CAPITULO V
—Eres lento como una tortuga —farfulló el enmascarado que capitaneaba el grupo de sucios y repulsivos rufianes armados, dirigiéndose de nuevo al vacilante Snake—. ¿Te vuelves de una maldita vez o no, hijo de perra?
Rush asintió, indeciso. Su voz trémula respondió débilmente:
—Sí, sí... Ya está... ¿Os parece bien así, amigos?
Y apenas giró de cara hacia ellos, torpe y cansinamente, sus brazos se alzaron, como si fueran a sobrepasar su cabeza, en gesto de rendición tradicional.
Nada más lejos de la realidad. Súbitamente, aquellos dos brazos descendieron con vertiginosa rapidez, y en ellos se descubrió que no había docilidad alguna ante aquella dramática conminación del adversario bien armado y dispuesto a todo.
Cada una de sus manos, empuñaba un revólver amartillado. No eran de gran calibre, porque los Kane no llevaban «45» entre sus pertenencias. Pero sí dos «38» bastante respetables, bien engrasados y con el cilindro repleto de balas. Fue una espantosa, súbita y terrorífica sinfonía de muerte, ruidosa y virulenta, que llenó la noche de llamaradas, estampidos, plomo ardiente y humo. Las manos de Rush Snake eran dos torbellinos, y nadie hubiera podido superar, ni tan siquiera igualar, la actividad de vértigo de aquellas manos.
Cada revólver, en décimas de segundo, vomitó hasta cuatro balas. Fueron ocho estampidos rotundos, ocho salivazos de fuego. Ocho balas buscando cuerpos humanos como blanco. Cuerpos de hombres que, sólo un momento antes, se creían totales vencedores de la batalla, indiscutibles amos de la situación. Rush Snake, en sólo un par de segundos, había alterado el panorama de tal modo, que, ante la mirada de estupor e incredulidad de los dos jóvenes hermanos Kane, los cuerpos de los enmascarados asaltantes brincaron como peleles, acribillados a balazos, sin tiempo material para utilizar sus rifles y revólveres.
Cuando los cuatro cuerpos reposaron en las más grotescas posiciones, tendidos en el claro, algo más allá de donde chisporroteaban los leños de la fogata, Kathy y Walt se miraron entre sí con horrorizado asombro, como si no diesen crédito a lo que sus ojos habían visto en un período de tiempo casi imposible.
—Están..., están... —comenzó Kathy con un jadeo.
—¿Muertos? —Snake asintió dura, fríamente, la salvaje mirada fija en los caídos, temblándole febrilmente los labios, ardiente la mirada, estremecido por la tensión violenta del horrible momento. Luego, su voz añadió con calma—: Sí, están muertos.
—Cielos... —se oyó la ronca voz de Walt, como un gemido—. ¿Cómo..., cómo pudo hacerlo?
—Era su vida o la nuestra —dijo Rush sombrío—. No me gusta matar, pero a veces no nos dejan otro remedio. Hay muchas pandillas así por estos lugares. Piratas del desierto, que asaltan a incautos. No sólo les hubieran despojado de todo, sino que se hubieran llevado a Kathy, como decían, para ultrajarla, y luego asesinarla cobardemente. Y para entonces, Kane, usted y yo estaríamos ya bien muertos, entre los restos de este carromato. Era su claro propósito, no le quepa duda.
—No, no me cabe duda de eso, Snake —jadeó Walt Kane, acercándose a él—. No le pregunté antes sus motivos para hacer esto, sino cómo había sido capaz de... de vencer a cuatro enemigos armados...
—No es la primera vez que ello ocurre —sonrió duramente Rush—. Algún día, otro será mejor que yo, y entonces me tocará a mí perder. Mientras tanto, procuró salir ganador, y no pongo muchos escrúpulos en ello, porque mis enemigos no tienen absolutamente ninguno. En cuanto a lo que he hecho... dé gracias de que, entre sus cosas, había esos revólveres cargados, mientras yo buscaba algo de provisiones para mi viaje.
—Pues los manejó muy bien, para ser los nuestros —ponderó dulcemente Kathy, saliendo de su horrorizada abstracción—. Dios mío, Walt, de no estar ahora Snake con nosotros..., ¿qué hubiera sucedido?
—El lo acaba de decir, hermana —sentenció Walt, sombríamente—. Yo, muerto, tú en poder de ellos hasta que resolvieran asesinarte, tras las peores felonías...
—No lo piense, amigo —sonrió Rush desde su pálida faz cansada—. Lo cierto es que ocurrió, y el peligro ha pasado.
—Espere —cortó Walt Kane, acercándose a él, y poniendo una mano firme en su brazo—. Usted no se va ya, Snake, ¿Dijo que prefería llegar más tarde a Rainbow Bridge? Bien, Pues así será. Seguimos viaje juntos, en otra dirección. Dentro de dos o tres semanas, quizá de un mes, si se encuentra seguro de sí... podremos visitar Rainbow Bridge. ¿Conforme, Snake?
—Conforme —sonrió él, mirándole lealmente al rostro—. Y gracias, muchacho.
—¿Aún me da usted las gracias a mí? —resopló Walt, mirando a los cuatro hombres muertos—. Bueno, no se hable más de todo eso. Somos tres camaradas en viaje...
Kathy miró a su hermano con ojos de gratitud. Pero no pronunció una sola palabra.
* * *
El juez Ralph Massey levantó los ojos de su solitario. Enarcó las cejas, intrigado, mirando muy fijo al sheriff Farrell.
—¿Cómo ha dicho? —preguntó con frialdad.
—Ya me ha oído muy bien —resopló el representante de la ley, pasándose un pañuelo por el cuello rugoso, para enjugarse el sudor—. Ese hombre se aloja en el hotel local. Y no ha disimulado su identidad.
—¿De modo que se ha inscrito como..., como Matt Dillman, agente federal? —insistió.
—Eso es. Matt Dillman, agente del Gobierno —corroboró apurado Farrell—. ¿Se da cuenta de lo que eso significa?
—No, no me doy cuenta de nada —replicó, tajante, el magistrado. Puso cuidadosamente otro naipe sobre el tapete verde. Su pulso seguía inalterable—. ¿Qué es lo que le preocupa ahora?
—¿Y... usted lo pregunta, juez? Ese hombre viene enviado por el encargado de asuntos indios del sur de Utah. Han denunciado un linchamiento injustificado. Y él viene a averiguar todo lo sucedido.
—Matt Dillman, agente del Gobierno —repitió el juez, soltando una seca carcajada—. ¿Qué puede importarme eso a mí? Aquí, en Rainbow Bridge, usted es la ley. Y yo la justicia.
—Gacela Blanca fue linchada. No se la dejó hablar, ni defenderse. Usted la acusó, pero no llegó a haber juicio legal. Se ha pretendido ocultar eso, pero los indios saben lo que pasó. Y ella era de su raza. Ahora, el agente federal intentará saber por qué dejamos que ella fuera asesinada...
—¿Asesinada? ¿Qué está diciendo, Farrell? —se escandalizo Massey—. La gente se enfureció, ella les desafió abiertamente con su orgullosa arrogancia y sus insultos..., nosotros fuimos arrollados por la multitud exaltada... y sucedió lo inevitable.
—Usted sabe que las cosas no fueron así —jadeó el sheriff—. Gacela Blanca no insultó a nadie, ni siquiera pudo defenderse o protestar. Usted se mantuvo al margen, yo fui herido y arrastrado... Puedo señalar a quienes la colgaron, a quienes dispararon. Puedo acusar a todos, hombres y mujeres de...
—¡Sheriff Farrell! —se soliviantó de repente Ralph Massey, irguiéndose todo lo alto y solemne que era. Su mirada glacial se clavó amenazadora en el hombre de la placa al pecho—. Aquí, yo soy el juez. Yo asumo toda responsabilidad en lo sucedido. Pero si usted habla de más, si usted abre su estúpida bocaza para decir algo a ese Dillman..., no sólo él sufrirá un desgraciado accidente, que le impida volver a Washington o a Salt Lake City mismo, con sus informes oficiales, sino que usted también recibirá su merecido.
—Juez... Juez Massey... ¡Me está sugiriendo que calle, que sea un cómplice, un encubridor de un crimen colectivo del que es culpable todo el pueblo de Rainbow Bridge!
—Exacto, sheriff. Eso es lo que le estoy ordenando, no sugiriendo —silabeó Massey con voz helada—. ¿Qué piensa hacer ahora, viejo imbécil? ¿Irle con el cuento de todo aquello a un estúpido y petimetre agente federal que se conformará con cualquier explicación, sin meterse en honduras? A fin de cuentas, una india es una india... No se trata de un ser humano.
—Massey, me horroriza usted —jadeó Farrell, retrocediendo mortalmente lívido—. Ella era una encantadora muchacha, un ser humano como cualquier otro... Nunca pudimos probar que ella matara a Bingham, que le robase los diez mil dólares... Siete mil quinientos quedaron sin aparecer...
—Le repito, sheriff Farrell: ¿pretende remover viejas cenizas? Fue una noche festiva, había embriaguez, alegría contagiosa... Había corrido el alcohol, y la gente reaccionó como reaccionan tantos otros pueblos del Oeste. No hay ley que pueda condenar a toda una ciudad, pero sí a individuos. Si usted personaliza, si acusa o señala... no vivirá para sostenerlo ante un tribunal, empiece a darse cuenta de eso.
—Juez, ¿es que usted pretende ahora ser cómplice, encubridor de ese crimen vergonzoso?
—Sólo pretendo evitar problemas a la ciudad donde ejerzo mi cargo. Y, por tanto, a usted, a mí mismo, a todos los ciudadanos... Un piel roja no es nadie,
—Si..., si ese hombre pregunta..., ¿qué le diré?
—Lo mismo que todos nosotros —rió huecamente el magistrado—. Una masa anónima linchó a una india culpable. Es todo. Ni una palabra más. Usted no reconoció a nadie, no puede recordar. Le hirieron, cayó, perdió la noción de todo. Yo mismo, nada recuerdo. Y así lo diré.
—Un... un pacto de silencio... ¡Un monstruoso pacto de silencio! —jadeó Farrell, convulso.
—Llámelo como quiera —bostezó calmosamente Ralph Massey, volviendo a sentarse—. Pero recuerde: una sola palabra de más a ese agente federal... y es hombre muerto. No le amenazo, claro. Sólo le... le prevengo. Tendría tantos enemigos en Rainbow Bridge que, ¿quién se atrevería a señalar a un posible culpable de su muerte, sheriff?
Farrell, estremecido, tembloroso, salió de la cantina sin dar crédito a sus oídos. Ya no era sólo la ciudad toda la que se encerraba en su caparazón para no acusar abiertamente a nadie. Era el juez, sería él, amedrentado y coaccionado...
* * *
—Yo..., yo lo siento, la verdad... —Farrell se enjugó el sudor copioso de su frente, con un restregón de su amplio pañuelo arrugado—. ¿Qué puedo hacer por usted?
—Nada, a lo que veo —masculló el hombre joven, alto y rubio, de elegante levita gris y corbata de plastrón, con un alfiler rematado por una perla, posiblemente falsa, pero vistosa, mientras cerraba su pequeño libro de apuntes en un bolsillo, tras escribir unas pocas palabras. Añadió, algo seco—: No me ha ayudado en cosa alguna. Y dudo que pueda o quiera hacerlo.
—¿Qué... qué insinúa? —se quejó Farrell, desviando su mirada, para no encontrarse con los ojos, muy azules y límpidos, del joven agente del Gobierno, que parecían taladrarle—. Yo nada sé, nada vi en la confusión... Era de noche, había polvo, poca luz...
—¿Poca? —Dillman enarcó las cejas, irónico—. Alguien me ha dicho que había antorchas y quinqués. Y los faroles de los festejos. Es suficiente para reconocer caras que le son familiares, ¿no cree?
—Bueno, en esos momentos... quizá la mente se me cerró a ciertas cosas. Ahora no podría afirmar que vi a unos u otros. Conozco a todo el mundo, e ignoro si les vi en el linchamiento propiamente dicho... o antes o después, caminando por las calles, para divertirse.
—Una ejecución brutal e ilegal no es una diversión, sheriff, y usted lo sabe —dijo ásperamente el joven—. Me gustaría que supiera citar siquiera al que le disparó a usted, al que tiró de la soga, a quien llevó a la muchacha hasta ese árbol...
—Oh, señor Dillman, sería inútil... —jadeó Farrell, muy pálido, volviendo a enjugar su copiosa transpiración—. Ya le digo que podría cometer graves errores irreparables. No, no sé nada, no vi a nadie en particular... Sólo el pueblo. Todo el pueblo...
—Todo el pueblo —recitó fríamente Dillman. Movió afirmativo la cabeza—. Es raro.
—Ocurrió otras veces. Usted sabe lo que es el populacho enfurecido...
—No me refería a eso —cortó suavemente el agente federal—. Dije que era raro que dijera usted esa frase: «Todo el pueblo.» Ya me la han citado un sinfín de personas: el dueño de este hotel, los cantineros, los comerciantes, las damas de la localidad... Y hasta el juez.
—¿El... el juez? —se estremeció Edgar Farrell.
—Eso dije, sí —no apartaba de él sus ojos—. Esto es un pacto entre todos ustedes.
—No, no. Yo le juro que...
—No me jure nada. Está bien claro, sheriff. Ignoro si usted obra de mala fe. Los demás, si. Incluido el juez. Es un racista. Lo he comprobado al mostrarle algunas fotografías de tribus indias... Hay cosas que no se saben disimular. Tendré que informar al Gobierno en un cierto sentido. Y no va a ser halagüeño para usted ni para su población.
—Entiendo eso. Será vergonzoso para Rainbow Bridge que se nos acuse de pueblo salvaje.
—No, no me refería a eso. Voy a informar en el sentido de que el pueblo entero se protege entre sí... Y que usted y el juez son cómplices en ese juego. Que ambos saben la verdad y la ocultan. E incluso que las pruebas contra Gacela Blanca eran puramente circunstanciales, y no exigían un arresto, un destrozo domiciliario y un encarcelamiento fallido, que acabó en linchamiento. ¿Sabe lo que eso significa, sheriff?
—No, no sé... No conozco bien las leyes federales, señor Dillman...
—Yo se lo diré: obtendré del Gobierno una autorización especial para procesar a usted y al juez Massey por ocultar pruebas y nombres a la ley federal.
—¿Qué dice? —se horrorizó Farrell, dando un paso atrás.
—Lo que acaba de oír. Entonces es posible que se descubran muchas más cosas. Citaré también a algunos testigos locales, los que he visto más indecisos y temeroso. Ellos hablarán. Si no todos, alguno de ellos, aisladamente. Ya lo sabe ahora, Farrell. Está aún a tiempo de rectificar y evitar su proceso. Piense que si logramos probar que Gacela Blanca fue linchada injustamente, y que se facilitó ese crimen por parte de ustedes..., otros muchos van a subir a la horca. El presidente pretende ser muy rígido con el que asesine a un piel roja...
Luego, echó a andar resueltamente hacia el final de la calle, al tiempo que añadía escuetamente:
—Voy a poner un telegrama urgente, por vía oficial. Nadie puede interceptarlo, sheriff, bajo riesgo de ser condenado a muchos años de prisión por quebrantar leyes federales. En ese telegrama solicitaré la presencia de otros investigadores del Gobierno, y de un juez federal que entienda el caso. Eso significará su fulminante destitución. Y la del juez Massey.
—Por favor, espero. Yo...
—Farrell, sólo tiene un camino —habló fríamente el joven Dillman—: confesar la verdad, darme nombres, aunque sean docenas de ellos. Eso salvaría su cargo... y quizá su cuello.
Edgar Farrell respiró hondo. Iba a abrir la boca, dispuesto a comenzar a decir cosas muy diferentes a las sostenidas hasta entonces. Y, de repente, descubrió allá, al otro lado de la calle, en el oscuro porche de la cantina, la figura del juez Massey, medio oculta por una columna. Junto a él, varios hombres del pueblo, los más violentos, presentes todos en el linchamiento de Gacela Blanca, esperaban algo. Sus miradas se fijaban en él y en Dillman.
Farrell sintió un frío extraño recorriendo su espina dorsal. Tragó saliva. Y, finalmente, movió la cabeza, encajó la boca, y sólo la abrió para confesar roncamente:
—Lo siento. No tengo otra cosa que decir, señor Dillman.
El agente federal no dijo nada. Se limitó a caminar hacia la oficina de la Western Union. Los ojos de Farrell, patéticos, se cruzaron con los de Massey. El juez sonrió frío, calmoso, y le hizo un gesto de calma. Luego, se volvió a los que le acompañaban. Les dijo algo. Un grupo de cinco hombres, partió silenciosamente en pos de Dillman, a prudencial distancia. Su destino parecía ser, igualmente, la oficina telegráfica.
Cuando Dillman hubo entrado en ella, los cinco hombres esperaron cosa de un par de minutos. Luego, fueron entrando por turno. Primero dos, luego uno, finalmente dos...
Dillman no volvió a salir de la estafeta. Farrell, angustiado, corrió a reunirse con el impasible juez Massey.
—Dios mío, ¿qué... qué va a ocurrir ahora? —demandó, con voz ahogada.
—No se meta en esto, Farrell —suspiró el juez—. Cuanto menos sepa, menos podrá decir.
—¡Están intentando algo contra Dillman! ¡Van a impedir que investigue en Rainbow Bridge!
—Mi querido sheriff, a veces quiere pasarse de listo, y eso es peligroso. Váyase ahora mismo a su casa, y descanse un poco. Esta es tarea mía, y yo nunca obro con violencia.
Edgar Farrell, tembloroso, indeciso, dominado totalmente por la fría autoridad del magistrado, retrocedió, se secó repetidamente el sudor, y corrió hacia su domicilio.
Apenas Massey se quedó solo, encajó duramente las mandíbulas y se encaminó rápido a la oficina telegráfica. Entró, decidido.
En tierra, yacía Matt Dillman, agente del Gobierno, con un ancho hilo de sangre corriendo desde detrás de su oreja, el rostro pegado al suelo. Los cinco hombres le rodeaban. Uno esgrimía un impreso telegráfico ya escrito. El funcionario de la estafeta, amedrentado, les miraba por debajo de su visera de celuloide, lleno de inquietud.
—No le pasará nada, si olvida todo esto —dijo con frialdad Massey. Luego, estudió el mensaje telegráfico, y rió entre dientes, estrujándolo y guardándolo en su bolsillo. Tomó otro impreso, y se encaminó a un pupitre para redactar un texto. Mientras, indagó—: ¿Está muerto?
—¿Dillman? No, juez —negó uno de los hombres—. Sólo inconsciente. Fue cosa sencilla.
—Bien. Llevadle lejos de aquí. Lo más posible. Ponedle bajo un caballo, y haced que le patee la cabeza. Tomad uno lo bastante furioso. Luego, una vez muerto, dejadlo allí, con su montura propia. Manchadle de sangre a su caballo los cascos. Y largaos. Nadie dudará de que fue un accidente desgraciado, a su partida de aquí...
—Sí, juez —afirmó su interlocutor, alejándose.
Massey, entretanto, dirigió el telegrama al mismo lugar al que era dirigido el anterior, el legítimo que redactara Dillman. Era la oficina del juez federal en Salt Lake City. En vez de reclamar nuevas investigaciones y un juez de urgencia, escribió:
«Investigado linchamiento mujer india Rainbow Bridge. Culpabilidad de ella probada. Linchada por ira popular, pese esfuerzos autoridades, por desafiar a la multitud. Todo probado. No es precisa mayor investigación. Todo en regla.
»Matt Dillman.»
Sonrió, entregándole el mensaje al funcionario de la Western Union. Aquello cerraba para todos el caso. Dillman no tardaría en yacer, con el cráneo aplastado, en alguna llanura, a algunas millas de Rainbow Bridge. Eso era suficiente.
—Asunto concluido —manifestó con una suave risa, abandonando la estafeta, tras depositar en manos del funcionario telegráfico un billete de veinte dólares—. El Gobierno no volverá a insistir en todo esto...
Los hombres enviados con el inconsciente Dillman, para fingir el accidente, ya habían abandonado el pueblo con su víctima. No había nada que temer, por lo tanto.
Pero, extrañamente, al día siguiente sucedió algo que conmocionó al pueblo entero. Y, muy en especial, al juez Massey y al sheriff Farrell. Ese algo fue el regreso de los cinco hombres enviados con Dillman. Todos volvieron a lomos de sus caballos, a paso lento y dócil. Pero todos en igualdad de condiciones: cruzados sobre las sillas de sus monturas, dejando arrastrar sus brazos y piernas, muy rígidos, a ambos lados del caballo. Y con una bala en medio de su frente, perforándoles el cráneo.
Cuando fueron descargados de los caballos, por algunos ciudadanos asustados, sus rostros se quedaron contemplando el cielo sin verlo, enormemente vidriados sus ojos, que el horror de la muerte había desorbitado.
—¡Cielos! —aulló el juez Massey, palideciendo al ser requerido para presenciar la increíble escena—. ¿Qué es lo que ha sucedido?
Al mismo tiempo, por otro punto del desierto, llegaba cansinamente un carruaje a Rainbow Bridge. Un carruaje en cuyo toldo se leía ostensiblemente:
«El doctor Kane, profesor en ciencias curativas y en nuevos hallazgos milagrosos. ¡Un dólar por el elixir de la vida y de la salud!»
Nadie en Rainbow Bridge relacionó, por supuesto, la llegada del carruaje con los trotamundos y charlatanes, con la aparición de los cinco hombres muertos.