Capítulo 11
El día había amanecido gris y lluvioso. Se miraron. Ángel había conseguido dormir un rato y esperaba que Alex pudiera hacer lo mismo. Lo necesitarían para enfrentarse a todo aquello.
Pero cuando lo dejó en su habitación y quiso marcharse él se lo impidió.
—No te vayas, por favor. Dudo que podamos dormir ninguno de los dos. Tal vez si hablamos podremos pensar en algo que hayamos pasado por alto.
Ya habían hablado hasta quedarse sin nada más que decir, pero Angel no era capaz de negarle nada.
—Deja antes que busque ropa de Sandy para cambiarme —dijo ella.
Necesitaba cambiarse de ropa interior. Se había puesto la ropa del día anterior cuando bajó a buscarlo al estudio, pero quería cambiarse.
Como el resto de la casa, el dormitorio de Alex era elegante, con paredes cubiertas de paneles de madera y alfombras orientales algo viejas. Los muebles eran demasiado oscuros, con aspecto de haber pertenecido a varias generaciones de Hightower. Se asomó a la ventana para mirar hacia la calle. La cortina era de color verde, y muy pesada. Se preguntó si habría alguna ley que dijera que las mansiones de aquel tipo de personas debían parecer mausoleos.
Su casa apenas era una casucha edificada en los años cuarenta, con muebles baratos comprados en rebajas. Pero al menos era cálida.
En cualquier caso el problema no consistía en la mansión. Normalmente, a aquella hora de la mañana habría estado dirigiéndose hacia la ducha, medio dormida, o haciendo el desayuno y preparándose para enfrentarse a un nuevo día. Sin embargo, una chica de catorce años había desaparecido de forma deliberada y ahora los tenía a todos en un puño.
Alex estaba en la cama, con el pecho desnudo y los brazos cruzados detrás de la cabeza. Había algo maravilloso en aquellos brazos, algo muy sensual en aquel vello oscuro.
Pero no era el momento adecuado para aquellos pensamientos.
Mientras Alex la observaba, sus ojos grises parecieron volverse más oscuros. De repente, Ángel se sintió insegura y tímida.
Iba a dormir de nuevo a su lado. O a acostarse con él, lo que podía convertirse en un eufemismo de algo que no tenía nada que ver con el sueño.
Bajo tales circunstancias, sabía que debía sentirse avergonzada por desearlo. La hija de Alex se había escapado de casa. Alex le había pedido que lo ayudara, y ella sólo podía pensar en acostarse con él en aquella cama enorme y hacerle apasionadamente el amor hasta que ninguno de los dos pudiera pensar en nada más.
Era una persona terrible.
Hizo un esfuerzo para hablar sin que se notara lo preocupada que estaba.
—Alex, Sandy se encuentra bien. Estoy segura. Tiene más sentido común del que piensas, y además ya te ha dicho que está con una amiga.
Se quedó un instante junto a la silla de cuero verde, a juego con una que había en el estudio, y después se abrazó a sí misma para dirigirse a la cama, como si no fuese nada importante. Las sábanas estaban frías y eran suaves; el cuerpo de Alex, duro como un mueble más. Ángel se tumbó e intentó no pensar en el hombre que estaba con ella.
—Lo sé, lo sé. No es como si hubiera desaparecido de la faz de la tierra sin dejar rastro. Evidentemente se ha marchado por propia iniciativa. ¡Pero sólo es una niña, Ángel! Hay peligros en el mundo que ni siquiera puede comprender.
Ambos permanecieron en silencio, imaginando cosas terribles. Ángel se prometió que en cuanto estuviera de nuevo con la señorita Alexandra Hightower iba a tener una seria charla con ella acerca de lo que significaba el sentido de la responsabilidad y de lo injusto que era hacer daño a la gente que la quería.
Alex se acercó a ella. Ángel no pudo hacer nada para resistirse. Se atraían como un imán. Físicamente encajaban tan bien como una mano y un guante. Y
emocionalmente sabía que sucedía lo mismo, aunque su cabeza le dijera lo contrario.
Le dio un golpecito en el hombro y murmuró unas cuantas palabras incongruentes para animarlo. Él le acarició la espalda. Ángel no sabía quién estaba reconfortando a quién.
—Estará bien —dijo él—. El problema es que no sé por dónde empezar a buscarla.
Podía notar la rabia que hervía en su interior. Era como un guerrero sin batalla que luchar, un príncipe sin dragón.
—Ojalá hubiera escogido otra manera de llamar la atención —continuó.
—Precisamente quería hablarte sobre ello. ¿Tienes idea de qué quería decir en la nota?
—¿Te refieres a ti y a mí? —preguntó con voz más profunda que de costumbre, a causa de la tensión acumulada.
El sonido de aquella voz fue suficiente para que se estremeciera. Pero era consciente de que aquel momento era el peor de todos para intentar hacer el amor con un hombre. Se dijo que debía pensar en el trabajo, o en cualquier cosa excepto en el sexo.
En un esfuerzo por evitar aquellos pensamientos, dijo:
—En la nota mencionaba que quería darnos un poco de intimidad. Dijo que sabías lo que quería decir. ¿Es cierto?
Mientras esperaba una respuesta lo acarició con nerviosismo. El vello de sus piernas era sorprendentemente oscuro. Todo el vello de su cuerpo era oscuro.
—Sabe que fui a verte anoche. Bueno, la noche anterior.
Ángel lo recordaba perfectamente. Nunca podría olvidar un recuerdo grabado en fuego sobre su alma.
—Cuando llegué a casa me pregunto que si...
—¿Qué?
—Nada —contestó él.
Sin embargo, Ángel tuvo la impresión de que era algo más que nada. Empezaba a sospechar que tenía que ver bastante con la fuga de Sandy.
—Pensé que yo le caía bien —susurró ella.
Alex la abrazó al notar su tristeza. Entonces se dio cuenta de que lo único que los separaba era la fina camiseta que llevaba puesta y lo que llevara el para dormir.
Fuera lo que fuera, no era ningún pijama. Pero no bajó las manos más allá de su cintura para comprobarlo.
Ángel nunca lloraba, pero Alex debió pensar que lo estaba haciendo, porque se inclinó sobre ella y le levantó la barbilla con suavidad.
—¿Ángel? ¿Qué ocurre? ¿Es algo que haya dicho yo?
Parecía tan preocupado que se enfadó con él. Estaba furiosa con Sandy por haberlos puesto en aquella situación, con Alex por haberse introducido en su vida, y consigo mismo por dejarse llevar.
—No, maldita sea, no es algo que hayas dicho. Es que estoy cansada y muy preocupada, como tú, y si esa niña no ha regresado a la hora del desayuno, no sé que...
Ángel se rindió. Empezó a llorar. Ángel no había llorado desde la muerte de su madre. Ni siquiera lloró cuando su marido murió, ni cuando descubrió que no le era fiel, ni cuando se le quemó la casa. Pero como ocurría a todo el mundo, su resistencia tenía un límite. Entre sollozos consiguió explicarle lo que le sucedía y él la acarició en la espalda mientras murmuraba palabras que probablemente intentaban tranquilizarla, pero que tuvieron el efecto opuesto, puesto que su contacto la excitaba.
—Se supone que debería ser yo la que tendría que estar reconfortándote.
—Claro. ¿Para qué si no te iba a invitar a mi cama?
Al recordar dónde se encontraba se quedó paralizada por completo.
—¿Ángel?
Era terriblemente consciente de su voz, de la textura y de cada centímetro de su cuerpo. Un segundo antes su voz sonaba ronca por el cansancio y la preocupación.
Pero ahora sonaba ronca por algo más. La tensión que afloraba era de otro tipo.
—Sí —dijo ella simplemente, sin querer decir nada.
Lo deseaba. Y lo deseaba aún más porque estaba tan aterrorizado como ella misma.
Lo amaba. Él nunca le había pedido su amor, ni se lo había ofrecido. Pero en aquel momento estaba dispuesta a darle todo lo que pudiera sin esperar nada a cambio.
—Sí —susurró de nuevo.
Lo besó en el pecho y después fue bajando poco a poco hacia el estómago. En cuanto notó su reacción, igualmente excitada, sintió una profunda alegría.
—Ah, corazón, sí... continúa, por favor —gimió él, tumbándose de espaldas y colocándola sobre él.
Si se hubiera detenido a pensar en lo que estaban haciendo, tal vez habría llegado a la conclusión de que no era correcto. De modo que no lo pensó, se limitó a sentir. La tensión magnificaba la urgencia del deseo que ambos sentían.
—Quítate la camiseta —dijo él.
Respiraba aceleradamente, como si hubiera estado corriendo.
Ella se sentó y se quitó la camiseta por encima la cabeza. Después la arrojó al suelo y lo miró con timidez. Alex continuaba tumbado, tapado hasta la cintura con la sábana.
La estaba observando. No la había tocado aún, y sin embargo ya estaba excitada. Sus sensibilizados sentidos podían notar el olor del deseo a su alrededor, intoxicándolos entre otros aromas, como el de la madera y el de las sábanas limpias.
Esperó a que fuera él el que hiciera el primer movimiento, pero al ver que seguía inmóvil se preguntó si no estaría esperando que tomara la iniciativa. No sabía cómo hacerlo. A Cal no le gustaba que se adelantara, de modo que había aprendido a dejar que empezara él.
Casi como si pudiera leer sus pensamientos, Alex dijo:
—Ven aquí y bésame.
Tuvo la impresión de que su tono era humorístico.
Alex necesitaba besarla y tocar su cuerpo, pero casi se mostró reticente a hacerlo al principiar, sabiendo que terminaría demasiado pronto, de forma inevitable. El deseo venía de muy lejos. La había deseado desde que la vio de nuevo detrás de aquel magnolio. Y desde mucho antes, si era sincero consigo mismo.
Por extraño que hubiera parecido, no se había acostado con ninguna otra mujer desde entonces, ni había sentido vacío alguno al hacer el amor con Ángel. Pero en cualquier caso no había tenido tiempo suficiente para examinar sus sentimientos en las últimas veinticuatro horas.
Lentamente Ángel acercó su boca a la de Alex y lo besó. Él le devolvió el beso con apasionamiento, tumbándola de espaldas y colocándose sobre ella con cuidado para no romper el contacto. Estaba terriblemente excitado y temblaba por la necesidad de hacerle el amor y sentir su cuerpo cálido antes de perder el poco control que le quedaba. Ella estaba al borde del abismo, pero quería que estuviera más allá. Era vital para él, por razones que aún no sabía. Ninguna mujer merecía quedarse en tierra teniendo la posibilidad de volar, y Ángel volaba. Volaba como nadie.
Sin apartar la boca de la suya, empezó a acariciarla entre las piernas hasta que ella gimió, continuando después con suavidad y rapidez, hasta que la llevó a un punto en el que ya no podía más. Angel era generosa haciendo el amor. Generosa y tempestuosa en su respuesta.
—Alex, te necesito —dijo ella—. ¡Te necesito ahora!
Con la mano que tenía libre apartó sus muslos lo suficiente como para hacerse sitio entre ellos. Después entró en su interior con un movimiento poderoso y esperó mientras ella se movía contra él, agitada, descontrolada, pero Alex la agarró levemente para que no fuera tan deprisa, para no perder también él el control.
—Espera —dijo.
Pero fue demasiado tarde. Ella lo estaba llevando a propósito al éxtasis, mientras le acariciaba el pecho.
—Bruja... No sabes lo peligrosas que son ciertas cosas que estás haciendo.
Pensó que tal vez hubiera llegado ya al punto culminante. La experiencia le decía que las mujeres tardaban mucho más tiempo que los hombres, cuando lo conseguían. Y
por razones que no había estudiado aún, para él resultaba de vital importancia llevar a aquella mujer a las cumbres del placer físico.
Entonces ella empezó a moverse más deprisa contra él, impidiendo cualquier resistencia por su parte. Fue moviéndose más y más deprisa hasta llevarlo hasta donde quería.
—¡Ángel!
Apretó los dientes al notar que se deshacía en ella. Su cuerpo tembló un par de veces antes de estremecerse.
Poco tiempo después se puso de lado, pero la atrajo hacia sí, sin soltarla, aferrándose a ella como si no quisiera que se marchara nunca.
Cuando Ángel escuchó aquellos ruidos en la cocina estaba lloviendo a cántaros. Al descubrirse sola sintió una profunda decepción, pero no se sorprendió en absoluto.
Alguien, ya fuera Alex o la señora Gilly, estaba haciendo el desayuno.
Habría dado una fortuna por poder regresar a su pequeña crisálida, pero el mundo se lo impedía. Sandy aún estaba perdida. Y Alex también, en cierto modo.
Esta vez sabía que se había excedido.
Se incorporó, sentándose sobre la cama, y se apartó el pelo de la cara. Después miró hacia el reloj que había en el vestidor, al otro lado de la habitación. La mitad de la mañana ya se había ido para siempre.
Se preguntó dónde estaría el café que podía oler. Una fragancia densa, oscura y fuerte, que de repente le pareció lo más deseable del mundo. Pero primero tenía que despertarse un poco.
Entonces cambió de opinión. Lo primero de todo era hacer cierta llamada telefónica.
Aún estaba pensando qué debía hacer en primer lugar cuando Alex apareció en el dormitorio. Llevaba una bandeja en las manos que temblaba peligrosamente mientras se acercaba a la cama que había pertenecido a sus padres y a sus abuelos.
Dina la odiaba, pero odiaba todo lo que había en la casa. Alex la animó a cambiar el mobiliario si quería hacerlo, pero nunca lo hizo. Sabía que para ella no era importante nada de lo que allí había.
De haber estado en el lugar de Dina, Ángel habría remodelado toda la casa en menos de seis meses.
Habría acabado con la oscuridad de la mansión, le habría dado un poco de sol y de alegría, tanto a ella como a Alex.
Angel era así. Siempre había existido algo extrañamente luminoso en ella. Incluso de niña siempre conseguía que Alex se sintiera mejor, con su sinceridad y su cariño. Le había gustado desde siempre, pero en cuanto descubrió que la deseaba intentó mantener las distancias.
Entonces conoció a Dina. El viejo trío empezaba a deshacerse y Ángel desapareció de su vida de repente. Se dedicó a edificar su propia existencia, como Gus.
Y ahora estaba allí, sentada en su cama con las sábanas hasta el cuello, los codos sobe las rodillas y la barbilla apoyada en una mano. Tan luminosa y energética como siempre. Tan atractiva que a punto estuvo de tumbarse a su lado y abrazarla de nuevo.
—Pensé que te gustaría empezar el día con café y tostadas. Después tomaremos algo más apetitoso.
—Alex, ¿has hablado con alguno de los profesores de tu hija? Esa señora Toad...
—Todd —corrigió.
—Como se llame. Es posible que sepa algo que nos sirva de ayuda.
—Ángel, no quiero que te marches.
Ella lo miró, asombrada.
—Pensé que podría llamar a Gus y ver si...
—Nunca.
—Alex, estamos hablando de cosas distintas. Mira, creo que es posible que...
—¿Has oído lo que te he dicho?
—¿Qué es lo que has dicho?
Alex dejó la bandeja sobre la mesita de noche, apartando el teléfono y la lámpara, y se sentó a su lado.
—Escucha. Sé que es un momento poco adecuado para estas cosas, pero si —
esperamos puede que ocurra algo más, y no quiero arriesgarme a perderte durante otros diez o veinte años.
Ángel se sorprendió al ver que le temblaban las manos. Tenía ojeras, se había cortado al afeitarse, y a pesar de todo lo amaba con todo su corazón.
Tenía razón. No tenían tiempo que perder.
—Alex, escúchame con atención. El otro día, cuando Sandy me estaba ayudando en la granja y Gus se dedicaba a arreglar mis enchufes, me preguntó si mi hermano vivía con alguien y si yo lo visitaba a menudo. También me preguntó dónde se encontraba su casa.
Evidentemente, había captado su atención. Se sirvió un café y le puso a Alex otro, tal y como le gustaba.
—De modo que pensé —continuó, echando azúcar en la taza— que podríamos tener una oportunidad si...
—En ese caso, Gus ya nos habría llamado. ¿No te parece?
—Depende de cuánto tiempo haya tardado Sandy en llegar. Si la ha llevado alguien en coche habrá tardado sólo unas horas. Pero si ha tomado un autobús habrá tardado bastante más, teniendo en cuenta que el autobús la dejaría lejos de su casa. Y
después, si ha conseguido convencerlo de que...
—¿De que estamos hechos el uno para el otro?
Ángel notó que se ruborizaba. Y aquello era justo lo último que necesitaba. Su pelo estaba revuelto, seguramente tenía marcas por todo el cuello y por si fuera poco se ruborizaba. Cuando sentía vergüenza se ponía roja como un tomate.
Alex le pasó un mechón de pelo por detrás de la oreja y después acarició su cabello con un dedo. Sus ojos tenían un brillo plateado, una vez más.
—¿No te he dicho que cuando volví de tu casa estaba esperándome? —preguntó él
—. Quería saber si habíamos dormido juntos, si iba a casarme contigo y por qué no te había traído a casa. Y seguramente con su desaparición ha pretendido que nos uniéramos.
Ángel se llevó las manos a las mejillas.
—De modo que era eso...
—¿A qué te refieres? ¿A qué está con Gus? Creo que voy por delante de ti. Intenté llamarlo esta mañana a primera hora, pero no contestó.
—¿Intentaste llamarlo al teléfono portátil?
Alex no lo había intentado. Había recibido una llamada de Gus mientras estaba en la ducha. Y le había dicho que estaba en las montañas, acompañado por alguien, y que los dos estarían en la ciudad en una hora más o menos.
—Llámalo. El número está en mi bolso.
Sin embargo, no era lo que quería decirle. De repente creía entender lo que Alex había hecho aquella proposición, si se podía llamar así. Sólo esperaba que no pretendiera que se quedara con él con la única intención de que cuidara de su hija adolescente.
El distante sonido de la puerta de un coche llegó desde el exterior, entre el ruido provocado por la lluvia.
—Debe ser Flora —dijo Ángel.
—No lo creo —sonrió Alex.
Aquel sonido procedía de un vehículo más grande que el utilitario de la cocinera.
Sonaba como la puerta de una camioneta. Y sólo podía pensar en una camioneta que pudiera aparcar delante de su mansión a aquellas horas de la mañana. Desde luego no se trataba de ningún asunto de su empresa.
Se dio la vuelta para mirar a la mujer que estaba en su cama, se inclinó sobre ella y le acarició los muslos, por encima de las sábanas.
—Tenemos poco tiempo. No más de dos minutos antes de que empiecen a buscarnos.
Y ahora, ¿llegamos a un acuerdo antes de que tu hermano y mi hija me pidan explicaciones, o vas a dejar que esos dos limpien el suelo con mi cuerpo ensangrentado?
Ángel lo miró con desconfianza.
—No habrás estado bebiendo esta mañana ¿verdad?
Entonces, Alex no tuvo más remedio que contarle toda la historia. Cuando terminó ya se oía el sonido de las botas de Gus en las escaleras enmoquetadas, y la nerviosa voz de Sandy.
—Rápido, dímelo —dijo él.
Sus ojos brillaban de alegría. Ángel no podía recordar cuándo había sido la última vez que lo había visto de aquella forma.
—¿Quieres que cierre la puerta e intente convencerte de otro modo? —continuó Alex.
—Esto es absurdo —observó ella, pretendiendo parecer indignada y fallando en el intento.
—Papá, ¿estás ahí?
—Te doy una última oportunidad —dijo él—. No estoy seguro de lo convincente que puedo llegar a ser con dos bárbaros golpeando la puerta, pero estoy dispuesto a intentarlo de nuevo.
—No tengo ni la menor idea de qué estás hablando. Alex, ¡no te había visto así nunca, hasta ahora!
—Nunca me había sentido así hasta ahora.
—Maldita sea, Hightower, ¡si tienes a mi hermana ahí adentro te has metido en un buen problema! —exclamó Gus desde el otro lado de la puerta.
—¡Lárgate, Wydowski! —gritó Alex por encima del hombro.
Después, se inclinó sobre Ángel y preguntó en un susurro:
—¿Lo harás?
—¿Hacer qué?
La voz de Ángel sonaba rota. Tenía bien plantados los pies en el suelo, y no estaba dispuesta a arriesgarse sin sentido.
—¿Me alegrarás el día? ¿Me arreglarás la vida? ¿Serás mi Ángel?
Ángel se dijo que, por otra parte, no ganaría nada si no se arriesgaba, de modo que se dejó llevar por su abrazo en el preciso momento en que cuatro puños empezaban a golpear la puerta del dormitorio.
Fin