Capítulo 10

 

EL PUB no le gustaba nada. Era demasiado oscuro y estaba abarrotado y lleno de humo. Pero era apropiado.

Nick tomó la botella de cerveza y dio un largo trago, antes de volverse hacia el hombre que estaba a su lado.

–¿Qué tiene para mí?

–Lo mismo que la semana pasada y la semana anterior. Nada. Al menos, nada de interés –contestó el hombre, mirando su cuaderno–. Una visita al ginecólogo, al supermercado varias veces, tres veces al cine… Siempre con otras mujeres. Ha tenido dos trabajos temporales en empresas de contabilidad.

–Eso no me interesa. ¿Y hombres? Uno en particular, de mediana estatura, ojos azules.

–Nada de hombres.

–¿Seguro que está haciendo bien su trabajo?

–Mire, no me quejo del dinero que está pagándome para vigilar a esa chica, pero le aseguro que no hay ningún hombre. Está perdiendo el tiempo. Tengo mucha experiencia en esto y ya lo habría descubierto si hubiera algo.

–¿Tiene… buen aspecto?

El detective lo miró, muy serio.

–El aspecto que cabe esperar.

–¿Qué significa eso?

–No parece comer mucho. La he visto en algún restaurante y solo toma ensaladas. Yo creo que, en su estado, debería comer más.

Nick golpeó la mesa con los dedos. Había sido un idiota al pensar que la olvidaría. Estaba convencido de que en un par de semanas volvería a la rutina normal, pero se había equivocado. Seguía trabajando, pero no tenía el corazón en ello. Iba a la oficina cada mañana, decidido a no dejar que los recuerdos de Lucy lo volviesen loco y volvía a casa por la noche después de haber fracasado.

–Creo que va a marcharse de Londres –dijo entonces el detective.

–¿Cómo?

–Está pensando marcharse a casa de sus padres. Oí una conversación el viernes. Cree que Londres no sería buen sitio para criar al niño.

¿Cuándo? ¿En una semana, al día siguiente? ¿Estaría ya haciendo las maletas? Nick sintió pánico.

–¿Está seguro?

–A menos que cambie de opinión… pero no creo que sea así.

–¿Cuándo? ¿Cuándo ha dicho que se iba?

–No lo ha dicho. Al menos, yo no lo escuché.

–¿No le pago para eso, señor White? ¿No le pago para que se entere de lo que yo no puedo enterarme?

–Mire… yo no puedo hacer nada más. Y, si no le importa, creo que mi trabajo ha terminado. Mi consejo es que hable con esa chica y solucione el problema –dijo el detective, levantándose–. Buena suerte. Si me necesita de nuevo, tiene mi tarjeta.

Nick lo observó salir del bar, pensativo.

De modo que Robert había desaparecido de su vida. No sería capaz de esconder a su amante de un experto detective, especialmente sin saber que la estaban siguiendo.

Estaba sola e iba a marcharse de Londres.

Y había llegado la hora de tomar una decisión. Seguía obsesionado con ella. ¿Y qué pasaría cuando se fuera de Londres?

Suspirando, Nick se pasó una mano por el pelo. No podía olvidarla. Quería hablar con ella, verla de nuevo, hacerle el amor. Aunque lo hubiese traicionado con otro hombre.

Y esa era la píldora más amarga. El hecho de que siguiera enamorado de Lucy a pesar de que lo había engañado.

Pero la quería y tenía que hablar con ella antes de que se fuera de Londres.

La imaginó guardando un par de cosas en la maleta y mirando alrededor para ver si se dejaba algo importante, mientras el taxi esperaba en la calle. La imaginó cerrando la puerta del apartamento, metiendo la llave en el buzón para el casero, entrando en el taxi… y desapareciendo de su vida para siempre.

Nick se tomó el resto de la cerveza de un trago. Y el orgullo desapareció cuando se oyó a sí mismo dándole su dirección al taxista.

 

 

Debería haber adivinado que Lucy no estaría en casa. Pero esperaría. Ya que estaba allí… además, no se había sentido tan bien desde que la echó con cajas destempladas de la oficina.

Al menos hablaría con ella. Al menos, volvería a verla.

Había una cafetería cerca y Nick pidió un café, que tomó sentado frente a la puerta de cristal.

Esperaría. Lo que hiciera falta.

Vio a mucha gente entrando y saliendo del metro. Iba por el tercer café y estaba pensando en pedir un cuarto cuando la vio. Iba cargada de bolsas, que se pasaba de mano en mano. Parecía cansada.

Nick salió de la cafetería a toda prisa.

–No deberías cargas con cosas pesadas.

Lucy se quedó helada. Literalmente.

–¿Qué haces aquí?

Él le quitó las bolsas de la mano.

–Esto pesa una barbaridad. ¿Qué llevas?

–Verduras. Son más baratas en el mercado… ¿qué estás haciendo aquí?

–Tengo que hablar contigo.

Recuerdos de la última vez que «hablaron» aparecieron en su mente. Y no eran nada agradables.

–Ya nos hemos dicho todo lo que teníamos que decir. Dame las bolsas.

Nick no le hizo caso y caminó a su lado hasta el portal.

–Mira, la última vez que nos vimos dijiste todo lo que querías decir. Y ahora, vete. Vete y déjame sola. No tengo por qué soportar tus insultos otra vez.

–Solo quiero hablar, de verdad.

–¿De qué?

Él no contestó, sencillamente se quedó esperando que abriese el portal. Irritada, Lucy abrió la puerta y dejó que la siguiera.

Un mes antes lo habría sacado de quicio que ella mantuviera esa actitud hostil cuando, en su opinión, quien tenía derecho a estar furioso era él. Pero las cosas habían cambiado.

–Bueno, ya estamos aquí. ¿Te importa decirme qué quieres? –preguntó Lucy, con las manos en las caderas.

La brisa la había despeinado, dándole ese aspecto de duende que Nick amaba con desesperación.

–¿Cómo estás?

–Bien.

–¿No vas a preguntarme cómo estoy yo?

–No me interesa –replicó ella, cruzándose de brazos.

–Pues estoy fatal, aunque no te interese.

–Me alegro. Te lo mereces.

–No me lo estás poniendo nada fácil.

–Pues en ese caso, estás probando tu propia medicina.

Casi le daban ganas de reír, pero decidió no intentarlo para que no le saliese un sollozo. No pensaba darle la satisfacción de verla llorar.

–Pareces delgada. ¿No comes bien?

–Como perfectamente. Además, ¿desde cuándo te interesa mi salud? ¿No recuerdas lo que dijiste? Solo soy una buscavidas que ha querido engañarte trazando un plan con su amante.

–Sé que no has visto a Robert desde que volvimos a Inglaterra.

–¿Qué?

–Ya me has oído –dijo Nick, dejándose caer sobre una silla.

–¿Y cómo lo sabes?

–Porque te he seguido.

–¿Qué?

–¿Por qué insistes en hacerme repetir las cosas?

–¿Que me has seguido? –repitió Lucy, atónita.

–Bueno, yo no, un detective.

–¿Cómo te atreves?

–Tenía que saber…

–¡Tenías que saber! ¿Y te importa decirme qué es lo que tenías que saber?

–Si seguías viendo a ese hombre –contestó Nick.

–¿Te refieres a Robert, mi amante? ¿Y por qué querías saber si seguíamos viéndonos? Después de haber descubierto nuestro maléfico plan, no veo por qué te importa.

–¿Sabes lo que me ha costado venir aquí, Lucy? ¡Me utilizaste y te merecías mis insultos!

–¡Sabía que no podías venir solo para hablar! ¡Sabía que vendrías a insultarme! ¡Vete de mi casa ahora mismo!

–¡Vas a tener el hijo de otro hombre! ¿Crees que eso no me duele? ¿Crees que me resulta fácil decir que me da igual de quién sea el niño mientras no te alejes de mí? –exclamó Nick entonces–. ¿Crees que es agradable tener que contratar un detective porque no puedo soportar no saber qué es de tu vida?

¿Qué estaba diciendo? No podía estar diciendo que la amaba.

–Es tu hijo.

–Eso es imposible –dijo Nick.

–¿Por qué es imposible? ¿Tu madre no te contó nunca lo de la cigüeña?

Él apretó los dientes.

–Es imposible porque yo no puedo tener hijos.

Lucy abrió la boca, atónita.

–¿Te has hecho una vasectomía?

–¿Una vasectomía? ¿Yo? Yo nunca me haría una vasectomía. Siempre quise tener hijos –replicó él.

No pensaba que algún día tendría que confesar aquel secreto y la sensación de estar a merced de alguien era completamente extraña para él. Pero adoraba a aquella mujer y adoraría a su hijo, aunque no fuera suyo, aunque hubiera sido concebido con intenciones egoístas.

–Entonces, ¿cómo sabes que no puedes tener hijos?

–Porque cuando me casé con Gina quise tenerlos inmediatamente y… como no pudo ser, fuimos al médico. Me dijo que no podría tener hijos.

–¿El médico te dijo eso?

–Bueno, Gina fue a buscar los resultados. Fue ella quien me lo dijo. Sabía que yo no querría leer aquel informe…

–Te mintió.

Él levantó la cabeza.

–¿Qué?

–Que te mintió –repitió Lucy–. Porque estoy embarazada de tu hijo, Nick. Robert y yo nunca nos acostamos juntos.

Una tenue esperanza empezó a florecer entonces, pero Nick luchó contra la tentación de creerla.

–No puede ser.

–Por supuesto, solo hay una forma de enterarse. Volver al médico y que te hagan otra vez las pruebas –dijo Lucy–. ¿Quieres decir que habrías mantenido al niño… aun creyendo que no era tuyo? –preguntó entonces.

Él la miró, desafiante. Pero ese gesto le quitaba años de encima. Parecía un niño inseguro, intentando esconder que tenía miedo. Y Lucy se murió de amor.

–¿Es culpa mía haberme enamorado de ti?

–¿Me quieres, Nick?

–Ya empezamos… –murmuró él, apartando la mirada.

–Hazte las pruebas. El niño es tuyo. Y, por cierto, yo también te quiero –dijo Lucy entonces, acariciando su pelo. Había intentando contener los sollozos, pero no pudo evitarlos–. Creo que te he querido siempre, incluso cuando me echaste de la oficina y de tu vida. Te adoro y no quiero que tengas dudas sobre tu hijo.

Era más fácil decirlo que hacerlo, pensaba Nick dos días después, mientras esperaba que el médico le diera los resultados.

Lucy apretó su mano para darle confianza.

–Estas pruebas son concluyentes –dijo el doctor Thomas, colocándose las gafas–. Es usted tan capaz de tener hijos como cualquier otro hombre sano. No entiendo por qué ha creído que no podía tenerlos. Puede tener docenas, señor Constantinou.

–¡Docenas! –exclamó Nick–. ¡Lucy, puedo tener docenas de hijos!

–¡Vaya!

Salieron emocionados de la consulta. Él parecía no caber en sí de gozo.

–Lo que no entiendo es por qué Gina te mintió.

–Porque era su forma de insultarme. Nuestro matrimonio fue un fracaso de principio a fin, Lucy. Ella nunca quiso tener hijos y, cuando discutíamos, sabía que esa mentira era una carta que escondía en la manga –contestó él, acariciando su estómago, no tan plano como antes–. Fui un loco por creerla. Y más loco aún por no creer que este niño es mío.

–Ya te he perdonado, Nick.

–Nunca he dejado de quererte, cariño. Pero tenemos una cosa pendiente.

–¿Tiene algo que ver con una cama?

–Eso también. Pero no, yo estaba pensando en una boda.

El corazón de Lucy se hinchó de alegría. Pero no por la boda, sino por el amor que veía en sus ojos.

–¿Cuándo, cariño?

–Lo antes posible –contestó ella.

–Voy a ponerme manos a la obra ahora mismo.