NOTA AL TEXTO

Basil se publicó por primera vez en 1852 con el subtítulo de A Story of Modern Life. A esta edición siguió una segunda sin modificaciones, en 1856. En 1862, Wilkie Collins suprimió el subtítulo y corrigió significativamente el texto para una nueva publicación. Sobre esta versión, aceptada como definitiva, se basa nuestra traducción.

CARTA A MODO DE DEDICATORIA

AL SEÑOR CHARLES JAMES WARD

Hace ya muchísimo tiempo que esperaba con verdadero placer, mi querido y viejo amigo, que llegase el momento propicio para rendirle el debido reconocimiento por el gran valor en que tengo el afecto que usted me profesa, así como el agradecimiento por las muchas muestras de amabilidad que ese afecto me ha deparado, y que ahora le ofrezco con inmensa alegría en este lugar. Al dedicarle esta obra que ahora se publica, cumplo por consiguiente un propósito que durante bastante tiempo he deseado muy sinceramente llevar a cabo. Por si fuera poco, para mí gano la satisfacción de saber que habrá al menos una página de mi libro que siempre habré de contemplar con absoluto placer, y no es otra que la página que lleva su nombre.

El principal acontecimiento del que brota esta narración es un suceso real del que he tenido conocimiento. Al dar después forma al relato, a medida que se me iba sugiriendo por sí solo, lo he guiado casi siempre hacia el terreno que mejor conozco por mi propia experiencia, o bien por las experiencias que me han referido otros, de manera que, en su transcurso, incidiera sobre algo real y verdadero. Mi idea era que cuanto más pudiera cosechar de lo real, en calidad de texto a partir del cual hablase, tanto más seguro podría estar respecto del valor genuino de lo ideal que sin duda brotaría de él. La imaginación y la fantasía, la elegancia y la belleza, y todas las cualidades que son para la obra de arte lo que son para la flor el aroma y la coloración, sólo pueden ascender hacia el cielo si están enraizadas en la tierra. ¿No es acaso la más noble poesía esa ficción en prosa de la verdad cotidiana?

Así pues, dirigiendo siempre que pude a mis personajes y a mi relato hacia la luz de la realidad, no he dudado en violar algunas convenciones de la ficción sentimental. Por ejemplo, el primer encuentro amoroso que se produce entre dos de los personajes del libro tiene lugar precisamente donde se produjo el auténtico encuentro amoroso en el que se inspira, esto es, en el último lugar y en las ultimísimas circunstancias que sancionarían los artífices de la ficción sentimental. Así pues, no sé si mis amantes darán pie al ridículo en vez de suscitar interés, pues los he representado de manera fehaciente en la situación en que se han encontrado cientos de amantes, tal como seguramente reconocerán cientos de personas cuando lean el pasaje al que me refiero. Pero a ese respecto me siento tan optimista y tan confiado que prefiero no pensarlo.

Por ello, en algunas partes de este libro, en las que he procurado excitar la tensión o la piedad que pueda sentir el lector, he admitido los sonidos callejeros más ordinarios que se puedan escuchar por ahí, ya que los considero accesorios perfectamente idóneos. Y también he reflejado los acontecimientos callejeros más ordinarios, en el momento y el lugar representados, convencido de que al resaltar la verdad resaltan la tragedia, resaltando en conjunto la fuerza de los legítimos contrastes como ningún otro artificio literario podría resaltar, por mucho que fueran hábilmente introducidos, ni siquiera por mano habilísima.

Permítame abundar un poco más en la historia que se relata en estas páginas.

Convencido de que la novela y el drama son hermanas gemelas en la familia de la ficción, de que una es el drama narrado y otra el drama representado; convencido de que todas las profundas, intensas emociones que el dramaturgo tiene el privilegio de suscitar, también puede suscitarlas el narrador de forma igualmente privilegiada, no me ha parecido acertado, ni menos aún necesario, respetar únicamente las realidades cotidianas, si bien he respetado las realidades. Dicho en otros términos, no me he rebajado tanto como para asegurarme la credibilidad del lector, la verosimilitud de mi relato, por el procedimiento de no exigirle en ninguna ocasión que haga uso de su fe. Los accidentes y sucesos extraordinarios que pueden ocurrir y que ocurren de hecho a muy pocos hombres, me parecían material tan legítimo con el que trabajar en la ficción -siempre y cuando hubiera un buen propósito para utilizarlos- como los accidentes y sucesos ordinarios que pueden afectarnos y de hecho nos afectan a todos. Al apelar a las genuinas fuentes de interés que pueda haber dentro de la esfera de interés del propio lector, sin duda podía empezar por contar con toda su atención; sin embargo, sólo al apelar a otras fuentes (a su manera, igual de genuinas), situadas más allá de su experiencia, podía contar con su interés y con excitar su incertidumbre, con despertar sus sentimientos más profundos y con agitar sus más nobles pensamientos.

Escribiendo en estos términos -de manera muy breve y muy general, pues no debo alejarle demasiado de la historia en sí-, no me queda otro remedio que repetir, espero que innecesariamente, que aquí me limito a comentar lo que he intentado hacer. Entre el propósito que aquí sugiero y la ejecución de ese propósito tal como se plasma en las páginas siguientes, se encuentra la amplia línea de demarcación que distingue la voluntad del acto. Aún está por precisar que me haya quedado corto según el criterio de los más exigentes. Que me haya quedado corto según mi criterio es algo que sé de forma tan precisa como dolorosa.

Una palabra más sobre el modo en que se lleva a cabo el propósito de las páginas que siguen.

Quien reconozca que el cometido de la ficción estriba en poner de manifiesto la vida de los hombres, no podrá desmentir que las escenas de crímenes y de miserias a la fuerza han de formar parte de dicha exposición, al menos mientras la naturaleza de los hombres siga siendo como es. Nadie podría afirmar que dichas escenas no arrojen resultados útiles, siempre y cuando se pongan al servicio de un propósito moral tan sencillo como puro. Si alguien me preguntase por qué he escrito ciertas escenas de este libro, mi respuesta sería bien sencilla: habría que encontrarla en la verdad universalmente aceptada que expresan las páginas precedentes. Tengo todo el derecho de apelar a esa verdad, ya que es la que me ha guiado a lo largo de este escrito. Al extraer esa lección, que se contiene en las páginas siguientes, de los ejemplos del error y del delito que de forma más pasmosa y natural la manifiestan, decidí hacer justicia a la honestidad de mi propósito diciéndolo con toda claridad. Al hacer uso de los dos personajes de mi historia, cuyas acciones ponen de relieve las escenas más oscuras de mi relato, no he olvidado que tenía por deber, aparte de retratarlos al natural, ponerlos al servicio de un buen propósito moral; a costa de sacrificar, en ciertos pasajes, el efecto dramático (aunque espero no haber sacrificado la verdad natural), he mostrado tal cual es la conducta de los viles, relacionada como siempre en menor o mayor grado con algo que resulta en sí egoísta, despreciable o cruel. No sé si algunos personajes míos conseguirán hacerse querer por parte del lector, pero hay una cosa que sí sé con seguridad: en ningún caso le engañaré para dirigir sus simpatías hacia el lado de los malos.

A las personas que disientan de los amplios principios que aquí se esbozan, a las que nieguen que la vocación del novelista ha de ser algo más que entretenerlas, a las que se aparten espantadas de toda referencia seria y honesta que, en los libros, se haga a cuestiones que a su juicio sean privadas y que, sin embargo, comenten en público; a quienes vean implicaciones encubiertas allí donde nada se implica; a quienes vean alusiones impropias allí donde no las hay; a quienes tengan total inocencia en la palabra, que no en el pensamiento; a quienes vean que la moralidad termina en la lengua, sin llegar nunca al corazón, a todas esas personas me parece que será una pérdida de tiempo ofrecer cualquier otra explicación de mis motivos que no haya dado hasta ahora. A esas personas no me dirijo en este libro, y tampoco pienso dirigirme a ellas en ningún otro.

* * *

Estas palabras formaban parte de la introducción original a esta novela. Las escribí hace casi diez años, y lo que dije entonces lo sostengo ahora.

Basil fue la segunda de mis obras de ficción. Fue condenada de antemano en el momento en que apareció, al menos entre ciertos lectores que la tomaron por un ultraje a su idea de la propiedad. Consciente de haber diseñado y de haber escrito mi relato con la más estricta consideración a la verdadera delicadeza, lejos de toda falsedad, permití que las interpretaciones lascivas de algunos pasajes totalmente inocentes de este libro se abriesen paso de forma absolutamente ofensiva, sin tomarme la molestia de protestar y de hacer valer la opinión que me suscitaron, dando por bueno el desprecio. Yo sabía que Basil no tenía nada que temer de los lectores puros de mente, y dejé que esas páginas se hicieran valer o fracasar según sus propios méritos. Lentamente, y con toda seguridad, mi relato se abrió paso a despecho de las críticas adversas, y halló en el favor del público un lugar que no ha perdido desde entonces. Algunos de los mejores amigos que ahora tengo llegaron a ser amigos míos a través de Basil. Parte del reconocimiento más gratificante a mi trabajo que he recibido de lectores que me eran desconocidos, ha sido el reconocimiento dado a la pureza de esta historia, de la primera página a la última. El perdón que ahora he de pedir por Basil es el perdón por sus defectos literarios, resultado de la inexperiencia, que ninguna corrección podría quitar del todo, y que nadie ve, al cabo de estos diez años, mejor que su propio autor.

Solamente debo añadir que la presente edición es la primera que se beneficia de mi revisión. Si bien los sucesos de esta historia siguen siendo exactamente los que eran, confío que el lenguaje en que se expresan, en la mayor parte de los casos, se haya alterado para mejorar.

Wilkie Collins

Harley Street, Londres, julio de 1862

PRIMERA PARTE

I

¿Qué es lo que estoy a punto de escribir?

La historia de los sucesos que tuvieron lugar en poco más de un año, uno solo de los veinticuatro que ha durado hasta hoy mi vida.

¿Por qué emprendo una tarea como ésta?

Puede ser que por pensar que mi narración tal vez sirva para hacer el bien; puede ser que porque aspiro a que un buen día tal vez se le pueda dar uso a manera de advertencia. Estoy ahora a punto de relatar la historia de un error inocente en sus comienzos, culpable en su desarrollo, fatal en su desenlace; de buena gana persistiría en la esperanza de que mi relato, sencillo y fiel, ponga de manifiesto que este error no fue cometido del todo sin alguna excusa. Cuando alguien encuentre estas páginas después de mi muerte, tal vez pueda leerlas con calma y juzgarlas con ecuanimidad, como si fuesen reliquias investidas de solemnidad gracias a las sombras expiatorias de la tumba. Así, el duro veredicto contra mí dictado podrá quedar enjugado en el arrepentimiento; a los niños de la próxima generación de nuestro linaje se les enseñará a hablar caritativamente de mi memoria, y por su cuenta podrán pensar en mí con amabilidad y a menudo, en las pensativas vigilias de la noche.

Animado por estos motivos y por algunos otros que también siento, pero que no puedo analizar, acometo ahora esta ocupación que yo mismo me he impuesto. Escondido en los montes más recónditos de la remota región oeste de Inglaterra, rodeado únicamente por los contados y sencillos habitantes de una aldea pesquera de la costa de Cornualles, no es muy de temer que distraiga mi atención de esta tarea, así como tampoco hay grandes posibilidades de que la indolencia en que pudiera caer retrase su pronta realización. Vivo bajo la amenaza de una hostilidad que pende sobre mí en todo momento y que bien podría descender y arrollarme sin que yo sepa cuándo, ni de qué forma. Un enemigo decidido, dispuesto a todo, mortífero, paciente y capaz por igual de esperar días o años, hasta que llegue su oportunidad, en todo momento acecha mis pasos desde la salvaguardia de las tinieblas. Al dedicarme a este nuevo afán, no podría decir de cuánto tiempo dispongo; no sé si me queda aún otra hora, no sé si mi vida llegará hasta el anochecer.

Por ello, no emprendo mi narración como si fuera una ocupación ociosa. ¡Y la emprendo además el día de mi cumpleaños! Hoy cumplo mis primeros veinticuatro años de vida; hoy empieza el primer año de mi vida que no ha sido recibido con una sola palabra de afecto, con una sola muestra de cariño. Aún hay, sin embargo, una mirada de bienvenida que me encuentra en mi soledad: la adorable mirada matinal que tiene la naturaleza, tal como ahora la contemplo desde el encierro de mi habitación. Luce poco a poco con creciente luminosidad el sol lujuriante por entre los bancos de nubes púrpuras, cargadas de lluvia; los pescadores extienden sus redes a secar sobre los declives más bajos del roquedo; juegan los niños en torno a los botes amarrados en la playa; la brisa marina sopla con frescura y con pureza tierra adentro. Todos los objetos brillan y destacan al mirarlos, todos los sonidos son gratos de oír al tiempo que trazo con mi pluma los primeros renglones que han de dar comienzo a la historia de mi vida.

II

Soy el segundo hijo de un caballero inglés de inmensa fortuna. Según tengo entendido, nuestra familia es una de las más antiguas de este país. Por parte de mi padre se remonta a mucho antes de la conquista de los normandos; por parte de mi madre puede que no sea tan antigua, pero sí tiene más noble abolengo. Amén de mi hermano el mayor, tengo una hermana más joven que yo. Mi madre falleció poco después de dar a luz al último de sus hijos.

Debido a una serie de circunstancias que más adelante saldrán a colación, me he visto obligado a renunciar al uso de mi apellido paterno. Por honor me he visto en la obligación de renunciar a su uso, y por honor me abstendré de mencionarlo aquí. En consecuencia, como encabezamiento de las páginas que siguen me he limitado a escribir mi nombre de pila, pues no me parece que tenga ninguna importancia añadir el apellido que he terminado por emplear, y que tal vez me vea obligado a cambiar por algún otro en un momento puede que no muy lejano. Confío en que ahora, desde el principio mismo, se comprenda por qué no llamo a mi hermano y a mi hermana más que por sus nombres de pila, por qué dejo en blanco el lugar en que debiera figurar el nombre de mi padre, por qué se oculta mi propio apellido en esta narración, así como se oculta en el mundo en que vivo.

El relato de mi infancia y juventud tiene poco interés; no añadiría nada nuevo. Mi educación fue como la educación de tantos cientos de muchachos pertenecientes al mismo rango que tengo yo en la vida. Al principio asistí a clase en una escuela privada y luego asistí a una facultad, con objeto de completar lo que suele denominarse «una educación liberal».

La vida que llevé en la facultad no me ha dejado un solo recuerdo placentero; allí encontré que la adulación, más que moneda corriente, estaba sentada como principio de conducta; pavoneándose por las calles, en las borlas doradas de los señores; entronizada en el refectorio, en la tarima que tenían reservada. El estudiante más aventajado de mi facultad, el hombre cuya vida era más ejemplar, cuyos logros suscitaban más admiración, me fue presentado cuando se encontraba sentado, en calidad de plebeyo, en el sitio más inferior. El heredero de un condado, que no había aprobado el último examen, me fue señalado minutos más tarde cuando cenaba a solas, a lo grande, en una de las mesas elevadas sobre una tarima por encima del resto, por encima de los reverendos eruditos que le habían dado la espalda por considerarlo un asno. Yo acababa de llegar a la universidad y acababa de recibir las correspondientes congratulaciones por haber ingresado en «un venerable seminario del saber y la religión».

Por vulgar y por perogrullesco que pueda parecer, reseño esta circunstancia concurrente en mi ingreso en la facultad porque constituyó la primera causa de la disminución de mi fe en la institución a la que estaba ya ligado. Muy pronto di en considerar la enseñanza universitaria que había de recibir como una suerte de mal necesario, al cual no me quedaba más remedio que someterme con paciencia. No estudié con ánimo de destacar y tampoco me adherí a un determinado grupo de hombres. Estudié literatura francesa, italiana y alemana; ahondé en mi conocimiento de los clásicos nada más que lo suficiente para obtener la licenciatura y terminé mis estudios en la facultad sin haberme labrado más reputación que la de ser indolente y reservado.

Cuando regresé a mi casa, como era el benjamín y no podría heredar ninguna de las tierras que eran propiedad de la familia, salvo en el supuesto de que mi hermano falleciera sin haber engendrado hijos, se consideró necesario que iniciase la práctica de una profesión. Mi padre tenía influencia en algunas valiosas «prebendas» y estaba en perfecta sintonía con varios miembros del gobierno. La iglesia, el ejército, la armada y, en última instancia, la abogacía, eran las opciones que se me ofrecieron. Escogí la última.

Mi padre pareció ligeramente perplejo ante mi decisión, pero no hizo mayor comentario al respecto, aparte de limitarse a decirme con toda sencillez que no me olvidase de que la abogacía era un buen trampolín para saltar al Parlamento. Mi verdadera ambición, sin embargo, no era forjarme un nombre de peso en el Parlamento, sino en la literatura. Por entonces, ya me había comprometido en el arduo pero glorioso servicio a la pluma y estaba determinado a perseverar en mi empeño. La profesión que me ofreciera las mayores facilidades para llevar a cabo mi proyecto iba a ser la profesión que yo escogiera. Por eso escogí la abogacía.

De este modo inicié la vida bajo los mejores auspicios. Aunque era el benjamín de la familia, sabía que la riqueza de mi padre, exclusivamente dependiente de las tierras que poseía, me garantizaría unos ingresos propios muy por encima de mis necesidades. No tenía hábitos extravagantes, ni gustos que no pudiera gratificar en el momento mismo en que cuajaban; no tenía preocupaciones ni responsabilidades de ninguna especie. Podría dedicarme a mi profesión o no hacerlo en absoluto, según quisiera. Podía dedicarme por completo y sin reservas a la literatura, a sabiendas de que, en mi caso, la pugna por la fama nunca sería idéntica -terriblemente, gloriosamente idéntica- a la pugna por el pan. En mi caso, el sol matinal de la vida lucía sin que lo ocultase una sola nube.

Quizá podría intentar en este punto un esbozo de mi propio carácter, tal como era entonces. Ahora bien, ¿qué puede decir un hombre de sí mismo? ¿Que sondeará la profundidad de sus vicios y que medirá la altura de sus virtudes, siendo tan válido como es su palabra? No, no podemos conocernos, ni menos aún juzgarnos. Son otros los que han de juzgarnos, pero no podrán conocernos. Solamente Dios juzga y conoce. Así pues, que mi carácter se presente -en la medida en que todo carácter humano puede presentarse en su integridad, en este mundo- a través de mis actos, a medida que entre a describir el único pasaje de mi vida que estuvo preñado de sucesos y que, no en vano, configura la base de esta narración. Entretanto, primeramente será necesario que añada algo más acerca de los miembros de mi familia. Dos al menos serán de gran importancia para el transcurso de los sucesos que se narran en estas páginas. No intentaré siquiera juzgar sus caracteres: me limitaré a describirlos -no sé si acierto o si yerro- tal como se me aparecían entonces.

III

Siempre consideré a mi padre -y hablo de él en pasado porque ahora estamos separados para siempre, porque en lo sucesivo está para mí tan muerto como si el sepulcro se hubiera cerrado ya sobre él-, siempre consideré a mi padre, decía, el hombre más orgulloso de cuantos he conocido personalmente, el más orgulloso de todos los que he conocido de oídas. No era el suyo un orgullo convencional, el que popularmente suele caracterizarse mediante un porte rígido, majestuoso, mediante unas facciones rígidas, mediante una entonación dura, severa, mediante encorsetados discursos de desprecio por la pobreza y los andrajos, mediante las fanfarronadas interminables a propósito de la prosapia y la buena crianza. El orgullo de mi padre no tenía nada que ver con eso. Era ese otro orgullo apacible, negativo, instintivo, siempre cortés, que sólo puede detectarse a través de una atentísima observación, y que un observador corriente no suele percibir en absoluto.

Quien le hubiera observado al comunicarse con cualquiera de los granjeros que tenían arrendadas sus fincas, quien viese su manera de quitarse el sombrero cuando por casualidad se cruzaba con las mujeres de dichos granjeros, quien hubiese notado la calurosa bienvenida que daba al hombre del pueblo, cuando en realidad se trataba de un hombre de genio, ¿le habría tenido acaso por orgulloso? En ocasiones como éstas, si tenía de hecho ese orgullo, era imposible de detectar. En cambio, viéndole cuando, por ejemplo, entraban juntos en su casa un escritor y un hombre que recientemente hubiera recibido un título nobiliario, carente de hidalguía antañona, observando meramente la manera totalmente distinta con que estrechaba la mano a cada uno de ellos, notando que la cordialidad y la cortesía eran destinadas por entero al hombre de letras, que en modo alguno contendía con él en cuanto al rango familiar de cada cual, mientras que la formalidad también cortés, es cierto, iba a parar al hombre del título nobiliario, que sí contendía con él en ese respecto, se descubría al instante en dónde, en qué radicaba su orgullo. Ése era su punto flaco. La aristocracia de título, bien diferenciada de la aristocracia de alcurnia, para él no era ni mucho menos aristocracia digna de ese nombre. Tenía celos de dicha aristocracia; la detestaba. A pesar de ser un plebeyo, se tenía por hombre socialmente superior a cualquier otro, ya fuera barón, ya fuera duque incluso, cuya familia no tuviera el abolengo y la antigüedad de la suya.

Entre la infinidad de ejemplos de este peculiar orgullo que podría aducir aquí, recuerdo uno que me parece suficientemente característico para tomarlo por muestra de todos los demás. Sucedió cuando yo no era más que un niño y me fue relatado por uno de mis tíos, ya difunto, que fue testigo de las circunstancias en que tuvo lugar y que siempre lo contó con especial regocijo de la concurrencia, hasta el final de sus días.

Un comerciante de inmensa riqueza, que recientemente había sido elevado al rango de lord, se había alojado en una de nuestras casas de campo. Amén de él, los otros invitados eran su hija, mi tío y un abad italiano. El comerciante era un hombre corpulento, de rostro colorado y purpúreo, que llevaba sus nuevos honores con una curiosa mezcolanza de pompa impostada y de buen humor natural. El abad era enano y deforme, magro y cetrino, de rasgos afilados y ojos brillantes, ojos de pájaro, aparte de tener una voz grave, líquida. Era un refugiado político, cuya manutención dependía del dinero que recibía como profesor de lenguas. Podría haber pasado por un mendigo de la calle, al que mi padre habría seguido tratando como al principal invitado que tenía en su casa, debido a una única razón que para él era sobradamente decisiva: era descendiente directo de una de esas antiquísimas y famosas familias romanas, cuyos apellidos son parte de la historia de las guerras civiles italianas.

El primer día, el grupo que se reunió para la cena estaba compuesto por la hija del comerciante, mi madre, una anciana señora que había sido su institutriz y que había vivido con ella desde que contrajo matrimonio con mi padre, así como el lord de reciente nombramiento, el abad, mi padre y mi tío. Cuando se anunció que la cena estaba lista, el lord avanzó con toda su nueva y ampulosa dignidad para ofrecer el brazo a mi madre como si tal cosa. Mi padre, pálido de tez como siempre, se puso rojo como la grana en un instante. Tocó al magnífico comerciante y lord en el brazo y le señaló con un gesto significativo a la decrépita y anciana señora que había sido en su día la institutriz de mi madre. Acto seguido caminó hasta el otro extremo de la sala, donde el depauperado abad había estado en un rincón, leyendo un libro, para conducir con extremada cortesía al diminuto, deforme, lisiado profesor de lenguas, ataviado con una larga y deshilachada levita, hasta donde se hallaba mi madre, a cuyo hombro el abad apenas llegaba; les abrió la puerta para que entrasen los primeros; invitó con toda cortesía al noble de nuevo cuño, que estaba poco menos que paralizado por el asombro y la confusión, a que les siguiera dándole el brazo a la temblequeante anciana, y regresó a llevar del brazo a la hija del noble a la mesa donde iba a tener lugar la cena. Sólo retomó su expresión y talante de costumbre cuando vio al diminuto abad, escuálido y hambriento representante de los poderosos barones de antaño, sentado en el lugar preeminente de la mesa al lado de mi madre.

Gracias a circunstancias tan accidentales como éstas era posible descubrir hasta dónde llegaba su orgullo de casta. Nunca hizo jactancia de sus ancestros; nunca habló siquiera de ellos, salvo que se le preguntase al respecto, pero nunca los olvidaba. Sus ancestros eran de hecho la sal misma de su vida, las deidades de su adoración social, los tesoros familiares que era preciso conservar como si fueran lo más preciado, mucho más que todas sus tierras, que su riqueza, que toda ambición y toda gloria, también por parte de sus hijos y de los hijos de sus hijos, hasta el final de la estirpe.

En su vida doméstica, cumplía con sus deberes para con su familia de manera honorable, delicada y afectuosa. Creo que, a su manera, nos amaba a todos; sin embargo, nosGíros éramos sus descendientes y debíamos compartir sus afectos con sus ancestros. Éramos sus propiedades domésticas, así como sus hijos. Toda libertad justa nos era otorgada, toda indulgencia no menos justa nos era concedida. Nunca dio muestras de ninguna suspicacia, de ninguna severidad indebida. A tenor de sus indicaciones aprendimos que deshonrar a nuestra familia, ya fuera de palabra, de obra o de omisión, era el único delito fatal que jamás podría ser olvidado, ni mucho menos perdonado. Bajo su estricta supervisión nos formamos en los principios de la religión, del honor y la diligencia; todo lo demás quedó confiado a nuestro sentido de la moral, a nuestra manera de entender los deberes y privilegios de nuestra posición social. En su conducta hacia cada uno de nosotros jamás hubo nada de lo que pudiéramos quejarnos; sin embargo, siempre hubo algo incompleto en nuestras relaciones domésticas.

Puede que parezca incomprensible, puede que incluso a más de uno le parezca ridículo, pero es pese a todo verdad que ninguno de nosotros tuvo nunca intimidad con él. Quiero decir con esto que fue para nosotros un padre, pero nunca un compañero. Había en su talante, en su talante apacible e inflexible, siempre invariable, algo que casi inconscientemente nos llevaba a guardar el debido comedimiento. En toda mi vida, nunca me he sentido más incómodo, sin saber por qué en el momento, que cuando muy de pascuas a ramos me tocaba cenar a solas con él. Nunca le confié ninguno de mis planes de diversión cuando era un niño; nunca hablé con él más que en términos muy generales de mis ambiciones y de mis esperanzas cuando era joven. No era cuestión de que hubiese recibido tales confidencias ridiculizándome con su severidad, pues era incapaz de tal cosa; antes bien, era cuestión de que parecía estar por encima de tales banalidades, de que era incapaz de participar de ellas, o de que sus pensamientos le llevaban a estar demasiado lejos de los nuestros. Por eso, todas mis consultas vacacionales las sostuve con los viejos criados; por eso, mis primeras páginas manuscritas, cuando probé suerte en la escritura, las leyó mi hermana, sin que nunca llegasen a penetrar en el despacho de mi padre.

Asimismo, su modo de atestiguar su ocasional desagrado hacia mi hermano o hacia mí mismo tenía algo aterrador por su inmensa calma, algo que nunca olvidábamos, y que siempre temíamos como si fuera la peor calamidad que pudiera sobrevenirnos.

Siempre que, de pequeños, cometíamos alguna falta infantil, él no daba muestras de la más mínima irritación; lisa y llanamente modificaba del todo su manera de tratarnos. No nos daba una sonora reprimenda, no nos amenazaba con vehemencia, no nos castigaba positivamente de ninguna manera; en cambio, cuando estábamos con él, nos trataba con una fría y despectiva cortesía (especialmente cuando nuestra falta demostraba la menor tendencia a la mezquindad, a ser ajena a la caballerosidad que se nos suponía) que nos taladraba hasta el corazón. En tales ocasiones, ni siquiera se dirigía a nosotros por nuestros nombres de pila; si accidentalmente nos lo encontrábamos en el jardín, con toda seguridad nos evitaba; si le hacíamos una pregunta, contestaba con la mayor brevedad, como si fuésemos perfectos desconocidos. La totalidad de su comportamiento venía a decir casi textualmente que habíamos terminado por ser indignos de relacionarnos con nuestro padre, con lo cual él había decidido hacernos sentir esa indignidad tan hondamente como él la sentía. Pasábamos días y más días en ese purgatorio doméstico, semanas incluso. Para nuestros sentimientos adolescentes, y en especial para los míos, no había ignominia comparable a ésta, al menos mientras duraba.

Desconozco en qué términos vivía mi padre con mi madre. Respecto a mi hermana, su porte siempre demostró un punto de galantería anticuada y afectuosa, muy propia de una época muy anterior. Le prestaba la misma atención que hubiese prestado a la dama más encumbrada de la tierra. Cuando estábamos solos, entraba con ella del brazo en el comedor, tal y como hubiese entrado con una duquesa en un salón en el que se celebrase un banquete. De pequeños, nos permitía levantarnos de la mesa antes de levantarse él, pero nunca antes de que ella se hubiese levantado. Si un criado tenía un descuido de sus deberes con él, a menudo lo perdonaba; si tenía un descuido con ella, lo despedía en el acto. A sus ojos, su hija era la representante de su madre: era la señora de la casa, a la vez que era su niña. Era curioso ver la mezcla de cortesía de alta cuna y de amor paterno que se daba en su talante, cuando por ejemplo le rozaba con todo su afecto la frente con los labios nada más verla por la mañana.

Físicamente, mi padre era un hombre de mediana estatura. Era muy esbelto y de complexión sumamente delicada; tenía la cabeza pequeña, bien puesta sobre los hombros, con una frente más ancha que despejada. Era de tez singularmente pálida, salvo en los momentos de agitación, de los que ya he mencionado su tendencia a enrojecer en un instante. Sus ojos, grandes y grises, tenían algo que imponía, una imperiosa forma de mirar, y daban cierta firmeza inquebrantable, cierta dignidad inflexible a su expresión, que era de una especie poco corriente. Delataban en cada una de sus miradas su alta cuna, su crianza, sus enraizados prejuicios ancestrales, su caballeresco sentido del honor. Ciertamente, era precisa toda la energía masculina de la parte superior de su rostro para redimir a la parte inferior de todo rastro de afeminamiento, por lo delicada, lo fina que era, muestra de lo mejor de los rasgos normandos. Tenía una sonrisa notabilísima por la dulzura que podía transmitir; era casi como la sonrisa de una mujer. Al hablar, también le temblaban a menudo los labios, como a las mujeres. Si alguna vez rió cuando era joven, su risa tuvo que ser muy clara y musical; sin embargo, desde que me alcanza la memoria, yo nunca le oí reír. En sus momentos más felices, en la compañía más alegre, a lo sumo le he visto sonreír.

En la disposición y el talante de mi padre se daban otras cualidades que tal vez llegue a mencionar; sin embargo, causarán mayor efecto y se entenderán mejor tal vez si las comento más adelante, en relación con las circunstancias que en especial las suscitaban.

IV

Cuando una familia posee tierras y otras propiedades en abundancia, es el miembro de dicha familia a quien menos interesa la hacienda, el menos afecto por la casa, el menos relacionado por pura simpatía con sus parientes, el menos propenso a aprender en qué consiste el cumplimiento de sus deberes, el menos dado a admitir sus propias responsabilidades, el que con frecuencia ha de hacerse cargo de la herencia familiar: el primogénito.

Mi hermano Ralph nunca fue excepción a esta norma. Nos educamos juntos. Una vez concluida nuestra educación, no lo vi nunca más, salvo en períodos muy breves. Durante los años que siguieron al término de su educación universitaria, casi siempre se encontraba de viaje por el continente europeo. Y cuando regresó para instalarse definitivamente en Inglaterra, no regresó para vivir bajo nuestro techo. Tanto en el campo como en la ciudad, siempre fue un visitante y no compartía con nosotros nuestra morada.

Me acuerdo de cómo era en el colegio: más fuerte, más alto, más apuesto que yo. Me sobrepasaba de lejos en popularidad dentro de la reducida comunidad en que vivíamos. Era el primero en iniciar una osadía, el último en abandonar el intento de realizar una hazaña; lo mismo era el último que el primero de la clase. Era uno de esos muchachos de natural alegre, jactancioso, guapo, temerario, al que las personas mayores se vuelven instintivamente para sonreírles, al encontrarse con ellos en su paseo matinal.

Luego, en la facultad, llegó a ser ilustre entre los remeros y los jugadores de criquet, y alcanzó gran renombre por su destreza con la pistola, amén de ser temible cuando participaba en los concursos de esgrima. No hubo fiestas en la universidad tan espléndidas como las que él daba, invitando a beber vino a todo el mundo; los comerciantes le daban a elegir a él antes que nadie cuando recibían nuevo género; las damiselas de la ciudad se enamoraron de él por docenas; los jóvenes tutores proclives a dárselas de dandies copiaban de él su corte de levita, su nudo de corbata; hasta los severos rectores de los colegios mayores miraban con indulgencia sus delitos. El alegre, valeroso, apuesto caballerito inglés tenía tal encanto personal que sometía a cualquiera. Aunque yo fui su diana preferida tanto en el colegio como en la facultad, nunca tuve con él ninguna riña. Siempre le dejé ridiculizar mi forma de vestir, mi talante y mis costumbres, poniéndome a merced de su talante intrépido y jactancioso, como si tuviera por derecho de prelación al nacer el privilegio de reírse de mí todo lo que le viniera en gana.

Hasta entonces, mi padre no tuvo por él peores preocupaciones que las ocasionadas por sus borracheras y por las considerables deudas que contrajo. Sin embargo, cuando volvió a casa -cuando las deudas fueron saldadas, cuando se consideró esencial invertir su energía libre y descuidada en una disciplina útil-, fue cuando las complicaciones y las dificultades de mi padre comenzaron en serio.

Iba a ser imposible hacer que Ralph comprendiera y apreciara su posición, al menos tal y como era deseable que la comprendiera y la apreciara. El mayordomo renunció, desesperado, a todo intento de ilustrarle acerca de la extensión, el valor y la debida administración de las fincas que en un futuro iba a heredar. Se hizo un vigoroso esfuerzo por imbuirle de alguna ambición, por animarle a dedicarse a la carrera parlamentaria. Él se rió de tal idea. Después se le ofreció una comisión de mando en la guardia real; él la rehusó, pues afirmó que jamás se presentaría con la casaca roja abotonada de arriba abajo, porque no estaba dispuesto a someterse a ninguna constricción, ya fuera por la moda o por la disciplina militar, y porque en resumidas cuentas estaba decidido a ser su propio amo y señor. Mi padre habló con él largo y tendido; le comentó por lo menudo cuáles eran sus deberes y cuáles sus perspectivas, quiso inculcar en él la necesidad de cultivar su mente, el ejemplo de sus ancestros, pero todo fue en vano. Él bostezaba y jugueteaba sobre las páginas estampadas de su propio abolengo familiar, cada vez que el libro era abierto para que él lo viese.

Cuando íbamos al campo, no se preocupaba más que de cazar y de tirar al blanco. Tan difícil era convencerle de que asistiera a una cena de gala como de que asistiera a la iglesia. En la ciudad, rondaba los teatros tanto entre bambalinas como desde el patio de butacas; en Richmond, se codeaba con actores y actrices; en Vauxhall, subía en los globos aerostáticos; iba por ahí con detectives de la policía, por ver cómo vivían los truhanes y los ladronzuelos de poca monta. Era miembro de un club en el que se jugaba al whist, de un club al que iba a cenar, de un club de lucha libre, de otro de boxeo, de otro de picnics, de otro aun de aficionados al teatro; en resumidas cuentas, llevaba una vida tan despreocupada, tan jovial y licenciosa que mi padre, al ver de esa forma ultrajados todos sus prejuicios de familia, todos sus refinamientos de familia, casi dejó de dirigirle la palabra y lo veía tan pocas veces como podía. Muy de vez en cuando, la intercesión de mi hermana sirvió para reconciliarlos, aunque fuese brevemente. Su influjo, por suave que fuera, siempre se dejó sentir para bien, aunque no estaba en su mano cambiar la naturaleza de mi hermano. Por más anhelos que pusiera en persuadirle y en encarecerle, él siempre terminaría, sin duda, por arrojar por la borda el favor paterno una vez más, días después de haberlo recuperado.

Al final, esta situación llegó a su punto culminante debido a la torpeza con que Ralph tuvo una aventura amorosa con la hija de uno de nuestros arrendatarios. Mi padre actuó en tal ocasión con la determinación acostumbrada. Decidió aplicar un remedio desesperado: consentir que su refractario primogénito hiciera su carrera a sus anchas, con total libertad, hasta que se cansara de sus andanzas y pudiera regresar a casa convertido en un hombre más sobrio. En consecuencia, consiguió para mi hermano un puesto de agregado en una embajada en el extranjero, e insistió en que abandonase Inglaterra sin más tardanza. Por una sola vez, Ralph se mostró dócil. No tenía ni idea de diplomacia, ni le interesaba en modo alguno, pero le agradaba la idea de vivir en el continente europeo, de modo que agradeció de mil amores la posibilidad de marcharse de casa. Mi padre le despidió con agitación mal disimulada, con verdadera aprensión, aunque afectó quedar satisfecho de que, por muy caprichoso y más perezoso que fuera Ralph, en realidad fuera incapaz de deshonrar voluntariamente a su familia, ni siquiera en sus momentos de máxima intrepidez.

Después de su partida, pocas noticias tuvimos de mi hermano. Sus cartas fueron tan escasas como breves, y en general las terminaba con una nueva petición de que le fuera remitida una determinada cantidad de dinero. Las únicas noticias de cierto calibre que recibimos en lo referente a sus andanzas, nos llegaron por medio de cauces abiertos al público.

Se estaba forjando una reputación en todo el continente, una reputación que sólo de oírla hacía a mi padre dar un respingo. Se vio implicado en un duelo; introdujo un nuevo baik procedente de Hungría; se las ingenió para conseguir el mozo de cuadra más bajo que se vio jamás detrás de un cabriolé; se llevó de calle a la belleza más deslumbrante de todas las bailarinas de ópera del momento, a pesar de los abundantes competidores con los que hubo de disputarse sus favores; uno de los grandes cocineros de Francia inventó un grandioso plato que bautizó con su nombre; se suponía que era él el «amigo desconocido» al que una condesa polaca aficionada a la literatura había dedicado sus «Cartas en contra del comedimiento impuesto por el lazo matrimonial»; una metafísica alemana de sesenta años de edad había caído rendidamente enamorada de él, aunque platónicamente, y había comenzado a escribir novelas eróticas a sus años. Tales eran algunos de los rumores que llegaron a oídos de mi padre en lo tocante a su hijo y heredero. Al cabo de una prolongada ausencia, vino a hacernos una visita. ¡Qué bien recuerdo el asombro que provocó en toda la casa! Se había convertido en un perfecto extranjero, tanto por talante como por apariencia física. Llevaba un bigote magnífico; de la cadena de su reloj colgaban en racimos juguetes de miniatura en oro y brillantes; llevaba la pechera de la camisa en una perfecta filigrana de batista y encaje. Se trajo sus propios cajones de licores y perfumes; su propio valet francés, listo e impúdico donde los hubiera; su propia biblioteca de viaje, compuesta exclusivamente por novelas francesas, que abría con su propia llave de oro. Por la mañana no tomaba más que chocolate a la taza; mantuvo largas conversaciones con la cocinera y revolucionó nuestra dieta. Le llegaban a casa todos los periódicos franceses gracias a un quiosco londinense. Cambió la decoración de su dormitorio; salvo su valet, ningún criado estaba autorizado a penetrar en él. Los retratos de familia que adornaban su aposento fueron vueltos de cara a la pared, y en el dorso de los lienzos colocó retratos de actrices francesas y de cantantes italianas. Luego ordenó retirar una bella cómoda de ébano que había pertenecido a la familia desde hacía trescientos años, sustituyéndola por otra vitrina en forma de templo dedicado a Afrodita, con puertas de cristal tras las cuales colgaban rizos de cabello, notas escritas sobre papel tornasolado de un rosa muy pálido y otras prendas de amor y reliquias sentimentales. Su influencia llegó a impregnarnos a todos. Diríase que imbuyó la casa del cambio que había tenido lugar en su persona, el salto del insensato y bullicioso joven genuinamente inglés al dandy extranjerizante convertido en el colmo de la exquisitez. Fue como si el encendido, efervescente ambiente que reinaba en los bulevares de París hubiese penetrado con insolencia en la antigua mansión inglesa, como si hubiese contagiado y agitado el apacible aire nativo, llegando hasta los más recónditos rincones del lugar.

Mi padre quedó más consternado que disgustado por la alteración que se había operado en los gustos y costumbres de mi hermano; su primogénito estaba más lejos que nunca del ideal de la primogenitura que él seguía teniendo. En cuanto a los amigos y vecinos, Ralph era efusivamente temido y rechazado por todos ellos, antes incluso de que hubiera pasado una semana en casa. Mostraba una paciencia irónica al conversar con cualquiera de ellos y una respetuosa manera, no menos irónica, de dar al traste con sus anticuadas opiniones y de corregir sus más leves deslices, por lo cual los exasperaba y los agraviaba hasta extremos irresistibles. Fue peor aún cuando mi padre, desesperado, intentó tentarle a que se casara, pensando que iba a ser su última oportunidad de reformarlo, con lo cual invitó a la casa a la mitad de las damiselas en edad casadera que conocíamos, sólo para que él se divirtiera.

Ralph nunca manifestó en casa mucho agrado por los refinamientos de la compañía femenina. En el extranjero había vivido de forma tan exclusiva como se pudo permitir, rodeado de mujeres cuyos caracteres abarcaban la parte más baja de la gama, variando de forma infinitesimal, desde la misteriosa de dudosa catadura hasta la descaradamente perdida. Aquellas jóvenes bellezas inglesas, todas ellas de alta cuna, de altísimo refinamiento y de formación completa, no tenían el menor encanto para él. Se dio cuenta desde el primer momento de la conspiración doméstica en la que estaba destinado a ser la víctima. A menudo subía al piso de arriba en plena noche, a visitarme en mi dormitorio; mientras se divertía tratando a patadas, despectivamente, tanto mis sencillas prendas de vestir como mi simple equipo de aseo personal, y mientras se reía a su manera, con total despreocupación, de mis hábitos tranquilos y mi vida monótona, colaba de rondón y entre paréntesis toda suerte de sarcasmos acerca de nuestras jóvenes invitadas. Para su gusto, tenían una manera de ser horrorosa e inanimada; su inocencia era mera hipocresía en la que les habían educado. La pureza de su piel, la regularidad de sus facciones estaban muy bien, comentaba; en cambio, cuando una chica no sabía caminar como es debido, cuando te daba la mano con los dedos fríos, cuando no era capaz de dar un uso estimulante a sus ojos, por bonitos que los tuviera, era el momento de sentenciar esas facciones tan regulares, esa piel tan pura, para que se las llevasen de vuelta a la casita de muñecas de la que habían salido. Él, desde luego, echaba de menos la conversación con su ingeniosa condesa polaca y anhelaba una cena a base de panqueques con sus grisettes preferidas.

El fracaso del último experimento que hizo mi padre con Ralph bien pronto estuvo a la vista. Las madres más vigilantes y experimentadas comenzaron a sospechar que el método de flirtear que tenía mi hermano era más bien peligroso, mientras que su manera de bailar el vals era sencillamente inaceptable. Uno o dos de los padres, sumamente cautelosos, se sintieron alarmados por la laxitud de modales y de opiniones, de modo que optaron por alejar a sus hijas del peligro, decidiendo sencillamente acortar sus visitas a nuestra casa. Las demás ni siquiera se vieron en semejante necesidad. Mi padre de repente descubrió que Ralph se dedicaba de forma demasiado visible a una joven recién casada que pasaba una temporada alojada en nuestra casa de campo. Ese mismo día, tuvo con él una larga conversación en privado. Desconozco qué ventilaron entre ellos, pero tuvo que ser algo bastante serio. Ralph salió del despacho de mi padre muy pálido y muy silencioso; ordenó a un criado que preparase su equipaje de inmediato, y a la mañana siguiente partió con su valet francés y sus variadísimos objetos y bagatelas de fabricación francesa con rumbo al continente.

Pasó un tiempo, y recibimos luego una nueva y breve visita suya. Seguía sin cambiar en modo alguno. El humor de mi padre se resintió con esta segunda decepción. Se volvió más fastidioso, más silencioso, más proclive que de costumbre a darse por ofendido. Menciono en particular este cambio que se produjo en su disposición, porque ese cambio estaba destinado a repercutir fatalmente sobre mí, en un momento no muy lejano, por cierto.

Además, en esta última ocasión se produjo una seria desavenencia entre padre e hijo, y Ralph se marchó de Inglaterra casi de la misma manera que se marchó la vez anterior.

Poco después de su segunda despedida, tuvimos noticias de que había modificado su manera de vivir. Había contraído lo que, de acuerdo con el código moral del continente, se denominaría seguramente una relación de conveniencia con una mujer separada ya de su marido cuando él la conoció, una relación que al parecer lo había reformado. ¡Y la dama en cuestión tenía la altanera ambición de ser a un tiempo mentora y amante de mi hermano! No obstante, pronto demostró estar bien cualificada para realizar a la perfección tan valerosa empresa. Con inmenso asombro por parte de todos sus conocidos, Ralph se volvió repentinamente frugal; poco después, de hecho renunció a su puesto en la embajada para alejarse de todas las tentaciones. Posteriormente regresó a Inglaterra; se ha dedicado a coleccionar cajitas de rapé y a aprender a tocar el violín, y vive tranquilamente en los alrededores de Londres, sujeto aún a la vigilancia e inspección de la resuelta misionera que lo llevó a reformarse.

Que algún día llegue a ser el caballero acostumbrado más al campo que a la ciudad, de altos principios y no menos altas miras, tal como siempre ha deseado verle mi padre, es algo que para mí carece de sentido intentar adivinar. Los terrenos que él ha de recibir en herencia, posiblemente yo nunca más vuelva a hollarlos; en los salones que él ha de presidir, yo nunca más volveré a guarecerme. Permítaseme, pues, dejar a un lado todo lo que a mi hermano se refiere, para ocuparme de un tema que me resulta más cercano, querido incluso por ser el último recuerdo que puedo amar, más precioso si cabe que todos los tesoros que pudiera tener en esta soledad, en este exilio, lejos de mi hogar.

¡Mi hermana! Ojalá pudiera paladear generosamente tu adorado nombre en un relato como éste. Ya falta poco para que las tinieblas del crimen y del pesar me envuelvan del todo; aquí, todos mis recuerdos de ti prenden una luz purísima ante mis ojos, una luz de redoblada pureza por contraste con lo que me aguarda más allá. ¡Ojalá sean tus ojos amables, amor mío, los primeros que se posen sobre estas páginas cuando su autor se haya despedido de ellas ya para siempre! ¡Ojalá sean tus tiernas manos las primeras en tocar estos papeles, cuando las mías ya estén frías! Hasta ahora, Clara, cada vez que en mi narración he tenido que mencionar casualmente a mi hermana, me ha temblado la pluma hasta detenerse. En este punto en el que todas mis remembranzas de ti se apiñan en mí sin refreno de ninguna clase, me asoman las lágrimas con tal velocidad que apenas puedo contenerlas. Por vez primera desde que emprendí esta tarea, el valor y la presencia de ánimo me fallan.

Es inútil perseverar por más tiempo. Me tiembla la mano, los ojos se me nublan cada vez más. He de poner fin por hoy a mi labor y salir a reponer fuerzas y a recuperar sobre todo resolución en vistas al día de mañana, paseando por los cerros desde los que se domina el mar.

V

Mi hermana Clara es cuatro años menor que yo. Tiene una tez y un rostro que, con la excepción de los ojos, le dan un asombroso parecido con mi padre. En cambio, su expresión debe de ser muy similar a la que tenía mi madre. Siempre que la he observado en los momentos en que está callada, pensativa, me ha dado la impresión de refrescar e incluso de incrementar los vagos recuerdos infantiles que tengo de mi madre. Tiene en los ojos ese leve tinte de melancolía, esa ternura y esa peculiar suavidad en reposo que sólo se encuentra en las personas de ojos azules. Su tez, tan pálida como la de mi padre siempre que no esté hablando, ni tampoco moviéndose, tiene en mayor medida que la de él una acusada tendencia a colorearse no sólo en los momentos de agitación, sino siempre que va caminando, o cuando está hablando de algún asunto que le interese en especial. Sin esa peculiaridad, su palidez podría tenerse por un defecto. Con ella, toda ausencia de coloración en su piel, salvo ese color fugaz e incierto que he descrito, a más de uno le llevarán a descartar toda afirmación de su belleza. Y es posible que no sea, desde luego, una belleza, al menos en la acepción ordinaria del término.

Tiene la parte inferior del rostro quizá demasiado pequeña en comparación con la parte superior; es de talle demasiado delgado; su hipersensibilidad nerviosa es demasiado visible en sus actos, en su forma de mirar. No llamaría la atención, ni menos suscitaría admiración en un palco en la ópera; pocos hombres que se la cruzaran por la calle volverían la cabeza para mirarla mejor; pocas mujeres la contemplarían con esa mirada atenta pero desdeñosa, ese escrutinio firme y despectivo que tan a menudo suele llevarse toda muchacha vistosa y decididamente bonita, y que tan a menudo se tiene por un cumplido, o por señal de triunfo, cuando quien así la mira es de su mismo sexo y es inferior. Los más grandes encantos que tiene mi hermana en la superficie provienen de su interior.

Cuando uno llegaba a conocerla de veras, cuando lograba que ella hablase libremente, como si estuviera con un amigo, el atractivo de su voz, de su sonrisa y sus modales, entonces sí causaban una impresión indescriptible. Sus palabras más leves y sus actos más comunes eran capaces de interesar y deleitar por igual al que estuviera en esa situación, sin que llegase a saber por qué. Había gran belleza en su sencillez sin pretensiones, en su natural -exquisitamente natural- amabilidad de corazón, de palabra y de trato, que hacía prevalecer sobre uno su propia influencia discreta, a pesar de las influencias rivales, sean cuales fueran. La echabas de menos y pensabas en ella cuando acababas de abandonar la compañía de las mujeres más hermosas y brillantes. Recordabas algunas contadas, afectuosas palabras suyas nada más olvidar el ingenio de las damas más ingeniosas, el saber de las más sabias. La influencia que de ese modo poseía mi hermana, y la poseía inconscientemente, sobre todas aquellas personas con las que había tenido contacto, y muy especialmente sobre los hombres, podría explicarse, creo yo, en unas cuantas frases.

Vivimos en una época en la que muchísimas mujeres parecen tener la ambición de presentarse en sociedad como seres moralmente asexuados, para lo cual calcan el lenguaje y los modales de los hombres, sobre todo en lo tocante a ese miserable y moderno dandismo de conducta, que pretende reprimir todo lo que delate calidez de sentimiento, que se abstiene de desplegar el más mínimo entusiasmo sobre cualquier cuestión que se presente y que, en resumen, se esfuerza por hacer de esa imperturbabilidad facial que tan de moda está fiel reflejo de esa imperturbabilidad mental no menos de moda. A las mujeres de esta especie tan exclusiva y tan moderna les gusta emplear expresiones coloquiales en su conversación; asumen una brusquedad bastarda y masculina en su trato, una licenciosidad bastarda y masculina en sus opiniones; fingen ridiculizar toda manifestación visible de sentimiento, que suelen además motejar por lo común de «sentimentalismo». Ya no hay nada que las impresione, las agite, las divierta o las deleite de forma cordial, natural, femenina. La simpatía parece irónica si es que llegan a mostrarla; el amor parece mera cuestión de cálculo, de burla, de desdén y padecimiento, caso de que lleguen a sentirlo.

Frente a mujeres como éstas, mi hermana Clara constituía un contraste tan radical como se pueda concebir. Y en ese contraste se hallaba el secreto de su influencia, del voluntario homenaje de amor y admiración que se le rendía allá por donde fuera.

Son pocos los hombres que no pasan en secreto por algunos momentos de intenso sentimiento, momentos en que, en medio de las desdichadas trivialidades e hipocresías de la sociedad moderna, se les presenta mentalmente la imagen de una mujer pura, inocente, generosa, sincera; una mujer cuyas emociones sigan siendo cálidas, capaces de causar impresión, y cuyos afectos y cuya simpatía puedan aún traslucir en sus actos y así dar color a sus pensamientos; una mujer en la cual podamos depositar una fe y una confianza tan plenas como si aún fuéramos niños, a la cual desesperamos de hallar cerca de las endurecedoras influencias de este mundo, a la cual a duras penas nos aventuramos a buscar, salvo en aquellos lugares solitarios y alejados, en el campo, en pequeños y recónditos altares rurales, al margen de la sociedad, entre bosques y cultivos, en cerros desiertos y lejanos. Cuando alguna mujer por casualidad cumple, o se queda muy cerca de cumplir las expectativas de una imagen como ésta, posee esa influencia universal a la que no hay rivalidad que se acerque. De ella en realidad depende, y gracias a ella en realidad se preserva esa exigencia del sincero respeto y la admiración de los hombres, en la cual se fundamenta el poder de todo el sexo, el poder que tan a menudo asumen tantos y que tan rara vez de veras poseen los menos.

Así era en el caso de mi hermana. Por donde quiera que fuese, aun sin tener la inclinación natural ni la ambición de brillar, eclipsaba a otras mujeres que la aventajaban por belleza, por formación, por lucimiento en las costumbres y en la conversación, pues conquistaba sin otra arma que el puro encanto femenino de cuanto decía y de cuanto hacía.

Sin embargo, no era en medio de la alegría y la pompa y circunstancia de la temporada londinense donde desplegaba su carácter al máximo; era, antes bien, cuando vivía en donde más le gustaba vivir, en la vieja casa de campo, entre los viejos amigos y los viejos criados que por ella hubieran soportado de buen grado mil veces la muerte, donde mejor era estudiarla y amarla. Era allí donde el encanto existente en la mera presencia de la amable, gentil, feliz jovencita netamente inglesa, capaz de colarse en el corazón de todos, en el interés de todos y mostrarse totalmente agradecida por el amor de todos, surtía su mejor y más brillante influencia. En los picnics, en las fiestas al aire libre y en las pequeñas reuniones campestres de toda clase, era, a su manera tranquila y natural, el espíritu que presidía la comodidad de los presentes, la amistad de los invitados. Hasta las muy rígidas leyes del puntilloso tratamiento campestre se relajaban ante su ánimo sin afectación, ante su natural bondad irresistible. Siempre se las ingeniaba, sin que nadie supiera cómo, para que hasta las personas de trato más formal renunciasen y olvidasen incluso su formalidad, portándose con total naturalidad durante el resto del día. Ni siquiera un tozudo, adormecido, callado terrateniente era. demasiado para ella. Se las ingeniaba para que éste se sintiera a sus anchas, cuando nadie más hubiera osado asumir semejante tarea: era capaz de escuchar con toda paciencia sus confusos parlamentos sobre los perros, los caballos, el estado de las cosechas, al tiempo que se ventilaban otras conversaciones en las que ella sí estaba de veras interesada; era capaz de recibir de mil amores toda pequeña atención, todo el agradecimiento que él quisiera rendirle, al margen de lo torpe o lo inoportuna que fuera, tal como recibía las atenciones de todos los demás, es decir, con un talante que daba claras muestras de que para ella era un favor que se otorgaba a los seres de su sexo, y no un derecho que tuviera porque sí.

Por eso, siempre conseguía que menguase la larga lista de penosas afrentas y ofensas que desempeña papeles de gran importancia en el drama social de nuestra sociedad campestre. Era la perfecta apóstol errante de la orden de la Reconciliación; allí por donde pasaba, desterraba todo pernicioso malhumor de las fortalezas en que se hubiera asentado, humildes y encumbradas por igual. Nuestro buen párroco la llamaba a veces su cura ayudante voluntaria, a la vez que estaba dispuesto a afirmar que con una de sus oportunas intervenciones, con una de sus miradas persuasivas, era como si ella predicase con los mejores sermones, con los más prácticos que se hubiesen compuesto jamás, sobre las bendiciones que entraña el hacer las paces unos con los otros.

Con su natural bondad infatigable, con su resolución y su diligencia al afrontar la tarea de hacer felices a todos los que se le acercaban, se mezclaba otra influencia indescriptible, que invariablemente la mantenía lejos de la presunción, incluso entre las personas más presumidas. Nunca conocí a nadie tan venturero, de palabra o de mirada, como para tomarse una libertad con ella. Había en ella algo que inspiraba tanto respeto como amor. Siguiendo la natural inclinación de sus ideas más peculiares y favoritas, mi padre siempre supuso que era el genio de la raza lo que brillaba en sus ojos, y que era el ascendiente de la raza lo que saltaba a la vista en sus modales. Yo creo que era algo debido a una causa no ya más simple, sino también mejor. Hay una bondad de corazón que porta el escudo de su pureza sobre la mano abierta de la amabilidad que inspira, y esa bondad era la suya.

Para mi padre, creo yo, ella era mucho más de lo que él llegó a imaginar, más de lo que sabrá reconocer, a menos que la pierda. En sus relaciones con el mundo en general, él se vio a menudo herido de gravedad en sus peculiares prejuicios, en sus peculiares refinamientos, pero siempre tuvo la seguridad de ver los primeros respetados y los segundos compartidos por ella. Podía confiar en ella implícitamente; podía estar tranquilo, que ella no sólo estaría deseosa, sino que sería además muy capaz de compartir con él sus angustias y problemas domésticos, y de aliviarle en ese sentido. Si no hubiera estado tan fastidiosamente ansioso por su primogénito, si hubiese desconfiado sabiamente y desde el principio de su propia capacidad de persuadir y reformar a Ralph, y si hubiese dejado que Clara ejerciera su influencia sobre él de modo más constante y más cabal, no me cabe ninguna duda de que aquella época tan esperada en que habría de sobrevenir la transformación de mi hermano hubiese llegado mucho antes de lo que llegó.

Los hondos, intensos sentimientos de mi hermana se hallaban muy por debajo de la superficie; para ser mujer, demasiado por debajo. Para ella, el sufrimiento era algo que era preciso resistir en silencio, en secreto, largo y tendido; a menudo era algo casi totalmente desprovisto de una salida exterior, de un desarrollo visible. No recuerdo haberla visto llorar nunca, salvo en alguna rara y muy seria ocasión. A menos que se la mirase muy de cerca, era más probable pensar que era muy poco sensible a las penas y a los contratiempos habituales. En tales ocasiones, sólo entrecerraba los ojos un poco más que de costumbre, al tiempo que se le volvían algo más opacos; la palidez de su piel se le marcaba más; los labios se le cerraban y le temblaban de forma involuntaria, pero eso era todo: por su parte, no había suspiros, ni llanto, ni un palabra más alta que otra. Sin embargo, sufría agudamente. La fuerza misma de sus emociones radicaba en su silencio, en su secreto. Y esto es algo que precisamente yo, culpable de infectar con mi angustia la pureza de un corazón que tanto me amaba, debiera saber mejor que nadie.

¡Cuánto más tiempo dedicaría a rememorar todo lo que ella ha hecho por mí! Ahora que me aproximo cada vez más a las páginas que han de poner en conocimiento del lector mi fatal historia, tanto más tentado me siento a demorarme en esos recuerdos de mi hermana, más puros y más gratos, que ahora me embargan el ánimo. Los primeros y pequeños regalos que en secreto me envió al colegio, inocentes regalos de niña pequeña; los primeros, dulces días de nuestro trato ininterrumpido, cuando el término de mi vida universitaria me devolvió a casa; las primeras e inestimables simpatías que tuvo con mis primeras, fugaces vanidades de escritor en ciernes, ahora que escribo esto se apiñan de nuevo, felizmente, en mis pensamientos.

Pero todos estos recuerdos han de ser calmos y disciplinados. He de ser sereno e imparcial en mi narración, aun cuando sólo sea con la intención de que dicha narración muestre con justicia y veracidad, sin suprimir ni exagerar nada, todo lo que a ella le he debido.

Y no es sólo que le haya debido cosas en el pasado; es también que le debo no pocas cosas en la actualidad. Aunque cabe sin duda la posibilidad de que no vuelva a verla nunca más y de que sólo me quede su recuerdo, Clara sigue influyendo en mí, al tiempo que sigue dándome consuelo, ánimo, esperanza, como si ya fuese el espíritu guardián de la casa de campo en que resido. Hasta en mis peores momentos de desesperación tengo presente que Clara está pensando en mí, que me compadece; todavía percibo ese recuerdo, como si fuera una invisible y misericordiosa mano que me da sostén, mientras me hundo, y que me levanta cuando he caído, y que aún puede, desde luego, llevarme con bien, con ternura, al final de mi arduo trayecto.

VI

Doy por terminada la exposición de todas las noticias preliminares que atañen a mis parientes más cercanos, que tan necesaria era en estas páginas; puedo pasar a renglón seguido al asunto más inmediato de que trata mi narración.

Imagine el lector que mi padre y mi hermana llevan viviendo unos cuantos meses en nuestra residencia londinense; imagine también que hace muy poco me reúno yo con ellos, tras haber gozado de un breve viaje por el continente.

Mi padre está atareado con sus deberes de parlamentario. Lo vemos muy poco. Las reuniones de los comités le absorben las mañanas, las tardes se le van en los debates de la Cámara. Muy de vez en cuando tiene un día de asueto, pero lo suele pasar encerrado en su estudio, dedicado a sus asuntos. Rara vez se le ve en sociedad; si acaso, asiste a una cena con otros políticos o a una reunión de carácter científico. Tales son las únicas ocasiones en que le tienta el relajo de la sociedad.

Mi hermana lleva una vida que en el fondo no es muy acorde con sus gustos sencillos. Está harta de los bailes, de la ópera, de los juegos florales y de tantos otros pasatiempos alegres como ofrece Londres; de todo corazón anhela cabalgar de nuevo por los verdes caminos del campo en su pequeña carretela tirada por un poney, repartir trozos de bizcocho, a manera de premio, entre los niños buenos de la Escuela Infantil de la Parroquia. Sin embargo, la amiga que casualmente pasa una temporada con ella adora las emociones; mi padre cuenta con que ella acepte las invitaciones que él de mil amores declina, de modo que, como de costumbre, Clara ha de renunciar a sus propios gustos e inclinaciones, y se presenta en los calurosos salones que están llenos a rebosar de la buena sociedad, y escucha noche tras noche los mismos cumplidos insustanciales y gratuitos, las mismas preguntas de cortesía, hasta que, a pesar de su paciencia, de todo corazón desearía que sus amigos más a la moda residieran todos juntos en cualquier otro rincón del planeta, cuanto más lejos mejor.

Mi regreso, tras una temporada en el continente, es la noticia que recibe con más agrado, pues da un nuevo objetivo, un nuevo impulso a la vida que lleva en Londres.

Estoy atareado en la escritura de una novela histórica; en efecto, he estado en el extranjero principalmente con objeto de examinar con mis propios ojos las localidades en que transcurre mi relato. Clara ha leído los primeros seis capítulos aún sin terminar, manuscritos, y me augura un éxito maravilloso en el momento en que sea publicada mi obra de ficción. Está decidida a ordenar mi estudio con sus propias manos, a quitar el polvo de los libros, a ordenar los papeles. Sabe de sobra que soy tan quejoso y tan escrupuloso en lo que atañe a mis bienes y mis objetos literarios, que me indignan tanto las intromisiones de las doncellas y los plumeros en mis tesoros bibliográficos, como si fuese un veterano autor con veinte años de carrera literaria a mis espaldas, y ha resuelto ahorrarme toda aprensión a este respecto, para lo cual quiere ocuparse en persona de todo lo que haya que hacer en mi estudio, amén de ser ella la que conserve la llave de la puerta cuando a mí no me haga falta.

Aparte de las ocupaciones que tenemos en Londres, también encontramos entretenimiento; sin embargo, el más grato de nuestros pasatiempos nos lo proporcionan al fin y al cabo nuestros caballos. Todos los días salimos a montar, unas veces con amigos, otras solos los dos. Es en este tipo de ocasiones cuando volvemos la grupa a los parques y buscamos aquellos parajes de campo a los que podemos llegar con facilidad desde la ciudad. La zona por la que más nos gusta cabalgar es el norte de Londres.

A veces, llegamos tan lejos que podemos dar forraje a los caballos en una pequeña posada que me recuerda a las que hay cerca de nuestra casa de campo. Allí me encuentro el mismo salón que tiene el suelo de arena, decorado con los mismos grabados deportivos de siempre, amueblado de modo que destaque la misma mesa de caoba oscura, las sillas de madera de olmo, que recuerdo de la posada de nuestro pueblo. Clara, además, encuentra por los alrededores trozos de campo que recuerdan muchísimo a nuestro campo y árboles que bien podrían haber sido trasplantados expresamente para ella, de nuestro parque, allí.

Estas excursiones las guardábamos en secreto, pues nos gustaba disfrutarlas totalmente a solas los dos. Por otra parte, si mi padre se hubiera enterado de que su hija bebía la leche recién ordeñada que le ofrecía la tabernera, que su hijo probaba con mucho gusto la cerveza del tabernero, en una posada de carretera situada en las afueras de la ciudad, creo que con toda seguridad hubiese dado en sospechar que sus dos hijos habían perdido completamente el seso.

Las fiestas vespertinas las frecuento casi tan poco como mi padre. He de recurrir a la bondad natural de Clara para que cumpla por mí ese deber, tal como lo cumple por él. Y poco descanso le queda en esa tarea. Las parientas de avanzada edad y los amigos siempre están dispuestos a cuidar de ella, con lo cual no le dejan excusa para permanecer en casa. A veces me avergüenzo de mi comportamiento y la acompaño a más fiestas de lo normal; sin embargo, mi inveterada indolencia en estas cuestiones termina por vencerme una vez más. He contraído la mala costumbre de escribir por las noches; de día me dedico a leer casi sin descanso. Sólo por mi afición a los caballos consiento en interrumpir mis estudios; sólo por eso accedo a salir de casa.

Tales eran mis hábitos domésticos, mis ocupaciones y diversiones de costumbre, cuando un simple accidente alteró mi vida en todos los sentidos, transformándome de forma irrecuperable en el que soy ahora.

Así fue como ocurrió.

VII

Acababa de recibir mi asignación trimestral para cubrir mis gastos y había ido al centro de la ciudad para cobrar el cheque en el banco de mi padre.

Una vez cobrado ese dinero, me paré un momento a pensar cómo iba a regresar a casa. Primero pensé en caminar; luego se me ocurrió tomar un coche de punto. Mientras sopesaba esta frivolidad, pasó por delante de mí un ómnibus tirado por caballos, que circulaba con dirección oeste. Llevado por un perezoso impulso momentáneo, le hice una señal para que se detuviera y subí.

Fue, sin embargo, algo más que un mero impulso momentáneo. Si en aquella época no tenía mayores cualificaciones para dedicarme a la carrera de las letras, que en efecto estaba iniciando, tenía al menos una: la aptitud para descubrir diversos aspectos del carácter de los demás, así como algo que es resultado lógico de esta aptitud, a saber, un deleite inquebrantable en el estudio de los caracteres de toda clase, para lo cual me presentaba allí donde pudiera encontrarlos.

Antes, muchas otras veces había montado en un ómnibus con la intención de entretenerme observando a los pasajeros. Un ómnibus siempre me había parecido una especie de sala de exposiciones ambulante, en la cual salían a la luz todas las excentricidades de la naturaleza humana. No conozco ninguna otra esfera en la que se reúnan de forma tan surtida personas de toda clase y temperamento, ni otro lugar en el que se encuentren en tan marcado e inmediato contraste las unas con las otras. Limitarse a observar los diversos métodos de subir al vehículo y de tomar asiento que adoptan las distintas personas es como estudiar un comentario completísimo sobre las variedades infinitesimales que se presentan en el rostro del ser humano.

Así pues, cuando hice una señal al cochero, amén de ese mero impulso momentáneo también pesó entre mis pensamientos la idea de pasar un rato entretenido, de modo que me sumé a los pasajeros del ómnibus.

Cuando monté, había cinco personas. Dos damas de mediana edad, vestidas de sedas y satenes con pasmoso esplendor, las dos con guantes de cabritilla de color pajizo y con sendos pañuelos de bolsillo intensamente perfumados. Tenían un aire de haber ocupado sus asientos muy de mala gana, afectaban la más solemne gravedad e iban en completo silencio. Era evidente que sus magníficos adornos estaban así exhibidos en un lugar indigno de ellas, en medio de una compañía sumamente ajena y en modo alguno receptiva.

Una plaza de un lateral, cerca de la puerta, iba ocupada por un anciano adusto y curtido, vestido de negro, aunque con gran desaliño, que murmuraba sin cesar algo ininteligible, como si masticase las palabras con las encías desdentadas. Ocasionalmente, con evidente disgusto por parte de las acicaladas damas, se secaba la calva y la frente arrugada con un andrajoso pañuelo de algodón azul que guardaba en el interior del sombrero.

Enfrente de este anciano iban sentados un digno caballero y una niña pequeña que parecía enferma y tenía un aire alelado. Todos los acontecimientos de aquel día están grabados de forma indeleble en mi memoria, y por eso recuerdo no sólo la pompa que se daba ese caballero, sino también las palabras que dirigió a la pobre y escuchimizada criatura que iba a su lado. Cuando subí al ómnibus, estaba diciéndole en voz muy alta cómo debía arreglarse el vestido, cómo colocar los pies cuando subieran más pasajeros al vehículo. Acto seguido, quiso imprimir en ella, con vistas al futuro, la obligación de llevar siempre preparado el importe exacto del billete antes de que pasara el revisor, con objeto de no ocasionar retrasos innecesarios. Una vez ventilado este excelente consejo, se puso a tararear por lo bajo, llevando el compás al dar golpecitos con su grueso bastón de Malaca. Seguía con su entretenimiento, produciendo uno de los sonidos más agudamente antimusicales que he oído nunca, cuando el ómnibus se detuvo para que subieran dos damas. La primera que entró era una persona de edad, pálida y deprimida; era palmaria su delicada salud. La segunda era una muchacha joven.

Entre las obras de la vida oculta que trabaja en nuestro interior, y que a buen seguro experimentamos, aun cuando no podamos explicarlas, ¿existe alguna más digna de nota que esas misteriosas influencias morales que de continuo ejerce un ser humano sobre otro, ya sea por atracción, ya por repulsión? En los más sencillos asuntos de esta vida, así como en los más cruciales, ¡qué sorprendente, qué irresistible es el poder de esas influencias! ¡Qué a menudo percibimos, placenteramente a veces, y otras con dolor, que alguien nos está mirando, y cómo lo sabemos antes incluso de verificar esa realidad con nuestros propios ojos! ¡Cuántas veces profetizamos para nuestros adentros, y luego resulta ser verdad, la llegada de un amigo o de un enemigo, antes incluso de que uno u otro aparezcan de veras! ¡Con cuánta extrañeza y brusquedad nos convencemos, cuando alguien nos es presentado, de que a esta persona la amaremos en secreto, de que a esa otra la odiaremos, antes de que la experiencia nos guíe, antes de que se produzca un solo hecho en relación con estos personajes!

He dicho ya que los dos pasajeros que subieron al vehículo en el que yo viajaba eran una señora de edad y una muchacha joven. Nada más tomar asiento esta última casi frente a mí, al lado de su acompañante, percibí directamente su influencia sobre mí, una influencia que no sé describir, que no había experimentado en toda mi vida, que nunca volveré a experimentar.

La ayudé a llegar hasta su asiento cuando pasó por delante de mí, aunque no fuera más que tocándole el brazo por un instante. En cambio, ¡cómo se prolongó la sensación de ese contacto! La sentí estremecedoramente; la sentí en todos mis nervios, en el pulso de mi corazón desbocado.

¿Tuve yo la misma influencia sobre ella, o fui yo quien la recibía y ella quien la ejercía? Sin embargo, estaba destinado a descubrirlo, aunque no entonces, sino mucho, mucho tiempo después.

Llevaba el velo sobre el rostro cuando la vi por vez primera. Sus rasgos, su expresión, no me fueron visibles con claridad; nada más pude percibir, de forma muy vaga, que era joven y hermosa. Al margen de esto, por más que quisiera imaginar, fue muy poco lo que pude ver.

Desde el momento en que entró en el ómnibus ya no tengo más recuerdos de lo que ocurrió en el vehículo. No recuerdo qué pasajeros bajaron, qué pasajeros pudieron subir. Toda mi capacidad de observación, hasta ese momento muy activa, me había abandonado del todo. ¡Qué raro es que los caprichos del azar puedan dejar en suspenso la actividad de nuestras facultades! ¡Qué raro es que cualquier bagatela pueda poner en movimiento toda la compleja maquinaria de nuestras facultades, y que otra baste para dejarla en suspenso!

Llevábamos un rato circulando cuando la acompañante de la joven le dirigió un comentario. Ella no le oyó del todo bien, así que se levantó el velo mientras su acompañante se lo repetía. ¡Cómo me dolió entonces cada latido de mi corazón! Poco me faltó para oírlo latir cuando su rostro, por primera vez, me fue libre y maravillosamente desvelado.

Era morena. El cabello, los ojos, la piel misma la tenía más oscura de lo habitual en las mujeres de Inglaterra. La forma de su cara, el aire que tenía en conjunto, añadido a lo que pude ver de su figura, me llevó a suponer que rondaría los veinte años. En sus rasgos ya despuntaba una madurez aparente, pero tenía todavía una expresión aniñada, sin formar, sin asentar del todo. En sus grandes ojos negros, cuando tomó la palabra, vi un fuego latente. Su languidez cuando callaba, esa voluptuosa languidez de los ojos negros, era todavía fugitiva, nada firme. La sonrisa de sus labios redondeados (que a otros ojos podrían haber parecido demasiado redondeados) se esforzaba por ser elocuente sin atreverse del todo. Entre las mujeres siempre parece quedar algo incompleto, una creación moral que hubiera de imprimirse sobre lo estrictamente físico, que sólo el amor es capaz de desarrollar, y que la maternidad perfecciona más si cabe cuando ya está desarrollado. Mientras la miraba, pensé cómo se fijaría el color aún pasajero en sus mejillas redondeadas, oliváceas; en cómo se asentaría esa expresión aún titubeante, y en cómo resplandecería en plenitud el lujo de su belleza, cuando oyese las primeras palabras y recibiese el primer beso del hombre a quien amase.

Aún estaba mirándola cuando, como estaba sentada frente a mí y hablaba con su acompañante, nuestras miradas se encontraron. No fue más que un instante, pero la sensación que produce un instante a menudo nos proporciona un pensamiento para toda la vida, y ese mínimo instante dio vida nueva a mi corazón. Se bajó el velo de inmediato; movió los labios involuntariamente al bajarlo, y me pareció percibir, a través del encaje, que ese levísimo movimiento maduraba hasta dar lugar a una sonrisa.

Aún me quedaba muchísimo por ver, muchísimos detalles que iban a encandilarme. Así, el finísimo dobladillo de delicado encaje blanco, que rodeaba su adorable cuello moreno; así, su figura bien visible por la abertura del echarpe, sin duda esbelta, aunque plenamente desarrollada en su esbeltez, y exquisitamente fina; así, la cintura, de natural baja, de tamaño igualmente natural; así, los pequeños adornos de mercería y de joyería que llevaba, sencillos e incluso nada originales en sí, aunque cada uno de ellos era una hermosura, un tesoro, al verlos en ella. Todo esto estaba por contemplar, por disfrutar despacio, a pesar del velo. ¡Ay, el velo! ¡Qué poco oculta de la mujer, cuando el hombre que la mira de veras la ama!

Casi habíamos llegado ya al final del trayecto del ómnibus, cuando ella y su acompañante se bajaron. Las seguí con cautela y desde lejos.

Era alta, alta al menos para ser mujer. No había muchas personas en la calle por la que transitábamos; aunque las hubiese habido, por mucha que fuera la distancia a la que las seguía, nunca la habría perdido, ni la habría confundido con nadie más. Por desconocidos que fuéramos, ya tenía la sensación de que la reconocería incluso de lejos, sólo por su manera de caminar.

Siguieron hasta llegar a un barrio de casas nuevas, entremezcladas con terrenos baldíos y otros a medio construir. Estábamos rodeados por diversas calles sin terminar, plazas sin terminar, tiendas sin terminar, jardines sin terminar. Por fin, se detuvieron en una plaza recién construida y llamaron a la campanilla de una de las casas más nuevas. Se abrió la puerta, y por ella desaparecieron las dos. Era una casa parcialmente adosada; no tenía número, aunque sí un rótulo que la distinguía del resto: North Villa. La plaza, que estaba sin terminar, igual que todo lo demás en la vecindad, se llamaba Hollyoake Square.

En esa ocasión no me fijé en nada más acerca de la plaza. Su novedad, su aspecto desolado me repugnaron incluso entonces. Ya había quedado satisfecho con la situación de la casa, pues ya sabía que era su domicilio, ya que me había acercado lo suficiente para oírle preguntar, cuando le abrieron la puerta, si había recibido alguna visita mientras estaba ausente. Por el momento me bastó. Necesitaba reposo para asimilar mis sensaciones; mis pensamientos estaban necesitados de más serenidad. De inmediato me marché de Hollyoake Square rumbo a Regent's Park, cuya entrada norte no me quedaba del todo lejos.

¿Estaba enamorado, enamorado de una muchacha a la que había conocido accidentalmente en un ómnibus? ¿O me había entregado tal vez a un capricho momentáneo, y sólo había sentido el calor de la admiración apresurada que siente un hombre joven por una cara bonita? Ésas eran las preguntas a cuyas respuestas no hallaba solución. Mis pensamientos se hallaban en confusión total; mis ideas se descarriaban una a una. Seguí caminando y soñando a pleno día; no tenía impresiones concretas, si se exceptúa la belleza de la desconocida que acababa de ver. Cuanto más intentaba serenarme, reanudar los sentimientos serenos y tranquilos con los que me había levantado por la mañana, menos dominio de mí tenía. Hay dos situaciones de emergencia en las que el hombre sabio de veras procura razonar a fondo y volver del impulso a sus principios, si bien lo intenta en vano: una es cuando una mujer le atrae por vez primera; la otra, cuando también por vez primera, esa mujer le ofende.

No sé cuánto tiempo llevaba caminando por el parque, absorto y sin pensar en nada, cuando las campanas de una iglesia cercana dieron las tres; con ese repicar me acordé de que me había comprometido para salir a dar un paseo a caballo con mi hermana a las dos en punto. Tardaría casi media hora en llegar a casa. Anteriormente, nunca había olvidado de este modo una cita con mi hermana. El amor aún no me había vuelto egoísta, como les pasa a todos los hombres, e incluso a las mujeres, más o menos. Sentí tanto pena como vergüenza por haberme olvidado de algo que al tiempo me hacía sentir culpable y avivé el paso camino de mi casa.

El mozo de cuadra, que me pareció indescriptiblemente hastiado y descontento, seguía acompañando a mi caballo del ronzal, por delante de la casa, de un lado a otro. El caballo de mi hermana ya había sido devuelto a los establos. Entré y me enteré de que, tras esperarme durante una hora, Clara había salido con algunas amistades y no regresaría antes de la hora de cenar.

En la casa no había nadie a excepción de los criados. Todo me parecía mortecino, vacío, inexpresablemente miserable. El lejano pasar de los carruajes por las calles de los alrededores sonaba con pesadez, como una mala señal; las puertas, al abrirse y cerrarse en las dependencias domésticas de la planta baja, me sobresaltaban y me irritaban; el aire londinense me resultaba más denso de respirar que nunca. Estuve paseando de un lado a otro de una estancia, sin saber qué decidir. Una vez encaminé mis pasos hacia mi estudio, pero volví atrás antes de entrar. En esos momentos, leer o escribir estaba fuera de cuestión.

Sentí que dentro de mí iba cobrando fuerza la secreta inclinación de volver a Hollyoake Square, e intentar ver de nuevo a la muchacha, o averiguar al menos quién era. Hube de esforzarme -sí, sinceramente lo digo- para reprimir ese deseo. Intenté reírme de él, pensar que era una ridiculez; intenté pensar en mi hermana, en el libro que estaba escribiendo, en cualquier cosa, salvo en el único asunto que me acuciaba cada vez con más fuerza, cuanto más me empeñaba en dejarlo de lado. Se había adueñado de mí el encantamiento de la sirena. Me eché a la calle, convenciéndome no sin hipocresía de que sólo me impulsaba una caprichosa curiosidad por saber el nombre de la muchacha, nada más, y de que una vez satisfecha podría dejar a un lado el asunto e incluso quedaría en libertad para reírme de mi propio desatino, de mi estupidez, tan pronto regresara a mi domicilio.

Llegué a la casa. Estaban bajadas todas las ventanas de la fachada, para resguardar del sol el interior. El jardincillo estaba desierto, cociéndose y crujiendo incluso por efecto del calor. La plaza estaba en silencio, un silencio desolado, como sólo se da en las plazas de los barrios periféricos. Caminé de un lado a otro, recorriendo la acera en la que el sol caía de plano, resuelto a enterarme de cómo se llamaba antes de marcharme de aquel lugar. Mientras seguía sin decidirme sobre el modo en que iba a actuar, un agudo silbido -que resonó doblemente agudo por el silencio reinante- me hizo mirar hacia el punto del que provino.

Un recadero -uno de esos Pucks de las calles y los caminos, una de esas encarnaciones de la astucia precoz, de la malicia inveterada, del humor y la impudicia, que sólo pueden darse en las grandes ciudades- se acercaba hacia mí con la bandeja vacía debajo del brazo. Lo llamé para que viniera a hablar conmigo. Era palmario que conocía al dedillo el vecindario, por lo que pensé que tal vez pudiera serme de utilidad.

La primera respuesta que dio a mis preguntas fue que su amo servía sus productos en la casa de North Villa. Con un chelín de regalo me aseguré de que prestase atención a las contadas preguntas de verdadera importancia que deseaba hacerle. Por sus contestaciones supe que el dueño de la casa se apellidaba «Sherwin», y que la familia constaba únicamente del señor y la señora, amén de su hija.

La última pregunta que le hice al chico fue la más crucial. ¿Sabía a qué empleo o profesión se dedicaba Mr. Sherwin?

Su respuesta me dejó sumido en un perfecto y estupefacto silencio. ¡Mr. Sherwin era el dueño de una gran pañería sita en una de las grandes avenidas de Londres! El chico me indicó el número y el lado de la avenida en que se hallaba el establecimiento y me preguntó si deseaba saber alguna cosa más. Sólo supe indicarle por gestos que podía marcharse, que ya había oído lo que deseaba oír.

¿Todo lo que deseaba oír? Si me había dicho la verdad, había oído demasiado.

¡Una pañería! ¡Era la hija de un simple tendero! ¿Seguía estando enamorado? Pensé en mi padre, pensé en el apellido que me había dado. Esa vez, aunque bien podría haber contestado la pregunta, ni siquiera me atreví.

Sin embargo, aún era posible que el chico estuviera equivocado. Tal vez, por pura malicia, me había engañado. Tomé la determinación de llegarme hasta la dirección que me había dado, para corroborar por mí mismo si era verdad.

Llegué al lugar en cuestión; allí estaba la tienda, con un rótulo que decía «Sherwin» colgado sobre la puerta. Aún me quedaba una posibilidad. Pudiera ser que ese Sherwin y el Sherwin de Hollyoake Square no fueran la misma persona.

Entré a adquirir algo. Mientras el dependiente me estaba envolviendo y atando el paquete, le pregunté si el dueño residía en Hollyoake Square. Algo perplejo ante la pregunta, me contestó afirmativamente.

–Es que hace tiempo conocí a un Mr. Sherwin -dije, forjando con esas palabras el primer eslabón de la larga cadena de engaños que más adelante iba a ponerme grilletes e iba a degradarme-, un Mr. Sherwin que actualmente, según tengo entendido, reside en una casa de Hollyoake Square. Este que le digo era soltero, pero no estoy seguro de que mi amigo y el dueño sean la misma persona.

–¡Oh, no! ¡Ni muchísimo menos, señor! El dueño está casado y tiene una hija, a la cual se tiene por una finísima damisela, señor. Se llama Miss Margaret.

Y el hombre sonrió al decir esto, con una mueca que me dio náuseas y me sobresaltó.

Por fin tuve respuesta. Lo había descubierto todo. ¡Margaret! También sabía cómo se llamaba. ¡Margaret! No había sido, por cierto, uno de mis nombres preferidos. En ese momento sentí algo parecido al terror, al descubrir que repetía ese nombre para mis adentros y que hallaba una nueva e inimaginada poesía en sus sonidos.

¿Sería acaso el amor, un amor puro, el primero, cuyo objeto era, sin embargo, la hija de un comerciante, a la que sólo había visto durante un cuarto de hora, en un ómnibus, amén de seguirla luego a su casa por espacio de otro cuarto de hora? No, tal cosa era imposible. Con eso y con todo, al mismo tiempo sentí una extraña reticencia ante la idea de volver a casa y ver a mi padre y a mi hermana precisamente en ese momento.

Aún iba caminando despacio, aunque no con rumbo a mi domicilio, cuando me topé con un antiguo amigo de mi hermano, un compañero de la universidad, que era también conocido mío: un tipo intrépido, bienhumorado y social. Me saludó nada más verme, con la misma ruidosa cordialidad de siempre, e insistió en que lo acompañara a cenar a su club.

Si los pensamientos que tanto seguían pesándome en el ánimo fueran solamente los mórbidos, caprichosos pensamientos del momento, ése era el hombre cuya compañía sería más indicada para disiparlos. Decidí intentar el experimento y acepté su invitación.

Durante la cena, intenté rivalizar con él en jovialidad, en chanzas; bebí mucho más vino del que tenía por costumbre, pero no sirvió de nada. Toda palabra de alegría surgía muy debilitada de mi corazón y llegaba muerta a mis labios. El vino me volvió febril, pero no me puso más jubiloso. La imagen de la morena belleza de la mañana seguía siendo todavía la única imagen que dominaba mis pensamientos; la influencia de la mañana, a un tiempo siniestra y seductora, seguía dominando por entero mi corazón.

Abandoné la pugna. Anhelaba estar de nuevo a solas. Mi amigo bien pronto se dio cuenta de que me flaqueaba ese ánimo forzado; intentó desperezarme, intentó hablar por los dos, pidió más vino al camarero, pero no sirvió de nada. Por fin, con un bostezo de desesperación no disimulada, sugirió que visitásemos un teatro.

Opté por disculparme; aduje una pequeña indisposición; insinué que había bebido quizá demasiado. Él se echó a reír, y en sus carcajadas noté un cierto desprecio, amén de su buen humor. A la postre, se fue al teatro él solo, dándose obviamente cuenta de que yo seguía siendo tan mal compañero como lo fui en la universidad, años antes.

Tan pronto nos despedimos noté un cierto alivio. Titubeé; di por la calle unos cuantos pasos hacia aquí y hacia allá, y acallando luego todas mis dudas, dejando que mis inclinaciones me guiaran a su antojo, me encaminé por tercera vez en lo que iba de día hacia Hollyoke Square.

La apacible tarde de verano se combaba hacia el crepúsculo. El sol estaba ya bajo, aunque resplandeciente, en un horizonte sin nubes, y la última y más reposada hora de luz diurna se agotaba en un cielo violáceo cuando entré en la plaza.

Me acerqué a la casa. La vi por la ventana, que estaba abierta de par en par. Había una jaula colgada a bastante altura, del panel de la contraventana. Ella estaba enfrente, jugando con el pobre canario cautivo con un azucarillo, que ponía a su alcance por entre los barrotes, para retirarlo rápidamente y enseñárselo después por otro barrote, y por otro. El pajarillo saltaba y aleteaba de un lado a otro de su prisión, piando como si de veras disfrutase de su parte en el juego que le proponía su ama. ¡Qué adorable estaba ella! Llevaba el cabello castaño peinado en dos crenchas, de modo que la parte inferior de la oreja resultara visible, y recogido en un grueso y sencillo moño en la nuca, sin ornamento de ninguna clase. Llevaba un sencillo vestido blanco, abrochado en el cuello, de modo que descendía sobre su regazo formando innumerables pliegues pequeños y ondulados. La jaula estaba colgada a una altura suficiente para que tuviese que mirar hacia arriba. Se reía con el alborozo de una niña pequeña, a la vez que movía sin cesar el azucarillo de un barrote a otro. A cada instante, su cabeza y su cuello adoptaban un nuevo giro, cada vez más adorable; a cada instante, su figura adoptaba con naturalidad la postura que mostraba mejor su más lucida simetría. El último relumbre del ambiente vespertino le daba aún de lleno, la pausa con que se despedía la luz diurna sobre la luz diurna de la belleza y la juventud.

Me quedé escondido tras una columna de la cancela; la miraba sin atreverme a mover, ni a respirar siquiera, pues me daba miedo que, si me viese o me oyese, decidiera alejarse de la ventana. Tras varios minutos de juego, el canario por fin tocó el azucarillo con el pico.

–¡Eso es, Minnie! – exclamó, entre risas-. Ya has pescado el azucarillo fugitivo, así que te lo puedes quedar.

Durante un minuto más permaneció muy quieta, mirando la jaula. Luego se puso de puntillas, hizo un mimo con los labios fruncidos, dedicado al canario, y desapareció en el interior de la habitación.

Se puso el sol; las sombras del crepúsculo invadieron la lóbrega plaza; se encendieron cerca y a lo lejos las farolas de gas; las personas que habían salido a tomar el fresco por los campos ya volvían a sus casas en parejas o en solitario, mientras yo permanecía cerca de la casa, con la esperanza de que de nuevo se asomara a la ventana. Pero no volvió a aparecer. A la sazón, una criada entró con velas en la habitación y cerró las persianas venecianas. Sabedor de que no tenía sentido seguir allí por más tiempo, me marché de la plaza.

Caminé, alegre, hacia mi casa. Haberla visto por segunda vez me sirvió para completar lo que había empezado cuando la vi por vez primera. La impresión que me había causado el primer encuentro me hizo insensible a todo presagio, a toda reflexión, despreocupado, ajeno al ejercicio de la más mínima contención. Me entregué por entero al encantamiento que estaba obrando en mi interior. La prudencia, el deber, los recuerdos y los prejuicios de mi casa fueron absorbidos y olvidados por efecto del amor, un amor que quise fomentar, que se regocijó más aún en el primer lujo temerario de una nueva sensación.

Entré en casa sin pensar en otra cosa que en cómo podría verla, cómo podría hablar con ella al día siguiente y sin tardanza, murmurando su nombre para mis adentros, incluso en el momento en que abrí el pestillo de mi estudio. Nada más entrar en la estancia, involuntariamente me estremecí y me quedé boquiabierto, sin saber qué decir. ¡Clara estaba dentro! No sólo me sobresalté, sino que además me invadió una fría sensación, como un desmayo. Sólo de mirar a mi hermana me sentí como si me hubiese sorprendido in fraganti en la comisión de un crimen.

Estaba de pie ante mi escritorio; acababa de coser las páginas sueltas de mi manuscrito, que hasta entonces estaban en un cajón. No recuerdo dónde se celebraba aquella noche un baile por todo lo alto, al cual tenía pensado asistir. Llevaba un vestido de crepé azul pálido (el color preferido de mi padre). En su cabello castaño claro se había colocado una flor blanca. Estaba en el círculo de luz suave que proyectaba mi lámpara de mesa, mirando hacia la puerta, con las hojas que acababa de coser en la mano. Tenía la tez más pálida que nunca: su rostro casi parecía el de una estatua, por su pureza y su reposo. ¡Qué contraste tan marcado con la otra viva imagen que había visto a la caída de la tarde!

El recuerdo de la cita a la que había faltado volvió vengativamente sobre mí, al verla sonreír y sostener mi manuscrito de modo que yo pudiera admirar su trabajo. Con ese recuerdo también regresaron, más negras que nunca, las dudas ominosas que me habían deprimido el ánimo muy pocas horas antes. Intenté hablar con voz firme y noté que fracasaba en mi empeño al dirigirme a ella.

–¿Me querrás perdonar, Clara, por haberte privado hoy de tu paseo a caballo? Me temo que sólo tengo una mala excusa…

–Entonces es mejor que no me la digas, Basil. O espera si no a que papá la exponga por ti de manera convincente, como en el Parlamento, cuando regrese esta noche. Mira, he intentado ordenar tus papeles, pero estaban en un desorden tal que de veras temí perder algunas de estas hojas.

–Ni las hojas ni su autor merecen la mitad de las molestias que te has tomado, pero créeme que de veras siento haber faltado a nuestra cita. Me encontré con un viejo amigo de la facultad, por la mañana tuve mucho trabajo, y cenamos juntos. No quiso admitir una negativa por respuesta…

–¡Basil, qué pálido estás! ¿No estarás enfermo?

–No, creo que ha sido el calor, nada más.

–¿Ha ocurrido algo? Te lo pregunto tan sólo porque si puedo ser de alguna utilidad… Si quieres que me quede en casa…

–Ni muchísimo menos, cariño. Te deseo un gran éxito en el baile y que te diviertas muchísimo.

Por un instante no dijo nada, y fijó en cambio sus ojos claros y afables en mí, con más seriedad y angustia que de costumbre. ¿Estaba acaso escrutando mi corazón y descubriendo quizá el nuevo amor que en mi seno crecía, un usurpador, en el lugar en el que antes había reinado mi amor por ella?

¡El amor! ¡Ay, el amor por la hija de un comerciante! Me volvió a las mientes esa idea mientras Clara me observaba; curiosamente mezclada con ella, me acordé de una máxima que mi padre había repetido muchas veces a Ralph: «Nunca te olvides de que tu posición social no te pertenece solamente a ti, y recuerda que no puedes hacer con ella lo que te plazca. Nos pertenece también a nosotros, así como pertenece a tus hijos. Habrás de mantenerla por ellos, tal como yo la he mantenido por ti».

–Pensé que antes de irme al baile -prosiguió Clara, aunque en un tono más grave que antes- me gustaría echar un vistazo en tu habitación para comprobar que todo estuviera en orden, como a ti te agrada, por si acaso tuvieras la intención de escribir esta noche. Me quedaba tiempo para esto mientras mi tía, que va a acompañarme, está en el piso de arriba terminando de acicalarse. Claro que a lo mejor no sientes el deseo de ponerte a escribir, ¿verdad?

–Al menos lo intentaré.

–¿Puedo hacer alguna cosa más por ti? ¿Quieres que deje mi ramillete en tu habitación? ¡Las flores están fresquísimas y huelen que da gusto! No me costará nada recoger otro ramo. ¡Mira que rosas! Son rosas blancas, mis favoritas. Siempre me recuerdan mi jardín, allá en nuestra casa de campo.

–Muchas gracias, Clara, pero creo que el ramillete es más idóneo en tu mano que sobre mi mesa.

–Buenas noches, Basil.

–Buenas noches.

Se dirigió hacia la puerta, pero se dio la vuelta y sonrió como si estuviera a punto de decir alguna cosa más. Sin embargo, se contuvo; se limitó a mirarme por un instante. En ese instante, de todos modos, la sonrisa que esbozaba desapareció de su rostro y de nuevo adoptó esa expresión de seriedad y de angustia. Salió sin hacer ruido. Minutos después, oí alejarse pesadamente el carruaje que la llevaba al baile en compañía de su tía. Me había quedado a solas en la casa, a solas para pasar la noche.

VIII

Mi manuscrito estaba delante de mí, bien ordenado por las esmeradas manos de Clara. Fui pasando las hojas lentamente, pero mis ojos tan sólo se posaban mecánicamente en lo escrito. Nada más que un día antes, ¡cuánta ambición, cuántas esperanzas, cuántas y cuan queridas sensaciones de mi corazón -y mis más elevados pensamientos- habitaban en aquellas pobres hojas de papel, en aquellas minúsculas, garrapateadas marcas de tinta! En esos instantes, de golpe pude mirarlas con total indiferencia, casi como las hubiese mirado un desconocido. Los días de calma y de estudio, de firme labor y de pensamiento, parecían terminados para siempre. Aquellas ideas que agitaron el conocimiento almacenado con paciencia, las visiones mejores que todo lo que este mundo pueda depararnos, todo ello quedó posado con frescura y con buen ánimo, poco a poco, en las páginas de mi primer libro: todo era ya pasado irrecuperable, marchito todo por el acalorado aliento de los sentidos, condenado a un destino estéril, cuyo germen fue un accidente ocurrido en un día de ocio.

Rápidamente dejé a un lado el manuscrito. Mi inesperada entrevista con Clara había calmado las turbulentas sensaciones que experimenté poí la tarde y al principio de la noche; sin embargo, la fatal influencia de aquella belleza morena seguía estando en mí. ¿Cómo iba a escribir?

Tomé asiento ante la ventana abierta. Daba a la parte de atrás de la casa, sobre una franja ajardinada -un jardín londinense- que era una mazmorra en la que la naturaleza mal medraba cerrada a cal y canto; los tocones de los árboles y las flores alicaídas parecían aspirar visiblemente a una mayor cantidad de aire fresco, al sol y a la amplitud del campo, debido al ambiente hollinoso que reinaba en prisión, entre las altas paredes de ladrillo. Sin embargo, había espacio para que corriese el aire, al tiempo que esa franja servía para alejar el tumulto y el bullicio de las calles. Había salido la luna y brillaba tiernamente rodeada por un fino festón de luz amarilla pálida. Por lo demás, el horroroso vacío de la noche resaltaba en ausencia de estrellas; el tenebroso lustre del espacio refulgía sin una sola nube.

En mi interior se formó un presentimiento: que en esa hora solitaria y aquietada iba a tener lugar mi decisiva, definitiva lucha contra mí mismo. Sentí que la vida o la muerte de mi corazón dependía de lo que acaeciera aquella noche.

El nuevo amor que había en mí, la gigantesca sensación que había crecido en un solo día, era el primer amor. Hasta ese momento, mi corazón nunca se había desgarrado. Nada sabía yo de la pasión que más absorbe a la humanidad. Ninguna mujer se había interpuesto entre mis ambiciones, mis ocupaciones, mis diversiones y yo. Ninguna mujer me había inspirado jamás las sensaciones que yo sentía entonces.

Al procurar calibrar en qué posición me encontraba, debía considerar ante todo una cuestión: ¿tenía aún la fuerza suficiente para resistir a la tentación que un mero accidente me había arrojado al paso? Tenía un incentivo para resistirme, a saber, la convicción de que, si sucumbiera, en lo referente a mis perspectivas de familia terminaría por ser un hombre arruinado.

Conocía bien cómo era el carácter de mi padre: sabía hasta qué extremo podían prevalecer sus afectos y sus simpatías por encima de sus prejuicios, e incluso de sus principios, en algunos casos peculiares; este mismo conocimiento me persuadió de que las consecuencias de un matrimonio degradante que pudiera contraer su hijo (degradante en cuanto al rango, claro está), serían terribles, fatales para uno, puede que para los dos. Cualquier otra irregularidad, cualquier otro ultraje incluso, podría perdonarlo tarde o temprano. En cambio, esa irregularidad, esa ofensa, nunca jamás podría perdonarla, ni siquiera si se le rompiera el corazón por ello. Estaba segurísimo de eso, tan seguro como estaba de existir en esos instantes.

¡La amaba! ¡Todo lo que sentía, todo lo que sabía se resumía en esas dos palabras! Por perjudicial que fuera mi pasión para el ejercicio de mis facultades mentales, así como para mi sinceridad y para mi sentido del deber en mis relaciones con los míos, era sin embargo un sentimiento puro hacia ella. Es verdad. Si ahora mismo yaciera en mi lecho de muerte, si supiera que el Día del Juicio Final tuviese que responder de la veracidad o la falsedad de los renglones que acabo de escribir, podría afirmar en mi último suspiro que así fuera y que quedasen como están.

No obstante, ¿qué importaba mi amor por ella? Por digna que fuese de mi amor, yo había errado al alimentar ese sentimiento, porque el azar, ese mismo azar que podría haberle dado posición y familia, le había colocado en un rango demasiado lejano en esta vida, demasiado inferior al mío. Si fuese hija de un «caballero», mi padre le hubiese dado su acogida y todo su afecto cuando yo la llevara a casa en calidad de esposa mía. Siendo como era hija de un comerciante, la cólera de mi padre, la desdicha de mi padre, mi propia ruina tal vez por añadidura, serían la dote fatal que le confiriese tal matrimonio. ¿A qué era debida tantísima diferencia? A un prejuicio social, sí, aunque era un prejuicio que en nuestra casa había sido principio rector o, más aún, religión, ya desde el día en que nací, e incluso desde hacía varios siglos.

(¡Qué extraña esa previsión del amor que precipita el futuro en el presente! ¡Allí estaba yo, pensando en ella, pero ya convertida en mi esposa, antes quizá de que hubiera podido sospechar siquiera qué pasión había inspirado en mí, vejando mi corazón y fatigando mis pensamientos, antes de hablar con ella, como si el peligroso descubrimiento de nuestro matrimonio estuviese ya al alcance de mi mano! Desde entonces he pensado más de una vez en qué antinatural me habría parecido esto si me lo hubiese encontrado en un libro.)

¿De qué modo podría aplastar yo mi deseo de verla, de hablar con ella al día siguiente? ¿No sería aconsejable que me marchase de Londres, de Inglaterra incluso, y que huyese de la tentación sin que importase adonde, ni a costa de qué sacrificio? ¿Debería tal vez refugiarme en mis libros, en los amigos apacibles, inmutables, antiguos, que me habían acompañado desde mis primeras horas pasadas al calor de la lumbre? ¿Tenía resolución suficiente para fatigar mi corazón por medio de la dureza, la seriedad, la esclavitud del estudio? Si me fuera de Londres al día siguiente, ¿podría tener la conciencia tranquila a sabiendas de que no podría regresar al día siguiente?

Durante las horas de la noche, mientras de este modo me esforzaba en vano por sopesar en calma mi situación, nunca se me pasó por las mientes la indigna idea que bien podría habérsele ocurrido a cualquier otro que estuviera en mi lugar: ¿por qué iba a casarme con la muchacha? ¿Sólo porque la amaba? Con mi dinero, mi posición social y las oportunidades de que disponía, ¿por qué me obstinaba en conectar amor y matrimonio como si sólo fueran una única idea? ¿Por qué me empeñaba en ver un dilema y un peligro allí donde no tenía por qué existir ni lo uno ni lo otro? Si una idea como ésta se me hubiera pasado por la cabeza, aunque fuese de la forma más difusa y vagarosa, me habría escudado de ella, me habría escudado de mí con auténtico horror. Fueran cuales fuesen las nuevas degradaciones que aún me reservara el futuro, el consuelo y la santidad de este recuerdo han de ser todavía míos. Mi amor por Margaret Sherwin era digno de ser la ofrenda que yo hiciera a la mujer más pura y más perfecta que había creado Dios.

Avanzó la noche; los ruidos que me llegaban, débiles, desde las calles remitieron hasta cesar del todo; mi lámpara titiló hasta apagarse; oí que regresaba del baile el carruaje de Clara. Las primeras, frías nubes del día asomaron y ocultaron el halo menguante de la luna; el aire se enfrió con el frescor matinal, la tierra se purificó con el rocío de la mañana, y yo seguía sentado ante la ventana abierta, debatiéndome con mis ardientes pensamientos de amor por Margaret, debatiéndome por pensar con serenidad y con provecho, abandonado a una pugna que se renovaba en todo momento, aunque nunca variaba. Hora tras hora, fue siempre una pugna en vano.

A la postre empecé a pensar de forma cada vez menos clara; pasaron unos momentos más y me hundí en un sueño ligero, inquieto, febril. Y empezó de ese modo otra durísima prueba, una prueba más peligrosa: la de los sueños. Los pensamientos y las sensaciones que había contenido de forma cada vez más débil, a cada hora de vigilia que iba transcurriendo, se rebelaron dentro de mí y se liberaron perfectamente de todo intento de controlarlos.

He aquí lo que soñé.

Me encontraba en una anchurosa llanura, cercada por un lado por la espesura del bosque, cuyas recónditas, oscuras profundidades parecían insondables a la vista; al otro, la cercaban unos cerros que iban elevándose cada vez más, hasta perderse de vista entre unas brillantes, bellas nubes blancas que refulgían bajo el sol. Por el flanco del bosque, el cielo estaba oscuro y vaporoso. Era como si una espesa emanación se hubiera levantado entre los árboles, extendiéndose sobre el claro firmamento de aquella parte de la escena.

Según me hallaba en la llanura, mirando a mi alrededor, vi que una mujer venía hacia mí desde el bosque. Era bastante alta; llevaba suelto el cabello, largo y negrísimo, y una túnica del tono pardusco del vapor y de la niebla que estaba suspensa sobre los árboles, que le llegaba hasta los pies en gruesos pliegues cada vez más oscuros. Avanzaba hacia mí a buen paso y con suavidad, atravesando el terreno tal como atraviesan las sombras de las nubes los maizales en sazón o el agua en calma.

Miré al otro lado, hacia los cerros, y allí vi a otra mujer que descendía desde sus lomas luminosas; su túnica era blanca, pura, reluciente. Tenía el rostro iluminado como si le diera de lleno la luna de agosto; sus pasos, según bajaba de los cerros, dejaban una estela de luminosidad que centelleaba hasta muy lejos, como la estela de las estrellas cuando lucen en noche de invierno clara y fría. Llegó al punto en que los cerros daban paso a la llanura. Allí hizo un alto, y supe que me observaba desde lejos.

Entretanto, la mujer del bosque tenebroso seguía acercándose a mí, sin detenerse en ningún momento, al contrario que la mujer de las colinas claras. Pude ver entonces su rostro. Tenía los ojos lustrosos y fascinantes, como los ojos de una serpiente; grandes, oscuros, suaves, como los de una corza. Venía con los labios entreabiertos en una sonrisa algo lánguida y se echó los largos cabellos hacia atrás, apartándoselos de las mejillas, el cuello y el pecho, mientras yo la contemplaba.

Tuve entonces la impresión de que una luz procedente del lado opuesto me daba de lleno. Me di la vuelta y vi que la mujer de los cerros me indicaba mediante gestos que ascendiera con ella hacia las brillantes nubes que estaban en lo más alto. Su brazo, al extenderlo, brillaba con especial luminosidad pese a estar en los cerros claros de por sí. De su mano extendida salían largos y finos haces de una luz temblorosa, que penetraban hasta donde me encontraba yo, frescos y sosegantes al alcanzarme.

Sin embargo, la mujer del bosque siguió acercándose cada vez más, hasta que noté su acalorado aliento sobre mi cara. Me miró a los ojos con unos ojos que me fascinaron, al tiempo que abría los brazos como si fuese a abrazarme. Le toqué la mano, y en un instante noté que ese tacto me recorría como si fuera fuego de la cabeza a los pies. En ese momento, sin dejar de mirarme con insistencia, con sus ojos salvajes y brillantes, entrelazó sus flexibles brazos alrededor de mi cuello y me arrastró con ella, dando unos cuantos pasos en dirección al bosque.

Noté que ya no sentía los rayos de luz brotados de aquella mano que me indicaba que le siguiese y que me habían alcanzado antes; una vez más volví la mirada hacia la mujer de los cerros. Ascendía de nuevo hacia las nubes brillantes, deteniéndose a cada trecho, continuamente, para darse la vuelta y quedarse un momento retorciéndose las manos, cabizbaja, como si tuviera una pena amarga. La última vez que la vi mirar hacia mí estaba ya muy cerca de las nubes. Se cubrió el rostro con la túnica y se arrodilló, mirando hacia donde yo estaba. Después de esto ya no volví a verla, pues la mujer del bosque me aferró con más fuerza que antes, a la vez que me besaba en los labios con sus labios cálidos. Fue como si su larguísima cabellera cayese sobre nosotros dos, extendiéndose sobre mis ojos como si fuera un velo que así ocultó las claras cumbres de los cerros y la mujer que seguía caminando hacia las brillantes nubes que había en lo alto.

En brazos de la mujer oscura fui arrastrado, al tiempo que me hervía la sangre y me faltaba el aire en los pulmones,.hasta que nos adentramos por los secretos rincones escondidos entre la insondable hondura de los árboles. Allí me rodeó del todo con los pliegues de su túnica crepuscular, apoyó su mejilla contra la mía y murmuró algo que me sonó a música misteriosa, a pesar del silencio nocturno y de las tinieblas en que estábamos sumidos. Y ya no pensé en regresar a la llanura, pues me había olvidado de la mujer de los cerros claros, entregándome en cuerpo y alma a la mujer del bosque tenebroso.

Aquí terminó el sueño. Desperté.

Era totalmente de día. Lucía el sol, muy brillante, sin una sola nube en el cielo. Miré el reloj y vi que se me había parado. Poco después oí que el reloj del vestíbulo daba las seis.

El sueño me había quedado vividamente impreso en la memoria, sobre todo su último tramo. ¿Sería quizá una advertencia de los acontecimientos que estaban por venir, presagiados así en las desatinadas visiones que se tienen al dormir? En tal caso, ¿qué propósito podía tener ese sueño, o cualquier otro sueño, por cierto? ¿Por qué se había quedado inconcluso, por qué no terminaba de mostrarme las consecuencias visionarias de mis actos visionarios? ¡Qué preguntas tan supersticiosas! ¡Qué dispendio de atención para dedicarla así a una bagatela como es siempre un sueño!

A pesar de todo, esa bagatela sí había dado pie a un resultado que sería duradero. No lo sabía entonces, pero ahora sí lo sé. Mientras disfrutaba de la revivificante y tranquilizante luz del sol, me fue sumamente fácil descartar por ridicula, desechar de mi mente, o de mi conciencia, mejor dicho, la tendencia a ver en las dos figuras sombrías de mi sueño la encarnación de dos personas de carne y hueso, cuyos nombres a punto estuvieron de brotar temblorosos de mis labios; en cambio, no pude desechar también de mi corazón las imágenes del amor que me había dejado el sueño y que mis sentidos veneraban. Ese resultado de la noche perduró dentro de mí, creciendo y fortaleciéndose minuto tras minuto.

Si hubiera sabido de antemano que la mera visión de la mañana me iba a reanimar, me iba a devolver el aplomo, habría tachado la predicción de absoluto disparate, y habría descartado toda consideración al respecto. Sin embargo, ahí estaba. Las melancólicas reflexiones, los augurios, el miedo y el debate vividos durante las horas de tinieblas desaparecieron con la luz del día. Sólo permanecieron en mí los pensamientos de amor por Margaret, ya sin estar en tela de juicio, sin oposición de ninguna clase. ¿Eran, pues, las consideraciones trazadas horas antes semejantes a las neblinas nocturnas, que se desvanecen cuando regresa la luz del sol? No lo sabía. Pero era joven, y cada mañana es tanto como la vida nueva de la juventud, como la vida nueva de la naturaleza.

Así pues, salí de mi estudio. Que llegaran las consecuencias como debieran y cuando debieran; ya no pensé más en ello. Fue como si al salir de mi estancia me hubiese desembarazado de todo pensamiento melancólico, como si mi corazón saltase con más elasticidad que nunca, después de la pesada carga que hubo de soportar durante la noche. ¡Gozo en el presente, esperanza en el futuro, azar y fortuna en los que confiar hasta el final! Ése era mi credo cuando me eché a la calle, decidido a ver a Margaret otra vez, decidido a decirle que la amaba antes de que concluyera el día. Con el alborozo del aire fresco y la alegría del sol brillante, encaminé mis pasos hacia Hollyoake Square con el corazón tan ligero como el de un mozalbete al salir dé la escuela, contento de repetir por el camino los versos de Shakespeare: «La esperanza es el cayado de un amante; camina en lo sucesivo con su apoyo, y úsalo contra todo pensamiento que te lleve a desesperar».

IX

Londres despertaba por todos los rincones con su actividad matinal cuando comencé a recorrer las calles. Era el momento en que se levantaban las persianas de las tabernas; esos vampiros de la bebida que sorben la vida de Londres abrían los ojos a tiempo de comenzar a otear las presas que iban a caer en sus garras con el nuevo día. Los estancos y las tiendas de provisiones de los barrios más pobres; las sucias casas de comidas, de las que ya salían vapores malolientes, grasientos, y que exhibían una hoja del periódico del día anterior, sucia y agitada por el viento, en cada una de sus ventanas, desplegaban ya su comercio cotidiano, o se disponían a hacerlo. Por aquí, un obrero se apresuraba para no llegar tarde a su trabajo; por allá, un robusto y anciano caballero iniciaba su paseo matutino antes de desayunar. Pasaba una carreta del mercado, ya descargada, de regreso a la granja de la que había salido; pasaba si no traqueteando un coche de punto cargado de maletas, de pasajeros pálidos y soñolientos, camino del tren o del vapor que fueran a tomar. Vi cómo se renovaba por doquier la vitalidad poderosa de la gran ciudad y sentí un inusitado interés por todo lo que veía. Era como si todas las cosas, por todos lados, reflejasen ante mis propios ojos el aspecto que debía de tener mi corazón.

Sin embargo, la quietud y el sopor de la noche aún pendían sobre Hollyoake Square. Aquel barrio desangelado parecía reivindicar su aburrimiento siendo el último en despertar y adquirir un remedo al menos de actividad y de vida. En North Villa aún no se desperezaba nada. Seguí caminando hasta rebasar las últimas casas y adentrarme por los hollinosos campos de Londres, e intenté pensar en el curso de los acontecimientos que debía propiciar con objeto de ver a Margaret en persona, y de hablar con ella, antes de regresar a mi domicilio. Al cabo de un rato, mucho más de media hora, volví sobre mis pasos y llegué a la plaza sin haber trazado aún plan ni proyecto ninguno, pero a pesar de todo resuelto a salirme con lo que pretendía.

La cancela de la verja de North Villa estaba abierta. Una de las criadas de la casa se hallaba junto a ella, como si quisiera tomar el fresco, al tiempo que echar un vistazo, antes de comenzar el cumplimiento de sus deberes de cada día. Avancé hacia ella, decidido a hacerme con sus servicios y dispuesto a emplear todas mis dotes de persuasión, o bien el dinero que fuera necesario.

Era joven (¡más a mi favor!, pensé), gordezuela, rubicunda, y a la vista estaba que nada tenía de descuido en lo tocante a su apariencia personal (¡otro punto a mi favor!). Al ver que me aproximaba, sonrió y se pasó el delantal presurosamente por la cara, limpiándola con esmero para estar presentable cuando yo la inspeccionase, de modo muy similar al cuidado que pone un vendedor en sacar brillo a un mueble cuando ve que uno se detiene a estudiarlo.

–¿Estás al servicio de Mr. Sherwin? – le pregunté, al llegar a la cancela.

–Sí, como simple cocinera, señor -contestó la muchacha, a la vez que se daba un último y furioso frote con el delantal en la mejilla.

–¿Te sorprendería mucho si te pidiera que me hicieses un gran favor?

–Bueno, señor… La verdad, usted me es desconocido, así que… ¡no lo sé, de veras! – Calló y siguió frotándose con el delantal, sólo que esta vez fue con los brazos.

–Espero que no sigamos siendo desconocidos por mucho tiempo. ¿Y qué te parece que empezáramos a tratarnos si yo te dijera que estarías más bonita con unas cintas más llamativas en la cofia? ¿Y si te propusiera que comprases algunas, sólo por ver si es verdad lo que digo?

–Es muy amable por su parte, señor, y de veras se lo agradezco. Lo que ocurre es que unas cintas para la cofia son lo último que podría comprar mientras siga trabajando en esta casa. Aquí, el señor es tan estricto con nosotras como la señora; nos vuelve medio locas con los alborotos que arma a cuento de nuestras cofias. Es un hombre tan austero y tan severo que hemos de llevar las cintas y las cofias tal como a él le gusta. Bastante difícil es que la señora se entrometa en cosas como son las cintas y las cofias de las criadas. Imagínese en cambio qué ocurre cuando el señor baja a la cocina, y… Bueno, no servirá de nada que se lo explique, señor, pero muchas gracias de todos modos por su interés.

–Espero que no sea ésta la última vez en que te haga un cumplido. Ahora debo decirte qué favor es el que me gustaría que me hicieras. ¿Sabes guardar un secreto?

–¡Desde luego que sí, señor! He guardado muchísimos secretos desde que empecé a servir.

–Bien, pues quiero que me encuentres una oportunidad para conversar con tu joven señora…

–¿Con Miss Margaret, señor?

–Sí. Deseo tener la oportunidad de ver a Miss Margaret y de hablar con ella en privado, aunque es preciso que ella no sepa nada antes de que llegue ese momento.

–¡Ay, Señor! No, señor, no me atrevería…

–¡Vamos, vamos! ¿Es que no te imaginas por qué razón deseo ver a la señora? ¿No supones qué es lo que deseo decirle?

La muchacha sonrió y meneó la cabeza maliciosamente.

–¡Puede que esté usted enamorado de Miss Margaret, señor! Pero no me atrevería. ¡No podría, no!

–Como tú quieras. De todos modos, sí podrás decirme al menos si Miss Margaret sale alguna vez a dar un paseo.

–¡Desde luego, señor! Sale casi todos los días.

–¿No la acompañas tú nunca? ¿No te ocupas tú de ella, cuando no hay nadie más que pueda…?

–No me haga más preguntas, señor. Por favor se lo pido, no me haga más preguntas. – Estrujó el delantal entre los dedos, con un aire lastimero y perplejo-. Yo no le conozco, señor, y Miss Margaret tampoco le conoce, de eso estoy segura. No podría… De veras, no podría…

–¡Pero mírame bien, muchacha! ¿Te parece que podría yo hacerle ningún daño a tu señora, o a ti? ¿Es que parezco tan peligroso que no se puede confiar en mí? ¿No me creerías si te diera mi palabra de honor?

–Sí, señor. Seguro que sí, siendo además tan amable y tan formal conmigo… -Acto seguido se retocó la cofia.

–Entonces, supongamos que en primer lugar te prometo que no le diré a Miss Margaret que he hablado contigo acerca de ella. Y supongamos también que te prometo, en segundo lugar, que si me dices cuándo tenéis previsto salir Miss Margaret y tú, solamente hablaré con ella cuando tú nos veas bien a los dos, y que la dejaré en el momento en que tú quieras que la deje. ¿No te parece que podrías aventurarte a echarme una mano si te prometiera todo esto?

–Bueno, señor, desde luego que las cosas así son muy distintas. Pero hay que tener en cuenta al señor. Y es que me da muchísimo miedo, ¿sabe? ¿No podría hablar primero con el señor?

–Supongamos que estuvieras tú en el lugar de Miss Margaret. ¿Te gustaría que alguien como yo te hiciera la corte previa consulta con la autoridad de tu padre, y sin consultar previamente cuáles son tus deseos? ¿Te gustaría recibir una propuesta de matrimonio mediante un mensaje que te hiciera llegar tu padre? Vamos, dímelo con el corazón en la mano. ¿Te gustaría que así fuera?

Se echó a reír y meneó la cabeza de forma muy expresiva. Yó sabía cuál era la fuerza de mi último argumento, así que lo repetí.

–Supongamos que estuvieras tú en el lugar de Miss Margaret.

–¡Ssh! No hable tan alto -dijo la muchacha en un susurro, a modo de confidencia-. Estoy segura de que es usted un caballero y me gustaría mucho ayudarle… Si es que me atrevo, claro.

–¡Buena chica! – dije-. Bueno, cuéntame entonces cuándo saldrá hoy Miss Margaret y quién va a acompañarla.

–¡Ay, ay de mí! No está bien que yo lo diga, nada bien, pero he de decírselo, ¿verdad? Bueno, pues esta mañana saldrá conmigo a las once, e iremos al mercado. Es lo que hemos hecho durante toda la semana pasada. Al señor no le gusta, pero la señorita se lo pidió casi de rodillas, diciéndole que nunca podrá casarse si no sabe nada de los precios de las cosas, de cómo se lleva una casa, de cómo se sabe qué carnes son las buenas, de todo eso, ya sabe usted.

–¡Un millón de gracias! Me has dado toda la ayuda que necesitaba. Estaré aquí mismo antes de las once, esperando el momento en que salgas con ella.

–¡Oh, por favor se lo pido, señor! No lo haga. Ay, ojalá no le hubiese dicho nada. No debería haberle dicho nada, no, señor.

–No temas; no perderás nada por lo que me has dicho. Te prometo todo lo que dije que te prometería. Adiós. Ah, y no olvides que no debes decir ni una palabra a Miss Margaret, ni una palabra, antes de que yo la vea.

Mientras me alejaba a buen paso, oí que la muchacha me seguía a la carrera, para detenerse después y regresar a cerrar suavemente la cancela. Obviamente, se había puesto de nuevo en el lugar de Miss Margaret y había renunciado a presentar resistencia.

¿Cómo iba a emplear las horas que me restaban hasta las once? El engaño susurró: ve a casa, evita que se presente la menor ocasión de parecer sospechoso, desayuna con tu familia, como de costumbre. Y tal como el engaño me aconsejó, así actué.

No recuerdo que Clara estuviera nunca tan amable, tan atenta, tan llena de esos cuidados deliciosos y sin embargo triviales, que tienen una gracia exquisita cuando es una mujer la que los ofrece a un hombre, y muy en especial una hermana a su hermano, como cuando nos reunimos los dos con mi padre a la hora del desayuno. Ahora rememoro con vergüenza qué poco pensé en ella, qué poco le hablé aquella mañana, con qué mínimo titubeo, con qué ausencia de reproches hacia mí mismo me disculpé al rechazar un compromiso que deseaba cumplir conmigo aquel día. Mi padre estaba absorto en algún asunto de negocios; con él no pudo hablar Clara. Y fue a mí a quien dirigió todas sus acostumbradas preguntas y comentarios de la mañana. Prácticamente no le escuché; le contesté breve y descuidadamente. En cuanto dimos por terminado el desayuno, sin mediar palabra de explicación volví a marcharme apresuradamente de la casa.

Al bajar las escaleras, miré de pasada y por casualidad al comedor. Desde allí dentro me miraba Clara pasar. En su rostro noté la misma expresión de angustia que tenía cuando me dejó a solas la noche anterior. Sonrió cuando se cruzaron nuestras miradas, aunque fue una sonrisa triste, frágil, nada propia de ella. Sin embargo, entonces no me produjo la menor impresión: toda mi atención estaba concentrada en mi inminente encuentro con Margaret. La vida entera me palpitaba y me ardía por dentro en ese sentido; en cualquier otro aspecto, era frialdad, sopor, insensibilidad.

Llegué a Hollyoake Square casi una hora antes de la hora que habíamos fijado. Presa de la tensión y la impaciencia que me causó tan largo intervalo, me fue imposible encontrar un solo momento de reposo. Caminé sin cesar de un lado a otro de la plaza, y di vueltas y más vueltas por los alrededores a la vez que oía las campanas de una iglesia cercana dar cada cuarto, avivando mecánicamente el paso, a medida que se acercaba la hora. Por fin oí el primer repicar de las once. Antes de que las campanas quedasen en silencio ya había tomado yo posiciones, desde un lugar que me permitía ver con toda claridad la cancela de North Villa.

Transcurrieron cinco minutos… y no apareció nadie. Acuciado por la impaciencia, podría haber llamado yo a la puerta y haber entrado en la casa sin parar mientes en quién pudiera encontrarme, en qué resultado pudiera tener semejante imprudencia. Dieron las once y cuarto, y en ese preciso instante oí que se abría la puerta, tras lo cual vi bajar las escaleras a Margaret y a la criada con la que había hablado.

Atravesaron con lentitud la cancela y echaron a caminar por la plaza, alejándose del lugar en que yo estaba. La criada se fijó en mí; me percaté por una significativa mirada que me lanzó mientras caminaban. En cambio, su joven señora no dio muestras de haberme visto. Al principio, fui presa de una agitación tan virulenta que me sentí perfectamente incapaz de dar un solo paso hacia ellas. Me repuse al cabo de pocos momentos y me di prisa para alcanzarlas antes de que llegasen a la zona más transitada de la vecindad.

Según me aproximaba a su lado, Margaret se dio la vuelta de repente y me miró con una expresión de ira y de asombro en los ojos. Acto seguido, su adorable rostro se tiñó por completo de un hondo y ardiente sonrojo; bajó levemente la cabeza, titubeó un momento y bruscamente apresuró el paso. ¿Se acordaría de mí? La mera posibilidad de que así fuera me dio mayor aplomo. Yo…

¡No! No puedo poner por escrito las palabras que le dirigí. Al tener presente el desenlace al que condujo nuestra fatal entrevista, me encojo sólo de pensar en exponer ante los demás aquellas palabras con que le declaré mi amor, e incluso de preservarlas por escrito. Tal vez sea orgullo -miserable, inútil orgullo- lo que me anima en este sentimiento; lo cierto es que no logro sobreponerme a lo que siento. Con todo lo que recuerdo, me avergüenza escribir, me avergüenza rememorar lo que dije en mi primer encuentro con Margaret Sherwin. No podría aducir ninguna razón de peso que justifique las sensaciones que ahora me embargan; no puedo tampoco analizarlas, y aunque pudiera no lo haría.

Baste decir que me arriesgué a todo y que le dirigí la palabra. Por confusas que en efecto fueran mis palabras, brotaron de mi corazón acaloradas, ansiosas, elocuentes. En muy pocos minutos, le confesé todo lo que con dolor he relatado en todas estas páginas. Le dije cuál era mi nombre, cuál mi rango en esta vida; todavía ahora se me sonrojan las mejillas sólo de pensarlo. Es increíble que aturdiera de aquella manera a la muchacha, que me aprovechara de su orgullo, que la obligase a escucharme sólo por ser mi posición social la que era, en el supuesto de que no accediera a escucharme sólo por mi pretensión, aunque para ello le apremiase con honor. Anteriormente, jamás había incurrido en la mezquindad de encomendar a mis múltiples ventajas de tipo social lo que no me atreví a confiar a mis fuerzas. Es verdad que el amor se eleva muy por encima de cualquier otra pasión, pero también es cierto que a veces también se rebaja mucho más.

Las respuestas que dio a todo lo que yo le apremié que me contestara fueron confusas, vulgares y, desde luego, desazonadoras. La había abordado por sorpresa, la había asustado; era impensable que prestara oídos a semejante interpelación por parte de un absoluto desconocido. Fue un craso error dirigirle la palabra; fue un craso error que ella hiciera un alto para escucharme. Hubiese debido tener muy en cuenta lo que me correspondía hacer en calidad de caballero y también tomar la firme decisión de no volver a hacer nunca más el menor avance. Yo no sabía nada de ella; era imposible que de veras me importase tanto, teniendo en cuenta el brevísimo tiempo pasado desde que la vi. Y ella tuvo que rogarme que le permitiera seguir su camino sin más estorbos por mi parte.

Así me contestó, quieta por momentos, por momentos apresurándose a dar unos pasos más. Podría haberse expresado con toda severidad, con ira incluso, pero todo lo que hubiese dicho no habría bastado para contrarrestar la fascinación que su sola presencia ejercía sobre mí. Vi su rostro y me pareció más adorable aún en su confusión, en los rápidos cambios que noté en su expresión; vi que en una o dos ocasiones me miraba a los ojos, y que de inmediato esquivaba mi mirada. Y mientras tuve ocasión de mirarla, me dio lo mismo todo lo que pudiera decir. Se limitó a decir lo que le habían enseñado que dijera; no busqué la clave de sus pensamientos y de sus sentimientos en las palabras que me dirigió, sino en su tono de voz, en el lenguaje de sus ojos, en toda su expresión facial. En todos estos elementos detecté indicios que me dieron mayor confianza. Intenté todo lo que el respeto y la persuasión del amor me sugirieron, intenté todo lo posible con tal de obtener su consentimiento y de concertar alguna cita en el futuro, pero ella sólo contestó repitiendo lo ya dicho, avivando el paso mientras seguía hablándome. La criada, que hasta ese momento se había quedado unos pasos más atrás, se situó entonces al lado de su señora y me miró de forma significativa, como si pretendiera recordarme lo que le había prometido. Con unas breves palabras de despedida, les permití que siguieran su camino. Haberlas retenido más tiempo en aquel primer encuentro hubiera supuesto un riesgo excesivo.

A medida que se alejaban, la criada se dio la vuelta, asintió y sonrió, como si de ese modo quisiera tranquilizarme y asegurarme que no había perdido nada con la tolerancia que ejercí. Margaret no se demoró un instante; tampoco miró atrás. Esta última demostración de modestia y de reserva, lejos de desanimarme, incrementó mi atracción hacia ella de modo más potente que nunca. Al cabo de un primer encuentro, era la virtud más idónea de que pudo hacer gala. Todo el amor que por ella sentía antes no fue nada en comparación con el amor que sentí en esos momentos, una vez me dejó a solas sin dirigirme siquiera una mirada de despedida.

¿Qué camino debía emprender, entonces? ¿Podía confiar en que, después de lo dicho, Margaret saliera al día siguiente a la misma hora? No: no renunciaría tan pronto a la modestia y el comedimiento que había manifestado en nuestro primer encuentro. ¿De qué modo podría comunicarme con ella? ¿De qué forma podría emplear a fondo mi destreza, para que fuese realmente buena la impresión favorable que, según me susurraba la vanidad, estaba seguro de haber causado a la primera? Decidí escribirle.

¡Qué diferente iba a ser el esfuerzo necesario para escribirle una carta, en comparación con lo que me había costado escribir aquellas páginas que entonces atesoraba y que ya había abandonado para siempre sin saberlo aún! ¡Con qué lentitud tuve que trabajar! ¡Qué precauciones tomé, con qué falta de seguridad construí frase tras frase, sin saber si poner un punto ahí, si redondear laboriosamente un párrafo más allá, cuando trabajaba con denuedo y empujado sólo por la ambición! En cambio, cuando me hube entregado por entero al servicio del amor, ¡cuan rauda corría la pluma sobre el papel! ¡Con qué libertad, con qué lisura fluían mis deseos convirtiéndose en palabras, si se compara lo que del corazón brotaba con los pensamientos que la mente había dictado en aquellas otras páginas! La composición era instintiva; había dejado de ser un arte. Supe escribir con elocuencia, sin detenerme a buscar la expresión más idónea, sin tachar una sola palabra. Era lento y trabajoso ascender la cuesta al servicio de la ambición; fue en cambio rápido (demasiado rápido) rodar cuesta abajo, al servicio del amor.

No será preciso describir el contenido de la carta que le escribí a Margaret; fue una simple recapitulación de lo que ya le había dicho. A menudo insistí con vehemencia en el honroso propósito de mi aspiración; terminé por encarecerle que me escribiese una respuesta y que me concediera un nuevo encuentro con ella.

La carta se la llevó la criada. Otro regalito, otro poco de oportuna persuasión y, sobre todo, el respeto con que había cumplido mi promesa: con eso bastó para ganarme a la muchacha de todo corazón. Se mostró dispuesta a ayudarme en lo que fuera, al menos mientras su intervención pudiera mantenerse en secreto, oculta a su amo y señor.

Esperé un día entero a que llegara la respuesta a mi carta, pero no recibí nada. La criada no supo darme explicaciones sobre este silencio. Desde la mañana en que nos vimos, su joven señora no había dicho ni una sola palabra a propósito de mí. Sin dejarme desanimar, le escribí de nuevo. En la segunda carta incluí algunas amenazas de amante, así como las súplicas amorosas de rigor. Y surtieron el efecto deseado; por fin recibí respuesta.

Fue brevísima, escrita con premura y de modo tembloroso. Decía únicamente que la diferencia de rango que había entre ella y yo la obligaba a solicitarme, mejor por escrito que de palabra, que me abstuviera de interpelarla nunca más.

¡«La diferencia de rango»! Así pues, ésa era la única objeción. Era eso lo que «la obligaba»: ¡no me había rechazado porque fuera ésa su natural inclinación! ¡Qué joven era y qué noble en su abnegación, qué firme en su integridad! Resolví hacer caso omiso de su orden tajante y decidí verla de nuevo. ¡Mi rango! ¿Qué era mi rango? ¡Era algo que debía arrojar a los pies de Margaret, algo que Margaret tranquilamente podría pisotear si le apeteciera!

Una vez más, busqué ayuda en mi fiel aliada, la criada. Tras una serie de dilaciones que a punto estuvieron de volverme loco de pura impaciencia, por insignificantes que en el fondo fuesen, se las ingenió para hacer realidad mis deseos. Una tarde, mientras Mr. Sherwin estaba ausente por un asunto de negocios, y aprovechando que su esposa tampoco estaba en su domicilio, conseguí que me franquease la entrada del jardín que había detrás de la casa, en donde estaba Margaret ocupada en regar unas flores.

Se sobresaltó nada más verme e hizo ademán de volver al interior de la casa. Le tomé la mano para impedírselo. Ella la retiró, sólo que sin brusquedad, sin enojo. Aproveché la ocasión, pues ella vacilaba, sin saber si insistir o no en su intención de retirarse, y así repetí lo que ya le había dicho en nuestro primer encuentro, pues ¿qué es el lenguaje del amor, salvo un lenguaje hecho de repeticiones? Ella me contestó tal como me había contestado por carta: la diferencia de rango la obligaba a darme su negativa.

–¿Y si no existiera esa diferencia? – dije-. ¿Y si los dos tuviéramos el mismo rango en esta vida, Margaret?

Ella alzó rápidamente la mirada y se alejó dos pasos, sorprendida quizá de que yo la tratase por su nombre de pila.

–¿Te ofende acaso que te llame por tu nombre tan pronto? Para mí, en mis pensamientos, no eres Miss Sherwin, sino Margaret. ¿Te ofende, pues, que te hable tal como pienso?

No; bajo ningún concepto debía sentirse ofendida conmigo, ni con nadie, por tal cosa.

–Supongamos, pues, que esa diferencia de rango en la que con tanta crueldad insistes no existiera entre nosotros. ¿Me dirías entonces que no abrigara esperanzas, que no te hablase, con la frialdad con que ahora me lo dices?

No debí preguntárselo, no sirvió de nada. La diferencia de rango existía, en efecto.

–¿Es que acaso nos hemos conocido demasiado tarde? ¿Estás ya…?

–¡No! ¡Oh, no! – Se calló de repente, nada más decir estas palabras. En sus mejillas asomó el mismo arrebol delicioso que ya había visto antes extenderse por su cara. Obviamente sintió que, sin querer, por inadvertencia, había dicho más de la cuenta y que me había dado una respuesta en un asunto en el que, de acuerdo con todas las leyes amorosas establecidas en el código femenino, yo no tenía el menor derecho a esperar tal cosa. Con las palabras que pronunció a continuación me acusó -aunque en voz muy baja y poco menos que quebrada- de haber cometido un entrometimiento que a duras penas se hubiese esperado por parte de un caballero de mi posición.

–Pero sabré recuperar un lugar mejor en tu estima -dije, pues no sin ansiedad había percibido que existía una interpretación sumamente favorable de lo que me dijo-, viéndote la próxima vez, y todas las que vengan después, con el beneplácito de tu padre. Hoy mismo le mandaré una nota para pedirle que me conceda una entrevista en privado. Le diré todo lo que a ti te he dicho: que tienes verdadero rango tanto por tu belleza como por tu bondad, y que ése es el rango más elevado que existe en la tierra, muchísimo más elevado que el mío. Y ése es el único rango que yo deseo. – Afloró deliciosamente a sus labios una sonrisa que en vano se esforzó por reprimir-. Sí, eso haré; no pienso dejarle en paz hasta que me dé una respuesta favorable. Entonces, ¿cuál será la tuya? Una palabra te pido, Margaret, sólo una, antes de que me vaya…

Intenté tomarle la mano por segunda vez, pero se alejó de mí y se fue corriendo a la casa.

¿Qué más podía desear, qué más podía otorgarme la modestia y la timidez de una muchacha?

En el momento en que llegué a casa escribí a Mr. Sherwin. En el sobre anoté el rótulo «Privado» en lugar visible y me limité a solicitar que me concediera una entrevista para tratar de un asunto de considerable importancia; dejé que él conviniera la hora. Receloso de confiar lo escrito al correo, le envié la nota por un recadero -no con uno de nuestros criados, por elemental precaución- y le indiqué que aguardase respuesta. Si Mr. Sherwin no estuviera en su domicilio, le ordené que esperase a su regreso.

Tras una prolongada demora -prolongada para mí, pues mi impaciencia de buena gana habría convertido las horas en minutos- recibí contestación. Venía escrita en papel de cartas de filete dorado, con una caligrafía extremadamente vulgar y de copiosas florituras. Mr. Sherwin me presentaba sus respetos y añadía que tendría el honor de recibirme en North Villa, si me venía bien, el día siguiente a las cinco de la tarde.

Doblé la carta con esmero, pues me era casi tan preciada como la carta de Margaret. Pasé la noche sin conciliar el sueño, dándole vueltas a todas y cada una de las posibles opciones que podría adoptar durante la entrevista del día siguiente. Iba a ser un asunto difícil, delicado. Nada sabía del carácter de Mr. Sherwin, a pesar de lo cual iba a tener que confiarle un secreto que no había osado confiar a mi padre. Expresarle mi intención de hacerle la corte a su hija, viniendo de una persona de mi posición, podría dar pie a todo tipo de suspicacias. ¿Y qué podría yo decir sobre un posible matrimonio? Un matrimonio público y reconocido era algo descartado de antemano, imposible; un matrimonio privado podría ser en cambio una proposición no ya osada, sino fatal. Por más angustia y más empeño que puse en mis reflexiones, no supe llegar a otra conclusión que a la siguiente: lo mejor sería hablar con toda sinceridad, a pesar de todos los riesgos que entrañase. ¡Y yo sabía ser sumamente sincero cuando tal opción era la más adecuada para sacar adelante mis propósitos!

Hasta el día siguiente, cuando ya se acercaba la hora de mi entrevista con Mr. Sherwin, no me atreví a afrontar cabalmente las elementales necesidades de la situación en que me hallaba. Decidido a intentar causar toda la impresión que las apariencias pudieran producirle, me tomé insólitas molestias con mi atuendo; más aún, pedí a un amigo en cuya discreción podía confiar, seguro de que no me haría preguntas incómodas -y esto lo escribo con pesar, avergonzado; me limito a referir la verdad, que bastante penitencia es sin más añadiduras-, le pedí a un amigo, decía, que me prestase uno de sus carruajes, con el cual me desplacé hasta North Villa, pues temía que fuese demasiado riesgo pedirle a mi padre su carruaje, o a mi hermana el suyo, ya que de sobra sabía yo que era debilidad común entre los hombres del estilo de Mr. Sherwin tener verdadera reverencia por el rango y adorar la riqueza, de la cual decidí no sin una punta de mezquindad aprovecharme al máximo. Mi amigo me prestó de muy buen grado su carruaje. Por indicación mía, el cochero me recogió a la hora convenida ante un establecimiento del que yo era cliente habitual.

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