Capítulo 8
Cualquier sismógrafo habría anotado aquel beso con una intensidad de ocho en la escala de Richter. Ángel lo tuvo claro desde el principio. Estaba enamorada de él, y ya no era una adolescente impresionable. Esta vez era una mujer madura y con experiencia que no debería haber permitido que las cosas llegaran a ese punto.
Se había pasado media vida intentando imaginar qué se sentiría al besar a un hombre como Alex Hightower. Y acababa de hacerlo. Algo que jamás habría creído que pudiera suceder.
Su olor, su sabor, su intimidad, eran increíblemente firmes y dulces al tiempo.
Cuando sintió la punta de su lengua, gimió. Y fue como si aquel gemido lo volviera loco de pasión, porque la abrazó con mucha más fuerza y siguió besándola de forma apasionada, como si nunca pudiera cansarse de besarla.
La urgencia de su beso fue tan contagiosa que se extendió como un fuego entre ambos. Ella lo ayudó a meter las manos bajo su ropa, para que pudiera notar su piel desnuda.
Cuando dejaron de besarse, la respiración de Alex se había acelerado.
—Esto no debía suceder —dijo.
—Te equivocas.
Ángel empezó a acariciarle la espalda y lo atrajo hacia sí con fuerza. Notó que se le doblaban las piernas. De hecho, se habría caído al suelo de no haber estado tan fuertemente aferrada a él.
Era mucho más alto que ella. Estaba de puntillas y notaba su sexo en el vientre.
Aunque en realidad quería notarlo algo más abajo. Lo deseaba locamente. Deseaba que la acariciara por todas partes.
El sutil olor de su masculina colonia estaba a punto de conseguir que perdiera la consciencia. Era algo cálido, sensual, y muy personal. Era como un aroma de fondo a café, muebles y cuero. Y el resultante era un afrodisíaco embriagador e intenso.
En todo caso, no necesitaba afrodisíacos.
Alex empezó a besarla de nuevo, pero Ángel casi no notaba el contacto de sus labios.
Estaba demasiado concentrada en la sensación que le producía el contacto entre sus cuerpos.
La besó una docena de veces. Fueron besos apasionados, devastadores, que llegaban a lo más profundo de su alma y de su cuerpo. Pequeños besos en su cuello, detrás de sus orejas, que despertaban en ella el deseo de quitarse la ropa y llegar más lejos.
Quería tumbarse con él en el suelo y hacer el amor allí mismo.
—¡Papá! ¡Dile a Gus que no tengo que irme ya a la cama!
Alex la soltó y miró a Ángel con asombro.
—Dios mío, Ángel, soy un...
—No lo hagas —dijo ella, a punto de llorar.
—¿Hacer qué?
—Disculparte.
—¡Papá! Sé que estás ahí. ¿Por qué no me contestas?
De algún modo, consiguieron sobrevivir a los siguientes segundos. Evitaron mirarse el uno al otro mientras Ángel se abrochaba la camisa y se arreglaba un poco el pelo con dedos temblorosos. El rostro de Alex no denotaba emoción alguna. Se metió la camisa por debajo de los pantalones y movió la cabeza en gesto negativo, como si acabara de regresar a la realidad.
Gus llevó a Sandy a su habitación cuando salieron. En cuanto a Ángel, la acompañó un rato, evitando sus preguntas, pero sin poder hacer nada con respecto a sus miradas de curiosidad.
Hacia medianoche Sandy bostezó y Ángel dijo:
—Estaré en el salón si me necesitas. Buenas noches, cariño.
Cerró la puerta de la habitación de Sandy en el preciso momento que Alex subía por las escaleras.
Se miraron, pero ninguno de los dos dijo nada. Sin embargo, la tensión que había entre ambos era tan fuerte que podía cortarse. Era puro deseo, en grandes y mayúsculas letras de neón.
Ángel no había deseado tanto a ningún otro hombre, en toda su vida. Y tenía la suficiente experiencia como para saber que el deseo era recíproco.
Sólo había sentido un deseo así en otra ocasión, y también con Alex. Se cortó con un cristal y tuvo que llevarla en brazos a la camioneta de Gus. Pero esta vez ya no era ninguna adolescente. Esta vez los dos eran adultos, y los dos estaban libres. Al menos, ella. No podía comprender qué obstáculo impedía su unión.
Por un lado, se decía que no podían hacer el amor estando tan cerca de Sandy y de Gus. Pero por otro lado, pensaba que estaban en la década de los noventa y que ya era una mujer madura.
—¿Has dicho algo? —preguntó Alex.
—No. ¿Y tú?
—No.
—Oh.
—Bueno... Buenas noches entonces, Ángel.
Ángel se preguntó si había alguna forma de entender aquella frase como una invitación. Le habría gustado llamarse de otra forma. Lina, o Angie, o simplemente Ann. Cualquier cosa menos algo tan religioso como Ángel. Aunque al menos no la habían llamado Diablo, tal y como la llamaba Alex cuando quería tomarle el pelo.
—Buenas noches, Alex.
—Hasta mañana.
Ella asintió y cruzó los dedos mentalmente. Aquello había ido demasiado lejos.
Había estado esperando mucho tiempo a que Alex despertara y se diera cuenta de que habían estado enamorados durante los últimos veinte años. De haber sido inteligente se habría marchado al otro extremo de la ciudad, a su casa. Allí al menos habría tenido una oportunidad. Habría estado en su terreno y tal vez hasta habría podido quitárselo de la cabeza.
Sandy no la necesitaba. Alex podía llamar a Carol, o a una enfermera.
En cualquier caso, Ángel ya tenía demasiadas cosas por las que preocuparse. Pero su salvación tendría que esperar un día más.
A las siete de la mañana del lunes Gus llamó a la puerta del dormitorio de Sandy, antes de bajar.
—¿Sandy? ¿Estás despierta?
—¿Gus? ¡Entra! No he podido pegar ojo en toda la noche.
Gus asomó la cabeza por la puerta.
—Sólo quería despedirme de ti antes de marcharme.
—¿Te marchas? Dijiste que no te irías aún.
—Lo siento, cariño. Anoche recibí una llamada que ha cambiado mis planes. Se trata de un trabajo en Banner Elk que tengo que terminar antes de irme al este otra vez.
Cuídate, ¿quieres? Tal vez me deje caer por aquí dentro de un par de semanas.
Ángel escuchó la conversación desde su dormitorio. No era una buena forma de comenzar el día. Salió al pasillo y se despidió de su hermano. Después se despidió también de Sandy.
Sabía que no iba a resultar fácil. Sandy no se encontraba de humor para ser razonable. Se quejó insistentemente, y se puso tan pesada que Ángel estuvo a punto de decirle que no se comportara como una niña. Pero desafortunadamente crecer no era algo que se pudiera ordenar.
—¡No puedes marcharte tú también! ¿Qué hay de mí? Me pica todo el cuerpo, y la pierna me duele demasiado como para ir al colegio. ¡Gus me prometió que se quedaría una temporada!
—Creo que lo que dijo fue que intentaría quedarse unos cuantos días. En todo caso, no era ninguna promesa.
—Yo quería llevarlo hoy al colegio para que todo el mundo pudiera conocerlo. Reba y Debbie no me creyeron cuando les dije lo atractivo que era. No creyeron que tuviera barba, ni una camioneta.
—Lo siento, pero...
—¡Papá, diles que se queden! Gus se marcha y Ángel dice que también va a irse, así que me quedaré sola. ¿Qué pasará si tengo que levantarme para ir al servicio? Podría caerme y romperme algún hueso, y a nadie le importaría.
Alex se había acercado tan silenciosamente que Ángel no lo había oído. Después de una noche en vela, apenas tenía fuerzas para discutir.
—De acuerdo. Me quedaré un rato, pero después tendré que marcharme a trabajar durante unas cuantas horas.
—Pero volverás, ¿verdad?
Alex estaba tan cerca de ella que podía notar el calor de su cuerpo. Una simple mirada bastó para despertar todos sus sentidos. Aún llevaba puesto el pijama, como ella. Bajo la suave luz matinal que entraba a través de las cortinas, estaba muy guapo, cálido y tentador como un pecado cubierto de chocolate.
Se sorprendió a sí misma diciendo que volvería para comer y que pasaría otra noche más en aquella casa, en la casa del enemigo.
—Una sola noche más, Sandy, eso es todo. En cuanto puedas ponerte en pie de nuevo, Flora y la señora Gilly se encargarán de todo.
Cuando unos minutos después se quedaron solos, Ángel susurró a Alex:
—Sólo me quedo por tu hija.
El pijama de Alex era de seda, de color gris, con rayas oscuras. Ángel se había preguntado varias veces si dormiría desnudo, o en ropa interior. Ya se lo había imaginado de todas las formas posibles.
Pero aquello era peor. El pijama le permitía contemplar perfectamente sus anchos hombros, su poderoso tórax, su estrecha cintura y sus piernas. La boca se le quedó seca, puesto que la imaginación era un afrodisíaco mucho más poderoso que la desnudez.
—Sólo quería asegurarme de que supieras que el hecho de que me quede no tiene nada que ver con lo sucedido anoche, porque ambos sabemos que no significó nada.
Pasó, y eso es todo.
Alex continuó mirándola con cierta frialdad. Cuanto más tranquilo estaba, más nerviosa se ponía. Algunas cosas no habían cambiado en absoluto con el paso de los años.
—Sandy está muy decepcionada con la marcha de Gus —continuo—, de modo que he decidido quedarme un día más. Pero me marcharé mañana por la mañana. Sólo se ha hecho una herida en una pierna, por Dios, no es como si estuviera inválida para el resto de su vida.
Sin embargo, y pese a todas sus excusas, deseaba que le pidiera que se quedara para siempre.
—Gracias, Ángel. Sé perfectamente que sólo te quedas por el bien de Sandy. Y te prometo que no me aprovecharé de ello.
—Sí, bueno, pasaré la noche aquí, pero me marcharé mañana temprano. Quiero que lo sepas para que puedas hacer tus planes.
Alex bajó por las escaleras veinte minutos más tarde, con su traje nuevo y su corbata preferida. Se había duchado y afeitado en un tiempo récord, mirando por la ventana hacia la furgoneta de Ángel, que estaba aparcada en un lado de la casa. Aún no se había marchado.
La encontró en la habitación del desayuno. Ángel llevaba su mono, que le quedaba tan bien como los malditos pijamas rojos de franela con los que dormía. Aunque en realidad no importaba lo que se pusiera. En cualquier caso, lo volvía loco.
Nadie sabía lo que podría suceder si algún día la veía con algo más provocativo.
Seguramente estallaría. A las ocho menos cuarto de la mañana, cuando aún no había tomado su café, había estado a punto de quitarse la ropa, tumbarla sobre la mesa y sumergirse en su pequeño cuerpo para no volver a salir de él hasta que empezara a nevar.
Sabía que no debía haberla llevado a su casa. Pensó que lo más correcto habría sido llevarla de vuelta a su hogar después de lo sucedido la noche anterior, y contratar a una enfermera para que ayudara a Sandy.
—Buenos días otra vez —dijo él, con su aspecto de ejecutivo de mediana edad—. ¿Ya habéis...?
En cuanto vio lo que había en su plato, preguntó:
—¿Pero qué demonios es esto?
—Un desayuno. Un simple desayuno. Hablé con Flora ayer, y ¿sabes una cosa? Creo que esa mujer necesita relajarse un poco. Nunca he visto a nadie más reticente. Le expliqué cómo debía ser la dieta de un hombre sedentario, de modo que a partir de ahora no tendrás que preocuparte por el colesterol. No creo que tengas problemas de peso, pero un hombre de tu edad no puede...
Aquello fue la gota que colmó el vaso de su paciencia. Miró a la mujer que había tenido la audacia de meterse donde no la llamaban, contempló de nuevo el contenido de su plato, y gritó:
—¿Qué diablos ha pasado con mis huevos fritos con bacon y salchichas?
—Acabo de decírtelo.
—¿Y desde cuándo es asunto tuyo lo que yo coma? ¿No te ha dicho nadie que eres la mujer más entrometida que hay al este de las montañas rocosas?
—De hecho, ya me lo han dicho antes. Pero sólo intentaba ayudarte. Por si no lo recuerdas, tú me trajiste a tu casa. Yo no pedí venir. Tengo mi propia vida, pero Sandy me dijo la semana pasada que te comportabas como si no te encontraras muy bien, de modo que le prometí que cuidaría de ti.
—¿Ah, sí? —preguntó.
Su calma parecía augurar tormenta.
—Sí, bueno, todo el mundo sabe que ciertos hábitos alimenticios no son buenos. El único ejercicio que haces es sentarte en tu escritorio o montar a caballo.
—También nado. No lo olvides —dijo, con idéntico tono de voz, peligroso.
—Pero no es una piscina muy grande. Por otra parte, tienes tan mal genio que entras dentro de los grupos de riesgo, y tu dieta lo empeora. No he visto una ensalada desde que he llegado a esta casa. Tienes que cuidarte más, Alex, aunque sólo sea por Sandy. Debes aprender a relajarte, a tranquilizarte. Así vivirás más.
No sabía si estrangularla o empezar una vida en común con ella. La culpaba por lo que sentía, por haberse introducido en su vida de nuevo, por recordarle la culpabilidad que había sentido de joven al desear a la hermana de su mejor amigo, siendo mucho mayor que ella.
En cierto modo, todo le molestaba en Ángel Wydowski. Y sin embargo debía admitir que había pasado mucho tiempo desde la última vez que alguien se había interesado por su salud. Tener a alguien a quien importaba era una sensación extraña. Una sensación a la que no quería acostumbrarse, porque sabía que no tenía sentido esperar nada.
—Bueno, ¿y qué se supone que es esto?
—Una tortilla. Está hecha sólo con la clara del huevo, en vez del huevo entero, y está rellena de verduras frescas.
Alex cerró los ojos.
—Por favor, dime que estás bromeando.
—Te acostumbrarás en poco tiempo.
Alex suspiró, resignado, y levantó su tenedor. Al menos aquel incidente había servido para desviar la atención de otro problema que habría resultado evidente de haberse encontrado de pie. Un intenso deseo. En lugar de comerse sus huevos con bacon y su croissant con mantequilla y mermelada, tendría que enfrentarse a una tortilla de verduras, a una tostada y a una manzana.
—Al menos no me has quitado el café —murmuró, tomando su café—. Doy gracias a Dios por estos pequeños placeres.
Pero en cuanto lo probó estuvo a punto de escupirlo.
—¿Qué diablos es esta repugnancia? Sabe a agua sucia.
—No es cierto. Lo único que pasa es que no tiene cafeína. Te acostumbrarás en poco tiempo.
Dicho lo cual, Ángel siguió comiéndose sus huevos fritos con queso y bacon y bebiéndose su delicioso café. Ella no tenía problemas de salud. Su colesterol nunca había estado por encima de los límites permisibles, su peso era el adecuado y su tensión también. Al margen de un par de enfermedades de niña, siempre había sido una mujer muy saludable.
Aunque si tenía que ser sincera debía admitir que su tensión había subido bastante la noche anterior, cuando Alex la besó.
Estaba dispuesta a pasar otra noche más en aquella casa. Pero acompañaría a Sandy en todo momento y después de acostarla se iría a la cama. Se aseguraría de que no volviera a ocurrir nada parecido.
Tenía una vida y un negocio que dirigir.
Aquélla era la mejor época del año para el negocio de la jardinería. Además, cuanto más tiempo estuviera expuesta a Alex, más difícil le resultaría regresar a su anterior existencia.
Alex intentó convencerse de que era mejor así. Aquella mujer había empezado a destrozar una vida que hasta entonces había resultado de lo más apacible y ordenada.
O de lo más aburrida. La vida de un hombre de mediana edad con una hija adolescente, una ama de llaves que no podía subir las escaleras ni recordar ninguna orden y una cocinera con hábitos culinarios algo sádicos.
No tenía sentido que se acostumbrara a una situación que no podía durar. Además, no necesitaba que alguien le dijera lo que tenía que comer ni lo que tenía que hacer.
Pensó que debía olvidarse de Ángel Wydowski. Durante los días siguientes podría concentrarse en el trabajo, lo que le permitiría no pensar demasiado en ella.
Recordó que Gus la llamaba brujita. Y no le extrañó. Había embrujado a todas las personas de la casa, con la posible excepción de Flora. Entre otras cosas, porque también era una bruja.
La señora Gilly le había preguntado que si la señorita Perkins estaría en la casa hasta el día de la limpieza general. Quería saberlo porque de no ser así necesitaba a otra persona para que la ayudase.
La tradición había comenzado con su madre. Cada dos años hacía una limpieza general y absoluta de toda la casa, cambiando cortinas, alfombras, objetos y todo tipo de elementos decorativos y aprovechando de paso para pulir, abrillantar, limpiar y fregar toda la mansión a fondo.
En cuanto al señor Gilly, se había quejado porque Ángel le había prometido que lo ayudaría con los macizos de flores, con la remodelación del jardín delantero y con el abono.
Incapaz de enfrentarse a tantos problemas, se retiró a su estudio, donde encontró a Sandy. Estaba sentada, leyendo lo que parecía ser una novela rosa.
—¿Estudiando? —preguntó.
—He terminado mis deberes, de modo que pensé que podía leer este libro que Ángel me ha dejado. Angel dice que en las novelas del corazón hay un montón de problemas a los que debe enfrentarse la mujer moderna, y te aseguro que con esta novela me identifico. Trata de una chica que...
Alex no quería escuchar el argumento. Y en particular, no quería saber nada sobre el concepto que Ángel tenía del romanticismo. Tenía sus propias ideas al respecto, y no incluían caer dos veces en la misma trampa.
Cada vez que su hija empezaba a hablar citando a Ángel, se irritaba.
No quería saber qué opinaba Ángel o qué decía Ángel al respecto de tal o cuál cosa.
Sobre todo, porque estaba haciendo lo posible para sacársela de la cabeza.
Sin embargo, debía admitir que la influencia de Wydowski había sido positiva en lo relativo a su hija. Había empezado a tratarlo como a un ser humano, no como a un bicho extraño. Se divertían razonablemente, y mantenían conversaciones más o menos maduras que nada tenían que ver con Arvir Moncrief, ni con los deberes del colegio ni con la ropa.
Una de aquellas conversaciones adultas fue la culpable de que una semana más tarde se dirigiera a la ciudad. Había estado hablando por teléfono con Carol, intentando explicarle la razón por la que no podía dejar su despacho para llevarla a Southern Pines a pasar el fin de semana.
Sandy estaba esperando para usar el teléfono, porque sólo tenían una línea en la casa.
Cuando Alex colgó, estaba muy irritado porque no quería pasar todo un fin de semana jugando al golf y charlando con Carol English. Sandy llamó a una amiga suya, pero se dio cuenta de la irritación de su padre. Aunque confundió sus razones.
—Janet, ¿puedes esperar un momento? Tengo algo que hablar con mi padre.
Se llevó el auricular al pecho para que su amiga no escuchara la conversación.
—papá, has sido poco educado con Carol. Últimamente estás muy extraño, como si estuvieras molesto con todo el mundo. De modo que he decidido hacer algo al respecto. Creo saber cuál es tu problema.
—Es posible que haya comido demasiada comida sana. Tienes razón, princesa.
—No, no me refería a eso. Me refiero al sexo. En fin, aunque eres bastante mayor no estás muerto ni nada por el estilo.
Alex no sabía qué decir. Ángel continuó hablando.
—Ya sé que no te encuentras en el punto más alto de tu capacidad sexual, pero mi profesora de biología dice que hasta los ancianos necesitan llevar una vida sexual sana, aunque sólo sea para sentirse queridos. De modo que si no quieres hacerlo con Carol tal vez podrías irte de crucero. Hasta podrías encontrar a una buena mujer que te gustara.
Alex notó que su cara adoptaba un color rojizo. Hizo un esfuerzo para marcharse de allí antes de estallar, y se dirigió hacia la salida a toda velocidad llamando a la señora Gilly a gritos para pedirle que se hiciera cargo de todo hasta que regresara.