CAPÍTULO 10
¿SIGUES enfadado y negándote a hablar conmigo? -le preguntó a Paul desde el umbral de la puerta del cuarto de Katy.
Paul estaba sentado en la mecedora acunando a su hija. La imagen de ambos juntos era enternece-dora. A Fern le dio la impresión de estar interrumpiendo un momento especial entre padre e hija, a pesar de ser la hora en que Katy, normalmente, se echaba la siesta. No obstante, se había pasado toda la mañana esperando a que Paul le hablara sin obtener resultados.
-No estoy enfadado, Fern -respondió él-. Entra, podemos hablar aquí si quieres. Sé que debería acostar a Katy en la cuna; pero si hablamos en voz baja, no la despertaremos. Está completamente dormida y me gusta tenerla en brazos.
Paul depositó un suave beso en la frente de su hija y añadió:
-Está creciendo demasiado de prisa. Tú me has ayudado a notarlo. Quiero disfrutarla todo lo que pueda.
Al adentrarse en la habitación, a Fern le cautivó la intensidad con que Paul la miró.
-También quiero disfrutar todo el tiempo que pueda contigo, Fern -dijo él-. Al parecer, estás decidida a dejarnos pronto.
Paul había empleado un tono muy suave de voz, pero le afectó más que si le hubiera gritado esas palabras. Súbitamente, pareció faltarle el aire y las rodillas le flaquearon. Sin pensar, Fern se sentó en el suelo a unos pasos de la mecedora.
-No quiero que el tiempo que nos quede de estar juntos lo pasemos enfadados el uno con el otro -Paul se interrumpió y respiró profundamente-. Esperaba que te quedaras, pero has dejado muy claro que quieres volver a Irlanda.
Paul se humedeció los labios y ella recordó los besos que le había dado. Se le encogió el corazón.
El rostro de Paul mostró pesar.
-Siento haberte asustado anoche. Siento haberte presionado. No era mi intención asustarte de tal manera como para que llegaras a los extremos que llegaste con el fin de hacerme comprender que no querías saber nada de mí.
-Oh, pero... sí quería. Sigo queriendo.
-En ese caso, ¿por qué todas esas invenciones? -preguntó Paul, pero no había irritación ni enfado en su voz. No, estaba confuso-. ¿Por qué quieres volver a Irlanda?
¡Lo que ella quería era quedarse! Pero no podía. No podía.
-Tengo que regresar, Paul -respondió Fern-. Al menos eso tienes que comprenderlo.
Paul sacudió la cabeza.
-No te comprendo, Fern. He tratado de explicarte lo que siento por ti, pero lo único que he conseguido con eso es obligarte a inventar una sarta de tonterías. Admito que tus invenciones son muy entretenidas, pero tienes que reconocer que lo que dices es una locura. Y
luego la ocurrencia de ir a Central Park en mitad de la noche tú sola. Todavía no sé cómo llegaste.
Paul se interrumpió y pareció contener un estremecimiento.
-No quiero ni pensar en los riesgos que has corrido.
Fern deseó acariciarle el rostro, tocarle, pero no se atrevió. Corría el riesgo de perder por completo sus poderes, lo presentía. Temía que cualquier contacto físico con Paul le impidiera volver a realizar la metamorfosis.
-Siento que te preocuparas, de verdad que lo siento. Pero Gillie necesitaba...
Paul dejó escapar el aire sonoramente. Después, esbozó una triste sonrisa.
-¿En serio crees que esa historia del hada que me has contado va a cambiar lo que siento por ti? Pues te equivocas. Aunque me dijeras que eres una sirena me daría igual. Sin embargo, sigo queriendo saber que...
-Paul, no digas nada más -Fern sintió una imperiosa necesidad de hacerle callar-. Por favor, no continúes, es peligroso para mí. Lo digo en serio. Verás... lo peligroso es lo que yo siento por ti, ha estado a punto de hacerme perder los poderes. No puedo permitirte que sigas hablando de ello.
Paul apretó los labios y guardó silencio.
Fern le dedicó una leve sonrisa.
-Soy un hada, Paul, y me gusta serlo. Es una vida muy alegre la de las hadas, libre. Y vivimos siempre. Bueno, nuestra vida no es exactamente eterna, pero dura cientos y cientos de años.
Paul la miró fijamente.
-Sí, ya sé que no crees ni una palabra de lo que te estoy diciendo, Paul. No sabes lo que me gustaría encontrar la forma de convencerte.
De repente, el rostro de Fern se iluminó.
-Paul, conocía a Maire desde que era un bebé. Jugaba con ella igual que he jugado con Katy cuando habéis ido a Irlanda de visita.
-Fern, por favor.
-No, en serio -insistió ella. Tenía que encontrar la forma de persuadirle de que estaba diciendo la verdad-. Puedo contarte muchas cosas sobre ella. Era un bebé encantador. Tenía la piel muy blanca, como la mayoría de la gente de la isla Esmeralda, pero el pelo tan negro como el azabache, espeso y liso.
Cerrando los ojos, Fern reavivó su memoria. Pensó en los ratos felices que había pasado con Maire.
-Y tenía los ojos azules como el cielo de verano, le brillaban de curiosidad, entusiasmo e inteligencia. Y cómo le gustaba reír. ¡Era muy creativa! -los ojos de Fern se agradaron y la sonrisa se hizo más abierta-. Le encantaba cantar y bailar. Cuando ya andaba, entretenía a todos los del pueblo con las canciones que se inventaba. ¿Sabías que también escribía poesía?
Escribió libros de poesía con ilustraciones propias. Pero esos libros los escondió, no quería que los viera nadie, ni siquiera su madre. Los escondió en la parte de atrás de su armario. Y lo hizo antes de que le llegara el tiempo en el que se cuestionara la existencia de las criaturas mágicas.
Paul se había quedado inmóvil.
-Los niños pueden vernos -dijo Fern en voz baja-. Maire me veía, y también a mis amigas hadas. En general, los niños, cuando se van haciendo mayores, dejan de creer; hacen demasiado caso a los adultos, que no creen en nosotros. Los niños dejan de creer en la magia, en el mundo mágico. Eso es lo que ocurre normalmente; sin embargo, Maire no se olvidó del todo de nosotros. El recuerdo se hizo vago en ella, pero seguía vivo. ¿De dónde crees que ha salido todo esto?
Fern extendió los brazos, indicando el mural que Maire había pintado para su hija.
Señalando un hada en la pared, Fern dijo:
-Ahí está la prueba de que nunca me olvidó. Igual que yo no me olvidé de ella. Me pintó en esa pared y también hizo un dibujo mío en el libro. No, Paul, yo tampoco me olvidé de ella. Fueron esos recuerdos los que me hicieron volver al cuarto de Katy cuando estuvo de visita en Irlanda. Hasta cierto punto, podría decirse que Maire me llevó hasta Katy. Ella también me trajo a ti. Es por ella, por creer en mí, por lo que fui capaz de poder ayudarte cuando me necesitaste.
En silencio, Paul contempló el mural, fijándose en la criatura mágica que Fern había señalado.
El repentino alivio que sintió la hizo relajarse. Se había explicado lo mejor posible, no podía hacer nada más.
Los labios de Fern esbozaron una sonrisa.
-No importa que no me creas. Eres humano, un humano adulto. Los humanos adultos no creen. De hecho, es vuestra incredulidad lo que nos protege. Lo único que realmente quiero que comprendas es que, aunque puede que yo no quiera regresar a Sidhe, debo hacerlo. Es de donde vengo y es el lugar al que pertenezco.
Paul se quedó en silencio durante un buen rato. Sentado, la miraba con intensidad.
Por fin, murmuró:
-Si tienes que regresar a Sidhe, yo me aseguraré de que vayas.
Una suave brisa estival movió las cortinas de la habitación de Katy. Con ternura, Paul tumbó a su hija en la cuna y la cubrió con una colcha. Su hija era un tesoro, pensó mirándola.
Fern se había marchado hacía un momento, dejándole a solas con Katy. Él le había prometido buscar en Internet el primer vuelo que saliera para Irlanda. También le había prometido llevarla al aeropuerto.
Al levantar la cabeza para mirar al hada pintada en la pared, el hada con rizos cobrizos que Maire había colocado delante de la cuna de su hija, Paul reflexionó sobre lo que Fern le había dicho.
¿Cómo podía saber Fern todas esas cosas de Maire? Por supuesto, la descripción física podía haberla sacado de las fotos que había por toda la casa. No obstante, Fern había descrito el carácter de su difunta esposa a la perfección. Maire había poseído una cualidad infantil que la madurez no había logrado hacer desaparecer.
En ese último viaje que él había hecho a Irlanda, los padres de Maire se habían sobrepuesto al dolor de su pérdida hasta el punto de poder disfrutar hablando de ella. Le dijeron que, en el pueblo, a Maire la llamaban «pequeño rayo de luz» porque a todos hacía sonreír con sus bailes y sus canciones inventadas.
Él no había sabido nada de eso hasta que sus suegros se lo dijeron. Lo que sí sabía era la afición de Maire a escribir poesía desde muy tierna edad.
Paul salió del cuarto de Katy. Sentía la imperiosa necesidad de ver el contenido de la caja con las cosas de Maire. Jamás se le había pasado por la cabeza deshacerse de ella, a sabiendas de que, algún día, a Katy le gustaría ver los objetos que habían pertenecido a la madre a la que no conoció.
Se detuvo en el pasillo. La casa parecía vacía. Se preguntó adonde habría ido Fern.
La puerta del ático se abrió con un crujido. Subió con cuidado la estrecha escalinata.
Hacía calor en el desván y el polvo cubría los muebles almacenados allí y los baúles.
Paul se acercó a una estantería y agarró una caja de cedro. La abrió.
Rebuscó entre los objetos de la infancia de Maire: fotos, un yo-yó, una tarjeta de felicitación, un diario... y, en el fondo de la caja, encontró lo que estaba buscando. Un libro de poesía hecho a mano.
Paul sacó de la caja el delicado volumen de cartón y volvió a depositar la caja en la estantería. Sonrió al ver las flores dibujadas en la cubierta. Se veía que estaban dibujadas por un niño, pero también que el niño en cuestión mostraba un gran sentido artístico.
Con cuidado, Paul abrió el libro por la mitad y leyó una larga y elaborada oda sobre la naturaleza y las cosas que ofrecía. Sí, a Maire le había encantado escribir poesía. Utilizaba el verso y la rima para expresar lo que pensaba sobre cualquier cosa. De niña había creado sus propios libros, y los había guardado en secreto. Eran su tesoro, le había dicho a él cuando se lo contó después de casarse.
Sin embargo, Fern lo sabía.
Un brillo en la periferia de la vista llamó su atención. Pero cuando volvió el rostro, no vio nada fuera de lo normal. Suspiró y reanudó la lectura del libro de poesía infantil de Maire.
Entonces, lo vio otra vez; o creyó que lo vio. Pero cada vez que intentaba capturar la luz con los ojos, desaparecía. Hizo un esfuerzo por relajarse y bajó la vista al suelo, con todo su cuerpo vigilante.
Fue entonces cuando lo vio. Era como el reflejo del cristal al sol.
La lógica y la razón iban en contra de la creencia. Sin embargo, sin pensarlo mucho, Paul susurró:
-¿Fern?
Y sonrió.
-Fern, creo -dijo Paul en voz más alta.
El aeropuerto estaba rebosante de actividad.
Paul había cumplido su promesa, había mirado en Internet y se había enterado de la hora a la que salía el primer vuelo para Irlanda.
Tras el encuentro con Paul en el desván, Fern había decidido transformarse en humana e ir a dar un paseo por la pradera de detrás de la casa de Paul. Gillie le había advertido del peligro de la aventura, pero ella se había echado a reír. Las hadas no podían resistirse a las aventuras, peligrosas o no. Además, quería experimentar el mundo de los mortales por última vez.
Había disfrutado enormemente el calor del sol, la hierba bajo sus pies y la brisa acariciándole la piel. Y esa piel tenía millones de terminaciones nerviosas que anhelaban el contacto con Paul.
Paul había prendido un misterioso fuego en ella. La había hecho sentir cosas extrañas y maravillosas.
Sus caricias. Sus besos. Sólo con pensar en ello... Había secretos aún no descubiertos y sólo podría descubrirlos si permanecía en su estado humano.
Fue en ese instante cuando se dio cuenta.
¡Tenía elección!
El descubrimiento le causó excitación, pero también miedo. Quiso correr para hablar con Paul, para discutir con él las opciones que tenía.
Sin embargo, al volver a la casa, lo encontró diferente. Algo había cambiado en él, algo que la hizo contenerse. Y cuando él la miró, vio en los ojos de Paul asombro, pero también temor.
Durante el trayecto al aeropuerto, ambos habían guardado silencio. Katy, en el asiento posterior, reía con Gillie.
-Ése es el número del vuelo -le dijo Paul deteniéndose delante de una de las pantallas con la lista de las salidas de los vuelos-. La Puerta A siete es la tuya. El vuelo no está retrasado.
Tú... y Gillie no podéis perder tiempo.
Fern no sabía qué pensar. Se volvió a él, pero fue incapaz de sonreír.
-Tenemos que despedirnos.
Paul se pasó a su hija de un brazo a otro. Gillie había hecho un excelente trabajo distrayéndola durante el trayecto de la casa al aeropuerto.
A Fern le dio la impresión de que Paul quería decirle algo. Deseó que lo hiciera.
Cualquier cosa era mejor que ese silencio.
Por fin, Fern no pudo aguantar más.
-Quiero que sepas que lo he pasado muy bien -dijo ella-. Sé que me va a costar más de una reprimenda y que quizá me sienta marginada durante un tiempo, pero... En fin, ha valido la pena. Ha sido maravilloso estar contigo... y con Katy, por supuesto.
Paul la miró fijamente con una extraña expresión en los ojos. ¿Angustia?
¿Desesperación? Fern no lo sabía exactamente.
Por fin, Paul dijo:
-No quiero despedirme de ti, Fern. Ya he sufrido demasiado, no quiero seguir sufriendo.
No quiero perderte -Paul apretó los labios y sacudió la cabeza-. Me parece que no me estoy expresando muy bien.
El dolor le humedeció los ojos.
-Es irónico que un hombre que se gana la vida jugando con las palabras no pueda decir lo que siente. Pero eso es lo que me pasa desde que estoy contigo, Fern, el mundo me da vueltas.
A Fern se le hizo un nudo en el estómago.
-¿Ha sido malo para ti que viniera?
-¿Cómo puedes hacerme una pregunta así? -Paul sacudió la cabeza-. No, claro que no.
Tenerte aquí ha sido una verdadera maravilla.
Una lágrima resbaló por la mejilla de Paul.
-Ha sido una felicidad que no quiero que acabe -añadió Paul.
El mundo entero pareció iluminarse. ¡Paul no quería que aquella felicidad acabara... y ella tampoco!
Quedarse con Paul y Katy era lo que más deseaba. Prefería estar con ellos a volver a su universo encantado, a las verdes colinas de Sidhe, a sus amigos.
Y si eso era lo que quería, ¿por qué no podía tenerlo? ¿No había llegado a la conclusión de que tenía elección?
Quedarse allí, ser humana, le había dado satisfacción, un sentido a su existencia que no había experimentado en su mundo mágico.
Amaba a Paul con todo su ser y quería estar con él, aunque eso supusiera someterse a la mortalidad. Daba igual si estaba un año o cincuenta. Lo único que quería era pasar el resto de su vida, durara lo que durase, con él.
Tras tomar la decisión, se volvió a Paul con la intención de decirle lo que pensaba; pero antes de poder pronunciar palabra, oyó anunciar por los altavoces el número de su vuelo.
Fern parpadeó.
-¡Tenemos que despedirnos!
Paul le acarició la mejilla.
-Adiós, mi dulce Fern.
Ella abrió mucho los ojos y le tomó la mano.
-No, no me digas adiós a mí, sino a Gillie -dijo Fern-. Tiene que meterse en el avión inmediatamente si no quiere perderlo.
Una inmensa alegría le hizo sonreír.
-¿Te quedas?
Fern sonrió traviesamente.
-Ni el dullahan haría que me marche ahora que sé que quieres que me quede.
Paul la abrazó.
-Quiero que te quedes.
Un reconfortante calor la envolvió.
-Cuando estábamos en el desván y dijiste que creías, me pareció como si el corazón fuera a salírseme del pecho, Paul. Se necesita mucho valor para admitir algo que para vosotros es tan descabellado.
Paul lanzó una carcajada.
-No tuve que mostrar tanto valor, Fern, estaba solo. O casi solo. Nadie me oyó, aparte de ti.
-En eso te equivocas, Paul -le dijo Fern-. El universo lo oye todo. Uno no puede echarse atrás.
-No quiero hacerlo.
Tras vacilar un momento, Fern dijo:
-Tenía mucho miedo. Después de decir que creías, empezaste a mirarme de una forma muy extraña, lo vi en tus ojos. Era como si pensases que soy un monstruo.
Paul negó con la cabeza.
-No, no era eso en absoluto. En primer lugar, estaba atónito. Luego... me sentía sobrecogido.
Fern sintió una inmensa alegría.
-Es tal y como tú has dicho -continuó él-: cuando somos niños, creemos en la magia y en las hadas; pero cuando nos hacemos mayores, acaban convenciéndonos de que esas cosas no son reales. Pero tú me has hecho ver que la magia está presente, que los cuentos de hadas son reales y que los finales felices existen.
Paul la besó en la punta de la nariz y añadió:
-Lo que verdaderamente importa es que este cuento de hadas va a tener un final feliz.
Entonces, Paul pareció preocupado de repente:
-Fern, los humanos no vivimos eternamente. Vas a tener que renunciar a mucho si permaneces como ser humano. Quizá sea demasiado.
Con ternura, Fern le puso los dedos en los labios.
-Sería capaz de renunciar a todo lo que el mundo mágico puede ofrecer por pasar sólo un día contigo, Paul.
Una inmensa gratitud oscureció los ojos de él.
-Te amo, Fern.
Paul bajó la cabeza para besarla, pero antes Fern consiguió susurrar junto a sus labios:
-Y yo también te amo, Paul. Y te amaré por siempre jamás.
Sus labios se unieron en un dulce beso lleno de promesas.
Los altavoces volvieron a llamar a los últimos pasajeros del vuelo a Irlanda.
Fern interrumpió el beso.
—¡Gillie! -miró a su alrededor-. Gillie, saluda de mi parte a todo el mundo en Sidhe.
Diles que no se preocupen por mí, que estoy bien.
Fern rodeó la cintura de Paul con un brazo y añadió:
-Estoy donde tengo que estar.