CAPITULO PRIMERO

 

Rush Navajo Snake era su nombre. Era un tipo peculiar. Siempre lo había sido.

Posiblemente el más peculiar de todos los habitantes de aquella región. El más respetado también, e incluso el más temido. No era un hombre normal, como cualquier otro. Poseía algo que le diferenciaba del resto de la comunidad, extendida entre la larga «mesa» roja, arcillosa, y el desierto que se extendía, más allá del turbio cauce del arroyo.

Rush Snake era su nombre. Lo de Navajo era un apodo, pero no porque tuviera en sus venas sangre india, sino por su proverbial amistad con los indios de esa tribu. Más aún: su esposa era una india navajo. Hubiérase dicho que parecía, además, una auténtica princesa india, tal era su majestuosa arrogancia. Y su rara belleza.

No acostumbraba a casarse allí la gente con mujeres indias. Tampoco las deseaban, porque no eran excesivamente atractivas ni esbeltas. Pero eso no rezaba con la esposa de Rush. Ella era diferente a todas las demás mujeres navajos. Muy diferente, por cierto.

Para todos los demás blancos, ella no dejaba de ser una squaw, y así la llamaban, para molestar a Rush más que por otro motivo. Pero curiosamente, Rush no se molestaba por ello, y sonreía, afirmando que sí. Que era su squaw, y se sentía orgulloso de ello. Ante esa réplica, la gente empezó a olvidarse incluso de denominarla de modo ofensivo, e incluso apartaron de su mente el hecho de que Rush estuviera casado con una india. Al menos, la mayoría de la gente. Porque había muchos que albergaban prejuicios, discriminaciones y todo eso. Ellos eran los peores enemigos de Rush y de su mujer india. Y no todos eran hombres, ni mucho menos, una gran mayoría de damas de la localidad, condenaban ostensiblemente a Rush por su elección, y no se recataban en demostrarlo. En especial, la llamada Comunidad Femenina de la Moral, asociación de solteronas, viudas y casadas insatisfechas, para Tas cuales el hombre era, generalmente, repudiable, un ser lleno de vicios y pecados, digno discípulo de Satanás. Si ese hombre, además, elegía a una mujer de piel oscura, a una india, por ejemplo, en vez de una mujer blanca, se convertía ya a sus ojos en el mismísimo espíritu del Mal, encarnado entre los humanos para su perdición. Si la squaw de Rush Snake hubiera sido negra o china, en vez de piel roja, la situación hubiera sido idéntica. Solamente los blancos eran hijos del Señor, y limpios de culpa.

A Snake todo eso le tenía perfectamente sin cuidado. Las damas de la localidad le oran indiferentes, los hombres que no querían su amistad por ser esposo de una india, le resultaban ignorados por completo, y las miradas de posible desprecio, acusación o ira que él y su squaw despertasen a su paso, le resbalaban como la piel de la serpiente entre sus dedos, cuando las cazaba hábil y despiadadamente.

Porque ése, curiosamente, era el oficio de un hombre apellidado Snake (1).

(1) Snake: en inglés, «serpiente».

 

Cazar reptiles para vender su piel, una vez limpia, puesta a secar y debidamente tratada conforme le enseñaran a hacerlo los navajos, hermanos de raza y de tribu de su amada Gacela Blanca, que tal era el nombre, traducido de su compleja fonética india.

No era, sin embargo, un apodo. Realmente, nació llamándose Snake: Rush Snake. Y así seguía llamándose. El acostumbraba a decir que había sido premonitorio llamarse así, y que sus amigos navajos, con quienes se criara al perder a sus padres, asesinados por los buscadores de oro en tierras indias, y no por los indios, como ciertos oficiales de los «guerreras azules» pretendieran hacerle creer en su momento, esos amigos indios suyos habían observado la significación de su apellido y, más por juego que con serias intenciones, le enseñaron a no temer, en principio, a los reptiles. Luego, a familiarizarse con sus costumbres. Y, finalmente, a atacarles y vencerles, primero con cierta clase de armas y, por último, sin otras armas que sus manos. Así se había convertido Rush en cazador de víboras. Y el negocio no era malo. Las pieles eran vendidas a buen precio, especialmente a los comerciantes que traficaban con gente del Este.

No tenía competencia, porque a nadie le gustaba la idea de enfrentarse a culebras, crótalos y serpientes de todo tamaño, muchas veces poderosas con sus anillos estranguladores, y otras sutiles con su veneno mortífero. De modo que, sin competencia, y con una región virtualmente infestada de reptiles, su oficio era productivo por fuerza. Aunque terriblemente arriesgado. El sabía que alguna vez, una simple mordedura bastaría para terminar con su vida. Pero todo trabajo tenía sus riesgos. Y el Oeste estaba lleno de ellos, desgraciadamente.

Ese era el personaje. Ese era su trabajo. Esa era su joven, bella, broncínea esposa, de ojos oscuros y profundos, de boca carnosa y amable, de piel que brillaba con tornasoles de cobre vivo y palpitante. Rush Snake y Gacela Blanca eran una pareja feliz.

Y, de repente...

 

* * *

 

De repente, todo cambió en sus vidas.

Y tuvo que ser precisamente durante las fiestas locales,, cuando la gente se divertía y el alcohol corría generosamente. O quizá por eso mismo sucedió.

Lo cierto es que Rush Snake había prometido estar de regreso aquel día, para celebrar con Gacela Blanca los festejos locales. Y ella sabía que él nunca faltaba a sus promesas.

Cuando él se retrasó algo en la llegada, y oscureció la tarde, Gacela Blanca se inquietó un poco, pero siguió confiando en que Rush no tardaría en llegar. Tenía buenas noticias que darle. Sobre todo, noticias hermosas respecto a ellos dos. Y a su futuro. No sólo en cuanto a dinero, aunque la verdad era que aquel caballero, el señor Bringham, del Este, había llegado aquel mediodía, haciéndole entrega de una importante suma de dinero, a cambio de la última expedición de pieles dispuestas en el almacén. Gacela Blanca no había dudado en hacer la transacción ella misma, aun en ausencia de Rush, y contra su costumbre, porque el señor Bringham se ausentaba rápidamente, y la oferta aquélla era de urgencia, muy superior a las habituales, dada la importancia del dinero que ofrecía por toda la mercancía: exactamente dos mil quinientos dólares.

Era mucho dinero. Más del que nunca soñaron que pagase Bringham o cualquier otro comerciante por aquellas pieles de serpiente. De modo que Gacela Blanca tomó su decisión y vendió, recibiendo a cambio el pago en flamantes billetes de cien dólares. Llena de ilusión y de alegría por la satisfacción que iba a poderle dar a Rush, guardó el dinero en sitio seguro, y esperó, paciente, el regreso del hombre amado.

Porque tenía para él dos noticias, no una. Primero, le hablaría del dinero. Y cuando Rush la felicitara, gozoso, por el excelente negocio conseguido... le hablaría del niño.

El niño... El pequeño que nacería en el futuro. El doctor Mulder le había confirmado esa misma mañana la buena nueva: esperaba un bebé. Al fin iba a dar un hijo a Rush. Era el sueño de su vida.

Ella sabía que el pequeño tendría que afrontar muy duras pruebas. Sería un mestizo. Posiblemente encontraría tantos problemas entre unos como entre otros. Pero confiaba en que sería tan fuerte y tan seguro de sí mismo como su padre, para afrontarlo todo con la cabeza muy alta, con el orgullo de un kiowa y la firmeza de un hombre blanco.

El anuncio de un hijo... y el dinero suficiente para el sueño dorado de Rush: adquirir una tierra mejor y edificar una nueva casa, un hogar más digno de ambos, que supliera a la vieja edificación de troncos, pieles de búfalo y cañas. Una casa de ladrillos y adobe, en un terreno donde cultivara algo, para cuando no se pudiera vivir solamente de los reptiles, si un día faltaban las fuerzas, el arrojo o la juventud precisa para tener los reflejos tanto o más rápidos que los de tan peligrosos adversarios.

Gacela Blanca esperaba. Gacela Bianca sonreía gozosa en el humilde porche de la modesta, pero limpia casucha situada en las afueras de la población, entre cactos, árboles raquíticos y peñascos que ardían bajo el sol.

Rush estaba a punto de llegar, y, aunque se demorase, ello no hacía sino avivar su impaciencia y su interno júbilo por la marcha favorable de sus cosas. De su vida común.

Las sombras de la tarde iban haciéndose más profundas, y llegaba la noche. Luces de petróleo salpicaban de amarillas manchas brillantes la cercana población. Los gritos y canciones llegaban hasta ella, traídos por el seco aire fresco de la tarde. De vez en cuando, también disparos al aire, tronar de pólvora festiva... Lo de siempre en fechas así. La gente olvidaba sus rudas tareas cotidianas, se divertía ingenua y alegremente.

Recordó las palabras de Rush cuando se marchara esta vez a cazar nuevos reptiles.

«Volveré a tiempo para las fiestas. Te compraré un bonito vestido en algún lugar del camino, y será mi regalo para ti. Luego, nos iremos a bailar, cariño. Serás la más hermosa y elegante de todas las mujeres del lugar. Ya lo verás...»

Era su promesa. Y Rush siempre cumplía sus promesas. Por tanto, llegaría esa noche, antes de que fuera demasiado tarde para disfrutar de la fiesta, del baile, de la alegría general.

Eso... si no le había sucedido nada malo.

La idea se aferró a ella de repente, como una zarpa helada. Y tuvo miedo. Su cuerpo firme, cimbreante, de carnes fuertes y broncíneas, tembló con el repentino temor.

No, no era posible. A Rush, nada malo podía ocurrirle. Conocía demasiado bien a los reptiles. Y también a los Hombres. Manejaba tan diestramente el cuchillo de caza como el revólver. No se dejaría sorprender por serpientes venenosas ni por seres humanos peligrosos. Ella estaba segura de eso. Creía en Rush. Tenía fe ciega en él. Sabía que volvería.

De repente, sus temores se diluyeron. Su cuerpo se irguió, con un trémulo estremecimiento de emoción.

Las pisadas del caballo...

Sonaban limpiamente en la noche. Con cierta lentitud. Venían del oscuro desierto. Se aproximaban a ella, a la humilde casucha que había compartido hasta ahora con Rush, y que muy pronto quedaría atrás, para ser sustituida por un auténtico hogar, más sólido y confortable.

El caballo y su jinete se aproximaban. Ya vislumbraba la silueta en la oscuridad reinante, allá entre los cactos. Los cascos golpeaban rítmicamente el suelo pedregoso y áspero. Quizá con demasiada lentitud, pensó. Rush, en sus regresos, era más rápido, más impetuoso.

«Tal vez venía cansado. O el caballo estaba herido o fatigado», pensó.

—¡Rush! —se acercó a la valla de troncos, llamando al hombre a quien amaba—. ¿Eres tú?

Y Gacela Blanca no supo aún que no era Rush quien llegaba, sino... la Muerte.

 

* * *

La Muerte. Aquello era la muerte.

El sheriff de Rainbow Bridge se estremeció de horror ante la escena. Hubiera querido hacer algo por evitarlo, pero acababan de arrancarle el rifle de un balazo en la mano. Y cuando quiso desenfundar su revólver, un lazo rodeó su cuerpo, y alguien le arrastró, a lomos de un caballo, tirando de él y de la soga que le atenazaba, hasta dejarle jadeante, ensangrentado y maltrecho en medio del espantoso aquelarre.

El sheriff de Rainbow Bridge hubiera querido saber cómo empezó todo aquello. Y por qué tuvo que suceder. Pero él mismo estaba confuso. Muy confuso, muy aturdido. El cuerpo le dolía terriblemente, su mano sangraba por un dedo astillado por la bala que le quitara el «Winchester». Y ante él, continuaba el horror desatado, infernal, sangriento y tremendo.

—Dios mío, Dios mío... —jadeó roncamente, llevándose las manos desgarradas a los canosos cabellos, sollozando con su boca crispada, convulsa—. ¿Qué es lo que les pasa a todos? ¿Por qué hemos llegado a esto. Señor?

Se incorporó, patético, tambaleante, renqueando entre el polvo y el hedor a sangre caliente, a pólvora, a odio y a muerte. El aire olía también a petróleo caliente, a alcohol, a sudor, a miseria humana.

Edgar Farrell, sheriff del pequeño villorrio de Rainbow Bridge, cercano al desierto y cercano a los pueblos navajos y a las grandes llanuras áridas del Sudoeste, sentía aún todo su ser sacudido por el horror de las escenas vividas recientemente.

No, no parecía posible que un pueblo civilizado hubiese llegado a tanto. No podía ser que aquellas gentes enloquecidas arrollaran todo: principios, humanidad, dignidad, respeto a la ley, a la justicia, a la sagrada obligación de velar por las vidas ajenas...

Todo roto en un momento. Triturado brutalmente. Despedazado por la barbarie de unos seres que habían demostrado ahora lo feroces, lo cobardes, lo viles que podían llegar a ser.

Y sin motivo. Sin razón. Sin causa justificada, sin móvil que lo razonase.

Caminó hasta el pie del recio árbol que se alzaba en medio de la plazoleta hexagonal, a la que se abrían las callejuelas accesorias y la calle principal de Rainbow Bridge.

La noche rodeaba el lugar como un cerco tenebroso y siniestro, en el que se difuminaban las formas agrestes y hermosas del paisaje desolado, salvajemente bello, rocosamente violento, en especial en aquella forma magnífica y única del monumento natural que había dado nombre al lugar y a la región...

Y allí dentro, a la claridad llameante y dorada de los quinqués, en el pueblo poco antes pacífico, con la sana alegría de la fiesta local..., ahora la atroz realidad de un acto vandálico y feroz. Un acto mortífero sobre un ser inocente. Sobre una criatura que ningún mal pudo hacer, a juicio de Edgar Farrell. Pero que, sin embargo, ahora pendía allí, de un árbol.

Un ser humano linchado, bailoteando, cimbreándose en la noche, al extremo de la cuerda y el nudo corredizo cerrado en torno al cuello... Un cuerpo zarandeado, golpeado, arrastrado, escarnecido, insultado y escupido incluso por las muy dignas damas de la mejor sociedad local...

El sheriff se apoyó en el árbol. Vomitó, sin poder evitarlo, tras sentir unas tremendas náuseas que convulsionaron su estómago.

—Dios mío, pobre criatura... —musitó, elevando los ojos al cuerpo que oscilaba sobre él, desnudas las broncíneas piernas rígidas, a la luz de los quinqués y de las antorchas colgadas de los muros. Alrededor de él y de la persona ahorcada, nadie quedaba ya.

La gente bebía en las cantinas. Ocultaba su vergüenza en alguna parte. O su miedo. O su satisfecha perversidad de bestias humanas.

Mientras tanto, ella, la pobre, la joven y hermosa Gacela Blanca, de raza navajo, esposa de un hombre llamado Rush Navajo Snake, pendía de aquella cuerda, como un silencioso clamor de angustia hacia una sociedad y unas gentes que se llamaban honestas y civilizadas.