctima de su propio secreto.
—Se equivoca al suponer que el doctor Mulder no necesitaba el dinero —replicó acremente el juez Massey—. Tenía negocios con Bingham, y le iban mal. Supo que Bingham le estafaba, ganando dinero gracias al suyo, y fingiendo luego pérdidas falsas. Al descubrirlo, disputaron, y le mató. Se quedó con aquel dinero en compensación por las sumas estafadas. Y yo prometí encubrirle.
—Usted... —le miró Rush, con creciente debilidad, con gesto de profundo desprecio—. Y por su culpa hizo matar a una muchacha joven e inocente, que ningún mal había cometido... Usted y todo este pueblo maldito... espero que paguen sus culpas ante la justicia o ante Dios mismo.
—Respecto a la justicia, puede asegurarlo —afirmó Dillman, que había examinado al sheriff, ya muerto—. Provisionalmente, yo soy la ley aquí. Usted, juez, está destituido.
—Malditos sean todos... —jadeó Massey con ira, aferrándose el hombro ensangrentado—. La mayor culpa fue suya, Snake. ¡Usted me ha destrozado la carrera!
—Es lo menos que puedo hacer por vengar a Gacela Blanca —suspiró Rush fríamente—. Eso, y ver a Mulder en prisión, y a este pueblo cubierto de vergüenza y de horror de sí mismo... La situación está resuelta.
Y se le agotaron las fuerzas, cayendo pesadamente al suelo. Había perdido el conocimiento.