EPÍLOGO
FERN estaba sentada junto a la ventana contemplando la niebla que cubría las colinas del campo irlandés. No podía creer la felicidad y la satisfacción que sentía.
Su vida de hada había estado llena de diversión y frivolidad. Y, por supuesto, había disfrutado. Pero ahora, su vida tenía más sentido para ella.
El amor era algo muy poderoso. Cuanto más se daba, más se recibía. Era magia. ¡Pura magia!
Le parecía que existía para amar a Paul y a Katy. Y saber que él también la amaba, que se había entregado a ella en cuerpo y alma, era algo a lo que no podía poner nombre. No, no podía describir la belleza de ese milagro.
Paul y ella se habían casado en Irlanda dos meses después de dejar a Gillie en el avión.
Habían tenido que estirar la verdad para conseguir para ella los documentos necesarios. Por fin, el sacerdote les había declarado marido y mujer.
Katy había asistido a la ceremonia, igual que los padres de Maire, que habían sido los testigos de la boda. Se habían encariñado con ella desde el primer momento, y estaban encantados de que Paul se hubiera casado con otra irlandesa.
Irlanda era el lugar perfecto para la ceremonia. Paul y ella habían ido de viaje al norte para pasar unos días solos, su luna de miel. Katy se había quedado con sus abuelos.
Fern sonrió, cosa que no dejaba de hacer últimamente. Lo único que tenía que hacer era pensar en Paul y sonreía.
Era de noche, hora de ir a la cama. Era el momento del día preferido de ella.
Por las noches, en la oscuridad, en la cama, los dos habían descubierto los secretos que ella tan desesperadamente había buscado.
Sonrió traviesamente, con languidez y sensualidad. Paul reavivaba esa parte de ella, ese deseo que culminaba con una intensa satisfacción.
Los secretos que Paul le había revelado eran asombrosos. El enigma de lo que ocurría entre un hombre y una mujer era algo por lo que valía la pena ser mortal.
En ese momento, Fern vio unas luces parpadeantes afuera. Brillantes cuerpos diminutos que revoloteaban delante de la ventana.
Fern se echó a reír, encantada de que sus amigas hadas hubieran ido a visitarla.
-Soy feliz -les dijo-. Soy más feliz de lo que había creído posible.
Paul le rodeó la cintura y su aliento le acarició el oído.
-Yo también soy feliz -murmuró él.
Fern se volvió y vio que Paul no se había dirigido a ella, sino a las hadas que habían ido a verlos. Aunque no podía ver sus pequeñas caras, podía sentir su felicidad. Sus amigas estaban encantadas de que fuera tan feliz y le desearon lo mejor.
Paul la levantó en sus brazos y la besó en la boca. El deseo se le agarró al estómago, deseosa de darle placer y de recibirlo.
-Te necesito -susurró Paul-. Vamos a la cama.
-Creo que es la mejor cosa que he oído en todo el día -contestó Fern.