Cuando llegué a North Villa, se me hizo pasar a una estancia que debía de ser la sala.

Todo lo que vi allí dentro era opresivamente nuevo. La puerta, barnizada con una capa satinada, brillante, se abrió con un chasquido parecido al de una pistola; el papel que decoraba las paredes, con un dibujo chillón, a base de pájaros, un enrejado y floréenlas, en tonos dorados, rojos y verdes, sobre un fondo blanco, parecía no haber tenido tiempo de secar; las llamativas cortinas, en blanco y azul cielo, así como una alfombra más extremada si cabe, en tonos amarillos y rojos, daban la sensación de haber llegado de la tienda correspondiente el día anterior; la mesa redonda, de palo de rosa, estaba penosísimamente bruñida en exceso; los libros de láminas encuadernados en marroquinería que reposaban sobre ella decían a las claras que nunca habían sido hojeados, ni desplazados siquiera, desde el día en que fueron adquiridos. Sobre el piano, no había una sola partitura mínimamente arrugada por el uso. Nunca se vio una sala decorada con más abundancia y que fuera tan poco acogedora como ésta. A uno le dolían los ojos de mirar en derredor; no había reposo por ninguna parte. El grabado de la reina, con un pesado marco sobredorado, cuya franja superior formaba una ostentosa corona, estaba colgado sin más acompañamiento en una de las paredes, desde la cual escrutaba la estancia con gesto ceñudo. No había ni asomo de sombra, de resguardo, de intimidad, de retiro en ninguno de los rincones, en ninguno de los recovecos de aquellas cuatro paredes que herían la vista. Todos los objetos dispuestos en derredor resultaban agresivamente cercanos a la mirada, mucho más cercanos de lo que estaban en realidad. A un hombre de inclinación nerviosa, la estancia le habría producido una intensa jaqueca en menos de un cuarto de hora.

No se me hizo esperar mucho. Con otro virulento restallido de la puerta se anunció la entrada de Mr. Sherwin en persona.

Era un hombre alto y delgado, aunque de hombros algo caídos y de piernas flojas, flojedad que procuraba disimular con la anchura de sus pantalones. Gastaba corbata blanca y una ridicula camisa de cuello duro. Era de tez cetrina; tenía los ojos pequeños, negros, brillantes, incesantemente móviles; sus facciones eran sobre todo cambiantes, afectadas por contracciones nerviosas y por espasmos que continuamente le tensaban y destensaban la frente, la boca, los músculos de las mejillas. Había tenido el pelo negro, sin duda, sólo que se le iba volviendo de un gris plomizo; lo tenía muy seco, enredado y abundante, de modo que una porción considerable se le proyectaba casi en horizontal sobre la frente. Tenía la costumbre de domarlo hacia delante, pasándose los dedos de forma sumamente irritante sobre el mechón que más sobresalía. Los labios los tenía finos, incoloros, con numerosas arrugas verticales, muy marcadas además. De habérmelo encontrado en circunstancias normales, hubiera pensado que era un hombre muy estrecho de miras, un tiranuelo a su manera, más que nada sobre los que de él dependían, mientras que hubiera sido un parásito pomposo para los que se encontrasen por encima de él, sin dejar de reparar muchísimo en los detalles más convencionales del respeto, sin dejar de lado su inmensa fe en su propia infalibilidad. Ahora bien, era el padre de Margaret, y por eso estaba yo decidido a que me agradase.

Me hizo una mínima y por otra parte repulsiva reverencia; luego, miró por la ventana. Al ver el carruaje que me aguardaba a la puerta de su casa, hizo otra reverencia e insistió en ocuparse personalmente de mi sombrero. Hecho esto, tosió y me rogó que le indicase qué podía hacer por mí.

Me costó bastante iniciar la conversación con él. Sin embargo, era necesario que yo hiciera uso de la palabra de inmediato, así que comencé por disculparme.

–Mucho me temo, Mr. Sherwin, que el hecho de que un perfecto desconocido, como yo lo soy, se presente así en su casa…

–Eh, eh, no tan desconocido, señor mío, si me permite que lo diga.

–¡Desde luego!

–Tuve el inmenso placer, señor, y el adicional provecho, así como… desde luego, el beneficio, de que el año pasado me fuera mostrada su residencia en la ciudad mientras su familia y usted se hallaban ausentes. Una casa bellísima, ya lo creo; resulta que tengo yo algún trato con el mayordomo que lleva los asuntos de su señor padre, que tuvo la inmensa amabilidad de mostrarme una a una las estancias de su casa. ¡Vaya placer, un placer intelectual, quiero decir! El mobiliario, los tapices y cortinajes… ¡qué decoración tan recatada! En cuanto a los cuadros, ¿qué le diría? Vi algunas piezas destacables entre lo más hermoso que he visto en la vida. Quedé maravillado, maravilladísimo, a decir verdad.

Hablaba en voz baja, cargando las tintas en algunas palabras que eran obviamente sus preferidas: por ejemplo, «a decir verdad», o «desde luego». No sólo sus ojos, sino toda su cara parecía parpadear y hacer muecas al tiempo que me hablaba. Por el azoramiento y por la ansiedad que yo sentía, esta peculariedad me irritó y me desconcertó más de lo que aquí podría describir. Habría dado medio mundo a cambio de que se hubiese dado la vuelta cuando me tocó hablar de nuevo.

–Me agrada muchísimo saber que mi familia y mi apellido no le son desconocidos, Mr. Sherwin -señalé-. Por esa circunstancia, me siento menos titubeante y me resulta algo más llevadero hacerle saber cuál es el objeto de mi visita.

–Perfecto. ¿Puedo ofrecerle alguna copa? ¿Un jerez, quizá, un…?

–No, gracias. En primer lugar, Mr. Sherwin, tengo sobrados motivos para expresar mi deseo de que esta entrevista, al margen de los resultados a que pueda conducir, sea tenida por algo estrictamente confidencial. Y sin duda puedo confiar en que me conceda usted este favor…

–Desde luego, desde luego; faltaría más. Quedará en el más estricto secreto. Le ruego que prosiga…

Desplazó su silla para acercarse más a mí. A pesar de sus parpadeos y sus muecas, noté una expresión latente de astucia y de curiosidad en su mirada. Tenía mi tarjeta de visita en la mano y con nerviosismo la enrollaba y la desenrollaba, sin cesar un solo instante, para disimular quizá la ansiedad que sentía por saber lo que yo había ido a decirle.

–También debo rogarle que no juzgue lo que vengo a decirle hasta que no me oiga decir todo lo que le quiero decir. Tal vez se sienta usted inclinado a contemplar… a contemplar, digamos que de modo desfavorable en principio… Resumiendo, Mr. Sherwin, y sin más preámbulos, la cuestión por la que vengo a visitarle tiene que ver con su hija, con Miss Margaret Sherwin.

–¡Mi hija! ¡Dios bendiga mi alma! La verdad, la verdad es que no me imagino…

Se calló; estaba poco menos que sin resuello y se inclinó hacia mí, al tiempo que estrujaba mi tarjeta entre sus dedos, hasta reducirla a las mínimas dimensiones posibles.

–Hace algo más de una semana -proseguí-, conocí accidentalmente a Miss Sherwin a bordo de un ómnibus; iba acompañada de una dama mayor…

–Mi esposa, Mrs. Sherwin, quiero decir -señaló con impaciencia, a la vez que me hacía un gesto no menos impaciente, como si ese «Mrs. Sherwin» fuese un obstáculo insignificante en nuestra conversación, que él deseara quitar de en medio con la mayor celeridad.

–Probablemente no le sorprenda saber que me asombró la extrema belleza de Miss Sherwin. La impresión que causó en mí fue, no obstante, algo más que un momentáneo sentimiento de admiración. Por hablar con toda franqueza, sentí… ¿ha oído usted hablar alguna vez del flechazo, Mr. Sherwin?

–En los libros lo he visto, señor. – Golpeó con la yema del dedo índice uno de los tomos encuadernados en marroquinería que descansaban sobre la mesa y sonrió, una sonrisa en parte deferente, en parte sarcástica.

–Me atrevería a decir que seguramente le darán ganas de reír si le digo que existe realmente el flechazo fuera de los libros. Pero sin necesidad de abundar más en eso, es mi deber confesarle, con toda mi sinceridad y con toda honradez, que la impresión que me causó Miss Sherwin fue tal que me impulsó a desear gozar del privilegio de conocerla. Dicho con toda simpleza, descubrí dónde está su domicilio siguiendo sus pasos hasta esta casa.

–¡Por mi alma que es ése un proceder extraordinario donde los haya!

–Le ruego que me deje terminar, Mr. Sherwin. Creo que no le parecerá deleznable mi conducta si me permite decir todo lo que tengo que decirle.

Masculló algo ininteligible; se puso más amarillo que antes; dejó caer mi tarjeta, que para entonces era un amasijo de trocitos, y se pasó la mano rápidamente por el cabello, hasta que le quedó como un saledizo de cornisa sobre la frente, sin dejar de parpadear, mirándome con un semblante siniestro, torvo. Me di cuenta de que sería inútil tratarle como hubiese tratado a un caballero de verdad. Saltaba a la vista que había interpretado con total mezquindad y mala fe la delicadeza y la vacilación que mostré al hablarle, de modo que cambié mi plan previsto y fui al grano directamente; cogí «el toro por los cuernos», tal como hubiese dicho él.

–Discúlpeme, Mr. Sherwin, pero debiera haber sido más directo; posiblemente debiera haberle dicho de entrada, y con estas mismas palabras, que he venido a verle… -A punto estuve de decir: «para pedirle la mano de su hija», pero sin querer pensé por un momento en mi padre, un pensamiento que me cruzó siniestro por la cabeza, de modo que esas palabras nunca llegaron a salir de mis labios.

–Bien, ¡señor mío! ¿A qué?

El tono en que lo dijo fue tan desabrido que me sacó de mi ensueño; me devolvió de inmediato mi absoluto dominio de mí.

–A pedirle su permiso para cortejar a Margaret… O, por decirlo de modo más claro si cabe, y si le place a usted, a pedir su mano en matrimonio.

Lo dije tal cual. Aun cuando hubiese podido, no habría traído a mi memoria lo que acababa de decir; a pesar de todo, temblé al expresarme de modo tan sencillo como tosco, diciendo así en voz alta lo que solamente había pensado muy por encima y en medio de mi embeleso enamorado, lo que hasta ese momento sólo había insinuado con delicadeza a la propia Margaret.

–¡Dios del Cielo! – exclamó Mr. Sherwin, enderezándose de golpe en la silla y mirándome con tal sorpresa que sus inquietos rasgos quedaron en efecto inmóviles por un instante-. ¡Dios del Cielo, esto sí que no me lo esperaba! Y es muy gratificante, muy asombroso… Me siento sumamente halagado, sumamente halagado, señor mío. Espero que no piense siquiera por un momento que llegué a dudar de su honroso sentimiento. Los jóvenes caballeros que se hallan en su misma posición social a veces no se muestran a la altura, ni muestran el debido respeto, de las esposas y las hijas de sus… En fin, de los que no pertenecen exactamente a su mismo rango. Pero no es ésa la cuestión, no; había caído yo en un malentendido, ya ve, qué estupidez por mi parte, hay que ver. Le ruego, señor mío, que me permita ofrecerle una copa de vino.

–No, no quiero vino. Gracias, Mr. Sherwin. Debo rogarle que me conceda su atención un poco más, pues debo exponerle, confidencialmente, cuál es mi situación con respecto a las propuestas que le he hecho. Existen determinadas circunstancias…

–¿Sí? ¿Sí?

Se inclinó de nuevo con evidente ansiedad, acercándose a mí, mientras preguntaba. Tuvo un aire más inquisitivo y más taimado que nunca.

–He reconocido ante usted, Mr. Sherwin, que he hallado los medios para conversar con su hija, para hablar con ella en dos ocasiones. He hecho esas maniobras de modo totalmente honroso. Y ella se los ha tomado con una modestia y una renuencia muy dignas de ella, muy dignas de cualquier dama, de la dama más encumbrada de la tierra. – Mr. Sherwin se volvió para mirar con muestras de respeto el grabado de la reina; me miró de nuevo e hizo una solemne reverencia-. Pues bien; aunque literalmente me haya dado su negativa, y a ella le debo el decirlo, sigo pensando, pese a todo, que sin pecar de vanidoso puedo aventurarme a confiar en que lo haya hecho simplemente porque ése es su deber y no porque tenga esa inclinación natural.

–¡Ah! Sí, sí, ya entiendo. No haría nada sin contar con mi aprobación, ¿no es cierto?

–Desde luego, ésa es una de las razones por las que se tomó mi intromisión tal como lo hizo; sin embargo, también hubo otra, que ella me comunicó con total sencillez: la diferencia existente entre nuestro rango en la vida.

–¡Ah! ¿No me diga? ¿Ella le dijo eso? Hay que ver, que ella piense en esa dificultad… Sí, sí, desde luego. ¡Hay que tener altos principios, señor mío! ¡Altos principios, gracias a Dios!

–No será menester decirle, Mr. Sherwin, cuan hondamente entiendo el delicado concepto del honor que manifiesta esta objeción por parte de su hija. Podrá usted fácilmente imaginar que no es una objeción personalmente para mí. La felicidad de mi vida entera depende de Miss Sherwin. No deseo gozar de otro altísimo honor si no es ése; no puedo concebir felicidad mayor que la de ser el marido de su hija. A ella se lo he dicho ya; asimismo, le dije que yo mismo le explicaría el asunto a usted. Ella no puso reparos; por consiguiente, aquí me tiene, convencido de estar plenamente justificado al considerar que, siempre y cuando usted autorizase la suspensión de los escrúpulos que tanto la honran en este momento, ella no sentiría el pudor que ahora demuestra a la hora de permitir incluso que yo le haga la corte.

–Muy acertado, sí, señor; una forma muy acertada de expresarlo. Y muy práctica, si me permite decirlo. Ahora, estimado señor, quisiera hacerle una pregunta: ¿qué me dice de su honorable familia, eh? ¿Qué me dice?

–Es exactamente ahí donde se encuentra la dificultad. Mi padre, del cual dependo enteramente al ser yo su hijo benjamín, tiene muy acendrados prejuicios… o quizá debiera llamarlos convicciones, sobre todo en lo referente a las desigualdades sociales.

–Así ha de ser, cómo no… Me parece muy natural, muy adecuado, por parte de su respetadísimo padre, desde luego. Con semejantes fincas, con semejantes casas, con una familia como la suya, emparentada según tengo entendido con la nobleza, especialmente por la rama de su madre tristemente fallecida… Mi querido señor, enfáticamente se lo repito: las convicciones de su señor padre de veras que le honran; yo las respeto tanto como le respeto a él, por supuestísimo.

–Me alegra que sepa usted ver las ideas de mi padre sobre estas cuestiones de sociedad bajo una luz tan favorable, Mr. Sherwin. Así, tanto menos le sorprenderá saber qué probabilidades tienen de afectarme en el paso que voy a dar.

–Claro está que él no lo ve con buenos ojos. Quizá debería decir que lo condena con toda su energía. Bien, pues aunque mi querida hija sea digna de toda posición social, y aunque un hombre como yo, dedicado por entero a intereses de tipo mercantil, pueda ir con la cabeza bien alta, tanto como el que más, y tenerme por uno de los puntales de esta nación eminentemente comercial -se pasó los dedos por el pelo e intentó darse aires de suficiencia-, sigo estando perfectamente preparado para reconocer que, en cualquier clase de circunstancias, y digo bien, en cualquier clase de circunstancias, su condena es muy natural, y cabía esperarla, desde luego.

–No ha expresado su condena, Mr. Sherwin.

–¡No me diga!

–Aún no le he dado ocasión de pronunciarse al respecto. Mi encuentro con su hija de usted lo he guardado totalmente en secreto; no sólo no está él al corriente, sino que tampoco lo conocen los demás miembros de mi familia. Y es preciso que siga siendo un secreto. Teniendo muy presente el íntimo conocimiento de mi padre que yo tengo, le diría que no creo que haya medio alguno que dejase de utilizar con tal de frustrar el propósito de mi visita, siempre y cuando yo se lo hubiese referido. Ha sido conmigo el mejor de los padres, el más afectuoso; sin embargo, creo firmemente que si tuviera que aguardar a su consentimiento, no habría súplicas por mi parte, ni por parte de nadie que me respaldase, capaces de inducirle a dar su sanción al matrimonio que he venido a proponerle.

–¡Dios del Cielo! Esto es llevar muy lejos las cosas, teniendo en cuenta que en lo pecuniario depende usted de él. ¿Qué demonios podríamos hacer, eh? Dígame usted…

–Hemos de guardar tanto el cortejo como el matrimonio en absoluto secreto.

–¡En secreto! Dios Santo, no veo que pueda yo salir bien parado de este asunto.

–Pues sí, ha de ser secreto. Un absoluto secreto entre nosotros, hasta que llegue el momento en que pueda comunicar mi matrimonio a mi padre, momento en el cual disponga de la mejor ocasión para…

–¡Le estoy diciendo, señor mío, que no veo que pueda yo salir bien parado de todo esto! ¡La mejor ocasión, me dice! ¿Qué ocasión tendríamos, después de lo que me acaba de decir usted?

–Podríamos tener ocasiones, desde luego. Por ejemplo, una vez realizada con la debida solemnidad la ceremonia, yo podría presentar a Miss Sherwin a mi padre, sin desvelarle quién sería en realidad y dejar que ella misma, gradualmente y sin dar lugar a sospechas de ninguna clase, conquistara su afecto y su respeto, cosa que con su belleza, su elegancia y su afabilidad natural no dejará de hacer, estoy seguro; mientras tanto, yo aguardaría a que madurase la ocasión para contárselo todo. Así, cuando yo le dijera que esa damisela que tanto le habría interesado, que tanto le habría deleitado, es mi esposa, ¿piensa usted que dejaría de otorgarnos su perdón? Por otra parte, si sólo pudiera decirle que esa damisela iba a convertirse más adelante en mi esposa, sus prejuicios sin duda alguna le llevarían a dejar en suspenso sus impresiones favorables, para negarse a darnos su consentimiento. Dicho en dos palabras, Mr. Sherwin, antes de contraer matrimonio sería imposible ganárnoslo; después de contraído el matrimonio, cuando ya de nada le serviría oponerse en redondo, nos veríamos en una situación muy distinta, y podríamos estar seguros de dar pie, tarde o temprano, a los resultados más favorables que se puedan desear. He ahí por qué será absolutamente necesario mantener al principio en secreto nuestra unión.

Me pregunté entonces, y no he dejado de preguntármelo hasta hoy, cómo se me ocurrió hablar de esta forma, tan convincentemente, sin titubear, cuando mi conciencia ponía en entredicho cada una de las palabras que decía.

–Sí, sí… Ya entiendo. Oh, sí, ¡entiendo! – repuso Mr. Sherwin, a la vez que agitaba un manojo de llaves que llevaba en el bolsillo con una expresión de considerable perplejidad-. Ahora bien, éste es un asunto muy espinoso, dése cuenta. Un asunto muy raro y muy espinoso, desde luego. Tener a un caballero de su alcurnia y su crianza por yerno es, desde luego… Bueno, claro está que hay que tener muy en cuenta la cuestión del dinero. Supongamos que al fin y al cabo fracasara usted con su señor padre. Todo mi dinero está invertido en especulaciones. No podría hacer nada. Le doy mi palabra de que me ha puesto usted en una situación como nunca había vivido.

–Tengo amigos influyentes, Mr. Sherwin, en muchos lugares de importancia. Hay puestos, puestos muy apetecibles, que me serían accesibles de inmediato, siempre y cuando yo hiciera valer mis intereses. Así, podría yo cubrir el riesgo del fracaso.

–¡Ah, bueno! ¡Sí! Eso es algo, desde luego que sí.

–Solamente le puedo garantizar que mi afecto hacia Miss Sherwin no es de tal naturaleza que pueda ser superado por cualquier consideración pecuniaria. Hablo en defensa de todos nuestros intereses cuando le digo que un matrimonio en privado nos daría una gran ocasión en el futuro, así como abundantes oportunidades para ponerlo de manifiesto. Es posible que mi ofrecimiento le parezca hecho bajo ciertas desventajas y dificultades, ya que, con excepción de una moderada pensión que me dejó mi madre, no dispongo de ninguna perspectiva concreta. Sin embargo, de veras considero que mis propuestas tienen el respaldo de algunas ventajas, a modo de compensación, que las harán recomendables a sus ojos.

–¡Desde luego! ¡Sin ninguna duda! No me pasa inadvertida, estimado señor, la inmensa ventaja, el honor y todo lo demás. Sin embargo, hay algo insólito en todo este asunto. ¿Cuáles iban a ser mis sentimientos si su señor padre no se dejara convencer, y si mi querida hija fuera repudiada por su familia? ¡Bueno, bueno! Hay que pensar que eso no sucederá fácilmente, creo yo, teniendo en cuenta sus méritos, su educación y sus modales, tan distinguida como es ella, aunque tal vez no debiera ser yo quien lo dijera. Su educación me ha costado cien libras al año, señor mío, sin incluir extras de ninguna clase…

–Estoy seguro, Mr. Sherwin…

–… y ha estudiado en una escuela, señor mío, en la que era regla de la casa no admitir a ninguna muchacha de clase inferior a la hija de un profesional; sólo hubo una excepción a la regla en mi caso, y era la escuela quizá más donosa de todo Londres. Dedicaban un día por semana a enseñar a las muchachas cómo entrar y cómo salir de una estancia con dignidad y sin precipitarse; tenían un modelo de carruaje y unas escaleras con las que practicaban las muchachas, y el lacayo de la escuela hacía las veces de tal; subían al carruaje y bajaban de nuevo, con porte de damas de verdad. ¡No habrá duquesa que haya tenido mejor educación que mi Margaret!

–Permítame asegurarle, Mr. Sherwin, que…

–Y hay que recordar que sabe varias lenguas: francés, italiano, alemán… Lenguas que estudió incluso en vacaciones, o después de terminar sus estudios en la escuela (acaba de terminar), mantenidas al día y mejoradas incluso gracias a la amable atención de Mr. Mannion…

–¿Puedo preguntarle quién es Mr. Mannion? – El tono en que hice esta pregunta enfrió de inmediato su entusiasmo por la educación de su hija. Contestó con el tono que había empleado antes y con una de sus inclinaciones de cabeza.

–Mr. Mannion es mi administrador de confianza, señor mío. Es una persona excelente, por no decir superior; tiene un gran talento y ha leído mucho; en fin, ya sabe usted.

–¿Es joven?

–¡Joven! ¡Oh, no, ni mucho menos! Mr. Mannion tendrá cuarenta o cuarenta y dos años si acaso, es un admirable hombre de negocios, así como un gran erudito. Ahora mismo se encuentra en Lyon, adonde ha viajado con objeto de comprar unas sedas para mi establecimiento. Cuando regrese, me encantará presentarle…

–Le ruego que me perdone, pero creo que nos estamos alejando un poco del asunto que nos interesa a los dos.

–Le ruego yo que me perdone a mí, pero es cierto. Bueno, mi estimado señor: será preciso que me conceda un día o dos, digamos dos, para calibrar qué sentimientos tiene mi hija al respecto y para considerar despacio sus propuestas, que como bien puede ver me han tomado muy por sorpresa. Sin embargo, le aseguro que estoy sumamente halagado, sumamente honrado, sumamente deseoso…

–Espero que tenga en consideración mis deseos, Mr. Sherwin, y me haga saber el resultado de sus deliberaciones tan pronto le sea posible.

–Sin falta, puede usted confiar en mi celeridad. Veamos, ¿qué le parece si nos vemos a esta misma hora dentro de dos días, siempre y cuando pueda hacerme una nueva visita?

–Perfectamente.

–Hasta ese momento, ¿se abstendrá de mantener toda clase de comunicación con mi hija?

–Se lo prometo, Mr. Sherwin, pues tengo para mí que su respuesta será favorable.

–¡Ah, bien, bien! Ya se sabe, los amantes, según dicen, nunca pierden la esperanza. Una breve consideración, una breve charla con mi querida hija, y… En serio, ¿no quiere cambiar de opinión y tomarse una copa de jerez conmigo? ¿Tampoco ahora? Muy bien, pues veámonos pasado mañana a las cinco de la tarde.

Con un restallido más ruidoso que nunca, la novísima puerta de la sala se abrió para permitirme salir. Al ruido siguió el inequívoco rumor de un vestido de seda y otra puerta cerrada de un portazo al otro extremo del corredor. ¿Nos había escuchado alguien en secreto? ¿Dónde estaba Margaret?

Mr. Sherwin salió hasta la cancela de la verja para despedirme con una ceremoniosa reverencia. Por preñado de ilusiones que estuviera el ambiente que respiraba, me estremecí involuntariamente al devolverle el saludo de despedida y al pensar en él… ¡en mi suegro!

XI

Cuanto más me acercaba a la puerta de mi casa, mayor renuencia sentía a pasar precisamente en casa el breve intervalo que iba a mediar entre mi primera y mi segunda entrevista con Mr. Sherwin. Cuando hube franqueado el umbral, esa renuencia casi devino pesar. Estaba reacio, en modo alguno preparado para encontrarme con mis más cercanos y queridos familiares. Me alivió saber que mi padre no estaba en casa. Sí que estaba mi hermana; el criado me indicó que acababa de entrar en la biblioteca, e inquirió si deseaba que le comunicase que había llegado yo. No quise molestarla, dado que tenía la intención de salir inmediatamente.

En mi estudio, le escribí a Clara una breve nota en la que meramente le expliqué que iba a ausentarme de casa, pues pensaba pasar dos días en el campo. Ya la había sellado, dejándola sobre la mesa para que el criado se la entregase, y a punto estaba de salir cuando oí que se abría la puerta de la biblioteca. En el acto retrocedí y entrecerré la puerta de mi estudio. Clara había encontrado el libro que buscaba, y se disponía a llevarlo a su sala de estar. Esperé hasta que desapareció de mi vista y después me fui de casa. Fue la primera vez que rehuía el contacto con mi hermana, nada menos que con mi hermana, que en toda su vida nunca me había hecho una pregunta inquisitiva, ni había pronunciado una sola palabra que me contrariase; mi hermana, que desde niña había confiado a mi custodia todos sus pequeños secretos. Mientras pensaba más despacio en lo que acababa de hacer, me ganó una sensación de humillación que casi fue castigo más que suficiente por la mezquindad de la que era culpable sin paliativos.

Di la vuelta para llegar a las caballerizas y ordené que de inmediato ensillaran mi caballo. No tenía la menor idea del camino que iba a emprender. Simplemente había tomado la decisión de pasar los dos días que durase mi ordalía, mi incertidumbre, lejos del domicilio paterno, tan lejos que pudiera cumplir con fidelidad mi promesa de no ver a Margaret. Poco después de partir, dejé que fuese mi caballo el que indicase la ruta a seguir, y me entregué a mis pensamientos, a mis recuerdos, a medida que fueron surgiendo uno tras otro. El animal tomó la dirección que más veces habíamos enfilado durante el tiempo que pasaba yo en Londres, es decir, la carretera del norte.

Hasta que hubimos recorrido media milla más allá de las afueras no volví en mí y no miré a mi alrededor para descubrir por qué parte de la campiña procedía. Tiré de las riendas y volví la grupa de mi caballo, para poner rumbo al sur. Seguir el camino por el que tantas veces había cabalgado junto a Clara, su camino preferido, y detenerme quizá en algún lugar en el que otras veces hubiera estado con ella, era más sin duda de lo que mi valor o mi insensibilidad me aconsejaban en ese momento.

Llegué hasta Ewell y allí hice un alto; empezaba a oscurecer, y era inútil fatigar a mi caballo con la decisión de ir más lejos aún. A la mañana siguiente me levanté casi al amanecer, y pasé la mayor parte del día caminando entre las aldeas, por las trochas y los campos, por donde quiso llevarme el azar. Durante la noche habían vuelto a rondarme muchos pensamientos que había excluido a lo largo de la semana anterior; pensamientos que eran en realidad malos presagios, pensamientos con los que da la sensación de que duele la mente, tal como duele el cuerpo cuando uno se halla bajo una densa y sombría lluvia que arrecia sin cesar, y sin que podamos asignarle un lugar definido, una causa determinada. Lejos de Margaret, me vi sin recursos para combatir la opresión que se apoderaba de mí. Solamente pude esforzarme por aliviarla mediante el sistema de mantenerme en continua actividad, ya fuera caminando o cabalgando hora tras hora, en un vano empeño por aquietar mi espíritu y fatigar mi cuerpo. La aprensión que me causaba la posibilidad de que fracasara mi apelación a Mr. Sherwin no tenía nada que ver con la vaga, lóbrega tristeza que ensombrecía mis pensamientos; se hallaban demasiado próximos a mi domicilio para que tal cosa fuera posible. Además, lo que había observado en el padre de Margaret, sobre todo durante la última parte de mi entrevista con él, me demostraba a las claras que él había intentado disimular bajo la sorpresa exagerada y bajo el titubeo impostado un deseo secreto de aprovecharse cuanto antes de mi ofrecimiento, puesto que, al margen de las condiciones que pudieran atascarlo, era desde el punto de vista social algo infinitamente más ventajoso que todo lo que hubiese podido soñar. Lo que más me pesaba no era su tardanza en aceptar mi propuesta, sino la carga del engaño, los grilletes del disimulo que me impuso por sí sola mi propuesta.

Esa tarde me marché de Ewell y viajé a caballo con rumbo a casa, aunque sólo llegué a Richmond, en donde pasé la noche y la mañana del día siguiente. Llegué a Londres a primera hora de la tarde y fui directamente a North Villa a eso de las cinco, sin haber pasado antes por casa.

Seguía sintiendo la opresión sobre mi espíritu. Ni siquiera la visión de la casa en donde vivía Margaret me devolvió el vigor, ni pudo tampoco animarme.

En esta ocasión, cuando se me hizo pasar a la sala, me estaban esperando tanto Mr. como Mrs. Sherwin. Sobre la mesa descansaba el jerez que con tanta perseverancia me había sido ofrecido durante la última entrevista que tuvimos; al lado vi un bizcocho de libra recién comprado. Cuando entré, Mrs. Sherwin estaba cortando el bizcocho en porciones, mientras su marido observaba el proceso con ojo crítico. A la pobre mujer le temblaban los débiles, blanquísimos dedos mientras manipulaba el cuchillo bajo la atenta inspección de su cónyuge.

–Me alegro muchísimo de verle de nuevo por aquí; me alegro muchísimo, mi estimado señor -dijo Mr. Sherwin, al tiempo que avanzaba hacia mí con una sonrisa de hospitalidad y la mano extendida-. Permítame presentarle a lo mejor que tengo en mí. Señor mío, le presento a Mrs. Sherwin.

Su esposa se puso en pie apresuradamente e hizo una reverencia, para lo cual dejó el cuchillo clavado en el bizcocho. Mr. Sherwin, mirándola con severidad, lo extrajo ostentosamente y lo dejó sobre la fuente con un gesto de excesiva violencia.

¡Pobre Mrs. Sherwin! Prácticamente no me había fijado en ella cuando la vi subir al ómnibus en compañía de su hija; fue como si la viera por primera vez. En las emociones de las mujeres se da por su propia naturaleza un afán comunicativo. Una mujer feliz difunde imperceptiblemente esa felicidad a su alrededor; ejerce una influencia pareja a la influencia que tiene un día soleado. Por eso mismo, la melancolía de una mujer melancólica es inexorable aunque silenciosamente contagiosa. Mrs. Sherwin era una de estas mujeres. Su cutis pálido y enfermizo, de aspecto humedecido; sus ojos azul claro, grandes, mansos, acuosos; la incansable y vigilante timidez de su expresión; la mezcla de vacilación inútil y de rapidez involuntaria que tenían todos sus gestos, denotaba la misma, significativa traición de una vida transcurrida incesantemente en el miedo y en la compostura, de una disposición pródiga, generosa, modesta, tendente a la meliflua simpatía y, sin embargo, aplastada hasta tener por imposible toda afirmación propia, hasta dar por perdida la esperanza de ver la luz. En ese rostro manso y macilento, en sus dolorosos sobresaltos y en su premura al moverse, en su trémula, débil voz, era bien fácil ver que ante mí se abría una de esas devastadoras tragedias sentimentales, que se ensayan y se representan escena tras escena, año tras año, en el secreto teatro del hogar: tragedias que siempre quedan en penumbra, debido a la lentitud con que cae el telón, que baja más y más a cada día que pasa, hasta esconderlo todo al fin de la mano de la muerte.

–Últimamente ha hecho un tiempo muy hermoso, señor -dijo Mrs. Sherwin con voz casi inaudible y mirando al hablar con ojos de angustia a su marido, por ver si tenía justificación que pronunciase incluso esas palabras tan penosamente vulgares-. Muy hermoso, ya lo creo -continuó la pobre mujer con tanta timidez como si acabara de convertirse en una chiquilla a la que alguien acabara de ordenar que diese la primera lección en presencia de un desconocido.

–Un tiempo delicioso, Mrs. Sherwin. He disfrutado de dos días en el campo, en los alrededores de Ewell, un rincón de Surrey que no había visitado hasta ahora.

Se hizo un silencio. Mr. Sherwin tosió; era obviamente un repicar de advertencia conyugal que ya había empleado muchas otras veces, pues Mrs. Sherwin se sobresaltó y lo miró a la cara.

–En calidad de señora de la casa, Mrs. Sherwin, se me ocurre que tal vez pueda usted ofrecer a nuestro visitante, a un caballero como éste, una porción de bizcocho y una copa de vino. Seguro que por eso no se le caerán los anillos, señora.

–¡Ay, es cierto! ¡Le ruego que me perdone! Lo lamento, lo lamento muchísimo. – Y sirvió una copa de vino con tal temblor que el botellón arrancó un sonoro tintineo del borde de la copa. Aunque no deseaba tomar nada, comí y bebí un poco por elemental consideración hacia el azoramiento de Mrs. Sherwin.

Mr. Sherwin se sirvió una copa de jerez y la alzó a contraluz con gesto de admiración.

–A su salud, señor mío. A su salud -dijo, bebiendo el vino con aires de experto, soltando un expresivo chasqueo con los labios. Su esposa, a quien no ofreció nada, le miró en todo momento con una atención reverencial.

–¿Usted no toma nada, Mrs. Sherwin? – dije.

–Mrs. Sherwin, señor mío -interrumpió su marido-, nunca prueba el vino y no puede digerir el bizcocho. Tiene el estómago delicado, muy delicado. Pero tómese usted otra copa, ¿no le apetece? Este jerez me sale a seis chelines la botella; a ese precio, tiene que ser un vino de primera categoría, y desde luego que lo es. Bien, si no desea usted tomar nada más, pasemos a tratar del negocio que nos ocupa. ¡Ja, ja! Negocio lo llamo yo, pero espero que sea para usted asunto de placer.

Mrs. Sherwin tosió; una tos muy débil, minúscula, medio ahogada en su arranque.

–¡Ya estamos otra vez! – dijo él, volviéndose con virulencia hacia ella-. ¡Ya estamos tosiendo de nuevo! Seis meses de tratamiento médico, seis meses de factura que habré de pagar de mi bolsillo, ¿y para qué? ¡No ha servido de nada, de nada, Mrs. Sherwin!

–Oh, me encuentro mucho mejor, gracias. Sólo ha sido un poco…

–En fin, señor mío. A lo que íbamos. Al día siguiente de nuestra charla, tuve lo que cabría calificar de explicación con mi querida hija. Ella se mostró naturalmente algo confundida, y no menos azorada, como es lógico. Se trata de un asunto muy serio para decidirlo a su edad, y sobre todo con tan poco margen, teniendo en cuenta que ha de incidir en la felicidad de su porvenir.

En este punto, Mrs. Sherwin se llevó el pañuelo a los ojos sin hacer el menor ruido, pues seguramente había adquirido con largos años de práctica la costumbre de llorar en silencio. Su marido le dedicó, sin embargo, una rápida mirada, sin el menor rastro de conmiseración.

–¡Dios Santo, Mrs. Sherwin! ¿De qué le sirve ponerse así? – le dijo, con indignación-. ¿A qué viene esa llantina? Margaret no está enferma, no es desdichada tampoco, así que… ¿qué demonios es lo que pasa ahora? Por mi alma le juro que es una circunstancia de lo más molesta, sobre todo delante de una visita. En fin, mejor será que se marche y me deje discutir el asunto por mis propios medios; no hace usted más que fastidiar cuando se trata de un negocio, y tengo la impresión de que siempre será igual.

Mrs. Sherwin se dispuso, sin una sola palabra de protesta, a salir de la sala. Sinceramente lo sentí por ella, pero no pude decir nada. Llevado por el impulso del momento, me puse en pie para abrirle la puerta, pero me arrepentí de inmediato, pues mi gesto aumentó tanto su azoramiento que se golpeó el pie contra la silla y se le escapó una exclamación de dolor mientras salía.

Mr. Sherwin se sirvió una segunda copa de jerez sin parar mientes en todo esto.

–Confío en que Mrs. Sherwin no se haya hecho daño -dije.

–¡Oh, no! ¡Por supuesto que no! No vale la pena ni siquiera pensar en ello. Ya sabe usted, la torpeza y el nerviosismo, nada más. Siempre está nerviosa; los médicos (todos unos farsantes) no consiguen ponerle remedio, y es muy triste, ya lo creo, pero no se puede hacer nada.

A estas alturas, a pesar de todos mis esfuerzos por preservar intacto algún respeto hacia él, sólo por ser el padre de Margaret, ya se había hundido hasta el lugar que le correspondía en mi estima.

–Bueno, bueno. Mi querido señor -prosiguió-, volvamos al punto en que me interrumpió Mrs. Sherwin. Veamos: estaba diciéndole que mi querida hija estaba un tanto confundida y todo eso, ya sabe usted. Tal como son las cosas, le expuse todas las ventajas que le reportaría una relación como la que usted prometió trabar con ella; de paso, le hice saber algunas de las circunstancias que son un tanto vergonzantes, me refiero al matrimonio en secreto y todo eso, ya sabe usted. También le comenté cuáles serían las restricciones respecto al matrimonio que, si llegara a celebrarse, yo me sentiría obligado a imponerle en calidad de padre suyo, y que en seguida pasaré a detallarle. Como es un hombre de mundo, señor, sabe tan bien como yo que las jóvenes damiselas no suelen dar respuestas directas y concretas cuando se les pregunta por sus gustos en favor de algún que otro caballero joven. Sin embargo, logré sacarle lo suficiente para deducir que usted había sacado buen provecho de su tiempo, que no le había dado ocasión para sentirse descorazonada, ya sabe qué quiero decir, pues dejo a ese respecto que le haga usted hablar con claridad a ella. Está más en su línea que en la mía, es un trato justo. Ahora, pasemos si le parece a lo que de negocio tiene la transacción. Yo lo único que tengo que decirle es que si está usted de acuerdo con mis propuestas, yo estoy entonces de acuerdo con las suyas. Me parece que es justo, ¿eh?

–Muy justo, Mr. Sherwin.

–Ya me parecía. Bien, pues. En primer lugar, mi hija es demasiado joven para casarse aún. Tan sólo tiene diecisiete años.

–¡Me deja usted perplejo! Yo había pensado que al menos tendría veinte años.

–Sí, a todo el mundo le parece mayor de lo que es en realidad, a todo el mundo. Y es verdad que parece mayor. Está más formada, más desarrollada, debiera decir, que la mayoría de las muchachas de su edad. De todos modos, ésa no es la cuestión. Lo cierto es que es demasiado joven para casarse, eso no hay quien lo discuta; es demasiado joven desde el punto de vista moral, desde el punto de vista de su educación; es demasiado joven, vaya. En resumidas cuentas, el resultado de todo esto es que no daré mi consentimiento al matrimonio de Margaret hasta que haya pasado un año más, un año, digamos, a contar desde ahora. Un año de noviazgo, pues, para que mi hija pueda dar por terminada su educación y para que termine de formarse su constitución, ya me entiende usted; para que termine de formarse su constitución.

¡Un año de espera! Al principio, me pareció una prueba demasiado larga de resistir, una prueba que de ningún modo debiera permitir que a mí se me impusiera. Acto seguido, ese retraso se presentó a mis ojos bajo una luz bien diferente. Ver a Margaret quizá a diario, quizá durante horas y horas seguidas, ¿no sería el más preciado de todos los privilegios? ¿No me daría una inmensa felicidad observar de qué modo se desarrollaría su carácter, ser testigo de su primer amor por mí, amor de doncella, a medida que avanzase hacia la confianza,, hacia la madurez, en función de la frecuencia con que nos viésemos los dos? Según pensaba en esta posibilidad, le contesté a Mr. Sherwin sin vacilar.

–Será una dura prueba -dije- para mi paciencia, aunque no para mi constancia, ni menos aún para la fuerza de mi afecto. Estoy dispuesto a esperar a que transcurra ese año.

–Exactamente -replicó Mr. Sherwin-. Era de esperar tanta sinceridad, tanta razón, de todo un caballero como usted. Bueno, pues así llegamos a la mayor dificultad que se me presenta en todo este asunto. De hecho, hay una pequeña estipulación que debo hacer.

Se detuvo, se pasó los dedos por el pelo en todas direcciones. Se le distorsionaron las facciones de modo ominoso, aunque no dejó de mirarme.

–Le ruego que se explique, Mr. Sherwin. Su silencio me inspira cierta inquietud sobre este particular, se lo aseguro.

–Claro, claro; le entiendo. Ahora bien, debe usted prometerme que no se sentirá molesto, ofendido, vaya, por lo que voy a proponerle.

–Desde luego.

–Bueno, pues muy bien. Puede que le parezca extraño. De todos modos… Ejem… Si se tienen en cuenta las circunstancias, es decir, por lo que le concierne a usted personalmente, quiero que mi querida hija y usted se casen de inmediato, pero que no se casen exactamente hasta que pase un año. No sé si me ha entendido…

–Debo confesar que no.

Tosió con bastante incomodidad; se volvió hacia la mesa y se sirvió otra copa de jerez, momento en el cual vi que le temblaba la mano un poco. Se lo bebió de un trago, carraspeó tres o cuatro veces y volvió a tomar la palabra.

–Bueno, pues si quiere que sea más claro aún, así es como entiendo yo este asunto: si fuera usted otro más de nuestro rango social, y si viniera a cortejar a Margaret con plena aprobación y consentimiento de su señor padre, cuando usted hubiese dicho que sí al compromiso del año de plazo, todo estaría ya dicho y hecho: habríamos cerrado un trato a plena satisfacción por ambas partes y todo llegaría a buen fin. En cambio, siendo su situación la que es, no puedo quedarme contento estando las cosas como están; dicho de otro modo, no puedo poner fin al trato de esta manera.

Era palmario que se sentía seguro por la fluidez que le confería el vino y se sirvió, en este momento tan delicado, una nueva copa.

–¿No se da usted cuenta, señor, a qué punto pretendo llegar por el camino más corto? – siguió-. Supongamos que corteja usted a mi hija durante todo un año, tal como acordamos; supongamos que su señor padre se entera. Hemos de mantenerlo todo en absoluto secreto, por descontado. Claro, hay veces en que los secretos se descubren, sin que nadie sepa por qué ni cómo. Supongamos, pues, que su padre se huela por dónde van los tiros y que el matrimonio se rompa. ¿Dónde cree que iría a parar la reputación de Margaret? Si todo esto ocurriese con una persona de su misma posición social, podríamos dar explicaciones de todo y contar con que nos creyeran; en cambio, si tal cosa ocurriese con usted, ¿qué diría todo el mundo? ¿Creerían los demás que usted de veras tuvo la intención de casarse con ella? Ésa es la cuestión; ésa es precisamente la cuestión.

–Ya, pero tal caso no podría darse. Me asombra que pueda usted imaginar tal situación. Ya le he dicho que soy mayor de edad.

–Y es apropiado que me lo recuerde, muy apropiado, desde luego que sí. Claro que también me dijo, no sé si se acordará, que si su padre tuviera noticia de este matrimonio, no se detendría por nada, por nada, recuerdo que dijo usted, para oponerse en redondo. Bueno, pues a sabiendas de esto, mi estimado señor, aunque tengo total confianza en su honor, en su resolución, en su determinación de llevar a buen puerto su compromiso, no puedo confiar de igual manera en que usted esté preparado de antemano para oponerse a todo lo que su padre podría hacer si llegara a enterarse, ya que ni siquiera usted mismo sabe bien qué llegaría a hacer, qué influencia podría ejercer sobre usted. Una situación tan lamentable no es probable que se llegue a dar, dirá usted; sin embargo, si es posible aunque sea de forma muy remota, y hay todo un año de plazo para que se dé esa remota posibilidad, por Júpiter, señor mío, que es mi deber en nombre de mi hija guardarnos de los accidentes. Es mi deber, ya lo creo.

–¡En nombre del Cielo, Mr. Sherwin! ¡Olvide de una vez esas dificultades imposibles que sólo ve usted y hágame saber qué es lo que tiene que proponerme!

–¡Con calma, mi estimado señor! Con calma, con mucha calma. De entrada, esto es lo que le propongo: que se case usted con mi hija, que se case con ella en privado, en el plazo de una semana. ¡Le ruego que guarde la compostura, señor! – Y es que le estaba mirando totalmente pasmado, sin habla-. Tómeselo con calma, le ruego que se lo tome con calma. Bueno, supongamos pues que se casa con Margaret de esta manera, para lo cual he de estipular una cláusula. Le exijo que me dé su palabra de honor de que la dejará a la salida de la iglesia y de que por espacio de un año entero nunca intentará estar con ella si no es en presencia de una tercera persona. Una vez vencido ese plazo, yo me comprometo a entregársela en calidad de esposa suya, de hecho y también de nombre. ¡Ahí está! ¿Qué le parece, pues?

Estaba demasiado pasmado, demasiado abrumado para decir nada en ese momento, y Mr. Sherwin siguió a lo suyo. – Este plan que se me ha ocurrido, dése cuenta, reconcilia todos los extremos. Si llega a producirse un accidente, si somos descubiertos, está claro que su padre no podrá hacer nada para impedir la boda, puesto que la boda ya se habrá celebrado. Al mismo tiempo, yo me aseguro el plazo de un año para que termine de formarse su constitución, para ultimar el perfeccionamiento de sus cualidades, en fin, ya sabe usted. Además, así disfruta usted de una oportunidad única para navegar ciñéndose al viento todo lo que usted quiera, para comunicar el asunto a su señor padre poco a poco, sin temor a las consecuencias, en el supuesto de que al fin y al cabo se torcieran las cosas. Por mi honor, mi estimado señor, creo que merezco toda credibilidad por haber ideado un plan como éste; todo queda bien aclarado, enderezado, al gusto además de todas las partes. No hará falta que le diga que dispondrá de todas las facilidades para estar con Margaret, aunque con las restricciones de que le hablaba, con esas restricciones, ya me entiende usted. Es posible que la gente hable de sus visitas; sin embargo, como tendré en mi poder el certificado, y estaré tranquilo por tenerlo todo aclarado y asegurado, no pienso preocuparme por tales habladurías. Bueno, ¿y qué me dice? Tómese su tiempo, piénselo despacio si quiere; recuerde solamente que tengo absoluta confianza en su honor, y que actuó movido por un sentimiento paternal, en defensa de los intereses de mi queridísima hija.

Calló al fin, seguramente extenuado por la extraordinaria volubilidad de su larga arenga.

Habrá hombres con más experiencia en este mundo, menos dominados por el amor de lo que yo estaba, que en una situación como ésa habrían reconocido en esa proposición una probatura injusta para su contención y es posible que también una humillación no menos injusta. Otros habrían detectado la motivación egoísta que entrañaba, la mezquina desconfianza de mi honor, mi integridad, mi firmeza, que subyacía a su proposición; la no menos mezquina ansiedad que demostraba Mr. Sherwin en su afán por sacar partido cuanto antes de semejante trato, seguramente por miedo a que yo me arrepintiese. Yo no discerní todo esto ni por asomo. En cuanto me repuse del natural asombro de los primeros momentos, solamente vi en el extraño plan que me fue propuesto la certeza de asegurarme -al margen del sacrificio que costara, al margen de los riesgos, al margen de la tardanza- el triunfo definitivo de mi amor. Cuando calló Mr. Sherwin, le contesté de inmediato:

–Acepto sus condiciones. Las acepto de todo corazón.

Poco o mal preparado estaba para un asentimiento tan repentino a su proposición, de manera que al principio pareció absolutamente perplejo. Pero pronto recobró su dominio de sí mismo -su taimado dominio de sí mismo, muy de comerciante-, de modo que se puso en pie y me estrechó la mano con vehemencia.

–Encantado, mi estimado señor; estoy sumamente encantado de ver con qué rapidez nos entendemos, pues es muestra de que nos llevaremos pero que muy bien. Hemos de tomar otra copa, ¡cuernos, debemos celebrarlo con otra copa! ¡Un brindis, ya sabe usted! ¡Un brindis que no puede renunciar a beber de un trago, un brindis por su esposa! ¡Ja, ja! ¡Ahí le he sorprendido, que no? ¡Ay, mi querida, queridísima Margaret! ¡Dios la bendiga!

–Así pues, podemos considerar que todas las dificultades están por fin zanjadas -dije, deseoso de poner fin a mi entrevista con Mr. Sherwin tan rápidamente como me fuera posible.

–Decididamente. Zanjadas y bien zanjadas, si me permite decirlo. Sí quisiera, entiéndame, que se haga un seguro de vida, y le pediría que lo extendiera a favor de Margaret; tal vez también sería buena idea que preparase un contrato en el que se comprometa a asignar una determinada parte de las propiedades que pueda usted llegar a poseer más adelante a su esposa y a sus hijos. ¡Ya ve, a estas alturas ya pienso con verdaderas ganas en el día en que sea abuelo! En fin, todo esto puede esperar a mejor ocasión. Digamos que dentro de un día o dos…

–Así pues, supongo que no pondrá ninguna objeción a que vea ahora a Miss Sherwin, ¿verdad?

–En modo alguno. Puede verla ahora mismo, si así lo desea. Venga por aquí, mi estimado señor. Por aquí. – Y me condujo por el pasillo hasta llegar al comedor.

Esta pieza estaba amueblada con menos lujo, aunque con peor gusto (si es posible) que la sala de la que acabábamos de salir. Junto a la ventana estaba sentada Margaret; era la misma ventana por la que la había visto aquella tarde en que llegué caminando a la plaza, después de nuestro encuentro en el ómnibus. La jaula del canario estaba colgada en el mismo sitio. Me fijé entonces, con momentánea sorpresa, en que Mrs. Sherwin estaba sentada a bastante distancia de su hija, en el otro extremo de la estancia; acto seguido, me situé junto a Margaret. Llevaba un vestido de color amarillo claro, que daba un especial esplendor a su tez morena y a su magnífica melena castaña. Una vez más, se volatilizaron todas mis dudas, todos mis reproches, dejando su lugar a una exquisita sensación de felicidad, al resplandor de la alegría y la esperanza, del amor que parecía colmarme el corazón, en el momento mismo en que la miré.

Tras pasar unos cinco minutos en la estancia, Mr. Sherwin susurró algo a su esposa y nos dejó. Mrs. Sherwin siguió en su lugar, aunque no dijo nada. Apenas se volvió a nosotros más que un par de veces. Puede que por simple cuestión de delicadeza se abstuviera de dar la impresión de estar vigilándonos a su hija y a mí. Fueran cuales fuesen sus sentimientos, no me preocupé siquiera de especular al respecto. Bastante tenía con el privilegio de hablar con Margaret sin interrupciones, de declararle por fin mi amor sin titubeos y sin reservas.

¡Cuánto tenía que decirle, y qué breve se me antojó el tiempo de que disponía aquella noche! ¡Qué breve, sí, para referirle todos los pensamientos que en el pasado había generado ella en mí, todos los sacrificios a los que de buena gana había accedido con tal de tenerla, todas las expectativas de la felicidad futura que había concentrado en ella y que vivían, de hecho, gracias a la perspectiva de que me recompensara con su amor! Ella dijo bien poca cosa, aunque tan poca cosa fue un nuevo deleite a mis oídos. Sonrió, me dejó tomarle de la mano sin hacer el menor intento de retirarla. Había anochecido; la oscuridad empezaba a espesar a nuestro alrededor; la figura quieta de Mrs. Sherwin, quieta como si estuviera muerta, siempre en el mismo lugar, siempre en la misma postura, fue difuminándose en la penumbra, al otro lado de la estancia. Sin embargo, en ningún momento se me pasó por la cabeza la idea del tiempo que pasaba, la idea de mi hogar. Podría haberme pasado la noche entera sentado con Margaret ante la ventana, sin tener conciencia de las horas que irían pasando.

Sin embargo, relativamente pronto entró de nuevo en la estancia Mr. Sherwin, que me sacó de mi ensoñación acercándose a nosotros y hablando con los dos. Me di cuenta de que ya había pasado tiempo más que suficiente y de que esa noche ya no íbamos a estar juntos los dos. Por eso, me levanté y procedí a despedirme, no sin antes concertar una hora para ver a Margaret al día siguiente. Mr. Sherwin me acompañó a la puerta con gran ceremonia. Cuando ya me marchaba, me sujetó del brazo y me habló en tono sumamente confidencial.

–Venga mañana una hora antes de lo fijado, así saldremos juntos a obtener la licencia. No pondrá ninguna objeción, ¿verdad? La boda podría celebrarse exactamente dentro de una semana, ¿le parece bien? Será como usted diga, por supuesto; no quisiera dar la impresión de que soy un dictador. ¡Ah, ya veo que no pone objeciones! Pues le garantizo que Margaret tampoco objetará nada. Respecto al consentimiento, en lo que a la boda se refiere, hay una absoluta reciprocidad por ambas partes, ¿verdad que sí? Muy bien, pues buenas noches. Y que Dios le bendiga.

XII

Esa noche volví a casa sin sentir la renuencia ni las aprensiones que había sentido la última vez en que me acerqué a la entrada de nuestro domicilio. La certeza del éxito que se desprendía de lo ocurrido durante aquella velada me confirió una confianza en mi propio dominio, una confianza en mi capacidad de esquivar todas las preguntas peligrosas, como nunca había experimentado. No me preocupó que de inmediato, y quizá durante un buen rato, fuera a encontrarme en compañía de Clara o de mi padre. Fue provechoso, para preservar mi secreto, que me hallase en ese estado de ánimo, ya que nada más abrir la puerta de mi estudio me quedé de una pieza al verlos a los dos en mis aposentos.

Cuando entré, Clara estaba midiendo uno de mis anaqueles repletos de libros con un trozo de cordel; aparentemente, estaba comparando su longitud con la de otro anaquel vacío que había en la pared contigua. Al verme, dejó lo que estaba haciendo, y se dio la vuelta para mirar con gesto significativo a mi padre, el cual se hallaba cerca de ella, con una carpeta llena de papeles en la mano.

–No es de extrañar que te sorprenda esta invasión de tu territorio, Basil -dijo mi padre con una peculiar amabilidad-. De todos modos, tendrás que solicitar una explicación, si quieres, a la primera ministra de la casa -y señaló a Clara-. Yo no soy más que el instrumento de una conspiración doméstica ideada por parte de tu hermana.

Clara parecía dudar; no sabía si decir algo o no. Fue la primera vez en que vi semejante expresión en su cara, en el momento en que me miró a los ojos.

–Nos han descubierto, papá -dijo tras un brevísimo silencio-, y hemos de dar las explicaciones de rigor. Pero ya sabes que siempre que puedo dejo en tus manos todas las explicaciones.

–Muy bien -dijo mi padre sonriendo-. En este caso, mi tarea será bien fácil. Cuando me dirigía a mi despacho, Basil, me interceptó tu hermana y me trajo aquí para que le diera mi opinión sobre un nuevo conjunto de anaqueles que pensaba encargar para ti, y eso que debiera estar ocupándome de mis propios asuntos de dinero. Clara había pensado encargar en secreto esos anaqueles, para instalarlos por sorpresa en tu estudio, un día en que tú no estuvieras en casa. De todos modos, como la has sorprendido en el momento en que medía los espacios con la habilidad de un experto carpintero, todo hay que decirlo, y con el ímpetu de una arbitraria damisela que gobierna sin oposición en toda la casa, guardar el secreto está ya fuera de toda consideración. Hemos de hacer virtud de la necesidad, y confesarlo todo.

¡Pobre Clara! Ésa fue su única intervención tras los diez días de total olvido de ella en que había incurrido yo y le había dado miedo decírmelo ella en persona. Me aproximé a darle las gracias, aunque no con demasiada gratitud, me temo, pues me sentía demasiado confuso para hablar con toda libertad. Me pareció una fatalidad. A medida que aumentaba el mal que causaba yo en secreto a los lazos de familia, a los principios de familia, más era el bien que inconscientemente me devolvía mi familia a través de las manos de mi hermana.

–Yo no puse la menor objeción al plan de los anaqueles, por supuesto -prosiguió mi padre-. Lo cierto es que hace falta más sitio para los volúmenes y volúmenes que has ido reuniendo; sin embargo, sí le sugerí que pospusiera la ejecución del proyecto. Está bien claro que esos anaqueles no harán verdadera falta al menos hasta dentro de unos' meses. Y dentro de una semana exactamente nos volvemos al campo.

No pude reprimir un sobresalto de asombro y de desazón. Ésa era la dificultad que debiera haber previsto mucho tiempo antes, pero que de modo casi inexplicable nunca se me pasó por la cabeza, aun cuando era efectivamente el momento del año en que muchas otras veces nos habíamos ausentado de Londres ya de modo acostumbrado. ¡Dentro de una semana exactamente! ¡El día mismo que fijó Mr. Sherwin para mi boda!

–Mucho me temo, señor, que no podré marchar con usted y con Clara tan pronto como usted propone. Tenía el deseo de permanecer en Londres por más tiempo. – Lo dije en voz baja, sin aventurarme a mirar a mi hermana. Pero no pude dejar de oír la exclamación que a ella se le escapó mientras yo hablaba, ni el tono que le dio.

Mi padre se acercó uno o dos pasos hacia mí y me miró a los ojos con insistencia, con la firme y penetrante expresión que le caracterizaba.

–Me parece una decisión de todo punto extraordinaria -dijo. Su tono de voz y su talante cambiaron ominosamente-. Tu súbita ausencia en estos últimos dos días ya me pareció bastante rara; en cambio, esto de quedarte en Londres tú solo es de veras incomprensible. ¿Qué es lo que tienes que hacer?

Una excusa… ¡no! ¡No fue una excusa! Vale más que en estas páginas llamemos a las cosas por su nombre: una mentira afluía a mis labios, pero mi padre la cortó en seco. En seguida se percató de mi azoramiento, por más ansiosamente que me esforzase por disimularlo.

–Basta -dijo, fríamente, mientras por vez primera asomaba a sus mejillas ese enrojecimiento que en él tanto significaba-. ¡Basta! Si has de dar excusas, Basil, prefiero no hacer preguntas. Tienes un secreto que has optado por guardarme, y te ruego que lo guardes. Nunca me he acostumbrado a tratar a mis hijos tal como no trataría a ningún otro caballero con el que por casualidad tuviera relaciones. Si ellos tienen asuntos privados, no soy quién para interferir en esos asuntos. La confianza que tengo en su honor es mi única garantía, lo único que me asegura que no me están engañando. En una relación entre caballeros, ésa es garantía más que suficiente. Quédate, así pues, todo el tiempo que desees. Nos alegrará verte con nosotros en el campo, en el momento en que tus ocupaciones te permitan abandonar la ciudad. – Se volvió hacia Clara-. Cariño, supongo que ya no me necesitas más aquí. Mientras me ocupo de mis negocios, tú te puedes ocupar del asunto de tus anaqueles con tu hermano. Hagas lo que hagas, me alegraré de dar las órdenes que sean precisas.

Y así se marchó de mis aposentos, sin hablarme ni mirarme otra vez. Me dejé caer sobre un sillón, sintiéndome desgraciado, carente de autoestima, debido a las últimas palabras que me había dicho. La confianza que tenía en mi honor era su única garantía contra la posibilidad de que yo le engañase. Según pensaba en esa afirmación, todas y cada una de sus sílabas parecieron traspasarme la conciencia, marcar a fuego la hipocresía en mi corazón.

Me volví hacia mi hermana. Estaba de pie a escasa distancia de mí, pálida y silenciosa, retorciendo con gestos mecánicos el cordel con que había medido los anaqueles, que todavía sostenía entre sus dedos temblorosos, y me miró de forma tan adorable, tan lastimera, que mi fortaleza terminó por ceder cuando le miré a los ojos. En ese instante fue como si me olvidase de todo lo que había pasado desde el día en que conocí a Margaret, como si de golpe me viera devuelto a mi antigua manera de vivir, a mis antiguas simpatías domésticas. Me quedé cabizbajo, y sentí que las lágrimas, calientes, pugnaban por brotar de mis ojos.

Clara se acercó en silencio a mi lado; se sentó junto a mí y me rodeó con un brazo por el cuello.

Cuando estuve más tranquilo, me habló en tono muy suave.

–He estado muy preocupada por ti, Basil, y tal vez he dejado, sin querer, que esa preocupación se me notase más de lo debido. Quizá me he acostumbrado a extraer demasiado de ti; quizá has estado siempre demasiado dispuesto a complacerme. Pero lo cierto es que llevo mucho tiempo acostumbrada a que así sea, y no tengo a nadie con quien hablar como hablo contigo. Papá es muy amable, pero nunca podría ser exactamente lo que tú eres para mí; Ralph no vive con nosotros, y siempre le he importado poco, eso creo. Tengo algunas amistades, pero no son…

Calló de nuevo, le fallaba la voz. Se esforzó un instante por mantener la compostura; se esforzó como sólo saben esforzarse las mujeres, y culminó con éxito su empeño. Me apretó el cuello más fuerte, pero habló en un tono más firme y más claro cuando retomó la palabra.

–No me será nada fácil dar por perdidos nuestros paseos por el campo, a caballo y a pie, ni tampoco las charlas que siempre teníamos al atardecer, en la vieja biblioteca de la casa de campo. Sin embargo, creo que podré renunciar a todo esto y marcharme sola con papá, aunque sea por vez primera, sin ponerte melancólico con lo que pueda yo decir o hacer en esta despedida, siempre y cuando me prometas que cuando te encuentres en dificultades me dejarás ayudarte. Creo que siempre podré ser de utilidad, ya que siempre tendré un vivo interés por todo lo que te concierna. No quiero ser yo quien se entrometa en tu secreto, pero si ese secreto alguna vez te causa problemas o malestar (y espero que no sea así, y rezo para que no lo sea), quiero que tengas toda la confianza en mi capacidad para ayudarte, sea como sea, a superar cualquier adversidad. Déjame marchar al campo, Basil, a sabiendas de que aún confías en mí incluso aunque llegue el día en que ya no puedas confiar en nadie más. Dímelo, Basil; dime que así es.

Le di la garantía que tanto deseaba tener, se la di de todo corazón. Fue como si, con las contadas y sencillas palabras que dijo, hubiese recobrado la influencia que siempre había tenido sobre mí. Se me pasó por la cabeza que tal vez debería, por elemental gratitud, confiarle mi secreto de inmediato, sabedor de que mi secreto estaría a salvo, pues ella no lo revelaría; sin embargo, pensé, comunicárselo tal vez la sobresaltase o incluso la hiriese. Creo que habría terminado por confiárselo, de no haber sido por un mínimo accidente, por la banal interrupción que supuso el que alguien llamase entonces a la puerta.

Era uno de los criados. Mi padre deseaba ver a Clara, por algo relacionado con su inminente viaje a la casa de campo. No se encontraba ella del todo bien para obedecer a ese llamamiento en el acto; sin embargo, con su coraje de costumbre a la hora de disciplinar sus sentimientos y someterse a los deseos de cualquier persona a la que amase, decidió obedecer de inmediato el mensaje que acababa de recibir. Unos instantes en silencio; un leve temblor en seguida reprimido; un beso de despedida, unas palabras de ánimo ya desde la puerta:

–No te apenes por lo que ha dicho papá. Tú me has hecho muy feliz, Basil, y yo sabré hacerle feliz a él también. – Y así se marchó Clara.

En esos breves momentos de la interrupción, pasó el momento oportuno para desvelar mi secreto. En cuanto mi hermana se hubo marchado de la estancia, regresó la renuencia que sentí anteriormente, la negativa a confiarlo a nadie de los míos, y ya no se alteró durante el largo año de prueba que había accedido a pasar. Claro que esto no importó mucho. Tal y como iban a desarrollarse los acontecimientos, si se lo hubiera dicho todo a Clara, el final habría sido exactamente el mismo, y la fatalidad se habría precipitado exactamente por los mismos medios.

Salí poco después de que se fuese mi hermana. Durante el resto de la noche, no pude dedicarme a ninguna ocupación allá en casa, y supe también que sería inútil procurar dormir en esos momentos. Mientras caminaba por las calles se formaron en mí amargos pensamientos contra mi padre, amargos pensamientos contra su inexorable orgullo de familia, impuestos sobre mi espíritu por el disimulo y el secreto, por la opresión que ya había padecido en grado superlativo; dicho de otro modo, fueron amargos pensamientos en contra de esas tiranías sociales que no toman en consideración la simpatía y el amor, lo más humano, y que mi padre encarnaba decisivamente frente a mis ideas. Poco a poco, estas reflexiones se fundieron con otras no tan lúgubres. Pensé otra vez en Clara, consolándome con la creencia de que, al margen del modo en que pudiera recibir mi padre la noticia de mi matrimonio, podía contar con mi hermana, estar seguro de que amaría a mi esposa y la trataría con toda amabilidad, aunque sólo fuese por mí. Este pensamiento me llevó a recordar a Margaret con suavidad, felizmente. Regresé a casa, calmado y tranquilizado de nuevo, al menos aquella noche.

Los acontecimientos de aquella semana, tan cargados de importancia para mi porvenir, se sucedieron con ominosa rapidez.

Se obtuvo la licencia matrimonial; se dio cumplida cuenta de todos los demás preliminares pendientes de ajustar con Mr. Sherwin; vi a Margaret a diario, y me entregué sin reservas de ninguna clase al encanto que sobre mí ejercía en cada uno de nuestros encuentros. En casa, el ajetreo de la partida inminente, las visitas de despedida, la infinidad de pequeñas cuestiones pendientes de resolver antes de realizar un viaje al campo, daban la sensación de acelerar las horas, al tiempo que el día en que Clara se marchase, el día en que yo iba a contraer matrimonio, iba estando más cercano. Toda clase de interrupciones me impidieron mantener una conversación más larga, más privada, con mi hermana. Mi padre, por su parte, rara vez estuvo disponible durante más de cinco minutos seguidos, ni siquiera Para los que muy en especial deseaban hablar con él. En mis relaciones con los de casa no surgió nada que me azorase, nada que me alarmase de veras.

Llegó el día. No había dormido durante toda la noche anterior, así que me levanté temprano, por ver qué tal pintaba la mañana.

Es extraño con qué frecuencia ejerce su natural prerrogativa esa instintiva creencia en los malos presagios y en la predestinación, eso que con displicencia llamamos superstición, y cómo se adueña incluso de mentalidades que han sido adiestradas para repudiarla, especialmente en los momentos en que un gran acontecimiento va a marcar nuestra vida. Creo que esto les ha ocurrido a muchísimos hombres, a muchos más de los que lo han confesado, y a mí desde luego me ocurrió. En cualquier período anterior, me hubiese echado a reír ante la sola imputación de que yo hubiese albergado siquiera por un instante un sentimiento de índole supersticiosa. En cambio, mientras oteaba el cielo y veía las negras nubes que abarcaban el firmamento entero, mientras miraba la intensa lluvia que vertían los nubarrones, se adueñó de mí una congoja irreprimible. Durante los últimos diez días, el sol había lucido prácticamente sin interrupción; en cambio, el día fijado para mi boda llegaron las nubes, la niebla, la lluvia. Hice el esfuerzo de reírme de los malos presagios en que me hizo pensar el mal tiempo, pero fue un esfuerzo en vano.

Estaba previsto que emprendieran viaje a la casa de campo a hora muy temprana. Desayunamos todos juntos; fue un desayuno apresurado, incómodo, en silencio. Mi padre se pasó todo el tiempo escribiendo algunas notas, o bien examinando las cuentas que le había presentado el mayordomo. Clara fue visiblemente incapaz de pronunciar una sola palabra sin arriesgarse a perder por completo la compostura. Fue tan absoluto el silencio, mientras estuvimos sentados a la mesa, que tanto la lluvia (que se suavizó, a la vez que caía con más persistencia, a medida que fue transcurriendo la mañana), como el rápido y discreto trajín de los criados por el comedor, se oían con dolorosa nitidez. La opresión del que sería el último desayuno de familia en Londres, durante lo que restaba de año, surtió un efecto tan desconsolador que no podría describirlo, así como tampoco puedo olvidarlo.

Al fin llegó el momento de partir. Clara parecía tener miedo incluso de confiarse a mirarme a la cara. Con prisas, se bajó el velo sobre la cara nada más anunciarse que el coche estaba listo. Mi padre me estrechó la mano con bastante frialdad. Yo había esperado que me dijera algo al despedirnos, pero se limitó a decirme adiós con toda simpleza y brevedad. Hubiese preferido que me hablase con enojo y no con la contención de que hizo gala, reduciéndose a la cortesía más elemental. Tan sólo le quedaba un desaire por hacerme y no me lo ahorró. Mientras mi hermana se despedía de mí, esperó a la puerta de su dormitorio para acompañarla a bajar las escaleras, como si supiera intuitivamente que ésa era la última atención que yo había confiado en mostrarle.

–Piensa en lo que me prometiste en tu estudio, Basil -susurró Clara en una voz tan baja, tan temblorosa, que a duras penas acerté a entenderla-. Cuando pienses en mí, dijiste que me escribirías a menudo.

Al levantar su velo por un instante, al besarme, sentí en la mejilla las lágrimas que rodaban por las suyas. Los seguí a los dos por las escaleras. Cuando hubieron salido a la calle, Clara me dio la mano: una mano helada, inerte. Me di cuenta de que la fortaleza que me había prometido tener en la ocasión ya no le acompañaba, a pesar de todos sus esfuerzos por conservarla; por eso la dejé subir de prisa al coche, sin detenerla con una última palabra de despedida. Acto seguido, mi padre y ella se alejaron a gran velocidad.

Cuando entré de nuevo en la casa, el reloj me indicó que aún me quedaba una hora de espera antes de que llegase el momento de ir a North Villa.

Entre las distintas emociones producidas por la impresión de a escena que acababa de vivir, y la anticipación con que pensaba en la escena que aún estaba por llegar, sufrí durante esa hora tantos conflictos internos como los que sufren casi todos los hombres en su vida entera. Era como si agotase todos mis sentimientos en tan breve margen de espera, como si mi corazón tuviese que pararse una vez concluido ese lapso. Mi inquietud era una tortura, a pesar de lo cual no lograba superarla. Recorrí la casa entera, de habitación en habitación, sin pararme en ninguna. Tomé de la biblioteca un libro tras otro, los abrí con la intención de leer un rato, y acto seguido los volví a dejar en su sitio. Una y otra vez me asomé a la ventana para distraerme con lo que pasara por la calle, pero no llegué a quedarme quieto ni siquiera un minuto seguido. Fui a la galería, miré los cuadros que colgaban de las paredes, y tampoco supe qué estaba mirando. Por fin deambulé hasta el estudio de mi padre, la única estancia que aún no había visitado.

Sobre la chimenea estaba colgado un retrato de mi madre. A él volví los ojos, y por vez primera viví una larga pausa. El cuadro tuvo en mí el efecto de aquietarme, aunque a duras penas entendí en qué consistía ese efecto. Quizá llevó mi espíritu cerca de ese espíritu que ya no estaba con nosotros; quizá, esas voces secretas del mundo de lo desconocido, las voces que sólo el alma sabe escuchar, se soltaron en ese momento y me hablaron por dentro. Mientras permanecí sentado, mirando el retrato, noté una extraña y repentina calma. Se me fue la memoria a una larga enfermedad que padecí de niño, una larga temporada en que mi cuna estuvo junto al lecho de mi madre, que pasaba las tardes sentada a mi lado, acunándome hasta que me quedaba dormido. Este recuerdo trajo consigo la terrible imaginación de que tal vez quisiera ella acunar mi espíritu en esos momentos, desde el lugar en que se hallase, entre los ángeles de Dios. La quietud y el temor se adueñaron de mí y terminé por esconder la cara entre las manos.

Un reloj que dio la hora en la estancia me sobresaltó y me hizo regresar al mundo en que me hallaba. Me marché de casa inmediatamente y encaminé mis pasos hacia North Villa.

Margaret, su padre y su madre estaban en la sala cuando llegué. En seguida entendí que ni Mr. Sherwin ni su señora habían pasado la mañana en calma. El inminente acontecimiento que todos esperábamos para ese día había obrado su revuelta influencia en ellos, tal como la obró en mí. Mrs. Sherwin había palidecido hasta quedar muda; ni una sola palabra salió de sus labios. Mr. Sherwin se esforzó por adoptar un aire de tranquilidad que obviamente estaba muy lejos de sentir de veras, pues lo hizo caminando con brusquedad de un lado a otro de la sala y hablando por los codos, haciendo las preguntas más elementales y los chistes más vulgares. Para mi sorpresa, Margaret mostró muy pocos síntomas de agitación, sobre todo en comparación con sus padres. Salvo por el color que le subía a las mejillas sin que existiera razón para ello, salvo por la blancura que en seguida cobraba su piel, no pude detectar en ella otras muestras de emoción visible.

La iglesia estaba cerca. Por el camino arreció la lluvia, y la neblina matinal espesó hasta formar una niebla densa. Tuvimos que aguardar en la sacristía a que llegase el clérigo que iba a oficiar la ceremonia. En aquella sala parecía condensarse toda la negrura y toda la humedad del día; era un lugar oscuro, frío, melancólico, cuya única ventana miraba al cementerio contiguo, sobre cuyo suelo empapado flotaban hilachas de vapor. La lluvia repicaba con monotonía en la acera. Mientras Mr. Sherwin hablaba del tiempo con el sacristán (un hombre alto y enjuto, vestido con la sotana negra de rigor), yo permanecí sentado en silencio, cerca de Mrs. Sherwin y de Margaret, observando con atención mecánica las blancas casullas que colgaban delante de mí, en un armario entreabierto, así como la botella de agua y el vaso, los libros de gran formato, encuadernados en cuero marrón, que estaban sobre la mesa. Fui incapaz de hablar, incapaz de pensar incluso, durante ese intervalo cargado de expectación.

A la postre llegó el clérigo y entramos en la iglesia, una iglesia que era una desolación de bancos desiertos, con ese ambiente helado, pesado, de día de semana. Mientras nos situábamos en torno al altar, una enorme confusión embotó todas mis facultades. Mi percepción del lugar en el que me encontraba, incluso de la ceremonia en que tomaba parte, fue haciéndose borrosa y dudosa por momentos. No conseguí centrar mi atención mientras duró la ceremonia. Balbuceé y me confundí al pronunciar los responsos. En un par de ocasiones me di cuenta de que estaba impaciente por la lentitud con que transcurría la ceremonia; me pareció el doble, el triple de larga que lo habitual. Con esta impresión vino a mezclarse otra, desatinada y monstruosa, que me pareció producida por un sueño: era la impresión de que mi padre había descubierto mi secreto, de que me espiaba desde un rincón escondido de la iglesia, atento a denunciarme en el momento propicio, resuelto a abandonarme públicamente al final. Esta morbosa fantasía fue creciendo dentro de mí hasta que concluyó la ceremonia, hasta que nos fuimos de la iglesia y regresamos a la sacristía.

Se pagaron las tasas correspondientes; inscribimos nuestra alianza en el registro y en el certificado; el clérigo me deseó felicidad con todo comedimiento, y el sacristán le imitó solemnemente. El encargado de los bancos sonrió e hizo una reverencia; Mr. Sherwin hizo un discurso de felicitación, besó a su hija, me estrechó la mano, frunció el ceño para recriminar en privado a su señora las lágrimas que se le habían escapado y, por último, encabezó el cortejo con Margaret del brazo, y así salimos de la sacristía. Seguía lloviendo cuando los dos subieron al coche. La niebla iba ganando espesor, según me di cuenta al quedarme a solas bajo el pórtico de la iglesia, intentando darme plena cuenta de que estaba casado.

¡Yo, casado! ¡El hijo del hombre más orgulloso de Inglaterra, heredero de un apellido que consta en el pergamino de Battle Abbey, casado con la hija de un comerciante en paños! ¡Y qué matrimonio! ¡Qué condiciones pesaban sobre él! ¡Qué dura prueba iba a empezar ahora! ¿Por qué había accedido tan fácilmente a las proposiciones de Mr. Sherwin? ¿No habría terminado por ceder, si yo hubiese tenido la resolución necesaria para imponer mis propias condiciones?

¡Y qué inútil es formular estas preguntas! Había aceptado el compromiso y debía por lo tanto cumplirlo a rajatabla, cumplirlo incluso de buen humor, hasta que pasara el año impuesto y ella fuera mía para siempre. Ése había de ser mi único pensamiento, la única idea que guiara todos mis actos en el futuro. Se acabaron las reflexiones sobre las consecuencias de lo hecho, se acabaron los malos presagios por la revelación de mi secreto ante mi familia. Había dado el salto a una nueva vida; me llevara a donde me llevase, era un salto que ya nunca podría volver atrás.

Con esa inconmovible obstinación que caracteriza a toda persona de frágil mentalidad cuando ha de afrontar sus asuntos de más peso, Mr. Sherwin había insistido en que la primera cláusula de nuestro acuerdo (abandonar a mi esposa a la puerta de la iglesia) se cumpliera al pie de la letra. Como compensación por ello, estaba invitado a cenar en North Villa esa misma noche. ¿A qué iba a dedicar todo el tiempo que me quedaba hasta la hora de la cena?

Me fui a casa, ordené que ensillaran mi caballo. No estaba de humor para permanecer en una casa desierta; no estaba de humor para visitar a mis amistades. Lo único que podía apetecerme era una larga cabalgada bajo la lluvia. Todas las fatigas y todas las deprimentes emociones de la mañana se habían fundido en una desatada excitación de cuerpo y de mente. Cuando trajeron el caballo, vi con placer que el mozo a duras penas podía sujetarlo.

–Llévelo en corto, señor -dijo el hombre-. Hace tres días que no sale.

Mi ánimo era el perfecto para una cabalgada como la que me prometía semejante advertencia.

¡Y vaya cabalgada fue, cuando por fin salí de los límites de Londres, al levantar la niebla e iluminarse la tarde, al ver el camino liso y despejado ante mí! La velocidad del animal bajo la lluvia dispersa que aún caía, el paso largo y regular de mi caballo, la emoción que produce la empatia física establecida entre jinete y montura, el dejar atrás las carretas y las diligencias, los frenéticos ladridos de los perros que me saludaban al pasar, y volar por delante de las tabernas del camino, los gritos de los muchachos y de los hombres medio borrachos que resonaban un instante a mis espaldas, para perderse después a lo lejos… eso sí que era ocupar, acelerar, aniquilar las premiosas horas de soledad que viví en el día de mi boda, tal como exactamente apetecía mi corazón.

Llegué a casa calado hasta los huesos, pero con el cuerpo caldeado por el ejercicio, con el ánimo a punto de hervir, febril. Cuando me presenté después en North Villa, mi cambio de talante sorprendió a todos. Al cenar, no fue preciso insistirme para que compartiera el jerez a que Mr. Sherwin se enorgullecía de invitarme, ni tampoco necesité mayor apremio para catar el oporto que sacó después, sin olvidar su explicación preliminar sobre la cosecha, la añada, el precio de cada botella. Por engañoso que fuera, mi buen humor estuvo incólume. Cada vez que miraba a Margaret, su presencia estimulaba mi ánimo. Me pareció algo preocupada y se mantuvo insólitamente callada durante la cena; sin embargo, su belleza era de esa belleza voluptuosa, que resulta más adorable que nunca en reposo. Nunca como en esta ocasión me pareció que fuese tan grande el influjo que tenía sobre mí.

En la sala, el talante de Margaret se tornó más familiar, más confiado y desenvuelto conmigo, en comparación con el modo en que me había tratado hasta entonces. Me habló con más calor, me miró con más candor. La velada de nuestra boda estuvo jalonada por cien anécdotas, esas baratijas que atesora el amor, y que siguen estando en mi recuerdo. Entre ellas, hay una al menos de la que nunca me olvidaré: aquella noche la besé por primera vez.

Mr. Sherwin se había ausentado de la sala; Mrs. Sherwin estaba al otro extremo, regando unas macetas de la ventana. Por expreso deseo de su padre, Margaret me estaba mostrando unos curiosos grabados. Me entregó una lupa con la que debía estudiar yo una parte en concreto de uno de los grabados, que estaba considerado como una obra maestra en su género. En vez de aplicar la prueba de la lupa al grabado, que no me importaba nada, la coloqué entre risas sobre el rostro de Margaret. A través del cristal, su adorable y lustroso ojo negro pareció relampaguear al mirarme; su cálida, agitada respiración me llegó a la mejilla. No fue más que un instante, y en ese instante la besé por vez primera. ¡Qué sensaciones me produjo aquel beso! ¡Qué recuerdos me trae ahora!

Fue una prueba más de la ternura, de la pureza con que la amaba; hasta ese momento, me había dado miedo aprovechar el primer privilegio del amor que tanto había anhelado afirmar, y que bien pudiera haber afirmado antes. Puede que los hombres no me entiendan, pero las mujeres sí me entenderán.

Llegó la hora de despedirnos, la hora inexorable que iba a separarme de mi esposa antes de que terminase el día que nos casamos. ¿Debo confesar ahora lo que sentí al cumplir por primera vez la descabellada promesa que le hice a Mr. Sherwin? No. Es un secreto que no le he revelado a Margaret, y que me abstengo de revelar aquí.

Me despedí de ella tan presurosa y tan bruscamente como pude; imposible hubiera sido confiar en despedirme de ella de otro modo. Se las había ingeniado para recogerse en la zona menos iluminada de la sala, de modo que sólo vi vagamente su rostro en el momento de la despedida.

Fui a casa. Cuando me acosté, dispuesto a dormir, comenzó la ordalía para la que no había dejado de aprestarme inconscientemente durante el día entero. Todos los nervios de mi cuerpo, puestos en tensión extrema desde la mañana, por fin aflojaron y cedieron. Noté que me temblaban las extremidades hasta que la cama vibró bajo mi peso. Me poseyó el horror más lúgubre, sólo que no estuvo originado por pensamiento alguno, así como tampoco originó pensamientos: mis facultades intelectuales parecían paralizadas del todo. La reacción física y mental, después de la fiebre y la agitación del día vivido, fue tan repentina y tan grave que hasta los más tenues ruidos de la calle me aterraban: sí, literalmente me aterraban. El silbido del viento que se había levantado después de ponerse el sol me hizo incorporarme en la cama de un brinco, con el corazón desbocado y la sangre helada en las venas. Cuando no se oía nada, aguzaba el oído en espera de los ruidos: estaba alerta y sin respirar, sin osar mover un músculo. Al final, la agonía de la postración nerviosa fue más de lo que pude soportar, peor aún que el horror del niño al caminar a oscuras, al dormir solo en la primera planta de la casa, que ya me había abrumado desde que me acosté. A tientas llegué a la mesa y encendí la vela en la palmatoria. Me envolví con el batín y me quedé estremecido junto a la luz de la llama, dispuesto a pasar en vela las fatigosas horas que restaban hasta el amanecer.

¡Y así fue mi noche de bodas! ¡Así terminó el día que había comenzado cuando me casé con Margaret Sherwin!

SEGUNDA PARTE

I

Así llego a una nueva época en mi narración. Hasta la fecha en que contraje matrimonio me he presentado como un agente activo en los diferentes sucesos descritos. Después de ese momento, salvo una o dos excepciones, y durante todo el año en que estuve a prueba, cambió mi postura con mi cambio de vida, y me convertí en un sujeto pasivo.

Durante ese año de paréntesis se produjeron algunos sucesos, parte de los cuales en su día despertaron mi curiosidad, pero no mi aprensión, mientras otros me afectaron y me sumieron en una pasajera decepción, si bien ninguno de ellos me inspiró la menor suspicacia. Ahora sí puedo repasarlos, al igual que tantas oportunas advertencias que pasé por alto en su día con fatal negligencia. Precisamente en estos sucesos queda en realidad comprendida la historia del largo año que hube de esperar hasta hacer valer mi reclamación sobre mi esposa. Son sucesos que jalonaron el paso del tiempo con frecuencia, preñándolo de significado. Por eso, a ellos he de ceñirme de forma exclusiva en este otro tramo de mi narración.

Antes será, de todos modos, necesario que describa la naturaleza de mi relación con Margaret durante el período de prueba que siguió a nuestra boda.

La mayor preocupación de Mr. Sherwin era que mis visitas a North Villa fuesen poquísimas; saltaba a la vista que temía las consecuencias de que su hija y yo nos viéramos muy a menudo. Sin embargo, sobre este particular sí tuve la resolución necesaria para hacer hincapié en la defensa de mis intereses y vencí toda la resistencia que él opuso. Le exigí que me concediera el derecho de ver a Margaret todos los días, aun dejando que las horas de visita se ajustaran a su conveniencia. Tras las objeciones que cabía esperar, a regañadientes terminó por acceder a mi demanda. No existía compromiso alguno por el que debiera yo limitar el número de las visitas que quisiera hacerle a Margaret, y ya de entrada le hice ver que me tocaba a mí el turno de imponer sobre él ciertas condiciones, tal como él me había impuesto las suyas.

En consonancia con lo dicho, quedó aclarado que Margaret y yo íbamos a vernos a diario. Habitualmente la veía a última hora de la tarde. Cuando tuvo lugar alguna alteración en el horario de mis visitas, esa alteración fue debida a la necesidad (que todos reconocimos por igual) de evitar un encuentro con alguno de los amigos de Mr. Sherwin.

Los momentos de la mañana o de la tarde que pasé junto a Margaret rara vez transcurrieron en la desocupación ni en el Elíseo del amor. No satisfecho con haber enumerado tan sólo las muchas virtudes adquiridas por su hija en la escuela, como hizo en nuestra primera entrevista, Mr. Sherwin volvió a referirse a ellas con jactancia y en muchísimas ocasiones; llegó incluso al extremo de obligar a Margaret a que desplegase ante mí su conocimiento de ciertas lenguas extranjeras, que nunca dejó él de recordarnos que había pagado pródigamente de su propio peculio. En una de estas exhibiciones de su talento, se me ocurrió la idea de obtener un nuevo placer gracias al trato que tenía con Margaret, y decidí enseñarle a que apreciase y disfrutase de veras la literatura que hasta entonces obviamente sólo había estudiado por ser una tarea impuesta. Mi capricho me llevó a regodearme por anticipado en todo el deleite que iba a procurarme semejante ocupación. Sería como si reviviéramos por entero la historia de Abelardo y Eloísa, como si reviviéramos toda la poesía y el romance por los que comenzaron antaño aquellos inmortales estudios del amor, pero sin el menor asomo de culpa, sin la tristeza que empañaron su conclusión.

Además, tenía un propósito muy concreto en mi deseo de asumir la dirección de los estudios que realizase Margaret. Pensando en el día en que llegara el momento de revelar el secreto de mi matrimonio, me daba cuenta de que sería motivo de orgullo poder presentar a mi esposa a todo el mundo, y entendía que ella sería la excusa que bastaría por sí sola para paliar toda imprudencia en que hubiese incurrido yo a causa de ella. Estaba dispuesto a que muy en especial mi padre careciera de argumentos contra ella, al margen del único y desgraciado argumento que suponía su nacimiento; quería que él la viese como una mujer preparada por la belleza de su cultivado espíritu, así como por sus restantes cualidades, para codearse con la clase más elevada que pudiera ofrecerle el conjunto de la sociedad. Sólo de pensar en esto acometí con renovados ardores mi proyecto; quise asumir mis nuevos deberes sin tardanza y continuar su cumplimiento con una felicidad que nunca tuvo un solo momento de mengua.

De todos los placeres que un hombre encuentra en el trato con una mujer a la que ama, ¿habrá uno solo que exceda, que iguale incluso el placer que procura leer con ella un mismo libro? ¿En qué otra ocasión dura tanto la dulce familiaridad de la más dulce de las compañías, sin llegar a empalagar, y en qué otra ocupación puede pasar una y otra vez esa dulzura, tan delicada, tan inagotable, entre ella y uno mismo? ¿Cuándo se encuentra tu rostro de modo tan constante junto al suyo? ¿Cuándo, sino entonces, pueden mezclarse sus cabellos con los tuyos, tocar su mejilla la tuya, mirar tus ojos los suyos? Es éste el único momento en que uno puede respirar su aliento durante horas y más horas, estar juntos, percibir hasta la menor coloración de sus mejillas, que no en vano imprime algunos cambios en la temperatura de las tuyas, y seguir hasta las más leves palpitaciones de su seno, hasta la menor gradación de sus suspiros, casi como si su corazón latiese en el tuyo, como si su vida alumbrase en la tuya. No cabe duda de que es entonces, si acaso, cuando comprendemos y casi revivimos en nosotros el amor de la primera pareja que existió en la raza humana, cuando los ángeles aún caminaban con ellos por los mismos senderos de un jardín, cuando sus corazones eran puros y desconocían la contaminación del árbol fatal.

Pasó así velada tras velada, cada una más plena de felicidad que la anterior, dedicados a lo que Margaret y yo llamábamos nuestras lecciones. ¡Nunca fueron las lecciones de literatura tan parecidas a las lecciones del amor! Lo que más leíamos eran poetas italianos ligeros; estudiábamos la poesía del amor, escrita además en la lengua del amor. Sin embargo, en cuanto a la clara, utilitaria finalidad que me había propuesto, esto es, aportar una mejora práctica al intelecto de Margaret, fue un propósito que sin sentir, engañosamente, me abandonó tan por completo como si nunca hubiese existido. La escasa enseñanza seria que intenté darle al principio dio resultados muy pobres, la verdad. Es posible que el amante interfiriese demasiado con el preceptor; tal vez cometí el error de estimar en exceso la fertilidad de las facultades que quise cultivar en ella, pero entonces no me importó, así como tampoco pensé en cuestionar dónde se hallaba dicha facultad. Me entregué sin reservas a las exquisitas sensaciones que me procuraba el mero hecho de estar juntos los dos, mirando con Margaret la misma página de un libro, y no detecté, ni pretendí detectar, que era yo el que leía los pasajes más difíciles, y que dejaba muy pocos de los realmente fáciles para que ella probase suerte.

Felizmente, teniendo en cuenta mi paciencia al soportar la dura prueba que me fue impuesta por los términos en los que tanto las restricciones de Mr. Sherwin como mi promesa de obedecerlas me obligaban a convivir con Margaret, era Mrs. Sherwin quien por lo común permanecía en la sala con nosotros dos. Nadie, de todas las personas a las que hayan sido impuestos los ingratos deberes de supervisión que a ella le fueron impuestos, nadie los ha cumplido con tanta delicadeza, con tanta consideración.

Siempre guardó con nosotros dos una distancia tal que no habría podido oírnos cuando hablábamos en susurros. Rara vez notamos que nos estuviese mirando. Tenía una rara forma de estar horas sentada en la misma zona de la sala, sin cambiar siquiera de postura, sin entretenerse con ocupación de ninguna clase, sin decir palabra, sin que se le escapara siquiera un suspiro. Pronto me di cuenta de que en estos lapsos no estaba absorta en sus pensamientos, al contrario de lo que había supuesto en principio, sino que estaba absorta en un extraño letargo corporal y mental, en un trance que la tenía en vela, incómoda, en el que caía por simple debilidad física. Era como la ausencia y la fragilidad del comienzo de la convalecencia, después de una prolongada enfermedad. No cambiaba de apariencia; nunca parecía encontrarse mejor, ni peor. Yo a menudo le hablaba; hice lo indecible por mostrarle mi simpatía, por ganarme su confianza y su amistad. La pobre señora siempre se mostró agradecida, siempre me habló con gratitud y con amabilidad, pero muy brevemente. Nunca me refirió cuáles eran sus sufrimientos, cuáles sus penas. La historia de esa vida solitaria, en suspenso, era un misterio impenetrable incluso para su familia, para su marido y para su hija, tal como lo era para mí. Era un secreto entre Dios y ella.

Con Mrs. Sherwin como guardiana y custodia de Margaret, fácil es imaginar que yo no sintiera en especial ninguna de las opresiones más férreas de la restricción. Su presencia, en calidad de tercera persona encargada de permanecer con nosotros en todo momento, nunca fue suficiente para reprimir esos encariñamientos a que daba lugar la lección de cada tarde, aunque sí fue sobradamente perceptible, dotándolos por tanto del carácter de los encariñamientos escatimados, y sobre esa base me resultaban más preciados aún. Mrs. Sherwin nunca supo, y yo no lo supe cabalmente hasta bastante después, hasta qué punto dependía de su conducta, de su forma de estar sentada en la sala con Margaret y conmigo, el secreto de la paciencia que supe tener durante el año de prueba.

En este aislamiento en que ahora escribo, en la soledad, en este cambio de vida y de todas las esperanzas y disfrutes de la vida que me ha sobrevenido, me estremezco sólo de pensar en cómo fueron aquellas tardes, aquellas veladas en North Villa. En este momento vuelvo a ver la sala como en un sueño, con la mesita redonda, la lámpara de lectura, los libros abiertos. Margaret y yo estamos sentados juntos; su mano está en la mía, mi corazón está en el suyo. El amor, la juventud y la belleza, la mortal Trinidad que adoramos y alabamos en este mundo, se hallan ahí, en esa sala apacible e iluminada con blandura, aunque no están a solas. A lo lejos, en la penumbra que reina al fondo, está una figura solitaria, siempre doliente, siempre inmóvil. Tiene silueta de mujer, aunque gastada, debilitada. Tiene rostro de mujer, sólo que fantasmal, impertérrito, cuyos ojos miran sin ver, cuyos labios no se mueven, cuyas mejillas jamás colorea la sangre; es un rostro que la frescura de la salud y la felicidad nunca más visitarán. ¡Qué desconsolada, qué admonitoria figura de sorda congoja y de paciente dolor para adornar el fondo de una imagen en la que priman el amor, la belleza y la juventud!

Pero me desvío de la tarea que he de realizar. Permítaseme volver a mi narración, que su curso comienza a volverse tenebroso paso a paso ante mí, a medida que la escribo.

La contención y el azoramiento que, en parte, me causaban al principio los extraños términos de acuerdo con los cuales vivíamos juntos mi esposa y yo, fueron disipándose gradualmente debido a la frecuencia de mis visitas a North Villa. Pronto comenzamos a charlar sin premeditación, con la distensión y con la franqueza que sólo da una prolongada intimidad. Por lo común, Margaret solamente empleaba sus dotes de conversadora para lograr que yo desplegara las mías. Nunca se cansaba de inducirme a que le hablase de mi familia; me escuchaba con inmenso interés, al menos en apariencia, mientras yo le hablaba de mi padre, de mi hermana o de mi hermano mayor; en cambio, cada vez que ella me interrogaba directamente acerca de cualquiera de ellos, invariablemente se alejaba de su carácter, de su disposición de ánimo, para centrarse en su apariencia personal, en sus costumbres de cada día, en su modo de vestir, en sus relaciones con la sociedad galante, en sus diversos modos de gastar su dinero, en otros tópicos de naturaleza semejante.

Por ejemplo, siempre escuchaba, y escuchaba con toda atención, lo que yo quisiera contarle del carácter de mi padre, de los principios que regulaban su vida. Daba muestras de tener la mejor disposición para aprovecharse de las instrucciones que le daba yo de antemano, al respecto de cómo debería tratar sus peculiaridades el día en que fuera presentada a él. No obstante, en todas estas ocasiones era otra cosa lo que realmente le interesaba sobremanera, a saber, cuántos criados le atendían en su casa, con qué frecuencia visitaba la corte, cuántos lores y damas de alcurnia había tratado, qué hacía y qué decía a sus criados cada vez que éstos cometían una equivocación, si se enojaba con sus hijos cuando éstos le pedían dinero, si obligaba a mi hermana a adquirir sólo una determinada cantidad de prendas de vestir a lo largo de un año.

Volvía a la carga cada vez que nuestra conversación rondaba en torno a Clara; si yo empezaba por describir su amabilidad, su gentileza, su bondad, sus modales sencillos y sin embargo irresistibles, podría dar por descontado que antes o después me vería llevado, sin darme cuenta, a una digresión en torno a su estatura, su figura, el color de su tez, su forma de vestir. Esta última cuestión interesaba a Margaret de forma especial; era capaz de preguntarme una y otra vez al respecto. ¿Cómo acostumbraba a vestir Clara por las mañanas? ¿Cómo llevaba peinado el cabello? ¿Qué vestidos se ponía de noche? ¿Distinguía entre un vestido para una cena de gala y otro para asistir a un baile? ¿Cuáles eran sus colores preferidos? ¿Quién era su sastre? ¿Lucía muchas joyas? ¿Qué era lo que más le gustaba como adorno de pelo, qué estaba más de moda, las flores o las perlas? ¿Cuántos vestidos compraba al año? ¿Disponía de una doncella para su servicio en especial, o tenía más de una?

Y volvía a la carga con denuedo: ¿disponía de un carruaje propio? ¿Qué damas la acompañaban cuando salía de casa? ¿Le gustaba bailar? ¿Cuáles eran los bailes de moda en las casas de los nobles? ¿Practicaban mucho el piano las damiselas de alcurnia? ¿Cuántos pretendientes había tenido ya mi hermana? ¿Iba también a la corte, igual que mi padre? ¿De qué asuntos conversaba con los caballeros? ¿De qué asuntos le hablaban ellos? Si estuviera conversando con un duque, ¿cuántas veces le trataría de «alteza»? En tal supuesto, ¿el duque le llevaría una silla, o una limonada, y la atendería tal como atienden los caballeros sin título nobiliario a las damas, cuando las tratan en sociedad?

Margaret recibía mis respuestas a estas preguntas, y a otras cien de semejante naturaleza, con gran ansiedad y total concentración. Sobre el asunto de los vestidos de Clara, que era quizá su preferido, mis respuestas fueron para ella una fuente inagotable de diversión y de placer. Disfrutaba en especial cuando superaba las dificultades que entrañaba la tarea de interpretar correctamente los torpes circunloquios de que me servía yo para describir echarpes, vestidos, gorros, y me enseñó el preciso lenguaje de modistilla que debiera haber empleado con una triunfal expresión de picardía, con un empeño algo burlesco, es verdad, que sin embargo me encantó. En aquella época, cada una de las palabras que ella pronunciara, por frivola que pudiera ser, era a mis oídos música celestial. Sólo en virtud de la severa comprobación de los sucesos posteriores aprendí a analizar su conversación. A veces, cuando no estaba con ella, me daba por pensar en la mejor forma de conducir su adolescente curiosidad hacia metas más elevadas; cuando, no obstante, nos reuníamos de nuevo, esa idea se había volatilizado, y era disfrute más que suficiente oírla conversar, sin que me importase, sin considerar siquiera de qué me hablaba.

En aquella época vivía feliz, sin reflexionar, bajo el sol resplandeciente del gozo en que el amor me envolvía; estaba deslumbrado, con la mente adormecida bajo esa luz. Una o dos veces asomó una nube amenazante, una sombra helada y siniestra, pero en seguida se alejó y lució de nuevo el sol, ese sol para mí igual que antes.

II

El primer cambio que alteró la apacible uniformidad con que transcurría la vida en North Villa se produjo tal como sigue.

Una tarde, al llegar a la sala eché de menos a Mrs. Sherwin. Descubrí con gran disgusto que su marido se había acomodado allí, al parecer con la intención de pasar la velada. Parecía un tanto aturullado y estaba más inquieto de lo normal. Nada más recibirme, me informó de un suceso por el que diríase que tenía un hondísimo interés.

–¡Tengo noticias, mi estimado señor! – dijo-. Ha regresado Mr. Mannion… ¡Dos días antes de lo que esperaba!

En un principio, me sentí tentado de preguntarle quién era Mr. Mannion, qué consecuencias podía entrañar para mí su regreso. A renglón seguido, recordé, sin embargo, que el nombre del tal Mr. Mannion ya se había mencionado en mi primera conversación con Mr. Sherwin y rememoré la descripción que de él me había dado: un «administrador de toda confianza», de unos cuarenta años de edad, un hombre de buena educación, que de hecho había puesto sus conocimientos al servicio de Margaret, ya que le había ayudado a refrescar todo lo que había aprendido en la escuela. Eso era todo cuanto sabía de él y no sentí mayor curiosidad por descubrir más a través de Mr. Sherwin.

Margaret y yo tomamos asiento, como de costumbre, con nuestros libros.

Hubo en su manera de recibirme, cuando llegué, algo un tanto apresurado, un tanto brusco. Cuando comenzamos la lectura, me di cuenta de que se distraía sin cesar, hasta el punto de que miró varias veces hacia la puerta. Mr. Sherwin se dedicó a recorrer la sala de punta a cabo sin entrometerse en nuestra tarea, salvo una sola vez, en que detuvo su inquietante caminar para comunicarme que Mr. Mannion vendría de visita esa misma velada y que confiaba en que no tuviera yo nada que objetar al hecho de ser presentado a una persona que era «prácticamente como de la familia, y un hombre tan leído como para complacer sin duda a un gran lector» como yo. Me pregunté en silencio, no sin impaciencia, quién era el tal Mr. Mannion, teniendo en cuenta que su llegada a la casa de su patrón al parecer iba a causar una sensación muy considerable. Cuando lo comenté con Margaret en un susurro, ella me sonrió con intranquilidad y no dijo nada.

Por fin, repicó la campanilla de la puerta. Margaret se sobresaltó un poco al oírla. Mr. Sherwin tomó asiento y adoptó una actitud harto estudiada. Se abrió la puerta y llegó Mr. Mannion.

Mr. Sherwin recibió a su administrador con la superioridad del patrón prendida de sus palabras. Su tono de voz y sus modales contradijeron de plano su actitud. Margaret se puso en pie, muy presurosa, y con idénticas prisas volvió a sentarse, mientras el visitante la tomaba respetuosamente de la mano y le hacía las preguntas de rigor. Al cabo, fuimos presentados, y a Margaret se le indicó que saliera a llamar a su madre, para que acudiera a la planta baja. Mientras estuvo ausente de la sala, no hubo nada que distrajera mi atención de Mr. Mannion. Le miré con una curiosidad y un interés que en un primer momento no supe explicarme.

Si la extraordinaria regularidad de los rasgos faciales bastara por sí sola para que un hombre fuese apuesto, este administrador de confianza de Mr. Sherwin era con toda seguridad uno de los hombres más apuestos que hubiera visto en toda mi vida. Contemplando su rostro al margen de la cabeza (que tenía quizá demasiado grande, tanto la frente como lo demás), destacaba en todo él una simetría y una proporción casi perfectas. La frente, despejada, la tenía lisa y sin arrugas, y tan maciza como el mármol; en el entrecejo y en la finura de los párpados llamaba la atención una firmeza y una inmovilidad que parecían de mármol, y que eran tan fríos como el mármol mismo; tenía los labios delicados, y si no hablaba los mantenía en todo momento cerrados, como si nunca hubiese pasado de través el aliento, la vida. No tenía una sola arruga. De no ser por las entradas y por las canas que peinaba en las sienes, habría sido imposible calcular su edad a juzgar por su apariencia, al menos con un margen de error de unos diez años.

Tal era su semblante en lo que a la forma se refiere. En cambio, en lo tocante a la afirmación externa de nuestra inmortalidad, en lo que se refiere a la expresión, era de un absoluto vacío, tal como entonces pude comprobar. Nunca había visto un rostro que, como el suyo, derrotase todo intento de penetrar en el alma que en teoría debiera reflejar. Nadie hubiese sabido confeccionar una máscara tan inexpresiva como para semejársele, a pesar de lo cual sí parecía una máscara. Nada revelaba de sus pensamientos, ni siquiera cuando hablaba; nada se podía saber de su disposición cuando permanecía en silencio. Sus ojos grises y helados no servían de ayuda cuando uno intentaba estudiarlo. Nunca modificaba esa mirada firme y directa, que fue la misma que le dedicó a Margaret y que me dedicó a mí, la misma que a Mr. Sherwin y a su esposa; era exactamente la misma mirada cuando hablaba que cuando escuchaba, cuando hablaba de asuntos importantes o de cuestiones triviales. ¿Quién era? ¿Qué era? Su nombre y su ocupación daban pobre respuesta a esos interrogantes. ¿Era de natural frío, de corazón en modo alguno impresionable? ¿Tenía acaso alguna pasión feroz y secreta o alguna pena terrible que hubiesen sacudido su vida, y que hubiesen quedado inertes para siempre? ¡Imposible aventurar conjeturas! Uno se encontraba ante un rostro impenetrable, de todo punto inexpresivo, tan inexpresivo que ni siquiera parecía vacío: un misterio en el que uno detenía la mirada, en el que demoraba el pensamiento, y que obviamente ocultaba algo. Que fuese vicio o virtud, era imposible de precisar.

Vestía tan discretamente como le era posible, todo de negro; su estatura era algo superior a la media. Su talante era quizá el único aspecto que algo delataba a ojos de un atento observador. Contemplado en relación con su posición social, su porte (por discreto que fuera) proclamaba su pertenencia a un estrato superior al de la posición que le había sido adjudicada en este mundo. Tenía la calma y el dominio de sí que se suponen propios de un caballero. Mantenía su respetable apostura sin dar la menor muestra de arrugarse jamás; hacía gala de una determinación, tanto en sus palabras como en sus actos, que nunca hubiera sido posible tomar por obstinación, ni tampoco por exceso de confianza. No llevaba siquiera cinco minutos en su presencia, pero su aplomo ya me había asegurado que sin duda tuvo que descender en algún momento previo a la posición que ocupaba entonces.

Al hacerse las presentaciones, me dedicó una inclinación sin decir palabra. Cuando habló con Mr. Sherwin, su voz sonó tan desprovista de expresión como estaba su rostro: habló con un tono más bien grave, pero de singular vocalización. Hablaba estudiadamente, pero sin poner énfasis en ninguna palabra en concreto, y no titubeaba al elegir sus palabras.

Cuando bajó Mrs. Sherwin, observé cómo se conducía con respecto al recién llegado. No pudo reprimir un encogimiento ligeramente nervioso cuando él se acercó a colocarle una silla. Al responder a las preguntas que le hizo, interesándose por su salud, la señora no le miró una sola vez; al contrario, no dejó de escrutarnos a Margaret y a mí, aunque con una expresión de tristeza y de ansiedad, de todo punto indescriptible, que sin embargo me vino a las mientes muchas veces después de aquel día. Siempre parecía estar más o menos asustada, la pobre señora, sobre todo en presencia de su marido. En cambio, delante de Mr. Mannion parecía indudablemente aterrada.

A decir verdad, esta primera observación a que pude someter al presunto administrador en North Villa me bastó para convencerme de que él era allí el amo, aunque fuese a su manera, con discreción y con mesura. El carácter de ese individuo, aparte de los elementos de que pudiera constar, era un carácter dominante. Esto no lo pude detectar en su rostro, ni tampoco lo deduje de sus palabras; sin embargo, lo descubrí en las miradas y en la conducta de su patrón y de la familia de su patrón, sobre todo al verlo sentado con ellos a la mesa. Margaret rehusó mirar su semblante, aunque no tanto como sus padres. Él en cambio apenas le devolvió una sola mirada; rara vez la miró, de hecho, a no ser que la cortesía más elemental le obligase a mirarla.

Si alguien me hubiese comunicado de antemano que yo habría de cancelar la ocupación a que de ordinario dedicaba las veladas en compañía de mi joven esposa, solamente por observar al hombre que de hecho había interrumpido nuestra lección, y siendo ese hombre nada más que el administrador de Mr. Sherwin, me habría carcajeado de semejante idea. No obstante, así fue. Nuestros libros quedaron postergados sobre la mesa, postergados por mí en todo caso, puede que también por Margaret, solamente por atender a Mr. Mannion.

Su conversación, al menos en este primer encuentro, venció toda curiosidad, de forma tan absoluta como su rostro. Procuré guiar de alguna manera sus palabras. Se limitó a contestarme, sin abundar en más; habló con gran respeto por los buenos modales, con notable modulación, de forma muy inteligible, pero siempre con extrema brevedad. Mr. Sherwin, tras hacer referencia al viaje de negocios por el que Mr. Mannion había tenido que ausentarse, ya que fue a adquirir una partida de seda en Lyon, le hizo determinadas preguntas sobre Francia y los franceses, preguntas evidentemente surgidas de la más ridicula ignorancia tanto del país como de sus habitantes. Mr. Mannion se limitó a aclararle las ideas, nada más. No se notó en su voz la menor inflexión de sarcasmo, ni en sus ojos hubo el menor asomo de sarcasmo mientras habló. Cuando hablamos entre nosotros, él no se sumó a la conversación; permaneció sentado con toda tranquilidad, a la espera de que alguien se dirigiera personalmente a él. En esos momentos se me pasó por la cabeza la sospecha de que tal vez estuviese estudiando mi carácter, tal como yo intentaba en vano estudiar el suyo; a menudo me di la vuelta bruscamente para observarlo, más que nada por ver si me estaba mirando. Nunca fue así. Sus duros, helados ojos grises no estaban posados en mí, ni tampoco en Margaret. Lo más corriente fue que se hubiese fijado en Mrs. Sherwin, que en todo momento se encogió al sentirse observada por él.

Tras permanecer en la sala durante poco más de media hora, se levantó para marcharse. Mientras Mr. Sherwin le apremió en vano a que se quedara más, me acerqué a la mesa redonda que había al otro extremo de la sala, la mesa en la que había quedado abierto el libro que Margaret y yo nos habíamos propuesto leer durante la velada. Estaba yo junto a la mesa cuando se acercó a despedirse de mí. Se limitó a mirar de reojo el volumen que tenía debajo de la mano.

–Espero -dijo, en voz muy baja, para que nadie lo oyera al otro lado de la sala- que mi llegada no haya interrumpido ninguna ocupación, señor. Mr. Sherwin, sabedor del interés que he de tener por todo lo que se refiera a la familia de un patrón a cuyo servicio estoy desde hace años, me ha puesto al corriente confidencialmente, y es una confidencia que sé muy bien cómo respetar y preservar, del matrimonio que ha contraído usted con su hija, así como de las peculiares circunstancias en que se ha llevado a cabo dicho matrimonio. Permítame cuando menos aventurarme a felicitar a la damisela por un cambio de vida que sin duda ha de procurarle felicidad, y que ya ha comenzado por procurarle un incremento de sus recursos y placeres intelectuales. – Se inclinó y señaló el libro que estaba sobre la mesa.

–Tengo entendido, Mr. Mannion -dije-, que usted ha sido de gran ayuda en la cimentación de los estudios a los que supongo que se refiere.

–He hecho todo lo posible por ser de utilidad en ese aspecto, señor, así como en todos los demás, siempre y cuando mi patrón lo ha deseado.

Se inclinó una vez más al decirlo, y acto seguido se marchó; Mr. Sherwin salió pisándole los talones, y sostuvo con él un breve coloquio en el vestíbulo.

¿Qué era lo que me había dicho? Poco, nada más que unas breves palabras de elemental cortesía, dichas de manera sumamente respetuosa. No hubo en su tono de voz, ni en su forma de mirar, nada que diera especial sentido a lo que había dicho. A pesar de todo, en el instante en que volvió la espalda comencé a especular casi sin darme cuenta sobre la posibilidad de que sus palabras encerrasen un significado oculto; me sorprendí al intentar recordar algo de su voz, de su talante, que me pudiera guiar a descubrir el auténtico sentido que quiso imprimir a lo dicho. Era como si el más potente acicate de mi curiosidad me lo diera mi propia experiencia, lo que ya sabía de la imposibilidad de penetrar bajo la inexpugnable superficie que ese individuo me había ofrecido.

Interrogué a Margaret, por ver qué sabía de él. No me pudo decir más de lo que ya sabía yo. Mr. Mannion siempre había sido muy amable, muy útil; era un hombre muy listo, que a veces sabía hablar largo y tendido, sobre todo si así le parecía; en un solo mes le había enseñado de lengua y literatura extranjeras más de lo que había aprendido en todo un año en la escuela. Mientras me lo refería, apenas me di cuenta de que hablaba de modo muy apresurado, al tiempo que se ocupaba en colocar debidamente los libros y papeles que teníamos sobre la mesa, pues mi atención estaba más concentrada en Mrs. Sherwin. Con gran sorpresa vi que se inclinaba ansiosamente en su asiento, mientras Margaret me hablaba, y que fijaba la mirada en su hija, escrutándola de modo muy penetrante, tanto que nunca hubiera pensado que una persona por lo común tan débil y tan carente de energía fuera capaz de semejante mirada. Pensé incluso en transferirle a ella mis interrogaciones en torno a Mr. Mannion, pero en ese momento entró su marido en la sala, y a él apelé para obtener nuevas informaciones.

–¡Aja! – exclamó Mr. Sherwin, frotándose las manos con gesto victorioso-, ¡aja! ¡Ya sabía yo que Mannion le agradaría! Ya se lo dije, mi querido señor, antes de que llegara. No sé si se acuerda… Y es que tiene una curiosa presencia, ¿no es así?

–Tan curiosa -repuse-, que con seguridad puedo decir que nunca he visto, en toda mi vida, un rostro que se pareciese al suyo ni de lejos. Su administrador, Mr. Sherwin, es un enigma andante que me encantaría resolver. Margaret, me temo, no me ha sido de mucha ayuda. Cuando le vi entrar, señor, a punto estaba de recurrir a Mrs. Sherwin para que me ayudase un poco.

–¡Ni se le ocurra! Se equivocaría de medio a medio. Mrs. Sherwin es tan hosca como un oso cuando Mannion está en su presencia. Considerando cómo se conduce con él, me extraña que pueda ser tan cortés con ella.

–¿Y usted qué puede decirme de él, Mr. Sherwin?

–Puedo decirle, de entrada, que no hay una sola empresa en todo Londres que cuente con los servicios de un administrador tan capaz como él. Es mi factótum, mi mano derecha, por decirlo a las claras, y también mi mano izquierda, cuando de eso se trata. Entiende a la perfección mi manera de abordar los negocios; de hecho, soluciona los asuntos con una eficacia de primera. A decir verdad, bien vale su peso en oro, aunque sólo sea por lo bien que se le da mantener en orden a los jóvenes empleados de la tienda. ¡Pobres diablos! Ni siquiera saben cómo lo hace, pero Mr. Mannion tiene una particular forma de mirar que es para ellos peor que una amenaza de deportación, peor que la horca, basta con que la vean de reojo. Por si fuera poco, le doy mi palabra de honor, nunca ha estado un solo día enfermo, ni ha cometido un solo error desde que trabaja conmigo. Es un lince, qué digo, un dragón inalterable, firme, constante en el trabajo, ¡ya lo creo que sí! Además, es sumamente cumplidor en otras cuestiones. Me basta con decirle que Margaret está en casa, que ha venido a pasar las vacaciones, o que Margaret está un poco necesitada de mano dura, que habrá de pasar en casa el resto del curso; si le digo que no sé qué hay que hacer para que siga estudiando sus lecciones, que no puedo permitirme el lujo de pagar a una institutriz (mala gente, las institutrices), me basta con decírselo, que allá se levanta Mannion, deja en paz sus libros, el calor de su chimenea, renuncia a sus veladas en paz y tranquilidad, lo cual ya empieza a ser mucho, dése cuenta, en un hombre de sus años, y se convierte en el perfecto preceptor a mis órdenes, no sólo gratis, sino también de primerísima clase. ¡Eso sí que es tener un tesoro! No obstante, aunque lleva años con nosotros, Mrs. Sherwin no piensa acogerlo de grado. Le desafío a ella, o a quien sea, a que me explique el porqué.

–¿Y sabe usted qué empleo tenía antes de que viniera a trabajar para usted?

–Ah, ahí sí que ha dado en el clavo, amigo mío. Ahí sí tiene razón al afirmar que es todo un misterio. No tengo ni la más remota idea de lo que pudiera hacer antes de conocerlo. Vino a verme con una recomendación y una carta de presentación, nada menos que de un caballero del cual tenía todas las garantías, por ser de la máxima respetabilidad. Yo tenía una vacante en el despacho y le puse a prueba, y en un santiamén me di cuenta de que bien valía la pena contar con él. Me halaga afirmar que tengo esa virtud hasta con el más pintado, las cosas como son. Total, que antes de que me acostumbrase a su curiosísimo rostro y a sus modales tan tranquilos, ya tenía unas ganas locas de saber algo de él, de los contactos que tenía. En primer lugar pregunté al amigo que lo había recomendado, pero el amigo en cuestión no gozaba de la libertad necesaria de responder nada que no fuese una nueva garantía de su total y absoluta fiabilidad. Después, un buen día se lo pregunté al propio Mannion a quemarropa, y me contestó que tenía razones de sobra para guardar en secreto sus asuntos de familia, que eran asuntos exclusivamente suyos, nada menos, aunque ya sabe usted qué modo tiene de conducirse. En definitiva, maldita sea: me cortó en seco desde aquel día hasta hoy mismo. No pensaba arriesgarme a perder al mejor administrador que haya tenido nunca ningún hombre de negocios, menos aún por agobiarle en torno a sus secretos. Fueran cuales fuesen, no interfirieron en los negocios y tampoco interfirieron conmigo, así que me guardé mi curiosidad en el bolsillo. En resumidas cuentas, nada sé de él, pero es mi mano derecha, aparte de ser el individuo más honesto que nunca haya visto en su lugar. Por lo que a mí respecta, ¡como si fuese el Gran Mongol en persona, disfrazado de pies a cabeza! En dos palabras, le diré que puede usted descubrir lo que quiera sobre su persona, mi querido señor, que yo desde luego no he podido.

–No parece que tenga yo grandes posibilidades, Mr. Sherwin, teniendo en cuenta lo que acaba de decir.

–En fin, de eso no estoy tan seguro: hay en esto posibilidades de sobra, ya lo sabe. Lo verá además con gran frecuencia, porque vive cerca, y suele pasar aquí no pocas veladas. Nos dedicamos en tales ocasiones a resolver asuntos de negocios que no salen a relucir a las horas de comercio, y para ello nos reunimos en mi privado del piso de arriba. A decir verdad, es como si fuese de la familia; trátele como tal y averigüe de él todo lo que pueda. De hecho, cuanto más, mejor. ¡Ah! Mrs. Sherwin, por mí ya puede mirarnos como quiera, señora, que volveré a decirlo con todas las letras: es como si fuera de la familia; puede ser que un día de éstos pase a ser mi socio. Tendrá que acostumbrarse a él, tanto si le agrada como si no.

–Una última pregunta: ¿está casado o soltero?

–Soltero, sin duda. Es todo un solterón de pies a cabeza, como no hay dos.

Durante todo el tiempo que llevábamos hablando, Mrs. Sherwin nos había contemplado con mucha más ansiedad y atención de la que jamás la vi hacer gala. Hasta sus languidecidas facultades parecían susceptibles de una curiosidad muy activa cuando se trataba de Mr. Mannion, tanto más, tal vez, por el desagrado que le producía. Margaret había colocado su silla más al fondo mientras charlaba su padre, como si en apariencia no le interesara en modo alguno el tema del que hablábamos. En el primer intervalo de silencio, se quejó de un dolor de cabeza y pidió permiso para retirarse a su habitación.

Después de que se despidiera, me dispuse a marcharme, ya que Mr. Sherwin no tenía obviamente nada más que decirme sobre su administrador, nada más que valiera la pena escuchar. Camino de casa, Mr. Mannion ocupó la mayor parte de mis pensamientos. La idea de penetrar en el misterio que lo envolvía era una idea que me atraía, por contener una promesa de excitaciones futuras en modo alguno ordinarias. Decidí sostener una conversación en privado con Margaret, para que me hablase de él; decidí convertirla a ella en aliada de mi nuevo proyecto. ¡Ah, si realmente existiera algún romance relacionado con la vida anterior de Mr. Mannion, y si ese extraño y asombroso rostro fuera en efecto un libro sellado, que encerrase una historia secreta, qué victoria, qué placer, si Margaret y yo lográsemos desvelarlo juntos!

Cuando me desperté a la mañana siguiente, a duras penas pude creer que ese administrador de un comerciante hubiese despertado tantísimo mi curiosidad, hasta el punto de que la noche anterior se disputó el lugar preeminente en mis pensamientos con mi joven esposa. Y, sin embargo, la siguiente vez que le vi volvió a producirme exactamente la misma impresión.

III

Transcurrieron algunas semanas; Margaret y yo reanudamos nuestras actividades y diversiones de costumbre; la vida en North Villa discurría tan suave y anodinamente como de costumbre, y yo seguía en la más absoluta ignorancia sobre la historia y el carácter de Mr. Mannion. Visitaba con frecuencia la casa, siempre a última hora de la tarde, pero en general se encerraba con Mr. Sherwin y rara vez aceptaba las constantes invitaciones de su patrón para que se sumase al grupo en la sala. En las contadas ocasiones en que lo vimos, su apariencia y su conducta fueron exactamente iguales que la noche en que lo conocí. Habló tan poco como entonces y resistió con la misma resolución, con el mismo respeto, los múltiples intentos que hice por guiarlo a una conversación en la que pudiéramos tratarnos con más familiaridad. Si realmente hubiese pretendido excitar mi curiosidad, difícilmente lo habría logrado con mayor eficacia. Con él, me sentía tal como se siente un hombre en un laberinto, cuando cada fracaso por ganar el centro sólo le produce una renovada obstinación por empeñarse más incluso en llegar a él.

En Margaret no encontré la menor simpatía por mi excitada curiosidad. Con gran sorpresa descubrí que no parecía importarle en modo alguno Mr. Mannion; si la conversación versaba sobre él, siempre cambiaba de tema, máxime si de ella dependía continuar la charla.

La conducta de Mrs. Sherwin, cuando le hablé sobre este asunto, siempre distaba mucho de parecerse a la de su hija. Siempre escuchó con gran atención lo que yo decía, pero sus respuestas fueron invariablemente breves, confusas, a veces de todo punto incomprensibles. Hube de salvar grandes dificultades hasta que logré inducirle a confesar el desagrado que le merecía Mr. Mannion. Pero nunca supo explicar de dónde surgía. ¿Acaso sospechaba algo? Al responder a esta pregunta, siempre balbuceó, tartamudeó, se estremeció, terminó por apartar la mirada. ¿Cómo iba a sospechar algo? Si algo sospechara, sería tremendamente dudoso no tener una buena razón; bajo ningún concepto podía sospechar nada, y nada sospechaba, claro está.

Nunca obtuve de ella contestaciones más inteligibles que ésta. Atribuí la confusión reinante en sus respuestas a la agitación nerviosa que la afectaba en mayor o menor grado al hablar de cualquier asunto, y pronto dejé de hacer el menor esfuerzo por inducirla a explicarse. A su debido tiempo, determiné buscar una clave del carácter de Mr. Mannion sin pedir ayuda a nadie.

A la larga, un accidente me dio la oportunidad de conocer en parte sus costumbres y opiniones; por tanto, algo pude averiguar sobre el hombre en cuestión.

Una noche me lo encontré en el vestíbulo de North Villa, a punto de marcharse a la misma hora que yo, después de haber mantenido una consulta por asuntos de negocios con Mr. Sherwin. Salimos juntos, pues; el cielo estaba insólitamente ennegrecido, el ambiente de la noche era insólitamente opresivo y estaba encalmado. A lo lejos, alrededor de nosotros, se oían débiles y lóbregos truenos. El relámpago, veloz y muy bajo, sobre el horizonte, daba al negro firmamento el aspecto de un grueso velo que subiera y bajara sin cesar, sobre un celaje de luz deslumbrante situado más allá. Los pocos peatones con que nos cruzamos iban ya a la carrera, pues habían empezado a caer gruesos goterones de lluvia. Apresuramos el paso, pero antes de recorrer doscientos metros arreció la lluvia, copiosa y con furia; los truenos comenzaron a rugir temiblemente por encima de nuestras cabezas.

–Mi casa está muy cerca de aquí -comentó mi acompañante con la misma tranquilidad y determinación de costumbre-. Le ruego que pase, señor, hasta que escampe la tormenta.

Lo seguí por una bocacalle; abrió una puerta con su propia llave, y acto seguido me encontré refugiado bajo el techo de Mr. Mannion.

Me hizo pasar a una sala de la planta baja. El fuego crepitaba en la chimenea; delante había un sillón equipado con un caballete de lectura; la lámpara estaba ya encendida, sobre la mesa había un servicio de té; las gruesas y oscuras cortinas estaban cerradas sobre la ventana y, como si se tratara de dar un último toque a la imagen de comodidad doméstica que constituía la sala, un gran gato negro dormitaba sobre la alfombra, disfrutando perezosamente del calor del hogar. Mientras Mr. Mannion salía, según dijo a dar algunas instrucciones a la criada, tuve la oportunidad de examinar la estancia con detalle. Estudiar la disposición del lugar en que habita un hombre es a menudo casi lo mismo que estudiar su carácter.

El contraste personal que se daba entre Mr. Sherwin y su administrador era sobradamente marcado. El contraste existente entre las dimensiones y el mobiliario de sus respectivos habitáculos era en su totalidad extraordinario. La estancia que me dediqué a contemplar no llegaría siquiera a la mitad de la sala de North Villa. El papel pintado que decoraba las paredes era de un rojo oscuro; las cortinas eran del mismo color; la alfombra era parda y, si ostentaba algún dibujo, se trataba de un dibujo tan matizado y modesto que no era visible a la luz de las velas. Una de las paredes estaba totalmente cubierta por sucesivas hileras de estantes de caoba oscura, llenos de libros a rebosar. En su mayoría eran ediciones baratas de los clásicos de la literatura antigua y moderna. La pared frontera estaba prácticamente llena de grabados enmarcados en madera de arce, que representaban obras de pintores modernos, ingleses y franceses por igual. Todos los objetos menores del mobiliario eran tan sencillos de diseño como sobrios de adorno; hasta la tetera de porcelana blanca y la taza de té correspondiente carecían de ornatos y de coloración por completo. ¡Qué diferencia con la sala de North Villa!

A su regreso, Mr. Mannion me encontró estudiando su servicio de té.

–Mucho me temo, señor, que he de confesarme epicúreo y pródigo a la vez en dos cosas distintas -dijo-; epicúreo en el té, pródigo (al menos para una persona de mi situación) en los libros. De todos modos, percibo un salario bastante liberal, por lo que puedo satisfacer mis gustos, modestos de por sí, y ahorrar también algún dinero. En fin, ¿qué puedo ofrecerle, señor?

Al ver el servicio preparado sobre la mesa, le pedí un té. Mientras conversaba conmigo, observé en él una peculiaridad digna de mención. La práctica totalidad de los hombres cambia instintivamente, en mayor o menor grado, cuando se encuentra ante su propia chimenea, en su propio hogar, respecto al talante que muestra de puertas afuera: los más rígidos se expanden un poco, los más fríos se deshielan un tanto al hallarse ante su chimenea. No fue ése el caso de Mr. Mannion. En su propia casa siguió siendo exactamente el mismo que era en la de Mr. Sherwin.

No hubiera sido menester que me refiriese su epicureismo en el té; su manera de prepararlo hubiese delatado esa cualidad ante cualquiera. Puso poco menos que el triple de la cantidad que en general se hubiese estimado suficiente para dos personas; casi inmediatamente después de llenar la tetera de agua hirviendo, comenzó a servir ambas tazas, preservando de ese modo el aroma y la delicadeza del sabor que tiene la hierba, sin empañarlo con la aspereza de una mezcla más fuerte. Cuando hubimos terminado las primeras tazas no virtió los restos en un cuenco, ni tampoco añadió agua fresca sobre las hojas. Una criada de mediana edad, aseada y silenciosa, apareció para llevarse la bandeja, que nos volvió a traer más tarde, con la tetera y las tazas limpias, listas para recibir una nueva infusión de hojas frescas. Todo esto no pasa de una trivialidad, si bien pensé en otros empleados de comerciantes, que estarían bebiendo jovialmente ginebra aguada, tanto en sus casas como en la taberna, por lo cual Mr. Mannion se me antojó un misterio más exasperante que nunca.

La conversación al principio versó sobre asuntos banales, bien es verdad que por mi parte no estuve muy a la altura, ya que ciertas peculiaridades de la situación en que me hallaba me tornaron harto pensativo. En una ocasión quedamos incluso en silencio, momento en el cual la tormenta arreció con redoblada fuerza. El granizo se añadió a la lluvia, golpeteando con saña la ventana. Los truenos, que reventaban con mayor intensidad a cada nuevo embate, daban la impresión de sacudir la casa hasta los cimientos. A medida que escuchaba el temible estruendo y los rugidos que parecían abarcar la totalidad inconmensurable del aire allá en lo alto, me volví a mirar el rostro apacible, el rostro quieto como el de un muerto que tenía el hombre sentado junto a mí, en el que ni siquiera por asomo se llegaba a pintar una sola emoción humana, y noté una serie de extrañas, inexplicables sensaciones que me invadían poco a poco. Tuve ganas, sin saber por qué siquiera, de que hubiese una tercera persona en la estancia, alguien más a quien mirar, alguien más con quien hablar.

Fue él quien reanudó la conversación. Me hubiese parecido imposible que cualquier hombre que estuviera en medio de una tormenta como la que en esos momentos arreciaba sobre nuestras cabezas fuese capaz de pensar en otra cosa, de hablar de otra cosa que no fuese de hecho la tormenta. Con todo, cuando tomó la palabra se refirió meramente a un asunto relacionado con nuestra presentación en North Villa. Parecía lejos de sentirse atraído y menos aún impresionado por el poderoso tumulto de los elementos, como si la tranquilidad de la noche no hubiera sido invadida por el más leve murmullo.

–¿Puedo preguntarle, señor -comenzó-, si acierto al suponer que mi comportamiento para con usted, desde la noche en que fuimos presentados en casa de Mr. Sherwin, tal vez haya parecido a sus ojos no ya extraño, sino incluso descortés?

–¿En qué sentido, Mr. Mannion? – pregunté a mi vez, un tanto pasmado por la brusquedad de su pregunta.

–Tengo perfecta constancia, señor, de que amablemente me ha dado ejemplo en no pocas ocasiones, al intentar mejorar como es debido nuestro trato y mutuo conocimiento. Cuando una persona de su posición social hace semejantes gestos con una de la mía, lo propio es corresponderlos de inmediato y con gratitud.

¿Por qué hizo una pausa? ¿Estaba acaso a punto de decirme que había descubierto que mis gestos habían sido debidos únicamente a la curiosidad, a las ganas de saber de él más de lo que él estaba dispuesto a revelar? Esperé a que prosiguiera.

–Sólo le he fallado -continuó- en la cortesía y la gratitud que tenía todo el derecho del mundo a esperar de mí, ya que, sabedor de su situación con la hija de Mr. Sherwin, supuse que toda intromisión por mi parte, mientras estuviera usted con la damisela, pudiera no ser tan aceptable como usted, con toda amabilidad, parecía tan deseoso de hacerme creer.

–Permítame asegurarle -contesté, aliviado al comprobar que nada sospechaba de mí, a la par que hondamente impresionado por su delicadeza-, permítame asegurarle que le agradezco sobremanera la consideración que ha mostrado…

Cuando estas últimas palabras brotaban de mis labios, sonó un trueno horrorosamente cerca de la casa. No dije más; ese ruido me hizo callar.

–A la vista de que mi explicación le ha dejado satisfecho, señor -siguió diciendo, y su claridad de dicción, su determinación al hablar, me pareció que subía discordantemente de tono por encima del largo estallido del último trueno-, ¿le parece justificado que me dirija a usted para comentar el asunto de su actual posición en casa de mi patrón con algo más de libertad? Quiero decir que no sé si puedo hablar de este asunto sin que usted se dé por ofendido, si le hablo con la libertad que se tomaría un amigo.

Le rogué que se tomara toda la libertad que estimara oportuna, y me sentí realmente deseoso de que lo hiciera, no sólo por mi propósito de hacerle hablar sin reservas, sino porque era también la ocasión perfecta para oírle hablar de sí. El profundo respeto de talante y de palabra que hasta ese momento había observado escrupulosamente, máxime en un hombre de su edad, para con un hombre de la mía, me hacía sentir a disgusto. Lo más probable es que fuera mi igual en merecimiento: tenía el talante y los gustos de un caballero, y bien podría haber sido un caballero por derecho propio, desde su nacimiento, al menos por lo que yo sabía. La diferencia que nos distinguía a los dos estribaba tan sólo en nuestras posiciones en este mundo. Yo no tenía el suficiente orgullo de casta que sí tenía mi padre, por ejemplo, para pensar que sólo por esta diferencia fuese adecuado que un hombre cuya edad casi doblaba la mía, cuyos conocimientos tal vez sobrepasaban los míos, debiera hablarme tal como Mr. Mannion me había hablado hasta ese momento.

–En tal caso -prosiguió- tal vez me permita decirle que así como estoy sumamente deseoso de no cometer la más mínima intromisión, la menor inoportunidad, durante las horas que pasa usted en North Villa, estoy a la vez deseoso de no limitarme a ser tan sólo una persona meramente inofensiva para usted. Quisiera serle de positiva utilidad, al menos en la medida de mis posibilidades. En mi opinión, Mr. Sherwin le ha obligado a cumplir un compromiso harto exigente, por no decir muy arduo: ha querido poner a prueba su discreción de modo demasiado severo, entiendo yo, teniendo en cuenta su edad y su situación. Por sentirlo de ese modo, me anima el sincero deseo de aprovechar las relaciones y la influencia que pueda tener con la familia, para que le sean de la máxima utilidad a la hora de facilitar tanto como sea posible la prueba por la que aún ha de pasar usted. Y dispongo de más medios para conseguirlo, señor, que los que usted pudiera imaginar en principio.

Su ofrecimiento me tomó un tanto por sorpresa. Noté con un punto de vergüenza que la sinceridad y la calidez de sentimientos no eran ni mucho menos lo que yo había esperado de él. Sin darme cuenta, dejé de estar pendiente de la tormenta para concentrarme más de lleno en él.

–Tengo perfecta constancia -siguió diciendo- de que una proposición como la que ahora le expongo, al provenir de una persona que no pasa de ser más que un desconocido, en principio podría despertar su sorpresa e incluso cierta suspicacia. Tan sólo puedo explicarlo pidiéndole que tenga muy en cuenta que yo conozco a la damisela desde que era una niña y que como he participado activamente en la formación de su intelecto y en el desarrollo de su carácter, me siento como si fuera casi un segundo padre para ella, en virtud de lo cual estoy naturalmente interesado por el caballero que la ha escogido por esposa.

¿Hubo por fin un amago de temblor en esa voz inquebrantable, cuando dijo estas palabras? Así me lo pareció, por lo cual le miré ansioso por captar el brillo correspondiente en su expresión facial, que tal vez ahora, por primera vez, suavizase sus rasgos férreos y animase levemente la vacía quietud de su semblante. Si una expresión así fue de hecho visible, yo llegué tarde a detectarla. En el instante en que lo miraba, se inclinó para atizar el fuego. Cuando de nuevo se volvió hacia mí, su rostro era el mismo rostro impenetrable de antes, y sus ojos eran los mismos ojos duros, firmes e inexpresivos de siempre.

–Además -prosiguió-, todo hombre ha de tener en esta vida un objeto al que dedicar sus simpatías. Yo no tengo mujer ni hijos, no tengo parientes cercanos en los que pueda pensar… No tengo más que mi rutina de negocios día a día y mis libros aquí, junto a mi solitaria chimenea, noche tras noche. Nuestra vida no es gran cosa, pero sí se ha hecho para emplearla en algo más que esto. Mi antigua alumna, allá en North Villa, ha dejado ya de ser mi alumna. No puedo por menos que sentir que daría objeto idóneo a mi existencia si pudiera dedicarme de lleno a su felicidad y a la de usted, y que sería muy de apetecer contar con dos jóvenes que están en la flor de la edad y que gozan del primer amor, para que de vez en cuando buscaran en mí la materialización de parte de sus placeres, al margen de lo triviales que pudieran ser. Todo esto tal vez le parezca extraño e incomprensible. En cambio, si tuviera mi edad, señor, y si se hallara en mi posición, lo entendería a la primera.

¿Era posible que pudiera decir tales cosas sin que le flaquease la voz, sin que se le suavizara la mirada en lo más mínimo? Efectivamente, lo miré con total concentración y lo escuché atentamente, pero no hubo en su rostro ni en su voz la menor alteración, nada que mostrase exteriormente si sentía o no lo que estaba diciendo. Sus palabras habían pintado en mi imaginación un cuadro tan desamparado y carente de entusiasmo que mecánicamente había alzado la mano pensando en tomar la suya. Al verlo cuando terminó de hablar, hube de contener el impulso casi tan rápidamente como se había formado. No me pareció que se hubiese fijado en mi gesto involuntario, ni tampoco en su inmediata represión, y siguió hablando.

–Tal vez he dicho más de lo que debiera -prosiguió-. Si no he conseguido hacerle entender mi explicación tal como hubiera deseado, cambiemos de tema y no volvamos a comentar lo dicho, al menos hasta que me haya tratado durante muchísimo más tiempo.

–No, no cambie de tema bajo ningún concepto, Mr. Mannion -dije, pues no deseaba que pudiera deducir que yo no había depositado mi confianza en él-. Soy plenamente consciente de la amabilidad que entraña su propuesta; sé bien el interés que se toma por Margaret y por mí. Estoy convencido de que los dos aceptaremos sus buenos oficios…

Callé. La tormenta había aminorado un poco su violencia, pero mi atención de pronto se concentró en el viento, que se había levantado a medida que la lluvia y la tormenta escampaban. ¡Qué lóbregamente gemía por la calle! Me pareció que en ese momento se dolía por mí, que se dolía por él, que gemía y se dolía así por todos los mortales. Las extrañas sensaciones que me embargaron entonces me llevaron a escuchar el viento recogido en el silencio, pero pude ponerles coto y volví a tomar la palabra.

–Si no le he contestado como debiera -proseguí-, ha de atribuirlo en parte a la tormenta; le confieso que en cierto modo me descompone las ideas. Y en parte ha de atribuirlo a la sorpresa, ridicula sorpresa, lo reconozco, por el hecho de que siga usted sintiendo tan gran simpatía por intereses que, en general, sólo son considerados de tan gran importancia entre los jóvenes.

–Sólo gracias a sus simpatías pueden vivir de nuevo la juventud los hombres de mi edad; sólo por la simpatía revivimos de hecho la juventud -dijo-. Tal vez le sorprenda oír a un simple administrador de comerciante hablar de esta manera, pero debe usted saber que no siempre he sido tal como ahora me ve. He hecho acopio de un notable conocimiento, y he sufrido lo mío al hacer ese acopio. He envejecido antes de que me llegara el momento de envejecer; tengo cuarenta años, pero son como los cincuenta de muchos otros…

El corazón se me desbocó. ¿Estaba a punto de desvelar ese misterio que obviamente había rodeado su vida, sin que nadie le hubiese preguntado por él? No; cambió de tema en seguida, nada más proseguir. Tuve ganas de pedirle que siguiera por ese derrotero, pero no fui capaz. Temí recibir la misma repulsa que había recibido Mr. Sherwin, así que permanecí en silencio.

–Lo que yo fuese antes -siguió diciendo-, poco importa ahora. La cuestión es más bien: ¿qué puedo hacer por usted? Toda la ayuda que pueda prestarle bien pudiera ser escasa, a pesar de lo cual pudiera tener cierta utilidad. Por ejemplo, si no estoy equivocado, el otro día estaba usted un tanto dolido con Mr. Sherwin por llevarse a su hija a una fiesta a la que había sido invitada toda la familia. Es muy natural. Usted no podría asistir a dicha fiesta para observarla, menos aún investido de su verdadera personalidad, sin correr el riesgo de revelar un secreto que a toda costa era preciso salvaguardar. Por lo tanto, usted no podía saber a qué otros jóvenes podría encontrarse allí, jóvenes que darían por supuesto que ella seguía siendo Miss Sherwin, y que regularían su conducta con ella de acuerdo con dicha suposición. Bien, pues yo creo que en esta tesitura podría ser de alguna utilidad para usted. Tengo cierto ascendiente sobre mi patrón; tal vez, en puridad, debiera decir que tengo una gran influencia. Si usted quisiera, podría hacer uso de dicha influencia para respaldar sus intereses, e inducirle a prescindir en el futuro de toda intención de llevar a su hija a las fiestas de sociedad, salvo cuando usted lo desee expresamente. Por otra parte, creo que no me equivoco al dar por hecho que usted prefiere con mucho la compañía de Mrs. Sherwin antes que la de Mr. Sherwin durante sus encuentros con la damisela, ¿no es cierto?

¿Cómo había descubierto tal cosa? En fin, fuera como fuese, estaba en lo cierto, y así se lo dije, con toda sinceridad.

–Es una preferencia muy natural en todos los sentidos -dijo-, pero si se arriesgase a comunicarla a Mr. Sherwin, podría surtir por razones patentes un efecto muy desfavorable. Yo en cambio podría interceder en este asunto sin levantar sospechas; tendré abundantes ocasiones de mantenerlo fuera de la sala cuando usted se encuentre en la casa, y podría hacer uso de todas ellas si usted lo desea. Aún es más: si usted deseara gozar de una comunicación más prolongada y más frecuente con North Villa, por comparación con la que tiene actualmente, tal vez también podría yo conseguir que así fuera. No comento todo lo que podría hacer yo en estos asuntos y en otros semejantes, señor, por menosprecio de la influencia que pueda usted tener sobre Mr. Sherwin por derecho propio, sino solamente porque sé que en todo lo que se refiera a sus relaciones con su hija, mi patrón me ha pedido y me seguirá pidiendo consejo, por la costumbre que tiene de pedírmelo en tantas otras cuestiones. Hasta la fecha he renunciado a pronunciarme sobre sus asuntos, pero estoy dispuesto a dar mi opinión y a que sea una opinión favorable para usted y para la damisela, siempre y cuando ella y usted así lo deseen.

Le di las gracias, aunque no tan calurosamente como sin duda habría hecho si hubiese visto la más remota sonrisa en su rostro, o si hubiese notado el más mínimo cambio en su tono de voz, firme y decidido. Así como sus palabras me resultaban atractivas, su prestancia inalterable me repelía incluso a mi pesar.

–Una vez más he de suplicarle -prosiguió- que recuerde lo que ya le he dicho, sobre todo al estimar los motivos que me llevan a hacerle este ofrecimiento. Si pese a todo sigo dándole la impresión de entrometerme oficiosamente en sus asuntos, le bastará con tener en cuenta que he abusado con impertinencia de la libertad que me ha concedido, y no tendrá por qué tratarme en lo sucesivo según me ha tratado esta noche. No seré yo quien se queje de su conducta, e intentaré por todos los medios no considerar que en tal caso haya sido injusto conmigo.

No me fue posible resistirme a semejante alegato; le contesté de inmediato y sin reservas. ¿Qué derecho me asistía a inferir conclusiones negativas por el rostro, la voz y el talante de un hombre, tan sólo porque me hubiesen impresionado y me hubiesen parecido fuera de lo corriente? ¿Sabía yo acaso qué parte podría tener la influencia de una enfermedad natural, o las huellas externas de una pena y un sufrimiento desconocidos, en la existencia de esas peculiaridades de mera apariencia que tanto me habían asombrado? Estaría en su pleno derecho si me tachase de injusto, en los términos más inflexibles, a menos que manifestara mi rectitud en mi respuesta.

–Soy de todo punto incapaz, Mr. Mannion -dije-, de considerar su ofrecimiento con otro sentimiento que no sea la más sincera gratitud. Y lo comprobará cuando vea que pienso emplear sus buenos oficios en favor de Margaret y en el mío acogiéndolos de buena fe, antes quizá de lo que pueda suponer.

Hizo una leve inclinación de cabeza y dijo unas cuantas palabras de cordialidad, que sin embargo oí defectuosamente, ya que, mientras yo hablaba, una racha de viento más fiera de lo habitual recorrió la calle e hizo retemblar con violencia los cierres de la ventana, para morir después con un melancólico trémolo, como un grito de lamento y desesperación que exhalase un espíritu.

Cuando volvió a tomar la palabra, tras un momentáneo silencio, introdujo un cambio en la conversación. Habló de Margaret, extendiéndose en alabanzas referidas más a sus cualidades morales que a las estrictamente personales. Habló de Mr. Sherwin, refiriéndose a ciertos aspectos de su carácter sin duda sólidos y atractivos, en los que yo desde luego no había reparado. Lo que dijo de Mrs. Sherwin también me pareció igualmente dictado por la compasión y el respeto; insinuó incluso la frialdad con que ella lo trataba, aunque la atribuyó con toda consideración a los caprichos involuntarios que son propios de un nerviosismo generalizado y de una salud tan delicada como la suya. Su lenguaje, al ocuparse de estas cuestiones, fue tan desafecto, tan desprovisto de peculiaridades, como me lo había parecido antes, cuando comentó otros asuntos.

Se hacía tarde. Los truenos seguían oyéndose, aunque a largos intervalos, con un rumor sordo y lejano. El viento no daba muestras de amainar. Sin embargo, el repicar de la lluvia contra el cristal de la ventana había dejado de oírse. No había excusa, pues, para permanecer por más tiempo a resguardo. Y tampoco tenía ganas de encontrar excusas. Había adquirido conocimientos más que suficientes sobre Mr. Mannion; sabía de sobra que todo intento por arrancarle a pesar de su reserva los secretos que pudiera guardar en relación con su vida anterior resultaría perfectamente infructuoso. Si había de juzgarle de algún modo, tendría que juzgarle por la experiencia del presente, y no por la historia del pasado. De labios del taimado amo que mejor le conocía y que lo había tratado durante más tiempo sólo había oído bondades acerca de él. Había mostrado una gran delicadeza hacia mis sentimientos, así como un vehemente deseo de ponerse a mi servicio; por tanto, permitir que la curiosidad me tentase a inmiscuirme en sus asuntos privados habría sido una mezquina respuesta a cambio de esos actos de cortesía.

Me puse en pie, listo para marcharme. No hizo el menor gesto por detenerme; ahora bien, tras abrir la persiana y echar un vistazo por la ventana, comentó simplemente que había dejado de llover casi por completo y que mi paraguas me protegería más que de sobra de lo que aún pudiera caer. Me siguió por el pasillo para iluminarme el camino. Al darme la vuelta ya en el umbral para agradecerle su hospitalidad y desearle buenas noches, caí de pronto en la cuenta de que mi actitud tuvo que resultarle fría y desabrida, especialmente por haber ofrecido sus servicios y por haberse puesto a mi disposición. Si le hubiese producido semejante impresión, él era de todos modos inferior a mí en posición social, por lo cual sería cruel dejar que persistiera. Intenté explicarme debidamente aprovechando la despedida.

–Permítame asegurarle una vez más -dije- que no será culpa mía si Margaret y yo no aprovechamos con el debido agradecimiento sus buenos oficios, los buenos oficios de una persona que bien nos quiere y que se tiene por amiga nuestra.

Aún rasgaban los relámpagos el cielo, aunque sólo a largos intervalos. Por extraño que fuera, en el momento en que lo interpelé cayó un rayo cuyo resplandor me dio la impresión de que le pasaba por encima de la cara. Dio a sus rasgos una lividez tan repugnante, un aire tan espectral de fantasmagoría y distorsión, que fue como si me dedicara una mueca y una mirada fulminante, bestial, en el instante en que duró. En ese momento me hizo falta todo mi conocimiento de su semblante reposado y tranquilo para convencerme de que debía de haberme quedado deslumhrado y aturdido por una ilusión óptica generada por el rayo.

Cuando reinó de nuevo la oscuridad, le deseé buenas noches no sin antes repetir mecánicamente lo que acababa de decir, casi con las mismas palabras.

Volví a casa caminando y pensativo. Esa noche me había dado mucho que cavilar.

IV

Más o menos en la época en que fui presentado a Mr. Mannion -o, mejor dicho, tanto antes como después de esa época-, ciertas peculiaridades del carácter y el comportamiento de Margaret, de las que tuve noticia por pura casualidad, me produjeron algo de inquietud e incluso desagrado. Es verdad que ninguno de estos sentimientos duró demasiado, ya que los incidentes que les dieron pie fueron de naturaleza bastante trivial. En cambio, ahora que escribo tengo muy presentes en el recuerdo estos sucesos domésticos. Comentaré tan sólo dos, a modo de ejemplos indicativos. Otros sucesos posteriores, aún por relatar, pondrán de manifiesto que no están fuera de lugar en esta parte de mi narración.

Una deliciosa mañana de otoño llegué a North Villa bastante antes de la hora prevista. Cuando la criada me abrió la cancela del jardín, se me ocurrió la idea de dar una sorpresa a Margaret: pensé en presentarme en la sala inesperadamente, con un ramillete de flores que cogería para ella de sus propios arriates. Indiqué a la criada que no me anunciase y di la vuelta a la casa para llegar al jardín de atrás por una portezuela lateral. Mientras iba recogiendo flores llegué a un trecho de césped situado bajo una de las ventanas de la sala, que se había quedado entreabierta. De la sala me llegaron las voces de mi esposa y de su madre, y éste fue el trozo de conversación que escuché sin querer:

–Te lo digo en serio, mamá. Pienso tener ese vestido y vaya si lo tendré, tanto si papá quiere como si no.

Lo había dicho en voz muy alta y con total resolución, en un tono que nunca había oído emplear a Margaret.

–Por favor, por favor, querida, no hables así -repuso la voz débil y entrecortada de Mrs. Sherwin-. Sabes muy bien que ya te has gastado en vestidos más de tu asignación anual.

–No pienso consentir esa asignación. Su hermana no tiene una asignación, ni límite ninguno. ¿Por qué he de tenerla yo?

–Cariño mío, seguramente habrá alguna diferencia entre…

–Seguro que no la hay, sobre todo ahora que soy su mujer. Algún día dispondré de mi propio carruaje para mí sola, igual que su hermana. Él me concede todo lo que quiero, y tú también deberías.

–No soy yo, Margaret. Si yo pudiera hacer algo, ten por seguro que lo haría. Pero la verdad es que no le puedo pedir dinero a tu padre para otro vestido, después de que este año te haya comprado ya tantos.

–Tú siempre dices lo mismo, mamá: que si no puedes hacer esto, que si no puedes hacer lo otro… ¡Eres demasiado fatigosa! Me da igual, porque pienso tener ese vestido y vaya si lo tendré, estoy decidida. Él dice que su hermana gasta crepé azul claro por las tardes, y yo también tendré mi vestido de crepé azul claro, ¡ya lo verás! Yo misma sacaré la tela de la tienda. Papá nunca se fija en lo que me pongo, estoy segura, y no tiene por qué enterarse de lo que haya salido de la tienda, al menos hasta que hagan inventario, o como se diga. Y si entonces se agarra uno de sus arrebatos…

–¡Querida! ¡Querida! No debes hablar así de tu padre, de ninguna de las maneras. Eso está pero que muy mal, Margaret, muy mal. ¿Qué diría Mr. Basil si te oyese hablar así?

Decidí entrar al punto en la sala y decirle a Margaret que la había oído; resolví al mismo tiempo poner de manifiesto mi firmeza y reconvenirla, por su propio bien, para que no repitiese nunca lo que acababa de decir, ya que realmente me había sorprendido y me había disgustado. Ante mi inesperada llegada, Mrs. Sherwin se sobresaltó y pareció más tímida que nunca. Margaret, en cambio, me salió al paso para recibirme con su acostumbrada sonrisa. Me tendió la mano con su gracia habitual. No dije nada hasta que estuvimos cómodamente instalados en el rincón de siempre, hablando en susurros como solíamos. Entonces sí di comienzo a mi regañina, aunque con toda ternura, y en voz tan baja como pude. Ella optó precisamente por la mejor forma de pararme en seco a pesar de mi resolución. Sus bellos ojos se colmaron de lágrimas sobre la marcha -¡era la primera vez que la veía llorar, y además había sido yo el causante de su llanto, por lo que había dicho!-, y murmuró alguna palabra quejosa acerca de lo cruel que era por mi parte enojarme con ella sólo porque había querido complacerme al vestirse igual que mi hermana, y así se fue al traste toda intención que tuviese en el instante anterior. Involuntariamente hice todo lo posible por consolarla y apaciguarla durante el resto de la mañana. ¿Hará falta apuntar cómo terminó el asunto? Nunca más volví a comentar nada al respecto, y yo mismo le regalé el nuevo vestido que tanto apetecía.

Algunas semanas después de que la pequeña borrasca que acabo de referir quedase reducida a una calma perfecta, accidentalmente fui testigo de otro dilema doméstico en el que Margaret tuvo el papel principal. En esta ocasión, cuando llegaba caminando a la casa (también por la mañana) me encontré con la puerta abierta. En las escaleras había un cubo de agua; obviamente, la criada había estado fregando los peldaños, algo había interrumpido su faena y había olvidado cerrar la puerta mientras se ausentaba. Nada más entrar en el vestíbulo descubrí la naturaleza de la interrupción.

–¡Por Dios, señorita! – oí gritar a la doncella desde el comedor-. ¡Por Dios! ¡Por lo que más quiera, deje ese atizador! La señora vendrá aquí ahora mismo, y el gato es suyo.

–¡Voy a matar a esa bestia inmunda! ¡Voy a matar a ese odioso gato! ¡Me da lo mismo de quién sea! ¡Mi pobre, pobre pajarillo!

Era la voz de Margaret. Al principio, hablaba en tono furioso, pero en seguida se le quebró la voz por una serie de sollozos histéricos.

–Pobrecillo -siguió la criada con ánimo de apaciguarla-. Cuánto lo lamento por el pájaro y cuánto más por usted, señorita. Pero se lo pido por favor; recuerde que fue usted la que dejó la jaula sobre la mesa, al alcance del gato.

–¡Cállate la boca, desdichada! ¿Cómo te atreves? ¡Suéltame!

–Oh, no, no, no. ¡Es el gato de la señora, recuérdelo! ¡Pobre señora, siempre enferma, sin nada que la divierta aparte de su gato!

–¡Me da igual! El gato ha matado a mi pajarillo y tiene bien merecido su castigo. ¡Lo voy a matar! ¡Lo voy a matar! ¡Lo voy a matar! ¡Buscaré al primer chiquillo de la calle para que lo coja y lo cuelgue! ¡Suéltame!

Acto seguido, se abrió de repente la puerta y el gato pasó raudo por delante de mí, huyendo del peligro, aunque seguido de cerca por la criada, que se quedó boquiabierta al verme en el vestíbulo. Me dirigí rápidamente al comedor.

En el suelo encontré la jaula, dentro de la cual estaba muerto el pobre canario (el mismo canario con el que vi jugar a mi esposa el día en que la conocí). Al pájaro prácticamente le había sido arrancada la cabeza a través de los hilos metálicos de la jaula, por efecto de las garras asesinas del gato. Junto a la chimenea, ante el atizador que acababa de caérsele de la mano, estaba Margaret de pie. Nunca la había visto tan hermosa como me pareció en ese momento, presa de la furia desbordante que se había adueñado de ella. Sus grandes ojos negros centelleaban por entre las lágrimas; las mejillas se le habían encendido y las tenía rojas como la grana. Tenía los labios entreabiertos por efecto de la llantina y respiraba acaloradamente. Cerraba una mano con fuerza sobre la repisa, mientras con la otra se oprimía el pecho, aunque con los dedos sujetase convulsivamente el vestido. Por mucho que me apenase el paroxismo de pasión al que se había dejado llevar traicionada por sus sentimientos, no pude reprimir un involuntario sentimiento de admiración en cuanto mis ojos se posaron en ella. ¡Hasta la cólera resultaba adorable en ese rostro adorable!

No se movió al verme. Cuando me acercaba a ella, se dejó caer de rodillas junto a la jaula, sollozando con una violencia terrible, a la vez que prorrumpía en un torrente de imprecaciones y juramentos de venganza contra el gato. Bajó Mrs. Sherwin; con su total falta de tacto y con su inexistente presencia de ánimo sólo supo empeorar las cosas. En resumidas cuentas, la escena terminó con un ataque de histeria.

Aquel día, hablar con Margaret tal como quise hacerlo me resultó imposible. Abordar posteriormente el asunto del canario me pareció inútil. Si sólo hubiera insinuado de la forma más amable, sin dejar de mostrar mi mayor simpatía por la pérdida del pajarillo, el disgusto y el asombro que me había ocasionado por los extremos a los que se había dejado arrastrar en su arranque pasional, con toda seguridad me habría respondido rompiendo de nuevo a llorar, y ésa era precisamente la respuesta mejor calculada para acallarme. Si hubiera sido su marido no sólo nominalmente, sino también de hecho; si hubiera sido su padre, su hermano o su amigo, habría dejado que se saliera con la suya en sus primeros arranques emocionales, y entonces la habría reconvenido y la habría obligado a entrar en cintura. Pero yo aún era su amado; a mis ojos, las lágrimas de Margaret convertían en virtudes incluso los defectos de Margaret.

Los sucedidos como éstos, que solamente se produjeron muy de vez en cuando, constituyeron las únicas alteraciones del tenor reposado y feliz por el que discurrió nuestra relación. Pasaron las semanas sin que una palabra apresurada ni un comentario hiriente se cruzase entre nosotros dos. Asimismo, después de haber resuelto y ajustado nuestras diferencias preliminares, tampoco surgió el menor desacuerdo entre Mr. Sherwin y yo. Este último elemento de la tranquilidad doméstica reinante en North Villa no fue, sin embargo, atribuible a su tolerancia, ni a la mía, sino más bien a la mediación privada de Mr. Mannion.

Por espacio de algunos días, después de la entrevista que tuve con el administrador en su propio domicilio, me abstuve de requerir los servicios que había ofrecido poner a mi disposición. No tenía conciencia de que existiera ninguna razón para optar por semejante camino. Todo lo que se había dicho, todo lo que había ocurrido durante la noche de la tormenta, surtió una poderosa aunque vaga impresión en mí. Por extraño que pueda parecer, no pude precisar si la breve pero sin duda extraordinaria experiencia que tuve de mi nuevo amigo me llegó a atraer hacia él, o si me causó repulsa por su persona. Sentía una indudable reticencia sólo de pensar en contraer cualquier clase de obligación con él, aunque no fuera a resultas del orgullo, ni de una falsa delicadeza, ni de la hosquedad, ni de la suspicacia; era una reticencia inexplicable, surgida del miedo de encontrarme de repente cargado con una pesada responsabilidad. Pospuse cuanto pude el momento de requerir sus servicios y me contuve por puro instinto; Mr. Mannion, por su parte, no hizo mayores intentos por ponerse a mi disposición. Mantuvo el mismo talante, y durante sus encuentros con la familia, en North Villa, siguió con los mismos hábitos que ya había observado yo como algo característico de él antes incluso de la vez en que me refugié de la tormenta entrando en su casa por invitación suya. Nunca más volvió a referirse a la conversación de aquella noche.

La conducta de Margaret, cuando le comenté la disponibilidad de Mr. Mannion, su deseo de sernos de utilidad a los dos, incrementó en vez de disminuir la vaga incertidumbre que me tenía perplejo e indeciso, sin saber si aceptar o rechazar sus ofrecimientos.

No logré inducirla a que mostrase el más mínimo interés por él. Ni su domicilio, ni su apariencia externa, ni sus peculiares costumbres, ni el secreto que guardaba celosamente en todo lo tocante a su vida anterior; nada, en resumen, que tuviera la más mínima relación con él, nada pareció excitar mínimamente la atención o la curiosidad de Margaret. Aquella velada en que vino de visita, a su regreso del continente, Margaret ciertamente manifestó algunos síntomas de interés cuando se presentó en North Villa, amén de dedicarle al menos una aparente atención cuando se sumó a nosotros. Ahora, en cambio, parecía completa e incomprensiblemente transformada sobre este asunto. Se volvía casi petulante cuando yo persistía en hablar de Mr. Mannion; era casi como si le fastidiara que yo compartiese con ella mis pensamientos al respecto. En cuanto a la difícil cuestión todavía por decidir, esto es, si debiéramos o no ponerlo a servicio de nuestros intereses, era un asunto que a ella al parecer le resultaba demasiado banal para que lo comentásemos entre nosotros.

No pasó de todos modos mucho tiempo hasta que las circunstancias me ayudaron a decidir qué opción debía tomar en lo tocante a Mr. Mannion.

Uno de los ricos amigos que Mr. Sherwin tenía por motivos comerciales celebró en su día un baile, y Mr. Sherwin anunció su intención de ir acompañado de Margaret. Aparte de los celos que sentí naturalmente, habida cuenta de mi peculiar situación, sólo de pensar que mi esposa iba a salir en calidad de Miss Sherwin y que iba a bailar a saber con quién, en calidad de joven damisela soltera, también sentí el deseo más intenso que se pueda tener de mantener a Margaret al margen del contacto social con la gente de su propia clase, hasta que concluyera mi año de prueba, con la esperanza de instalarla de forma permanente en contacto con mi propia clase social. En privado ya había comentado con ella qué ideas tenía yo a este respecto, y descubrí que ella estaba plenamente de acuerdo con mi parecer. No le faltaba por cierto ambición para ascender hasta el peldaño más elevado de la escala social, y ya había empezado a considerar con indiferencia a la sociedad que representaban los de su propio rango.

A Mr. Sherwin no pude confiarle estas ideas. Solamente pude objetar en términos generales que se llevara a Margaret de acompañante, cuando ni ella ni yo deseábamos que así fuera. Él afirmó que a Margaret le gustaban las fiestas, igual que a todas las muchachas de su edad, y que sólo fingía que le desagradaban por complacerme a mí, añadiendo que él no había asumido el compromiso de tenerla encerrada en casa durante todo un año, y lógicamente alicaída, por mi culpa. En el caso del baile en concreto que estábamos discutiendo, se mostró determinado a salirse con la suya, y llegó a decírmelo con todas las letras.

Irritado por su terquedad y por su grosera falta de consideración para con mi indefensa postura, olvidé todas las dudas y todos los escrúpulos, y en privado apelé a Mr. Mannion, para que ejerciera su influencia, tal como había prometido hacer, cuando yo quisiera, en mi favor.

El resultado de su intervención fue tan inmediato como concluyente. A la noche siguiente, Mr. Sherwin vino a vernos con una nota que acababa de redactar y me informó de que se trataba de una excusa que disculpaba la ausencia de Margaret en el baile. No llegó a mencionar el nombre de Mr. Mannion, aunque malhumorada y brevemente dijo que había reconsiderado el asunto y que había terminado por modificar la decisión que tomó en primera instancia por razones que no deseaba detallar.

Una vez di el primer paso por este camino, no dudé en seguirlo sin titubear, dando muchos otros. Cada vez que me apeteció visitar North Villa más de una vez al día, me bastó con comunicárselo a Mr. Mannion, y a la mañana siguiente de inmediato me era concedido el permiso por parte de la autoridad competente. Esa misma maquinaria secreta me permitió regular las entradas y salidas de Mr. Sherwin como me vino en gana cuando Margaret y yo estábamos juntos a última hora de la tarde. Pude estar casi totalmente seguro de que nadie más que Mrs. Sherwin estaría con nosotros, a menos que yo quisiera contar con la compañía de los demás, cosa que, como bien puede imaginarse, rarísima vez sucedió.

La pronta intervención de mi nuevo aliado, siempre en beneficio mío, la ejerció con tranquilidad, con facilidad, como si tal cosa. Nunca llegué a saber cómo, ni cuándo influía a su antojo en su patrón; Mr. Sherwin, por su parte, nunca me dijo ni palabra sobre tal influencia. Me concedía todo privilegio adicional que yo pudiera exigir, pero lo hacía tal como si actuase por entero de acuerdo con su propio albedrío, sin sospechar para nada qué bien sabía yo cuál era el verdadero poder que lo dirigía.

Tanto más me reconcilié con la idea de emplear los servicios de Mr. Mannion gracias a la gran delicadeza con que los efectuaba. No me permitió pensar ni por asomo que me estuviera haciendo un gran favor, y no parecía pensar él mismo que así fuera, ni siquiera en el menor grado. No afectó gozar de una súbita intimidad conmigo; su talante no experimentó alteración ninguna; persistió en su actitud de no unírsenos en las veladas en que visitaba North Villa, salvo cuando yo le invitaba expresamente; y si a mí me daba por hacer cualquier referencia a las ventajas que había obtenido de su dedicación a mis intereses, siempre contestaba a su manera, brevemente y sin darse ningún tono, que era él quien podía tenerse por favorecido al gozar del permiso de poner sus servicios a disposición de Margaret y de mí.

Yo había dicho a Mr. Mannion, al despedirme de él en aquella noche de la tormenta, que consideraría su ofrecimiento como el de un amigo. Había dado por buena mi palabra mucho antes de lo que nunca me propuse, y sin reservas de ninguna especie.