10. EL PRIMER PARACAIDISTA

5 de julio de 1807. Buenos Aires se defiende de la Segunda Invasión. Comanda a los porteños el francés Santiago de Liniers (a quien en 1809 el rey de España le otorgará por esta actuación el título de conde de Buenos Aires). Esta vez, los británicos descubren que hay un nuevo ejército que enfrentar: los vecinos. Desde las terrazas llueve más agua hirviendo que aceite, además de piedras, palos y hierros.

Un centenar de invasores se pertrechó en el convento de Santo Domingo (ubicado en las actuales calles Defensa y Belgrano) y convirtió esa manzana en el escenario más sangriento de la lucha. Dentro del convento, los británicos rescataron una bandera de su regimiento 71, que habían perdido en la Primera Invasión —se encontraba en Santo Domingo, como ofrenda de Liniers a la Virgen del Rosario— y la desplegaron en la torre de la iglesia.

Cuando los barcos ingleses divisaron la bandera, dispararon salvas para celebrar lo que consideraban una victoria de sus tropas. En Retiro también se luchó, y al ver la bandera y escuchar los cañones todos presintieron que la Gran Bretaña estaba logrando su objetivo. Fue un golpe psicológico que pudo haber cambiado el destino. Sin embargo, el efecto fue otro: los porteños acometieron con furia, arrinconando a los invasores contra el centro de la ciudad.

Un cañón instalado en un corralón de la calle Bolívar —a 150 metros de Santo Domingo— disparó contra la torre del convento (en aquella época tenía una sola) para derribarla con bandera e ingleses incluidos. Los vecinos pugnaron por ingresar al bastión del enemigo. Los británicos apoltronados en el templo no tardaron en darse cuenta de que estaban vencidos y, para prevenirse de los criollos eufóricos y con sed de sangre, decidieron capitular. Eran las cuatro de la tarde. Le pidieron una sábana blanca al prior de Santo Domingo y la colgaron en la torre, al lado de la bandera inglesa.

Al ver la inequívoca señal de rendición, desde la Plaza Mayor galopó hacia el convento el subteniente de Húsares, José Antonio Leiva. Furioso, chapoteó en el barro con su caballo rosillo para llegar antes que nadie y tener el privilegio de apresar al teniente coronel Dionisio Pack. ¿Por qué ese empecinamiento? Porque Pack había participado de la Primera Invasión Inglesa. Al reconquistarse la ciudad, a él, como al resto de los soldados de la corona de Inglaterra, se les había obligado a juramentar que nunca más empuñarían las armas contra España y sus colonias. Pack había faltado a su palabra y se había convertido en el enemigo público número uno. El Cabildo le había puesto precio a su cabeza, cuatro mil pesos, y el subteniente Leiva quería ser el verdugo del perjuro oficial inglés.

Al ver flamear la sábana blanca en la torre de Santo Domingo, Leiva gruñó:

—¡A ese traidor de Pack, si no se lo llevó el diablo, a la cincha me lo llevo!

Leiva, que era oriundo de Luján, clavó su caballo en la puerta del convento, al grito de: “¡Dónde está el traidor!”. Su tío, el padre Francisco Xavier Leiva, prior de Santo Domingo, lo atajó en el interior de la iglesia y pretendió tranquilizarlo:

—Hijo, tráeme la sábana que los ingleses pusieron en señal de parlamento sobre la torre y, de paso, retira el estandarte británico.

No sabía el soldado que su tío intentaba distraerlo porque él mismo se había encargado de esconder a Dionisio Pack.

El subteniente Leiva subió a los saltos la escalera, esquivando cuerpos moribundos y aullando en busca del inglés perjuro. Llegó a la parte superior de la torre, arrancó la sábana, atrapó la bandera inglesa, pero tropezó: botas embarradas, falta de equilibrio, piso humedecido por la lluvia y averiado por cañonazos lo depositaron en el más absoluto vacío.

Pero Leiva no se derrumbó desde los 25 metros de altura. Planeó con el pabellón inglés convertido en paracaídas y aterrizó en la calle: un blando y pisoteado colchón de barro. Aunque todos lo creían muerto, no se lastimó ningún hueso, pero le brotaba sangre de la nariz, la boca y, sobre todo, de las orejas. Sus compañeros de armas lo introdujeron en el convento. Acostaron al herido en la cama del prior y allí lo atendía su tío cuando apareció un grandote rengueando por una herida de bala en la pierna. Era Pack:

—¿Este ser oficial que querer cincharme?

—Es mi sobrino que se vino abajo al sacar las banderas —contestó el prior.

—¡Oh! —exclamó Pack—. ¡Regular salto! ¡Treinta yardas!

El oficial inglés fue enfermero de su frustrado cazador, hasta que debió esconderse de los excitados patriotas que invadieron el convento para darle su merecido. Con vocación humanitaria, el padre Francisco ocultó al jefe invasor en su oratorio e hizo jurar “por la cruz” a los demás frailes que no divulgarían el secreto. Al resto de los ingleses prisioneros les suplicó que dijeran que Pack había muerto en la calle.

El subteniente Leiva tardó varios días en recuperarse, pero sobrevivió. Por su acción fue ascendido a teniente el 1 de enero de 1809. No pudo cazar la presa de cuatro mil pesos fuertes y quedó sordo para toda la vida.

¿Qué pasó con la recompensa? El 13 de octubre de 1815, Francisco Javier Rodríguez de Vila, mayordomo de la Cofradía del Rosario, reclamó el premio al Cabildo, “en el nombre de la Virgen del Rosario”. Según su parecer, Pack se entregó en el templo de la Virgen en Santo Domingo y ella debía ser la destinataria de la recompensa. No se sabe si cobró el dinero para su Patrona, pero por las urgencias económicas en medio de la Guerra de la Independencia es de suponer que su solicitud fue rechazada.

En abril de 1859, José Manuel Luparte presentó una carta en la Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires, solicitando una pensión para Leiva, quien vivía en el partido de Quilmes. En la nota, Luparte aclaró que hacía la petición en nombre de Leiva y relató el episodio de 1807.

 

* * *

 

Es la mañana del 25 de mayo de 1859, el anciano Leiva pasó por el frente de Santo Domingo (que aún conservaba las marcas del bombardeo de los propios criollos contra la torre, aunque el vecino José María Iturriaga ya había reemplazado las balas por tacos de madera en tiempos de Rosas: las originales se caían y no eran tan vistosas). Y no era el único cambio: el convento ya tenía, desde hacía diez años, las dos torres.

Leiva se dirigió a la municipalidad porteña que en ese día lo condecoró por aquella hazaña voladora y le concedió una pensión de dos mil pesos anuales “por su valor y heroísmo”. Aunque era un reconocimiento tardío, era bienvenido: Leiva, además de sordo, era pobre. El superhéroe, emocionado, recibió al fin su medalla y su pensión. Cincuenta y dos años después de haber sido el primer paracaidista de Buenos Aires. Murió al poco tiempo.

 

Espadas y corazones
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