No hubo comunicación personal con ninguno de los dos; sólo me comuniqué por escrito con mi hermana. Las cartas de Clara me llegaron con bastante frecuencia. En ellas, evitaba estudiadamente todo lo que pudiera parecerse a un reproche por mi prolongada ausencia, y se circunscribía casi exclusivamente a los detalles de la vida en el campo que le parecía probable que fuesen de mi interés. Su tono era afectuoso; mejor dicho, más afectuoso, si tal cosa es posible, que de costumbre. En cambio, la alegría y el apacible humor que tenía Clara como corresponsal habían desaparecido del todo. Mi conciencia me indicó con demasiada presteza, y muy a las claras, cómo dar cuenta de este cambio; mi conciencia me hizo saber quién había alterado el tono de las cartas de mi hermana, al haber alterado todos los placeres, todas las predilecciones, todo el propósito de su vida en el campo.
En esta etapa de mi vida estaba yo dedicado con sobrado egoísmo a mis propias pasiones, a mis intereses, pero no era tan totalmente insensible a todas las influencias que me habían guiado desde la más tierna infancia, o no tanto como para dejar de pensar por completo en Clara y en mi padre, en la antigua casona que tan estrechamente relacionaba con mis más tempranos y felices recuerdos. A veces, e incluso en presencia de mi adorada Margaret, sólo con pensar en Clara apartaba de mí cualquier otro pensamiento. Y, a veces, en la desierta casa de Londres, soñé -con extrañísimo y adormecido olvido de mi matrimonio y de todos los nuevos intereses que éste había apiñado en mi nueva vida- que cabalgaba por el campo en compañía de mi hermana y que manteníamos los dos tranquilas conversaciones en la vieja biblioteca de estilo gótico que había en la casa solariega. Bajo el influjo de estas ensoñaciones, dos veces tomé la resolución de pedir disculpas por mi prolongada ausencia, de hacer las paces con ellos, reuniéndome con mi padre y con mi hermana en el campo, aunque sólo fuera durante unos cuantos días. Pero en ambas ocasiones no estuve a la altura de mi resolución. A la segunda, llegué a tener tanta presencia de ánimo como para ir a la estación de ferrocarril, y sólo en el ultimísimo momento vacilé y me abstuve de realizar el viaje. La pugna que hube de librar para resolver separarme sólo por un tiempo de Margaret al final la había ganado, pero la aprensión de que algo podía suceder en mi ausencia, no sabía bien qué, siendo tan vivida como sin embargo vagarosa, me obligó a volver sobre mis pasos cuando ya estaba a punto de partir. Sentí una honda vergüenza por mi propia debilidad, pero cedí pese a todo a su empuje.
Por fin, recibí un día una carta de Clara en la que me conminaba a acudir a la casa de campo, en términos que no podría desobedecer.
«Nunca te he pedido -me escribía- que vinieras a vernos porque yo lo deseara, ya que nunca he querido ni querré interferir en tus planes, en tus intereses. Ahora, sin embargo, te pido que vengas a vernos pensando sobre todo en ti, aunque no sea más que una semana, a menos que quieras quedarte más tiempo, claro está. Recordarás que papá te dijo en Londres, en tu propia habitación, que estaba convencido de que le ocultabas algún secreto. Mucho me temo que esto sea meterme en sus asuntos, pero te conviene saber que tu prolongada ausencia le lleva a sentirse inquieto por ti. Él no lo dice, pero cada vez que te escribo se abstiene de enviarte ningún mensaje; cuando hablo de ti, siempre cambia de tema sobre la marcha. Te ruego que vengas, que te muestres aunque sólo sea unos días; no te haremos preguntas, puedes estar seguro. Una visita tuya nos haría muchísimo bien a todos, e impediría (espero que nunca suceda, y rezo para que así sea) un serio distanciamiento entre papá y tú. Ten presente, Basil, que en cosa de un mes o seis semanas a lo sumo habremos vuelto a la ciudad, y así se habrá desperdiciado la oportunidad.»
Al leer estas líneas, decidí viajar al campo de inmediato, cuando el efecto que me habían causado aún estaba fresco en mi mente. Margaret, cuando fui a despedirme de ella, solamente comentó que le gustaría venir conmigo, que sería toda una experiencia para ella ver una grandiosa casa de campo como la nuestra. Mr. Sherwin se echó a reír con la misma aspereza de costumbre, por las dificultades que a mí se me presentaban solamente por el hecho de estar sin ver a su hija por espacio de una semana. Mrs. Sherwin me recomendó muy en serio, y de forma sumamente inexplicable, que no permaneciera lejos durante más tiempo del que había pensado en principio. Mr. Mannion me aseguró en privado que mientras estuviera ausente de North Villa podía contar con él, exactamente como lo había hecho siempre durante mi presencia en la casa. Fue raro que sus palabras de despedida fueran las únicas que me sosegaron y me satisficieron al partir de Londres.
La tarde invernal iba envolviéndose con la oscuridad de la noche cuando me aproximaba a la casa solariega. La nieve, en el campo, siempre me ha parecido una visión alegre y animada. Podría haber aspirado a ver la nieve posada en el suelo el día en que llegué a casa, pero durante la semana anterior había tenido lugar el deshielo: el barro y el agua encharcaban el camino y los alrededores, y lloviznaba, al tiempo que soplaba un viento húmedo y cortante, se condensaba la neblina a medida que avanzaba la noche, y los antiquísimos olmos desnudos que jalonaban la avenida crujían y gemían lóbregos allá en lo alto según me acercaba a la casa.
Mi padre me recibió con más ceremonia de lo que a mí me hubiese gustado. Bien sabía, desde niño, qué significaba que decidiera mostrarse solamente cortés con su propio hijo. Me fue imposible discernir qué idea se habría hecho durante mi prolongada ausencia y debido a mi insistencia en guardar mi secreto, pero saltaba a la vista que yo había perdido el lugar de costumbre en su estima, y que lo había perdido hasta el punto de que no podría recobrarlo meramente con una visita de una semana de duración. El distanciamiento entre nosotros, que tanto se temía mi hermana, ya había comenzado de hecho.
Si me había quedado helado por el desolado aspecto de la naturaleza cuando me aproximaba a la casa solariega, la recepción que me dio mi padre cuando llegué a la casa sólo incrementó la impresión de incomodidad y de melancolía que tenía en mente; hizo falta todo el calor y el afecto de la bienvenida que me dio Clara, todo el placer que me supuso oírle agradecer en un susurro mi llegada y mi presteza en seguir su consejo, a la vez que me besaba, para que yo recobrase mi ecuanimidad. Ahora bien, una vez pasada la premura y la excitación del encuentro, a pesar de sus amables palabras y de sus miradas cariñosas, noté en su semblante algo que me deprimió. Me pareció más delgada, al tiempo que su palidez constitutiva era algo más acusada que de costumbre. Era evidente que las preocupaciones y las angustias la habían oprimido. ¿Sería yo la causa?
La cena discurrió esa primera noche con gran tedio y congoja. Mi padre solamente conversó sobre temas generales y sobre lugares comunes, como si estuviera presente un simple conocido. Cuando mi hermana nos dejó solos a los dos, también él se levantó de la mesa para recibir a una persona que había venido a visitarle por un asunto de negocios. No estaba yo con ganas de tener por toda compañía a las botellas de vino, así que seguí a Clara.
Al principio, solamente conversamos sobre las diversas ocupaciones a que se había dedicado desde que estaba en el campo; yo estaba reacio a comentar tanto mi prolongada estancia en Londres como el evidente disgusto de mi padre por mi dilatada ausencia, y ella lo comprendió. Había entre nosotros cierto comedimiento que ninguno de los dos tuvimos el valor de romper. No pasó mucho tiempo, sin embargo, hasta que un accidente bastante trivial de por sí me obligó a ser más sincero, mientras que a ella le permitió hablar con menos reservas sobre aquello que más de cerca le tocaba el ánimo.
Estaba sentado frente a Clara, delante de la chimenea, jugando con mi perro preferido, que nos había seguido al salón. Mientras me agachaba sobre el animal, un guardapelo en el que llevaba un mechón de los cabellos de Margaret cayó del bolsillo de mi chaleco, balanceándose hacia mi hermana, sujeto aún por el cordel con que lo llevaba colgado del cuello. Al instante lo escondí de nuevo, pero no tan de prisa como para que Clara, con la presteza de una mujer, no se fijase en que el adorno era nuevo, extrayendo sobre la marcha la inferencia apropiada y coligiendo qué uso le había dado yo.
En su rostro se pintó momentáneamente una expresión de sorpresa y de placer; se puso en pie y, colocándome ambas manos sobre los hombros, como si quisiera que no me moviese del sitio en que estaba, me miró con intensidad.
–¡Basil! – exclamó-. Si ése es todo el secreto que te has empeñado en ocultarnos, ¡no puedes ni imaginar cuánto me alegro! Al ver un guardapelo nuevo que cae del chaleco de mi hermano -prosiguió, al observar que yo estaba tan confuso que no jba a decir palabra-, y al ver que se sonroja muchísimo cuando o oculta de nuevo a todo correr, no sería yo una mujer de verdad si no hiciese mis descubrimientos y si no diera en hablar de ellos sin más tardanza.
Hice un esfuerzo, bien que lamentable, por restar toda importancia al asunto con una risa. Sin embargo, a ella se le tornó seria y pensativa la expresión de la cara, al tiempo que mantenía la mirada fija en mí. Me tomó la mano con gentileza.
–¿Es que vas a casarte, Basil? – me susurró al oído-. ¿Amaré a mi futura hermana tanto como te amo a ti?
En ese momento entró en el salón un criado que traía la bandeja del té. La interrupción me dio un instante de consideración. ¿Debería acaso contárselo todo? Impulsivamente pensé que sí; la reflexión me indicó que r.o. Si le revelase la situación en que realmente me encontraba, me di cuenta de que tarde o temprano tendría que presentarle a Margaret. Para ello, a la fuerza tendría que llevarla en privado a la casa de Mr. Sherwin y exponerla a los humillantes términos de dependencia y de prohibición de acuerdo con los que llevaba la vida en común con mi propia esposa. Una extraña mezcolanza de sentimientos, entre los que primó el orgullo, me disuadieron de hacer tal cosa. Implicar a mi hermana en mi secreto sería igual que implicarla en las consecuencias que pudiera tener cuando fuera desvelado a mi padre. La sola idea de hacerla partícipe de una serie de responsabilidades que yo debía sobrellevar a solas no debía considerarla ni por un momento. Tan pronto nos quedamos solos de nuevo, me dirigí a ella.
–Clara, no pensarás mal de mí, ¿verdad?, si dejo que saques tus propias conclusiones de lo que has visto, ¿eh? Tan sólo quiero pedirte que guardes un estricto silencio sobre este asunto. Todavía no puedo hablarte de ello, amor, tal como querría. Un día entenderás por qué, y dirás que mi reserva estaba justificada. Entretanto, ¿quedarás satisfecha si te aseguro que cuando llegue el momento de hacer saber cuál es mi secreto, tú serás la primera que se entere, la primera en quien yo ponga mi confianza?
–Como no has agotado del todo mi curiosidad -dijo Clara sonriendo-, aunque tampoco me hayas dado esperanzas de alimentarla, al menos por el momento, creo que, aun siendo mujer como soy, puedo prometerte lo que deseas. En serio, Basil -prosiguió-, que ese guardapelo tan revelador ha iluminado gratamente algunos lúgubres pensamientos que había tenido acerca de ti, tanto que ahora ya puedo vivir feliz y contenta, a la expectativa, sin volver a hablar de tu secreto hasta que tú me des permiso para hacerlo.
En este punto entró mi padre en el salón y ya no dijimos nada más. Su comportamiento hacia mí no se había modificado desde la cena y siguió exactamente igual durante la semana que pasé en la casa solariega. Una mañana en que estábamos solos los dos, me armé de valor y decidí probar un terreno peligroso, teniendo en mente cuál habría de ser mi guía en el futuro; ahora bien, en cuanto empecé mediante una referencia a mi estancia en Londres, no sin añadir una disculpa, me detuvo en seco.
–Ya te dije hace unos meses -dijo, con gravedad y fríamente- que tengo demasiada fe en tu honor como para inmiscuirme en los asuntos que tú quieras guardar en privado. Hasta que no tengas plena confianza en mí, hasta que no podamos hablar con toda franqueza, prefiero no saber nada. Entiendo que careces de esa confianza, porque hablas con titubeos, y porque no me miras a los ojos con limpieza y con arrojo. Te vuelvo a decir que no quiero saber nada que empiece por una excusa tan trivial como la que me acabas de expresar. Las excusas conducen a la prevaricación y la prevaricación conduce a… algo con lo que no pienso insultarte ni siquiera imaginando que sea posible en tu caso. Ya eres un hombre hecho y derecho, y has de saber cuáles son tus responsabilidades y las mías. Elige, pues, entre decirlo todo o no decir nada.
Aguardó un instante después de terminar y abandonó la estancia. Si al menos se hubiese dado cuenta de cómo sufrí yo en ese instante debido a las viles necesidades de la ocultación, tal vez se lo habría confesado todo. Y a la fuerza se hubiese compadecido de mí, aunque tal vez no me hubiera perdonado.
Ése fue mi primer y único intento de aventurarme a revelar mi secreto ante mi padre, por medio de insinuaciones y reconociendo las cosas a medias. En cuanto a una osada confesión, me persuadí con convicción de sofista que esa opción no habría servido para nada bueno, y que, al contrario, podría haber sido muy perjudicial. Cuando por fin llegara la felicidad conyugal que tanto había esperado, que aún debía esperar durante muchos meses, ¿no sería mejor gozar de mi vida matrimonial en secreto, cómodamente, durante todo el tiempo que me fuera posible? ¿No sería mejor abstenerme de revelar mi secreto a mi padre, hasta que la necesidad me obligara a revelarlo, o hasta que las circunstancias me invitasen a hacerlo? Mi inclinación resolvió el dilema de forma conveniente, con una afirmación. Una decisión del tipo que fuera, correcta o errónea, bastó para tranquilizarme por el momento.
En lo relativo a mi padre, mi viaje al campo no sirvió de nada. Podría haber vuelto a Londres al día siguiente de llegar a la casa solariega, que su opinión acerca de mí no se habría alterado. A pesar de todo, me quedé durante toda la semana pensando solamente en Clara.
A pesar de los placeres que me procuraba la compañía de mi hermana, mi visita no dejó de ser dolorosa. El anhelo egoísta por estar de nuevo con Margaret, que no logré reprimir del todo, más la frialdad de mi padre y la lobreguez y la lluvia invernal, que nos confinó prácticamente en todo momento a permanecer dentro de la casa, fueron los factores que en diversa medida me impidieron estar a mis anchas en la casa solariega. Sin embargo, aparte de estos motivos de azoramiento, yo contaba con la mortificación adicional de sentirme por primera vez como un perfecto extraño en mi propia casa.
En toda la casa no encontré nada que me recordase el aspecto que había tenido años atrás. Las estancias, los viejos criados, los corredores y las vistas, los animales domésticos… todo parecía haberse alterado, haber perdido algo desde la última vez que lo vi. Las estancias que en particular más me había agradado ocupar dejaron de ser mis favoritas; las costumbres que hasta ahora siempre había tenido en el campo, solamente logré retomarlas a cambio de un esfuerzo que me fastidió y me sacó de quicio. Era como si mi vida discurriese por nuevos cauces desde el otoño y el invierno que pasé por última vez en la casa solariega, y como si ahora se negase a volver a fluir por donde solía, al margen de que yo así lo quisiera. Mi hogar ya no me parecía lo que era, salvo por el nombre.
En cuanto pasó una semana, mi padre y yo nos despedimos exactamente igual que nos habíamos saludado a mi llegada. Cuando me despedí de Clara, ella se abstuvo de hacer toda alusión a la brevedad de mi estancia; dijo tan sólo que pronto nos veríamos de nuevo en Londres. Era patente que se dio cuenta de que mi visita me había pesado, y me pareció determinada a dar a nuestra corta despedida un carácter tan feliz y tan esperanzado como le fue posible. Nos entendíamos plenamente el uno al otro, y ahí encontré algún consuelo al despedirme de ella.
Nada más regresar a Londres, fui de visita a North Villa.
Se me comunicó que no había ocurrido nada reseñable en mi ausencia, pero me percaté de que algo había cambiado en Margaret. La encontré pálida y nerviosa, más callada que nunca. Por toda respuesta a mis interrogaciones, lo explicó diciendo que el confinamiento en la casa, a consecuencia del crudo clima del invierno, la había afectado un poco, pero en seguida cambió de tema de conversación. Por lo demás, los restantes aspectos domésticos no habían variado ni un ápice con respecto a su monotonía de costumbre. Tal como solía, Mrs. Sherwin estaba en su puesto en la sala, mientras su esposo leía el periódico de la tarde en el comedor, acompañado por su ramoso oporto. A los cinco minutos de llegar, me adapté de nuevo a mi vieja manera de vivir en casa de Mrs. Sherwin, con tanta facilidad como si no la hubiese interrumpido ni un solo día. En lo sucesivo, el lugar donde estuviera mi joven esposa, y solamente donde estuviera ella, sería para mí el hogar.
Más avanzada la velada llegó Mr. Mannion con algunas cartas de negocios que deseaba someter a la inspección de Mr. Sherwin. Fui a buscarlo al vestíbulo, ya que me disponía a salir. Nunca fue un hombre de mano calurosa, pero en el momento en que se la estreché para saludarle me resultó tan mortíferamente helada que literalmente me congeló la mía por un momento. Se limitó a congratularme, como de costumbre, por haber regresado sano y salvo. Asimismo, dijo que en mi ausencia no había ocurrido nada digno de mención; no obstante, según pronunció estas palabras contadas, me fijé por vez primera en que le cambiaba la voz: habló en un tono más bajo, pero con una articulación más veloz que la habitual. Sumado a la extraordinaria frialdad de sus manos, esto me llevó a preguntarle si no se encontraría bien del todo. Efectivamente, también él había estado algo enfermo durante mi ausencia, sobrecargado por el trabajo excesivo. Disculpándose por dejarme tan bruscamente, debido a las cartas que había traído, fue a encontrarse con Mr. Sherwin en el comedor, si bien dando mayores muestras de apresuramiento que en cualquier ocasión anterior.
Había dejado bien tanto a Margaret como a Mr. Mannion; a mi regreso, a los dos los encontré enfermos. Sin duda, era algo que había ocurrido en mi ausencia, aunque nadie comentó que hubiese ocurrido nada de particular. No obstante, una trivial enfermedad parecía poca cosa en North Villa, puede que debido a la grave enfermedad que estaba presente de forma perpetua en la persona de Mrs. Sherwin.
No es mi intención abundar en los detalles de mi vida, ni en casa ni en North Villa, durante la primavera y el verano, puesto que sería menester repetir mucho de lo que ya he relatado hasta ahora. Mejor será, pues, proseguir cuanto antes por el final de mi período de prueba, una etapa que lastra gravemente mi resolución de escribir sobre todo esto. En fin; unas cuantas semanas más de duro faenar en mi narración, y el castigo implícito en esta tarea tan ingrata habrá terminado.
Iba a pasar la víspera del día en que se produciría el cambio mas grande de mi vida; las posturas relativas a este suceso que tanto yo como las distintas personas con las que tenía trato habíamos adoptado unos para con otros podría esbozarse como sigue.
La frialdad de trato demostrada por mi padre no había cambiado desde su regreso a Londres. Yo, por mi parte, me abstuve con todo cuidado de pronunciar en su presencia una sola palabra que entrañase la menor referencia a mi situación real. Aunque mantuviéramos de puertas afuera la relación habitual que existe entre padre e hijo cada vez que nos encontrábamos, el distanciamiento era ya completo entre los dos.
A Clara no se le pasó por alto esta situación y en secreto se apenó por ello. Sin embargo, en su interior despertaron sentimientos más felices cuando en privado le insinué que ya no estaba lejos el momento en que podría desvelar mi secreto. Casi se puso tan agitada como yo, aunque a causa de expectativas sumamente distintas: no podía pensar en otra cosa, salvo en la explicación y la sorpresa que le tenía yo reservadas. En ocasiones, casi llegó a darme miedo mantenerla más tiempo en la incertidumbre y casi me arrepentí de haberle hablado del asunto relativo al nuevo y absorbente interés que había cobrado mi vida, antes del momento en que con toda facilidad podría haberlo dicho todo.
Mrs. Sherwin y yo no estábamos últimamente en términos muy cordiales. Él estaba descontento conmigo por no haber tenido el arrojo de abordar en presencia de mi padre el asunto de mi matrimonio; consideraba que mis razones para guardarlo todavía en secreto estaban dictadas por una mórbida aprensión, aparte de ser muestra de una total carencia de la debida firmeza. Por otra parte, estaba obligado a contraponer a esta omisión por mi parte la presteza de que había hecho gala en el cumplimiento de sus deseos en todos los demás aspectos. Tenía un seguro de vida extendido en favor de Margaret; había hecho lo necesario para ser de inmediato habilitado como abogado con capacidad de ejercer, para cualificarme a tiempo de ocupar el primer puesto apetecible que pudiera quedar vacante a mi alcance. Mi diligencia al realizar todos estos preparativos encaminados a garantizar las perspectivas de Margaret y las mías y a salvaguardarlas de todo mal que pudiera acaecer no bastó, sin embargo, para producir un efecto favorable sobre Mr. Sherwin, tal como sin duda hubiese ocurrido caso de tratarse de un hombre menos egoísta que él. Sin embargo, al menos le obligaron a callar toda queja que ocasionalmente hubiese querido murmurar entre dientes por la reserva que yo había insistido en guardar con mi padre; asimismo, le obligaron a mantener hacia mí una suerte de malhumorada cortesía, que al fin y al cabo iba a ser menos ofensiva que el habitual padecimiento de su cordialidad, debido a su infalible acompañamiento de aburridas anécdotas y de chistes más tediosos aún.
Durante la primavera y el verano, Mrs. Sherwin pareció debilitarse cada vez más debido a su prolongado estado de mala salud. De vez en cuando, sus palabras y sus actos -especialmente en su trato conmigo- me hacían pensar en temores ante los cuales su mente y su cuerpo empezaban a rendirse. Por ejemplo, en cierta ocasión en que Margaret salió de la sala durante unos minutos, de repente se llegó a toda prisa hasta mí y me susurró con extrema ansiedad en la voz y en su mirada: «Vigile bien a su esposa. Le advierto que la vigile, que la mantenga lejos de todas las malas personas. Yo lo he intentado, pero le advierto que no deje de hacerlo». Le pedí de inmediato una explicación de tan extraordinaria y vehemente recomendación, pero ella se limitó a contestar musitando alguna vaguedad sobre las preocupaciones de una madre, para regresar también apresuradamente a su sitio de siempre. Me fue imposible conminarla a que fuese más explícita, por más que lo intenté.
Una o dos veces me ocasionó Margaret gran perplejidad y disgusto debido a ciertas incoherencias y alteraciones de su talante, que comenzaron a salir a la superficie poco después de regresar yo a North Villa tras haber pasado una semana en el campo. Sin previo aviso, se volvía extrañamente hosca y silenciosa; en otros momentos, se tornaba irritada y caprichosa. A renglón seguido, cambiaba bruscamente y se mostraba afectuosísima de palabra y de conducta, como si estuviera de veras deseosa de anticiparse a todos los deseos que yo pudiera tener, y aún ansiosa por manifestar su gratitud ante la más mínima atención que tuviera yo con ella. Estas inexplicables alteraciones de talante me fastidiaron y me irritaron hasta extremos indescriptibles. Yo amaba a Margaret demasiado, tanto que era incapaz de considerar desde un punto de vista filosófico las imperfecciones de su carácter; desconocía que existiera causa, y menos aún que yo se la hubiera dado, que justificase esos frecuentes cambios de comportamiento. Si fueran solamente debidos a la coquetería, tal como le dije en cierta ocasión, la coquetería era el último mérito femenino que podría encandilarme en cualquier mujer a la que yo de veras amase. Sin embargo y por fortuna, todos estos motivos de molestia y de pesar, sus caprichos y mis reconvenciones, felizmente quedaron atrás cuando el plazo que había de durar mi compromiso con Mr. Sherwin ya tocaba a su fin. Margaret volvió a hacer gala de su talante más adorable. De vez en cuando la delataban algunos síntomas de confusión, algunas muestras de que estaba insólitamente pensativa; no obstante, recordé qué cerca estaba el día de la emancipación de nuestro amor, y consideré su azoramiento como un nuevo encanto, como un nuevo adorno de la belleza que irradiaba mi virginal esposa.
Mr. Mannion, al menos en lo tocante a la atención a mis intereses, siguió siendo el mismo amigo digno de toda confianza que había sido siempre, aunque en otros aspectos pudiera tenérsele por un hombre alterado. La enfermedad de la que se había quejado meses atrás, cuando regresé a Londres, lejos de haber remitido, parecía haber ido a más. Seguía teniendo el mismo rostro impenetrable que tan poderosamente me había impresionado la primera vez que lo vi, aunque su talante, hasta entonces tan tranquilo, tan dueño de sí, se había vuelto brusco y tornadizo. Algunas veces, cuando se sentaba en compañía nuestra en la sala de North Villa, de repente se quedaba callado después de haber cruzado unas palabras con nosotros, murmuraba alguna disculpa con una voz que nada tenía que ver con su voz de siempre, decía estar aquejado por un espasmódico ataque de mareo y salía de la sala. Estos achaques eran de naturaleza en parte tan secreta como todo lo que distinguía su persona: no aparecían síntomas visibles de distorsión, ni una palidez insólita; era imposible adivinar qué clase de dolor padecía, ni en qué parte del cuerpo le afectaba. Posteriormente, me abstuve de invitarle a que se sumara a nosotros, ya que el efecto que causaban en Margaret sus repentinos ataques era, naturalmente, tan intenso que se quedaba seriamente descompuesta durante el resto de la velada. Siempre que lo vi casualmente, más avanzado el año, la influencia benéfica de la espléndida estación veraniega no pareció surtir en él ninguna mejoría. Me fijé en que su fría mano, la que me había helado cuando se la estreché aquella gélida noche de invierno en que regresé del campo, estaba tan fría como siempre, a pesar de que estábamos ya en aquellos cálidos días de verano que precedieron al final de mi compromiso en North Villa.
Tal era la situación de mis asuntos tanto en mi casa como en la de Mr. Sherwin cuando fui a visitar a Margaret investido por última vez de mi personalidad de antaño, la última noche que aún quedaba de separación entre los dos.
Llevaba el día entero preparándome para nuestra llegada, al día siguiente, a una casa de campo que había alquilado durante un mes, y que se hallaba en una zona bastante retirada, a suficiente distancia de Londres. Un mes de felicidad ininterrumpida con Margaret, lejos del mundo y de todas las consideraciones mundanas, era el Edén mismo en la tierra, hacia el cual habían apuntado mis más queridas esperanzas, mis deseos, durante todo un año nada menos; ahora, por fin ahora iban a cumplirse esos deseos. Terminé todas mis disposiciones en la casa de campo a tiempo de llegar a casa, poco antes de la hora en que por costumbre se servía la cena. A lo largo de ésta, expliqué que iba a estar ausente de Londres durante un mes, aunque para ello le informase a mi padre de que me proponía visitar a uno de mis amigos residentes en el campo. Me escuchó con la frialdad y la indiferencia de costumbre; tal como había previsto, ni siquiera me preguntó a casa de qué amigo tenía pensado ir durante todo un mes. Después de cenar, informé a Clara en privado de que al día siguiente, de acuerdo con la promesa que le había hecho, antes de partir tenía pensado hacerle depositaría del secreto que durante tantísimo tiempo había atesorado, y que por el momento aún era preciso no divulgar a nadie. Hecho esto, entre las nueve y las diez me apresuré para realizar una última visita de una media hora de duración a North Villa, prácticamente incapaz de comprender cuál era mi propia situación, incapaz de entender la plenitud y la exaltación de la alegría que me embargaba.
Me estaba esperando un desengaño. Margaret no estaba en la casa, pues había salido a una fiesta que celebraba una tía suya, mayor pero aún soltera, de la que era notoria su riqueza, razón por la cual se trataba de una persona a la que era preciso que toda la familia mimase y complaciese.
Me sentí tan enojado como desengañado por lo que había ocurrido. Obligar a Margaret a salir precisamente esa noche demostraba una absoluta falta de consideración hacia nosotros dos, lo cual me repugnó. Mr. Sherwin y su esposa se hallaban en la sala cuando llegué a la casa, y a él le hablé en términos no por cierto muy conciliatorios, comunicándole mi opinión al respecto. Se encontraba aquejado por un muy molesto dolor de cabeza y por un ataque de mal humor todavía peor, así que me contestó de modo tan irritante como supo.
–¡Muy señor mío! – dijo, en tono cortante y quejoso-. Permítame al menos una sola vez, esta vez, que sea yo quien decida qué es lo más conveniente. Mañana mismo todo se hará según su parecer, así que permítame que las cosas se hagan según mi juicio al menos esta noche, por última vez. Estoy seguro de que ya ha sido usted complacido más que sobradas veces por su insistencia en que Margaret no asistiera a fiestas de ninguna clase, y le advierto que también esta vez le habríamos complacido, de no ser porque llegó una segunda carta de la anciana señora, en la cual nos comunicaba que sería una afrenta para ella que Margaret no estuviera entre sus invitados. No me fue posible ir a verla para hablar con ella, por culpa de este infernal dolor de cabeza que tengo, maldito sea. Y debo decirle además que es beneficioso para usted que Margaret esté a buenas con su tía, puesto que se quedará con el dineral que tiene la buena señora, aunque para ello ha de jugar sus cartas como Dios manda. Precisamente por eso le dije que asistiera a la fiesta, porque cualquier día de éstos su asistencia a esa fiesta les valdrá a ella y a usted unos cuantos miles de libras, ¿me explico? Estará de vuelta a las doce y media, como muy tarde. Pedí a Mannion que se ocupase de ello, y aunque no parece que se encuentre muy boyante que digamos, la ha acompañado y él se encargará de cuidarla, al menos mientras esté con ella. Ya lo ve; a fin de cuentas, no hay razón para armar ningún jaleo.
Me supuso, desde luego, un alivio saber que Mr. Mannion se iba a ocupar de cuidar a Margaret. A mi juicio, era un hombre mucho más apto que su propio padre para desempeñar semejante cometido. De todos los buenos servicios que hasta la fecha me había prestado, pensé que ése era el mejor, aunque habría sido mejor incluso si hubiese sabido impedir que Margaret asistiera a la fiesta.
–Debo decirle una vez más -prosiguió Mr. Sherwin, más irritado aún al comprender que yo no iba a contestarle- que no hay nada por lo cual un ser racional haya de armar ningún jaleo. Todo lo que he hecho ha sido en beneficio de Margaret y de usted; ella estará de vuelta a las doce, y Mr. Mannion está encargado de cuidar de ella, y no sé qué tiene usted que… Además, es infernalmente cruel, estando tan indispuesto como estoy yo, venir a fastidiarme con semejante… ¡Es infernalmente cruel, sí, señor!
–Lamento mucho que se encuentre indispuesto, Mr. Sherwin, y no pongo en duda sus buenas intenciones, ni menos aún la conveniencia de que sea Mr. Mannion quien se ocupe de proteger a Margaret, pero me siento, pese a todo, disgustado por el mero hecho de que haya salido esta noche.
–Yo ya dije que no debía salir de ninguna manera, a pesar de lo que haya escrito su tía. Yo ya lo dije.
¡Y esta osada intervención fue nada menos que obra de Mrs. Sherwin! Antes, nunca le había oído expresar una sola opinión en presencia de su marido. Por eso, semejante estallido en sus labios me pareció absolutamente inexplicable. Pronunció esas palabras con una desesperada rapidez, con una voz inusitadamente audible, sin dejar de mirarme fijamente con una extraña expresión, a la vez que hablaba.
–¡Maldita sea, Mrs. Sherwin! – rugió su marido, con verdadera furia-. ¿Quiere callarse la boca? ¿Qué demonios pretende al darnos su opinión, si nadie tiene el menor interés por saber cuál es? Por mi alma le juro que empiezo a pensar que está usted un poco chiflada. Últimamente no ha hecho más que entrometerse y fastidiar. ¡Y no sé qué demonios se le ha metido en la cabeza! De todos modos, yo le explicaré qué es lo que ocurre, Mr. Basil -prosiguió, volviéndose cortantemente hacia mí-: más le valdría dejarse de quejas, que bastante fastidioso es su temperamento. Y lo mejor sería que para ello asistiera a la fiesta. La anciana señora me dijo que le faltaban caballeros y que se alegraría si extendiese yo la invitación a cualquier amigo mío. Le basta con mencionar mi nombre; Mannion hará las debidas presentaciones. ¡Tenga! Ahí tiene un sobre con su dirección. En casa de la tía de Margaret nadie sabrá quién es usted, ni qué es. Además, ya viene vestido de negro, perfectamente preparado para la ocasión. ¡Por Dios, vaya usted mismo a la fiesta! ¡Espero que así quede satisfecho!
Ahí dio por terminado el discurso, y ventiló el resto de su mal humor tocando con violencia la campanilla para que le trajeran su arruruz, tras lo cual vilipendió el sirviente que se lo trajo.
Vacilé, sin saber si debía aceptar o no su propuesta. Mientras dudaba, Mrs. Sherwin aprovechó la oportunidad de que su marido no la miraba para hacerme un gesto significativo. Saltaba a la vista su deseo de que me reuniese con Margaret en la fiesta, pero ¿por qué? ¿Qué sentido podía tener su comportamiento?
Hubiera sido inútil preguntar. El prolongado sufrimiento corporal, así como la debilidad, habían producido un deterioro correspondiente en su intelecto. ¿Qué debía hacer yo? Estaba resuelto a ver a Margaret esa noche; ahora bien, esperar a que volviera, por espacio de dos o quizá tres horas, en compañía de su padre y de su madre en North Villa, era un sufrimiento que más valía no pensar siquiera en padecer. Tomé la decisión de ir a la fiesta. Allí, nadie sabría absolutamente nada de mí. Los asistentes serían seguramente personas que vivían en un mundo distinto del mío, personas cuyos hábitos tal vez me divirtiera estudiar. En cualquier caso, pasaría una o dos horas con Margaret, y así podría ocuparme personalmente de llevarla en condiciones a su casa. Sin más titubeos tomé el sobre en el que figuraba la dirección y me despedí de Mr. y Mrs. Sherwin.
Daban las diez cuando me marché de North Villa. La brillante luz de luna que despuntaba cuando llegué ahora sólo lucía a ratos, pues las nubes se extendían espesas sobre toda la superficie del cielo a medida que transcurría la noche.
Las sensaciones que tenía no eran las más apropiadas para un hombre que ha de intercambiar las cortesías convencionales con una serie de perfectos desconocidos; pensé que se me notaba por fuera la fiebre del alborozo y de la expectación que hervía en mi interior. ¿Sabría mostrar el carácter de un simple amigo de la familia en presencia de Margaret? ¿Sabría hacer tal cosa precisamente esa noche? Era harto probable que mi conducta, una vez me hallase en la fiesta, delatase la verdad a toda la concurrencia. Decidí dar un paseo por los alrededores hasta que dieran las doce, para entrar luego en el vestíbulo de la casa y enviar mi tarjeta por medio de un criado a Mr. Mannion, adjuntando un mensaje en el que le indicaría que estaba esperando en la planta baja, para acompañarle a North Villa cuando decidiera llevar a Margaret.
Crucé la calle y volví a mirar la casa desde la acera de enfrente. Me quedé un rato allí delante, escuchando la música que llegaba desde las ventanas, e imaginando en qué estaría ocupada Margaret en esos instantes. Después me puse en marcha y eché a caminar hacia el este, sin preocuparme de la dirección que había tomado.
Noté una cierta impaciencia, pero sin tener la menor sensación de fatiga, pues sabía que en el plazo de dos horas más iba a estar de nuevo con mi esposa. Hasta entonces, el presente carecía para mí de existencia: vivía en el pasado y en el futuro. Deambulé con total indiferencia por bocacalles desiertas y por avenidas llenas de gente. De todo lo que sale a nuestro encuentro durante un paseo nocturno por la gran ciudad, no hubo nada que me hiciese mirar. Sin prestar mayor atención, sin observar lo que me rodeaba, sin hallarme ni contristado ni sobresaltado en ningún momento, recorrí las relucientes avenidas de Londres. Todos los sonidos fueron silencio a mis oídos, con la excepción de la música amorosa que sonaba en mis pensamientos. Todo lo que pude ver se desvanecía ante la brillantez de la silueta que avanzaba en mi sueño nupcial. ¿Dónde estaba mi mundo en esos momentos? Arrinconado en la casita de campo en que íbamos a hospedarnos los dos al día siguiente. ¿Dónde se hallaban todos los seres del mundo? Fundidos en uno solo, en Margaret.
A veces, mis pensamientos se deslizaban ensoñadora y voluptuosamente hacia muy atrás, hasta el día en que la conocí. A veces, recordaba las tardes de verano que pasamos juntos los dos, leyendo un mismo libro; una vez más, fue como si respirase con el aliento, como si albergara las esperanzas, como si anhelase con los viejos anhelos de aquellos tiempos. Sin embargo, estuve sobre todo pensando en el mañana. El primer sueño que tiene todo hombre joven, el sueño de vivir embelesado con la mujer a la que ama, en un lugar retirado y secreto, sagrado incluso para los amigos, y por supuesto que vedado a los desconocidos, fue en esos momentos mi sueño, sólo que además me animaba la certeza de que iba a cumplirse en pocas horas, cuando despertase a la mañana siguiente, que ya estaba al alcance de mi mano.
Durante el último cuarto de hora que dediqué a mi paseo, de uno u otro modo tuve que volver inconscientemente sobre mis pasos, camino de la casa de la tía de Margaret. De nuevo apareció ante mis ojos, justo cuando las campanas de una iglesia cercana daban las once y así ponían fin a mi abstracción. Había más coches de punto en la calle; se había congregado más gente en torno a la puerta. Todo ese bullicio, ¿era un bullicio de llegadas o de partidas? ¿Estaría la fiesta a punto de disolverse a una hora en la que las fiestas por lo general comenzaban? Decidí acercarme más a la puerta, para averiguar si había terminado la música o no.
Me aproximé lo suficiente para oír las notas del arpa y del piano, que resonaban aún tan alegres como nunca, y de pronto se abrió la puerta de la casa, por la cual se disponían a salir un caballero y una dama. La luz de las lámparas del vestíbulo les dio directamente sobre la cara, y así me enteré de que eran Margaret y Mannion.
¡Ya se volvían a casa! ¡Hora y media antes de lo convenido! ¿Por qué?
No podía haber más que una explicación. Margaret pensaba en mí, en lo que yo sentiría si pasara de visita por North Villa y tuviera que esperarla hasta después de la medianoche. Salí corriendo a hablar con ellos cuando los vi bajar las escaleras, pero en ese preciso instante el ruido ahogó mi voz y tampoco pude seguir mi camino, debido a una refriega que tuvo lugar en la acera. Uno de los presentes dijo que acababan de robarle; otros le gritaron, para hacerle saber que habían pillado al ladrón. Se armó una trifulca, apareció la policía; me vi por todas partes rodeado por una muchedumbre que gritaba y empujaba, aunque fue como si se hubiese concitado en un visto y no visto.
Antes de que pudiera desembarazarme del gentío y salir a la calzada, Margaret y Mr. Mannion tomaron un coche de punto. Cuando me quedé libre, vi que su vehículo se alejaba a gran velocidad. Allí cerca vi otro coche de punto disponible; salté sin pensarlo dos veces e indiqué al cochero que los alcanzase. Tras haber esperado todo lo que tuve que esperar con tanta paciencia, ni por un momento pensé en dejar que un simple accidente me impidiera regresar a casa con ellos, tal como había resuelto. Estaba acalorado y enojado después de haberme debatido entre el gentío, y podría haber azotado al miserable caballo que tiraba del coche con mis propias manos, antes de renunciar a mi propósito.
Ibamos acercándonos a ellos: acababa de sacar la cabeza por la ventanilla para llamarlos, para indicar al cochero que llamase también a su colega, pero su coche dobló bruscamente por una bocacalle, para tomar exactamente la dirección contraria a la que nos hubiese llevado a North Villa.
¿Qué significaría ese desvío? ¿Por qué no iban directamente a la casa?
El cochero me preguntó si no debería darles el alto antes de que se alejasen más de nosotros, confesando con franqueza, a la vez que me lo preguntaba, que su caballo no era de igual potencia que el caballo que tiraba del otro coche de punto. Mecánicamente, sin que hubiera un propósito o un motivo que lo justificara, decliné su ofrecimiento, y le indiqué que se limitase a seguirlo a cualquier distancia. Mientras pronunciaba estas palabras me invadió una extraña sensación: fue como si las dijera como mero portavoz de otro. Tras el acaloramiento por haberme removido con inquietud hacía un instante, sentí un frío inexplicable y me quedé muy quieto. ¿A qué se debería?
Mi coche se detuvo al rato. Miré por la ventanilla y vi que el caballo había tropezado.
–Tenemos tiempo de sobra, señor -dijo el cochero a la vez que bajaba del pescante como si tal cosa-. Se han detenido en esta misma calle, poco más adelante.
Le di algún dinero y bajé inmediatamente, resuelto a alcanzarlos a pie.
Era un lugar muy solitario, una colonia de calles aún sin terminar, de casas a medio habitar, que había crecido en las inmediaciones de una gran estación de ferrocarril. Oí el arrebatado silbato y el pesado, rítmico traqueteo del motor que se ponía en marcha mientras avanzaba por la lúgubre plaza en la que me encontraba. El coche que había seguido se encontraba en una curva de la que arrancaba una larga calle, en cuyo extremo había varias tiendas cerradas por ser de noche, si bien en su tramo más cercano sólo había al parecer casas particulares. Margaret y Mr. Mannion salieron con prisas del coche de punto; sin mirar a uno u otro lado, enfilaron presurosos por la calle. Se detuvieron ante la novena casa; los seguí justo a tiempo de oír cómo se cerraba la puerta a sus espaldas y de contar el número de puertas que separaban aquella casa de la plaza.
El espantoso escalofrío de una sospecha que por el momento a duras penas identifiqué tal cual era comenzó a recorrerme los huesos, a recorrerme como si el gélido tacto de la muerte reptase hacia mi corazón. Miré hacia la casa. Se trataba de un hotel, un edificio descuidado, abandonado, de horrible aspecto. Actuando todavía de modo mecánico, todavía carente de un impulso concreto que me hubiera sido imposible reconocer aun en el supuesto de percibirlo, exceptuando la instintiva resolución de seguirlos a la casa, tal como los había seguido ya por la calle, llegué a la puerta y toqué el timbre.
Me abrió un camarero, poco más que un mozalbete. Al darme de lleno en la cara la luz del corredor, cuando iba a interpelarme, optó por callar y retrocedió unos pasos. Sin esperar más explicaciones, entré y cerré la puerta.
–Hace muy poco que han llegado al hotel una dama y un caballero -le dije de inmediato.
–¿Y qué se le importa a usted? – barbotó, pero titubeó en seguida y añadió algo más en otro tono muy distinto-. Quiero decir, señor, ¿qué se le ofrece de ellos?
–Solamente quiero que me lleves a un sitio desde donde pueda oírles hablar. Nada más que eso. ¿Me explico? Ten, este soberano es para ti, si es que haces lo que te pido.
Los ojos se le fueron, codiciosos, tras la moneda de oro que yo sostenía entre los dedos. Se retiró unos pasos más, de puntillas, y aguzó el oído hacia el final del pasillo. Yo no oí más que el sordo, rápido latir de mi corazón.
–No hay moros en la costa -dijo, al volver-; el patrón está cenando ahí abajo, así que me voy a arriesgar. Pero tiene que prometerme que se irá de inmediato -añadió en un susurro-, sin causar sobresaltos en la casa. Somos gente de bien, no podemos tolerar un escándalo. Insisto: ¿promete ir con cuidado, sin hacer ruido, y no decir palabra?
–Lo prometo.
–Entonces, sígame por aquí, señor. Y no lo olvide: vaya con cuidado, que no se entere nadie.
Cuando lo seguía hacia la primera planta, se apoderó de mí una rara frialdad, una extraña quietud, una gélida insensibilidad, una sensación de ensueño, como si me impulsara un agente oculto e irresistible. Sigilosamente, me hizo pasar a una habitación vacía y señaló una de las paredes.
–Es un tabique de tablones que sólo está empapelado -me susurró. Y pasó a observarme con ansiedad, sin perder de vista ni uno solo de mis gestos.
Agucé el oído: a través del tabique, oí voces: la voz de ella, la de él. Les oí hablar y supe de golpe cuál había sido mi degradación, cuál la infamia, cuáles mis errores, y supe el horror innombrable en que había incurrido. Él se regodeaba por la paciencia y el sigilo que le habían llevado al éxito en su pérfida trama, pérfidamente disimulada durante meses y meses, pérfidamente disimulada hasta el mismísimo día en que yo había de reclamar a mi esposa, tan desgraciada y tan culpable como él.
No pude mover un músculo, no pude ni respirar. Noté que se me agolpaba la sangre en el cerebro, que el corazón se me encogía y se retorcía de angustia, que la vida que latía en mí rabiaba y se debatía por liberarse. Años enteros de la más nefasta agonía física y mental se concentraron en un solo instante de tormento inmóvil, desamparado. No llegué a perder conciencia del sufrimiento, aunque oí que el camarero mascullaba entre dientes:
–¡Dios mío! ¡Que se está muriendo!
Noté que me aflojaba la corbata y que me salpicaba las sienes con agua fría, que me sacaba a rastras de la habitación y que en el rellano de la escalera abría la ventana para que me diera en la cara el aire fresco de la noche. Todo eso lo noté tal cual sucedió, y noté que pasaba por fin el paroxismo, y que nada quedó de él, salvo un temblor de desamparo en todas mis extremidades.
No transcurrió mucho tiempo hasta que el poder de pensar con cierta coherencia regresó a mí poco a poco.
Me invadieron la tristeza, la vergüenza y el horror, así como un vano anhelo de ocultarme a la mirada de todo ser humano, de llorar en secreto hasta quedar exangüe. Luego, remitieron estas sensaciones, y tras su estela afloró muy despacio UN ÚNICO PENSAMIENTO: afloró primero y en seguida derribó a su paso todo obstáculo impuesto por la conciencia, todos los principios que son producto de la educación, todas las cuitas por el futuro, todos los recuerdos del pasado, todas las influencias debilitadoras de la tristeza presente, todos los lazos represores de la familia y el hogar, todas las aspiraciones a alcanzar la fama en esta vida, toda idea acerca de la vida por venir en el más allá. Ante el veneno que me instiló ese pensamiento, todos los demás se apagaron, tanto si eran buenos como si eran malos. Al pronunciarse secretamente en mí, noté que me volvía la fuerza corporal, que un raudo vigor saltaba acalorado dentro de mi ser. Me di la vuelta y miré hacia la habitación de la que un momento antes habíamos salido; mentalmente miraba en cambio a la habitación siguiente, la habitación en que estaban los dos.
El camarero seguía a mi lado, observándome con gran atención. De pronto se sobresaltó; con gran palidez en el rostro y con los ojos como platos, me señaló las escaleras.
–Váyase -susurró-. ¡Vayase inmediatamente! Ya se ha repuesto; me da miedo permitir que se quede un minuto más. ¡He visto qué horrorosa mirada lanzaba hacia esa habitación! Y ya ha oído lo que quería oír, ya me ha pagado por ello. ¡Vayase inmediatamente! Si he de perder mi puesto de trabajo, daré la voz de alarma y pondré a toda la casa tras sus pasos. Además, le recomiendo que tenga en cuenta esto otro: le juro como hay Dios que les advertiré a los dos de lo ocurrido, antes de que salgan por la puerta.
Oyéndole, pero sin prestarle ninguna atención, me fui de la casa. No existía en el mundo ni una sola voz capaz de hacerme desistir del camino que había emprendido. Cuando salí, el camarero me observó con gesto vigilante desde la puerta. Al verle, di un rodeo antes de regresar al sitio en el que, tal como había supuesto, estaba esperándoles el coche de punto que habían tomado para desplazarse hasta ese hotel.
El cochero estaba dormido en el interior. Lo desperté; le dije que me mandaban a decirle que sus servicios ya no serían necesarios aquella noche y me cercioré de que se fuera en el acto, pagándole la cantidad que él estipuló. Se alejó y así deshice el primer obstáculo del fatal camino por el que aquella noche había resuelto avanzar sin la menor oposición.
Al desaparecer de mi vista el coche de punto, alcé la mirada al cielo. La noche iba volviéndose muy negra. Las nubes negras y desgarradas, fantásticamente separadas unas de otras en forma de islas que abarcaban toda la superficie del firmamento, iban agregándose unas a otras a buen ritmo, hasta formar una inmensa masa informe y cada vez más baja. Ya habían ocultado del todo la luna. Volví a la calle y me aposté en un pasaje oscuro como boca de lobo, por el cual se llegaba a unas caballerizas situadas frente al hotel.
En aquel silencio y en aquella oscuridad, en la repentina pausa y en ausencia de toda acción, mientras esperaba ojo avizor, mi único pensamiento afloró incluso a mis labios, mecánicamente le di forma de palabras y llegué a susurrar para mis adentros: lo mataré en cuanto salga. Nunca vacilé conscientemente, nunca me separé nada de este pensamiento, ni siquiera para pensar en ella. En el fondo de mi corazón, la pena era insensible; la conciencia de mi propia desdicha estaba insensibilizada por la pena. La muerte lo hiela todo a su paso. Y la muerte y mi pensamiento eran una y la misma cosa.
En un momento, mientras permanecía alerta, un penetrante y agónico dolor me puso penosamente a prueba.
Tal como había calculado, cuando llegó la hora en que a la fuerza deberían ponerse en marcha para regresar a North Villa según lo convenido, oí pasos lentos, pesados, regulares que avanzaban por la calle. Era el policía encargado del distrito, que cumplía su ronda. Cuando ya se acercaba a la entrada de las caballerizas se detuvo, bostezó, estiró los brazos y se puso a silbar. ¡Si Mannion saliese mientras el policía aún estuviera por allí…! Mientras pensaba en esta posibilidad, fue como si la sangre se me estancase en las venas. De pronto, el policía dejó de silbar, miró a uno y otro lado de la calle e intentó abrir la puerta de una casa cercana; siguió caminando unos pasos, se detuvo, probó a abrir otra y con voz soñolienta dijo para sus adentros: «Por aquí ya veo que está todo en orden; se me ha olvidado la calle de al lado, vaya». Se dio la vuelta y regresó por donde había venido. Fijé mis doloridos ojos en el hotel, a la vez que escuchaba cómo iban difuminándose sus pasos, cada vez más lejos. Dejé de oírlos, y todo siguió igual. El hombre por cuya vida estaba yo esperando seguía sin aparecer.
Diez minutos más tarde, por lo que puedo calcular, se abrió la puerta. Oí la voz de Mannion y la voz del mozalbete que me había abierto cuando llegué.
–Vaya con cuidado cuando salga -dijo el camarero desde el pasillo-; no está seguro en la calle.
Incrédulo, o afectando no creer lo que había oído, Mannion interrumpió muy enojado al camarero y procuró tranquilizar a su cómplice en la culpa, asegurándole que esa advertencia no era más que un burdo intento por sacarles un dinero a modo de compensación. El mozalbete replicó con hosquedad que a él le daba lo mismo el dinero del caballero y el caballero en sí. Inmediatamente después se cerró de golpe una puerta en el interior de la casa, y supe que Mannion estaba ya a merced de su destino.
Hubo un silencio momentáneo, y le oí decir a su cómplice que iría él solo a buscar el coche de punto, que era preferible que ella cerrase la puerta y le esperase en el vestíbulo. Así se hizo. Él salió a la calle. Pasaban de las doce de la noche; no se oía nada, ningún paso extraño. No había nadie que pudiera ser testigo, ni tampoco impedir la lucha que estaba a punto de producirse. Su vida estaba en mis manos. Su propia muerte le seguía tan veloz como veloces eran mis pasos, ahora que caminaba tras los suyos.
Desde la embocadura de la calle miró a uno y otro lado en busca del coche de punto. Al ver que se había marchado, se apresuró a regresar. En ese instante, me lo encontré cara a cara. Antes de que ninguno dijera ni palabra, antes incluso de que pudiéramos cruzarnos la mirada, lo agarré por el cuello con ambas manos.
Era un hombre más alto y de más peso que yo, y luchó conmigo a pie firme, sabedor de que luchaba por salvar la vida. No llegó a desasirse de mis manos, aunque sí me arrastró a la carretera, alejándome unos diez metros de la calle. Los sonoros jadeos que delataban la asfixia inminente me daban de lleno en la frente, de tan cerca como estaba su boca abierta de par en par; se movió furiosamente de un lado a otro y me golpeó con los puños. Aguanté de firme, sosteniéndole lejos de mí con los brazos estirados. A la vez que hincaba los talones en el suelo, para reafirmar mi postura, oí que crujían las piedras sueltas, ya que la carretera había sido reparada con granito molido. En ese mismo instante, un salvaje propósito convirtió en furia incontenible la mortífera resolución que ya me poseía. Lo agarré por el cuello de la levita y lo arrojé con todo el ímpetu de la fuerza desatada en mi interior, boca abajo, contra las piedras del suelo.
En el enloquecido triunfo de ese instante, ya me había agachado sobre él, que estaba inconsciente en el suelo, para levantarlo a la fuerza y volver a golpearlo contra el granito, no sólo con la intención de quitarle la vida, sino también todo asomo de humanidad; de golpe, en la ciega quietud que siguió a la lucha, oí que se abría de nuevo la puerta del hotel. Lo dejé donde estaba y eché a correr, sin saber con qué motivo, con qué idea, hacia allí.
En los escalones de la casa, en el umbral de aquel maldito lugar, estaba la mujer que un ministro de Dios me había dado, a ojos de Dios, por esposa.
Un prolongado aguijonazo de vergüenza y de desesperación me atravesó el corazón mientras la miraba. Esa tortura sacó de su trance al espíritu que me poseía. Fue como si miles, millares de pensamientos se arremolinaran en la más demencial confusión dentro de mi cerebro: pensamientos cuyo rastro era un rastro de fuego, pensamientos que me azotaron con un infernal tormento de enmudecimiento, en el momento mismo en que hubiese dado mi vida a cambio de hablar aunque sólo fuera por un instante. Sin voz, sin lágrimas, me dirigí hacia ella y la tomé del brazo, para llevármela de la casa. Algún propósito inconcreto alentaba en mi pecho; fue como si, al llevármela a rastras, tuviese muy claro que ya nunca iba a soltarla, que ya nunca iba a dejar que se moviese de mi lado, al menos hasta que le hubiese dicho unas cuantas cosas. Pero no sabría decir aún ahora qué era lo que pretendía decirle, ni cuándo supuse que podría decírselo.
A punto estaba de pedir clemencia, pero en el momento en que se cruzaron nuestras miradas murió ese grito en un largo, grave, histérico gemido. Tenía las mejillas pavorosamente pálidas, las facciones rígidas, y sus ojos centelleaban como los de un idiota. La culpa y el terror que sentía la habían convertido en un ser asqueroso a mis ojos.
La arrastré unos pasos hacia la plaza. Me detuve, al acordarme del cuerpo que había quedado tendido boca abajo sobre la carretera. La fuerza salvaje que tenía momentos antes me había abandonado desde el instante en que la vi. Todo me daba vueltas allí donde me hallaba, por efecto de una total debilidad física. El ruido de sus jadeos y de su estremecimiento, de los abyectos murmullos con que pedía clemencia, me infundieron un terror sobrenatural. Me temblaban los dedos con que la sujetaba por el brazo, me caía continuamente el sudor sobre el rostro, como si fuera la lluvia. Me aferré a la barandilla para no caer. En ese momento, ella hurtó su brazo de mis dedos con la misma facilidad con que lo habría hecho si yo fuese un niño. Pidiendo ayuda a gritos, huyó hacia el extremo opuesto de la calle.
Aun así, el extraño instinto que me había llevado a no perderla de vista un instante seguía influyéndome. La seguí dando tumbos como si estuviera borracho. En un instante vi que estaba ya lejos de mi alcance; acto seguido la había perdido de vista. No obstante, seguí caminando tras ella; continué caminando sin saber siquiera por dónde. Perdí la noción del tiempo y de las distancias, el sentido de la orientación. Unas veces di vueltas sin cesar por las mismas calles; otras veces me apresuré todo derecho. Allí por donde iba tenía la impresión de que ella acababa de pasar, de que su rumbo y el mío eran uno y el mismo, de que acababa de escapárseme, de que en ese preciso instante había comenzado su huida.
Recuerdo haberme cruzado con dos individuos, cuando ya iba por una de las grandes avenidas. Los dos se detuvieron, se volvieron sobre sus pasos y caminaron un rato tras de mí. Uno de ellos se rió de mí, calificándome de borracho empedernido; el otro, más serio, le indicó que se callase, pues suponía que yo no estaba borracho, sino que había enloquecido. Se había fijado en mi rostro al pasar bajo una farola de gas y se había dado cuenta de que estaba loco.
«¡LOCO!» Esa palabra, después de oírla, resonaba en mi interior como si fuese la voz del Juicio Final. «¡LOCO!» Se apoderó de mí un miedo que, con todas sus complicaciones de terror, estaba expresado en esa única palabra. Era un miedo tal que, para el hombre que lo padece, resulta peor incluso que el miedo a la muerte. Era un miedo que no ha sabido transmitir aún el lenguaje de los hombres, y que nunca podrá transmitir en su horrible realidad a los demás. Hasta ese momento había seguido adelante por ver una visión que me impulsaba tras ella, una sombra que me llamaba, más siniestra aún que las tinieblas de la noche. Seguí caminando entonces, sólo que lo único que me impulsaba era el miedo a detenerme.
No sé hasta dónde llegué cuando por fin me fallaron del todo las fuerzas, cuando me hundí sin poder remediarlo en un solitario paraje en el que las casas eran pocas y estaban muy separadas unas de otras, en donde los árboles y los campos no se llegaban a ver más allá de la oscuridad que todo lo cercaba. Oculté el rostro entre las manos, e intenté convencerme de que aún estaba en posesión de mis facultades. Me esforcé todo lo posible por discriminar mis pensamientos, por distinguir entre mis recuerdos, por extraer de la confusión en que me hallaba una sola idea, daba igual cuál fuera. Pero no pude. En esa horrorosa pugna por recuperar el dominio de mi intelecto, todo lo que había pasado, todo el horror de aquella noche horrorosa, se quedó para mí en nada. Me puse en pie, procuré mirar a mi alrededor y reafirmar mi sentido por el medio más simple, incluso intentando contar las casas que tenía a la vista. La oscuridad me desconcertaba. ¿La oscuridad? ¿Es que de veras estaba a oscuras? ¿O acaso el día comenzaba a despuntar a lo lejos, por el cielo revuelto allá al este? ¿Sabía acaso qué estaba viendo? ¿Llegué a ver una cosa durante más de un instante? ¿Qué terreno pisaba? ¿Hierba? Sí, una hierba fresca, suave, mojada por el rocío. Agaché la cabeza hasta tocar la hierba con la frente y procuré por última vez aclararme, para lo cual intenté rezar. Probé a repetir la oración que me había aprendido de memoria y que había repetido de carrerilla desde que era niño, el Padrenuestro. Las palabras del Señor no acudieron a mi invocación, no. ¡No recordé ninguna, de principio a fin! Me enderecé, primero de rodillas. Un intenso resplandor me dio de golpe sobre los ojos; un infernal resplandor, brillantísimo, en el que bullían a millones monstruos de toda clase que me iban lloviendo sobre la cabeza. Luego caí en una repentina oscuridad, en las tinieblas en que viven los ciegos, la misericordia divina por fin, la misericordia del olvido absoluto.
I
Así ocurrió con mi visión mental. Tras el olvido absoluto y las negras tinieblas de un hondo desvanecimiento, la conciencia relampagueó como una luz en mi mente cuando me hallé en presencia de mi padre, en mi propia casa. Ahora bien, casi en el preciso instante en que desperté ante la desconcertante influencia de esa visión, una nueva negrura envolvió de golpe mis facultades, una negrura que esta vez no fue el olvido absoluto, sino una negrura poblada de imágenes, como la que el vendaje proyecta sobre los ojos abiertos del ciego.
Tenía sensaciones, tenía pensamientos, tenía visiones, sólo que ahora actuaban con la temible reconcentración del delirio. El paso del tiempo, la marcha de los acontecimientos, la alternancia del día y la noche, las personas que se movían a mi alrededor, las palabras que decían, los servicios que con gran amabilidad me prestaban… Todo esto quedaba aniquilado a partir del momento en que volvía a cerrar los ojos, tras haberlos abierto durante un instante frente a mi padre, en mi propio estudio.
La primera sensación que tuve (aún sin saber si fue inmediatamente después de haber sido llevado a casa, o si pasó un tiempo) fue de un terrible calor, de un calor constante, arrasador, que diríase haber marchitado y haber quemado toda la vida en el pequeño mundo que me circundaba, y haberme dejado solo y sumido en él, de tal modo que lo padeciera sin llegar a consumirme. Hubo después un rápido, intranquilo, incesante acarreo de siniestros pensamientos que discurría siempre por la misma esfera tenebrosa, siempre sobre el mismo tema impenetrable, sin llegar nunca a alcanzar ningún resultado distante o visionario. Era como si algo estuviera aprisionado en mi mente, como si no dejara de moverse de un rincón a otro, como si en todo momento transitase por esa cárcel, sin alcanzar jamás la libertad.
Pero bastante pronto empezaron a tomar estos pensamientos una forma que sí pude reconocer.
En medio del calor constante, en medio de la feroz fiebre que me revolvía sin descanso, en los cuales ni la vigilia ni el sueño introdujeron una brisa de frescura, un sueño distinto, comencé a repasar mi papel una vez más, mi actuación en los acontecimientos que ya habían tenido lugar, sólo que con un carácter extrañamente modificado. Ahora, en vez de depositar implícitamente mi confianza en los demás, tal como había hecho antes, y en vez de fracasar a la hora de discernir el sentido y la advertencia que me proporcionaba cada una de las circunstancias que se iban presentando, me mostré suspicaz desde el principio: suspicaz de Margaret, de su padre, de Mannion, incluso de los criados de la casa. En la asquerosa fantasmagoría de mi propia calamidad en que ahora las contemplaba, mi posición había cambiado por completo. Reviví todos los sucesos del condenado año en que estuve a prueba. Sin embargo, esa condenación misma, esa nocturnidad del horror por el que yo había pasado, se habían desvanecido enteramente de mi memoria. Recuperar ese recuerdo perdido fue la única tarea que mi vagarosa mente se impuso, aunque nunca lograse rescatarla del olvido. Quien no haya sufrido lo que yo sufrí entonces no podrá imaginar con qué ardorosa rabia, con qué determinación recorrí los sucesos del pasado para revivirlos uno por uno en mi delirio, durante infinidad de días con sus noches, con la idea de llegar a un final que yo ya sabía que se hallaba más allá, pero que nunca llegué a entrever, siquiera a atisbar por un instante.
Por mucho que mis visiones pudieran alterar el curso en que se sucedían, comenzaban siempre por la noche en que Mannion regresó del continente y pasó a visitar North Villa. Volvía a verme en la sala de estar, lo veía entrar a él, me percataba de la leve confusión que sentía Margaret, e instantáneamente dudaba de ella. Me fijaba en su escaso afán por mirarla a ella o por mirarme a mí a los ojos, contemplaba la siniestra impasibilidad de su rostro, y sospechaba de él. Desde ese instante se volatilizaba el amor y su lugar lo ocupaba el odio. Yo empezaba a observar, a cosechar circunstancias que confirmasen mis sospechas, a esperar arteramente a que llegara el día en que pudiera descubrirlos, juzgarlos y castigarlos a los dos, el día de la revelación y la venganza que en realidad nunca llegó.
A veces me hallaba de nuevo con Mannion, y estábamos en su casa, la noche de la tormenta. En todas las palabras que pronunciaba, detectaba yo un ardid y una añagaza con los que intentaba inducirme a confiar en él como si fuese más que mi amigo, un segundo padre para mí. Le oía hablar en pleno estruendo de la tempestad, en una algarabía que misteriosamente interrumpía mis respuestas, cuando no se superponía a ellas, como si fuese una voz sobrenatural que me avisara del poder de mi enemigo cada vez que procuraba yo hablar con él. Veía una vez más la repugnante sonrisa de triunfo que se pintaba en su rostro cuando me despedía de él en el umbral de su casa y esta vez la veía, no como si fuera una ilusión producida por el destello del relámpago, sino como una temible realidad que el relámpago me revelaba.
A veces, me hallaba de nuevo en el jardín de North Villa y oía accidentalmente aquella conversación entre Margaret y su madre; oía, sin que ninguna de las dos se diera cuenta, el engaño que ella estaba decidida a cometer sólo con tal de tener un vestido nuevo. Acto seguido penetraba yo en la sala y la veía adoptar el semblante que adoptaba siempre al recibirme, como si las palabras que yo le había oído pronunciar jamás hubieran salido de sus labios. Si no, la volvía a ver aquella otra mañana en que, con tal de vengar la muerte de su paj arillo, podría haber matado con sus propias manos al único animal de compañía que poseía su madre enferma y fatigada. Ahora ya no me cegaba la generosidad y la confianza del amor; nada me ocultaba el verdadero sentido que tenían sucesos como aquéllos. Ahora, en vez de considerarlos como pequeñas debilidades de la belleza, pequeños errores de la juventud, los veía como oportunas advertencias que me hicieron recordar que, cuando llegara el día de mi venganza, en la comisión de la iniquidad a que ambos estaban dedicados era tan vil la mujer como el hombre.
A veces, me hallaba una vez más por el camino de North Villa, después de aquella semana que pasé ausente, en nuestra casa de campo. Vi de nuevo cómo había cambiado Margaret durante el tiempo en que la dejé: la palidez, la inquietud, la sensación de agitación. Estreché de nuevo la mano de Mannion, pero esta vez me sobresalté al notar su mortal frialdad, y me percaté de la extraña alteración de su talante. Cuando me rindieron cuentas de estos cambios, diciéndome los dos que habían estado enfermos durante los días que siguieron a mi partida, detecté al punto la miserable mentira, supe que se habían aprovechado con perversidad de mi ausencia, que la trama que habían urdido contra mí iba aproximándose velozmente a su consumación y que, al estar en presencia de su víctima, ni siquiera los dos desdichados que estaban planeando mi deshonra podían reprimir alguna manifestación externa de su culpabilidad.
A veces, se me aparecía la figura de Mrs. Sherwin, deteriorada y fatigada, lastimera, aunque con una fantasmal pena. Una vez más la miraba y la escuchaba, sólo que ahora le dedicaba una ansiosa curiosidad, una atención persistente. Una vez más la veía estremecerse cuando los fríos ojos de Mannion se fijaban en su rostro; me percataba de la angustiada e implorante mirada que nos dedicaba a Margaret y a mí. Oía de nuevo su confusa y reacia respuesta, aquella vez en que le pregunté cuál era la razón de que le desagradase tanto el hombre en quien su marido había depositado toda su confianza; escuchaba otra vez su brusca e inexplicable recomendación: «Vigile bien a su esposa. Le advierto que la vigile, que la mantenga lejos de todas las malas personas». Todas estas circunstancias diversas volvieron a producirse de nuevo, tan vividamente como cuando se produjeron en realidad, aunque ahora no me las expliqué, al contrario que entonces, intentando convencerme de que a Mrs. Sherwin se le iba la cabeza, de que sus sufrimientos corporales habían terminado por afectar sus facultades mentales. Me di cuenta en seguida de que sospechaba de Mannion, aunque no osaba confesar abiertamente sus sospechas; comprendí que en la quietud y en el abandono de su reconcentrada y desazonada vida, había estado más vigilante que los demás. Detecté en todos sus gestos despreciados, y en sus miradas, en sus palabras vehementes, la misma advertencia disimulada que yacía bajo la superficie, y así supe que a ella no habían podido engañarla, y decidí que tampoco iban a conseguir engañarme a mí.
En este punto, muy a menudo mi memoria intranquila retrocedía ante las tinieblas impenetrables que le impedían ver más allá, ver todo el proceso hasta la última noche, aquella noche fatal. En este punto, muy a menudo me empeñaba y me esforzaba una y otra vez por rescatar los sucesos perdidos del final, recurriendo a los sucesos del comienzo. No sabría decir cuántas veces recorrieron mis pensamientos errabundos, incesante y desesperadamente, el camino que había de llevarlos sobre sus propias huellas febriles, pero sí es cierto que llegó un momento en que súbitamente dejaron de atormentarme, en que la pesada carga que arrastraba mi mente por fin cayó a un lado, en que una fuerza y una furia repentinas se apoderaron de mí, y en que me arrojé a través de una vasta negrura para precipitarme en un mundo cuya luz diurna eran llamaradas radiantes. Gigantescos fantasmas, reunidos por millares, centelleaban con una blancura igual que la del rayo en el aire más límpido. Se abalanzaron sobre mí con la velocidad de un huracán; sus alas me abanicaron con una brisa desatada y el eco de su atronadora música fue como el gemir y el crujir de un terremoto, a la vez que me llevaban a lo lejos por su arremolinado camino.
¡A lo lejos! Me transportaron a una ciudad de palacios, de salones incomensurables, de arcos y cúpulas que se erguían vertiginosamente unas sobre otras, hasta que sus centelleantes cúpulas de rubí se perdían en un vacío ardiente, muy hacia lo alto. ¡Más allá! A través de pilares como montañas, por incontables, ilimitados corredores, sostenidos sobre columnas tan rosáceas, tan vistosas como la lava derretida. Lejos, lejísimos, por esos corredores, surgen visiones de fantasmas voladores, situados siempre a la misma distancia ante nosotros; sus voces roñantes golpetean como los martillos de un millar de forjas. Y más, más allá; de prisa, más de prisa, y así durante días, durante años y siglos, hasta que lentamente desciende una sombra que sale a nuestro paso -una sombra vastísima, arrebatadora, que se desliza sin cesar-, ¡las primeras tinieblas que jamás han empañado este mundo de luz deslumbrante! Se acerca, se acerca de continuo con inmensa suavidad, hasta alcanzar las primeras falanges de nuestras tropas fantasmagóricas. En un instante, nuestro precipitado avance se detiene en seco; la música del trueno deja en suspenso nuestra marcha; cesan las atronadoras voces de los espectros allá delante; nos circunda un horror de total vacío, de total quietud, a medida que la sombra se arrastra y avanza sin cesar, hasta que nos vemos envueltos en ella por completo, y nos estremecemos, temblamos por el frío helador que sopla con ferocidad, en medio de los vistosos pilares de lava que nos encajonan por uno y otro lado.
Se hace un silencio como nunca se ha conocido en la tierra; se oscurece más aún la sombra, más negra que la noche más negra en el bosque más espeso. Una pausa. Entonces, un ruido tal como si el aire recargado fuese hendido de arriba abajo, y aparecen dos figuras salidas de las sombras, dos monstruos que se abalanzan apoyados en sus zarpas retorcidas y amarillas dispuestos a aferramos. Dejan a su paso una podredumbre que rezuma, que resplandece bañada por una luz enfermiza. Más allá, y en derredor de mí, según me encuentro en medio de todos, la tropa fantasma cae en masas informes bajo el avance de los monstruos. Ya se acercaban a mí, y sólo yo, de la miríada de hombres que me circundaba, permanecí impertérrito ante su avance. Cada uno de ellos posó una garra sobre mis hombros; cada uno de ellos levantó un velo que resultó ser una asquerosa red tejida de gusanos que se retorcían. Vi de través la nauseabunda corrupción de sus rasgos y detecté algo por lo que supe quiénes eran: aquellas monstruosas iniquidades se habían encarnado en forma de monstruos, y las almas diabólicas se hicieron visibles en sus perfiles diabólicos: ¡Margaret y Mannion!
¡Un instante más y quedé a solas con los dos! No quedaba en pie ni un desdichado hombre de la fantasmagórica tropa. La ciudad que antes descollaba en lo más alto, los relucientes corredores, la radiante luz del fuego… todo se había desvanecido. Nos hallábamos en un yermo, a la vista de un lago negro, quieto, de aguas estancadas y muertas; resplandecía sobre nosotros una luz blanca, débil, neblinosa. Por encima del terreno ruidoso se alzaban las ruinas de una casa, arrancada de cuajo y vuelta sobre sus cimientos. Las demoníacas figuras que seguían mirándome desde uno y otro lado me arrastraron cada vez más cerca de las piedras derruidas, y me señalaron dos cadáveres que había entre ellas.
¡Mi padre! ¡Mi hermana! Estaban los dos fríos y yertos, marchitos como la luz blanquecina que me los mostraba. Las demoníacas figuras que iban a mi lado adelantaron sus garras retorcidas y me impidieron arrodillarme ante mi padre, besar el rostro macilento de Clara, antes de llevarme al tormento. Me golpearon, me dejaron inmóvil donde estaba, y desvelaron una vez más sus rostros repugnantes, burlándose de mí. Luego, el lago de aguas negras y estancadas se agitó y desbordó, absorbiéndonos sin hacer ruido hasta sus honduras centrales, honduras que no tocaban fondo, honduras de tinieblas en las que no penetraba la luz, en las que lentamente dábamos vueltas y más vueltas, bajando cada vez más. Sentí que los cuerpos de mi padre y de mi hermana me tocaban, sentí su frialdad; extendí los brazos para aferrarme a ellos, para hundirme con ellos, mientras el demoníaco par nos sobrevolaba y pasaba entre nosotros, separándome de ellos. Este vano esfuerzo por unirme a mis familiares ya muertos, cuando nos tocábamos unos a otros en el lento, interminable remolino, continuó y se frustró una y otra vez de la misma manera. Aun así, nos hundimos por separado, nos precipitamos a las negras tinieblas del lago; seguía sin haber luz, ni sonido, ni variación, ni pausa ni reposo, y ésa era la eternidad, ¡la eternidad del infierno!