3. INVASIONES INGLESAS… FRANCESAS, HOLANDESAS Y DANESAS

“Hizo en la ciudad tanta impresión como si hubiera aparecido un cometa”, escribirá Ignacio Núñez, un testigo de trece años que en el amanecer del 10 de mayo de 1805 se hallaba observando la extraña silueta en el agua.

Se corre la voz, muchos vecinos acuden al puerto y en pocos minutos, tanto las imágenes como los enigmas empiezan a aclararse: se trata de un bergantín y parece ser inglés.

Desde lo más alto del fuerte, el virrey, brigadier y marqués don Rafael de Sobremonte (Rafael de Sobremonte Núñez Castillo Angulo Bullán Ramírez de Orellano, para ser más precisos) observa intrigado la nave. Inglaterra está en guerra con España y un barco inglés no es oficialmente bienvenido. Salvo, claro, que traiga mercaderías o venga a comprarlas. Porque si se trata de contrabandear, todos hacen la vista gorda. Pero en este caso sucede algo atípico. El bergantín no termina de ingresar a las balizas del Plata ni demuestra intenciones de alejarse. Simplemente, se mantiene inmóvil, a prudente distancia de la costa.

Como si fuera un partido de tenis, los vecinos hacen oscilar su vista entre el barco en el agua y el virrey en la fortaleza. La máxima autoridad desde Ushuaia hasta La Paz siente que el pueblo lo necesita. Y toma una decisión política. Para compartir con sus súbditos la experiencia, abandona con sus edecanes el fuerte y se dirige a la punta del muelle, a una zona baja, la más baja de la ribera, ante decenas de personas que quieren saber de qué se trata y esperan que su ojo clínico y virreinal devele la incógnita.

El marqués cincuentón se para sobre el soporte de un cañoncito y apunta su catalejo. “Miró, remiró, cambiando a cada paso de posiciones”, apuntaría Núñez.

El pueblo contiene el aliento. Pasan minutos de silencio e incertidumbre hasta que el funcionario “dijo por fin en alta voz, a presencia de todos los concurrentes, que no era posible distinguir si el bergantín era de guerra o de algún corsario contrabandista”. Cierra el catalejo y, encogiendo los hombros, regresa al fuerte seguido por su escolta.

 

* * *

 

No era la primera vez que la ciudad de la Santísima Trinidad y Puerto de Santa María de los Buenos Aires soportaba el acoso de intrusos. Capitanes, corsarios, aventureros y forajidos aparecían de vez en cuando para tratar de apropiarse del terreno. Eran tiempos en los que un buque bien provisto y una tripulación aguerrida podían lanzarse a la conquista y establecer centros de operaciones y comercio. Antes de aquella mañana de 1805, Buenos Aires había sido codiciada diez veces.

 

 

A fines de 1582, solo dos años después de la fundación de Garay, el corsario Eduardo Fontana, con la venia de la reina Isabel de Inglaterra, irrumpió con dos gruesos galeones y un patache para apoderarse de la isla Martín García. Entre sus hombres se hallaba John Drake, sobrino del célebre pirata Francis Drake. Los trescientos pobladores de Buenos Aires rechazaron a Fontana, forzándolo a retirarse. Drake no tuvo tanta suerte: naufragó con el patache —que bautizó Francis en honor a su tío—, cayó en manos de los charrúas y salvó su vida de milagro. Terminó recluido en un convento en Lima, acusado de hereje (ser inglés significaba ser luterano; y ser luterano significaba ser hereje).

Luego de esta visita indeseable, los vecinos reclamaron la construcción de un fuerte de piedra para defenderse mejor. No se fiaban del mísero cerco de palos que los protegía de los ataques.

 

 

Cinco años más tarde, en enero de 1587, fue el turno de Sir Thomas Cavendish. Había estudiado en Cambridge y dilapidado la fortuna familiar, hasta que se hizo corsario. Cuando llegó a las puertas de Buenos Aires con tres barcos y 123 hombres, los vecinos enviaron a mujeres y niños a la campaña (la zona que en la actualidad ocupa la avenida 9 de Julio) y abarrotaron el puerto para saludar con todo tipo de balas al pirata, que optó por desaparecer. El tiempo tampoco lo ayudaba y recién pudo tocar tierra a la altura de la provincia de Santa Cruz. Bautizó ese puerto “Desire” (deseo, en inglés), que derivó en el nombre español de Puerto Deseado.

Mientras tanto, en Buenos Aires, la construcción del fuerte aún no había sido autorizada por el rey. La fortaleza seguía siendo débil, pero la burocracia española era bien sólida: hasta que Su Majestad no diera la orden, nada podía hacerse.

 

 

A fines de 1593, el inglés Richard Hawkins, con un navío armado con veinte cañones, pretendió atacar la aldea, cumpliendo órdenes de la reina Isabel I de Inglaterra. Pero esta vez no hizo falta acudir a los cañones: un fuerte viento Pampero lo tomó desprevenido en el río y lo arrastró fuera del Plata, ocasionándole tantas pérdidas que nunca más quiso siquiera acercarse a estas aguas del demonio. Fue capturado en aguas chilenas.

Dos años más tarde, en 1595, se construiría un paredón de tierra apisonada al que, con mucha pomposidad y una buena dosis de grandilocuencia, bautizaron Real Fortaleza de San Juan Baltasar de Austria. Hasta su demolición, ese fue el nombre oficial del fuerte de Buenos Aires.

 

 

El 18 de marzo de 1605, veinticuatro hombres dirigidos por un corsario francés de poca monta desembarcaban en el Riachuelo. Llegaban desde el Atlántico Sur, donde el estrecho de Magallanes les dio tal paliza que optaron por un botín más fácil: Buenos Aires. ¡Ilusos! Arcabuces en mano, los quinientos vecinos se defendieron y derrotaron a los invasores.

 

 

En julio de 1628, el gobernador del caserío del puerto de Buenos Aires, Diego Páez de Clavijo, fue advertido de que una flota holandesa se acercaba con codicia al Plata y se estableció una guardia permanente. En las noches en que el viento soplaba facilitando el desembarco, cada vecino debía caminar armado por la costa, en grupos de a dos y por un plazo no menor a dos horas. Una de estas parejas halló un papel enrollado y lacrado. Era un panfleto escrito en castellano, instando a los habitantes a que se sublevaran. Fue el primer intento de revolución de nuestra historia. Los holandeses habían lanzado algunos más en la zona de Retiro y Recoleta, pero la propaganda no tuvo el efecto que esperaban: tres o cuatro cañonazos bastaron para convencerlos de que no eran bienvenidos.

De la intención holandesa solo queda un magnífico cuadro que bocetaron desde las naves y pintaron en Europa. Es una reliquia: muestra cómo era la ciudad vista desde el río en ese lejano año 1628. Es la imagen más antigua que existe de Buenos Aires. Se conserva en el Vaticano.

 

 

En 1658, el poblado se componía de cuatrocientas casas de barro, con techos de caña y paja. La defensa de la ciudad ya contaba con diez cañones en el fuerte, dos en la Boca del Riachuelo (es decir, en el actual barrio de La Boca) y una guardia de ciento cincuenta hombres que formaban la infantería, pero que de ser necesario se les entregaban caballos para convertirlos en caballería. Es decir, una especie de ejército multipropósito que se adecuaba a las necesidades del momento.

En abril de aquel año, llegaron tres navíos franceses a las orillas del Plata, comandados por el invicto general Timoleón D’Osmat, conocido como el Caballero de La Fontaine (en francés, Timoléon Hotman, Seigneur de Fontenay). En nombre de su rey, Luis XIV, venía sumando éxitos por Centroamérica. En una noche tormentosa y sin luna, intentó desembarcar doscientos hombres en cinco lanchones, a la altura de Magdalena. Pero la fortuna estuvo del lado de los criollos: por azar se incendió un pajar, hubo una estampida de vacas, caballos y ñandúes; y fue tal el bullicio, que los franceses creyeron que habían sido descubiertos. Reembarcaron en total desorden, en medio de una sudestada que los empujaba hacia la costa. Un par de lanchas se hundieron y murieron varios invasores.

La fauna local logró un inestimable triunfo. Pero no pudo cantar victoria porque D’Osmat, sin darse por vencido, bloqueó, a bordo de la Marechale, la ciudad de Buenos Aires, a la altura del Riachuelo, durante varias semanas, mientras esperaba refuerzos; que nunca llegaron.

Terminó batiéndose con una nave española y otra aliada holandesa al mando del capitán Isaac de Brac —que se dirigía hacia el Atlántico Sur, pero se quedó para dar una mano— y en el enfrentamiento La Fontaine perdió su preciado invicto. Y la vida: los holandeses abordaron la Marechale y acuchillaron sin ceremonia previa a la tripulación y a su capitán. En resumen: al Caballero de La Fontaine lo batió un insólito ejército aliado compuesto por infantería criolla a caballo, artillería, marinos españoles y holandeses, vientos furiosos, vacas, caballos y ñandúes también furiosos.

 

 

Alrededor de 1670, el gobernador porteño, capitán general José Martínez de Salazar, rechazó sin mucho esfuerzo a otra escuadra francesa con intenciones invasoras. Querían tener su París americana y terminaron engrosando el gran cementerio subfluvial del Plata.

De inmediato, Salazar organizó la reconstrucción total del fuerte, que ya empezaba a quedar chico para semejante hidra urbana. Cientos de indios llegaron de las misiones jesuíticas, cargando una apreciable cantidad de madera, y pusieron brazos y manos a la obra. Además, Salazar aumentó la guarnición permanente del fuerte a trescientos hombres.

 

 

Una simpática escuadra francesa intentaba cruzar el estrecho de Magallanes en 1697, pero un temporal se lo impedía. No tuvo mejor idea que poner proa al norte y avanzar sobre la pequeña Buenos Aires para atacarla. La defensa porteña preparó los arcabuces, alistó los cañones y, por las dudas, afiló sables y reunió las caballadas. Pero no hizo falta: el “general Sudestada” se hizo cargo de los barcuchos una vez más.

 

 

Jean-Bernard Desjeans, barón de Pointis, fue un barón francés con ansias invasoras que se vino sobre la ciudad con doce navíos en 1698. Pretendía repetir su éxito —un año antes había saqueado Cartagena—, pero esta vez vendió cara su derrota: el Río de la Plata se transformó en su tumba.

El vecindario ya tenía experiencia en el arte de la defensa. Y en esta oportunidad contó con el refuerzo de dos mil indios, también enviados desde las misiones, que lanzaron piedras, flechas de fuego e insultos en guaraní a los galos.

 

 

En 1699 fue el turno de los daneses. Llegaron a las puertas de Buenos Aires pero, sin presas y prácticamente destrozados, emprendieron la vuelta cuando advirtieron que los bonaerenses no cederían su territorio con facilidad. Los marinos de estirpe vikinga terminaron pescando atunes y merluzas en las costas de Brasil, ya que el turismo aventura no era fácil de practicar en el Río de la Plata.

 

 

Nacía el siglo XVIII y Buenos Aires se liberaba de los intrusos. Las acciones invasoras se trasladaron a la Banda Oriental, donde los portugueses intentaban extender su territorio. Pero cada vez que se instalaban, los porteños cruzaban el Plata y los expulsaban de Colonia, Maldonado o Montevideo.

Sin embargo, los lusitanos no se daban por vencidos y continuaban sus incursiones. Hasta que el bizarro general don Pedro de Cevallos —quien en 1777 se convertiría en el primer virrey del Río de la Plata— les dio su merecido y, para prevenir cualquier futura incursión portuguesa, incendió y arrasó la ciudad de Colonia que, más adelante, logró resurgir de sus cenizas.

 

 

Buenos Aires, 1805. El bravo Cevallos ya es historia. En la ciudad porteña —que arrastra diez intentos de invasión de ingleses, franceses, holandeses y daneses—, manda el marqués de Sobremonte.

Con su catalejo, el virrey sigue espiando los movimientos del misterioso bergantín desde el fuerte, que ya es una construcción maciza, protegida con un foso de mala muerte, 35 cañones y cuatro morteros. El buque se mantiene varias horas más en esa posición y se esfuma al día siguiente. Entonces, el alto funcionario vuelve a los quehaceres sociales y a los juegos de cartas que tanto lo entretienen a él y a su mujer.

Ni siquiera el experimentado Sobremonte advirtió que aquel bergantín intruso, el Antílope, de la Real Marina Británica, a cargo del capitán Morloch, estuvo calculando el calado del río. Menos, que entregaría esa información crucial a la flota que arribaría un año más tarde para llevar a cabo la acción que sería conocida como Primera Invasión Inglesa. Aunque, en cuanto a intentos, no fue ni la primera invasión, ni la primera inglesa.

Espadas y corazones
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