Capítulo 5
Angel se dijo que no iba a funcionar. Cuando Gus se encontraba delante las cosas no iban tan mal, pero ahora que había desaparecido se sentía fuera de lugar. No le salía nada bien.
Ni siquiera le salían bien las comidas. Al menos una vez a la semana, tenía la costumbre de llevar a casa algún plato precocinado para cenar. Era barato, fácil, y normalmente delicioso. De modo que cuando Sandy mencionó la posibilidad de detenerse en Charlie's para comprar algo de comer de regreso a casa, ella aceptó y pidió tres platos sin pensárselo dos veces.
En aquel momento le pareció una buena idea, una forma de pagar la hospitalidad de Alex. No pensó que en un salón tan formal como el de su mansión no se podía comer nada en platos de plástico, y mucho menos bajo la seria mirada de los antepasados, inmortalizados en cuadros diversos.
De modo que se tomaron la comida en el pequeño comedor adjunto a la cocina, que usaban para desayunar. Ángel empezó a comer casi de inmediato, porque después de todo un día de trabajo estaba hambrienta.
Ni siquiera se planteó si a Alex le gustaría. Podía recordar una época en la que era capaz de comer repollo y ternera con maíz en la mesa de una cocina, pero habían pasado muchos años. Decepcionada, echó sal a las patatas fritas.
Estaban discutiendo acerca de la manera más adecuada de abonar la tierra cuando Alex se unió a ellas, con el pelo aún mojado después de haber estado en la ducha.
Obviamente no se había quedado mucho tiempo en la piscina.
—Entonces, le añado un poco de abono y... Ah, no te hemos esperado para cenar —
dijo, mirándolo con cierta culpabilidad—. Pensé que tardarías más en volver.
—No importa.
—Tal vez debí habértelo preguntado antes. Me refiero a lo de la comida. Pasamos por Charlie's Pig Pit y olía tan bien que compramos algo. No sabía qué podías querer para beber. Sandy dijo que cerveza. Probablemente debería haberla metido en el frigorífico mientras terminabas de nadar.
—No importa, gracias de todas formas.
Ángel observó sus manos. Eran unas manos preciosas, largas, cuadradas, cubiertas de vello rubio. Manos que había imaginado muchas veces en sus fantasías. Ella tenía muchos más callos que él, y sus uñas estaban en peor estado, pero sospechaba que a pesar de todo aquellas manos escondían más fuerza de la que en principio podía parecer.
Alex se estaba tomando la cerveza en una jarra. En las raras ocasiones en las que Ángel tomaba cerveza para comer, la bebía directamente de la lata para no manchar un vaso. Pero estando en su casa no se atrevía. Y aquélla era otra de las diferencias que había entre ellos. Probablemente nunca había dejado de comportarse adecuadamente estando sentado a una mesa.
De todas formas, no estaba acostumbrada a charlar sobre nada mientras cenaba.
Habitualmente cenaba en la cocina mientras veía las noticias en el televisor, y no comentaba nada que no. fuera algún exabrupto sobre cuestiones políticas o sobre el tiempo.
Entonces recordó que en el frigorífico tenía el salmón de Flora, con espárragos y patatas gratinadas. Casi sintió haber comprado comida por el camino, porque seguramente le habría encantado a Alex. Flora no era tan buena cocinera, pero cualquier cosa sería mejor que comida preparada, en platos de plástico y servilletas de papel.
Sin embargo, pensaba que era un deber cívico apoyar la economía local, y Charlie's era un local de la zona, mientras que en lo relativo al salmón estaba segura de que no había sido pescado en el río Eno.
Con tal pensamiento en mente, siguió comiendo con su tenedor de plástico, saboreando la comida. Había estado trabajando todo el día plantando y replantando arbustos y árboles, y por si fuera poco después se había visto obligada a meterse en una piscina helada con una quinceañera que nadaba a toda velocidad.
Al día siguiente se marcharía a su casa, tuviera o no un tejado nuevo. Alex no le debía nada, y ahora que Gus se había marchado nadie podía obligarla a quedarse. En cuanto terminara de cenar se lo diría, antes de que desapareciera. Probablemente tendría alguna cita con su pequeña muñeca.
Mientras pensaba en la forma de decirle que pensaba marcharse, llevó los restos de la comida a la cocina. Pensó que a la señora Gilly no le importaría. Podía ser una persona algo inútil y mayor, pero era encantadora.
Veinte minutos más tarde encontró a Alex en su estudio. Entró en la habitación con los brazos en jarras y anunció:
—Me voy mañana por la mañana. Quiero decir que me voy a casa. Gracias por tu hospitalidad.
Alex la observó durante unos segundos, haciendo que se sintiera como si tuviera que pedirle disculpas.
—¿No estás cómoda aquí?
—Claro que estoy cómoda. Ésa no es la cuestión —espetó irritada.
Le molestaba que su actitud fuera tan serena. Le molestaba que en cualquier situación estuviera tan absolutamente atractivo.
—¿Han terminado el trabajo los carpinteros?
Ella se encogió de hombros.
—Eso creo. Los electricistas llegarán mañana por la mañana, pero no creo que tarden demasiado en arreglarlo, porque sólo tienen que cambiar un cableado.
—¿Por qué no te quedas hasta que regrese Gus?
Podría haberle dado una razón. Cuanto más tiempo pasaba con él, más difícil le resultaba resistirse a su encanto. Aquella sensación, ya fuera amor o deseo, era mucho más compleja siendo adultos que siendo jóvenes. Y cualquier mujer con dos dedos de frente habría evitado exponerse al peligro.
A cualquier hora del día, Alex se sorprendía a sí mismo pensando en Ángel Wydowski. Pensaba en su manera de reír. Su risa no había cambiado en todos aquellos años, aunque al haberse transformado en una mujer el efecto que causaba era diferente. Cada músculo de su cuerpo reaccionaba al estímulo.
No recordaba cuándo había memorizado el brillo de sus ojos, el movimiento de su cadera y su risa contagiosa. Bien podía haber sido la noche anterior, o veinte años atrás.
No sabía cuándo había empezado a preguntarse acerca de las delicias que podía esconder su boca, ni acerca de su sabor, ni de su olor. Muy a menudo se preguntaba a qué olería. Tal vez a flores o a hierba recién cortada.
Dejó el bolígrafo que tenía en la mano y se dijo que todo aquello era una locura.
Intentó repetirse que no sentía nada por ella. Era la hermana de un viejo amigo, nada más. Y ya no era ninguna niña. Debía tener treinta y pocos años, aunque no parecía mucho mayor que aquella ocasión en la que robó un paquete de cigarrillos, se puso enferma y vomitó en el asiento trasero de su Mustang.
Tuvo que limpiarla él mismo y convencerla después para que no se arrojara al lago Jordan.
Angeline Perkins. Se preguntó cómo habría sido su marido, y qué habría ocurrido con él. Se preguntó cómo sería ella en la cama. Entonces, llamó por el intercomunicador a su secretaria y le dijo que no iba a estar en toda la tarde.
—Toma todos los mensajes. Ya me los darás cuando regrese. No estaré localizable en unas cuantas horas.
Tenía una cuadra con un par de caballos a unos pocos kilómetros de la ciudad. Se trataba de su caballo y de la yegua de Dina, que montaban Sandy y Carol, ocasionalmente. Podría haberlos tenido en sus tierras, puesto que tenía espacio de sobra, pero nunca había considerado que mereciera la pena.
Y precisamente ahí radicaba el problema. Con cierta ironía, pensó que hasta entonces nada había merecido la pena.
Más tarde, se encontraba galopando por los pastos secos, con la camisa, los pantalones y las botas de montar que guardaba para ocasiones similares. Su pensamiento voló una vez más hacia la mujer que pensaba marcharse de su casa.
Ángel. El pequeño diablo Wydowski. Tal vez lo que más le fascinara fuera la novedad que suponía. El hecho de que se trataba de una mujer absolutamente distinta de todas las mujeres que había conocido. En lugar de dedicarse a una profesión respetable, de oficina, o de dedicar su tiempo libre a hacer obras de caridad, jugar al golf o ir al club de campo, trabajaba con las manos. Literalmente, en la tierra.
El segundo día de su estancia en su mansión la había descubierto trabajando codo con codo con el viejo Gilly. Para Phil Gilly el paraíso debía ser un lugar lleno de instrumentos de jardinería.
Ángel. Invariablemente se quitaba los zapatos en cuanto entraba en la casa. Más tarde, él los encontraba en la escalera, bajo la mesita del salón o junto a un sofá, con los cordones en posición de abandono absoluto. Tomaba refrescos bajos en calorías, directamente de la lata, comía patatas fritas con los dedos y leía novelas rosa sin importarle en absoluto que los demás vieran las portadas. Y reía como una colegiala, dejándose llevar por impulsos absolutamente ajenos a un hombre de mediana edad como él, con una hija crecida.
Hasta Sandy había caído bajo su hechizo, y aquello era lo más raro de todo. Sandy no hacía amigos con facilidad, y mucho menos si se trataba de adultos. Siempre había sido tímida y poco segura, y en los días que había pasado con Ángel había reído más y se había divertido más que en todo un año.
Sintió la cálida brisa de septiembre en el rostro, mientras cabalgaba. Ya se había rendido. No podía quitarse a aquella mujer de la cabeza. Era como si se hubiera caído en un zarzal. Pero desafortunadamente, en ciertos casos no servía de mucho rascarse.
Casi empeoraba las cosas.
Ángel. Se preguntó si aún gritaría en los partidos de béisbol. A su hermano le gustaba más el fútbol, pero ella prefería el béisbol.
Intentó pensar en otra cosa.
En menos de un mes, su empresa debía enfrentarse a la exposición del salón internacional del mueble. Aún no lo había arreglado todo, y no era capaz de pensar en otra cosa que no fuera aquella pelirroja, ni desear otra cosa que no fuera abrazarla y consumirse con ella entre las llamas de la pasión.
Su montura avanzaba a toda velocidad por el camino. Alex consiguió controlar al animal tirando de las riendas, pero una simple mirada al reloj le bastó para comprobar que ya había perdido demasiado tiempo. Soltó un taco y se dijo que su vocabulario estaba empeorando bastante. En cualquier caso, no le había servido de mucho salir de la oficina.
Ángel se había marchado. En cuanto entró por la puerta lo supo, y lo habría sabido aunque ella no se lo hubiera advertido. La casa había recuperado aquel aspecto de abandono, de vacío, que no había notado nunca hasta su aparición. No había latas de refrescos sobre la mesita del salón, ni botas en la escalera, ni bolsas colgadas sobre las sillas.
Ni risas.
Aunque sólo hubiera sido por Gus, habría insistido en llevarla personalmente para asegurarse de que las reparaciones del tejado de su casa ya habían terminado. Pero él no sabía mucho sobre aquellas cuestiones. Si hubiera insistido en que se quedara allí se habría reído en su cara. Era pequeña de tamaño, pero tenía el carácter explosivo de una locomotora.
Sandy había regresado a su comportamiento habitual. Lo culpaba por todo lo malo que ocurría en su vida.
—Al menos podrías haberle rogado que se quedara —espetó mientras cenaban.
—Le dije que era libre de quedarse todo el tiempo que quisiera. La elección fue suya, Sandy.
—¡Pues ha sido una elección equivocada! Y es culpa tuya. No me importa lo que digas, porque yo y Ángel nos llevamos muy bien. Yo le caigo bien, no como a otras personas que no quiero mencionar, otras personas a las que les gustaría encerrarme en un internado hasta que tenga cien años.
—Ángel y yo.
Ella lo miró. El labio inferior le temblaba ligeramente, lo que le recordó a su madre.
Dina siempre había sido muy buena dramatizándolo todo.
—¿Qué pasa con Ángel y contigo?
—Nada. Sólo corregía tus expresiones.
—¡Oh, maldita sea, eso es todo lo que te importa!
—No seas así, Alexandra. Es importante hablar bien. Y tú me importas. Aunque no parezcas darte cuenta. ¿Es culpa mía o es que intentas deliberadamente dificultar las cosas?
Sandy respondió tal y como esperaba. Se levantó de la mesa de muy mal humor, arrojó la servilleta a un lado y se marchó entre lágrimas.
Alex miró el salmón que aún no había tocado, al igual que los espárragos y las patatas que parecían haber sido recalentadas. Se preguntó qué pasaría si dejara que su hija hiciera y dijera lo que quisiera. Y aún se lo estaba preguntando cuando Gus apareció unas cuantas horas más tarde.
—¡Me alegro de verte! Venga, entra y deja tu bolsa en las escaleras. Por primera vez en mucho tiempo me apetece emborracharme con alguien.
Gus dejó la bolsa en la escalera. Los Wydowski nunca habían dado mucha importancia a las formalidades.
—Creo que prefiero mirarte. Si no recuerdo mal, la primera vez que te emborrachaste te estuve cuidando yo. ¿Quieres hablar de algo antes de que se te trabe la lengua?
Alex sonrió con ironía mientras caminaban hacia el estudio.
—No se trata de nada personal. ¿Has comido algo? ¿Has tenido algún problema?
Pensé que no volverías hasta mediados de semana.
—Sí y no. Por cierto, ¿estás seguro de que no quieres tomar algo? Siempre fuiste un buen bebedor. Mejor que el viejo Kurt, aunque ninguno de vosotros resultaba muy divertidos cuando bebía.
—¿Qué tal ha ido tu viaje?
Gus se sentó en uno de los sillones de cuero que habían ayudado a cimentar la buena reputación de la empresa familiar. Después se estiró y suspiró. A Alex siempre le había gustado la intimidad. Suponía que se debía a que había sido hijo único. O tal vez no.
—El viaje ha ido bien. El trabajo es bastante parecido al que hice en Kinnakeet Shores el año pasado. Encontré un sitio donde quedarme, lo alquilé hasta diciembre, me puse en contacto con los proveedores y con los bancos y regresé. Tengo la impresión de que Ángel habrá empezado a ponerse nerviosa, ¿verdad?
—Tanto que se ha marchado. Se ha marchado esta mañana. ¿Es un problema?
Gus se frotó la barba, algo más crecida que la semana anterior.
—No, imaginaba que no se quedaría mucho tiempo. Supongo que la estructura de su casa está bien. Podría haberse marchado el segundo día, pero quería que el equipo limpiara la casa. Sin embargo, la brujita nunca ha aceptado fácilmente la ayuda de los demás. Y cuanto más vieja se hace, peor se comporta a ese respecto.
Aquello no le sorprendió demasiado. Siempre había sido muy orgullosa.
—¿Y su instalación eléctrica? ¿Está bien?
—Bastante bien. Pero hasta que terminen los trabajos su casa estará llena de cosas. En fin, si sigues pensando en tomarte una copa, creo que voy a decidirme a acompañarte.
Alex sirvió dos copas y después dijo:
—Creo que podría conseguir que regresara.
—¿Tú y cuántos más?
—Es cierto.
A medida que fue bajando el nivel de la botella, los dos hombres empezaron a charlar con más sinceridad. Estuvieron hablando de negocios.
—Acabo de comprar una pequeña empresa familiar. Los anteriores dueños no querían que se perdieran los puestos de trabajo —explicó Alex—. Y creo que puedo ayudarlos. Pero no lo hago sólo por altruismo. Es un buen negocio.
—Ya. Seguro que tendrás que reorganizarlo todo para que vuelva a funcionar.
Reconoce que se trata de una misión imposible. Una misión de rescate.
—No me confundas con Kurt. ¿Sigue trabajando para la guardia costera?
—Eso creo. Pero afronta la realidad, Alex. Recuerdo perfectamente que cuando eras más joven querías arreglar el mundo. Entonces tu padre te obligó a hacerte cargo de la empresa y ahora intentas salvar a todo el mundo. Por ejemplo, comprando la empresa de Albert Schwitzer.
—Tonterías.
Ciertamente siempre había sido un soñador. Todos los jóvenes lo eran. Pero nunca había podido olvidarse de sus responsabilidades. Las responsabilidades que todo hijo único tenía para con su familia.
—¿Y qué hay de ti? —preguntó Alex—. Tengo entendido que el dinero extra que ganas lo dedicas a organizaciones de solidaridad.
Gus se encogió de hombros.
—Es cierto.
—Bueno, en ese caso no aceptaré más comentarios al respecto. Ya tengo bastante con mi junta directiva.
—Eso puedo creerlo. ¿Qué plan tienes?
—Reorganizar la empresa por completo. El desembolso inicial probablemente no afectará mucho nuestros activos. Tendremos que invertir bastante, pero no tanto como puedas pensar. Pero será un trabajo difícil. Sin embargo, a largo plazo podremos abarcar nuevos mercados.
—Y mientras tanto podrá sobrevivir una pequeña localidad que vive de esa empresa, y habrás salvado varios cientos de puestos de trabajo. Por no mencionar los beneficios que sacarás de la operación. ¿No es cierto, doctor Schwitzer?
Alex se encogió de hombros.
—Tal y como he dicho, es una inversión.
Permanecieron en silencio un buen rato, pensando, hasta que Gus dijo:
—A veces me pregunto si no estaré cometiendo un error al aceptar contratos por todo el estado en lugar de establecerme en un lugar. Paso demasiado tiempo de viaje.
He considerado la posibilidad de comprar un avión y aprender a volar. Tal vez podría convencer a Kurt para que regresara y se hiciera cargo del trabajo.
Inevitablemente la conversación empezó a moverse hacia un campo más personal.
Alex expresó las dudas que tenía acerca de la posibilidad de involucrarse sentimentalmente con Carol.
—Me recuerda demasiado a Dina, y la verdad es que ya tuve bastante con ella. Me refiero a Dina, claro, no a Carol.
—¿Y quién no? —comentó Gus con ironía. Aquel comentario casi era una confesión pública de que se había marchado de la ciudad cuando Carol y Alex se casaron porque estaba ciegamente enamorado de ella. Y a Kurt le sucedía lo mismo. Pero nunca habían hablado al respecto.
En todo caso, Gus sabía desde el principio que Carol nunca se fijaría en él. Las mujeres como ella sólo creían en el dinero y en el estatus social. Y Gus no era ni atractivo como Kurt ni rico como Alex. Los Wydowski carecían de pedigrí.
Durante cierto tiempo odió a Alex por ser quien era, por haber conseguido casarse con ella. Gus se había enamorado dos veces en toda su vida, y en ambos casos de mujeres equivocadas, que jugaban en una liga distinta. Pensó con ironía que aquello demostraba su buen gusto.
—Ninguna ley dice que sea obligatorio casarse —comentó Gus.
—Sandy necesita una madre. Ha dejado caer unas cuantas indirectas en los últimos días.
—Por alguna razón, no creo que Carol sea la adecuada.
—Ni Sandy, desafortunadamente. Estuvieron bebiendo en silencio durante unos minutos, perdidos en sus pensamientos.
—Supongo que no es ningún secreto que Dina y yo nunca nos llevamos bien —
comentó Alex al fin.
Gus soltó una carcajada y dijo: —Teniendo en cuenta lo estirada que era, me lo imaginaba.
Por fin lo había dicho. Aunque Gus pensó que de haber sido él nunca habría dejado que se marchara.
Lo que demostraba una vez más que un individuo podía ser muy inteligente en ciertos aspectos y estúpido en otros.
—Fue culpa mía, en buena medida. Me refiero a nuestra separación. ¿Sabes una cosa?
Nunca hablábamos. Dina decía que yo era muy aburrido, y lo decía muy a menudo.
Resulta curioso, porque antes de casarnos teníamos muchas cosas sobre las que hablar.
—Sí —dijo Gus con ironía—. Si recuerdo bien, siempre estabas diciendo lo bonitos que te parecían sus ojos, lo magnífica que estaba con la ropa que llevara y lo afortunado que eras por estar con ella.
Esta vez fue Alex quien rió.
—Nunca fui tan pesado.
—Créeme, eras peor. No dijiste una sola cosa inteligente en todo el tiempo en el que estuvisteis juntos. No te culpo por ello. Dina era toda una mujer.
Alex estuvo a punto de tirar su copa, pero no se derramó porque casi estaba vacía.
—¡Eh, Wydowski, cuidado con lo que dices de mi ex esposa!
—Al menos tienes a Sandy. Un hombre necesita tener hijos, familia, algo por lo que trabajar.
—¿Quieres saber algo triste? Tampoco puedo hablar con Sandy. La quiero, pero no soy capaz de conseguir comunicarme con ella. Antes estábamos muy unidos, hasta hacía sus deberes mientras yo leía el periódico, y hablábamos sobre muchas cosas.
Aunque nunca habláramos de Dina.
Gus asintió.
—Imagínatelo. Su madre se marcha abandonándola. Eso debe doler mucho. Ángel tampoco comentaba nada cuando se separó de ese cerdo de Perkins. Sonreía, pero no decía nada. Nada en absoluto —dijo, casi cantando la frase.
Alex levantó la botella, pero cambió de idea y volvió a dejarla a un lado.
—¿Cómo era?
—¿Quién?
—Perkins.
—Ah, ése. Un verdadero cretino, aunque supongo que atractivo. A las mujeres les gustan los hombres de ese tipo. Ángel estaba fascinada por él. Tan fascinada que no se dio cuenta de cómo era. Ni siquiera esperó a averiguar si realmente deseaba casarse con él. Se casaron aunque se conocían desde hacía pocos meses.
Alex no quería escuchar nada más. No era asunto suyo, pero la lengua de Gus ya se había soltado; en cualquier caso, la conversación la había sacado él, y ya no tenía otra opción que continuar escuchando.
—El primer chico que le hizo daño fue... en fin, supongo que ya lo sabes, así que no mencionaré nombres. Sea como fuere, empezó a salir con él en cuanto te casaste con Dina. Aún era una niña. Yo ya me había marchado de la ciudad. De otro modo, habría intentado hacer algo. Pero ya sabes cómo es Ángel, directa y clara. No se le ocurrió pensar que él sólo estaba jugando.
—No creo que quiera escuchar nada más.
—Me da igual. Es posible que yo necesite hablar sobre ello, de modo que cierra la boca y escucha, ¿de acuerdo? Me lo debes, aunque sólo sea por haber tenido que soportar todos tus bellos comentarios acerca de Dina. El pobre Kurt decía que tendría que meterte un calcetín en la boca para que no siguieras hablando —dijo Gus, sirviéndose otra copa con inseguridad—. Ángel pensó que aquella rata quería casarse con ella. Como ya he dicho, era un tipo con encanto. Cuando la dejó, Ángel se encontraba muy mal. Yo volví una semana más tarde, y su aspecto no era muy bueno. No dijo mucho, pero supe de inmediato que algo había ocurrido. Finalmente me lo contó uno de sus amigos, y estaba dispuesto a obligarlo a seguir con ella aunque fuera a punta de pistola.
Los ojos de Alex brillaron con rabia, por borracho que estuviera.
—¿Quién es? Mataré a ese cerdo.
—Llegas demasiado tarde. En todo caso, en cuanto lo vi supe que no merecía la pena.
Era un manipulador típico. Ya sabes. Y también conoces a Ángel. Si la atacas, se revuelve. De modo que reaccionó con mucho carácter y él hizo lo mismo. En ese sentido estaban cortados por el mismo patrón. Después, él se mató en accidente de circulación, estrellándose contra un Árbol cuando regresaba de una fiesta en compañía de una mujer.
Alex soltó una expresión relativamente dura, que no había dicho en mucho tiempo.
A pesar de haber bebido mucho, estaba bastante sobrio.
—En la comisaría me dijeron que Perkins llevaba bajados los pantalones cuando ocurrió. No se supo en su momento porque tenía un par de amigos en el departamento. Supongo que Ángel se lo tomó relativamente bien. Mi hermanita es fuerte, pero no tan fuerte como pretende aparentar —dijo, levantándose del sillón de cuero—. En fin, creo que será mejor que la llame mientras recuerde su número de teléfono, para averiguar si ya le han arreglado la casa.