Capítulo 5

 

NICK estaba esperándola a la mañana siguiente. De hecho, llevaba trabajando desde las seis y media de la mañana. Pero no podía dejar de pensar en Lucy.

No podía entender por qué, pero suponía que era porque ella estuvo en el momento que más necesitaba a alguien. La noche del funeral estaba hundido, furioso consigo mismo y con la vida y ahogado en alcohol. Y fue Lucy quien lo consoló, Lucy quien lo hizo olvidar.

Las mujeres que la siguieron solo habían servido para recordarle el vacío de esas relaciones.

¿Era eso lo que buscaba? ¿Recordar el solaz que había encontrado en ella? ¿O simplemente se había convertido en un reto?

Daba igual.

Cuando Lucy le dijo que Robert le había pedido que se casara con él fue como si lo golpearan en el estómago.

Y Nick Constantinou no aceptaba la derrota tan fácilmente. ¿Qué hombre de sangre caliente la aceptaría?

Cuando estaba mirando el reloj por enésima vez oyó la puerta del despacho de Lucy.

–¿Cómo te encuentras?

–Mejor, gracias –sonrió ella–. Pensé que tenía la gripe, pero quizá solo había bebido demasiado. De ahí el dolor de cabeza. No estoy acostumbrada a beber.

–Ya, claro.

–Por cierto, ya he comprobado todos los archivos. ¿Quieres que le mande la carta a Rawlings por fax o prefieres que la envíe por correo electrónico?

–Tráeme una taza de café. Hablaremos de Rawlings cuando vuelvas.

Mientras esperaba, Nick se preguntó cuál sería su reacción a lo que iba a decirle. Sin embargo, a pesar de la proposición del tal Robert, Lucy no llevaba anillo de pedida.

De modo que la situación debía ser la siguiente, según sus cálculos: Robert le había propuesto matrimonio y Lucy le había contestado que tenía que pensárselo, que necesitaba tiempo. Porque no estaba convencida.

Había imaginado todo aquello el día anterior, en su casa, dándole vueltas al asunto.

–Cierra la puerta, por favor –dijo cuando ella volvió al despacho.

–Había pensado empezar a trabajar en los resúmenes de final de mes, como siempre. Aunque las chicas de administración me han dicho que tienen dos secretarias de baja y, si te parece, podría echarles una mano.

–No.

–¿Perdona?

–Que no me parece.

–Ah. ¿Por qué?

–Porque a partir de mañana no estarás aquí para echarle una mano a nadie.

Lucy lo miró, sin entender. ¿La estaba despidiendo? ¿Qué había hecho para que la despidiese? ¿Era porque el día anterior no fue a trabajar?

Entonces se dio cuenta de cuánto significaba aquel trabajo para ella. Necesitaba estabilidad, necesitaba el dinero, pero no era solo eso. Era estar con Nick, verlo todos los días.

–¿Puedo preguntar por qué me despides?

–¿Despedirte? ¿Quién ha dicho nada de despedirte?

–Yo pensé que…

–No tengo intención de despedirte, todo lo contrario. Vendrás conmigo al hotel Tradewinds. Si Rawlings quiere evitarme le será imposible conmigo en el hotel. Y nos iremos mañana.

Ese era el plan. Tenía que salir de Londres, tenía que aclarar las cosas con Rawlings… y tenía que hacer que Lucy se alejara de Robert.

–¿Mañana? Pero…

–Lo sé, lo sé. Apenas te he dado tiempo. Iremos a Barbados y, desde allí, tomaremos una avioneta. Será una jornada larga, pero espero que merezca la pena.

–Pero yo no puedo marcharme así como así, con apenas veinticuatro horas…

–Tienes el pasaporte en regla, ¿no?

–Sí, claro, pero…

–Solo será una semana. Y puedes marcharte a casa ahora mismo para hacer la maleta.

–Pero no puedo irme así como así…

–¿Por qué no? Robert lo entenderá, seguro. Tú me has dicho que es un hombre comprensivo.

–¿Y la ropa? ¿Qué tiempo hace en la isla, qué debo llevarme?

–Allí hace mucho calor, así que llévate ropa ligera. Tómate un par de horas para ir de compras… y es una orden. Ya sabes: faldas, pantalones cortos, camisetas… y biquinis, claro. Además de las tres piscinas del hotel, la playa está a veinte metros.

–Pero, ¿no estaremos trabajando todo el día?

–Trabajaremos, naturalmente, pero no todo el día. Y no habrá reuniones formales, de modo que no tienes que llevarte ningún traje de chaqueta.

Nick le dijo a qué hora se encontrarían en el aeropuerto y Lucy se fue de compras, tan sorprendida como encantada por aquella pequeña aventura. Aunque sabía que era trabajo… y le daba cierto miedo estar a solas con su jefe durante una semana sin ordenadores ni teléfonos.

Cuando llegó a su apartamento iba cargada de bolsas. Había comprado pantalones cortos, camisetas, sandalias y un par de vestidos ligeros que podría llevar a cualquier reunión.

A la mañana siguiente, Nick se quedó impresionado al ver la pequeña maleta.

–Muy sensata, desde luego. La mayoría de las mujeres usarían esa maleta solo para llevar los cosméticos.

Incluso con los pantalones de color caqui y una camiseta de manga corta, Nick Constantinou estaba impresionante. Daba una sensación de poder, de vigorosa masculinidad que casi la asustaba.

Lucy se sentía como una niña con la faldita gris y la camiseta azul. Cualquiera de sus «amiguitas» habría ido vestida de sport, pero llamando la atención, pensó. Lamentablemente, ella no podía competir.

Una azafata los acompañó a la sala VIP, donde Nick parecía estar como en su casa mientras ella intentaba no parecer exageradamente fuera de lugar.

–Este sitio es más silencioso que una biblioteca.

–Podemos hablar en voz baja. No querrás despertar a los muertos, ¿no? –sonrió Nick, señalando a un ejecutivo que dormía apoyado en su maletín.

La miraba como si la viese por primera vez. Le gustaba cómo levantaba la barbilla para hablar con él, le gustaban las pecas que tenía en la nariz…

–¿Qué ha dicho Robert del viaje, por cierto?

–Le ha parecido muy bien.

–Ah, claro. Solo lo preguntaba porque algunos hombres piensan que un anillo de pedida les da derecho a todo. Ah, pero tú no llevas anillo de pedida.

–Pues no.

–¿Aún no te lo ha comprado?

–No. La verdad es que aún no le he dado una respuesta.

–Muy sensata, una decisión muy sensata –murmuró Nick–. No me gustaría que mi eficiente secretaria se casara y empezase a tener hijos.

–Oh, no. Robert… bueno, aún no hemos hablado del asunto.

–¿Y tú le has contado…?

–¿Si le he contado qué?

Nick levantó una ceja. ¿No sabía de qué estaba hablando?

–¿No le has hablado sobre nosotros?

–No hay un «nosotros».

–Quería decir… ¿le has dicho que nos acostamos juntos?

–¡Nos acostamos juntos una vez! Y no hay razón para…

–¿Robert es celoso?

–No.

–No, claro, si fuera celoso se habría puesto como una fiera al saber que ibas a pasar una semana en una isla tropical con tu jefe.

–¡No voy a pasar una semana en una isla tropical con mi jefe! Lo dices como si fuera…

–¿Como si fuera qué?

–Esto no son unas vacaciones, ¿no? Vamos a trabajar, a solucionar el asunto de Rawlings.

–Claro que sí. Solo lo he preguntado para saber si Robert tenía confianza en ti.

Pero seguramente estaba pensando en su mujer, pensó Lucy. Debía estar pensando en la confianza y el amor que había perdido en aquel terrible accidente.

Una vez en el avión, Nick le habló de los países que había visitado, de sus costumbres… Parecía haber visto mucho más de lo que Lucy creía.

Y ella sabía escuchar. Normalmente, Nick dormía en los aviones, pero su interés por lo que le estaba contando lo mantuvo despierto. Por eso recibió con sorpresa el anuncio de que podían abrocharse los cinturones de seguridad.

–El viaje se ha hecho muy corto, ¿no?

Lucy sonrió.

–No lo sé. Yo solo he ido a Italia. A mi padre no le gustaba gastar mucho dinero en viajes.

–Ah, una buena educación. Por eso eres una chica tan sensata.

–No soy sensata todo el tiempo. ¿Por qué siempre quieres provocarme?

–Porque me gusta ver cómo te pones colorada –admitió Nick–. Hasta las pecas de la nariz se te ponen coloradas.

–Qué malo eres.

–No te lo puedes ni imaginar –dijo él en voz baja.

Lucy apartó la mirada, nerviosa.

–En ese caso, no sé por qué no te has traído alguna chica para que te hiciera compañía.

–¿Una chica?

–A la morena del otro día, por ejemplo.

–Ah, esa chica. Marcia tiene alergia al trabajo. Además, mi primo y yo salimos con ella a cenar, eso es todo. No creo que vuelva a verla.

–¿No me digas que tuvo la audacia de ponerse pesada?

Así era mejor, se dijo. Nick Constantinou salía con modelos y ella se limitaba a comentar la jugada desde fuera.

–En realidad, Marcia no es mi tipo.

–Me sorprendes –dijo Lucy.

–Eso espero. Me gusta ser impredecible.

Y por eso era el hombre menos adecuado. Porque ser predecible era una cualidad esencial para vivir una vida tranquila. Algo inmensamente importante para ella.

Pero las vidas tranquilas son para la gente poco aventurera, le dijo una vocecita.

Una vocecita que ella intentó ignorar.

La primera parte del viaje había sido fácil, pero la segunda fue todo lo contrario. Aunque a Lucy le encantaba estar rodeada de gente que hablaba diferentes idiomas porque eso la hacía sentirse sofisticada, cuando llegó la avioneta que los llevaría a la isla se asustó al ver lo pequeña que era.

–No te preocupes –la animó Nick–. No acabaremos en medio del océano, rodeados de un montón de tiburones.

–¿Cómo lo sabes? Esa avioneta no parece capaz de levantar el vuelo.

–Ya veras cómo no pasa nada –sonrió él.

A su lado Lucy se sentía más tranquila y, afortunadamente, el viaje no fue tan malo como había temido.

Estaba anocheciendo cuando llegaron al hotel y no podía apreciar el paisaje, pero hasta los sonidos eran diferentes: el ruido de los grillos, el croar de las ranas, el canto de algún exótico pájaro nocturno… todo era completamente diferente de Londres.

–La arena es tan fina como el polvo, ya lo verás. La playa está rodeada por un banco de coral, así que el agua es tan azul como la de una piscina.

–¿Y prefieres vivir en Londres? –preguntó Lucy, incrédula.

–A veces hasta el paraíso cansa. Al menos a mí.

El hotel no era lo que Lucy había esperado. Pensaba que sería un edificio enorme, de varias plantas.

Lo que vio fue un edificio bajo, estilo colonial, rodeado de palmeras y flores, cuyos colores prometían ser más extravagantes a la luz del sol.

–Tiene forma de «ese» –estaba explicando Nick– y tiene tres piscinas. El restaurante está en un edificio aparte, rodeado de jardines. La intención era crear una sensación de hogar fuera del hogar.

–Menudo hogar –comentó ella–. Si mi casa fuera como esta no tendría que irme de vacaciones a ninguna parte.

Nick sonrió.

–Me alegro de que te guste.

–¿Nos esperan? –preguntó Lucy.

–No. He pensado darle una sorpresa a Rawlings. Así no habrá posibilidad de que, accidentalmente, desaparezca algún papel.

–Entonces…

–Entonces tú y yo estamos registrados con el nombre de señor y señora Lewis y compartiremos una suite.

–¿Qué?

–Solo era una broma –sonrió Nick.

Pero lo había irritado su aparente alarma ante la idea de compartir habitación.

No solo quería acostarse con ella por razones egoístas, también quería que Lucy lo desease. No solo que se sintiera atraída por él, sino que lo deseara con la misma fuerza, con la misma obsesión con que la deseaba él.

–Muy gracioso.

–He reservado dos habitaciones a tu nombre. Por supuesto, mañana podremos dejar de fingir.

–¿No te reconocerán? –preguntó Lucy en voz baja cuando el portero del hotel salió para tomar sus maletas.

–Lo dudo. Solo he estado aquí un par de veces en dos años, las dos veces con Gina. A este hotel viene mucha gente famosa y los empleados están entrenados para no prestar atención a las caras.

Era cierto. Cuando llegaron a recepción, nadie pareció sentir curiosidad.

Nick se portaba como si todo aquello fuera de lo más normal, pero el lujo del hotel era tan exagerado que Lucy tenía que hacer un esfuerzo para no quedarse boquiabierta.

Los suelos eran de madera pulida, muy brillante, y los sofás todos de un blanco inmaculado. Había figuras de madera, enormes cuadros abstractos y plantas por todas partes.

–Subiremos solos a la habitación, gracias.

–¿Quieren que Rudolf les indique dónde está el restaurante? –preguntó el recepcionista. Nick negó con la cabeza–. Bueno, en realidad no hace falta. Solo tienen que seguir su olfato. Mabel es la mejor cocinera de la isla.

–Esto es muy tranquilo –sonrió Lucy.

–No hay demasiadas habitaciones y todas están diseñadas para garantizar la intimidad de los clientes.

Iban caminando por un corredor exterior, con tumbonas y macetas por todas partes.

–Aquí es. Tu habitación es esa.

–¿Y la tuya?

–La de al lado –contestó Nick, abriendo la puerta.

Era una habitación enorme, con una terraza privada. Los suelos de madera estaban cubiertos por alfombras de alegres colores. A un lado de la habitación, un enorme sofá blanco y, al otro lado, una cama con dosel sobre la que había una mosquitera de lino. A la derecha estaban el cuarto de baño y el vestidor.

Todo aquello era como un sueño. Lucy jamás podría permitirse el lujo de pasar allí unas vacaciones y se prometió a sí misma aprovechar la oportunidad. Y, si era posible, pasaría las noches tumbada en la hamaca de la terraza.

–Es preciosa, me encanta. ¿Qué se siente al ser el dueño de todo esto?

Ese comentario claramente admirativo pedía a gritos una broma, pero Nick se quedó pensativo.

–No esperarás que te conteste en serio, ¿no? –dijo, apoyándose en la pared.

Tan alto, tan dominante, tan atractivo. Incluso más allí, en el trópico, donde el tono aceitunado de su piel parecía darle una agresividad sexual que resultaba imposible ignorar.

–Claro que sí.

–En ese caso, te diré la verdad. Ser el dueño de este hotel es como ser el dueño de cualquier otro. Son todos de lujo, todos preciosos, y a mí solo me interesan porque dan beneficios. Me permiten invertir en Bolsa sabiendo que nunca me quedaré en la ruina –contestó Nick, abriendo la puerta de la terraza.

–Eso suena muy cínico.

Él se volvió para mirarla. Recortado contra la oscuridad del exterior no podía ver bien sus facciones, pero sabía que la estaba mirando a los ojos.

–¿Tú crees?

–Deberías disfrutar siendo el dueño de un sitio como este. Cuando Gina vivía supongo que lo pasaríais muy bien…

Nick soltó una carcajada.

–No te pongas colorada, Lucy.

–Solo era un comentario. Perdona.

–¿Quieres comer algo?

–Prefiero darme una ducha e irme a dormir. Creo que mañana me levantaré muy temprano e iré a dar un paseo para explorar un poco. No sé a qué hora quieres empezar a trabajar, pero…

–Explora todo lo que quieras. Vendré a buscarte alrededor de las diez.

Nick no tenía ningún deseo de marcharse. En absoluto. Se preguntó entonces qué llevaría bajo la falda. ¿Tendría tanto calor como él? ¿Le gustaría darse un baño en la playa, desnudos los dos?

Pero sabía que eso era imposible. Así que, conteniendo un suspiro de frustración, se despidió.

Por el momento.

Porque la tendría, la haría suya de nuevo. Y hacer el amor con él la libraría del engaño. No podía casarse con Robert, sencillamente. Era risible.

Iba a hacerle un favor.

Nick salió de la habitación, anticipando lo que aquella semana en la isla iba a depararle.