CAPITULO II

 

El hombre del caballo había sido el que lo empezó todo. El visitante grave y taciturno que llegó a la casucha humilde de los Snake. Alto, vestido de negro, con negro lazo, con sombrero oscuro y mirada azul y fría como una cuchilla de afilado acero.

No, no era Snake que volvía. No se parecía en nada a él.

Gacela Blanca le conocía de vista. No le gustaba el hombre. Era insidioso y vil. Era un hipócrita elegante y cortés. Fingía ser respetable, pero ella sabía leer en las miradas de los hombres los más bajos y abyectos deseos.

Era el juez Ralph Massey. Un caballero en toda la extensión de la palabra. Al menos, para los demás. Para ella, no. No le tenía gran respeto ni le inspiraba confianza.

Era un hombre suave y sinuoso. Estaba segura de que debía resultar viscoso al contacto. Cuando menos, ya lo era en su expresión, en su modo de mirar, en su lascivia latente, que se le escapaba por el brillo de sus fríos ojos, por la crispación de sus labios delgados.

Y aquel hombre había llegado esa noche a su casa. Cabalgando despacio, con la mirada innoblemente fija en ella, recorriendo sus formas de mujer espléndida, joven y hermosa.

Gacela Blanca bajó sus ojos, turbada. Un raro presentimiento asaltó su ánimo. El corazón palpitó con más fuerza dentro de su pecho. Algo oscuro, indefinible, cruzó por su mente. Quizá fue el miedo. El miedo a algo que no entendía.

—¿Eres tú Gacela Blanca, de la tribu de los navajos? —preguntó con voz fría el juez.

—Soy Gacela Blanca, señor —afirmó ella—. Bien lo sabe usted: esposa de Rush Snake.

—Mientes. En mi registro no figuras corno esposa de él, sino como concubina.

—¡Eso es falso! —se indignó ella—. Es mi esposo. Unidos estamos ante nuestros altares indios, y ante nuestros hermanos.

—Serán tus hermanos. Snake es de raza blanca. Su boda no es legal si no la realiza ante mi persona, en el pueblo. Y yo nada sé de un esposo tuyo. Ni de una esposa de Snake.

—No me importa lo que usted sepa o no. Lo que cuenta es lo que. él y yo nos amamos y sabemos que su Dios y el mío son uno mismo. Porque sólo existe uno para todos los hermanos del mundo, sea cual fuere su raza y color, señor.

—Estás blasfemando —silabeó, amenazador, el juez Massey—. Yo no conozco hermanos de ningún color ni raza que no sea la mía. Todos los demás sois inferiores. Como simples bestias, carne de esclavos, como máximo.

—¿Y usted administra justicia, señor? —replicó altivamente Gacela Blanca, mirándole con arrogancia—. Extraña justicia debe ser esa que entiende su raza, para que hable con el lenguaje de los tiranos y de los racistas. Creí que los jueces no podían tener prejuicios.

—Gacela Blanca, hay contra ti graves acusaciones —dijo fríamente el juez, sin desviar de ella sus azules ojos—. Será mejor que te defiendas de ellas en la sala de proceso, si aprecias en algo tu vida.

—¿Acusaciones? ¿Contra mí? —murmuró con voz tensa la joven india—. ¿Sobre qué motivo, juez Massey? No hay justicia que pueda condenarme por estar casada por las leyes de mi tribu con un hombre, aunque sea blanco, siempre que él haya aceptado esos ritos.

—¿Quién dijo que iba a acusarte de eso? —se inclinó hacia ella, apoyando en el pomo de la silla ambas manos. Su mirada era puro hielo incisivo, como agujas de acero—, Yo sólo te reproché una falta grave de moral y de ética. A ti y a Rush Snake, tu presunto marido que, ante la ley de nosotros, los blancos, es un simple mancebo tuyo. Pero sigamos, Gacela Blanca: las acusaciones contra ti son mucho más grave que eso.

—¿Acusaciones? ¿Qué quiere decirme con eso, juez Massey?

—Bien sabes que lo tiene. Los disimulos no van a conducirte a parte alguna.

—Yo no disimulo, juez. ¿A qué se refiere? Nada tengo de que avergonzarme, y ni usted ni nadie me harán bajar la cabeza o hacer que me humille.

—Eres muy arrogante y muy necia también, muchacha de roja piel —habló el juez, despectivo, con un centelleo de fría ira en sus claros ojos acerados—. Mi paciencia con personas de tu raza es muy corta, ¿entiendes? Eras ya una muchacha indeseable en Rainbow Bridge, aun antes de que estos gravísimos cargos pesaran contra ti. Obran en mi poder denuncias contra ti, firmadas por damas que son honorables miembros de la Comunidad Femenina de la Moral, y que reclaman una acción enérgica y decidida de la justicia para evitar que muchachas impuras e indignas como tú, atenten contra las buenas costumbres y la honestidad de un pueblo ejemplar.

—¡Cuánta hipocresía, cuánta vileza! —se quejó amargamente Gacela Blanca—. ¿Qué pueden decir esas mujeres acartonadas y ruines, que se dedican a criticar despiadadamente a todo el mundo, y que, en cambio, carecen de caridad, de auténtica bondad y, sobre todo, de fe verdadera? ¡Las damas de la Comunidad Femenina de la Moral! Si no fuesen tan feas, tan hipócritas y tan poco agraciadas para los hombres de la población, seguramente obrarían de muy distinto modo!

—No repliques tan altanera, y escucha, mujer india: ellas son damas de respetable posición, y a ellas debo atender. Pero no vengo aquí cumpliendo el deber de magistrado para que la moral no se pervierta en mi ciudad, sino para proceder a las diligencias que de mí exige otro asunto mucho más grave qué el de tu situación en esta casa, tu inmoral enlace con un hombre blanco y tus provocativas maneras ante los hombres.

—¿Es inmoral amar de verdad y casarme conforme a mis costumbres y no las vuestras? ¿Es inmoral que porque sea joven y atractiva los hombres me miren, aunque yo no presuma de nada? ¿Existe ley en el mundo que pueda castigarme por esas faltas, juez Massey? Usted debe saberlo mejor que nadie, puesto que es el primero que asoma a su ventana cuando me ve pasar, o me espía desde los porches, con ojos del más sucio deseo, cuando cruzo la calle, sin prestar la menor atención a nadie. ¿Soy entonces yo..., o lo es usted..., quien atenta contra la moral?

—¡Gacela Blanca! —rugió con voz descompuesta el juez, mirándola colérico—. ¡En nombre de la justicia, he venido a acusarte de asesinato y robo!

Y esa frase seca, incisiva, pronunciada por el magistrado de Rainbow Bridge en su colérico momento, desarmó de súbito la justa ira de la muchacha india.

Simultáneamente, a espaldas del juez, las sombras de la noche se poblaron de figuras humanas en movimiento. Gacela Blanca vio emerger, como una legión de espectros amenazadores, hasta media docena de. hombres armados, con el sheriff Edgar Farrell a la cabeza.

—Y si tu amante Rush Snake está aquí contigo hoy, será acusado de igual delito.

* * *

Pero Rush Snake no estaba allí. Pronto lo comprobaron los hombres que, dirigidos por el juez Massey y el sheriff Farrell, recorrieron despiadadamente la humilde vivienda, destrozando a su paso toda clase de piezas domésticas, como jarras, platos, vasos, piezas de arcilla y adornos de los modestos muros. Gacela, sollozando, asistía a todo ello, sujeta por uno de los hombres del sheriff.

Alrededor suyo, el vandalismo abatía cuantas pobres pertenencias había en su casa, y todo era rasgado, desvencijado y volcado, en una búsqueda bárbara de algo que ella ignoraba lo que pudiera ser, y que la hacía seguir la escena con ojos de horror y angustia.

Por contraste, allá lejos, en el pueblo, seguía la fiesta. Se oían los gritos, las risas, los disparos al aire, las cargas de pólvora... La gente se divertía, ajena a su drama.

—Pero todo esto, ¿por qué? —gemía—. ¿Por qué? Nada he hecho yo, nada hizo Rush, que falta de aquí varias semanas, como es costumbre en su trabajo...

—Eso le salvará de toda acusación, si se comprueba que realmente no volvió en momento alguno, ni nadie la ha visto por aquí en las últimas horas —dijo duramente el juez, cuya mirada era una innoble mezcla de acusación y, a la vez, de estudio ávido de su cuerpo juvenil y vital, que el sencillo vestido de piel de gamo, con flecos, no hacía sino dibujar de forma nítida—. Pero a ti, nada puede salvarte, si encontramos lo que andamos buscando.

—¿Qué es lo que pueden buscar en mi pobre casa, que están destrozando inicuamente?

—La prueba, mujer india.

—¿La prueba? ¿Qué prueba, juez?

—La de tu crimen.

—¡Oh, por fuerza tienen que estar todos locos! ¿Qué crimen pueden suponer que yo haya cometido jamás? ¡Nunca, nunca hice nada que no fuese legal! ¡No deseo la violencia, ni la apruebo siquiera! ¡No he delinquido contra nadie, diga usted lo que diga!

—No es lo que yo diga, preciosa —replicó el juez con irónica frialdad—. Es lo que te acusa. Y es lo que esperamos probar.

—Pero..., pero si eso no tiene sentido. ¿A quién suponen que pude hacer yo daño alguno?

—A un hombre en cuyo cadáver se halló enganchado un fleco de piel de gamo, con coloración de tierra india —señaló las ropas de la muchacha—. ¡Esa ropa tuya precisamente! Y veo que falta un fleco de tu hombro...

—Oh, esto... —miró, sorprendida—. No tiene importancia. Cualquier enganchón puede hacer que se desprenda un fleco y se enganche en alguna parte...

—Ese hombre, Gacela Blanca, también llevaba consigo tierra rojiza, de la que hay en esta área... Sus botas estaban manchadas por el rojo barro que rodea tu casa. Esas son ya dos coincidencias, ¿no crees?

—Pudo tratarse de alguien que estuviera por aquí, incluso de algún visitante...

—Sí. Un visitante a quien asesinaste, conduciendo luego su cadáver a caballo a otro lugar distante —acusó con agresividad el juez Massey en voz alta—. Pero no sin antes quedarte con todo el dinero que hoy mismo había sacado del Banco local, y que llevaba consigo, según testigos, cuando estuvo en el pueblo, a primeras horas de la mañana... Ahora, sobre el cadáver, no había ni un solo dólar, Gacela Blanca, y tú lo sabes. ¿Eso también es casual?

—¿Qué pretende decir con todo eso? Es una falsa acusación. Yo jamás hice daño a persona alguna. ¿Quién es ese hombre? ¿A quién encontraron muerto?

—Lo sabes muy bien, pero te lo diré para que veas que no hay error posible: te acuso de haber dado muerte, a golpes en el cráneo, a un hombre de Denver, Colorado, llamado Steve Bingham, comerciante en pieles..., y de haberle robado varios miles de dólares. Exactamente diez mil, en billetes nuevos y numerados correlativamente, del Banco Minero.

—¡Dios mío! —gimió la muchacha india, palideciendo de horror su tersa piel broncínea—. ¡No es posible!

—Bien sabes que lo es, víbora —acusó con frialdad el juez.

—¡Yo no tengo culpa de nada! ¡El señor Bingham estuvo aquí hoy, como tantas otras veces, y me compró pieles de serpiente por valor de una buena suma, que él mismo me abonó!

—¿Pieles de serpiente? —Massey puso un gesto despectivo—. No llevaba ni una sola consigo, cuando encontramos su cadáver. Sólo una amplia bolsa colgando de su silla de montar..., pero vacía. No, muchacha. Tu coartada no vale esta vez. En la actual ocasión, Bingham no compró piel alguna, sino que vino aquí a adquirirlas, tú viste su dinero, te cegó la codicia...

—¡Nooo! —chilló ella, desesperada, dilatando sus ojos oscuros—. ¡Miente, juez! ¡Miente! ¡Es falso todo lo que dice! ¡Yo sólo tengo el dinero que él me pagó por esas pieles y...!

Se detuvo, cuando el sheriff, sombrío, apareció en la puerta del cobertizo destinado a almacén de pieles de reptil y agitó, significativo, un fajo de billetes en su mano.

—Juez, aquí está la prueba —dijo—. Ella lo había enterrado en el suelo.

—¡Es el dinero ganado honradamente! —chilló Gacela Blanca, extendiendo sus manos crispadas—. ¡Es mío, es de Rush! ¡Es nuestro futuro, entiéndanlo...! ¡El señor Bingham pagó ese dinero por las pieles!

—¿Y tú lo enterraste, ocultándolo como algo que no debía ser visto por nadie?

—¡Quería tenerlo seguro hasta que Rush llegase! —exclamó ella.

—Ya. ¿Cuánto dinero hay en ese fajo, sheriff?

—Hemos contado... dos mil quinientos dólares, juez Massey.

—¡Dos mil quinientos! —miró a Gacela Blanca con ojos centelleantes—. ¿Pretendes convencer a alguien de que ni Bingham ni ningún otro comerciante habría pagado esa enorme suma por unas pieles de serpiente?

—Eran muy bonitas... Había algunas especiales..., y el señor Bingham tenía urgencia en adquirirlas, por un negocio especial en el Este... —sollozó la muchacha navajo—. Tienen que creerme... ¡Tienen que creerme!

—Lo siento, preciosa. No hay posible crédito ante eso —replicó Massey, incisivo—. Dime ahora, y mejor será para ti que no intentes hacernos perder el tiempo: ¿dónde está el resto de ese dinero desaparecido? ¿Dónde, Gacela Blanca? Aún faltan siete mil quinientos dólares de la suma robada a Bingham..., y está claro que tú la tienes en tu poder.

—¡Es falso! ¡Ni un dólar más de los que me pagó el señor Bingham, se halla bajo este techo!

—Bien. Si así lo prefieres... —miró a los hombres del sheriff, autoritario—. Tres de vosotros, quedaos aquí y registradlo todo a conciencia. Si es preciso, destrozad muebles y cuanto haya a la vista.

—¡Oh, no, no! —gimió ella—. Es nuestro hogar... Sólo tenemos esto...

—Destrozadlo —insistió él, rotundo—. Luego, si halláis el dinero, llevadlo al pueblo. Usted queda al cargo de todo, comisario Baker.

—Sí, señor —dijo uno de los hombres, que lucía una placa en el pecho—. Si ese dinero fue escondido aquí, aparecerá, esté seguro de ello.

—Bien. Nosotros, sheriff, vamos al pueblo con la acusada. La encerrará en una celda. Y redactaremos el atestado mañana mismo, para proceder esta semana a su juicio. Si entretanto llega Rush Snake, hágalo arrestar.

—Sí, juez Massey —afirmó gravemente Farrell—. Así se hará, descuide.

Ellos dos, y dos ayudantes más, partieron hacia Rainbow Bridge, conduciendo a una patética, llorosa y exasperada Gacela Blanca.

El pueblo en fiestas, acogió a la silenciosa y lúgubre comitiva, camino de la cárcel. Y se desencadenó el nuevo drama, hasta culminar en tremenda tragedia de horror y muerte...

 

* * *

 

Todo había comenzado por culpa de ellas. Ellas, las mujeres... El sheriff lo recordaba muy bien: las damas de la Comunidad Femenina de la Moral. Fueron ellas las que prendieron la chispa, las que encendieron la mecha e inflamaron el polvorín. Si ellas no hubieran intervenido...

Pero cuando Gacela Blanca estaba a medio camino, en la calle principal, cerca ya de la plaza, y a cien o doscientas yardas de la prisión loca!, ellas tuvieron que surgir, con sus insultos, con sus salivazos, con sus injurias y empellones a la muchacha india detenida.

El rumor de la muerte de Bingham, las acusaciones a Gacela Blanca, y todo lo demás, estaba ya en la calle. La gente, embriagada por el alcohol y la pólvora, en la noche festiva de Rainbow Bridge, andaba excitada por las calles. Se hablaba insultantemente de los indios, de las mujeres de piel roja, que a juicio de muchos eran tan feroces y crueles como los guerreros de su raza. Pero todo eso no hubiera pasado a mayores. Gacela Blanca hubiese entrado en su celda, y todo hubiera seguido su curso legal.

Pero entonces, las mujeres rígidas, enjutas, enlutadas, aquellas acartonadas damas que citaba despectivamente la muchacha de la tribu de los navajos, hicieron acto de presencia, en grupo movido por una aparente santa ira, y comenzaron sus anatemas e insultos a la squaw de Snake. No desaprovecharon la ocasión de vengarse de que sus maridos dirigiesen miradas admirativas a la juvenil belleza de Gacela Blanca. No dieron de lado la posibilidad de humillar y degradar a la que era más bella, joven, atractiva y femenina que ellas.

Y así surgieron los insultos, entre escupitajos y empujones:

—¡Mirad la arpía! ¡Ella es una asesina, como todos los de su raza!

—¡Ved el pecado en su rostro y en su cuerpo de hija de Satán!

—¡Mujeres así traen la perdición y la ruina a los pueblos!

—¡Es la lujuria y el odio, vedlo en sus ojos! ¡Está maldita y debería ser quemada!

—No sólo deslumbra a los hombres con el pecado y la maldad, sino que luego los asesina...

—¡La perra de la piel roja! ¡Manceba de un hombre de baja estofa, y ahora convertida en vergüenza de este honrado pueblo! ¡Los hombres que la miran con deseo, ahora sentirán el horror de verla tal como es!

—¡Vamos, castigadla!

—¡Linchadla!

—¡Sí, sí! ¡Que no reciba mejor trato que un cuatrero! ¡Es asesina y ladrona! ¡Linchadla!

—¡Ojo por ojo!

Linchamiento. Tal vez nunca se sabría a quién de aquellas arpías pretendidamente honestas se le ocurrió la palabra maldita. El sheriff Farrell no lo sabía. Pero lo cierto es que una de ellas la pronunció en mala hora.

Fue un grito agudo y clamoroso, repetido luego por algunas gargantas más:

—¡Ley de Lynch al pecado y al crimen!

—¡Destruid el espíritu de Lucifer!

—¡Paz y purificación para todos nosotros!

Era repugnante, pensó Farrell, empezando a asustarse en aquel momento. La letanía de las malditas mujeres, como portavoces de una virtud que desconocían, prendió en los exaltados ánimos de algunos hombres. Un ebrio estaba intentando lazar a una chica del saloon, que corría medio vestida por la calle. Al fallar en su puntería, tomó el lazo y contempló a Gacela Blanca, soltando una soez carcajada.

—¡Yo os ofrezco mi soga, hermanos! —dijo, riendo.

Era quizá una broma. Pero otros borrachos violentos lo tomaron en serio. Algunos hombres que habían deseado a la muchacha india sin alcanzarla nunca, sintieron hervir su despecho y rencor, removido por el alcohol y la exaltación.

La tragedia se estaba incubando. El juez Massey parecía ajeno a todo aquel torbellino de maldad y violencia latentes que le rodeaba, y cabalgaba muy erguido en su silla.

—Cuidado —avisó roncamente—. La cosa se pone fea...

—Tonterías —rechazó el juez, encogiéndose de hombros—. No harán nada. Sólo ladrar, como perros escandalosos. No les haga caso.

Tal vez era al juez mismo a quien no debió hacer caso. De haber reaccionado en el momento oportuno, la crisis quizá se hubiera salvado. Cuando Farrell quiso reaccionar, era tarde.

Ya alguien había tirado el lazo corredizo a un árbol, el más grueso de la plaza. Ya algunos hombres formaban cerco, insultando a la muchacha india que, muy asustada, miraba en torno, completamente indefensa.

—¡Ya basta! —aulló Farrell, cuando observó que el juez, completamente pasivo, no se oponía a que un grupo de hombres apartaran a sus ayudantes, y rodearan el caballo sobre el que cabalgaba la bella Gacela Blanca—. ¡Apartaos, estúpidos! ¡Nadie se atreva a tocar a esta mujer! ¡Está arrestada en nombre de la ley, y será legalmente juzgada!

Hubo risas despectivas. La marea humana crecía. Una diversión salvaje y atroz aparecía ante los ojos nublados de los ebrios ciudadanos. Las mujeres insultaban y zaherían a la muchacha piel roja, y los más violentos veían la ocasión de expresar su odio.

Un empellón hizo caer a Gacela Blanda en brazos de varios hombres despiadados. Farrell quiso reaccionar, y encabritaron su caballo, arrojándole a tierra. Forcejeó con gente que le impedía llegar hasta la muchacha, cuyos gritos desgarraban la noche, entre disparos, música de pianolas, insultos y voces. El juez Massey no reaccionó. Farrell, cuanto menos, lo intentó. Alcanzó su rifle. Y sufrió la herida. Intentó lo del revólver, y le lazaron, arrastrándole por el polvo...

Luego..., luego todo terminó con un grito agudo y terrible de Gacela Blanca. Con un caos de voces y de disparos al aire...

La hermosa muchacha india, pendía de la soga. Tenía quebrado su esbelto cuello, bajo el rostro trémulo de horror. Había sido bestialmente sacrificada por una sociedad enloquecida, ruin y cobarde. Por un pueblo dominado por los prejuicios, el alcohol, las pasiones, el rencor y la hipocresía. Farrell sabía todo eso, mientras sollozaba, al pie del árbol donde la muchacha india colgaba sin vida.

El juez Ralph Massey, ni siquiera estaba ya en la calle. Las gentes se retiraban en silencio. La presencia de la muerte no impresionaba a muchos, pero empezaba a avergonzar a algunos terriblemente. Sólo que, como tantas veces ocurría, la vergüenza por la indignidad humana, llegaba ya demasiado tarde...