Capítulo 6
LUCY se despertó al oír unos golpes en la puerta de su habitación. Unos golpes insistentes. Estaba completamente a oscuras porque había cerrado las puertas de la terraza, incluso echó las cortinas de color terracota para que no entrase ni un resquicio de luz.
Suspirando, se levantó de su capullo de lino blanco y fue a abrir la puerta.
–¿Qué ha sido de tus ambiciosos planes de explorar la isla?
Era Nick, completamente vestido, peinado y aparentemente bien despierto. Llevaba una camisa blanca con los dos primeros botones desabrochados y un bañador de color verde. Bajo el brazo, una toalla de playa.
Lucy intentó esconderse para que no viera sus pantalones cortos con estampado de dinosaurios, pero Nick empujó la puerta y entró en la habitación.
Últimamente aquello de entrar en su territorio sin ser invitado parecía una costumbre.
–¿Qué hora es?
–Pensé que ibas a levantarte al amanecer.
–No creo que haya amanecido aún. Y te agradecería que dejases de invadir mi espacio cuando te da la gana.
–Pensé que ya estarías levantada. De hecho, me sorprende que sigas en tu habitación.
Lucy se cruzó de brazos, irritada.
Nick, por el contrario, parecía absolutamente en su casa mientras abría las cortinas y las puertas de la terraza, anunciando que eran las siete menos cuarto.
–Ha amanecido hace horas –dijo, volviéndose con una sonrisa–. Y ahora es el mejor momento para darse un baño. ¿Quieres bajar conmigo?
–¿Qué?
Supuestamente, había ido allí a trabajar, no a darse baños. Y menos con el hombre con el que no podía dejar de soñar, por muy estúpidos que fueran esos sueños.
–La playa estará desierta a esta hora.
–No puedo –contestó Lucy, deseando tener ocho manos en lugar de dos para esconder su cuerpo.
–¿Por qué no? ¿Tienes alguna otra cosa que hacer?
¿Qué otros planes podría tener? ¿Llamar a alguien por teléfono? Ni siquiera podía inventar la excusa de que tenía que ir al dentista.
–Es que… acabo de despertarme. Y tardo horas en arreglarme por las mañanas.
–¿En serio? Pues debes levantarte a las cinco para llegar a las ocho a trabajar. Pero no me importa esperar. Fuera, por supuesto.
–Podríamos encontrarnos en el vestíbulo.
–Tonterías. Esperaré aquí mientras te duchas.
El sueño desapareció mientras buscaba el biquini negro y un pareo en la maleta. Había imaginado que irían a nadar por la tarde, después de trabajar durante horas en la sala de juntas del hotel.
Pero no había sala de juntas en aquel hotel y el trabajo no iba a ser tan extenuante como había creído.
Y tampoco estarían rodeados de gente, nada de carabinas.
Nick parecía haber decidido hacer de guía turístico y quería enseñarle el hotel. Quizá había reflexionado sobre el cínico comentario del día anterior.
Cuando se miró al espejo, Lucy se dio cuenta de que el biquini era demasiado pequeño. La parte de abajo iba atada con dos cordoncitos que más que tapar nada eran una tentación.
Le había parecido adecuado cuando lo metió en la maleta, pero en aquel momento le parecía un escándalo.
–¿Nos vamos?
Lucy se puso una camisa que cubría solo la mitad de sus muslos y tomó una toalla del cuarto de baño.
–¿Has traído alguna crema para el sol? –preguntó Nick, cuando se dirigían a la playa.
–¿A esta hora?
–El sol aquí es muy fuerte a cualquier hora.
–La verdad es que me gustaría ponerme morena.
–¿Sueles quemarte? –preguntó Nick, intentando no mirarla.
No quería ponerse «nervioso» porque sería imposible esconderlo con aquel bañador.
–No, en realidad suelo ponerme morena. Me quemo un poco al principio, claro.
–Ya, pues por eso necesitas crema.
Lucy empezaba a relajarse. Aquel sitio era precioso y tenían una semana para hacer lo que habían ido a hacer. No tenían prisa.
Nick le habló del hotel, de las reformas que fueron necesarias cuando su empresa se lo compró a una pareja que lo había mantenido durante años como propiedad privada.
–¿Cómo pudieron marcharse de aquí? –preguntó Lucy.
–La señora Cooper-James murió y su marido no podía soportar vivir aquí sin ella. Le pagué un buen precio, así que ahora vive en Londres con suficiente dinero en el banco como para no tener que preocuparse de nada en lo que le queda de vida.
–Huele de maravilla. Nada que ver con lo que huelo todos los días para ir a trabajar.
–Admito que Londres tiene un olor muy particular.
–Olor a polución –dijo ella.
–Bueno, ¿qué te parece? –preguntó Nick cuando llegaron a la playa.
–¡Es el agua más azul que he visto en toda mi vida! ¡Es como una piscina!
–La playa más tranquila del Caribe. Y nuestra, en este momento –sonrió Nick, extendiendo la toalla sobre la arena.
–¿A qué hora…?
–¿Empieza a levantarse la gente? Tarde –contestó él, mientras se quitaba la camisa–. A veces algún cliente se levanta temprano, pero en general la gente viene aquí a descansar y olvidarse de las prisas. Además, no hay hora límite para el desayuno. Y pueden desayunar donde quieran, incluso en la playa.
No la miraba, pero notó de reojo que Lucy estaba extendiendo la toalla lo más lejos posible de la suya.
–Qué lujo. Y, por cierto, tenías razón con lo del sol. Empieza a calentar muy pronto.
–Afortunadamente, he traído crema protectora.
Nick sacó un tubo del bolsillo de la camisa. No para él, porque él nunca se quemaba; la había tomado del cuarto de baño porque intuyó que a Lucy se le olvidaría.
–¿A qué hora empezaremos a trabajar? –preguntó ella, poniéndose crema en los brazos.
¿Cómo podía pensar en el trabajo cuando estaban bajo el sol, en aquella preciosa playa de color azul turquesa?
¿Estaría también pensando en Robert? ¿El trabajo, su novio y su aburrida vida en Londres? ¿Podría Robert llevarla a un sitio como aquel? Nunca.
–En cuanto hayamos desayunado –contestó Nick, intentando disimular su irritación–. ¿Piensas dejarte la camisa puesta? No puedes ponerte crema si no te la quitas.
Lucy se preguntó si la creía una tonta. Quizá como nunca había estado en un sitio tan lujoso como aquel, pensaba que tenía que señalar lo que era obvio.
Irritada, se quitó la camisa y empezó a ponerse crema en el estómago.
Nick la observó con los ojos semicerrados. No podía tumbarse en la toalla porque ver cómo se movían sus pechos mientras se ponía la crema lo estaba excitando más de lo aconsejable.
Nunca había sentido nada así por una mujer. ¿Era porque el recuerdo de aquella única noche juntos lo tenía hechizado? ¿Aquella sola noche lo había atado a ella de por vida? ¿O quizá sería porque era inalcanzable, porque estaba casi prometida con otro hombre?
–Túmbate, voy a darte crema en la espalda.
–No hace falta.
–¿Por qué? ¿Crees que el sol no te dará en la espalda?
–No…
–Túmbate, anda. O te pones crema en la espalda o te pasarás toda la semana en la cama con quemaduras de tercer grado. Una experiencia muy dolorosa, por lo que dicen. Además, las quemaduras solares pueden provocar cáncer.
–Todo el mundo lo sabe. Pero no voy a tumbarme aquí durante horas.
–Por si acaso. Es por eso por lo que en todas las habitaciones hay crema protectora. Los clientes anglosajones suelen ser olvidadizos.
Lucy se tumbó sobre la toalla, haciendo un gesto de desesperación.
–Relájate –dijo Nick–. Estás como una tabla.
Con el sol en la cabeza y el roce de las manos del hombre en su espalda, Lucy empezó a relajarse.
–Y ahora, las piernas.
–Eso puedo hacerlo yo.
–Ya que lo estoy haciendo…
Lucy sintió la presión de sus manos en las pantorrillas, moviéndose hacia arriba lentamente. Pero cuando empezó a ponerle crema en las nalgas, se sentó de golpe.
En aquella postura, el biquini apenas podía tapar nada. Y Nick necesitaba darse un baño inmediatamente.
–Voy a meterme en el agua. ¿Vienes?
–Dentro de un momento –contestó ella, sin mirarlo.
Debería avergonzarse de sí misma, pensó. Excitarse solo porque le pusiera crema en las piernas… pero al verlo de espaldas, tan alto, tan fuerte, tuvo que contener el aliento.
Solo cuando lo vio meterse en el agua se levantó de la toalla. No se tiró de cabeza, como él. Fue mojándose poco a poco y después se tumbó de espaldas, flotando en el agua.
No lo oyó acercarse y lanzó un grito cuando le hizo una ahogadilla. Lucy sacó la cabeza del agua y lo vio sonriente, con el pelo echado hacia atrás.
–¿No te dije que tuvieras cuidado con el sol? –la regañó–. Lo peor es tomarlo directamente desde el agua. Podrías quedarte dormida flotando así.
–¡No iba a quedarme dormida!
–Tenías los ojos cerrados.
–¿Y qué?
Lucy nadó hacia la orilla y él lo hizo a su lado. El agua era tan transparente que podía ver aquellos bíceps, los musculosos antebrazos…
–¿Por qué no nadamos hacia el banco de coral? Se pueden ver los peces sin gafas de bucear.
–No, gracias. Tengo que volver a la habitación para lavarme el pelo. Además, tenemos que trabajar.
Lucy sentía los ojos oscuros del hombre clavados en los suyos y le resultaba difícil respirar.
–Sería muy fácil quedarse aquí en la playa y olvidar a qué hemos venido.
–No lo creo –murmuró ella, nadando hacia la orilla.
–¿No te imaginas lo suficientemente relajada como para olvidarte del trabajo?
–¿Cómo voy a relajarme si…?
Había estado a punto de decir: «si estoy contigo».
–¿Si qué?
–Si estoy aquí para trabajar.
Cuando salieron del agua notó que Nick miraba descaradamente sus pechos y, al bajar la mirada, entendió por qué. El biquini, que era mucho más pequeño de lo que le había parecido en la tienda, se pegaba a sus pechos como una segunda piel.
El minúsculo biquini negro revelaba claramente sus pezones, marcando incluso la aureola.
–No tienes por qué sentir vergüenza. He visto pezones antes.
Lucy deseó que se la tragara la tierra. Pero se puso la camisa, intentando disimular.
Nick tuvo que hacer un esfuerzo para no alargar la mano y acariciar sus pechos, tocar aquellos pezones… excitado como un adolescente y enfadado consigo mismo, tuvo que taparse con la toalla.
–Muchas gracias por la información. Pero si fueras un caballero no habrías… no habrías…
–¿No me habría quedado mirando?
No pensaba cambiar de conversación. Quería hacerle saber que, aunque estaban allí para trabajar, había una química sexual innegable entre los dos. La haría verlo hasta que olvidase Londres y, sobre todo, a Robert.
–Eso es.
–Te pido disculpas –murmuró Nick–. Tienes razón. Perdóname. A veces olvido que a los ingleses no les gusta la gente que dice lo que piensa.
Lucy no contestó. Sencillamente se dio la vuelta hacia el hotel, sintiendo los ojos del hombre clavados en su espalda ¿Por qué había dicho eso? No creía la excusa sobre las diferencias culturales. Nick Constantinou era un hombre sofisticado y no lo habría dicho sin intención.
El recuerdo de aquellos ojos brillantes clavados en sus pechos la quemó durante las dos horas que tardó en ducharse, lavarse el pelo y tomar el delicioso desayuno que pidió al servicio de habitaciones.
Eran casi las diez cuando bajó al vestíbulo y lo hizo decidida a cortar esos comentarios y esa incipiente familiaridad de raíz. Estaban allí para trabajar. Él era el jefe y ella, su secretaria. Nada más.
Afortunadamente, Nick la estaba esperando abajo con dos empleados y la misma expresión que solía tener en la oficina, de modo que no iba a ponérselo difícil.
–Nos traerán todos los informes económicos del hotel para que podamos inspeccionarlos. Y quiero que el contable esté disponible en cualquier momento. Y, sobre todo, necesito ver a Rawlings.
Cuando llegaron al despacho, Nick le pidió que cerrase la puerta.
El hombre atractivo y alegre de unas horas antes, el que hacía que le hirviera la sangre en las venas, había vuelto a ser el hombre de negocios de siempre.
A la una, después de haber revisado docenas de informes, Nick pidió una bandeja de sándwiches y unos refrescos.
Después, quitó el aire acondicionado para abrir la terraza, aunque le informó que tendrían que volver a cerrar después de comer o el calor haría imposible el trabajo.
Lucy asintió. La brisa del mar era demasiado atractiva como para concentrarse en papeles y números. De hecho, cuando salieron a la terraza para comer, bajo aquellas enormes palmeras, se le empezaron a cerrar los ojos.
–¿Qué te parece? –preguntó Nick, estirando las piernas.
–¿A qué te refieres?
–A las discrepancias en las cuentas.
–Facturas aparentemente pagadas, pero sin hojas de pedido.
Los sándwiches, de ensalada tropical y pollo frío, estaban riquísimos, casi se derretían en la boca. Lucy escuchaba a Nick haciendo un esfuerzo para no dormirse mientras hablaba de un posible fraude.
–Espero que te hayas puesto crema en la cara.
–Y yo espero que dejes de portarte como si fueras mi padre. Ya soy suficientemente mayorcita como para cuidar de mí misma.
Nick apretó los dientes. Por alguna extraña razón, quería protegerla. Pero era absurdo.
–No me haría ninguna gracia que tuvieras que permanecer en cama con el trabajo que tenemos –dijo bruscamente.
–No tengo intención de quedarme en la cama. Y no tengo intención de quemarme como si fuera una cría.
–No te enfades…
–No estoy enfadada. Solo te estoy dejando las cosas claras –lo interrumpió ella, pasando la mano por la falda de algodón.
Le había parecido más apropiada para trabajar que unos pantalones cortos y, con aquel calor, mucho más cómoda que unos pantalones largos.
–Creo que sería mejor poner el aire acondicionado –dijo entonces, apartándose la blusa.
–Sin él nos habríamos derretido hace horas –sonrió Nick, como pidiendo una tregua–. Y yo diría que hace más calor que antes.
Lucy observó el cielo azul, sin una sola nube.
–¿Y ahora qué hacemos?
–Llamar al contable.
Las bandejas fueron retiradas en silencio, con la rapidez de un equipo bien entrenado, y cuando Nick empezó a hacerle preguntas al contable, el hombre prácticamente se puso a temblar.
–El señor Rawlings lleva gran parte de la contabilidad. Dice que, como director del hotel, es cosa suya.
Nick siguió interrogándolo hasta que el hombre empezó a sudar visiblemente.
Por fin, dos horas más tarde, durante las que Lucy había estado tomando notas y apuntando nombres de proveedores que sonaban muy poco reales, Nick se quedó mirando al contable.
–¿Y no te parecía sospechoso no poder responder a las preguntas que se te hacían desde Londres?
–El señor Rawlings siempre dice que todo está bien, que está en contacto permanente con usted.
Nick dejó escapar un suspiro.
–¿Cuántos años tienes, Peter?
–Veintidós, señor Constantinou.
–¿Y vives con tu familia?
–Estoy casado. Tengo un hijo de un año.
–¿Dónde vives?
–Al otro lado de la isla. Tenemos una casita… de hecho, estamos pagando una hipoteca. Necesito este trabajo, señor Constantinou.
–¿Cuándo vuelve Rawlings, Peter?
–No lo sé, señor. Su familia vive en una de las otras islas, cerca de Bahamas. Por lo visto, se acerca un huracán y quería comprobar que todo estaba bien. Si hay un huracán, podría tardar uno o dos días en volver… quizá una semana.
–¿Un huracán? No he oído nada de eso.
–Lo han dicho en la radio.
–Muy bien, Peter. Eso es todo por ahora.
–Señor Constantinou… –empezó a decir el joven. Si tuviera un sombrero, Lucy estaba convencida de que lo habría convertido en una pelota–. Mi trabajo…
–Por el momento, sigues teniendo trabajo.
Lucy esperó unos segundos hasta que Peter salió del despacho.
–Eso ha sido un detalle, Nick. Muy compasivo.
–¿Qué podía hacer? Es un crío y, además, tiene que mantener un hijo –suspiró él, pasándose una mano por el pelo–. ¿Te importa decirme…?
Pero no estaba mirándola, estaba mirando hacia la playa, como perdido en sus pensamientos.
–¿Sí?
–¿Te importa decirme por qué la gente tiene hijos cuando apenas son unos críos?
–Supongo que…
–¡Una hipoteca, un hijo! ¡Por Dios bendito! –la interrumpió él.
–No todo el mundo tiene su vida planeada hasta el último detalle.
–¿Como yo quieres decir? ¿Y si te dijera que mi mayor deseo es tener un hijo?
Lo había dicho sin pensar, como tantas veces le ocurría estando con Lucy. Y no quería hacerlo, no quería contarle su vida, no quería hablarle de sí mismo.
–No me refería a ti.
Nick hizo un gesto con la mano, como pidiéndole que olvidase el comentario.
–Está claro que se ha dejado manipular, pero el culpable de todo esto es Rawlings y estoy deseando que aparezca por aquí.
–Si aparece por aquí –murmuró Lucy, mirando los papeles. Allí había trabajo para una semana, desde luego–. ¿Quieres que me ponga con esto?
–Sí, por favor. Yo voy a ver si es verdad eso del huracán. Si no es así, puede que dentro de poco estemos a bordo de una avioneta buscando al desaparecido Rawlings por todas las islas.