Las páginas de mi manuscrito, muchas más de las que en principio pensé que llegaría a escribir, están apiladas sobre la mesa, delante de mí. No me atrevo a repasarlas; no me atrevo a releer los renglones que mi propia mano ha trazado. Puede que en mi forma de escribir haya muchos detalles que requieran alteraciones, pero no tengo valor para retomar esa tarea, para revisarlo y reconsiderarlo, tal como sin duda debiera si mi propósito fuera escribir un libro que hubiera de publicarse estando yo vivo. Cuando yo ya no esté en el mundo, aparecerán otros muy capaces de pulir, alisar y abrillantar lo escrito para que sea acorde con el gusto popular del momento, pues este basto material que obedece a la Verdad con mayúscula habrá de quedar tal cual se encuentra tras de mí.
Ahora, mientras recojo estas páginas y me dispongo a sellarlas para que mis manos nunca más vuelvan a abrirlas, ¿tengo acaso la impresión de haber relatado todo lo que era necesario relatar? ¡No! Mientras Mannion siga vivo, mientras yo desconozca los cambios que aún pueden obrarse en la casa de la que me he exiliado, me queda por delante un futuro del que habré de dejar constancia, en tanto continuación necesaria de la narración del pasado. No sé aún qué podrá ocurrir que sea digno de quedar recogido; no alcanzo a prever qué sufrimientos puede que aún padezca, y que tal vez me dejen incapacitado para proseguir con la labor ahora por el momento terminada. No tengo esperanza en el futuro, ni tampoco en mí, al menos para pensar que tendré el tiempo o la energía necesarios para escribir, como hasta ahora, de memoria. Lo mejor, por tanto, es que consigne los sucesos de cada día tal como se produzcan, para garantizar así, al menos mientras sea posible, una continuación fidedigna de mi narración, fragmento a fragmento, hasta el final mismo.
Antes, sin embargo, para dar adecuado comienzo al diario que me propongo redactar, quisiera revelar aquí muy brevemente cómo es la vida que llevo en mi retiro de la costa de Cornualles.
La aldea pesquera en la que he escrito las páginas precedentes se encuentra en la costa sur de Cornualles, a no muchas millas de Finisterre. La casa de campo en que habito está construida con sillares de granito sin desbastar, tiene una tosca techumbre de paja y consta sólo de dos habitaciones. No poseo más mobiliario que mi cama, mi mesa y mi silla; mis únicos vecinos son media docena de pescadores, junto con sus familias. Pero no acuso ni la carencia de lujos ni la falta de trato social; todo lo que deseaba encontrar cuando vine aquí lo tengo con creces, pues no es más que una reclusión absoluta.
Mi llegada produjo al principio tanto asombro como suspicacia. Los pescadores de Cornualles aún conservan intactas todas las supersticiones, incluso las más grotescas, que fueron tan queridas a sus humildes ancestros, hace muchos siglos. Estos sencillos vecinos no acertaban a entender por qué no tenía yo ocupación a la que dedicarme, ni lograban reconciliar mi rostro gastado y melancólico con la juventud de mi edad. Una soledad como la mía resultaba antinatural, especialmente para las mujeres. Me interrogaron con visible curiosidad, y la propia sencillez de mi respuesta, esto es, que había venido a Cornualles sólo por vivir en calma y tranquilidad, para recuperar la salud, las dejó perplejas. Día tras día aguardaron, nada más instalarme yo en la casa, a ver qué cartas me llegaban, pero no llegó correo para mí; esperaron que mis amigos se reunieran conmigo, pero no vinieron amigos. A sus ojos, esto sólo sirvió para ahondar el misterio. Les dio por recordar las antiguas leyendas de Cornualles que mencionan a seres solitarios y secretos, que habían vivido hace muchos, muchos años, en determinados rincones del país, venidos nadie sabía de dónde, subsistiendo sin que nadie supiera por qué medios, hasta morir y desaparecer sin que nadie supiera cuándo. Sentíanse a medias inclinadas a identificarme con alguno de aquellos misteriosos visitantes, a considerarme como un forastero ajeno a toda la familia de los hombres, que hubiera venido a consumirse por efecto de una maldición, y morir ominosamente y en secreto entre ellos. Hasta la persona a la que pagué un dinero por el transporte de mi equipaje puso en duda por un momento la legalidad del pago, no fuera a resultarle perjudicial.
De todos modos, estas dudas en términos generales desaparecieron; esa curiosidad supersticiosa terminó por agotarse sin sentir entre mis pobres vecinos. Poco a poco se acostumbraron a mi modo de existencia entre ellos, solitario, pensativo, a su juicio inexplicable. Uno o dos favores de elemental amabilidad que presté poco después de mi llegada a sus hijos obraron maravillas en mi favor, y ahora soy más objeto de compasión que de desconfianza. Cuando la pesca se da bien, suelen hacerme un pequeño regalo con lo que han recogido las redes. Hace sólo unas semanas, después de haber salido a primera hora de la mañana, me encontré a la vuelta dos o tres nidos de gaviota en una cesta, delante de la puerta de la casa. Los habían dejado allí los niños de la aldea, para que con ellos adornase la ventana de mi casa de campo; eran los únicos adornos que podían regalarme, los únicos adornos de los que tenían noticia.
Ahora, puedo ir de un lado a otro sin que nadie se fije en mí, puedo dirigir mis pasos por el arroyo que baña nuestra aldea, subir hacia la iglesia de piedra gris que se encuentra en lo alto del cerro, rodeada por el páramo desierto. Si hay algún niño que esté jugando entre las tumbas esparcidas cerca de la iglesia, ya no se sobresaltan ni echan a correr cuando me ven sentado en la piedra en forma de ataúd que hay a la entrada del atrio, o bien caminando en torno a la recia torre de granito, levantada por manos que hace siglos se han convertido en polvo. Mi presencia ha dejado de ser de mal agüero para mis pequeños vecinos. Tan sólo me observan por un instante, me sonríen con luminosidad y luego siguen con sus juegos.
Desde el atrio contemplo cómo baja el arroyo, cuando hace buen tiempo, hasta el mar. A uno y otro lado, por encima de las casas de los pescadores se elevan grandes rocas de granito; el trocito de playa que los peñascos encierran brilla en toda su pureza a la luz del sol; en el interior, el arroyo que vierte el agua sobre el lecho de las rocas centellea en algunos sitios como si fuese un riachuelo de fuego plateado; las nubes blancas y redondas, con sus sombras violáceas y sus luminosos bordes ondulados, ruedan majestuosamente allá en lo alto; los graznidos de las gaviotas, el interminable y fúnebre murmullo de las olas, la distante música del viento en las cuevas del océano, llegan a veces juntos, a veces por separado, a mis oídos. La voz de la naturaleza y la belleza de la naturaleza -los ángeles de Dios que apaciguan y purifican el alma- me hablan con la mayor ternura y con la máxima felicidad en momentos como éste.
Cuando comienza a llover, cuando el viento y el mar se yerguen a la vez -cuando, abrigado entre las cuevas, al borde del precipicio, contemplo las temibles olas, los espumarajos que saltan de ellas-, es cuando percibo los desconocidos peligros que penden sobre mi cabeza, y los percibo con todo el horror que entraña su incertidumbre. Es entonces cuando las amenazas de mi mortal enemigo refuerzan el temible dominio que tienen sobre todos mis sentidos. Veo esa tenebrosa y fantasmal personificación de una fatalidad que me aguarda emboscada, y la veo en las extrañas formas que adquiere la neblina cuando envuelve el cielo como un sudario, cuando se mueve en remolinos, se ilumina y se oscurece, glorificándose de forma extraña, única, sobre las aguas henchidas. Luego, el estruendo de las olas contra los acantilados aulla por encima de mí como si fuese el ruido de un juicio, y el vozarrón del viento que gruñe y que batalla tras de mí, en las oquedades de la cueva, adquiere siempre, siempre, esa misma voz tonante, que sólo habla de advertencia y de condenación a mis oídos.
Este presentimiento de que Mannion siempre me vigila, de que sus pasos siempre siguen los míos en secreto, ¿será debido solamente a la debilidad, a mi desgaste de energía? ¿Es posible que otro, en mi situación, pudiera abstenerse de temer, como temo yo, que me observa incesantemente y en secreto? Es posible, sin duda. Pero bien pudiera ser que su terrible vínculo con todos los sufrimientos que hube de padecer yo en el pasado me lleve a otorgarle con demasiada facilidad ese poder destructor que se arroga de cara al futuro. Y también podría ser que en mí haya quedado paralizada toda resolución de resistir a sus designios, no tanto por el miedo que me produce su apariencia, cuanto por la incertidumbre que me produce el momento en que tendrá lugar; es decir, no tanto por sus amenazas en sí, cuanto por la postergación de su ejecución. No obstante, aunque puedo estimar en justicia el valor de estas consideraciones, no consiguen ejercer en mí un duradero influjo de tranquilidad. Recuerdo qué es lo que este hombre ha hecho; a pesar de todo raciocinio, creo firmemente en lo que me ha dicho que aún hará. Por loco que pueda estar, no tengo esperanza de defenderme, ni de escapar de él en un sentido u otro, mire a donde mire.
De no haber sido por la ocupación que he tenido gracias a la narración precedente; de no haber sido por el alivio que puede obtener mi corazón sólo de pensar en Clara, a la fuerza me hubiese hundido bajo el tormento de la incertidumbre y la suspicacia en que ahora transcurre cada minuto de mi vida. ¡Mi hermana! Incluso en esta ausencia autoimpuesta que me impide verla, he encontrado medios de relacionarme aunque sea remotamente con algo que ella ama. El nombre ficticio bajo el que vivo, bajo el que continuaré viviendo hasta que mi padre vuelva a darme su confianza y su afecto, es el nombre de una pequeña finca que perteneció a mi madre, y que ahora es propiedad de su hija. Hasta los más desdichados tienen su capricho, su última ensoñación favorita. No poseo recuerdo alguno de Clara, ni siquiera una carta suya. El nombre que he tomado de ese sitio del que ella siempre estuvo tan prendada como orgullosa es, para mí, lo que un rizo de cabello, cualquier recordatorio amoroso es para otros más afortunados y felices que yo.
Me he alejado sin sentir de los simples detalles de mi vida en este paraje. ¿Será el momento de volver a ellos? No, hoy no; me arde la cabeza, tengo la mano fatigada. Si mañana no me trae suceso del que valga la pena escribir, mañana mismo podré reanudar este asunto que ahora doy por bueno.
20 de octubre. – Ayer, tras dejar la pluma a un lado, salí a dar una vuelta, con la idea de renovar la amistad ya trabada con mis pobres vecinos, que ha quedado interrumpida durante las últimas tres semanas debido al trabajo constante que he dedicado a las últimas partes de mi narración.
En el transcurso de mi caminata por entre las casas de la aldea, hasta llegar a la vieja iglesia del páramo, vi a menos personas que de costumbre. La conducta de aquellos con quienes sí llegué a cruzarme me pareció incomprensiblemente distinta; puede que fuera mera suposición, pero pensé que me rehuían. Una mujer cerró bruscamente la puerta de su casa cuando yo me aproximaba por el camino. Un pescador, cuando le di los buenos días, apenas contestó nada y siguió caminando sin detenerse a conversar conmigo, como hacíamos de costumbre. Unos cuantos niños a los que alcancé en el camino de la iglesia se alejaron a todo correr, haciéndose unos a otros gestos que no logré comprender. ¿Será que aquella desconfianza inicial que les inspiré por pura superstición regresa cuando yo pensaba que ya la había superado? ¿O es que mis vecinos sólo manifiestan su resentimiento por el hecho de que no les haya prestado atención durante las últimas tres semanas? Mañana mismo he de intentar averiguarlo.
21. – ¡Lo he descubierto todo! La verdad, que ayer tuve tan curiosa lentitud en sospechar, hoy se me ha impuesto por completo.
Salí esta mañana, tal como me había propuesto, a descubrir si mis vecinos realmente habían cambiado de actitud hacia mí durante ese lapso de reclusión de tres semanas consecutivas. En la puerta de la casa de campo más cercana a la mía vi jugar a dos niños pequeños, a los que me había ganado por pura simpatía poco después de mi llegada. Me acerqué a charlar con ellos, pero a medida que me aproximaba, salió su madre y los arrebató de mi presencia con verdadero enojo, con alarma. Antes de que pudiera preguntarle qué ocurría, se los había llevado al interior de la casa y había cerrado la puerta.
Casi en el mismo instante, como si se tratara de una señal concertada de antemano, tres o cuatro mujeres salieron de sus moradas, a escasa distancia, y me advirtieron en voz alta y colérica que no me acercase a ellas ni a sus hijos; acto seguido desaparecieron, cerrando las puertas. Sin sospechar aún la verdad, me di la vuelta y eché a caminar hacia la playa. El mozo al que había contratado para que se encargase de mis provisiones estaba allí sentado, apoyado contra un viejo bote de remos. Al verme, se puso en pie de un brinco y se alejó unos cuantos pasos. Luego se detuvo y me habló a gritos.
–Ya no pienso llevarle nada más; mi padre dice que ya no le venderá nada, da lo mismo lo que le quiera usted pagar.
Pregunté al muchacho por qué había dicho eso su padre, pero él echó a correr hacia la aldea sin contestarme.
–Mejor sería que se marchase -musitó una voz a mis espaldas-. Si no se marcha por decisión propia, nuestro pueblo le obligará a irse, lo rendirán por el hambre.
El hombre que había dicho estas palabras era uno de los primeros que dieron ejemplo de trato amistoso conmigo, poco después de mi llegada. Así pues, a él acudí en busca de la explicación que nadie parecía dispuesto a darme.
–Sabe muy bien de qué se trata, sabe muy bien por qué todos queremos que se marche. Lo sabe de sobra. – Ésa fue su respuesta.
Le aseguré que no lo sabía y le rogué tan en serio que me lo aclarase, que se detuvo cuando ya se alejaba de mí.
–Le hablaré de ello -dijo-, pero no ahora. No quiero que nadie me vea con usted. – Y, al decirlo, se dio la vuelta para mirar hacia las mujeres, que de nuevo habían salido a la puerta de sus viviendas-. Vayase a su casa, enciérrese, no salga. Yo iré a verle al atardecer.
Y vino, tal como había prometido. En cambio, cuando le ofrecí que entrase en mi casa rechazó la invitación. Dijo que prefería hablar conmigo desde fuera, por la ventana. Este rechazo a cobijarse bajo mi techo me recordó que mis provisiones habían sido depositadas en el alféizar de la ventana a lo largo de la última semana, en vez de ser introducidas hasta la habitación, tal como había sido costumbre con anterioridad. Estuve demasiado ocupado para prestar atención a esa circunstancia a su debido tiempo, aunque ahora me pareció muy extraña.
–¿Pretende decirme que no sospecha por qué deseamos todos que se vaya de nuestra aldea? – dijo el hombre, a la vez que me miraba con total desconfianza por la ventana.
Le repetí que no podía ni imaginar siquiera por qué habían cambiado todos de parecer con respecto a mí, ni qué perjuicio pensaban que les pudiera haber causado.
–Entonces, yo mismo se lo diré -prosiguió-. Queremos que se marche de aquí porque…
–Porque -interrumpió otra voz a sus espaldas, en la que reconocí la voz de su mujer-, porque usted trae una maldición sobre nosotros, sobre nuestras casas… y porque queremos que las caras de nuestros hijos queden tal como Dios las hizo…
–Porque -saltó otra mujer, que había venido con ella- usted trae la venganza de un demonio entre un pueblo cristiano. ¡Vuelve, John! No es seguro que un hombre de verdad, como tú, hable así con él.
Se llevaron al pescador poco menos que a rastras, sin darle tiempo a decir una palabra más. Yo ya había oído más que suficiente. La fatal verdad reventó de golpe en mi entendimiento. Mannion me había seguido de verdad hasta Cornualles y estaba ejecutando sus amenazas al pie de la letra.
(10 en punto de la noche). – Enciendo la vela por última vez en esta casa, para añadir unos cuantos renglones a mi diario. La aldea está en silencio, no se oyen pasos ahí afuera. Sin embargo, ¿puedo tener la menor certeza de que Mannion no esté acechando ahora mismo cerca de mi puerta?
Debo partir cuando llegue la mañana; debo renunciar a este apacible retiro, en el que con tanta tranquilidad he vivido hasta ahora. No tengo la menor esperanza de poder rehabilitarme en la opinión de mis pobres vecinos. Él ha enconado contra mí la despiadada hostilidad de sus supersticiones. Ha encontrado la crueldad que yacía adormecida incluso en el corazón de estas gentes tan sencillas, y la ha despertado para que la esgriman contra mí, tal como afirmó que haría. Su maligna obra ha debido iniciarse a lo largo de las últimas tres semanas, mientras yo pasaba la mayor parte del tiempo sin salir de casa, es decir, cuando tuvo muy pocas posibilidades de encontrarse conmigo en mis caminatas habituales. No serviría de nada preguntarse cómo ha logrado llevar a cabo su obra; ahora, mi único objetivo ha de ser prepararme para partir de inmediato.
(11 en punto de la noche). – Mientras recogía los escasos libros que conservo conmigo, hace un minuto, cayó de uno de ellos un marcapáginas bordado que no había observado hasta ahora, pero que reconocí de inmediato, por habérmelo hecho Clara expresamente para mí. ¡A fin de cuentas, sí que tengo en mi poder un recordatorio de mi hermana! Por poca cosa que sea, pienso guardarlo como si fuera un mensajero del consuelo, en estos tiempos de adversidad y de peligros.
(1 de la madrugada). – El viento azota la aldea; desciende de los páramos en rachas cada vez más desabridas; las olas estallan con dureza contra el promontorio rocoso en que se encuentra la aldea; la lluvia golpetea desatadamente las ventanas. Las tinieblas más densas que se pueda imaginar cubren el cielo por entero. La tormenta que venía anunciándose desde hacía varios días toma cuerpo a gran velocidad.
(Poblado de Treen, 22 de octubre). – Los acontecimientos de este día han transformado todo el futuro que me queda por delante. He de esforzarme por consignarlos cuanto antes. Algo me advierte que si me retraso, si lo dejo aunque sólo sea para mañana, seré incapaz de relatarlos por completo.
Era aún muy temprano, creo que las siete de la mañana más o menos, cuando cerré a mis espaldas la puerta de mi casa de campo, para nunca más volverla a abrir. Me encontré sólo con un par de vecinos cuando me marchaba de la aldea. Se hicieron a un lado para dejarme pasar sin decir palabra. Con gran congoja en el corazón, más apesadumbrado de lo que me hubiese parecido posible por tener que despedirme como un enemigo de aquellas personas con las que había vivido en amistad, pasé despacio por delante de las últimas casas y ascendí por el sendero del acantilado que lleva al páramo.
La tormenta había arreciado con fiereza máxima pocas horas antes. Con el alba, el viento perdió fuerza, aunque la majestad de la mar poderosa no había perdido por el momento ni un ápice de terror, de grandeza. Las enormes olas del Atlántico seguían lanzándose entre espumarajos de furia contra el sólido granito de los roquedos de Cornualles. El cielo estaba oculto por una espesa niebla blanquecina, inmóvil, húmeda, pegada a la tierra, aunque acto seguido rodase en contornos que semejaban inmensas coronas fúnebres hechas de humo, a merced del viento leve que aún soplaba a intervalos. A cualquier distancia que superase unos cuantos metros, hasta los objetos de mayores dimensiones eran de todo punto invisibles. Salvo el incesante rugir del mar a mi derecha, no había nada más que me guiase en mi trayecto.
Tenía el propósito de llegar a Penzance antes de que anocheciera. Aparte de esa idea, carecía de proyectos, y no había pensado siquiera en qué refugio debiera buscar a continuación. Toda esperanza que anteriormente hubiese podido albergar respecto a huir de Mannion me había abandonado para siempre. No supe descubrir por medio de ninguna indicación externa que aún me siguiera los pasos. La neblina ocultaba todos los objetos a mi vista; el estruendo incesante del oleaje apagaba todos los sonidos que llegaran de tierra adentro, a pesar de lo cual no dudé ni por un instante que me seguía observando a medida que caminaba.
Avanzaba despacio, manteniendo mi distancia de los precipicios sólo por el método de guardar el rugido del mar siempre a la misma distancia; sabía que avanzaba en la dirección adecuada, aunque fuese dando grandes rodeos, y lo sabía mientras siguiera oyendo las olas a mi derecha. Haberme aventurado por el camino más corto, por los páramos y los cruces de caminos que sin duda encontraría más a mi izquierda, sólo me habría llevado a perderme irremisiblemente en la neblina.
De esta tediosa manera llevaba un buen rato caminando cuando me sobresalté al percibir que el ruido del mar alteraba por completo mi sentido del oído. Era como si resonase de forma muy extraña por uno y otro lado, tanto a la derecha como a la izquierda. Me detuve y agucé la vista, intentando vislumbrar algo por entre la niebla, pero fue en vano. Los peñascos, incluso a pocos metros de mí, parecían sombras en medio del vapor espeso y blanquecino. Una vez más, seguí caminando un trecho; de pronto, sin que pasara mucho tiempo, oí que el rumor del mar venía hacia mí, que resonaba como si dijéramos bajo mis pies; por debajo del rumor del mar, oí un sonido hueco e intermitente, como un trueno que restallase a lo lejos. Volví a pararme y descansé, apoyado contra una roca. Al cabo de un rato, la neblina comenzó a despejar hacia el mar, aunque seguía siendo más espesa que nunca a uno y otro lado. Avancé hacia la parte que clareaba; el retumbar del trueno restallaba a cada paso con más fuerza, en el corazón mismo, me parecía, del inmenso acantilado.
La neblina despejó un poco más, y pude ver una marca de tierra para los barcos en el punto más elevado de los roquedos que me rodeaban. Subí hasta allí y reconocí las intensas franjas blanquirrojas con que estaba pintada; así supe que me había apartado de la línea de la costa, hasta llegar en medio de la niebla a uno de los grandes promontorios graníticos que se internan en el mar, como si fuesen rompeolas naturales, que hay en la costa sur de Cornualles.
En dos ocasiones anteriores había llegado hasta ese paraje, mientras duró mi estancia en la aldea pesquera, con objeto de mis paseos por los alrededores. Mientras escuchaba el estruendo del trueno, supe de qué fuente procedía.
Más allá del punto en que me encontraba, las rocas descendían precipitadamente, casi en perpendicular, hasta el macizo situado más abajo. En una de las partes más elevadas de la pared granítica que así se configuraba, se abría un negro agujero que caía de forma oblicua, como un túnel, hasta una insondable, ignota profundidad; en esa oquedad encontraban las olas una entrada por algún canal subterráneo. Incluso en rachas de calma, el mar nunca permanecía callado en ese espantoso abismo; en cambio, los días de tormenta su furia era terrible. Las olas desatadas bullían y atronaban encajonadas entre las rocas, hasta que daba la impresión de que se convulsionaba el sólido roquedo que se alzaba muy por encima de ellos, como si se tratase de un terremoto. Ahora bien, por mucho que saltaran entre aquellas paredes rocosas, nunca llegaban a asomar a la vista. Salvo las nubes de espuma, nada indicaba a la vista lo que era sin duda un horrendo tumulto de aguas furiosas que hervía allá abajo.
Al haber reconocido el lugar en que por pura inadvertencia me encontraba, tuve en cuenta los peligros que había dejado atrás, cuando recorrí el rocoso sendero que llevaba de la tierra firme hacia el promontorio: peligros cifrados en la estrechez de las cornisas, en los traicioneros precipicios por los que había transitado sano y salvo, aun sin saberlo, desconocedor de su presencia en medio de la niebla, pero a los que no quise tentar de nuevo, ahora que los recordé, hasta que el cielo se hubiese despejado y pudiera ver el camino por el que transitaba. El ambiente iba iluminándose muy poco a poco, a despecho de las lejanas olas que bullían sin cesar. Decidí esperar hasta que hubiera terminado de cernirse la oscuridad que me rodeaba, antes de pensar siquiera en volver sobre mis pasos.
Avancé hacia los roquedos más bajos, buscando un lugar menos expuesto a la fuerza de los elementos que el que mal me cobijaba. A medida que me acercaba al abismo, los terroríficos alaridos de las olas me llegaban con tal violencia que apagaban no ya el estruendo de la espuma por los roquedos y salientes del promontorio, sino también los agudos graznidos de cientos y cientos de aves marinas que daban vueltas en el aire, por encima de mí, salvo cuando sus vuelos las llevaban a descender a mi alrededor. A uno y otro lado del abismo, aunque las rocas caían de forma precipitada, ofrecían buenos agarres para las manos y los pies. Según iniciaba el descenso, el mórbido anhelo de mirar de frente al peligro, que a tantos hombres ha llevado al filo de un precipicio aun cuando en lo más profundo de sí lo temieran, me impulsó a avanzar tanto como pude hacia la boca del abismo, e incluso a mirar al fondo. Poco pude discernir dentro de sus negras, relucientes paredes, y menos entre los fragmentos de roca que aquí y allá sobresalían, coronados por manchas de algas alargadas y lacias que oscilaban de un lado a otro en medio del vacío; poco pude ver de todo esto, ya que la espuma del agua enrabietada que rugía en las invisibles honduras subía como el vapor, casi sin descanso, como el humo, y salía despedida en nubes siseantes de la boca del abismo, planeando sobre una inmensa roca plana, cubierta de algas, situada justo al lado. Sólo de ver esta placa de granito lisa y resbaladiza, tan cerca de la entreabierta hondura del agujero, bastó para que me diese vueltas la cabeza; el tronar del agua me desconcertaba y me ensordecía, y me alejé unos pasos mientras tuve esa posibilidad: avancé unos veinte metros hacia un lateral, hacia los bordes del promontorio que bajaba en pendiente hacia el mar. Allí de nuevo se alzaban las rocas en formas imprevisibles, formando cavernas y cornisas naturales. Hacia una de ellas encaminé mis pasos, pensando en cobijarme hasta que se hubiese aclarado el cielo.
Acababa de entrar en aquel resguardo, muy cerca del borde del abismo, cuando una mano cayó repentinamente y con firmeza sobre mi brazo. A pesar del restallido de las olas allá abajo, a pesar del graznido incesante de las aves marinas que me rodeaban, oí estas palabras muy cerca de mi oído:
–Tenga mucho cuidado con su vida, que no es suya y no puede desperdiciar así, puesto que a mí pertenece.
Me volví y encontré a Mannion a mi lado. No llevaba visera que disimulase la repugnante distorsión de su rostro. Me miraba con su único ojo, mientras señalaba de forma significativa las olas que espumeaban sesenta metros más abajo.
–¡Suicida! – dijo, muy despacio-. Ya lo sospechaba, y por eso le he seguido esta vez muy de cerca. Le he seguido para espantar la muerte que quisiera darse.
Según me apartaba del borde del precipicio, según me desembarazaba de su mano, me percaté del vacío que afloraba en el fulminante triunfo de su único ojo, y recordé cómo había sido advertido respecto a él ya en el hospital.
La neblina de nuevo espesaba, aunque fuese en nubes que de vez en cuando se abrían y que cambiaban a cada minuto por la influencia de la luz que alumbraba tras ellas. Ya me había percatado antes de estas bruscas transiciones, y ya sabía que eran los indicios que precedían a un aclaramiento del ambiente.
Cuando alcé la vista al cielo, Mannion retrocedió unos cuantos pasos y señaló en dirección a la aldea pesquera de la que me había marchado.
–Hasta en tan remoto lugar -dijo- y entre gentes tan ignorantes, la deformidad de mi rostro ha sido testigo en contra de usted, y así he vengado la muerte de Margaret, tal como le dije que haría. Ha sido usted expulsado, tachado de plaga y de maldición, de una comunidad de pobres pescadores. Así es como empieza usted a vivir una vida de total excomunión, que es como yo vivo la mía. ¡Ah, la superstición! ¡La bárbara, monstruosa superstición que encontré a mi total disposición es el azote gracias al cual le he obligado a salir de su escondrijo! ¡Míreme bien! He recuperado mis fuerzas; ya no estoy internado en un ala de hospital, y allá por donde vaya usted tengo yo las extremidades y la resistencia necesarias para acompañarle. Vuelvo a decirle que estamos unidos para siempre, y que no podría dejarle en paz por más que quisiera. ¡La terrible alegría de perseguirle y darle caza por el mundo entero me hace hervir la sangre! ¡Mire, fíjese bien en las olas revueltas! No hay descanso para ellas, así como tampoco habrá descanso para usted.
Verle tan cerca de mí en medio de aquel paraje desolado, oír su voz áspera cuando la alzó casi hasta regocijarse de mi desamparo; el incesante rumor del mar sobre las rocas, el rugido de las aguas aprisionadas en las honduras del abismo que ya quedaba a nuestras espaldas, la oscuridad de la niebla y las extrañas, desatinadas formas que comenzaba a adquirir a medida que rodaba por encima de nuestras cabezas… Todo cuanto vi, todo cuanto oí entonces pareció enloquecerme de repente, cuando Mannion pronunció esas últimas palabras. Se me encendió un fuego en el cerebro, se me convirtió en hielo el corazón. Se apoderó de mí una espantosa tentación de librarme para siempre del desdichado que tenía delante, lanzándole al precipicio que se abría a mis pies. Noté que extendía sin querer las manos hacia el abismo; si hubiese esperado otro momento más, lo habría arrojado a la destrucción, o bien me habría arrojado yo en el intento. Sin embargo, me di la vuelta a tiempo. Con temeridad, ajeno a todo el peligro que me circundaba, huí de él atravesando a grandes zancadas la peligrosa superficie del acantilado.
El sobresalto de un tropiezo entre las rocas, sin que hubiese avanzado más que unos metros, me devolvió en parte el dominio de mis instintos. A pesar de todo, no me atreví a volver la mirada para colegir si Mannion me seguía mientras el precipicio situado a sus espaldas aún estuviera a la vista.
Inicié la subida hacia los roquedos casi por el mismo punto por donde había descendido antes, a juzgar por la cercanía del rumor del agua en el abismo. A mitad del ascenso me detuve en un amplio saledizo, y descubrí que debía avanzar otro trecho bien hacia la izquierda, o bien hacia la derecha, antes de proseguir con más facilidad mi subida. En ese momento se henchía lentamente de luz la neblina. Miré primero a la izquierda, por ver de qué manera sería más indicado proseguir. Luego miré a la derecha, hacia los salientes más cortados de las rocas que me quedaban más cerca.
En ese mismo instante vi a Mannion por el rabillo del ojo: avanzaba como una sombra por debajo de mí, alejándose, según recortaba por el filo más distante de la resbaladiza placa de granito que formaba una repisa natural sobre la boca del abismo. La repentina brillantez del ambiente le demostró que en medio de la niebla se había arriesgado a transitar excesivamente cerca de un punto peligroso. Se detuvo; alzó la vista y me descubrió mirándolo. Levantó el puño y lo blandió de forma amenazadora. Calculó mal la violencia de ese gesto, perdió del todo el equilibrio; trastabilló, intentó enderezarse, se dio media vuelta quizá sin querer y cayó de espaldas, encima del peldaño que formaba la repisa.
Las algas empapadas se le escaparon por entre los dedos cuando intentó aferrarse como un poseso a lo que fuera. Se debatió con gran frenesí, intentante sujetarse al lado más seguro del declive, pero resbaló más y más con cada empeño. Cerca ya de la boca del abismo dio un salto como si hubiera sido alcanzado por un disparo. En ese mismo instante brotó por encima de él un tremendo chorro de espuma. Oí un chillido tan agudo, tan horrible y tan distinto de cualquier grito humano, que pareció acallar incluso el tronar de las aguas. Se desvaneció la espuma. Vi por un instante dos manos lívidas y ensangrentadas, aferradas a las negras paredes del agujero, antes de que terminase de precipitarse. Acto seguido, las olas volvieron a rugir con toda fiereza en sus recónditas honduras; saltó una vez más una andanada de espuma, que al desvanecerse en el aire ya no me dejó ver nada más en la boca del precipicio: nada se movía ya sobre la repisa de granito, con la excepción de algunas hebras de algas que resbalaban despacio sobre la superficie.
El susto tuvo que haber paralizado en mí la capacidad de recordar lo que sucedió luego, ya que nada recuerdo después de haber visto la repisa desierta allá abajo, con la excepción de que me agaché sobre la cornisa en que me encontraba para no perder el equilibrio, que hubo un intervalo de total olvido, que fue como si despertara más tarde, por así decir, oyendo el tronar del agua encajonada en el abismo. Cuando me puse en pie y miré a mi alrededor, el cielo estaba maravillosamente claro por el lado del mar; la espuma de las olas destellaba gloriosamente bajo el sol, y todo lo que de la niebla quedaba era una gran masa de sombras púrpuras, prendida a lo lejos sobre el interior del roquedo.
Débil, lentamente desanduve el camino del promontorio. Era tan grande mi fragilidad que me temblaban las extremidades. Se adueñó de mí una extraña inseguridad, y no supe cómo llevar a cabo ni siquiera los actos más sencillos. A veces me detenía en donde estaba, titubeando a mi pesar ante los menores obstáculos que me salían al paso; otras veces me sentía confuso sin que hubiera causa que lo justificase, y no sabía por dónde estaba avanzando, aunque me imaginé que más o menos regresaba a la aldea de pescadores. Lo que había presenciado me afectó al parecer más física que mentalmente. A medida que me arrastraba con pasos cansinos por la costa, noté en todo momento un doloroso vacío en mis pensamientos, como si careciera de la facultad de comprender por el momento la terrorífica muerte de Mannion.
Para cuando llegué a la aldea estaba tan absolutamente agotado que la gente de la posada tuvo que ayudarme a subir. E incluso ahora, al cabo de unas horas de reposo, el mero esfuerzo de mojar la pluma en el tintero me cuesta un trabajo enorme y doloroso. Tengo el corazón extrañamente alterado; mis recuerdos de nuevo son confusos, no puedo seguir escribiendo.
23. – La pavorosa escena que ayer presencié aún ejerce una desastrosa influencia sobre mí. En vano me he esforzado por no pensar en la muerte de Mannion, concentrándome en la perspectiva de libertad que esa muerte ha abierto a mis ojos. Cuando duermo, cuando estoy en vela, es como si la fatalidad tuviera aprisionadas todas mis facultades dentro de las negras paredes del abismo. Ayer por la noche, en sueños, vi de nuevo las manos lívidas y ensangrentadas asomando por la repisa. Ahora que la mañana es bien clara, ahora que sopla una brisa bien fresca, no encuentro reposo en mis pensamientos, en los que nada parece cambiar. La intensa belleza de la luz diurna, que no empañan las nubes, parece no tener la menor influencia de felicidad que antaño ejercía sobre mí.
ni siquiera tuve fuerzas para añadir
un solo renglón a este diario. Es
como si la fuerza necesaria para
dominarme me hubiera abandonado para
siempre. El más leve ruido que por
accidente se produzca en la casa me
provoca un temblor que no consigo
controlar. No cabe duda de que si la
muerte de un ser humano produjo alguna
vez la liberación y la salvación de
otro, la muerte de Mannion me las ha
producido; sin embargo, el efecto que
me ha dejado el horror de haberla
presenciado no disminuye… Ni siquiera
por la certeza de todo lo que he
ganado al verme definitivamente libre
del enemigo más mortífero y
determinado que haya tenido nunca un
hombre.
en vela- durante la noche entera.
Visiones de mi última noche a solas en
la aldea de pescadores, de Mannion una
vez más, las lívidas manos en un
remolino, a oscuras, por encima de mi
cabeza. Luego, atisbos de mi hogar, de
Clara leyéndome unas páginas en mi
estudio; un salto a la habitación en que
falleció Margaret, su largo cabello
negro desparramado sobre el rostro. El
olvido y la nada por un tiempo quizá muy
breve, y Mannion una vez más, caminando
de un lado a otro junto a mi lecho; su
muerte, como un sueño; su vigilancia a
lo largo de la noche, sin quitarme ojo
de encima, como una realidad a la que
acabase de despertar; Clara caminando
por el otro lado, Ralph entre los dos,
señalándome con el dedo.
haya quedado gravemente afectada.
Debía de estar fatalmente debilitada
antes de vivir las terribles escenas
del roquedo. Debía de haber sufrido
de los nervios mucho más de lo que
suponía por entonces, por causa del
constante suspenso en que he vivido
desde que me fui de Londres, de la
incesante tensión, de la agitación que
me ha producido la redacción del
relato de todo lo que me ha ocurrido.
¿Debería escribir a Ralph? No,
todavía no. Podría parecer
impaciencia, incapacidad de llevar mi
ausencia con el debido sosiego y con
resolución.
por mórbidas aprensiones: lo que de mí
se haya dicho en la aldea de pescadores
podría llegar hasta este lugar. Quizá se
hagan indagaciones sobre el paradero de
Mannion, quizá sospechen que yo he
causado su muerte.
en busca de un médico que me atienda.
Ha llegado hoy. Es la amabilidad en
persona, pero sufrí un ataque de
temblores en cuanto entró en la
habitación. Me quedé cada vez más
confuso al intentar explicarle qué me
sucede. Al final, no supe articular
una sola palabra con un poco de
coherencia. Pareció muy serio mientras
me examinaba y mientras interrogaba a
la posadera. Me pareció que algo
decía sobre la conveniencia de mandar
recado a mis amistades, pero no puedo
estar seguro.
¡Dios mío! ¿Me estaré muriendo? ¿Me estaré muriendo precisamente ahora que existe una oportunidad de ser feliz en el futuro?
No puedo moverme, no puedo pensar, no puedo respirar. ¡Ay, si al menos me llevasen de vuelta! ¡Si me viera mi padre tal como estoy ahora! Es de noche otra vez. Los sueños que vendrán… Los sueños que me llevan siempre a casa, unas veces a la casa aún desconocida en el cielo, otras a la casa familiar aquí en la tierra…
¡Su rostro calmo y luminoso! Y sus ojos vigilantes y llorosos, mirándome siempre con esa luz que alumbra con firmeza a pesar de las lágrimas temblorosas… Mientras dure esa luz, seguiré con vida. Cuando empiece a fallar…[2]
CARTA I
Mi querida Mary,
Recibí tu carta ayer mismo y me alegré lo indecible al enterarme de que nuestra pequeña Susan ha encontrado una casa tan buena allí en Londres, y de que su nueva señora le agrada tanto… Da mis saludos más cordiales a tu hermana y a su marido, y di que no me duelen prendas por el dinero que se ha gastado en enviarte a ti con Susan para cuidar de ella. Era demasiado jovencita, pobre niña, para hacer el viaje ella sola. Como yo estaba obligado a permanecer en casa y a trabajar para mantener a los otros niños, para devolver además lo que pedimos prestado para el viaje, a la vista está que tú eras la persona más indicada, descontándome a mí, para acompañar a Susan, cuyo bienestar sabes que es para los dos algo más preciado que todo el dinero del mundo, estoy seguro. Además, cuando me casé contigo y te traje a Cornualles, siempre te prometí que haríamos algún día un viaje a Londres para ver a tus amigos, así que esa promesa queda cumplida. Por eso, una vez más te repito que no te apures por el dinero que se ha gastado, que pronto lo devolveré.
Tengo algunas extrañas noticias que darte, Mary. Ya sabes qué mal estaba lo del trabajo en la mina antes incluso de que te fueras; tan mal se había puesto la cosa que poco después de que te fueras me dije: «¿No debería intentar ver qué se puede hacer con la pesca en Treen?». Y allí me fui. Gracias a Dios, me ha ido bien en el intento. He podido arrimar el hombro en casi todo, y este año la pesca se ha dado muy bien. Por eso he conservado mi trabajo. Y ahora paso a darte las noticias.
La dueña de la posada de aquí, ya lo sabes, es más o menos pariente mía. Total, que tres tardes después de que te fueras me acerqué a la posada para saludarla, cuando iba de camino de la playa, y vi a un joven caballero, un perfecto desconocido, que se acercaba hacia nosotros. Parecía muy pálido, muy aturdido, pensé, cuando nos preguntó por un lugar donde alojarse, y de golpe y porrazo se desmayó; se sintió tan indispuesto que me vi obligado a echar una mano para llevarlo a la posada. A la mañana siguiente supe que su estado había empeorado; al día siguiente pasó otro tanto de lo mismo. A la dueña de la posada le entró bastante miedo, porque el enfermo estaba muy inquieto, y porque hablaba a solas de manera muy extraña, especialmente de noche. No quería decir qué le sucedía, ni tampoco quién era. Lo único que logramos averiguar fue que había estado alojado en un poblado de pescadores, algo más al oeste, y que al final de su estancia no lo habían tratado demasiado bien, ¡vergüenza debiera darles! Estoy seguro de que el pobre joven no pudo causarles ningún daño, sea quien fuera. Bueno, al final lo que pasó fue que yo mismo hube de ir en busca del doctor, y que cuando entramos los dos en su cuarto lo vimos todo pálido y tembloroso, mirándonos, pobre alma candida, como si nos hubiésemos propuesto asesinarlo. El doctor dio a su dolencia algunos complicados nombres que no sé ni siquiera cómo se escriben, aunque parece que se trata más de su mente que de su cuerpo, y que seguramente había pasado un gran susto, que le había dejado los nervios hechos trizas. La única manera de ayudarle a restablecerse, dijo el doctor, era conseguir que sus parientes se ocuparan de cuidarle y darle toda clase de atenciones, de mantenerlo en reposo, calma, entre gente que conociera bien. Los rostros de cualquier desconocido a su alrededor sólo servirían para que empeorase. El doctor le preguntó en dónde residían sus amistades, pero él no soltó prenda, no quiso decir nada. Últimamente ha empeorado tanto que ni siquiera consigue hablar a las claras con ninguno de nosotros.
Anoche nos dio a todos un buen susto. Cuando el doctor me oyó llegar y preguntar por él, me indicó que subiera a ayudarle a moverlo para que le hicieran la cama. Tan pronto lo levanté en vilo, y eso que estoy seguro de que lo toqué con toda delicadeza, perdió el conocimiento. Mientras recuperaba poco a poco el sentido, se le cayó al suelo un trocito de cartón bellamente bordado con hilo de seda y cuentas de colores, que llevaba al cuello como si fuera un escapulario. Lo recogí yo, Mary, pues recordé aquella época en que éramos novios, y recordé qué preciada era para mí cualquier cosilla que a ti perteneciese. Así pues, yo se lo cuidaría hasta que estuviera mejor, pensando que sería un recordatorio de su amada. Y así fue: cuando recobró el sentido, se llevó las manos blancas y delgadas al cuello y me miró con verdadera gratitud cuando até de nuevo el pedazo de cartón al cordel del que lo llevaba colgado. Nada más hacerlo, el doctor me indica que me acerque al otro extremo de la habitación.
–Esto no sirve de nada -me dice en un susurro-. Si sigue como hasta ahora, va a terminar por perder la razón, si es que antes no pierde la vida. Es preciso que registre sus papeles, por ver de averiguar qué amistades tiene. Y usted tiene que ser testigo.
Así, el doctor abre su bolso de viaje y saca primero un paquete cuadrado y sellado, y luego dos o tres cartas atadas con una cinta; el pobre no deja de mirarnos mientras tanto, como si ansiara impedirnos que las tocásemos. Total, que el doctor dijo que no había razón para abrir el paquete, ya que la dirección era la misma en todas las cartas, y el nombre corresponde a las iniciales que lleva bordadas en su ropa.
–Estoy prácticamente seguro de dónde vive, o de dónde vivía, así que a esa dirección pienso escribir -dice el doctor.
–¿Quiere que mi esposa lleve la carta en mano, señor? – le digo-. Está en Londres con Susan, nuestra hija. Si sus amigos no se hallasen en la dirección a la que usted va a escribir, tal vez ella sea capaz de localizarlos.
–¡Muy acertado, Penhale! – me dice-. Eso es lo que haremos. Escriba a su esposa y yo adjuntaré mi carta dentro de la suya.
He hecho de inmediato lo que me dijo y su carta va dentro de ésta, con la dirección de la casa a la que hay que llevarla.
Mi querida Mary, acude allí cuanto antes y mira a ver qué puedes averiguar. La dirección que figura en la carta del doctor puede ser la de su domicilio; si no lo fuera, tal vez allí haya quien sepa darte razón. Acude cuanto antes y haznos saber directamente qué suerte tienes, pues no hay tiempo que perder. Si vieras a este joven caballero, te compadecerías de él tanto como nosotros.
He tenido que escribir una carta tan larga que no me queda sitio para más. ¡Dios te bendiga, Mary, y bendiga a mi querida Susan! Dale un beso de parte de su padre.
Tu marido que te quiere,
William Penhale
DE MARY PENHALE A SU ESPOSO
Susan te envía cientos de besos, con todo su cariño para ti y para sus hermanos y hermanas. Le va estupendamente; su señora es amabilísima y le tiene un tremendo aprecio. También te envío saludos de mi hermana Martha y su marido. Ahora que termino de darte todos los mensajes pendientes, paso a darte buenas noticias para el pobre caballero que tan mal se encuentra, allá en Treen.
Tan pronto vi a Susan y pude leerle tu carta, fui al lugar al que estaba dirigida la carta del doctor. ¡Qué mansión tan grandiosa, William! Me dio verdadero miedo llamar a la puerta. Por eso, hice acopio de todo mi valor y toqué la campana. Casi antes de que terminase de repicar, un hombre muy grueso y muy grande, con la peluca toda empolvada, me abrió la puerta.
–Por favor, señor -le digo, a la vez que le enseño la dirección que constaba en la carta del doctor-. ¿Vive aquí algún amigo de este caballero?
–Desde luego que sí -me responde-. Aquí residen su padre y su hermana. De todos modos, ¿por qué lo pregunta?
–Quiero que lean esta carta -le explico-. Es para que sepan que el joven caballero se encuentra en mi pueblo y que está muy mal de salud.
–No le será posible ver a mi señor -me dice-, pues se ve obligado a guardar cama debido a una enfermedad. Por si fuera poco, Miss Clara también está muy delicada de salud, lo mejor será que deje la carta en mis manos.
En el momento en que dijo esto último, una señora de edad cruzó por el vestíbulo (después me enteré de que era el ama de llaves) y preguntó qué se me ofrecía. Cuando se lo dije, me pareció que se llevaba un buen sobresalto.
–Pase por aquí, señora -me dice-, que le hará a Miss Clara un bien mayor del que podrían hacerle todos los médicos juntos. No obstante, es preciso que le dé la noticia con muchísimo cuidado, antes incluso de que pueda ver la carta. Le ruego que pinte la noticia mejor incluso de lo que pueda ser, ya que la damisela se halla muy delicada de salud.
Subimos a la primera planta; ¡tenías que haber visto qué alfombras cubrían las escaleras! Casi me daba miedo pisarlas, después de haber caminado por las sucias calles. El ama de llaves abrió una puerta, dijo mirando al interior algo que yo no acerté a oír y me hizo pasar a la estancia en que se encontraba la damisela.
¡Oh, William! Tenía la cara más dulce, más afable que haya visto en mi vida. Pero estaba palidísima, y me miró con tal carga de tristeza en los ojos al indicarme que me sentara, que se me clavó en el corazón sobre todo al pensar en la noticia que venía a darle. Al principio, ni siquiera pude decir palabra; supongo que ella debió de darse cuenta de que estaba en un aprieto, pues me rogó que no le dijera lo que había ido a decirle, al menos hasta que me hubiera repuesto. Lo dijo con tal voz, con tal mirada, que, idiota de mí, me eché a llorar en vez de responder como debía. Pero eso me sentó bien, y así me fue posible hablarle de su hermano, aunque con tanta suavidad como me fue posible, antes de entregarle la carta del doctor. Ella no llegó a abrir la carta; se quedó en cambio de pie ante mí, como si se hubiera convertido en una estatua de piedra, sin poder llorar, ni hablar, ni moverse. Tanto me asustó verla en tan terrible estado que en el acto me olvidé de la grandiosa mansión, de la diferencia que existía entre nosotras, y la tomé en mis brazos, obligándola con suavidad a tomar asiento en el sofá, a mi lado, tal y como habría hecho si hubiese tenido que consolar a nuestra Susan de algún disgusto. ¡Bueno! En un rato logré que recobrase el sentido, dándole consuelo de todas las maneras que se me ocurrieron. Ella apoyó su pobre cabecita en mi hombro, y yo la acaricié y la besé (sin acordarme para nada de que ella era una dama de nacimiento, sin tener en cuenta que estaba besando a una desconocida), y por fin rebosaron las lágrimas, y le hicieron mucho bien. En cuanto fue capaz de hablar, dio gracias a Dios porque su hermano hubiera aparecido, y más porque hubiese caído en buenas manos. No tuvo valor para leer por sí misma la carta del doctor y me pidió que se la leyese yo. Aunque el doctor le daba una muy mala relación del estado en que se hallaba el joven caballero, también decía que con cuidados y con atenciones, y sobre todo llevándoselo de un lugar que le era desconocido, para acogerlo en su propia casa, entre sus amigos y familiares, aún podría restablecerse poco menos que por milagro. Cuando llegué a esta parte de la carta, la damisela se sobresaltó y me pidió que se la entregase. Acto seguido me preguntó cuándo tenía pensado volver a Cornualles, y le dije, que «tan pronto me sea posible» (y es que ya va siendo hora, William, de que vuelva yo a casa).
–¡Espere! ¡Le ruego que espere a que muestre la carta a mi padre! – me dice, de pronto. Y salió corriendo de la estancia, con la carta en la mano.
Al cabo de un rato volvió a la estancia, es un decir, toda arrebolada, y muy diferente de como estaba a mi llegada, para decirme que al ir a entregar esa carta había hecho yo tanto por devolver la felicidad a la familia que ella nunca podría agradecérmelo como debiera. La siguió un caballero, que era su hermano mayor según ella misma dijo; era el caballero más apuesto, más grato y más animado que haya visto yo en mi vida. Me dijo que era yo la primera persona que había hecho el bien a su familia llevándoles malas noticias. Después me preguntó si estaba dispuesta a viajar a la mañana siguiente a Cornualles y añadió que tanto la damisela como él me acompañarían, junto con un doctor amigo suyo. Yo ya había pensado en dar por terminada mi estancia con la pobrecita Susan y en despedirme de ella ese mismo día, así que le dije que sí. Después no me dejaron marchar hasta que hube tomado algo de comer y de beber; la deliciosa y afabilísima damisela me preguntó por Susan, quiso saber en dónde vivía y me preguntó además por ti y por los niños. ¡Pobrecita! Estaba tan aturdida, tan deseosa porque llegara el día siguiente, que el caballero hubo de hacer todo lo posible por tranquilizarla, por impedir que cayera en una especie de ataque de risas y de llanto, pues parece ser que últimamente ha tenido accesos de ese estilo. Por fin me permitieron marchar, así que fui a quedarme con Susan todo el tiempo que pude, hasta que llegara la hora de despedirnos. Y aguantó con valentía la despedida, ¡pobrecita mía! Dios la bendiga; estoy segura de que la tendrá muy presente, pues no hay en el mundo una sola madre que haya tenido una hija mejor. Querido marido, mucho me temo que esta carta esté muy mal escrita, pero es que se me llenan los ojos de lágrimas al pensar en Susan y me encuentro además muy fatigada, muy aturdida después de todo lo que ha ocurrido. Mañana mismo, muy temprano, saldremos en un carruaje que ha de ser transportado en el tren en que viajemos. ¡Imagínate, llegar a casa en un espléndido carruaje, y con gente de nota! ¡Qué sorpresa se llevarán Willie, Nancy y los pequeños! Llegaré a Treen casi al mismo tiempo que esta carta, pero pensé de todos modos que debía escribirte, para que recibas las buenas noticias y para que no dejes de dárselas al joven caballero. Estoy segura de que así se pondrá mejor, sólo de oír que su hermano y su hermana van de camino para llevarlo a su casa.
Ya no puedo escribir nada más, querido William, de tan cansada que estoy, aunque sí quiero decirte que anhelo verte a ti y a los pequeños, y que soy
tu atenta esposa que te quiere,
Mary Penhale
A MR. JOHN BERNARD,
Mi querido amigo,
Descubro en su última carta que duda usted de que todavía recuerde las circunstancias en las que le hice una promesa hace ya más de ocho años. Debo decirle que se equivoca: mi memoria retiene perfectamente todas y cada una de aquellas circunstancias. Con objeto de satisfacerle, paso a rememorarlas a renglón seguido. Tendrá que reconocer, o eso espero, que no se me ha olvidado nada.
Después de partir de Cornualles (¡jamás podré olvidar el instante en que vi a Clara y a Ralph junto a mi lecho!), cuando la enfermedad nerviosa que había padecido durante tantísimo tiempo por fin cedió a la dedicación y al afecto de mi familia, debidamente respaldados por el incansable ejercicio que hizo usted de su destreza médica, una de mis primeras preocupaciones fue demostrar que era muy capaz de apreciar y agradecer debidamente lo mucho que se desveló usted por mi restablecimiento, y quise hacerlo depositando en usted la misma confianza que debo poner en mis más próximos y queridos familiares. Desde el momento en que nos conocimos en el hospital, se puso usted a mi servicio, pasando toda clase de penurias anímicas y corporales, con la delicadeza y la abnegación de un verdadero amigo. Sentí que era solamente su natural derecho conocer en aras de qué durísimas pruebas me vi reducido a la situación en que me encontró usted cuando acompañó a mi hermano y a mi hermana hasta Cornualles; lo sentí con toda claridad, y por eso puse en sus manos la narración que había escrito para relatar el error que cometí y las terribles consecuencias que entrañó. Relatarle de viva voz todo lo que me había ocurrido fue una tarea que entonces no estaba en mí llevar a cabo; ahora, al cabo de todos estos años, también sería más de lo que honestamente podría hacer.
Después de dar cumplida lectura a mi narración, me apremió usted, al devolvérmela, para que permitiese su publicación incluso estando yo vivo. Reconocí la justeza de las razones por las cuales decidió usted aconsejarme que lo hiciera, pero le dije al mismo tiempo no obstante que existía un obstáculo, que a la fuerza tenía yo que respetar, y que me impediría seguir su consejo. Mientras viviera mi padre, yo no podría soportar que se hiciera de dominio público un manuscrito en el que él quedaba representado (poco importa que fuera bajo una provocación desmedida) como un hombre muy capaz de desentenderse de su propio hijo de forma sumamente amarga y hostil. No podría soportar yo que fuesen dados al resto de los hombres, en forma de narración impresa que quizá podría llegar incluso a sus manos, los acontecimientos de los que, una vez ocurridos, nosotros mismos nunca volvimos a hablar después. Usted reconoció, bien lo recuerdo, la justicia de estas consideraciones; prometió incluso, en caso de que yo muriese antes que él, que se encargaría personalmente de impedir la publicación del manuscrito mientras viviera mi padre. Al contraer semejante compromiso, usted estipuló no obstante, con mi aquiescencia, que yo reconsiderase sus argumentos en el supuesto de que mi padre falleciera antes que yo. Así se lo prometí, y ésas fueron las circunstancias en que le hice mi promesa. Estará de acuerdo, espero, en que mi memoria es más exacta de lo que usted imaginaba.
Y ahora me escribe para recordarme mi parte de nuestro acuerdo, bien que absteniéndose, con su delicadeza de costumbre, de comentar el asunto hasta pasados más de seis meses desde la muerte de mi padre. Ha hecho usted bien. He tenido tiempo de asimilar todo el consuelo que me ha aportado el recuerdo de que, durante todos estos años que han pasado, mi vida tuvo sentido al endulzar en parte la vida de mi padre, al comprender, además, que su muerte ha tenido lugar debido al curso ordinario de la naturaleza, y al colegir que, al menos que yo sepa, nunca le di motivo para arrepentirse de la plena y cariñosa reconciliación que se obró entre nosotros tan pronto pudimos hablar libremente el uno con el otro después de que volviera a casa.
No obstante, aún no he contestado a su pregunta: ¿estoy por fin ahora dispuesto a permitir que se publique mi narración, siempre y cuando todos los nombres y lugares en ella mencionados sean disimulados, de modo que nadie más que Ralph, Clara y usted mismo sepan de buena tinta que soy yo el autor de mi propia historia? Mi contestación es que sí lo estoy. Dentro de muy pocos días recibirá usted el manuscrito; le será llevado por un mensajero digno de toda confianza. Ni mi hermano ni mi hermana tienen nada que objetar a que se publique en los términos que le refería. No he glosado por lo menudo la volubilidad del carácter de Ralph; sin embargo, la amabilidad fraterna y la viril generosidad que se hallan bajo ella resultan tan visibles en mi narración, confío, como lo son en realidad. Y Clara… ¡mi querida Clara! Todo lo que de ella he dicho sólo ha de lamentarse por ser indigno del más noble asunto sobre el que mi pluma, o cualquier otra pluma, pueda haber escrito.
Sin embargo, sigue quedándonos todavía un escollo: ¿cómo habrán de concluir las páginas que estoy a punto de remitirle? En el sentido que tiene la palabra para todo el que gusta de leer novelas, mi historia carece de una auténtica conclusión. El reposo que nos ha sido dado a todos nosotros después de tanta tribulación -a mí, reposo en vida, aunque para otros tan a menudo sea reposo que sólo se halla en la sepultura- es el fin que ha de poner cierre a esta autobiografía, un fin en calma, natural, sin sobresaltos, aunque tal vez no del todo desprovisto de lecciones, de valores. ¿Le parece acertado que, en aras del efecto, me ponga a redactar una conclusión, y ponga un final ficticio a lo que ha comenzado y hasta la fecha ha discurrido por los caminos de la verdad? Si he de tener en cuenta el interés del arte, así como el interés de la realidad misma, sin duda que debo renunciar a tal añadido.
Todo lo que aún pueda quedar por relatarse después de la última entrada de mi diario quedará expresado de manera sumamente sencilla, que es por consiguiente la mejor, por medio de las cartas de William y de Mary Penhale, que a tal fin le adjunto con ésta. Cuando visité Cornualles para ver al buen minero y a su esposa, mientras les interrogaba acerca del pasado descubrí que los dos conservaban las cartas que acerca de mi situación de entonces se habían escrito uno al otro, estando yo enfermo en Treen. Les pedí permiso para hacer copias de estos dos documentos, ya que contenían materiales que tosca y defectuosamente podría haber aportado yo a partir de mis propios recursos, y que cubrían una laguna de mi relato. Me dieron su inmediato consentimiento, y me dijeron que los dos habían guardado siempre las cartas que se habían escrito después de contraer matrimonio, con tanto esmero como las habían conservado antes de casarse, en prueba de que aquel afecto del principio persistiría sin alteraciones hasta el final. Al mismo tiempo, me encarecieron con la más elemental sencillez que puliera yo sus giros y expresiones domésticos, y que les diera el rebozo más adecuado a su lectura, según ellos mismos dijeron. Podrá imaginar fácilmente que ni siquiera se me pasó por la cabeza llevar a cabo tal adulteración, y sin duda estará de acuerdo conmigo en que las dos cartas que le adjunto habrán de ser impresas tan literalmente como las copié yo de mi puño y letra.
Ahora que ya he resuelto la continuación de mi relato en el período en que regresé a casa, aún me quedan en el tintero un par de asuntos por tratar respecto al hecho de preparar la autobiografía antes de darla a la imprenta. Como no me hallo con fuerzas para cumplir ni siquiera ahora la resolución de repasar una vez más mi manuscrito, dejo en manos de quien corresponda las correcciones que sea preciso introducir, aunque con una única condición. Que ninguno de los pasajes en los que he relatado sucesos o he descrito a los personajes sea ni suavizado ni suprimido. Tengo plena constancia de que algunos lectores tienen la tendencia a denunciar que la verdad misma es improbable o inverosímil, a menos que su experiencia personal les haya permitido ser testigos de ella; precisamente sobre esta base mantengo firme mi determinación de no permitir ni un encogimiento que de antemano pueda darse ante cualquier incredulidad anticipada. Todo cuanto he escrito responde a la Verdad, y habrá de darse al mundo tal como se daría la Verdad, esto es, sin rebajarse a ningún compromiso. Que mi estilo sea corregido tanto como usted quiera; ahora bien, que los personajes y los acontecimientos que están tomados de la realidad sigan siendo tan reales como son.
Con respecto a las personas todavía vivas con las que me relaciona esta narración, poco puedo decir, y menos aún si su conocimiento ha de ser de la incumbencia del lector. El hombre al que en las páginas que anteceden he presentado con el nombre de Sherwin tengo entendido que sigue vivo y que aún reside en Francia, país al que emigró poco después de la fecha en que tuvieron lugar los últimos acontecimientos que se detallan en mi autobiografía. Su ayudante introdujo un nuevo proceder en su negocio, aunque fuese un proceder que, cuando se quedó solo y sin más recursos que los suyos, no supo llevar a cabo con mínimo provecho. Sus negocios se resintieron, se produjo una crisis comercial que fue de todo punto incapaz de resolver, y hubo de declararse en bancarrota, aunque antes se hubiese asegurado con toda deshonestidad un sustento de por vida, que sacó del hundimiento de sus propiedades. Accidentalmente oí hablar de él hace ya algunos años, y supe que mantenía entre los ingleses residentes en la ciudad en que habitaba la fachada de un hombre que inmerecidamente había sufrido graves infortunios de familia, y que llevaba su aflicción con ejemplar piedad y resignación.
A quienes tuvieron estrecha relación con él, personas que ya no viven, ni tengo por qué hacer referencia ni puedo hacerla. Esa parte del terrible pasado con la que están en estrecha relación es la parte que aún me produce escalofríos sólo de pensar en ella. Hay dos nombres que no han salido de mis labios desde hace años, dos nombres que nunca más volveré a pronunciar en esta vida. Los cubre la noche de la muerte, una noche de la que siempre habrá que alejar la mirada.
Alejar la mirada, sí, pero ¿hacia qué otro objeto? ¿El futuro tal vez? Por ese camino algo alcanzo a ver, aunque con muy poca claridad aún. Mis pensamientos están en cambio fijos en el presente, en esta dicha que no aspira a ningún cambio.
Durante estos últimos cinco meses he vivido aquí con Clara; aquí, en la finca que fue antes de su madre y que hoy es suya. Mucho antes de que falleciera mi padre a menudo charlábamos los dos, en la gran casa de campo, de los días que en un futuro tal vez no muy lejano podríamos pasar juntos en este paraje, tal como ahora los pasamos. Aunque puede ser que a menudo nos marchemos de aquí por temporadas, siempre tendremos Lanreath Cottage por hogar nuestro. Los años de retiro que pasé en la casa solariega, después de mi restablecimiento, no han despertado en mí el menor anhelo por regresar al ajetreo de la ciudad. Ralph, que es ahora el cabeza de familia, y que ahora vive sus deberes con un nuevo concepto de la posición que ocupa, emancipado ya de muchos de los hábitos que en tiempos le atraparon y le rebajaron, el bueno de Ralph me ha escrito, y me ha pedido que exprima al máximo los recursos que su posición le permite poner a mi discreción, si es que decido dedicarme a la vida pública. Sin embargo, no tengo yo ese propósito; sigo estando resuelto a vivir en la dulce medianía, en el retiro, en paz. He sufrido demasiado; he padecido heridas demasiado tristes para compararme con los héroes de la Ambición, para luchar por abrirme paso hacia lo más alto. La gloria y el esplendor que en otro tiempo aspiré a tener por míos, ahora me deslumhrarían, me destruirían. Sobresaltos tales como los que yo he tenido que resistir dejan tras su estela algo que cambia del todo el carácter y el propósito que uno pueda tener en la vida. El áspero y montañoso camino de la Acción ha dejado de ser para mí un camino; mi esperanza, en el futuro, se detiene en mi felicidad presente, en el umbrío valle del Reposo.
Y no es un reposo que no entrañe deberes, que de nada sirva; no es un reposo que el pensamiento no pueda ennoblecer, que el afecto no pueda santificar. Estar al servicio de la causa de los pobres y de los ignorantes, en la reducida esfera que ahora me rodea; alisar el camino hacia el placer y la abundancia, allí donde el dolor y la necesidad lo habían vuelto empinado e intransitable desde hacía ya demasiado tiempo; vivir de forma más y más digna a cada día que pasa con el amor fraterno de mi hermana, un amor que incansable, inmutable, me vigila en este retiro, en este hogar que tanto venero… Ésos son los propósitos, los únicos propósitos que aún puedo acariciar. Ojalá pueda vivir hasta cumplirlos. Así, la vida me habrá dado todo cuanto podría pedirle.
Ahora ya puedo cerrar mi carta. He puesto en su conocimiento todos los materiales que puedo proporcionarle en vistas a la conclusión de mi autobiografía; le he transmitido las únicas instrucciones que deseo dar de cara a su publicación. Que sea presentada al lector en la forma y en el momento que juzgue usted oportunos. Acerca de la recepción que pueda depararle el público no tengo ningún deseo de especular. A mí me basta con saber que, a pesar de todos sus defectos, ha sido escrita con sinceridad, con total obediencia a la verdad de los hechos. No sentiré falsa vergüenza si fracasa, ni falso orgullo si triunfa.
Si hubiera otra información que usted juzgara necesario poseer, y que a mí se me hubiera olvidado comunicarle, escríbame al respecto o, mejor aún, venga aquí en persona y pregúnteme de viva voz todo lo que quiera saber. Venga y juzgue la vida que llevo, pero hágalo viendo con sus propios ojos cómo es en realidad. Aunque no sea más que por unos pocos días, haga una pausa en su actividad, suspenda momentáneamente su dedicación a los demás, su empeño por lograr fama y honores, para hallar el tiempo de ocio que le permita visitar la humilde casa de campo en que vivimos. La invitación que le extiendo es tan mía como de Clara. Ella nunca olvidará (¡caso de que yo pudiera olvidar!) todo lo que le debo a su amistad; nunca se fatigará (¡caso de que yo pudiera cansarme!) de mostrarle que somos los dos muy capaces de merecerlo. Venga, pues, y venga a verla a ella como a mí; ¡véala una vez más, a mi hermana de antaño! Recuerdo bien lo que usted dijo de Clara la última vez que nos vimos y hablamos de ella; estoy convencido de que será usted feliz viéndola con su carácter de siempre, tanto como lo soy yo.
Hasta entonces, ¡adiós! No se apresure al juzgar los motivos que me impulsan a persistir en la vida de retiro que he llevado durante tantos años. No piense que la calamidad me ha enfriado el corazón, ni menos aún me ha debilitado el ánimo. Puede que los sufrimientos del pasado me hayan cambiado, pero no me han deteriorado, desde luego; si acaso, han fortificado mi espíritu con una fuerza duradera; me han hecho saber a las claras y con toda sencillez muchas cosas que antes sólo me habían sido vagamente reveladas; me han dado a comprender fines a los que puedo dedicar mi existencia, fines que cuentan con la sanción de voces que no son por cierto las voces de la fama; me han enseñado a entender esa bravísima ambición que tiene el vigor suficiente para imponerse incluso a la vida tranquila que llevo aquí. ¡Bernard! Todo lo bueno que en este mundo podamos hacer, con nuestros afectos, con nuestras facultades, se eleva al mundo eterno que está más allá, muy por encima de nosotros, como canto de alabanza que entona la Humanidad a Dios. Entre los miles, miles de tonos que en todo momento se suman para henchir la música de ese cántico, están los que suenan con más potencia y con más grandeza aquí, y están los tonos que transitan con más dulzura y con más pureza hacia el Trono Imperecedero, los que se mezclan en perfectísima armonía con el himno que canta el coro de los ángeles. Hágase esa pregunta en lo más profundo de su corazón y responda, entonces: ¿no es posible, acaso, que la vida más oscura, una vida incluso como la mía, se dignifique gracias a una aspiración duradera dedicada a un noble propósito?
He terminado. Esta apacible noche de verano se me ha echado encima mientras le escribía. La voz de Clara, que es ahora la voz alegre de la felicidad de antaño, me llama desde nuestro asiento en el jardín, para que salga a contemplar a su lado cómo se pone el sol a lo lejos, sobre el mar. Una vez más, ¡adiós!
[2] Más allá de este punto hay algunos renglones más, pero son ilegibles.
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01/06/2008
LRS to LRF parser v.0.9; Mikhail Sharonov, 2006; msh-tools.com/ebook/