4. CAZANDO Y ESCAPANDO
Los cachorros de león marino parecen a salvo mientras holgazanean en una playa patagónica, adquiriendo fuerzas y preparándose para partir al mar. Ningún gran depredador los amenaza desde tierra, a excepción de ese ubicuo cazador, el hombre, y en cualquier caso, muchas de sus playas son de difícil acceso pues se encuentran en la base de altos acantilados. Por el otro lado, les protege el mar.
Pero el mar no es una barrera tan segura como podría parecer. De vez en cuando, una de las grandes olas que rompen procedentes del océano lleva con ella una oscura y siniestra presencia. Al curvarse la cresta, el agua que cae deja al descubierto el enorme flanco blanquinegro de una orca acercándose a la orilla. Emerge en la playa, sostenida aún por el agua de la ola que se retira, y con un potente golpe de su gran cola se lanza en medio de un grupo de crías de león marino desprevenidas. Antes de que se dispersen gritando angustiadas, la orca tiene a una debatiéndose en sus fauces. Para entonces, la siguiente ola se aproxima; el cetáceo se pone de costado para que la ola lo devuelva al mar. Mientras se aleja nadando a gran velocidad, sacude la cabeza y lanza la cría, aún viva, dando vueltas por los aires; tan pronto cae al agua, la orca la lanza de nuevo hacia arriba de un coletazo o la coge con la boca y la sacude. Las respuestas a por qué el cetáceo se ejercita con la cría indefensa de esta manera sólo son conjeturas. Quizás esta paliza ablanda la piel de la pequeña presa. Quizás es una muestra de júbilo del cazador triunfante. No dura mucho. Antes de un minuto la cría está muerta y devorada.
Esta muerte tan repentina e indiscriminada, que no es a causa de una debilidad o un error, sino por puro azar, es la suerte que corren grandes cantidades de animales devorados cada día por los depredadores. Un saltamontes que mastica una hoja recibe el impacto de la lengua de un camaleón proyectada como una lanza; un ratón de campo que busca semillas en el crepúsculo de un bosque inglés, cae atravesado por las garras encorvadas de una lechuza que salta sobre él, y puede estar muerto incluso antes de que el pico de su captor lo empiece a desgarrar; un lagarto del desierto de Arizona, apuñalado por los colmillos hipodérmicos de un crótalo, queda paralizado cuando el veneno le penetra en las venas y no puede ofrecer resistencia a la serpiente, que lo sujeta con la boca y se lo traga empezando por la cabeza.
Algunas hormigas cazan en enjambres de muchos miles, recorriendo la selva en busca de ciempiés y arañas, termes y escorpiones, ratones y lagartos, en realidad de cualquier pequeño habitante del suelo de la selva. Tanto en África como en América del Sur aparecieron de forma independiente a lo largo de la evolución, hormigas que cazan de esta forma. En América del Sur forman ejércitos de tres cuartos de millón de individuos. A veces, puede verse, uno acampado al pie de un árbol o bajo un tronco caído; se halla recogido en forma de gran bola de unos sesenta o noventa centímetros de diámetro. La superficie exterior está cubierta por un encaje de soldados con las patas unidas entre sí y las enormes mandíbulas abiertas, preparadas para clavarse en cualquier cosa que pueda acercarse. Dentro de esta masa, las obreras, más pequeñas, han creado cámaras de manera parecida, en las que cuelgan las pupas. Y en el corazón de la comunidad reside la reina. Mide más de dos centímetros, el doble que cualquier otro individuo de su ejército. Su cuerpo brilla con un matiz especial porque sus servidores la limpian continuamente. Su cabeza es grande y contiene un cerebro notable, muchas veces mayor que el puñado de neuronas que poseen las obreras. Su abdomen es una gigantesca fábrica de huevos; durante su vida sale de él un chorro casi constante de huevos. Una obrera recibe cada huevo que sale y lo lleva a las cámaras de incubación, donde recibirá toda clase de atenciones.
Cada mañana, la mayoría de los soldados abandonan el campamento y salen a cazar formando una larga columna marrón de varios centímetros de ancho que serpentea por el suelo de la selva. En cabeza, los que componen la vanguardia avanzan resueltamente; como todos los individuos de este ejército, son ciegos y localizan las presas palpando con las antenas. Mientras avanzan, rozan el suelo con el cuerpo dejando un rastro oloroso que siguen los que vienen detrás. Si el paso discurre por un desnivel o un tronco, las obreras se unen entre sí para formar una escalera viviente por la que trepa el resto de la columna. Si atraviesan un claro soleado, los soldados juntan las patas para formar un toldo bajo el que pasan las obreras, que están menos protegidas frente a los rayos del sol.
Más o menos a unos treinta metros de distancia del campamento, los soldados de cabeza se despliegan y empieza la caza. Si descubren un saltamontes o un escarabajo, se lanzan todos sobre él, clavándole las mandíbulas en las junturas del esqueleto externo y desmembrándolo con precisión quirúrgica. Pueden comerse los despojos en el mismo momento o guardarlos junto a la columna para recogerlos cuando haya terminado la caza y llevarlos al campamento, para alimentar a la reina y a los que se quedaron para atenderla y protegerla.
Día tras día el ejército saquea la selva circundante. Hasta que un día, los huevos que la reina ha estado poniendo en tal abundancia empiezan a eclosionar y a salir pequeñas larvas. Las pupas también están empezando a abrirse y de ellas salen nuevas obreras y soldados. Ahora hay muchas más bocas que alimentar. Los alrededores ya fueron muy explotados, por lo que esa noche la reina deja de poner y toda la comunidad se pone en marcha transportando las obreras a las larvas. Al cabo de unos cien metros de viaje, se detienen. A la mañana siguiente una avanzadilla saquea el nuevo territorio. Durante las dos o tres semanas siguientes, cada noche el ejército realiza otra larga marcha a través de la selva hasta que las larvas, que han estado alimentándose vorazmente, han crecido del todo y empiezan a transformarse en pupas. Entonces el ejército monta un campamento más permanente, la reina empieza a producir más huevos y el ciclo mensual se repite.
Pocos animales pueden sobrevivir al ataque sostenido de este ejército devastador. Las avispas son unos de los insectos que tienen los aguijones más venenosos, pero tal arma no les permite defenderse de las hormigas; cuando los soldados asaltan un nido de avispas expulsando a los ocupantes, algunas avispas se defienden buscando dónde clavar el aguijón, pero en vano porque las hormigas son demasiado pequeñas. Las avispas que se quedan mueren; la mayoría se van; destruyen el nido y las pálidas larvas de piel fina son transportadas a la parte posterior de la columna para matarlas. Incluso animales grandes, como perros atados, pueden quedar cubiertos por las hormigas y morir a causa de las diez mil picaduras recibidas. No hay defensa segura contra las hormigas legionarias más que apartarse de su camino lo más rápido posible.
En realidad, ésa es la manera en que la mayor parte de animales escapan de sus depredadores. Pero hay otras formas de que incluso los animales más indefensos mejoren sus probabilidades de supervivencia.
En las llanuras de África oriental, los herbívoros -cebras, antílopes y gacelas- encuentran protección, paradójicamente, en su propio número. Una gacela paciendo por su cuenta es una presa fácil para un guepardo. Para alimentarse tiene que bajar la cabeza, con lo cual no puede ver lo que le rodea; éstos son los momentos en que el guepardo puede acercarse muy lentamente pegado al suelo. En cuanto la gacela vuelve a levantar la cabeza, el guepardo se inmoviliza. Acechando así, puede acercarse a menos de cincuenta metros de una gacela solitaria; si lo consigue, tiene una buena oportunidad de capturar a la gacela, porque alcanza su velocidad máxima en poco espacio y luego es el animal cuadrúpedo más rápido. Haga lo que haga la gacela, nada puede desviar el ataque del guepardo. La gacela se ve sobrepasada por el guepardo, que la derriba de un manotazo. Con un salto, la boca del guepardo se cierra sobre la garganta de la víctima, que en un instante muere estrangulada.
Pero si la gacela pasta en medio de una manada de un centenar de ellas, sus probabilidades de supervivencia son mucho mayores. En primer lugar, es mucho más fácil advertir la cercanía del guepardo a tiempo, porque aunque una tenga la cabeza baja entre la hierba, otras tienen la cabeza alta oteando las proximidades, listas para dar la alarma con un resoplido. A esa señal, la manada huye. El guepardo, obligado a emprender la carrera a demasiada distancia, pierde unos instantes cruciales en identificar la presa escogida entre una masa confusa de cuerpos que escapan ante él. Incluso aunque lo consiga, queda la posibilidad de que, después de haberla perseguido una cierta distancia, se cruce otra gacela obstaculizándolo y permitiendo que su primer objetivo, más cansado, escape. Sin duda, una gacela en una manada está mucho más protegida que en solitario.
El mar abierto, igual que las llanuras, no ofrece ningún escondite; muchos pequeños peces, perseguidos por tiburones, barracudas, delfines y atunes, adoptan la misma estrategia que las gacelas, confiando su seguridad a la cantidad. Los arenques forman bancos inmensos de casi un kilómetro de diámetro que contienen muchos millones de individuos. Si una barracuda se acerca, los que se hallan en el borde del banco se dirigen hacia el interior refugiándose entre los cuerpos plateados de sus congéneres, de forma que todo el banco se reagrupa. Si la barracuda ataca, los arenques huyen en todas direcciones creando un pasillo vacío a través del banco. Si la barracuda insiste, una vez más el gran número de peces huyendo en todas direcciones hace muy difícil seleccionar una presa. Éste podría ser uno de los motivos de que los animales que se protegen mediante estas grandes aglomeraciones sean casi siempre de aspecto idéntico, sin importar la edad y el sexo. Si una parte de ellos tuviera alguna marca o forma que lo diferencie, sería fácil fijarse en ellos y capturarlos. Si alguien lanza al lector una serie de pelotas de tenis, le será más fácil coger una de color único que una que sea idéntica a todas las demás.
Incluso los animales que son normalmente solitarios pueden congregarse para estar más protegidos cuando se enfrentan a determinado peligro. Los frailecillos pasan la mayor parte del tiempo pescando en mar abierto, pero en primavera tienen que volver a tierra a nidificar y reproducirse. Hasta un millón llegan en un período de dos o tres días a la isla de Saint Kilda, en las Hébridas escocesas. Con ellos se presentan sus principales enemigos, los gaviones. También van a nidificar y confían en la carne de frailecillo para alimentar a sus pollos.
Los frailecillos nidifican en hoyos hechos en la hierba de los acantilados. Dentro de esta madriguera están a salvo de los gaviones; si están de pie en la entrada, tampoco corren mucho peligro porque pueden meterse dentro si es necesario; cuando están pescando en el mar tampoco son fáciles de capturar, pues vuelan con rapidez batiendo ruidosamente las alas; aunque un gavión les supere en el aire, pueden escapar sumergiéndose bajo el agua, donde el atacante no puede seguirles. Sin embargo, son vulnerables cuando van de un lugar a otro. Desde el nido hay una cierta distancia hasta que el mar les pueda proporcionar refugio, y volviendo del mar, cargados de peces para sus crías, no están seguros hasta que llegan a su madriguera. Por ello, los gaviones les esperan en el aire frente a los acantilados, volando en círculos sobre las corrientes ascendentes creadas al encontrarse el viento que viene del mar con las paredes verticales que lo desvían hacia arriba. Pueden capturar perfectamente a un frailecillo solitario en el aire con el pico e incluso derribarlo a aletazos.
La defensa de los frailecillos es reunirse en una inmensa rueda aérea de casi un kilómetro de diámetro que gira frente a los acantilados durante todo el día. Los frailecillos que salen de casa se incorporan pronto y van dando la vuelta con ella hasta llegar a la parte que está en el mar. Los que vienen del mar hacen lo mismo en sentido contrario, abandonando la rueda con un descenso lateral cuando se encuentran a unos pocos metros de su nido. Aunque los gaviones intentan a veces capturar frailecillos volando dentro de la rueda, pocas veces lo consiguen. La cantidad y la densidad de cuerpos voladores hace que sea casi imposible para ellos seleccionar y capturar un individuo determinado. La mayor parte de sus víctimas son rezagados que por uno u otro motivo no pudieron incorporarse a la rueda.
No todas las presas están desarmadas. Aunque pocas tienen la fortaleza física necesaria para rechazar a sus atacantes, incluso un animal débil puede disuadir a los posibles agresores si posee armamento químico. Los anfibios tienen la piel húmeda y la mantienen así con un mucus segregado por pequeñas glándulas repartidas por todo el cuerpo. En muchas especies, algunas de estas glándulas están modificadas para producir veneno. El sapo gigante tiene un conjunto de estas glándulas en forma de verruga detrás de cada ojo. Si se coge al animal y se le levanta del suelo, expulsa por ellas un líquido lechoso. Se trata de un sapo bastante grande, que si está muy irritado puede lanzar un chorro de veneno y acertar al atacante a un metro de distancia. Si esto no basta para intimidar al depredador y éste coge al sapo con los dientes, el veneno actúa con tanta rapidez e intensidad en las membranas mucosas de la boca, que el agresor suelta al sapo en el acto.
Obviamente, es mejor para ambos que encuentros de este tipo no lleguen a producirse. Así, el cazador no pierde el tiempo en una cosa que no se puede comer y el atacado no gasta sus secreciones. Por ello, muchos anfibios venenosos exhiben avisos llamativos e inconfundibles de que tienen tales defensas a su disposición. El sapillo de vientre rojo oriental prefiere permanecer escondido y tiene el dorso con unos colores y unas marcas que le permiten hacerlo confundiéndose con el ambiente. Pero si se ve descubierto y amenazado, gira las patas hacia afuera y arquea el dorso de tal manera que, repentina e inesperadamente, muestra el vientre de color escarlata brillante: un aviso espectacular de que su piel contiene un veneno irritante.
El tritón espinoso de China realiza las mismas contorsiones para advertir a los que le amenazan y añade una propia: si se siente obligado a soltar veneno, lo hace al instante apretando las costillas hacia afuera con tal fuerza que le atraviesan la piel y abren las glándulas del veneno.
El veneno más letal de todos los anfibios lo segregan las ranas veneno de flecha que se desplazan sobre las hojas acumuladas en el suelo de la selva tropical sudamericana. Confían tanto en sus defensas que en ningún momento intentan esconderse. Algunas son rosa brillante, otras negras y amarillas, verde manzana o marrón con manchas azul metálico. Una diezmilésima de gramo de su veneno es suficiente para matar a un hombre. Tal virulencia les defiende de gran número de atacantes, pero les supone la muerte a manos del hombre. Los indios que habitan en la selva las capturan y las asan sobre el fuego para que gotee el veneno de la piel; este veneno lo recogen en un recipiente y untan con él las puntas de sus flechas y dardos de cerbatana. Se necesita tan poco, que una pequeña rana de tres centímetros de longitud da suficiente veneno para cincuenta flechas.
Pocos mamíferos tienen defensas químicas. La mofeta es una excepción: tiene unas glándulas justo debajo de la cola que producen notables cantidades de un líquido maloliente. Quizás habrá quien piense que el mal olor no detendrá a un depredador hambriento, pero cualquiera que haya recibido una rociada completa de una mofeta sabe muy bien que es inaguantable. El hedor es tan intenso que la persona se siente gravemente enferma -y a veces lo está-. Si una pequeña cantidad va a parar a la ropa, habrá que destruirla; si entra en el ojo, puede perderse la visión durante varias horas.
Como las ranas, la mofeta hace lo que puede para evitar enfrentamientos no deseados exhibiendo llamativas señales de alerta consistentes en marcadas franjas blancas y negras. En América hay diferentes especies, cada una de ellas con su combinación característica de franjas y manchas. Todas advierten de su carácter haciéndose visibles y ondeando su peluda cola. La pequeña mofeta moteada ofrece una representación especialmente impresionante. Primero patea vigorosamente el suelo con las patas de delante y eleva la cola; al acercarse uno más, hace la vertical, manteniendo las patas traseras en el aire y dirigiéndole la cola por encima de la cabeza; si esto no es suficiente, se vuelve a poner de cuatro patas le muestra a uno la parte posterior y lanza el líquido. El chorro puede alcanzar fácilmente dos metros de distancia; con el viento a favor llega una cantidad más que suficiente a veinte metros. Estos ataques no pueden evitarse aproximándose por un lado; la mofeta tiene dos glándulas, y no sólo puede variar la fuerza del chorro según dónde se encuentre el posible agresor, sino que puede girar el pulverizador de la glándula para lanzar el chorro oblicuamente. Esta defensa es tan eficaz que ningún animal caza mofetas; cosa que las mofetas parecen saber a juzgar por la desenvoltura y tranquilidad con que se dedican a sus asuntos.
Para que sean efectivas, estas advertencias deben ser comprendidas por animales de todo tipo. Los anfibios advierten a los mamíferos, los insectos a las aves, los mamíferos a los reptiles. Por lo tanto, los códigos que se utilizan tienen valor casi universal. Los motivos a base de negro y amarillo son de los más comunes. No sólo lo exhibe una especie de rana veneno de flecha, sino también la salamandra común, orugas de mariposas nocturnas con pelos urticantes, un pequeño pez cofre que expulsa veneno cuando es atacado, un escarabajo que exuda un líquido cáustico que produce ampollas en la piel y además abejas, avispas y avispones, que infligen unas de las picaduras más fuertes de todos los insectos. También es el color que ostentan los sírfidos y una polilla de alas transparentes parecida a un tábano que visitan los jardines ingleses junto con abejas y avispas. Pero estos últimos no tienen aguijón. Sus vivos colores son un truco: disfrazándose de insectos venenosos evitan los ataques de aves que, en caso contrario, los devorarían.
Su parecido con las avispas es extraordinario. Los sírfidos sólo delatan su identidad a simple vista gracias al vuelo sincopado característico de las moscas, a cuyo grupo pertenecen. El aspecto físico de la polilla mencionada no es tan parecido, pero completa su disfraz emitiendo un zumbido.
Esta táctica de llamar la atención cuando no se dispone de ningún arma para respaldar la amenaza puede parecer bastante peligrosa; de hecho, no siempre tiene éxito. Algunas especies de aves poseen la habilidad de distinguir entre el modelo y el imitador y se alimentan de los impostores. Con todo, la estrategia en su conjunto tiene éxito porque tales suplantaciones son abundantes. Las cicindelas o escarabajos cazadores, con rayas rojas y negras y unas formidables mandíbulas que utilizan en seguida, son imitados por saltamontes; las mariquitas, que tienen manchas negras sobre los élitros rojos y la sangre venenosa, por cucarachas, que son un buen alimento para los pájaros. Un grillo sudamericano no sólo tiene el mismo dibujo que una avispa sino que añade mímica para dar la impresión que está igualmente bien armado. Camina sólo con cinco patas y pone la sexta muy tiesa hacia atrás para que parezca un aguijón que sobresale del abdomen. La oruga de una mariposa nocturna de Costa Rica, en una de las imitaciones más extraordinarias, tiene una configuración de la parte posterior que le hace parecer una pequeña víbora.
Pero la mayor parte de los animales que intentan evitar el ataque de los depredadores mediante disfraces lo hacen de una manera más cautelosa. Junto a las brillantes ranas veneno de flecha se encuentran otras ranas poco menos que invisibles. Su color pardusco se confunde perfectamente con las hojas secas que las rodean; sus manchas y rayas desdibujan su silueta. En las playas, los pollos indefensos de los correlimos, incapaces todavía de volar, permanecen agachados e inmóviles entre los guijarros, a los que su dorso se parece tanto que su principal peligro no es que los vean y los devoren, sino que no los vean y los pisen. En las regiones del norte, donde el paisaje se vuelve blanco en invierno a causa de la nieve, mamíferos como los conejos y aves como la perdiz nival tienen que cambiar su coloración de marrón a blanco y viceversa cuando llega el deshielo en primavera.
Los insectos son los grandes maestros del disfraz. Chinches que parecen espinas; mariposas que con las alas cerradas parecen hojas secas; polillas que parecen manchas de liquen. Estos disfraces, si es necesario, pueden mejorarse mediante la postura. Las orugas de las mariposas geométridas no sólo parecen ramitas por el color y la textura de su piel, sino que además se agarran a la planta y se sostienen en un ángulo que aumenta el parecido. Flátidos africanos se reúnen en grupos al extremo de un tallo y juntos parecen una espiga de flores secas. Una especie de escarabajo de Brasil, cuando se alarma dobla inmediatamente sus patas y se deja caer de lado haciendo visible su parte inferior de manera que adopta el aspecto de un excremento de ave; y para que no se adivine su silueta simétrica de escarabajo, estira una pata delantera blanca y aplanada hacia un lado dando a entender que la defecación en cuestión era bastante líquida y había salpicado.
Pero este juego lo pueden jugar las dos partes. Igual que la presa puede utilizar disfraces para escapar a los cazadores, los cazadores pueden usarlos para tender emboscadas.
La especie de pejesapo que vive en el Mar de los Sargazos tiene una serie de manchas y dibujos que imitan a los sargazos -algas flotantes- tan bien, que el pez es prácticamente invisible al ojo humano, igual que al de un pequeño pez, un camarón o cualquier otro organismo marino que pueda encontrarse en las aguas superficiales de ese mar en calma. Incluso una imitación tan perfecta serviría de poco si el pez tuviera que mover las aletas para mantener la posición en el agua o si tuviera que moverse independientemente del alga. Eso no ocurre. Sus aletas pectorales tienen los músculos dispuestos de tal manera que pueden sujetarse a las frondas del alga que le rodean. Cuando el alga oscila, también lo hace el pez.
En las selvas de Malasia, los insectos que visitan las elegantes flores blancas de una orquídea, pueden estar metiéndose en la boca del lobo. Uno de los pétalos carnosos súbitamente se mueve y dos brazos con ganchos se disparan de su extremo. El disfraz de la mantis orquídea es casi perfecto; el recubrimiento del cuerpo y las expansiones de las patas se corresponden exactamente con el tono y la textura de los pétalos de la orquídea.
Ni el ojo de un insecto ni el humano es probable que noten el engaño hasta que la mantis se mueva. Entonces, para la mosca, es demasiado tarde.
Algunos cazadores ocultos van más lejos: ponen cebos en sus trampas. El Acantofis cerastino, una víbora del desierto australiano, se parece tanto al color y forma de la grava que es casi imposible de detectar a menos que haga un movimiento que atraiga la atención hacia ella. Y se mueve: el extremo de su cola es rosado, delgado y muy móvil. La serpiente lo hace serpentear de forma que ese apéndice aparentemente distinto del cuerpo parezca algún tipo de apetitoso gusano. Un ave que creyera eso e intentara comérselo, moriría al instante. En América del Sur, un sapo cornudo atrae a su presa de forma casi increíble: moviendo los dedos.
Otros cazadores utilizan objetos como cebo. Una pequeña chinche asesina de Costa Rica, una vez que ha capturado una termita y absorbido sus jugos corporales, sostiene la carcasa vacía entre sus mandíbulas y se aposta junto a una entrada del termitero. Cuando una obrera que sale del termitero ve el cadáver, se dirige a recogerlo y retirarlo porque esto es parte de sus labores de limpieza; al ir a hacerlo, la chinche la captura con sus piezas bucales en forma de daga. Una vez más, el cazador se alimenta y utiliza los restos de su comida como cebo para atraer otra víctima. Una sola chinche puede capturar diez o más termes en una sucesión así. En Japón algunas garcillas utilizan cebo de la misma manera que los pescadores de caña. Para hacerlo, recogen en las orillas del lago insectos vivos o muertos, o trocitos de pan y galletas arrojados por los visitantes. Cuando tienen uno, lo lanzan al agua, donde queda flotando, en seguida se acercan pequeños peces para comérselo, momento que aprovecha la garcilla para ensartarlos con el pico y tragarlos. Algunas de las garcillas no utilizan cebo comestible sino objetos como plumas. Esta habilidad, al parecer, la han adquirido hace poco, porque sólo una parte de las garcillas japonesas la practica, y la costumbre se está extendiendo. Ahora ya empieza a verse en lagos de los Estados Unidos donde es costumbre alimentar a los peces.
De la misma forma que en la competición entre cazadores y presas ambas partes utilizan el camuflaje, ocurre igual con los cebos. Los escincos de California, unos pequeños lagartos, tienen la cola azul bien visible. Mientras uno de ellos está tomando el sol, puede suceder que un ave rapaz le salte encima o que lo coja una persona; en ese caso, casi siempre la cola azul se desprende y queda agitándose entre las rocas con tal energía que la atención del agresor se dirige a ella, lo cual le permite al escinco liberarse y escapar. Realiza este acto dramático y desconcertante de autoamputación contrayendo repentinamente los músculos de la cola y partiendo por la mitad una vértebra especialmente frágil. Después de esto, la cola se regenera, aunque no siempre es tan larga como la original e internamente es bastante diferente, porque en lugar de vértebras óseas tiene sólo un tubo de cartílago.
Las mariposas corren el peligro de ser atacadas por las aves, que de un picotazo en la cabeza pueden matarlas. Pero un grupo de ellas han adquirido una forma de desviar el golpe fatal. La parte posterior de sus alas está prolongada en unos filamentos que parecen antenas y en realidad son más visibles que las verdaderas antenas del insecto. Cuando se posan, mueven esos filamentos y las aves verdaderamente caen en la trampa, porque normalmente atacan la cola de la mariposa en lugar de la cabeza. Una vez cometido el error, el ave rara vez dispone de una segunda oportunidad, porque la asustada mariposa huye, no en la dirección que el pájaro espera sino marcha atrás.
Tan variadas e ingeniosas son las técnicas defensivas que adoptan las presas, que en algunos casos a los cazadores les compensa trabajar en equipo. Los cormoranes son pescadores independientes; se sumergen en el agua y persiguen peces con los ojos abiertos, las alas pegadas al cuerpo e impulsándose con las patas. Pero en el Amazonas brasileño colaboran; se reúnen en bandadas de mil o más y se dirigen nadando hacia una ensenada o entrante del río al tiempo que dan vigorosos golpes en el agua con alas y patas. Los asustados peces huyen por delante de ellos hasta que un banco completo queda recluido entre las aves y la orilla. Cuando el agua es poco profunda, los cormoranes rompen filas y empiezan a sumergirse para capturar grandes cantidades de peces con gran alboroto.
Los pelícanos han adquirido una técnica que requiere aún mayor coordinación. Varias docenas de ellos se reúnen, y mientras van nadando forman de repente un círculo; entonces, con la precisión de un ballet, meten la cabeza en el agua al mismo tiempo. Si un pez que se encuentra dentro del círculo consigue escapar de la bolsa de un pico, lo más probable es que vaya a parar a otra.
Incluso los peces han descubierto cómo trabajar en equipo. El marlín listado, uno de los cazadores más feroces y rápidos, a menudo actúa en grupos de tres o cuatro. Cuando descubren un banco de peces más pequeños, los acosan desde todos los lados, obligándolos a concentrarse con tal densidad que la técnica recibe el nombre de «confección de albóndigas»
Entre los mamíferos, los leones cazan en equipo. Si se presenta la oportunidad, un león intenta capturar presas por su cuenta, pero tienen mucha mayor probabilidad de éxito si trabajan juntos, cosa que hacen las leonas. Un grupo de ellas, quizás hasta media docena, se levanta poco a poco del lugar donde han estado tumbadas con el resto de la manada y, dejando atrás a los machos y a los cachorros, caminan con resuelta determinación. Conocen bien el terreno que rodea su hogar y, sin duda, las costumbres de los animales que cazan.
A medida que se acercan a una manada de, pongamos por caso, ñúes, se despliegan en una línea de frente y comienza el acecho. Como el guepardo y otros felinos cazadores, se agazapan y permanecen inmóviles si su presa mira hacia donde están, y avanzan sólo cuando no les mira. Las que están en los extremos suelen avanzar más de prisa que las del centro, y así se crea un movimiento de pinza. Prestan mucha atención a los progresos de las otras, mirando a ambos lados para comprobar la posición de las demás.
No son tan veloces como los guepardos y por lo tanto tienen que acercarse mucho más, a menos de veinte metros de su objetivo, si quieren tener unas fundadas esperanzas de capturarlo cuando empiece la carrera. Cuando llegan a esta distancia crítica, o bien son descubiertas o bien una de ellas carga. En cualquier caso, la manada emprende la huida y las leonas se lanzan tras ella. Las de los flancos pueden dirigir algún ñu hacia sus compañeras del centro. El porque lo hacen es aún objeto de debate. La mayoría de quienes observan leones han llegado a la conclusión de que se trata de un efecto fortuito y de que no hay una estrategia premeditada por parte de las leonas mediante la cual unas dirijan a los herbívoros mientras las otras esperan emboscadas. Cada animal reacciona individualmente a los movimientos de la presa y todos se benefician del hecho de que sus compañeras estén haciendo lo mismo.
Los licaones de África y los lobos de América del Norte también cazan en manada, pisando los talones de un antílope o un alce, turnándose uno tras otro hasta que la víctima está tan exhausta que pueden agarrarla con los dientes y derribarla. Pero igual que pasa en el equipo de leonas, no parece que existan papeles especializados. No siempre es un determinado licaón o lobo el que da el primer mordisco a la víctima. Sólo en una especie, además del hombre, se ha demostrado la existencia de una división de funciones dentro de la partida de caza; se trata del pariente más cercano del hombre: el chimpancé.
En las sabanas de Kenya, donde se estudiaron los chimpancés en el campo por primera vez, estos primates viven a base de una dieta herbívora de frutas y hojas, además, de insectos como los termes. En raras ocasiones se ha visto a estos chimpancés matar y devorar otros animales como papiones jóvenes y pequeños antílopes. A veces la captura la lleva a cabo un individuo, sin ayuda de los demás. A veces toman parte en la cacería varios chimpancés, pero no parecen colaborar en mayor grado que los leones y los lobos. Pero hace poco un estudio llevado a cabo durante diez años en la selva de Costa de Marfil reveló que los chimpancés que allí viven cazan y lo hacen en equipos dentro de los cuales hay ocupaciones especializadas, que desempeñan individuos concretos. Como al parecer el hábitat original de los chimpancés es la selva y no la sabana, la caza debe considerarse típica de este animal.
La selva de Costa de Marfil es espesa. Los chimpancés viven en grupos de unos sesenta, aunque se desplazan en partidas mucho más pequeñas. Los individuos pueden pasar de una partida o otra. A veces las partidas se unen, otras veces están muy dispersas. Las partidas se comunican entre sí mediante gritos o con toques de tambor. Para esto último se requiere una complicada actuación gimnástica. Un macho, después de unos gritos preliminares, pega un gran salto contra una de las planchas que constituyen los contrafuertes que rodean la base de algunos árboles muy altos de la selva. Se coge al borde superior con las manos, golpea la superficie del contrafuerte varias veces con los pies y luego hace lo mismo en el otro lado con las manos antes de saltar al suelo. Toda la representación se realiza en un movimiento continuo y se acaba con una serie de gritos. A cierta distancia los gritos quedan amortiguados por la selva y sólo se oye el rápido tamborileo. Es fácil creer que es obra humana.
Al igual que los de sabana, los chimpancés de bosque comen frutas, hojas y semillas. Pero por lo menos una vez a la semana cazan para tener carne; durante los dos meses de la estación lluviosa pueden hacerlo cada día. Sus presas son monos, principalmente dos especies de colobos, el rojo y el blanco y negro, que abundan en la selva. Un colobo pesa menos de la mitad de un chimpancé, por lo que pueden aventurarse en ramas que se romperían bajo el peso de un chimpancé. También son grandes saltadores, pudiendo saltar de un árbol a otro. En cambio, los chimpancés sólo cambian de árbol si las ramas están muy juntas y pueden cogerse con las manos. Aunque se vean obligados a saltar, no alcanzan ni mucho menos la distancia que consigue el colobo. Por lo tanto, en teoría para un colobo debería ser fácil escapar de un chimpancé. Los chimpancés sólo pueden capturarlos trabajando en equipo.
Los cazadores son los cinco o seis machos adultos experimentados del grupo. Entre ellos han de desempeñar cuatro papeles bien distintos. El oteador se encarga de que el grupo de colobos se mueva continuamente por los árboles. Puede ser el más joven del equipo, a veces incluso un joven adolescente. No intenta capturar a los monos, sólo impide que se queden quietos. Los bloqueadores, de los que puede haber varios, deben situarse en lugares visibles a ambos lados del paso impidiendo que los colobos se dispersen. Los perseguidores intervienen cuando los colobos ya se están desplazando; tienen que subir a los árboles a los que son conducidos los monos y son los que los matan. Y por último está el trabajo más difícil de todos, el que requiere mayor experiencia y discernimiento, el emboscador. Se trata de un viejo macho que sabe prever por dónde irán los colobos y sube a un árbol para interceptarles el paso y cerrar así el círculo. Siempre tiene más de veinticinco años de edad y suele ser siempre el mismo individuo en cada equipo.
Antes de la cacería, el equipo se reúne. Quizá los tamborileos de los machos han servido para comunicar no sólo dónde se encuentra cada uno de ellos, sino además su estado de ánimo. Los machos abandonan sus partidas para formar el equipo de cazadores; al hacerlo, cambian por completo su comportamiento: ya no hay voces ni gritos, dejan de arrancar hojas y coger frutas. Caminan juntos por la selva en silencio, escrutando la bóveda verde, deteniéndose a veces para escuchar los gritos de los colobos. Pueden pasar de veinte minutos a dos horas hasta que encuentren los monos y estén cerca como para lanzar un ataque. De repente, el oteador trepa a un árbol. Aislará, si puede, uno o dos colobos de la tropa principal; la mayor parte de los chimpancés se quedan en el suelo a la expectativa. Las hembras adultas bailan excitadas de pie, levantando la cabeza para ver lo que pasa. Si un colobo queda separado, los bloqueadores se precipitan hacia los árboles para tomar posiciones llevándose las ramas por delante de una manera bastante distinta de sus movimientos habituales.
Ahora todo es actividad. El emboscador corre hacia delante para encontrar el lugar donde se ocultará entre las hojas, mientras los perseguidores corren por delante del ojeador intentando coger a la presa y conduciéndola hacia donde se encuentra el emboscado. El colobo, obligado a huir en una sola dirección por los bloqueadores, cree que ante él se abre una vía de escape, hasta que el emboscador se deja ver repentinamente; el perseguido duda, da media vuelta y los perseguidores lo capturan. Al hacerlo gritan excitados, estos gritos los secundan en seguida el resto del equipo y los espectadores del suelo, por lo que toda la selva resuena con aullidos salvajes y terroríficos.
Más de la mitad de estas cacerías tienen éxito. Algunas duran unos pocos minutos. Si un mono en concreto sufre persecución y acoso durante diez minutos, puede llegar a tal grado de tensión nerviosa que acaba por abandonar todo intento de escapar y se detiene a esperar la muerte sin chillar ni siquiera resistirse cuando los cazadores lo capturan y lo descuartizan en el árbol. A veces lo llevan al suelo, allí un tumulto de adultos excitados, tanto machos como hembras, lo rodean. Dos de los machos viejos del grupo, hayan tomado parte o no en la cacería, parten el cuerpo en dos; cada uno de ellos se ve rodeado por otros miembros del grupo, a los que, por orden de edad, se les entregan trozos o se les permite arrancarlos. Si el colobo es pequeño, los cazadores jóvenes pueden quedarse sin algo. A los adolescentes y crías nunca se les da nada.
A lo lejos, los afligidos colobos aún lanzan gritos de alarma. Los chimpancés, mordisqueando las articulaciones, arrancando músculos del hueso, gruñen irritados en alguna disputa ocasional, pero en general, tras las carreras y los aullidos de triunfo, muestran satisfacción. A un observador humano la escena puede parecerle horripilante: el cuerpo fláccido del mono es de proporciones humanas, los gritos de triunfo nos recuerdan los aullidos de los seguidores de un equipo de fútbol en plena explosión de violencia callejera. Alguien puede ver en esas caras simiescas manchadas de sangre la imagen de nuestros antepasados cazadores, pero, si es así, deberá distinguir también los orígenes del trabajo en equipo y la colaboración que nos han llevado a un estado inigualado de complejidad y nos han proporcionado nuestros mayores logros.