6. CONSTRUYENDO CASAS

Pocos lugares tienen un clima tan benévolo y uniforme que los animales que allí vivan nunca tengan necesidad de buscar refugio; y pocos animales están tan bien armados que no agradezcan un escondite para ocultarse de sus enemigos o para tener a sus crías. Por eso muchos animales, en algún momento de su vida, si no siempre, necesitan una casa. Para construirla tienen que hacerse alfareros y yeseros, tejedores y costureros, mineros, albañiles, mamposteros, techadores y escultores. Estos oficios no son privativos de ningún grupo de animales. Cada especie, dentro de las limitaciones de su anatomía y las posibilidades físicas de los alrededores, utiliza la técnica más apropiada a sus necesidades.

La casa más sencilla de todas es un simple agujero. Una rama cae de un árbol, permitiendo que los hongos descompongan la parte interna del tronco, y allí hay una casa para mochuelos, ardillas voladoras, lémures, cotorras y tucanes. Un río con aguas un poco ácidas disuelve la roca caliza y se forman agujeros mayores -cuevas- para murciélagos y osos, incluso en algunos lugares y en ciertas épocas, para seres humanos. Pero los agujeros que se producen de forma natural son escasos. La mayor parte de los animales que viven en agujeros tienen que excavárselos ellos mismos, y eso puede ser un trabajo pesado.

La barrena perfora su agujero en la roca sólida. Se trata de un pequeño molusco, de menor tamaño que un mejillón, que empieza la vida en forma de diminuta larva nadadora transparente. Esta larva acaba por fijarse en una roca, por lo general caliza, momento en que se desarrollan las dos valvas de su concha, cuya composición química consiste en carbonato cálcico; estas valvas están provistas en un extremo de pequeñas espículas duras que forman unos dientes de sierra. La joven barrena se fija a la superficie de la roca con un órgano muscular llamado pie que actúa como ventosa, aprieta su sierra contra la piedra y empieza a columpiarse adelante y atrás. Los dientes van perforando la roca, y el animal, lenta, metódica y persistentemente, se introduce en ella. Al cabo de unos días, ha fabricado una galería tan profunda que queda oculto y a salvo de ataques. Desde esta posición, extiende un largo tubo, el sifón, hasta el exterior del agujero para absorber minúsculas partículas de alimento arrastradas por la corriente.

Por extraño que parezca, también hay aves que perforan la roca. Tienen una única herramienta para hacerlo: el pico; pero puede ser muy eficaz. El pico del abejaruco es fino y delicado: unas pinzas con las que atrapa abejas y otros insectos en el aire; pero cuando empieza a hacer su nido vuela repetidamente, con el pico por delante, contra una pared de arenisca o un ribazo de barro seco hasta que, desprendiendo grano tras grano, consigue disponer de una pequeña depresión en la que colgarse. Después picotea con gran eficacia hasta que ha excavado un estrecho túnel de hasta un metro de longitud.

Varias especies de abejarucos anidan en colonias de mil o más individuos. Esto puede ser debido a la escasez de lugares disponibles, pero el gran número de individuos presentes hace posible que las aves jóvenes no emparejadas ayuden a sus padres en la tarea de cavar nidos, igual que los arrendajos de matorral de Florida jóvenes ayudaban a criar nuevas polladas. Con mucho ingenio y acierto, el abejaruco de garganta roja, de Nigeria, empieza su trabajo al final de la estación de las lluvias, cuando la tierra está blanda, aun cuando todavía tardará tres meses en estar preparado para la puesta. Los picos carpinteros, acostumbrados a extraer su alimento de la madera, tienen pocas dificultades en perforar cámaras de incubación en los troncos. Hacen unos huecos tan habitables que a menudo otros animales, carentes de las herramientas necesarias para la carpintería pero robustos y dispuestos, como rapaces nocturnas y ardillas, expulsan a los picos para instalarse ellos mismos.

Algunos reptiles también hacen túneles. La tortuga gófer, que vive en los desiertos del sudoeste de Estados Unidos, necesita uno para refugiarse del calor del mediodía, y lo construye en el suelo reseco con lentos manotazos de sus patas delanteras acorazadas. Los túneles de estas tortugas son tan largos -hasta doce metros- que, a juzgar por el lento sistema de excavación, tienen que ser obra de varias generaciones, tal vez con centenares de años de antigüedad.

Los pequeños mamíferos también son grandes excavadores. Las ratas canguro y las liebres se introducen en sus madrigueras para protegerse del calor, igual que la tortuga; las hienas y los lobos ocultan en ellas a sus crías; los tejones y los armadillos dormitan allí durante el día después de sus expediciones nocturnas; y los ratones y conejos se encuentran en su interior a salvo de la mayor parte de sus enemigos.

Pero las madrigueras con una sola salida también llegan a ser trampas mortales. Un animal que viva en ellas puede quedar acorralado con suma facilidad, y muchos de sus habitantes toman medidas para reducir ese riesgo. Los cascanueces, que nidifican en huecos de árboles, hacen más estrecha su entrada añadiendo pegotes de barro, de forma que nadie mayor que ellos mismos pueda entrar; ni siquiera el pico de una urraca en busca de pollos puede alcanzar a los que hay en el nido. Los calaos van aún más lejos; cuando la hembra se pone a empollar los huevos, el macho lleva trozos de tierra humedecidos con su saliva, con los cuales ambos tapian la entrada hasta que sólo queda una pequeña rendija. Durante las siguientes semanas el macho pasa alimento para toda la familia a través de la rendija, hasta que la hembra derriba la pared y colabora a recolectar el alimento, cada vez más abundante, que requieren los pollos para su crecimiento. Después de salir la madre, los mismos pollos reconstruyen la pared; hasta que no tienen todas las plumas y están a punto de volar, no la derriban para marcharse.

Quizá la madriguera más protegida de todas es la de la araña excavadora. Ésta tiene unos tres centímetros de longitud y construye una madriguera en la tierra blanda de unos quince centímetros de profundidad. Con su seda forra las paredes y también reúne partículas de tierra para formar una tapa circular de unos dos centímetros de diámetro, que fija con un gozne también de seda y lastra con piedrecitas para que cierre por su propio peso. Como la tapa está hecha con materiales del lugar, se confunde perfectamente con los alrededores y su borde biselado encaja tan bien que es casi imposible descubrirla. Durante el día, la araña no delata la presencia de su agujero. Sólo hacia el anochecer levanta un poco la tapa y se asoma para ver si la oscuridad ha llegado ya; cuando cae la noche, abre la tapa y saca sus dos patas delanteras fuera del túnel. Si un insecto pasa cerca, lo captura y lo introduce rápidamente en su madriguera, la puerta se cierra sola y la araña puede consumir su presa con tranquilidad.

Esta morada es tan segura que la araña hembra, una vez la ha construido, nunca la abandona. A veces, incluso se encierra dentro: la araña al crecer tiene que cambiar de vez en cuando su rígido esqueleto externo; después de haberlo hecho, y mientras la nueva piel no se ha endurecido, es vulnerable; para mayor seguridad, antes de la muda cierra la puerta desde dentro con hilos de seda.

Los machos construyen túneles parecidos, pero salen de ellos para visitar a las hembras y aparearse con ellas en sus agujeros. Cuando han terminado, el macho se va y la hembra vuelve a cerrar la puerta con seda. Luego, con la seguridad de no ser molestada, se retira al fondo del túnel a poner los huevos.

Los agujeros, sobre todo los grandes, pueden tener otro inconveniente: que el aire esté muy enrarecido. Los perritos de las praderas, roedores del tamaño de un conejo con las patas cortas y las orejas pequeñas que viven en enormes comunidades en las praderas del Oeste americano, excavan galerías que pueden tener hasta treinta metros de longitud, con cortos túneles sin salida a cada lado. Las galerías tienen dos aberturas: una a cada extremo. Esto ya contribuye a la ventilación, pero el sistema es más ingenioso de lo que puede parecer a primera vista. Las dos entradas son de distinta forma: una queda al mismo nivel de la superficie de la pradera. La otra se abre en lo alto de un pequeño montículo de barro y piedras de unos treinta centímetros de altura; el viento se mueve algo más rápido a la altura del montículo que al nivel del suelo, por lo que la brisa que pasa por el agujero elevado aspira el aire viciado del interior de la galería haciendo que entre aire fresco por la entrada más baja.

Se puede demostrar la eficacia de este sistema encendiendo una bengala de humo inofensiva cerca de la entrada más baja: el humo entra en el agujero y varios minutos después empieza a salir por el montículo a veinte metros de distancia.

Construir túneles, aunque tengan una concepción compleja como los del perrito de las praderas, es cuestión más de fuerza que de ingenio. Construir una casa requiere mucha más dedicación, puesto que implica recoger los materiales adecuados, definir un trazado y juntarlo todo de alguna manera. Los mamíferos, en su mayor parte, no abordan esos problemas; al parecer tienen suficiente con los agujeros. Uno de los pocos que lo hace es el castor.

Los castores viven en los bosques de América del Norte y en muchas partes de Europa. Se alimentan de hojas y de la corteza viva de los árboles. Para conseguirlo derriban arbolillos y hasta árboles de treinta centímetros de diámetro royéndolos con sus dientes en forma de cincel. Necesitan una morada donde estar a salvo de los animales depredadores como linces y osos, y también necesitan un lugar donde almacenar comida para el invierno cuando el bosque está cubierto de nieve. Consiguen ambas cosas construyendo una presa.

Una pareja de castores recién formada escoge como hogar un valle por el que corre un arroyo. Estudiando bien la configuración del terreno, seleccionan un punto en el arroyo y empiezan a construir su dique. Para empezar, clavan estacas verticales en el lecho del río, luego ponen palos más delgados atravesados y grandes cantos rodados para que se hundan; recogen barro de las orillas y lo amontonan en la construcción para unir las estacas, las hojas y los cantos rodados y darle consistencia al conjunto. Si se acaban los árboles adecuados en las cercanías, hacen canales que lleguen hasta el arroyo y hacen bajar los troncos flotando desde más lejos. A medida que el dique va creciendo, se va diferenciando la estructura de sus dos lados. El lado que queda mirando aguas arriba es muy empinado y está bien cubierto de fango para que el agua no traspase. El lado de aguas abajo tiene una pendiente más suave y una serie de postes paralelos a las laderas del valle, que le dan a la estructura la resistencia necesaria para soportar la presión del agua que se acumula en el embalse. Por último, a cada extremo del dique abren un desagüe.

En las orillas del embalse, o en una de las pequeñas islas que pueden formarse en su interior, construyen su alojamiento: una gran cúpula de estacas, palos, ramas, juncos y barro, en cuyo interior se halla la cámara donde viven. Es la presa la que la hace inexpugnable, porque la única entrada es por el lago, a través de un túnel que se abre bajo el agua; sólo ágiles nadadores como los castores pueden entrar.

Proteger la vivienda no es la única función del embalse. Al principio del otoño, cuando los árboles aún tienen hojas, los castores cortan arbolillos y los hunden en el lago; en el agua gélida apenas se descomponen. Más tarde, cuando una gruesa capa de nieve cubre la tierra y el lago está helado, los castores pueden salir de su refugio por debajo del hielo, dirigirse a las ramas aún verdes y alimentarse de ellas todo el invierno.

El mantenimiento del dique requiere la atención constante de sus propietarios. Si llueve mucho, deben agrandar los desagües para que el agua escape antes de reventar la presa. Y cuando deja de llover, pueden tener que reconstruirlos para evitar que el nivel del embalse baje demasiado y deje al descubierto la entrada de la vivienda. Muchas de estas construcciones duran décadas, si no siglos, y las usan varias generaciones de castores. Al final, sin embargo, el lago de los castores, como todos los demás, acabará por colmatarse con sedimentos y por convertirse primero en un lugar pantanoso y luego en un prado. Sin duda, los primeros seres humanos que llegaron a esos bosques quedarían sorprendidos y admirados de encontrar esos prados fértiles en el corazón de un bosque espeso y construirían allí sus casas. Así, las preferencias de los castores siglos atrás podrían haber determinado los lugares donde los seres humanos tienen sus ciudades en la actualidad.

Colocar palos de forma que encajen unos con otros y no se desmonten a las primeras de cambio, es una labor cuya dificultad puede fácilmente infravalorarse. Uno se da cuenta de lo complicado que es cuando ve a un castor colocando penosamente un palo en su dique, quedando insatisfecho con su posición, quitándolo y poniéndolo en otro sitio hasta que se convence de que está bien situado. Las aves poseen una habilidad parecida, como puede comprobarse si se intenta desmontar el más sencillo y descuidado nido hecho de ramitas. Casi todos los elementos se entrelazan entre sí. Muchas veces existe una simetría bajo la superficial irregularidad de las ramitas, un patrón radial básico o un entretejido deliberado.

Las grandes aves que anidan en los árboles -palomas torcaces, grajas, cigüeñas, águilas…- hacen lo mínimo para suavizar la superficie irregular del nido, pero muchas aves pequeñas que tienen huevos delicados forman un cuenco en el centro del nido que forran con un material más blando. Cada especie tiene sus preferencias particulares sobre este tema. Los zorzales emplean barro, el bigotudo prefiere pétalos de flores. Al indicador de la miel australiano le gusta tanto el pelo que lo arranca directamente del lomo de un caballo e incluso de la cabeza de una persona. El chochín común de América del Norte se inclina por las mudas o camisas de serpiente y el eider tiene unas suaves plumas especiales en el pecho que se arranca con el pico para obtener una manta cálida y suave que ningún material sintético fabricado por el hombre puede igualar.

Algunas aves son tan pequeñas que las ramitas son para ellas un material demasiado tosco para utilizarlas como componente principal del nido. Los colibríes utilizan telarañas, recogiéndolas con el pico y volando con ellas. Su capacidad de permanecer suspendidos en el aire les permite construir sus pequeños nidos en lugares en los que ni siquiera ellos pueden posarse: quizá dos tallos que se cruzan, e incluso la punta de una hoja. Aprovechando que la seda de araña es pegajosa, el colibrí la coloca en el punto escogido hasta que se pega. Si se trata de un nido colgante, el ave vuela en círculos en torno a los primeros hilos, añadiendo más y más para formar las paredes. Muchas veces añaden pétalos de flores o pequeños fragmentos de plumón y de liquen para darle solidez. Si el nido está colgado de la hoja por un lado, el soporte queda desequilibrado, en cuyo caso el colibrí incluirá pequeñas partículas de tierra en una larga extensión del nido que actúa como contrapeso. Esto le proporciona al nido mayor estabilidad y reduce el riesgo de que lo vuelque una ráfaga de viento.

El pájaro sastre de la India también utiliza seda de araña pero de otra forma: la usa para coser. Fabrica una copa con hojas vivas, bien con dos que estén juntas o bien enroscando una. Con un trozo de seda en el pico, hace un agujero en la hoja y pasa la seda por él, haciendo un nudo en el extremo para evitar que pase todo el hilo; luego hace lo mismo en el otro lado para que las dos superficies foliares queden bien juntas.

Llamar a esto coser quizá sea algo exagerado, porque con el mismo trozo de hilo no se da más que un punto. Pero de otros pájaros sí se puede decir con propiedad que cosen, porque construyen su nido según el mismo principio que el ser humano cuando entrelaza un hilo de la trama con los hilos paralelos de la urdimbre para tejer la tela. Esta técnica la han descubierto dos grupos de pájaros independientemente: los tejedores de África, que están muy emparentados con el gorrión común, y los ictéridos de América, entre los que se encuentran los caciques y los turpiales. Las fibras que utilizan pueden ser largas enredaderas, finas raicillas, hojas acintadas como las de las hierbas y carrizos, o cintas arrancadas de hojas anchas como las de los plataneros.

Necesitan saber dos cosas: anudar y tejer. Para la primera sujeción hace falta un nudo. El pájaro lo ata sujetando una tira en una rama con una pata, luego pasa el extremo alrededor de la rama con el pico, lo introduce en uno de los lazos y lo estira para que quede apretado. A veces el pájaro ata la tira a dos ramitas paralelas en lugar de a una. Entonces se asegura el nudo pasando el extremo por las dos ramitas y atando una serie de medias vueltas en cada una.

Cuando todo está bien sujeto, comienza la labor de tejer. El proceso consiste en pasar una tira bajo otra con la que se cruza más o menos en ángulo recto y hacerlo una y otra vez con persistencia, tensando la tira después de cada punto. A veces, si la tira es lo bastante larga, el pájaro invierte la dirección durante el proceso, de forma que teje la tira paralelamente a ella misma. Esto da como resultado un tejido fuerte.

Con esas dos habilidades fundamentales, los tejedores construyen nidos que cuelgan del extremo de una rama o de una hoja y constituyen viviendas abovedadas y compartimentadas de gran perfección. Algunos de estos nidos cuentan con tejados impermeables formados por tiras de hojas más anchas en la parte superior. Puede existir una antecámara antes de la cámara principal de incubación. Algunas especies también construyen pasadizos de entrada, largos tubos dirigidos hacia abajo que hacen bastante difícil que una serpiente u otro intruso saquee el nido. El tejedor de Cassin, uno de los más hábiles, construye un tubo de entrada de sesenta centímetros usando fibras estrechas muy largas que dispone en espiral, unas en sentido horario y otras en sentido antihorario, de manera que se entrecruzan y forman un tejido de notable uniformidad y belleza.

Los tejedores que han nacido en incubadora también saben tejer cuando son adultos, lo cual indica que la habilidad es hereditaria; con todo, para alcanzar la perfección se requiere práctica, y al principio los jóvenes tejedores machos suelen hacer cómicas versiones de pacotilla: nidos mal asegurados que se caen, otros, tejidos desigualmente, con algunas tiras apretadas y otras sueltas, resultando un nido deforme, etcétera. La habilidad del macho afecta a su éxito reproductor, porque las hembras examinan esos nidos con gran detenimiento cuando están escogiendo pareja. El esperanzado macho se cuelga bajo su creación agitando las alas para llamar la atención; si el nido no es bueno, ninguna hembra se unirá a él. En ese caso, tiene que empezarlo todo de nuevo. Como en una colonia de tejedores pueden escasear los lugares de nidificación y los materiales, muchas veces deshace su primer intento y emplea los materiales para construir otro nuevo en el mismo sitio.

Hay un grupo de aves que se enfrenta a problemas especiales para construir el nido. Se trata de los vencejos, las más aéreas de las aves. Pasan meses en el aire, alimentándose de los insectos que capturan al vuelo, copulando a gran altura y, en consecuencia, cayendo entrelazados decenas de metros, e incluso tal vez duerman en el aire. Pero no pueden incubar los huevos en el aire; tienen que posarse y empollar sobre algo sólido. Esto no es cosa fácil para ellos, porque su anatomía se ha adaptado tanto a la vida en el aire, que tienen las patas extremadamente cortas. Son poco más que delicados ganchos ocultos en el plumaje y son tan cortas que no pueden levantar el cuerpo del ave lo suficiente como para dar un aletazo completo. Por eso, si los vencejos aterrizan en el suelo, tienen muchas dificultades en emprender el vuelo; ello les impide recoger hojas, ramitas o barro como hacen otras aves.

El vencejo espinoso de las chimeneas asiático consigue reunir ramitas cogiéndolas con el pico mientras vuela y arrancándolas con la fuerza de su impulso aéreo. Luego las pega a una pared con su propia saliva como adherente. El vencejo de las palmeras americano también dispone de una saliva pegajosa, pero no intenta unir nada tan consistente como las ramitas; construye su nido con materiales transportados por el viento, como algodón, fibras vegetales, pelos y plumas. El vencejo de las palmeras africano apenas se preocupa de esas cosas y construye el nido casi completamente de saliva, moldeándolo en forma de pequeña cuchara fijada en el envés de una hoja de palmera. Cuando la hoja de palmera se agita al viento, parece casi imposible que el único huevo pueda permanecer en el exiguo nido. En realidad, sin duda caería si no fuera por el hecho de que el ave no sólo ha pegado el nido a la hoja sino también el huevo al nido. El nido es demasiado pequeño para que el vencejo se pose en él, y más bien tiene que ponerse a horcajadas para incubarlo. Tampoco puede el nido alojar al pollo cuando nace; éste tiene que colgarse verticalmente en el borde hasta que le salen las plumas.

Las salanganas del sudeste asiático, que viven en cuevas y utilizan la ecolocalización, también hacen los nidos de saliva, pero no la escatiman tanto. En la garganta tienen unas glándulas bien desarrolladas que en la época de reproducción aumentan mucho de tamaño y producen saliva en grandes cantidades. Si bien las diversas especies que nidifican a la entrada de las cuevas incorporan plumas a sus construcciones, la que vive en las partes más profundas y oscuras, construye el nido únicamente de saliva. Lo hace en una repisa, si es que encuentra alguna adecuada, pero también es capaz de fijar el nido a una pared de roca vertical e incluso voladiza.

Empieza por volar persistentemente por delante del sitio escogido, mojando un poco la roca con la lengua y dejando así una línea curvada de saliva que marca el borde inferior de lo que será el nido. La saliva se seca y endurece con rapidez y con pasadas repetidas el ave edifica sobre la línea una pared baja. En cuanto ésta es lo bastante grande como para posarse en ella, se acelera el ritmo de la construcción; al cabo de unos pocos días, la pared se ha convertido en una taza semicircular de hilos entrelazados de color cremoso, con el tamaño justo para que quepa la puesta habitual de dos huevos

[1].

La producción de materiales de construcción en glándulas del cuerpo es excepcional en las aves, pero en los insectos es casi la norma. De hecho, la seda que nosotros hilamos y tejemos para confeccionar nuestras telas más lujosas se obtiene deshilando el capullo en que se envuelve el gusano de seda antes de comenzar el complicado proceso mediante el cual se transforma en adulto. No producen la seda en hileras situadas en el extremo del abdomen como las arañas, sino en un par de glándulas de la boca. Su producción resulta costosa para los recursos del organismo y, a pesar de que el gusano de seda la produce en grandes cantidades como resultado de la cría selectiva realizada por el hombre, la mayor parte de los insectos son mucho más parcos en su uso. Las mariposas armiño, por ejemplo, fabrican un capullo que es poco más que una celosía.

Las hormigas, como las mariposas, sólo producen seda durante su estadio larval, pero esto no les impide usarla en la construcción del hormiguero. Las hormigas tejedoras de Australia construyen el nido con hojas vivas de los árboles. Cuadrillas de obreras mantienen dos hojas juntas sujetándolas con las patas, mientras otras corren a las galerías de incubación, allá cogen a las pequeñas larvas con las mandíbulas y vuelven con ellas al lugar de las obras. Las obreras estimulan a las larvas a producir su seda dándoles un ligero apretón, luego pasan varias veces este tubo de pegamento viviente por la unión de las dos hojas, hasta que se ha formado un lienzo blanco de seda que las une.

Las abejas también segregan su propio material de construcción. La obrera fabrica unas escamas de sustancia grasa mediante unas glándulas situadas en las junturas de la parte inferior del abdomen. Recoge esas escamas con los cepillos que tiene al final de las patas posteriores y las traslada hacia delante hasta la boca, donde las amasa con saliva. Este material ahora es cera y con él las obreras construyen panales, que se pueden utilizar como guardería para las larvas o como almacén para el polen y la miel.

Una colonia de abejas, que puede contar hasta con ochenta mil individuos, se funda cuando nace una joven reina en una colonia ya existente y emigra llevándose a la mitad de las obreras con ella. Localizan un lugar para una nueva colmena, como el hueco de un árbol (o el apicultor les proporciona uno), y empiezan luego a construir panales cuyas celdillas muestran una sorprendente uniformidad de forma y dimensiones; son hexagonales, de forma que sus paredes se encuentran a 1200. Esta estructura no debe considerarse una consecuencia automática e inevitable de construir celdillas muy juntas, porque los abejorros también construyen celdas de cera y son irregulares, puestas unas junto a otras de cualquier manera. La abeja de la miel, en cambio, ha adquirido una habilidad especial muy depurada gracias a la cual utiliza la cera y el espacio disponible de la manera más económica posible.

Si las celdas fueran circulares, inevitablemente habría espacios entre ellas; no importa cómo se dispongan las bolas de billar sobre la mesa, siempre quedarán espacios entre las adyacentes. Las únicas formas que encajan tan bien que todas sus paredes son comunes a las de las vecinas son los triángulos, los cuadrados y los hexágonos. De estos tres, el hexágono es el que tiene menor longitud total de paredes en relación con el área que encierra. Por lo tanto, construir celdas hexagonales representa un ahorro de material de construcción.

Por otra parte, las abejas hacen las paredes de las celdillas del grosor necesario para las tensiones que deben soportar. Los panales cuelgan verticalmente con las celdillas orientadas hacia fuera y ligeramente inclinadas hacia arriba para que la miel no se derrame antes de taparla. Las obreras no trabajan en una sola celdilla cada vez, sino en partes enteras del panal. Las paredes recién instaladas son más gruesas, pero luego la obrera las reduce a su espesor adecuado poniendo la cabeza en las celdillas de cada lado de la pared y quitando capas de cera; después mide el espesor de la pared presionándola con las mandíbulas y observando cuánto se comba. Como la temperatura dentro del panal es constante y la composición de la cera es uniforme, el grado de deformación de la pared aplicando una fuerza conocida es una buena medida de su espesor. La obrera construye según dos normas: las celdillas de almacenamiento para miel y polen tienen paredes de 0,073 mm de espesor y las destinadas a los zánganos en desarrollo, 0,094 mm; en ambos casos el error máximo es de " 0,002 mm.

Como la colmena tiene una sola entrada, no se puede hacer que el aire circule como en el caso de los perritos de las praderas, sino que la colonia debe inspirar y espirar. Cuando el nivel de dióxido de carbono procedente de la respiración sube demasiado en alguna parte del nido, grupos de centenares de obreras se ponen a ventilar batiendo las alas, haciendo circular así el aire por los panales y compensando los desequilibrios. Al mismo tiempo, si la temperatura sube más de 35oC, que es la preferida, un grupo de obreras se pone en la entrada con el abdomen hacia fuera y baten las alas de la misma manera para expulsar el aire del interior. Después de hacer esto, quizá durante diez segundos, estas obreras se detienen simultáneamente y entra aire fresco en la colmena. De esta forma se puede decir que la colmena respira tres veces por minuto.

Las abejas disponen también de otros métodos para mantener una temperatura uniforme en la colmena. Si aumenta demasiado, las obreras no traen néctar sino agua y la depositan en gotitas en torno a las celdillas en que se encuentran las larvas, que son sensibles al exceso de calor. Entonces ventilan el agua hasta que se evapora y con ello se hace descender la temperatura. Si, en caso contrario, la colonia se enfría demasiado, lo cual puede pasar en invierno, las obreras comen miel y emplean esta energía en hacer vibrar los músculos del vuelo dentro del tórax sin mover las alas, lo cual genera calor corporal.

Las avispas también construyen nidos con celdillas hexagonales, pero no de cera sino de papel, que fabrican masticando madera junto con su saliva, con lo que obtienen una pulpa húmeda que se endurece al secarse. El papel resultante es al mismo tiempo muy fuerte y muy ligero y con él pueden construirse nidos muy grandes. Los panales no cuelgan verticalmente como los de las abejas y no contienen ni polen ni miel, porque las avispas no son herbívoras sino carnívoras. Las celdillas contienen sólo las larvas en desarrollo, que las obreras alimentan con pequeñas cantidades de orugas masticadas u otros trocitos de carne. En cualquier caso, las celdas hexagonales están construidas con una precisión y regularidad que se corresponde con la de las abejas. La avispa reina es la que selecciona el emplazamiento de la colonia. Las especies tropicales suelen recurrir a lugares abiertos, bajo una rama e incluso una gran hoja. Las avispas comunes europeas prefieren una cavidad: la galería de un ratón de campo u otro pequeño mamífero, el hueco de un árbol o el rincón cálido de un desván; allí fija la reina un tallo de papel en un punto del techo. En su extremo inferior, construye un pequeño grupo de celdillas orientadas hacia abajo, en cada una de las cuales pone un huevo. Cuando éstos eclosionan, le proporcionan su primera mano de obra; pronto estas jóvenes avispas están también ocupadas masticando madera, fabricando papel y construyendo celdas en las que la reina pone más huevos.

Mientras que los panales verticales de las abejas tienen celdillas en ambos lados, los panales horizontales de papel de las avispas sólo las tienen en la parte inferior; la forma en que las avispas obreras calibran su trabajo también es diferente. En lugar de desbastar la pared que está construyendo, la avispa escupe el papel según la línea de la pared y entonces, trabajando en el borde con las mandíbulas, examina los ángulos y el grosor de la pared tocando continuamente las paredes de las celdas contiguas con las antenas.

Cuando se termina un panal, se le colocan varillas de papel dirigidas hacia abajo, de las que colgará el siguiente panal horizontal. Si el nido está bajo tierra, algunas de las obreras retiran granos de tierra del suelo y los transportan fuera del nido entre las patas delanteras; si encuentran un guijarro demasiado grande para sacarlo, retiran la tierra que hay debajo y éste se va hundiendo milímetro a milímetro. Por lo tanto, cuando el gran nido globular está completo, suele haber una capa de piedrecillas en el fondo de la cámara.

Otras avispas construyen con barro. Se trata de la avispa alfarera, cuyas hembras fabrican pequeñas jarras en las que depositan un huevo junto con una araña o una oruga paralizadas, para proporcionarle a la larva que saldrá su primera comida.

La hembra empieza por recoger barro en la tierra húmeda. Como sabe cualquier alfarero, la humedad de la arcilla es muy importante, y la avispa alfarera la controla con gran precisión. Si está demasiado seca, regurgita agua de su estómago para humedecerla; luego la amasa con las mandíbulas y las patas delanteras para formar una suave bolita de un tamaño equivalente a la mitad de su cabeza y vuela con ella al lugar de construcción. Éste puede estar bajo la corteza de un árbol, junto a algún tipo de saliente u oculto en el suelo entre la hojarasca. Con movimientos de tijera de las patas y las mandíbulas convierte la bolita en una larga tira brillante de arcilla y la deposita forma de anillo. Trabaja deprisa, colocando tiras, unas sobre otras, hasta que construye una botella pequeña, completada con un elegante labio vuelto hacia fuera. Una vez introducido el huevo y su alimento inmovilizado, sella el recipiente con una última pella de barro. Las aves también trabajan el barro. Las golondrinas lo mezclan con hierba para darle mayor solidez y apilan pella tras pella para construir nidos en forma de taza bajo los aleros de las casas. Son tan resistentes que, puesto que están protegidos de la lluvia, se pueden usar año tras año con una adecuada restauración. El hornero común, una especie sudamericana bastante parecida en tamaño y forma a un tordo, construye un nido de barro bastante grande. Es del tamaño de un balón de fútbol, de forma semiesférica y con una entrada en forma de rendija en un lado. Si se meten los dedos por ella, no se encuentran huevos, sino una pared divisoria. El único camino a la cámara de incubación es a través de un pequeño agujero en lo alto de una esquina y ni los dedos, ni un pico, ni una pata pueden someterse a las contorsiones requeridas para pasar.

Pero los más hábiles e ingeniosos de los constructores con barro son los termes. Existen más de doscientas especies de estos insectos y casi la totalidad se alimentan de materia vegetal muerta. La mayoría tienen la piel tan blanda, fina y permeable que si quedan expuestos al sol directo se deshidratan y mueren. Por ello pasan su vida en la oscuridad, y al no necesitar los ojos para nada, son totalmente ciegos. Algunos se fabrican galerías dentro de los árboles o las vigas de las casas y digieren la madera que perforan con la ayuda de microorganismos que viven en su intestino. Otros se instalan bajo tierra para recoger fragmentos muertos de vegetales del suelo. Algunos aprovechan sus desperdicios para cultivar ciertos hongos. Muchos realizan exploraciones nocturnas pero se protegen de los depredadores construyéndose caminos cubiertos de barro sobre las plantas que están recolectando; y, por último, algunos mastican tierra con saliva para producir un cemento que queda duro como una piedra y con él construyen las mansiones más magníficas y complejas que se encuentran en la tierra, a excepción de las del ser humano.

Los cimientos de estos edificios se establecen cuando una pareja de termes, rey y reina, se introducen en una grieta del suelo, fabrican un agujero, y empiezan a poner huevos. La reina aumenta de tamaño y a partir de entonces no dejará de poner huevos durante toda su vida, de los que saldrán obreros y soldados. Son los obreros los que construyen el hogar de la colonia, excavando galerías bajo el suelo y elevando grandes cúpulas, torres, torreones y capiteles.

La climatización de esos edificios es fundamental para sus habitantes. La comunicación entre los miembros de la colonia depende de un sistema de intercambio químico que queda muy alterado si la temperatura sube demasiado. Si el aire se hace excesivamente húmedo, pueden germinar hongos en sus almacenes de alimento vegetal seco y estropearlo. Pero lo principal es que la misma pareja real, con la piel fina y permeable, moriría si la atmósfera fuera tan seca y cálida que llegaran a deshidratarse o si se enfriaran demasiado, lo cual significaría el final de toda la colonia. Pero es muy difícil, sino imposible, hacer que el interior de estas enormes viviendas sea totalmente independiente de los cambios extremos del exterior; por lo tanto, sus habitantes tienen que desplazarse de una parte del termitero a otra en busca de las mejores condiciones. Si la noche es muy fría, o el mediodía en extremo caluroso, pueden retirarse a las galerías subterráneas, donde la temperatura no varía tanto.

En ciertas zonas del norte de Australia, donde hay fuertes lluvias estacionales, la tierra queda tan inundada durante parte del año que esas migraciones hacia las profundidades no son posibles. Sin embargo, una especie encontró una solución. La colonia construye un termitero cuneiforme rectangular de alrededor de cinco metros de altura con el borde estrecho en la parte alta; cada cara puede tener unos tres metros de ancho y el termitero está alineado de manera que el fino borde de la cúspide sigue la línea norte-sur. Por esta razón esta especie se denomina termita magnética. Pero el estímulo que lleva a estos termes a orientar su edificio de esta forma no tiene nada que ver con el magnetismo sino con el calor.

Por la mañana la colonia puede estar muy fría, porque en ese lugar la temperatura nocturna baja a cinco grados bajo cero; pero una cara ancha del termitero mira hacia el este y por lo tanto recoge todo el calor del sol naciente. En ese momento los termes se congregan en las galerías de la cara este. Más tarde, al levantarse el sol y calentarse el aire, la superficie exterior del termitero puede estar tan caliente que sea casi doloroso tocarla, pero al mediodía, en el momento de máximo calor, el sol sólo incide en el estrecho borde superior, lo cual disminuye sus efectos. Cuando el sol está poniéndose y la temperatura baja, queda iluminada la cara oeste, la este está en sombra y los termes pueden dirigirse a las galerías que más les convengan.

A decir verdad, aunque todos los termiteros de termitas magnéticas de una zona están dispuestos en paralelo, no siempre siguen la línea norte-sur. Puede haber una variación de hasta diez grados al este o al oeste. La razón de ello es que el sol no es el único factor que afecta a la temperatura de las colonias: los vientos predominantes, la configuración de montañas cercanas y muchos otros factores también pueden tener un efecto y hacer que sea más ventajoso que los termiteros estén un poco desviados hacia un lado o hacia otro del norte magnético. Como los termes no responden al magnetismo sino al calor, actúan en consecuencia.

Esto no quiere decir que estos termes no posean una percepción del campo magnético de la tierra; al contrario, la tienen y muchas otras especies también. Se abalizaron experimentos en que se disponían poderosos imanes en torno a un termitero para distorsionar el ambiente magnético. Los termes continuaron construyendo su morada con el extremo señalando en la misma dirección que antes, pero cambiaron la disposición de sus cámaras alargadas del interior; parece ser que los obreros que construyen galerías en la oscuridad total se orientan y coordinan su trabajo detectando el campo magnético de la Tierra. Los termes que viven en partes del trópico en que todo el año hay humedad, se enfrentan a diferentes problemas. En tales lugares las abundantes lluvias originan un alta y espesa selva bajo la cual el aire es cálido y húmedo. Por lo tanto, no tienen que enfrentarse con grandes variaciones diarias de esos factores. Su principal peligro es que toda su casa queda empapada e inundada. Por eso aquí los termes construyen torres circulares con el techo cónico, cuyos aleros se proyectan hacia fuera, de forma que el agua que cae de la torre va a parar a cierta distancia de su base; cada piso posterior tiene su propio tejado, por lo que al final el edificio parece una pagoda.

Todo lo mayor que sea el termitero, mayor necesidad hay de climatizarlo. Uno de los mayores lo construye una especie africana con soldados muy agresivos, llamada termita belicosa. Pero, además, esta especie en concreto tiene mayor necesidad de controlar la temperatura de sus cámaras. Muchos otros termes digieren su comida poco nutritiva de detritos vegetales con ayuda de microorganismos de su intestino, pero las termitas belicosas pertenecen a un grupo que utiliza un sistema de digestión diferente. Lo hacen mediante un hongo. Los obreros no comen casi otra cosa que madera muerta, y aunque absorben una pequeña cantidad en el intestino, sus excrementos contienen gran cantidad de alimento sin aprovechar. Por eso defecan en cámaras especiales dentro del nido y sobre ese estiércol cultivan sus hongos. Los filamentos de éstos penetran en la masa de estiércol absorbiendo gran cantidad de él, cambiando la naturaleza del residuo, produciendo aquí y allá pequeños órganos reproductores parecidos a alfileres de cabeza blanca. Después de que los excrementos han sido tratados de esta manera durante unas seis semanas, los termes los pueden comer y digerir junto con el hongo y sus órganos reproductores.

El hongo que realiza este servicio pertenece a un grupo que sólo vive en los termiteros, y cada especie de termes cultiva su especie de hongo exclusiva. Los termes dependen de él por completo, igual que él depende de los termes y crece mejor dentro de un margen de temperaturas preciso: 30-310C. Sin embargo, los procesos de descomposición en los jardines de hongos producen gran cantidad de calor y lo mismo ocurre con el millón y medio de termes que viven en la colonia. También se enrarece el aire por el consumo de oxígeno y la aportación de dióxido de carbono producto de la respiración como ocurre con todos los animales. Para una colonia de termes cultivadores de hongos, por lo tanto, es vital un eficaz sistema de climatización.

Lo consiguen mediante soluciones arquitectónicas. Aunque en toda el área de distribución de la termita belicosa el clima es bastante parecido, los suelos pueden variar y la especie adapta el diseño del termitero a la disponibilidad y dureza del material. Algunos son bóvedas enormes de dos metros de altura, otros, montículos bajos, y en suelos arenosos son casi completamente subterráneos. En una pequeña región de Nigeria, cada termitero es un grupo de torretas y alminars en torno a una torre central que puede llegar a seis metros de altura. Este modelo particular contiene un sistema de refrigeración de insuperable elegancia.

La parte principal del nido está bajo tierra, debajo de las torres. A dos metros de profundidad hay un gran sótano circular de unos tres metros de diámetro y unos sesenta centímetros de altura, lo suficiente como para que una persona pueda introducirse. El suelo, ondulado, está tachonado de pozos que descienden otros tres metros o más hasta llegar al acuífero. Pocos termes se encuentran aquí abajo. Los que vienen son pálidos obreros que descienden en largas columnas a los pozos para recoger el barro húmedo que hace falta para construir en otra parte. La escala de las estructuras que les rodean es tan desproporcionada, que parecen equipos de porteadores dirigiéndose a una mina a través de una cordillera.

En el centro del suelo se encuentra una gruesa columna de arcillas soporte de una espesa plataforma de tierra que forma el techo del sótano. Sobre él se dispone el núcleo central del termitero con sus niveles de cámaras de incubación, jardines de hongos, almacenes de comida y la cámara real, donde moran el rey y la reina. Es en la parte inferior de esta plataforma donde las termitas belicosas construyen su invención arquitectónica más espectacular. Anillos formados por láminas verticales de hasta quince centímetros de ancho, dispuestos en torno a la columna cubren el techo. En realidad no son anillos separados sino una espiral continua con las vueltas separadas unos tres centímetros. Su borde inferior presenta unos agujeros como de encaje y su color es blanco a causa de los depósitos salinos. Esta delicada estructura, hecha de barro seco, absorbe a través del techo la humedad del nido que tiene encima, la cual a su vez se evapora en la superficie de la espiral; es entonces cuando se depositan las sales. Lo fundamental es que el proceso de evaporación refrigera el aire circundante y hace del sótano el lugar más fresco de todo el termitero. El calor generado por los jardines de hongos y los termes en la parte principal del nido, situada sobre la placa basal, hace que el aire ascienda a través de galerías y cámaras hasta que alcanza los grandes espacios de la parte superior del termitero, en el interior de las torres. De allí parten unas chimeneas que recorren el termitero cerca de la pared exterior atravesando la placa basal hasta el sótano. Mientras sigue subiendo aire caliente por el centro del termitero, el aire de la parte alta se ve obligado a bajar por esas chimeneas periféricas hacia el sótano, más fresco. Las paredes exteriores de las chimeneas están hechas de un material poroso, atravesado en ciertos lugares por pequeñas galerías que terminan muy cerca de la pared exterior, de forma que los gases se pueden difundir a través de ella. Mientras el aire viciado pasa por las chimeneas, el dióxido de carbono sale al exterior y el oxígeno entra. Para cuando el aire llega al sótano, se ha renovado y allí se refresca. Con esta ingeniosa estructura, basada en un principio simple pero complejo, en su plasmación arquitectónica, las termitas belicosas mantienen sus plantaciones de hongos permanentemente a unos 30 o 31oC, la temperatura que el valioso hongo requiere.

Si las dimensiones de este termitero se trasladaran a proporciones humanas, suponiendo que cada obrera fuera del tamaño de una persona, esta sorprendente fortaleza tendría un kilómetro y medio de altura. Si tuviéramos que construir un edificio de tal magnitud -lo cual jamás se ha intentado- es fácil imaginar el ejército de arquitectos e ingenieros, los volúmenes de planos, las baterías de ordenadores, los regimientos de maquinaria que necesitaríamos. Pues bien, ese millón de termitas construye su equivalente de forma coordinada en la oscuridad total. Cada insecto, ciego y con un cerebro minúsculo, sabe dónde tiene que poner sus pellas de barro para fabricar guarderías, columnas de soporte, cámaras de habitación, jardines, chimeneas, paredes defensivas y esa extraordinaria lámina refrigerante en espiral.

Como pasa con otros muchos de los edificios construidos por arquitectos animales, tenemos muy poca idea de cómo lo hacen.