Capítulo 9

Estaba tan sobresaltado que por el camino estuvo a punto de tener un accidente con una furgoneta aparcada en doble fila cuando se saltó un semáforo.

No había soportado que lo llamara anciano. Deseaba estrangular a su hija. La idea del crucero le parecía sencillamente ridícula. Tan ridícula como la de encontrar a una buena mujer. Parecía insinuar que a su edad ya no podía mantener una vida sexual activa.

Los jardines que rodeaban la casa de Angel, que habían sido devastados por miles de litros de agua y el peso de los camiones de los bomberos, ya habían sido replantados.

Alex aparcó y se dirigió hacia la casa a toda velocidad.

—¡Ángel! —exclamó—. ¡Ven aquí! ¡Esto es una emergencia!

Ángel estaba en la bañera. Al oír la voz, miró hacia la pequeña ventana del cuarto de baño. Podría haber jurado que se trataba de la voz de Alex.

Pero no lo creyó. No en vano, había estado escuchando su voz todo el tiempo desde que se marchó de aquella casa. Intentaba no pensar en él, pero no lo conseguía.

Escuchó que alguien llamaba al timbre de la puerta e intentó recordar si la había cerrado.

No lo había hecho. Hacía mucho tiempo que se comportaba con algo más que ligereza a causa de su estado sentimental.

—¿Ángel? ¿Dónde demonios estás? —preguntó él.

Pudo escuchar sus pasos en el salón y en la cocina.

—Sé que estás en alguna parte, porque he visto la furgoneta aparcada fuera, y el invernadero está cerrado.

Había cerrado el invernadero, pero se había olvidado de cerrar la puerta de su casa.

Cada vez estaba más despistada.

Al oír que se abría la puerta intentó tomar el albornoz. Pero no lo consiguió. La toalla estaba en la pared opuesta. No había cortina en el baño, entre otras cosas porque la ventana daba a la bañera y no habría tenido sentido poner una cortina que tapara la luz. En cualquier caso, nunca se duchaba. Prefería los baños, cálidos y largos.

Alex la miró. Abrió la boca para decir algo, pero no lo hizo. La miró de arriba abajo, atónito. Contempló sus anchas caderas, sus hermosos senos, sus manos, y hasta una tirita que llevaba en el pulgar, porque se había hecho una herida al trabajar con unos guantes que tenían un agujero.

—Lo siento —susurró él.

—¿Que lo sientes?

Ángel también lo sentía. Sentía que no la hubiera descubierto tumbada en el sofá, comiéndose unas uvas y vistiendo algo provocativo.

—¿Te importaría darme el albornoz y salir de inmediato de mi cuarto de baño? —

preguntó.

Alex se apresuró a obedecer y le dio el albornoz.

—Tengo que hablar contigo —dijo él.

—Pues espérame en el salón.

—¿Dónde...?

—Cruza el porche, pasa por la cocina y lo encontrarás. ¡Sólo tengo cinco habitaciones, por Dios! Y ahora, ¡sal de aquí!

Alex salió del cuarto de baño, llevando consigo la indeleble imagen de una pequeña figura femenina y de sus pequeños senos, unos senos que lo habían excitado mucho más que ningunos otros desde que cumplió trece años.

En cuanto a las maravillas que escondían sus piernas, prefería no pensarlo. Intentó recordar por qué razón se encontraba allí. Y de repente no lo supo. Tal vez hubiera ido para seducirla, o para convencerla de que regresara de nuevo a su casa.

Se sentía demasiado viejo para enfrentarse a aquellos problemas. Obviamente de joven no le sucedía lo mismo. Entre los dieciocho y los veinticinco años la sangre impulsaba a los jóvenes a arrojarse de cabeza a cualquier relación. Suponía que tenía algo que ver con el instinto natural de multiplicar la especie.

Pero aquello era distinto. Según decían los expertos, su momento de mayor empuje sexual ya había pasado, pero en cualquier caso no le importaba mucho lo que dijeran.

Lo importante era que no quería multiplicar especie alguna. Sólo quería sexo, pura y llanamente.

Sólo quería a Ángel.

—Y bien, ¿qué es tan importante como para irrumpir así en mi casa?

Al escuchar el sonido de su voz dio la vuelta, con una expresión culpable en sus patricios rasgos. Angel estaba en el umbral, con los brazos cruzados.

—Es algo referente a Sandy.

—¿Qué ha hecho ahora? ¿Está bien? Por Dios, dímelo de una vez.

—Está bien —acertó a decir.

Alex decidió que estaba perdido. No podía hacer nada cuando la veía con uno de sus pijamas rojos, y lo mismo sucedía cuando se ponía aquel mono verde con el nombre de Perkins Landscaping and Nursery en la espalda.

Pero con el albornoz blanco y marrón que llevaba, que le quedaba demasiado grande, resultaba letal. Por su escote, casi podía ver cierta parte de su anatomía.

Y aquello eliminaba cualquier posibilidad de sentirse cómodo. Estaba excitado y no podía hacer nada, salvo intentar no mirarla demasiado mientras intentaba recobrar el control.

—Tranquilo, chico —murmuró.

—¿Qué?

—Decía que... Sandy me preocupa mucho esta vez, Ángel. Me gustaría que hablaras con ella, si no te importa —explicó, ruborizado.

Ángel se sentó en una mecedora bastante desvencijada. El albornoz se abrió ligeramente entre sus piernas y pudo ver que también llevaba una venda en la rodilla.

—¿De qué se trata esta vez, de Arvid?

—¿De quién?

—Del chico del deportivo.

—Oh, no. Es sobre mí.

Ángel empezó a mecerse. La ayudaba a tranquilizarse cuando tenía un problema, y aquél lo era.

Alex se acomodó a cierta distancia de ella, pero no le sirvió de mucho. Ángel sabía cómo se sentía. En su interior hervía el mismo deseo que la devoraba, pero podía jugar con cierta ventaja que siempre tenían las mujeres. Podía comportarse con frialdad, de tal forma que él no lo sospechara.

—¿Qué ocurre? —preguntó ella.

Alex se echó hacia atrás en su asiento.

—Como he dicho, se trata de Sandy.

—Dijiste que era algo relacionado contigo.

—Sí, bueno, es una manera de hablar.

—Mira, ¿vas a decirme qué sucede o no? Tengo otras cosas que hacer.

—¿Tienes una cita?

Estuvo a punto de mentir y decir que sí, pero nunca había sido una buena mentirosa.

Era demasiado transparente. Cuando mentía se ponía colorada, y según Gus sus ojos adoptaban un brillo cristalino como el de un pez. De modo que había aprendido a decir la verdad y enfrentarse a las consecuencias.

—Tenía intención de cambiar el papel pintado de mi habitación. Huele a humo, y está bastante más oscuro desde el incendio.

—Sandy me ha dicho que lo que necesito es sexo, y que no me vendría mal un crucero, en el que podría encontrar a una buena mujer. ¿Podría decirme alguien qué demonios les ocurre a los chicos de hoy en día?

Ángel tardó unos segundos en hablar. Y cuando lo hizo, se expresó con total tranquilidad.

—Los chicos de hoy son como los de siempre. Aunque en algunos sentidos son más listos.

—¡Pues no quiero que se meta en mi vida!

—Bueno, no creo que lo haya hecho.

—¿Quieres decir que no hablaba en serio?

—No estoy segura. De todas formas, ¿por qué salió el tema de conversación?

—Por mi humor —contestó.

—Bueno, a mí no me culpes. He hecho todo lo posible para que te encontraras mejor.

—¿Que has hecho qué? —preguntó, sin comprender que no fuera consciente del efecto que causaba en él.

—Te dije que además de la nueva dieta tenías que hacer ejercicio. Estar sentado todo el día detrás de un escritorio...

—¿Quieres dejar en paz ese aspecto de mi vida?

Durante un instante había creído que Ángel se refería a otra cosa. A un ámbito de su vida que se había exacerbado por completo con su presencia.

—Si insistes... Pero hasta tú deberías saber que si te cuidaras más físicamente no estallarías tan a menudo.

—¿Hasta yo? ¿Qué quieres decir con eso?

—Lo que he dicho. Mírate. Parece que va a darte algo de un momento a otro, y eso que sólo estamos charlando. ¿Nunca has leído nada sobre geología? Ya sabes, placas tectónicas, acumulaciones de gas, volcanes y cosas así. Todo tiene que ver con la presión. Las altas presiones buscan los puntos débiles para poder salir.

—Ya veo.

Ángel se levantó y se ajustó un poco el albornoz.

—Bien, me alegro de haberte podido ayudar.

Entonces lo miró y dio un paso atrás, insegura.

—¿Alex?

Alex avanzó hacia ella, comportándose como si fuera un león hambriento en busca de una víctima.

—¡Alex!

Alex pensó que Sandy tenía razón. Necesitaba sexo. Habían pasado años desde la última vez. Pero el problema estribaba en que sólo quería hacerlo con Ángel Wydowski. La misma Ángel Wydowski que había despertado su deseo veinte años atrás.

—Deja de huir de mí, maldita sea, no voy a hacerte daño —dijo él—. No pienso hacer nada que no quieras que haga. Pero tienes que decírmelo, Ángel.

—¿Decirte qué? —preguntó en un susurro.

—Decirme que no me deseas. Que quieres que me marche. Que...

—¿Alex?

—¿Qué?

—Cállate.

Entonces dio un paso al frente y él la abrazó.

De algún modo se las arreglaron para llegar a su dormitorio, con su papel pintado ennegrecido y la cama de hierro de color marfil que había pertenecido a la tía Zee.

Angel se había librado de la mayor parte de los muebles cuando murió Cal, vendiéndolo todo salvo unas cuantas cosas de su propia familia.

Y ahora se alegraba de haberlo hecho. Toda su vida había deseado a Alex Hightower, pero no habría podido hacer el amor con él en la misma cama en la que dormía con Cal.

—¿Estás segura? —preguntó él, mientras se quitaba la camisa.

—Estoy segura.

Ángel pensó que tal vez se arrepentiría, pero se habría arrepentido más si no lo hubiera intentado.

Estaba segura de no poder amar a otro hombre, y precisamente aquél era el problema. Alex la toleraba, hasta le gustaba cuando no estaba furioso con ella, y sin duda la deseaba. Pero intentó convencerse de que en ocasiones las cenicientas con botas militares conseguían el amor del príncipe azul.

Se quitó el cinturón del albornoz, con gesto de triunfo. Por fin iba a saber lo que se sentía haciendo el amor con Alex Hightower.

—Angel, no he traído nada. ¿Utilizas algún anticonceptivo?

Ella apagó la luz, de tal forma que la habitación sólo estaba iluminada por la tenue luz que entraba desde el exterior.

—No te preocupes, todo está bajo control —mintió.

Casi estaba segura de no poder quedarse embarazada. Durante su relación con Cal no lo había conseguido, aunque en cualquier caso él no deseaba tener hijos. Desde su separación, no se había acostado con nadie. De hecho, unos cuantos meses antes se había hecho varias pruebas, en cuanto averiguó que Cal se acostaba con otras personas.

Una de las cosas que más le gustaban en Alex era su personalidad, diametralmente opuesta a la de Cal.

Cuando Alex se quitó los pantalones y los calzoncillos, quedando desnudo en todo su esplendor, Angel no fue capaz de contener una expresión de sorpresa.

—Oh, Dios mío.

Era maravilloso. Lo había visto muchas veces en pantalones cortos y camiseta. Estaba preparada para enfrentarse a unos hombros anchos, a un fuerte pecho cubierto de vello oscuro, a sus estrechas caderas y a sus musculosas piernas. Pero a pesar de todo se sorprendió.

Los dos se miraron.

—Oh, Dios mío —repitió ella, dejando caer su albornoz.

Avergonzada, señaló la cama y preguntó:

—¿Vamos a la cama? ¿Debemos...?

—Claro, ¿por qué no?

Alex apenas reconoció su propia voz. Estaba temblando. Si perdía el control en aquel instante nunca seria capaz de volver a mirarla a la cara. De modo que apartó las sábanas con manos inseguras e intentó recordar lo que había dicho sobre la presión.

Había comentado que estaba viviendo bajo una presión constante, y sólo había un deporte que pudiera curarlo.

El sexo.

Ángel se metió en la cama y se tapó hasta el cuello. Alex pensó que en algunas cuestiones Ángel seguía siendo tan inocente como él mismo de joven.

Pero él también lo era en lo relativo a ella. Por razones que no podía comprender, era muy importante que aquello saliera bien, que se convirtiera en algo memorable para ambos. Tal vez entonces podría alejarse sin aquella sensación de vacío. De hecho, no había querido intentarlo hasta aquel día por miedo a la sensación de pérdida que con toda probabilidad tendría después.

Se acostó junto a ella y dijo:

—No me digas que estás nerviosa.

—Claro que no —negó con rapidez—. Sí, lo estoy, he de admitirlo.

—Yo también. ¿Qué tontería, verdad? A nuestra edad.

Ninguno de los dos tenía ganas de reír. Alex sólo deseaba tomarla, acariciar todo su cuerpo, probar la textura de su piel con las manos; deseaba probar sus labios, el sabor de su lengua. Y sólo entonces, cuando ya no pudieran esperar un instante más, entrar en su cuerpo y deshacerse en él, escuchando su nombre en boca de Ángel y notando sus temblores.

—Puedes besarme otra vez. Es una buena manera de empezar —sugirió ella.

Alex rió.

—¿Estás diciéndome que eres una experta en estas cuestiones?

—Estoy en el negocio de la jardinería, ¿recuerdas? Algo tendrá que ver, digo yo. El instinto de continuación de la especie.

—Ni lo pienses.

Pero mientras se inclinaba sobre su cuello imaginó un pequeño Hightower pelirrojo, con el carácter que siempre habían tenido los Wydowski.

La besó en las orejas y en el cuello, bajando después hacia sus senos. Ella se estremeció y empezó a acariciarlo, aferrándose a él apasionadamente.

—Ten cuidado... —dijo él, casi sin respiración.

Pero Ángel no quería ser cuidadosa. Lo quería todo y al mismo tiempo, sin fin. Lo quería en aquel instante. Se arqueó y le ofreció sus senos, sin avergonzarse. Alex la hacía sentirse deseada. Le hacía sentir que podía volar.

—Mi dulce Ángel. No sabes cuánto tiempo he esperado a que llegara este momento.

Ángel no tomó en consideración sus palabras. Pensaba que sólo lo decía porque era lo típico en una situación así.

—Oh, Alex, ¡por favor...!

Alex la miró con ojos llenos de pasión. Una fina capa de sudor cubría su cuerpo, que brillaba bajo la luz. Entonces entró en ella, lentamente, como si temiera hacerle daño.

Fue un instante maravilloso. Un instante en el que sintió que lo poseía por completo, en cuerpo y alma.

Poco a poco empezaron a moverse. La tensión fue creciendo y sus movimientos se hicieron más rápidos y rítmicos. Y cuando pensaba que iba a morir de deseo ambos llegaron al éxtasis conjuntamente, estremecidos.

Despertó entre sus brazos bajo la suave luz que entraba por la ventana, y no le extrañó la sensación de no encontrarse sola en la cama. Había deseado mucho aquel momento, y era algo más real que la propia realidad.

Probablemente se trataba de algo más que peligroso, pero pensó que podía dejarse llevar un rato más.

Al menos, hasta que el teléfono empezó a sonar.

—Probablemente es para ti —murmuró ella—. Nunca recibo llamadas a estas horas de la noche.

—Ni yo. Puede que se hayan equivocado.

—Puede ser.

Ángel se movió un poco y empezó a acariciarlo en el pecho, causando una interesante cadena de reacciones.

El teléfono dejó de sonar. En el largo silencio que siguió, empezó a trazar una línea sobre su piel, dirigiéndose hacia su cuello y bajando después por su estómago hasta la zona más peligrosa de todas. Hacia la región volcánica.

—Estás a punto de meterte en problemas —susurró él, con voz profunda.

Sin embargo, siguió tumbado con los brazos detrás de la cabeza, dejando que explorara su cuerpo.

—¿Vas a causarme alguno? —preguntó ella.

—¿Algún problema?

—Lo que sea.

Alex se dio la vuelta y la tomó de la mano.

—Puede que esté considerando la posibilidad. Dijiste que eras una amazona experimentada, ¿no es cierto?

—No mucho, la verdad —admitió, recordando su mentira—. Pero aprendo deprisa.

Los ojos de Alex se oscurecieron. La tomó y la llevó encima de su cuerpo. Pero el teléfono empezó a sonar otra vez.

—Maldita sea... Es posible que debas contestar, cariño. Pero después déjalo descolgado. No quiero que nos interrumpan.

Ángel se levantó de la cama a regañadientes y se puso el albornoz por el camino.

Alex ya había visto todo lo que había que ver. Ya sabía que tenía los senos demasiado pequeños, la cadera demasiado grande y el pelo enmarañado como si hubiera sufrido un huracán.

Llegó al teléfono en el preciso momento en que colgaban.

—Maldita sea...

Alex se unió a ella, desnudo.

—¿Quién era? ¿Alguna broma?

—Probablemente. Parece tratarse de alguien que se divierte levantando a la gente de la cama para colgar después. Y mi contestador no funciona.

—Pues descuelga el auricular.

—¿Y si era una llamada importante? Puede que se trate de Gus, intentando llamar desde el coche. Si está en las montañas puede que se encuentre fuera del alcance del teléfono, lo que podría explicar que...

—Descuélgalo de todas formas. Cinco minutos más o menos no importarán.

—Pero, ¿por qué cinco minutos? ¿Crees que dejarán de llamar?

Alex inclinó la cabeza sobre su cuello, inhalando el aroma del jabón que utilizaba, y el olor de su propia e intransferible feminidad.

La tomó en brazos y ella levantó la cabeza. Ambos estaban preparados de nuevo.

—Creo que voy a derretirme —susurró ella.

Le quitó el albornoz y ella descolgó el teléfono.

—Si es importante...

—Si es importante volverán a llamar —dijo Alex, acariciando sus senos con delicadeza y despertando de nuevo su deseo.

—Pásame los brazos alrededor del cuello, Ángel —continuó—. Y agárrate con fuerza.

—¿Así?

Angel lo miró mientras la levantaba, atrayéndola hacia sí para penetrarla.

Esta vez fue Alex quien gimió.