Después de cerrarse la puerta, a sabiendas de que había visto a Mrs. Sherwin por última vez en este mundo, permanecí unos minutos a solas, hasta que hube aclarado mis ideas lo suficiente para salir de nuevo a la calle. Según caminaba por el jardín hacia la cancela, la criada que había visto cuando llegué vino corriendo tras de mí y me rogó con verdadera ansiedad que esperase un minuto y que hablase con ella.
Cuando me detuve y miré a la muchacha, la vi que rompía a llorar.
–Me temo que he hecho mal, señor -sollozó-, sobre todo en un momento tan delicado, cuando mi pobre señora está a punto de morir. Señor, si no le importa, es mi deber contárselo todo.
Le di unos instantes para que recobrase la compostura y le pregunté qué me quería decir.
–Cuando llegó a la casa, hace sólo un rato -siguió diciendo-, creo que vio usted a un hombre que me dejaba una carta, ¿no es así?
–En efecto, le vi.
–Esa carta estaba dirigida a Miss Margaret, señor. Yo debía haberla guardado en secreto y… Y ni siquiera es la primera carta que he recibido para entregársela en secreto. Hace ya varias semanas, señor, que ese mismo hombre vino a entregar una carta; de paso, me dio un dinero a cambio de que su carta no la viera nadie más que Miss Margaret. En aquella ocasión, señor, el hombre se quedó a la espera y ella me indicó que bajara con una respuesta que le entregué, también en total secreto. Ahora ha llegado esta otra carta, no sé de quién viene, pero aún no se la he dado a ella. He esperado hasta mostrársela, señor, y por eso he salido, porque…
–¿Por qué, Susan? Dime sinceramente por qué.
–Espero que no se lo tome a mal, señor, si le digo que por llevar tanto tiempo al servicio de la familia a la fuerza sé algo de lo que han sido Miss Margaret y usted el uno para el otro, y que también sé que algo malo ha ocurrido últimamente entre ustedes; por eso, señor, me parece muy mal, muy deshonesto por mi parte (sobre todo después de haberle ayudado a conocerla), dedicarme a entregarle cartas de un desconocido sin que usted lo sepa. Puede que sean cartas muy perjudiciales. No quisiera decir nada que pasara por una falta de respeto, ni que tampoco fuese propio del lugar que ocupo, pero…
–Sigue, Susan. Puedes hablarme con toda la libertad con que siempre me has hablado y puedes decir la verdad que siempre me has dicho.
–En fin, señor. Miss Margaret ha estado muy alterada desde aquella noche en que volvió sola a la casa, asustándonos tanto. Se ha encerrado en su habitación y no ha querido hablar con nadie, salvo con el señor; es como si no le importase nada lo que pudiera suceder, y cuando me toca atenderla, me mira de tal manera que casi me da miedo estar con ella en la misma habitación. No la he oído mencionar su nombre, señor, ni una sola vez, y temo que algo tenga en mente, algo que no debiera tener. El hombre que deja esas cartas es un hombre muy desaseado. ¿Querría, por favor, echarle un vistazo y decirme si le parece bien que se la suba a su habitación?
Me entregó una carta. Dudé antes de tomarla.
–¡Señor! ¡Por favor, por favor se lo ruego, tómela! – dijo la muchacha, muy en serio-. Hice mal, me temo que hice mal en entregarle la primera, pero no puedo hacer mal otra vez, y menos en un momento tan delicado como éste; no me habría podido acostar tranquila esta noche, cuando tan probable es que se produzca una muerte en la casa, si no hubiese confesado a alguien lo que he hecho. Además, mi pobre señora ha sido siempre tan buena, tan cariñosa con nosotros, los criados… Mucho más de lo que nos merecíamos, a decir verdad, que…
Llorando amargamente, la afectuosa muchacha me entregó la carta. Esta vez la tomé de sus manos y miré la dirección.
Aunque desconocía la caligrafía, en esos caracteres vacilantes me pareció ver algo vagamente familiar. ¿Sería posible que hubiese visto antes aquella caligrafía? Intenté sopesarlo, pero mi memoria estaba confusa, mi mente fatigada, por todo lo que había ocurrido desde que amaneció. Mi esfuerzo fue en vano y le devolví la carta.
–Sé tan poco como tú, Susan, sobre esta carta.
–Ya, pero ¿debo llevársela a su habitación, señor? ¡Dígame, por favor!
–No soy yo quien ha de decirlo. Todo interés, toda participación por mi parte, Susan, en lo que ella… en lo que tu joven señora tenga o reciba, ha dejado de existir.
–Lamento muchísimo lo que me dice, señor. Lo lamento muchísimo. ¿Qué me aconseja hacer?
–Déjame ver esa carta una última vez.
A segunda vista, la caligrafía me produjo el mismo efecto que antes, sin aportar ningún resultado distinto. Le devolví de nuevo la carta.
–Tengo total respeto por tus escrúpulos, Susan, pero no soy yo la persona más indicada para disiparlos o para justificarlos. ¿Por qué no consultas a tu señor sobre este respecto?
–No me atrevo, señor; no me atrevería por nada del mundo. Últimamente, cada vez está peor. Creo que si le dijese todo lo que a usted le he dicho, me mataría sin dudarlo. – Titubeó y, en cuestión de segundos, prosiguió con más calma-. Bueno, en todo caso ya se lo he dicho a usted, señor, y con eso me quedo más tranquila; además… además, creo que le haré entrega de esta carta ahora mismo, pero no pienso recibir ninguna más, a menos que tengan una procedencia bien clara.
Me hizo una reverencia; se despidió de mí con tristeza, con gran angustia, y regresó a la casa con la carta en la mano. ¡Si hubiese sospechado por un solo instante quién era el remitente…! ¡Si por un solo instante hubiese sospechado qué contenía…!
Me fui de Hollyoake Square por un camino que me llevó a unos campos bastante alejados. Fue extraño, pero aquella peculiar caligrafía no dejó de ocupar mis pensamientos. Esa desdichada fruslería terminó por adueñarse de mi atención, máxime en un momento como aquél, en una situación como la que me rodeaba.
Me detuve, fatigado, en una parte desolada de los campos circundantes, lejos del camino. Me dolían los ojos por la resplandeciente luz del sol y me los cubrí con una mano. En ese preciso instante, relampagueó en mi mente un recuerdo perdido y fue con tanta viveza que casi me sobresalté de terror. La caligrafía que me había dejado ver la criada de North Villa era la misma que la caligrafía visible en el sobre de la carta que no abrí y que había olvidado dentro del bolsillo, que me había entregado el criado de mi casa por la mañana, cuando cruzaba el vestíbulo para entrar en el despacho de mi padre.
Extraje la carta, la abrí con dedos temblorosos y observé las páginas de apretada caligrafía, en busca de la firma.
Era la de «ROBERT MANNION».
«¡Robert Mannion!» No podía apartar la mirada de ese nombre; aún tenía delante de mí las páginas de apretada caligrafía, sin decidirme a leerlas. Parte del horror que la presencia de ese individuo me habría inspirado me llegó directamente por la mera visión de su carta, de una carta que me estaba dirigida a mí. La venganza que con mis propias manos me había tomado en su persona era, sin duda de ninguna clase, lo que pretendía devolverme. En esas páginas tal vez ya estaba pronosticado el tenebroso futuro que nos aguardaba a los dos. ¡Y a Margaret! ¿Podría acaso escribir tantísimo sin decir nada de ella? ¿Cómo no iba a desvelar el misterio en que estaban aún envueltos los motivos que a ella la llevaron a cometer delito? Volví a la primera página y resolví ponerme a leer la carta sin más dilación. Comenzaba bruscamente, en los siguientes términos:
«Hospital de St. Helen
»Al recibo de la presente, tal vez decida averiguar, en primer lugar, quién la firma, y es posible que se sienta tentado de hacer pedazos mi carta para tirarla sin haberla leído. Le aconsejo que lea todo lo que he escrito y que calibre, si es que puede, la importancia que entraña para usted. Después, destruya estas páginas si quiere, que ya habrán cumplido su cometido.
»¿Sabe usted dónde me encuentro? ¿Sabe cómo sufro? Soy uno de los pacientes de este hospital y he sido asquerosamente mutilado por su propia mano y de por vida. Si supiera con certeza en qué día está previsto que me den de alta, habría esperado para decirle de viva voz lo que ahora le escribo. Pero no lo sé. Cuando estaba en puertas de restablecerme he sufrido una recaída.
»Acallará usted todo escrúpulo de conciencia que pudiera sentir aduciendo que sin duda tenía bien merecido morir a sus manos. Por toda respuesta, le diré qué merece y qué recibirá usted a su debido tiempo de las mías.
«Antes, sin embargo, daré por sentado que se vio impulsado a atacarme cuando tuvo conocimiento de la culpa de su esposa. Estoy al corriente de que ella se ha declarado inocente y de que su padre da crédito a su declaración y la suscribe. En el momento en que reciba usted esta carta (mis lesiones me fuerzan a contar con dos semanas al menos para escribirla), habré tomado las medidas oportunas para que sea de todo punto innecesario seguir disimulando. Por lo tanto, si de algo le sirve mi confesión, aquí la tiene: Margaret es culpable, es culpable porque ha querido serlo, recuerde, pese a todo lo que ella pueda decir y desmentir al respecto. Puede usted creerlo, se lo aseguro, y crea también todo lo que escribo a continuación. Los engaños han terminado entre nosotros dos.
»Le he dicho que Margaret Sherwin es culpable. ¿Por qué lo es? ¿Cuál es el secreto del influjo que yo tenía sobre ella?
»Con objeto de que entienda bien lo que ahora debo comunicarle, me resulta necesario hablar de mí, de la vida que he llevado con anterioridad. Mañana procederé a revelárselo, pues hoy ya no puedo casi empuñar la pluma, ni ver el papel que tengo delante. Si pudiera verme la cara, si pudiera estar donde yo me encuentro, entendería muy bien el porqué.
»Cuando por vez primera nos encontramos en North Villa, no llevaba yo ni cinco minutos en su presencia cuando percibí su curiosidad por saber algo de mí y me di cuenta desde el principio de que dudaba usted de que hubiera nacido yo, de que hubiera sido educado para desempeñar una posición tal como la que tenía a las órdenes de Mr. Sherwin. Al no obtener ninguna informacón de mi patrón ni de su familia, tal como sabía yo que sucedería, intentó usted en diversas ocasiones arrastrarme hacia un trato más familiar, con la intención de que le hablase sin reservas; a la postre, sólo renunció a su intento de penetrar en mi secreto, fuera cual fuese, cuando nos despedimos a la puerta de mi casa, tras nuestra conversación, aquella noche de la tormenta. Aquella noche determiné frustrar su curiosidad y ganarme al mismo tiempo su confianza, y es de ver que lo logré. Mal podía usted imaginar, cuando nos despedimos a la puerta de mi casa, que había dado la mano y toda su amistad a un hombre que, desde muchísimo antes de que conociera usted a Margaret Sherwin, había heredado el derecho a ser enemigo de su padre y de todos los descendientes de su linaje.
»¿Le sorprende acaso esta declaración? Pues lea, siga leyendo, que ya la entenderá.
»Soy hijo de un caballero. Mi padre fue un hombre de medios miserablemente limitados, y su familia no era de antiguo abolengo, como es la suya. No obstante, era un caballero en todos los sentidos que pueda tener la palabra. Lo sabía, y ese saber fue su ruina y su perdición. Era un hombre débil, afectuoso, despreocupado; adoraba todos los convencionalismos y respetaba en su totalidad los enormes abismos que separan las posiciones sociales de cada uno. Así pues, tomó la determinación de vivir como los caballeros en su tiempo, para lo cual adoptó una dedicación de caballero, una profesión en modo alguno relacionada con el comercio. Al no conseguirlo, tampoco consiguió cumplir sus principios y morir así de hambre, como un caballero. Murió como un delincuente y no me dejó más herencia que el apellido de un delincuente.
«Cuando aún era joven, se las ingenió para que le fuera presentado un caballero de gran familia, de gran posición, de grandísima riqueza. Pudo interesar, o se imaginó que interesaba, a dicho caballero. Siempre le tuvo por el mentor que iba a proporcionarle su fortuna, consiguiéndole la primera sinecura de gobierno (¡y había muchísimas en aquellos tiempos!) que pudiera quedar vacante. En su firme y desatinada expectativa de que llegara el día en cuestión, vivió muy por encima de sus reducidos ingresos de profesional; vivió entre los ricos, sin tener el valor de utilizarlos como debiera utilizarlos el pobre hombre que en realidad era él. La suya fue la historia de siempre: las deudas y los compromisos de toda clase empezaron a pesarle, los acreedores se negaron a esperar el cobro, le amenazó la revelación pública de su situación, la ruina absoluta. Y aquella sinecura estaba tan lejos de hacerse realidad como siempre estuvo.
»No obstante, siguió creyendo a pie juntillas en que llegaría ese empleo, y lo creyó incluso con más denuedo, ya que había pasado a ser su única salvación. Confiaba del todo en el buen hacer de su mentor, en la rapidez con que le concedería lo que tanto anhelaba. Puede ser que el caballero en cuestión hubiera sobrestimado su propia influencia política; puede ser que mi padre fuera demasiado confiado y que no hubiese interpretado debidamente una promesa hecha por pura cortesía, en términos generales, confundiéndola con un compromiso específico. Fuera como fuese, los alguaciles se presentaron una mañana en su domicilio, mientras el puesto de gobierno seguía siendo tan inalcanzable como siempre. Y se lo llevaron a la cárcel. Se incautaron de todas sus pertenencias, incluida la cama en la que mi madre (gravemente enferma) estaba tendida entonces. Toda la falsa trama de prosperidad venidera que había urdido él para que el mundo le respetase quedó amenazada por un vuelco instantáneo y vergonzante. Él no tuvo el valor de renunciar a sus quimeras y buscó refugio de sus infortunios en el delito.
«Falsificó una fianza para que su credibilidad aguantase un poco más. El nombre de que hizo uso fue el nombre de su mentor. Cuando hizo esto, creía -como creen todos los que a sabiendas incurren en delito- que tenía todas las posibilidades de salir con bien sin afrontar las consecuencias de sus actos. En primer lugar, tal vez llegara la sinecura que durante tanto tiempo había esperado, y tal vez llegara a tiempo de permitirle devolver la cuantía de la fianza antes de que se detectase su falsificación. En segundo lugar, casi tenía la certeza de que recibiría la herencia de un pariente rico, anciano y aquejado por una muy mala salud, cuya muerte cabía por tanto esperar de un día para otro. Si tanto una como otra perspectivas no se dieran (y no se dieron), aún le quedaba una tercera posibilidad: que su rico mentor pagase el monto de su deuda, antes de presentarse como parte implicada en el juicio contra él. En aquellos tiempos, el delito de falsificación estaba castigado con la pena capital. Mi padre creyó que sería imposible que un hombre a cuya mesa se había sentado, un hombre a cuyos parientes y amigos había entretenido e instruido con su talento, fuese precisamente el hombre que adujera las pruebas que lo condenasen a ser ahorcado en la plaza pública.
»Se equivocó. Su rico mentor era muy mirado con los más estrictos principios del honor y no consentía la menor tentación, la menor debilidad; además, estaba influido por sus altisonantes ideas sobre sus responsabilidades en calidad de legislador (era miembro del Parlamento). Se presentó en el juicio y testificó en contra del reo, que fue declarado culpable y condenado a la pena capital.
«Entonces, cuando ya era demasiado tarde, este hombre de honor inclemente se consideró autorizado para decantarse por la compasión y puso absoluto empeño, en todos los sentidos, en obtener una recalificación de la sentencia, un destierro de por vida. Su solicitud no se tuvo en cuenta; ni siquiera se concedió un aplazamiento de unos cuantos días. En el momento designado, mi padre murió en la plaza pública a manos del verdugo.
»¿Ha sospechado usted, mientras leía esta parte de mi carta, quién es el caballero de alcurnia cuyo testimonio dio con mi padre en la horca? Si no se le ocurre, yo mismo se lo diré. Ese caballero era su señor padre. Ahora ya no se preguntará cómo es que he heredado yo el derecho a ser su enemigo, el enemigo acérrimo de todos los que de él procedan.
»El espanto que le produjo la horrorosa muerte de su marido privó a mi madre del uso de la razón. Aún vivió unos cuantos meses después de la ejecución, pero nunca recobró sus facultades. Yo era el único hijo de los dos, y me quedé sin un penique, dispuesto a iniciarme en la vida aun siendo el hijo de un ciudadano que había sido ahorcado, de una señora que murió en un manicomio público.
»Mañana seguiré dándole noticia de mí. Mi carta será larga. A menudo habré de hacer una pausa, como la que hago hoy.
»Bien, pues: me inicié en esta vida con la huella del verdugo, con la vergüenza de mis padres por toda reputación. Allí por donde iba, allí donde trababa amistades, allí donde tenía nuevos conocidos, resultaba que todos estaban al corriente del modo en que había muerto mi padre, y todos me hacían sabedor de que lo sabían, no tanto esquivándome, ni mirándome con descaro (por vil que sea la naturaleza de los hombres, no hubo muchos que prefiriesen este camino), sino más bien insultándome con una excesiva simpatía, con una complicada ansiedad a la hora de fingir un absoluto desconocimiento del destino que había corrido mi padre. Llevaba la horca grabada a fuego en la frente, pero todos se mostraban benevolentes al hacer como si no la percibiesen. La infamia de la horca fue toda mi herencia, mientras que los demás habían resuelto ser tan generosos como para no descubrirlo. Fue muy difícil de sobrellevar. De todos modos, yo decidí ser duro de corazón incluso entonces, cuando las sensaciones me ganaban, cuando mis simpatías aún eran jóvenes, y lo aguanté.
»Mi única debilidad fue la debilidad de mi padre, la idea de que había nacido en una posición social que ya estaba hecha antes de que yo la tuviera, la idea de que el mejor uso que podía dar a mi vida era precisamente vivir a la altura de esa posición. ¡Mi posición! Durante años y más años batallé contra el mundo por este motivo, antes de llegar a descubrir que la más elevada de todas las posiciones sociales es la que un hombre se labra por sus propios medios, mientras que la más despreciable es la que le forjan los demás.
»Cuando empecé a ganarme la vida, su señor padre escribió para ofrecerme ayuda, ayuda, sí, después de haberme arruinado. ¡Ayuda para el niño, ayuda procedente de las manos que habían atado la soga al cuello de su padre! Le devolví su carta. Supo así que yo era su enemigo, el enemigo de sus hijos, el enemigo de los hijos de sus hijos, mientras estuviera vivo. Nunca más tuve noticias suyas.
»Confiándome en principio con arrojo a encontrar mi lugar en este mundo, a vivir bajo la inmerecida ignominia, y resuelto por orgullo y por integridad a combatir abiertamente y con justicia mi infortunio, al principio no me animé a renunciar al apellido de mi padre. Apoyándome en mi carácter, confiado a mi intelecto y a mi perseverancia, intenté dedicarme a un oficio tras otro, y en cada empeño fui derrotado limpiamente. Allí en donde me presentaba, la horca se alzaba en calidad de obstáculo insalvable entre mi fortuna y yo, entre mi posición social y yo, entre mis congéneres y yo. Terminé por sentir una mórbida afección sobre este punto. La más leve referencia al destino que había corrido mi padre, aun cuando fuera remota o accidental, me helaba la sangre en las venas. Encontraba un insulto abierto, una compasión humillante, una tolerancia forzada, en el aspecto y el talante de todos los hombres con los que trababa contacto. Por eso, rompí con mis antiguas amistades y, en busca de nuevas empresas, busqué nuevas relaciones, entre las cuales pudiera ser desconocida la infamia de mi padre. Allí por donde iba, la vieja mácula siempre saltaba como si fuese nueva, y saltaba precisamente en el instante en que había terminado yo por convencerme, o por engañarme, de que estaba definitivamente borrada. Tenía por entonces cálido el corazón; aún faltaba algún tiempo para que mi corazón fuese de piedra y yo ya no sintiera nada. En aquellos tiempos, el fracaso y la humillación aún me arrancaban las lágrimas, aquella época de mi vida se caracteriza por ser la época en que aún podía llorar.
»Al final, terminé por ceder ante las dificultades, y así accedí a dar el primer paso hacia la calamidad que me había esperado cara a cara durante tantísimo tiempo. Me marché del barrio en el que era sobradamente conocido, adopté el nombre y el apellido de un compañero de escuela ya fallecido. Durante un tiempo me salió bien la treta, pero la maldición de la muerte de mi padre me siguió por todas partes, aun cuando yo no la viera. Después de tener varios empleos -que siguieron siendo, ojo, empleos dignos de un caballero-, que terminaron por fallarme, me convertí en bedel de una escuela. Allí fue detectado mi nombre falso, fue descubierta de nuevo mi identidad real, sin que llegara yo a saber quién hizo el descubrimiento. La revelación la efectuó anónimamente algún enemigo mío. Por espacio de unos cuantos días, me dio la impresión de que todo el mundo me trataba en la escuela de modo distinto. La causa de este cambio salió a la luz, primero en susurros, después con burlas atrevidas, mientras cuidaba de los alumnos que estaban en el patio. Cegado por la furia del momento, golpeé a uno de los más insolentes, que era además el mayor, produciéndole una lesión relativamente grave. Los padres del muchacho se enteraron de lo ocurrido y me amenazaron con una denuncia en toda regla. La localidad entera se alborotó por el suceso. Tuve que marcharme en secreto, de noche, del lugar en que residía; de lo contrario, una multitud me hubiera apedreado para expulsarme de la ciudad.
«Regresé a Londres con otro nombre falso; intenté, como último recurso para no morir de hambre, el recurso de escribir. Hice mi aprendizaje de la literatura como autor mercenario del más ínfimo nivel. Sabedor de que tenía cualidades que podrían valerme en esas lides, intenté reivindicar mi valía escribiendo una obra original; sin embargo, mi experiencia del mundo me había convertido en un ser poco apto para vestir mis pensamientos con trajes del gusto popular. Solamente acertaba a contar con amargura las verdades más amargas; expuse las licencias y las hipocresías al uso de forma excesivamente clara; me fijé en las facetas más viciadas de lo que públicamente se tenía por una conducta respetable; en resumidas cuentas, llamé a las cosas por su nombre. No hubo editor que estuviera dispuesto a tratar conmigo. Por eso, insistí en mi ínfimo empleo, ganando un penique por insertar notas en periódicos de tercera categoría, o traduciendo a los autores franceses y alemanes, o plagiando a autores muertos, haciendo acopio del material en crudo que otros literatos con más talento que yo convertirían en libros susceptibles de ponerse a la venta. En esa manera de vivir encontré al menos una ventaja que me compensó por tantas miserias, por tantas mezquindades y por tantos y tan amargos desengaños: al menos podía mantener mi verdadera identidad a salvo, bien oculta. Mostrar mi carácter carecía para mí de trascendencia; a nadie le importaba saber quién era yo, ni menos aún me preguntaron por lo que fuera antes. ¡Por fin desapareció de mi semblante la huella de la horca!
«Mientras me ganaba la vida de este modo, gracias a los despojos de la literatura, conocí a una mujer de buena cuna y de fortuna más que aceptable, cuya simpatía -o curiosidad, quién sabe- casualmente desperté. Tanto ella como sus padres me recibieron de modo harto favorable, considerándome un caballero que había vivido tiempos mejores, como un escritor al que el público lector había menospreciado inmerecidamente. No vale la pena que me detenga a comentar de qué modo me las ingenié para ganarme su confianza y su estima, sin aludir en ningún momento a mis progenitores. Fácilmente podrá usted suponer que lo conseguí, sobre todo si le digo que la mujer a la que hago referencia consintió, con plena aprobación por parte de su madre, en convertirse en mi esposa.
»Así fijamos el día en que habíamos de contraer matrimonio. Creí haber esquivado con éxito todas las preguntas peligrosas, pero me equivocaba. Un pariente de la familia a quien nunca había tenido ocasión de tratar vino a la ciudad poco antes de la boda. Desde el momento en que fuimos presentados nos tomamos mutua aversión. Era un hombre de mundo, resuelto e inteligente, que en privado hizo determinadas indagaciones sobre mi persona y que en pocos días se enteró de más detalles que los averiguados por el resto de la familia a lo largo de varios meses. El accidente le favoreció de extraña manera, y así se descubrió todo -literalmente todo-, por lo que fui desdeñosamente expulsado de la casa. Una dama tan respetable como ella, ¿realmente podría contraer matrimonio con un hombre, por digno que pareciera a sus ojos, cuyo padre había muerto en la horca, cuya madre había muerto en un manicomio, aparte de haber vivido con varios nombres falsos y haber sido expulsado de una excelente localidad de provincias por haber tratado con innecesaria crueldad a un inofensivo muchacho? ¡Imposible!
»Con este suceso terminó mi larga pugna contra el mundo.
»Abrí los ojos a una nueva forma de vida y miré bajo una luz distinta el propósito mismo de ésta. Dejé de tener aquellas primeras aspiraciones de vivir a la altura de la posición social que me correspondía por mi nacimiento, de que mi nombre fuera más que pasable para el gusto de todos los hombres, de limpiar del todo la infamia de mi padre. Aquella ambición que -tanto cuando fui escritor a destajo como cuando fui retratista ambulante o bedel en una escuela- me había susurrado al oído que me agachara, que pasara inadvertido mientras transitara por tenebrosos y enfangados caminos, que ése era el modo de subir a lo más alto, a lugares aún lejanos, pero bañados por el sol; que al menos no estaba amasando una fortuna para otro hombre, que era independiente, que podía confiar por entero en trabajar por mi propia causa; en definitiva, aquella osada ambición que me dio ese tipo de consejos al final terminó de hundirse por completo dentro de mí. Aquel espíritu fuerte y severo fue derrotado por otros espíritus más fuertes y más severos: la infamia y la necesidad.
»Escribí a un hombre de recio carácter y considerable fortuna, uno de mis amigos de antaño, que había dejado de tener contacto conmigo, como todos mis demás amigos, pero que, al contrario que los demás, se había despedido de mí con genuina tristeza. Le escribí pidiéndole que se reuniera conmigo en privado, por la noche. Me encontraba demasiado abatido para presentarme en su casa, todavía demasiado sensible (aun en el supuesto de que se me hubiera permitido la entrada) para correr el riesgo de encontrarme allí con personas que hubieran tratado a mi padre o que supieran de qué forma había muerto. Deseaba conversar con mi antiguo amigo sin que nadie nos viera, y por eso lo cité de la manera más conveniente. No faltó a la cita.
«Cuando nos vimos, le dije lo siguiente:
»Tengo un último favor que pedirle. Cuando hace ya años que nos separamos, yo tenía grandes esperanzas, había tomado valerosas resoluciones, pero tanto unas como otras están agotadas. Yo creía entonces que no sólo podría levantarme muy por encima de mi infortunio, sino que también podría convertir dicho infortunio en el motivo que impulsara mi ascenso. Usted me dijo que yo tenía un temperamento demasiado vivo, que era demasiado morboso, demasiado susceptible ante la más mínima referencia a la muerte de mi padre, que era demasiado hosco, demasiado voluble ante el menor desengaño, ante cualquier prueba que no me hubiese merecido. Es posible que todo eso fuera cierto, pero ahora he cambiado: el orgullo y la ambición han sido sujetos a una intensa persecución y han terminado por agotárseme. La única vida que de veras me importa ya es una vida oscura, monótona, en la que el pensamiento y el espíritu puedan quedar adormecidos para nunca más despertar. Ayúdeme a encontrar esa vida. Le pido en primer lugar, como un mendigo, que me facilite prendas de vestir decentes para poder transitar a los ojos de los hombres a plena luz del día; seguro que le sobra algo de su vestuario. En segundo lugar, le pido que me ayude a encontrar algún empleo que me proporcione comida y cobijo, y una o dos horas de soledad y de reposo todas las noches. Tiene usted abundante influencia; seguro que puede conseguírmelo, y sabe que soy honrado. El empleo que me consiga nunca será demasiado humilde, demasiado oscuro; permítame descender lo suficiente, hasta perderme de vista muy por debajo del mundo en que he vivido; permítame entrar en contacto con personas que de mí sólo quieran saber que trabajo con toda honestidad para ellos, y nada más. Consígame un lugar donde esconderme, donde ocultarme con mi historia para siempre, y después no pretenda verme nunca más, ni ponerse tampoco en contacto conmigo. Si las antiguas amistades llegaran a preguntar por mí, miéntales; dígales que he muerto, o que me he marchado al extranjero. La vida más sabia es la vida que llevan los animales: como ellos, quiero solamente servir a mi amo a cambio de comida, cobijo y libertad para dormir de vez en cuando bajo el sol, sin que me expulsen por molesto o por entrometido. ¿Quiere creer en esta resolución? Es la última que tomo.
»Me creyó y me garantizó todo lo que le había solicitado. Gracias a su intercesión y a su recomendación, entré a trabajar al servicio de Mr. Sherwin.
»Hoy debo dejar aquí mi relato. Mañana pasaré a ciertas revelaciones que tienen un vital interés para usted. ¿Le sorprende acaso que yo, su enemigo por todas las causas de enemistad que un hombre puede tener contra otro, le escriba tan detalladamente acerca de los secretos de la vida que llevé anteriormente? Lo he hecho porque deseo que la pugna que se dirima entre usted y yo sea una pugna sincera al menos por mi parte, porque deseo que conozca a fondo qué es lo que puede esperar de mi carácter, teniendo en cuenta la vida que he llevado. Cuando le engañé, había un propósito muy concreto en mi engaño. Ahora que se lo digo todo, también hay un propósito muy concreto en mi franqueza.
»Comencé a trabajar al servicio de Mr. Sherwin siendo el último empleado de sus oficinas. Tanto el patrón como los demás empleados me miraban al principio con bastante suspicacia. La relación que di acerca de mi persona fue siempre la misma: simple y verosímil. Había entrado a trabajar como contable gracias a tener la mejor recomendación posible, y deseaba mostrarme a la altura. Con estas circunstancias a mi favor, sumadas a una manera de ser que nunca varió ni un ápice, a una firmeza en el trabajo que nunca dejé reblandecer, pronto obtuve el efecto deseado: toda la curiosidad suscitada por mi persona poco a poco desapareció y pude dedicarme a mi vocación en paz. El amigo que me había conseguido ese empleo preservó mi secreto tal como le había pedido; de todas las personas a las que había tratado anteriormente, tanto mis enemigos despiadados como mis tibios simpatizantes, no hubo una sola que llegara a sospechar que mi escondrijo estaba en la trastienda de una pañería. Por vez primera en mi vida, comprendí que el secreto del infortunio de mi padre era mío, solamente mío, y que estaba por fin totalmente a salvo de un posible desenmascaramiento.
»No pasó mucho hasta que llegué al puesto de contable jefe. No me fue muy difícil descubrir que el carácter de mi patrón tenía otros elementos muy distintos de la exacerbada respetabilidad que manifestaba. Por decirlo a la llana, me di cuenta de que por su propia naturaleza estaba hecho a partes iguales de los mismos componentes que el imbécil, el tirano y el cobarde. Sólo existía una dirección en la cual pudiera tocar la humillante fibra de simpatía que tuviese. Ahorrarle gastos o generarle beneficios; de esa manera sí se mostraba agradecido. Logré llevar a cabo tanto una como otra maravilla. Su administrador le sisaba; lo descubrí, me negué a su intento de soborno para hacerme callar y desvelé el fraude ante Mr. Sherwin. Así me gané su confianza y así me dio el puesto de contable jefe. Una vez en esa posición, descubrí un medio de ampliar notablemente su negocio y sus beneficios sin el menor riesgo, que a él nunca se le había pasado por la cabeza. Puso mi plan en práctica y tuvo éxito. De ese modo conquisté su más rendida admiración, un incremento de salario y un sólido lugar en su círculo familiar. Había realizado con creces mis proyectos; tenía dinero suficiente y tiempo de ocio suficiente, y así pasaba mi oscura existencia exactamente como me había propuesto.
»No obstante, no estaba destinada mi vida a permanecer desprovista de un propósito que la animara. Cuando conocí a Margaret Sherwin, se hallaba en la fase en que una muchacha pasa de la niñez a la adolescencia. Percibí la promesa de una futura belleza deslumbrante en su rostro y en su figura, y en secreto tomé la resolución que usted vendría más adelante a desbaratar, pero que he llevado a cabo y que llevaré a cabo muy a su pesar.
»Las ideas de las que surgió esa resolución me aconsejaron con muchísima más calma de la que usted pueda suponer. Dije para mis adentros: "Los mejores años de mi vida han sido irrevocablemente echados a perder; la miseria, la humillación y el desastre han seguido mis pasos desde mi juventud; de todos los placenteros tragos que los demás hombres beben para endulzar la existencia, no he probado yo uno solo; sin embargo, conoceré la felicidad antes de morir, y esta muchacha será quien me la confiera: crecerá y madurará para mí, y de modo imperceptible conquistaré tal dominio de sus afectos, ahora que son jóvenes y por tanto susceptibles de impresionarse, que cuando llegue el día, aun cuando la doble en edad, aun cuando dependa de su padre para ganarme el sustento, una sola palabra que yo diga, aunque las voces de sus padres y de su amado se unan para invocarla, bastará para que ella venga, pese a todo, a mi lado, para que por propia voluntad opte por entrelazar su mano en la mía y por seguirme allí por donde yo vaya; será mi esposa, mi amante, mi criada; lo que yo quiera.
»Ése era mi proyecto. Para llevarlo a cabo tenía todo el tiempo del mundo, todas las oportunidades por delante. Con firmeza y con caución las fui aprovechando hora tras hora, día tras día, año tras año. De principio a fin no sospechó su padre de mis intenciones. Aparte de la seguridad que le daba mi edad, me había juzgado de acuerdo con sus mezquinos criterios de comerciante, y me tenía por un modelo de integridad. Un hombre que le había salvado del fraude, que había ampliado y consolidado su negocio hasta el punto de situarle entre los principales dignatarios de su gremio, un hombre que era el primero en llegar a la mesa de trabajo por la mañana, el último que se marchaba ya de noche, que no sólo no le había exigido nunca, sino que además se había negado en redondo a tomarse un solo día de asueto, un hombre así a la fuerza tenía que ser, moral e intelectualmente, único entre diez mil hombres, digno de toda admiración, de toda confianza, en todos los aspectos de la vida.
»La confianza que había depositado en mí no conocía fronteras. Se inquietaba si no le aconsejaba yo hasta en las más sencillas cuestiones. A mis oídos confió antes que nadie su demencial ambición respecto a su hija, su ansiedad de verla casar por encima de su posición social, su estúpida decisión de darle la falsa, frivola educación a la moda que ella recibió en consecuencia. Yo no desbaraté sus planes en modo alguno, al menos abiertamente; en cambio, los contrarresté en secreto. Cuanto más fortalecía yo las fuentes de mi influencia sobre Margaret, más se alegraba él. Le deleitaba oírla referirme de continuo sus lecciones domésticas, verla presentarse ante mí velada tras velada, aprender nuevas formas de entretenimiento. Él sospechaba que yo había sido un caballero; le habían dicho que yo hablaba un inglés de acento purísimo y estaba convencido de que había recibido una educación de primerísima clase. ¡Era prácticamente tan conveniente para Margaret como lo era la buena sociedad! Cuando creciera, cuando asistiera a un colegio de moda, tal como había proclamado su padre, mi ofrecimiento de ocuparme de sus lecciones durante las vacaciones, de examinar los progresos que hubiera hecho cuando llegase a casa a pasar un domingo de cada dos, fue aceptado con codiciosa presteza y recompensado con servil gratitud. En esa época, la estimación que hacía Mr. Sherwin de mí, entre sus amistades, era que me tenía a su servicio por una miseria, mientras que yo le era más valioso que una pensión de mil libras anuales.
»Sin embargo, había un miembro de la familia que sospechó de mis intenciones desde el primer día. Mrs. Sherwin, sí; la tímida y enfermiza mujer, cuyas opiniones nadie tenía en consideración, cuyo carácter nadie comprendía. Mrs. Sherwin, de todos los que habitaban en la casa, o de los que visitaban la casa, fue la única cuyas miradas, palabras y talante me obligaron a mantenerme continuamente en guardia. Ya a la primerísima vez en que nos conocimos, esa mujer dudó de mí tal como dudé yo de ella; después, cuando nos veíamos, siempre estuvo vigilante. Esta mutua desconfianza, este antagonismo exacerbado de nuestras respectivas naturalezas, nunca se declaró abiertamente, pero tampoco llegó a desgastarse nunca. Mi seguridad dependía no tanto de que me anduviese con pies de plomo, de que dominase a la perfección las miradas y las acciones en toda clase de situaciones de emergencia, sino más bien de la desconfianza de sí y de la timidez que ella tenía por naturaleza, de la desamparada inferioridad a la que la carencia de afecto por parte de su marido y la carencia de respeto por parte de su hija le habían relegado en su propia casa, así como de la influencia de repulsa -en ocasiones, de un terror ciego- que mi sola presencia tenía la capacidad de inculcar en ella. Sospechando lo que con toda seguridad sospechaba, incapaz como era de convertir sus sospechas en certidumbre, y sabedora de antemano de que no había palabra que pudiera pronunciar para ganarse la más mínima credibilidad de su marido y de su hija, la vida de esa mujer, mientras yo estuve en North Villa, tuvo que ser una vida de nefasto sufrimiento mental, hasta extremos a los que ningún ser humano ha estado condenado nunca.
»A medida que pasaba el tiempo, a medida que crecía Margaret, su belleza de rostro y figura se fueron acercando cada vez más a la perfección que yo había previsto. En cambio, ni su mente ni su disposición se mantenían a la altura de su belleza. La estudié con atención, con la misma observación paciente y penetrante que por mi experiencia del mundo se ha convertido en hábito inveterado y que dedico a toda persona con la que estoy en contacto. La estudié a fondo, y entendí que no era digna de nada, ni siquiera del destino de esclava que yo le tenía reservado.
»No tenía ni corazón ni cerebro, en el sentido más alto que pueda darse a estos dos conceptos. Nada más que tenía instintos, la inmensa mayoría de los perniciosos instintos que tienen los animales, pero ninguno de los buenos. La gran potencia motriz que de veras dirigía sus actos no era otra que el engaño. Nunca he conocido a ningún otro ser humano tan intrínsecamente falso, de natural tan incapaz de sinceridad incluso en las cuestiones más banales de la vida, como ella. Ni siquiera con la mejor educación se hubiese llegado a subsanar del todo este vicio; en cambio, la educación que recibió, una educación basada en falsas pretensiones, lo fomentó más si cabe. Todo el mundo sabe por haber leído al respecto, e incluso algunos han conocido a muchachitas que han cometido las imposturas más extraordinarias y sostenido las falsas acusaciones más infames que pueda imaginarse, con el solo motivo de disfrutar sin más de la práctica del engaño. De ese tipo era el carácter de Margaret Sherwin.
»Tenía intensas pasiones, pero no tenía esa cualidad que a menudo las acompaña: una fuerte voluntad, un intelecto fuerte. Sí que era obstinada, pero carecía de firmeza. Bastaba con apelar de forma oportuna a su vanidad, que con toda seguridad haría al minuto siguiente aquello que había jurado y perjurado no hacer jamás. En cuanto a su cerebro, era de tipo medio o bajo dentro de los de su clase. Se le daba relativamente bien aprender tal o cual cosa, acordarse de esto o de aquello, pero no entendía nada a derechas, no percibía nada en profundidad. Si no hubiese tenido yo mis propios motivos para darle una determinada enseñanza, lo mismo me habría dado cerrar los libros la primera vez en que los abrimos juntos y olvidarme de ella por cabeza de chorlito.
»De todos modos, a pesar de cuanto malo iba descubriendo yo en su carácter, no me detuve en el intento de llevar a la práctica mi plan. Lo había mimado sobremanera antes de conocerla a fondo. Además, ¿qué más me daba a mí su duplicidad? A mí no me engañaba. En cuanto a sus intensas pasiones, yo sabía de sobra cómo domeñarlas. Y su obstinación… yo sabía cómo vencerla. ¿Su paupérrimo intelecto? Me daba lo mismo su intelecto. Lo que yo deseaba era la juventud y la belleza, y ella era jovencísima, bellísima, y estaba seguro de ella.
»Así es, seguro. Su talante tan vistoso, sus vistosas cualidades, sus vistosísimos modales deslumhraban a todos, salvo a mí. De todas las personas que la trataban, solamente yo había descubierto cómo era en realidad, y en ese conocimiento radicaba el principal secreto de la influencia que sobre ella tenía. No temía ninguna rivalidad. Su padre, acicateado por sus ambiciosas esperanzas, mantenía lejos de la casa a casi todos los jóvenes varones de su misma clase social; los pocos que de hecho la visitaban no entrañaban el menor peligro, pues eran tan incapaces de inspirar en ella un amor verdadero como incapaz era ella de sentir ese amor de verdad. Su madre seguía vigilándome, a pesar de lo cual no había descubierto nada; seguía sospechando de mí a mis espaldas, pero seguía echándose a temblar en mi presencia. Pasaron así monótonamente los meses, siguió un año tras otro, y guardé mi secreto tan celosamente como al principio. No hubo cambios, no ocurrió nada que debilitase mi influencia en North Villa, hasta que llegó el día en que Margaret terminó su educación en el colegio y volvió a casa para quedarse.
»Exactamente en el período al que acabo de referirme, debido a ciertas transacciones comerciales de notable importancia, fue imprescindible la presencia de Mr. Sherwin o de una persona de su absoluta confianza que lo representara en Lyon. Como en secreto desconfiaba de su capacidad en tales menesteres, me propuso que me ocupase yo de la gestión, no sin añadir que sería un viaje placentero para mí, así como una excelente presentación ante sus ricos proveedores. Tras una detenida consideración, acepté su oferta.
»Nunca había insinuado en modo alguno a Margaret las intenciones que tenía para con ella, aunque ella las conocía de sobra; estaba seguro, debido a diversas indicaciones que ningún hombre podría interpretar erróneamente. Por razones que a su debido tiempo saldrán a la luz, tomé la determinación de no explicar mis intenciones hasta que regresara de Lyon. Mi objetivo privado al emprender el viaje no era otro que sondear en secreto a los proveedores de Mr. Sherwin sobre la posibilidad de ocupar yo un puesto de responsabilidad en su empresa. Sabía muy bien que cuando expresara mi proposición a Margaret, debía estar preparado para actuar por mi cuenta en ese preciso instante; sabía de sobra que la furia que embargaría a su padre nada más se diera cuenta de que yo había contribuido a la educación de su hija pensando sólo en mis intereses bien podría llevarle a cualquier extremo; sabía que nos veríamos obligados a huir al extranjero; sabía, además, la importancia que tendría el asegurarme una fuente de ingresos que nos sirviera para mantenernos una vez hubiésemos huido a otro país. Había ahorrado dinero, es cierto; había ahorrado casi dos tercios de mi salario al año, pero no era suficiente para dos. En consecuencia, me marché de Inglaterra más que nada para velar por mis intereses, aunque también por los de mi patrón. Me fui con plena confianza de que mi breve ausencia no debilitaría el resultado alcanzado mediante años y años de constante influencia sobre Margaret. La secuela de mi viaje demostró que por cauto y calculador que hubiera sido, no obstante pasé por alto las probabilidades que aún obrarían en mi contra, si bien mi propia experiencia y mi conocimiento de sus vanidades y dobleces debieran haberme permitido prever lo que sucedió.
»En fin: llevaba ya algún tiempo en Lyon; había resuelto el negocio que tenía pendiente mi patrón (y en eso fui fiel de principio a fin, tal como me había comprometido, a sus intereses comerciales) y había zanjado mis propios asuntos en privado y satisfactoriamente. Ya se me hacía la boca agua sólo de pensar en la felicidad que me esperaba a mi regreso, algo totalmente novedoso para mí, y de pensar en la consecución del único éxito, del solitario triunfo con que pondría fin a mi larga vida de humillaciones y desastres, cuando recibí carta de Mr. Sherwin. En ella me daba la nueva de su matrimonio secreto y de las extraordinarias condiciones que pesaban sobre el pacto con el consentimiento de usted.
»Había en la sala, cuando leí la carta, otras personas conmigo; no obstante, mi porte no les delató nada. No me tembló la mano cuando doblé el papel al terminar de leerlo; no llegué ni con un minuto de retraso a un compromiso de negocios que había aceptado con anterioridad y cumplí con rigor todos los demás deberes que tenía pendientes. No me gané nunca de forma más cabal que aquel día el descanso vespertino con que coronaba una jornada de trabajo.
»Salí de la ciudad a última hora de la tarde, caminando hasta llegar a un lugar del todo desierto, a orillas del inmenso río que pasa por las cercanías de Lyon. Allí abrí la carta por segunda vez y la leí despacio y de punta a cabo, sin sentir ya la menor necesidad de dominar mis impulsos, puesto que no estaba a la vista de ningún ser humano. Allí leí su nombre, que se repetía continuamente en casi todos los renglones del escrito, y así me enteré de que el hombre que, aprovechando mi ausencia, se había interpuesto entre lo más preciado que había acariciado y yo mismo, el hombre que, con la insolencia de su juventud, de su alta cuna y de su fortuna, me había arrebatado la única recompensa que me aguardaba al cabo de veinte años de miserias, exactamente cuando mis manos ya se estiraban para aferraría, no era otro que el hijo del honorable, del respetabilísimo caballero de alta cuna que había entregado a mi padre a la horca, convirtiéndome en un paria desprovisto de mis privilegios sociales de por vida.
»Se ponía el sol cuando levanté la vista de la carta. Sobre el río lucían unos destellos de luz rosada; los pájaros volaban camino de sus nidos, en los árboles más lejanos, y la espectral quietud de la noche surcaba con solemnidad los cielos y la tierra, cuando pensé por vez primera en la venganza que iba a tomarme sobre el hijo y sobre el padre, pensamiento que me hizo hervir la sangre con ferocidad, como si una nueva vida alumbrase en mi interior, como si mi espíritu oyese un susurro que dijera: aguarda, ten paciencia, están los dos en tus manos, pues ahora podrás mancillar el nombre del padre, tal como el padre mancilló el tuyo, y aún podrás desbaratar el destino del hijo, tal como el hijo ha desbaratado el tuyo.
»En los contados minutos que pasaron mientras permanecía en aquel solitario lugar después de dar lectura a la carta urdí toda la trama que luego tardó usted un año en ver ejecutada. Tracé en su totalidad el plan contra usted y contra su padre, la primera parte del cual, gracias al accidente que le llevó a usted a descubrirlo, ya se ha llevado a efecto por sí sola. Supuse entonces, como supongo ahora, que mi situación con respecto a ustedes dos era la de un hombre herido, que tiene todo el derecho del mundo a herirles a los dos, en defensa propia y en afirmación de su derecho. A juzgar por sus ideas, podría darse una perversa lectura de mis palabras. Para mí, después de haber vivido y después de haber padecido lo que he vivido y padecido, las costumbres más corrientes en este mundo moderno son como tantas otras imágenes descaradas que la sociedad adora con absoluta impudicia, como los judíos de antaño, a despecho de la verdad viva.
«Pero volvamos a Inglaterra.
«Aquella velada en que nos conocimos, ¿no se percató de que Margaret estaba inusualmente agitada antes de que yo llegase? Yo sí noté algún cambio en el momento mismo en que la vi. ¿No se percató usted de que evité tanto hablar con ella como mirarla directamente? Fue solamente porque me daba miedo. Me di cuenta de que con mi regreso también volvía a tener la influencia que antes tuve sobre ella; sigo convencido de que, por muy hipócrita y despiadada que fuese, por ciego que estuviera usted a causa de su pasión por ella, Margaret me habría traicionado inconscientemente y lo habría delatado todo ante usted si yo no hubiera actuado tal como hice. ¡Por no hablar de su madre, claro está! ¡Cómo me miró su madre desde el momento en que llegué!
»Más adelante, mientras usted se desvivía por penetrar, sin que se notara, en la historia sellada a cal y canto de mi vida previa, yo sí fui descubriendo con cautela, gracias a Margaret, todo aquello que deseaba saber. Digo "con cautela", pero la palabra expresa defectuosamente la paciencia y la consumada precaución con que hube de obrar en aquella época. Nunca me expuse a su poder, nunca me arriesgué a ofenderla, a asustarla, a darle motivos de repugnancia; tampoco perdí la menor oportunidad de devolverla a los viejos hábitos de la familiaridad que habíamos tenido; por encima de todo, nunca di a su madre una sola ocasión de sorprenderme. He aquí el resumen de lo que fui averiguando poco a poco, gracias a mis indagaciones secretas y diseminadas, con una perseverancia que me llevó a invertir varias semanas.
»Margaret se sintió lastimada en su vanidad, y sus expectativas terminaron en desilusión cuando yo la abandoné para marchar a Lyon sin otra despedida que la que hubiese podido tramitar con cualquier otra mujer a la que considerase meramente como amiga. Nunca he creído que sintiera un genuino amor por mí y nunca lo creeré; sin embargo, yo tenía esa capacidad tan práctica, esa firmeza de voluntad, esa ascendencia personal tan obvia, ejercida sobre la mayoría de las personas con las que he tenido contacto, que a la fuerza suscita el respeto y la admiración de mujeres del más variado carácter e, incluso, de mujeres carentes de carácter por completo. La había conquistado hasta el punto al que pudieran llevarle sus sentidos, su instinto, su orgullo, pero nada más, ya que no hubiese podido ir más allá. Menciono el orgullo entre sus motivos y lo menciono a sabiendas de lo que digo. Le llenaba de orgullo ser el objeto de todas las atenciones que le había dedicado a lo largo de los años, ya que se imaginaba que, por medio de tales atenciones, yo, que regía más o menos los destinos de todas las demás personas incluidas en su esfera, le había entregado a ella el poder de regir el mío propio. Por el modo en que me marché de Inglaterra, tuvo que darse cuenta muy a las claras de que no había calibrado del todo bien su influencia sobre mí; ese poder, en su caso, como en el caso de los demás, estaba por completo de mi parte. De ahí que su vanidad quedara lastimada, tal como he señalado.
«Mientras esa herida estaba aún reciente, usted se cruzó con ella y apeló a su autoestima en una nueva dirección. Sin embargo, tuvo usted que darse perfecta cuenta de que una proposición como la suya excedía en mucho las expectativas más ambiciosas que hubiese podido albergar su padre. Ninguna alianza con hombre alguno hubiese bastado para elevarla muy por encima de su propia clase social; bien lo sabía ella y por esa certeza se casó con usted, y lo hizo por su encumbrada posición social, por su apellido, por sus grandes amistades y sus relaciones, por el dinero de su padre, por sus carruajes y sus espléndidas mansiones; en una palabra, por todo, salvo por usted.
»Aun así, a pesar de las tentaciones de la juventud, la riqueza y la alcurnia que su proposición encerraba a sus ojos, al principio las aceptó (yo hice que me lo confesara) con un temor secreto, con las aprensiones que le causaba el recuerdo que tenía de mí. Esas sensaciones, no obstante, pronto las ahogó, o bien imaginó que las había ahogado; así se me presentó entonces la última, la mejor oportunidad de revivirlas. Disponía de todo un año para realizar esa labor y en seguida estuve seguro de que alcanzaría el éxito.
»Usted disponía por su parte de inmensas ventajas. Tenía una clara superioridad social sobre mí; contaba con la plena aprobación de su señor padre; estaba, por si fuera poco, casado con ella. Si le hubiese amado por lo que usted es, si le hubiese amado por algo que no fuese su propio interés sensual, su vulgar ambición, su temeraria vanidad, todos los esfuerzos que yo hubiera hecho en contra suya habrían estado condenados desde el primer momento a la derrota más inapelable. Sin embargo, una vez estuvo esto fuera de toda consideración, a pesar de lo manifiestamente despiadado que fuera el apego que ella pudiera tenerle, si usted no hubiera consentido en que le fuera impuesta la condición de esperar un año entero después del matrimonio y si, aun habiéndola consentido, hubiese incumplido la condición antes de que concluyera ese año -a sabiendas, tal como debiera haber sabido, de que a ojos de la inmensa mayoría de las mujeres un hombre no cae en deshonra si incumple su promesa, siempre y cuando la incumpla por una mujer-, si, ya digo, hubiese optado por cualquiera de estas opciones, yo habría estado completamente impotente frente a usted. Ahora bien, usted fue fiel a su promesa, fiel a la condición, fiel a la mal encaminada modestia de su amor, y esa fidelidad fue lo que le dejó a mi merced. Una muchacha realmente pura de intenciones le hubiera amado mil veces más por actuar tal como lo hizo, sólo que Margaret Sherwin no era una muchacha pura, no era una muchacha virginal: yo he sondeado sus pensamientos, y bien que lo sé.
»Tales eran las posibilidades que tenía usted contra mí, y tal fue el modo en que las echó a perder. Por mi parte, yo contaba con una paciencia infatigable y con una serie de ventajas personales semejantes, con la excepción del abolengo y la edad, a las suyas, por no mencionar la influencia sólidamente establecida desde hacía tiempo, la libertad de mostrarme familiar y, por encima de todo, esa firme e inquebrantable determinación que solamente brota del deseo de venganza. Lo primero que hice fue poner a prueba su carácter, descubrir en qué puntos era necesario que estuviese en guardia frente a usted, cuando se refugió de la tormenta bajo mi techo. Si aquella noche hubiera estado su padre con usted, hubo algunos momentos, cuando la tempestad arreciaba al máximo de su furia, en que si mi voz hubiera bastado para invocar un rayo que cayera de lleno sobre la casa, la destrozara y nos redujera a los átomos de que estamos compuestos, habría pronunciado esa palabra sin dudarlo y así habría puesto fin a la pugna entre todos nosotros. El vendaval, el aguanieve y los relámpagos a punto estuvieron de hacerme enloquecer cuando pensaba en su padre y en usted; poco me faltó para descuidarme, para que usted se diera cuenta, sobre todo en el instante en que la luz del rayo se interpuso entre nosotros cuando ya le despedía a la puerta de mi casa.
»Sabe de sobra cómo me granjeé su confianza; sabe también cómo me las ingenié después para proponerle que se aprovechase de mí en calidad de amigo secreto que le había de procurar toda clase de privilegios con Margaret, precisamente los privilegios que su padre no habría querido concederle si usted personalmente se los hubiera solicitado. Así, de entrada me previne de toda suspicacia por su parte, y me bastó con dejar que su enamoriscamiento hiciera todo lo demás. Con usted, mi actitud fue muy fácil; con ella, en cambio, estuvo cercada por las dificultades, pero supe salvarlas. Su fatal consentimiento de esperar a que transcurriese todo un año de prueba me dotó de armas contra usted, y que utilicé, de hecho sin escrúpulos de ninguna clase. Me imagino perfectamente qué indignación y qué horror le invadirían si le explicase con detalle cómo me aproveché de la posición en que le dejó ante Margaret su aceptación de las condiciones impuestas por su padre. Prefiero ahorrarle esa confesión, pues ahora carecería de sentido. Puede considerarme como quiera, puede denunciar mi conducta en los términos que más le plazca, que mi justificación será siempre la misma. Yo he sido el perjudicado, usted ha sido el agresor; simplemente estaba reparando una injusticia al recuperar una pertenencia que usted me había robado, y todos los medios empleados estaban más que autorizados por un fin como ése.
»Sin embargo, todos mis éxitos sirvieron de muy poco, en sí mismos, en comparación con el omnímodo atractivo que usted poseía a la hora de contrarrestarlos. Despreciable o no, todavía tenía esa superioridad sobre mí; aún podría hacer de ella una espléndida dama. De esa realidad brotaba la ambición que toda mi influencia, por más que se remontase a su infancia, no valdría para destruir. Ahí estaba asegurado el mecanismo principal, el que regulaba la devoción que a fuerza de egoísmo tenía ella por usted y que era punto menos que imposible partir por la mitad. Ni siquiera llegué a intentarlo.
»El plan que le propuse, cuando por fin estuvo plenamente preparada para oírlo, y para disimular que sabía lo que iba a oír, la dejaría en absoluta libertad para gozar de todas las ventajas sociales que su alianza con usted pudiera depararle: libre para viajar en su propio carruaje, para entrar en la tienda de su padre (¡ésa era una de sus máximas ambiciones!) en calidad de cliente, gracias a su nueva conexión con la aristocracia, y libre incluso de formar parte de la familia de usted, sin que nadie sospechara nada, en caso de que su precipitado matrimonio fuera visto con buenos ojos. Su credulidad iba a ponerme muy fácil la ejecución de ese plan. Me abstendré de reconocer ahora de qué manera iba a llevarse a cabo y qué objeto me había propuesto al tramarlo, por la sencilla razón de que el descubrimiento al que llegó cuando nos siguió a los dos la noche de la fiesta terminó por abortar mi plan, obligándome incluso a renunciar a él. Baste con decir, llegados a este punto, que era una grave amenaza tanto para su padre como para usted y que Margaret al principio se acoquinó, pero no porque mi propuesta le produjera el menor espanto, sino por temor a ser descubierta. Gradualmente, sin embargo, me sobrepuse a sus aprensiones; muy poco a poco, conste, ya que no estuve yo totalmente seguro de su devoción a mi causa, hasta que su año de prueba prácticamente estuvo agotado.
»A lo largo de todo ese año, por más que a diario visitase usted North Villa, ¡nunca llegó a sospechar nada de nosotros dos! Sin embargo, si no hubiera estado tan perdidamente enamoriscado, ¡cuántas advertencias habría hallado, cuántas, que a pesar de mi doblez y de mis precauciones se habrían manifestado con la claridad suficiente para ponerle en guardia! Aquellos bruscos cambios en el talante de ella, aquellas alternancias de hosco silencio y de caprichosa alegría, que a veces salieron a la luz incluso en su presencia, tenían todos ellos su razón de ser, aun cuando no supiera usted discernirlos. A veces era solamente el miedo de ser descubierta, a veces era miedo de mí; en ocasiones, podrían atribuirse a un desprecio disimulado; en ocasiones, podría tratarse de pasiones que pugnaban por salir a la superficie bajo un fingimiento de ultraje; en ocasiones, eran recuerdos en secreto de revelaciones que yo acababa de participarle, o bien ganas de anticiparse a revelaciones que yo aún había de participarle. Hubo veces en las que todos los pasos del camino por el que yo transitaba estuvieron iluminados, débilmente, sí, pero de modo muy significativo, por su manera de ser y por su forma de hablar, siempre y cuando hubiese usted acertado a interpretarlos tal como debiera. La primera vez en que renové mi antigua influencia sobre ella, aquellas primeras palabras con que lo vilipendié y lo degradé ante ella; la primera vez en que defendí con éxito mi causa frente a la suya, la primera vez en que apelé a las pasiones que yo bien sabía cómo remover en ella, la primera vez en que le propuse el plan entero que había madurado en solitario, cuando estaba en el extranjero, a orillas de un grandioso río… Todos estos avances aislados y graduales, encaminados a la consecución del fin que me había jurado lograr, se insinuaron en ella vagamente, en su apariencia, consumada como era su capacidad de engaño, y de forma no menos consumada aprendió a emplearlos contra usted.
»¿No recuerda haberse fijado, cuando regresó de su estancia en el campo, en lo enferma que parecía Margaret, en lo enfermo que parecía yo? Durante su ausencia, tuvimos unas cuantas entrevistas, en el transcurso de las cuales yo le dije algunas palabras que hubiesen bastado para dejar huella en el rostro de una Jezabel o una Mesalina. ¿Es que ha olvidado acaso con qué frecuencia, durante los últimos días de su año de prueba, salí yo bruscamente de la estancia, después de que usted mismo me hubiera hecho llamar para compartir con los dos sus lecturas vespertinas? Pretexté un repentino malestar, y era ciertamente una enfermedad, aunque en modo alguno fuera corporal. A medida que se acercaba el momento, me sentía cada vez menos seguro de mi cautela, de mi paciencia. Obviamente, con usted aún podía considerarme a salvo; era, en cambio, la presencia de Mrs. Sherwin la que me forzaba a salir de la sala. Bajo la fatídica mirada de esa mujer me encogí a medida que se acercaban los últimos días, a pesar de que ya había desafiado su perspicacia y a pesar de que estuve firmemente en guardia contra su vigilancia insomne, silenciosa, mortífera, durante muchos meses seguidos, ¡cedí cuando el final estaba ya a mi alcance! Sabía que en una o dos ocasiones ella le había hablado de forma harto extraña, y temía que sus palabras vagas e incoherentes pudieran adoptar a su debido tiempo una dirección reconocible, una forma palpable. No fue así; el terror instintivo sujetó su lengua hasta el final. Es posible que si hubiese hablado con llaneza, usted no hubiera estado dispuesto a creerla y hubiera seguido siendo fiel a sí mismo, a la confianza que había depositado en Margaret. Por enemigo suyo que sea, y soy su enemigo hasta el día de su muerte, le haré justicia en lo que al pasado se refiere: su amor por esa muchacha fue un amor tal que ni siquiera hubiese merecido a fondo la más pura y la mejor de las mujeres.
»Ya casi doy por terminada mi carta; he finalizado mi retrospección. He llegado así al día de autos, del cual sabe usted tanto como yo mismo. Por accidente llegó a un descubrimiento que, de otro modo, posiblemente no hubiese hecho tal vez por espacio de meses, tal vez nunca en absoluto, hasta que yo hubiera optado por llevarle de la mano a dicho desenlace. Digo por accidente, y lo digo en conciencia, a sabiendas de que de principio a fin no confié en una tercera persona. Lo que ha llegado usted a saber, lo ha sabido únicamente por accidente.
»De no haber sido por ese descubrimiento casual, me habría visto llevarla a North Villa a la hora fijada, a mi cuidado, tal como salió de su casa. En fin, basta; dejémosla a ella en paz. Pienso disponer de su futuro, tal como resolví disponer hace ya varios años, y en modo alguno me importa que pueda afectarle ver en mí las repugnantes alteraciones que su agresión me ha producido ya para siempre. Basta, le digo, de los Sherwin -padre, madre e hija-, que su destino, el de usted, no es cosa de ellos, sino mía.
»¿Aún se regocija por haber deformado mis facciones, por haberme dejado con un rostro capaz de repugnar a todos los seres humanos que me miren? ¿Aún se siente triunfante al recordar esa atrocidad, tal como se sintió triunfante cuando la llevó a cabo, convencido seguramente de haber destrozado mi futuro con Margaret, de haber destrozado incluso mi propia identidad de hombre? Si es así, le aseguro que a la hora de haber salido de este hospital, su triunfo habrá concluido y comenzará su expiación, que no terminará sino con la muerte de uno de nosotros dos. Vivirá usted, refinado y educado caballero como es, deseoso como un rufián de haberme matado, y su padre deseará lo mismo mientras viva.
»¿Será que pretendo amedrentarle con palabras feroces, como si fuera un chulo jactancioso y abusón? Póngame a prueba, retroceda un poco en el tiempo, descubra de qué he sido capaz de abstenerme con tal de conseguir mi propósito. Con sólo haber dicho una o dos palabras a modo de respuesta a todas las preguntas con que me han importunado día tras día quienes me rodean, hubiese hecho que tuviera usted que presentarse ante un magistrado para dar cuenta de una agresión, una agresión tan sorprendente como salvaje, incluso en un país como éste, en el que la brutalidad de trato físico es una mercancía que se puede comprar y vender entre el prisionero y los representantes de la ley. Con sólo haber hablado, el apellido de su padre habría sido públicamente emparejado con el deshonor de usted, pero guardé silencio. Guardé el secreto y lo guardé simplemente porque vengarme de usted por medio de un mezquino escándalo, que hubiese obligado a su familia (frente a su riqueza, posición social, carácter demostrado, simpatía en general) a agachar la cabeza por espacio de unos días, no es ni mucho menos la venganza que yo quiero, ya que saldar las cuentas pendientes ante magistrados y jueces debido a la exposición de una lesión física que hiciera un mendigo, aparte de confesar como un cobarde la derrota física, no es ni mucho menos mi manera de saldar cuentas. Tengo en perspectiva la posibilidad de tomar represalias durante toda la vida, y pienso en represalias que las leyes y los legisladores serán incapaces de reprimir: son represalias como las que dejaron una marca en Caín (tal como yo he de dejar una marca en usted), convirtiendo su vida en su castigo (tal como yo haré con la suya).
»¿Cómo? Recuerde cómo ha sido mi trayectoria, y piense que yo he de hacer lo mismo de la suya. Así como la muerte de mi padre a manos del verdugo afectó toda mi existencia, los sucesos de la noche en que usted me siguió afectarán la suya. Su padre habrá de verle llevar la vida a la que sus pruebas contra mi padre me condenaron; habrá de ver la infame mancha de su desastre adherida a usted allá por donde vaya. La infamia con la que he resuelto perseguirle será su propia infamia, una infamia de la que no podrá desquitarse, ya que nunca se desquitará de mí, ni podrá tampoco desquitarse nunca de la esposa que le ha deshonrado. Puede usted abandonar su hogar, puede abandonar Inglaterra; puede hacer nuevas amistades, encontrar otras ocupaciones; puede que pasen años y años, que, a pesar de los pesares, no escapará de nosotros. En ningún momento sabrá cuándo estaremos cerca de usted, ni cuándo estaremos lejos, cuándo estaremos listos para aparecer ante usted, cuándo estaremos seguros y lejos de su alcance. Mi rostro deforme y su belleza fatal le perseguirán por todo el mundo. El terrible secreto de su deshonor, y de la atrocidad con que quiso vengarlo brotarán por insólitos canales, en vagos perfiles, mediante procesos tortuosos e intangibles, siempre cambiantes en su modo de exposición, jamás remediables si de su resistencia se trata, y dirigidos siempre a la misma finalidad: su aislamiento en tanto que hombre marcado por el deshonor en todas las nuevas esferas en que pretenda relacionarse, en todas las nuevas comunidades a las que se quiera retirar.
»¿Le parece que se trata de una inmensa locura de malignidad y de venganza? Pues se trata, en cambio, de la única ocupación que me queda por desempeñar en esta vida, gracias a la mutilación de la que me ha hecho objeto. Y la acepto por ser una tarea a la altura de mi deformidad. En la perspectiva que entraña el ver cómo aguanta usted esta cacería de por vida, cuánto tiempo resiste la influencia envenenada, tan lenta como segura, de una lengua artera que nunca podrá ser acallada, de una presencia de la cual no podrá escapar, una presencia que será su denuncia, de un secreto maldito que le habrá sido arrancado a la fuerza, y que será expuesto cada vez que lo oculte, reside la promesa de un deleite innombrable; sólo de pensar en ello, unas veces me vuelvo febril, y otras se me hiela la sangre. Aquí tendido, en esas horas de la noche, horas de oscuridad y de tranquilidad en que el ambiente de desdicha humana que hay en derredor me oprime más que nunca cuando duermo, sueño con profecías terribles sobre todo lo que habrá de suceder entre nosotros y mi espíritu se siente perturbado. En esas ocasiones sé muy bien, y me estremezco sólo de saberlo, que existe algo más que el mero motivo de la represalia, algo menos terrenal, menos aparente, que me apremia horrorosamente, de modo sobrenatural, a vincularme a usted de por vida; es algo que me hace sentir el portador de una maldición que le seguirá adonde quiera que vaya, el instrumento de una fatalidad sentenciada mucho antes de que nos conociéramos, una fatalidad que comienza mucho antes de que el verdugo separase para siempre a su padre y el mío, una fatalidad que se perpetúa en usted y en mí, y que terminará o cuándo, o cómo.
»Le prevengo: no busque consuelo en la falsa seguridad que le daría despreciar mis palabras, tacharlas de enloquecidas, escritas por un demente que sueña con perpetrar crímenes imposibles. A lo largo de esta carta le he advertido de lo que puede esperar, ya que no le acosaré en desventaja, tal como usted me asaltó a mí, y por el placer que me produce buscarle la ruina por más que se me resista abiertamente. Le he ofrecido juego limpio, tal como los cazadores ofrecen juego limpio al animal que se proponen acechar y abatir en su momento. Queda usted advertido: no busque falsas esperanzas en la creencia de que no estoy en posesión de mis facultades, de que mi resolución es puramente visionaria. Nada más falso, ya que semejante esperanza no sería más que desesperanza disimulada.
»He terminado. No está lejos el día en que mis palabras se conviertan en realidad. En los hospitales públicos, hasta el más enfermo se cura rápido. Pronto nos veremos las caras.
»Robert Mannion»
«¡Pronto nos veremos las caras!»
¿Cómo? ¿Cuándo? Repasé la última página de la carta, pero mi atención vagaba extrañamente; confundía un párrafo con otro, y cuanto más tiempo estuve leyendo, menos pude comprender el sentido no ya de las frases, sino también de las palabras más simples.
Desde las primeras líneas de la carta, y hasta el final, lo escrito no había dejado ninguna impresión definida en mi mente. Me encontraba tan absolutamente agotado por los acontecimientos que se habían sucedido a lo largo del día, que incluso las primeras páginas de la confesión de Mannion, las que revelaban la conexión existente entre mi padre y el suyo, y la forma terrible en que sobrevino su separación, apenas me produjeron más que un asombro pasajero. Me limité a recordar que nunca oí hablar de tal suceso en casa, salvo una o dos veces, aunque por medio de vagas insinuaciones que con aire de misterio dejó caer un viejo criado; también recordé la escasa consideración que dediqué en su día a cuestiones que habían tenido lugar antes de que yo naciera. De este modo reflexioné sucintamente y con languidez sobre la narración con que se abría la carta; luego seguí leyendo maquinalmente. A excepción de aquellos pasajes que contenían la revelación del verdadero carácter de Margaret y de aquellos que describían el origen y el desarrollo de la infame trama que urdió Mannion, en la carta no hubo nada que me impresionase, si bien más adelante estaba destinado a llevarme una fortísima impresión cuando la leí por segunda vez. El letargo de todos los sentimientos en que me hallaba hundido recordaba el mismísimo letargo de la muerte.
Intenté despejarme, concentrar todas mis facultades, dedicarme a pensar en otros asuntos, pero fue en vano. Todo lo que había visto y oído desde que me levanté por la mañana, regresó a mí de forma cada vez más vaga y más confusa. No era capaz de trazar un plan para el presente ni para el futuro. No tenía ni idea de cómo afrontar la última amenaza de Mr. Sherwin, cuando afirmó que pensaba en forzarme a reconocer públicamente como esposa mía a su hija, cargada ya de culpabilidad, ni sabía tampoco cómo iba a defenderme de la hostilidad de por vida con que me amenazaba Mannion. Una sensación de temor y de aprensión, que no supe atribuir a ninguna causa concreta, se adueñó misteriosa e irresistiblemente de mí. Me abrumaron el horror de la deslumbrante brillantez del día, la suspicacia de la soledad del lugar al que me había retirado, el anhelo de hallarme de nuevo entre mis congéneres, de vivir allí donde latía la vida, la agitada vida londinense. Volví apresuradamente sobre mis pasos y regresé de los suburbios al centro de la ciudad.
Empezaba a anochecer cuando alcancé una de las grandes avenidas. Mientras caminaba, al ver a los habitantes de las casas sentados ante las ventanas abiertas, disfrutando del aire del atardecer, por vez primera en todo el día se me ocurrió un interrogante: ¿dónde iba a descansar esa misma noche? Ya no tenía hogar ninguno. No me faltaban las amistades que de mil amores me hubiesen acogido en sus domicilios, pero haberles visitado hubiera supuesto explicarles mi situación, desvelar, al menos en parte, el secreto de mi calamidad, y era algo que estaba resuelto a mantener en secreto, tal como le había dicho a mi padre. El último consuelo que me quedaba no era otro que saber a ciencia cierta que iba a mantener intacta esa resolución, a salvaguardarla con honor a despecho de todo riesgo, a toda costa.
Por eso dejé de pensar en el socorro o la comprensión que hubiesen podido prestarme mis amigos. Convertido en un extraño tuve que abandonar mi hogar; convertido en un extraño estaba resignado a vivir, hasta que aprendiera cómo domeñar mi infortunio, gracias únicamente a mi vigor y a mi resistencia. Firme en esta determinación, aun cuando no tuviera firmeza en nada más, busqué a mi alrededor el primer refugio que pudiera pagar a unos extraños, cuanto más humilde, mejor.
A la sazón lo encontré en la parte más depauperada, en el lado más pobre de la gran avenida por la que caminaba, entre las tiendas de menos categoría, entre casas de muy pocos pisos. Allí no me fue difícil encontrar una habitación en régimen de alquiler; al poco rato, me vi en posesión del cuarto diminuto que en el futuro, quizá un futuro larguísimo, debía resignarme a considerar mi hogar.
¡Mi hogar! En todo lo que me sugería esa sencilla palabra revivió un triste, dolorido recuerdo. A pesar de las tinieblas que iban espesando en mi espíritu, pasó de través un tenue rayo de luz que me prometió la llegada del alba, la luz del rostro apacible que contemplé por última vez cuando descansaba sobre el pecho de mi padre.
¡Clara! Mis palabras de despedida, cuando tuve que soltarme de aquellos brazos que cariñosamente me sujetaban del cuello, y que de mil amores me hubiesen retenido en casa para siempre jamás, le expresaron una promesa que aún no había cumplido. En ese instante, temblé al pensar en la situación en que se había quedado mi hermana. Desconocedora del lugar al que había encaminado yo mis pasos cuando me fui de casa, ajena a los extremos a los que bien podría precipitarme mi desesperación; absolutamente ignorante incluso de si llegaríamos a vernos alguna otra vez… era terrible reflexionar por un instante siquiera sobre la incertidumbre que bien podría estar padeciendo, en ese mismo instante, por mi culpa. De todas las promesas, la que más importancia vital tenía era sin duda la promesa de escribirle; era la primera que debería cumplir.
Le envié una carta muy breve. Le comuniqué la dirección de la casa en la que me había alojado (a sabiendas de que todo lo que no fuera información concreta y positiva no valdría para aliviar efectivamente su angustia); le pedí que me contestara por escrito, que me diera noticias suyas, que eran las mejores noticias que podría recibir, y le encarecí que creyera incondicionalmente en mi paciencia y en mi valor frente a todos los desastres, que estuviera segura de que, al margen de lo que pudiera pasar, nunca iba a perder la esperanza de verla muy pronto. De los peligros que me cercaban, de los males y las injurias que bien pudiera estar condenado a padecer, no le dije ni palabra. Eran verdades que había determinado ocultarle hasta el final. ¡Ya había sufrido por mí más de lo que yo me atrevía a pensar siquiera!
Envié mi carta para que le fuera entregada en propia mano, cerciorándome así de su entrega inmediata. Al escribir aquellas líneas tan escuetas como sencillas, no pude sospechar ni por asomo qué importantes resultados estaban destinadas a producir. Al pensar en el mañana, en todo lo que el mañana pudiera depararme, poco pude sospechar qué voz sería la primera que oyese al día siguiente, qué mano me iba a ser tendida con todo el afecto de una amistad dispuesta a ayudarme.
Lo miré totalmente anonadado, sin poder articular palabra. ¡Era mi hermano mayor! ¡Era Ralph en persona quien entró en mi habitación!
–¡Bueno, Basil! ¿Cómo estás? – saludó, con su talante despreocupado, con su voz más cordial.
–¡Ralph! ¿Qué haces en Inglaterra? ¿Cómo es que has venido?
–Regresé de Italia ayer por la noche. ¡Basil, qué espantosamente cambiado te encuentro! ¡Casi ni siquiera te reconozco!
Su talante experimentó una visible transformación cuando dijo estas palabras. La mirada de tristeza y de alarma que me dedicó me alcanzó de lleno en el corazón. Pensé en las vacaciones, cuando éramos niños los dos; pensé en la ruidosa jactancia con que me trataba Ralph, en las humoradas de chiquillo que gastaba a mi costa, en el fuerte lazo que nos unía a los dos, un lazo extrañamente compuesto por mi debilidad y por su fortaleza; pensé en mi pasividad y en su naturaleza activa; comprendí qué poco había cambiado él desde entonces, y supe mejor que nunca qué miserable había sido mi transformación. Toda la vergüenza y todo el pesar que me causaba mi expulsión del hogar volvieron a mí al ver ese rostro familiar y amigo. Me esforcé todo lo que pude por mantener la compostura, e intenté darle una animada bienvenida, pero ese esfuerzo era más de lo que estaba a mi alcance. Aparté la cabeza cuando le di la mano, ya que el sentimiento infantil que siempre me llevó a no dejar que Ralph viese las lágrimas en mis ojos aún me influía.
–¡Basil! ¡Basil! ¿Qué te sucede? No puede ser. Mírame, escúchame bien. Le he prometido a Clara que te sacaré como sea de este desdichado embrollo en que te has metido y pienso hacerlo, así que acerca una silla y dame fuego. Me voy a sentar en tu cama, me pienso fumar un habano y pienso tener contigo una larga conversación.
Mientras prendía su cigarro lo miré con mayor atención que antes. Aunque era el mismo de siempre en todos los sentidos, aunque su expresión todavía conservaba la intrépida levedad de antaño, detecté que en otros sentidos sí había cambiado un poco. Sus rasgos se habían vuelto más ásperos; la vida de disipación que llevó había dejado mella en sus facciones. Aunque aún tenía un corpachón activo y musculoso, había engordado notablemente; vestía de manera bastante descuidada, y de todos sus adornos y cadenas de antaño, no se le veía uno solo. Ralph parecía prematuramente avejentado, en comparación con la última vez que le había visto.
–Bueno -comenzó-. En primer lugar, te hablaré de mi regreso. La verdad es que mi esposa morganática -y así hacía referencia a su última amante- deseaba ver Inglaterra, y yo estaba ya cansado de vivir en el extranjero. Por eso me la he traído de vuelta, con la idea de vivir tranquilamente los dos en el barrio de Brompton. Por cierto que esa mujer ha sido mi salvación; tienes que venir a conocerla un día. Me ha curado del vicio del juego, por culpa del cual me estaba yendo al demonio a la máxima velocidad. Y gracias a ella he dejado de jugar, aunque todo eso ya lo sabes, claro. Bueno, pues llegamos a Londres ayer por la tarde, y a última hora la dejé en el hotel, para presentarme en casa como es debido. Allí, lo primero que me dijeron fue que me habías arrebatado mi antigua y original distinción, y que ya no era yo el granuja de la familia. No te pongas tan triste, Basil, que no me estoy riendo de ti. He venido a hacer algo mejor aún. Tampoco te tomes al pie de la letra mi manera de hablar, ni le des importancia; ya sabes que, para mí, nada ha sido nunca realmente serio, y que nunca lo será.
Calló un instante para depositar en un platillo la ceniza del habano y se acomodó mejor en mi cama, antes de proseguir.
–He tenido la mala fortuna de ver a mi padre seriamente ofendido en más de una ocasión, pero debo decirte que nunca le he visto tan sosegado ni tan peligroso como ayer por la noche, mientras me hablaba de ti. Recuerdo muy bien cómo me habló, cómo me miró cuando me sorprendió guardando las moscas para la pesca de la trucha en esa historia de la familia que tan celosamente guarda entre sus papeles, pero aquello no fue nada en comparación con su estado actual. Te voy a decir una cosa, Basil: si creyera que realmente existe eso que los poetas llaman un corazón destrozado, y conste que no lo creo, casi me temería que es eso lo que le sucede, que tiene destrozado el corazón. Me di cuenta de que, por ahora, ni siquiera serviría de nada que dijera algo en tu favor, así que permanecí en silencio y le escuché con toda atención hasta que me dio su venia para retirarme. Acto seguido, subí a las habitaciones de Clara. Te doy mi palabra de honor, allí todo fue mucho peor. Clara iba de un lado a otro, con tu carta en la mano… Alcánzame las cerillas, que se me ha apagado el cigarro. Hay quien sabe charlar y fumar a partes iguales, pero yo no he aprendido aún.
Continuó cuando hubo encendido de nuevo el habano.
–Sabes tan bien como yo que Clara no es muy efusiva que se diga. Siempre me ha parecido una muchacha de temperamento más bien frío, pero en el instante en que metí la cabeza por la rendija de la puerta, me di cuenta de que hasta ahora he sido un perfecto idiota en este sentido, así como en casi todos los demás. Basil, te juro que el chillido que se le escapó a Clara nada más verme y su forma de mirarme cuando me habló de ti, me dieron verdadero miedo. No podría describirte cómo fue todo; detesto las descripciones que dan los demás (seguramente por esa misma razón), así que no te describiré todo lo que dijo e hizo. Baste con que sepas que nuestro encuentro terminó con mi promesa de que vendría aquí a primera hora de la mañana, con mi promesa de sacarte del atolladero, y con mi promesa, en resumidas cuentas, de hacer todo lo que ella me pidiera. Por eso, aquí me tienes, listo para resolver tus asuntos antes de ponerme manos a la obra con los míos. La bella señora que conmigo comparte la existencia está en el hotel, medio frenética conmigo, porque no he querido salir a buscar vivienda con ella; pero Clara es lo primero de todo, Clara es lo que más me importa. Alguien tendrá que ser buen chico en casa, y ahora que tú has dimitido del puesto, voy a procurar sucederte, aunque sólo sea para variar.
–¡Ralph! ¡Ralph! ¿Cómo es posible que hables de Clara y de esa mujer casi a la vez? ¿Dejaste a Clara más tranquilizada? ¿Se quedó mejor? ¡Por Dios bendito, te pido que al menos por esta vez seas un poco serio, ya que no lo eres en nada más!
–¡Con calma, Basil! Doucement, mon ami! Sí que la he dejado más tranquila; con mi promesa, casi volvió a parecer la de siempre. En cuanto a lo que dices sobre el hecho de que hablo de Clara y de mi señora al mismo tiempo, he estado hablando y fumando a la vez, hasta no quedarme un solo instante para pensar en virtudes de segunda categoría. ¡He ahí una respuesta incontestable, si es lo que buscabas! Ahora, vayamos al asunto que me trae por aquí. No quiero que te preocupes si saco a relucir todo este penoso embrollo una vez más, de principio a fin; lo que ocurre es que pretendo asegurarme a fondo de que he comprendido la historia como corresponde. Si no, difícilmente podría servirte de ayuda. Mi padre se ha mostrado un tanto oscuro en determinados aspectos. Habló largo y tendido, más que de sobra, acerca de las consecuencias que todo esto entraña para la familia, acerca de su aflicción, acerca de su renuncia a ti para siempre; en breve, acerca de todo, salvo del caso en concreto, tal como en realidad están las cosas entre nosotros. Y eso es, precisamente, lo que quiero saber con todo detalle: debo estar al corriente de todo, no queda más remedio. Permíteme decirte en tres palabras lo que averigüé ayer por la noche.
–Adelante, Ralph. Como tú digas.
–Muy bien. En primer lugar, tengo entendido que te encaprichaste de la hija de un comerciante. Por ahora, conste que no te culpo de nada. Yo he pasado ratos muy placenteros en compañía de las damiselas que atienden en el mostrador. En cambio, en segundo lugar tengo entendido que ¡has llegado al extremo de casarte con esa muchacha! No quisiera tratarte con dureza, compañero, pero en ese proceder encuentro que hay un ramalazo de demencia que no tiene parangón y que está más a la altura de cualquier paciente de un manicomio que de mi propio hermano. No sé, no estoy muy seguro de haber comprendido bien qué es exactamente un comportamiento recto y virtuoso, pero si eso es rectitud… ¡Bueno, bueno! No te alteres tanto. Terminemos con esto del casorio, para seguir con el resto del asunto. En resumidas cuentas, desposaste a esa muchacha, y luego diste tu inocente consentimiento a la incomprensible condición de esperar durante todo un año a consumar el matrimonio. ¡Imagino que vuelve a ser un comportamiento de virtud! Una vez cumplido ese plazo… ¡No apartes la mirada, Basil! Puede que sea un granuja, en efecto, pero nunca he sido ni seré tan canalla como para hacer un chiste, en tu presencia o a tus espaldas, sobre esta parte de la historia. Si prefieres, no me importa pasarla por alto, aunque haya de hacerte una o dos preguntas. Ya ves, mi padre no quiso o no pudo hablar llanamente de lo peor del asunto; le conoces de sobra, así que ya sabes por qué. Ahora bien, alguien tendrá que ser algo más explícito; si no, no podré hacer nada al respecto. ¿Quieres hablarme de ese individuo? ¿Has encontrado a esa sabandija? ¿No lo has tenido al alcance de tus manos?
Referí a mi hermano la lucha que sostuve con Mannion en la plaza.
Me escuchó casi con el mismo deleite de mozalbete que antiguamente mostraba cada vez que yo salía con bien de una prueba de fuerza o de agilidad, a su plena satisfacción. Casi saltó de la cama, y me sostuvo ambas manos con fuerza entre las suyas; tenía la cara radiante, los ojos centelleantes.
–¡Choca esos cinco, Basil! ¡Choca esos cinco, que aún no nos hemos dado la mano! ¡Eso sí que compensa por todo! Bueno, una cosa más acerca de ese individuo. ¿Dónde se encuentra?
–En el hospital.
Ralph se rió a carcajadas y volvió a dar un brinco en la cama. Me acordé de la carta de Mannion y me estremecí sólo de pensar en ella.
–También debo preguntarte por la muchacha -dijo mi hermano-. ¿Qué ha sido de ella? ¿Dónde se ha encontrado durante todo el tiempo que has pasado enfermo?
–En casa de su padre, que es donde sigue estando.
–¡Ah, claro! Ya entiendo. Es la vieja historia, cómo no: sostiene que es inocente y su padre está convencido de que sí, ¿no es eso? Qué duda cabe; es la vieja historia de siempre. Ahora entiendo en qué aprieto nos hallamos: nos amenazan con un escándalo si tú no cedes a reconocerla en público como esposa tuya. ¡Espera un momento! ¿Tienes alguna prueba contra ella, aparte de tu palabra?
–Tengo una carta, una larga carta de puño y letra de su cómplice, en la que confiesa su culpabilidad y la de ella.
–Sin duda, ella dirá que esa presunta confesión es pura confabulación. No nos serviría de nada, a menos que osáramos acudir a la ley, y no lo haremos. Hemos de mantener todo esto en silencio, cueste lo que cueste. Si no, supondría la muerte de mi padre. Tal como yo había supuesto, es mera cuestión de dinero. El señor Tendero y su hija y señorita tienen una considerable partida de silencio que desean poner a la venta y que nosotros hemos de adquirir directamente en el mostrador de su establecimiento, a tanto el metro. ¿Has ido ya a verles, Basil, para preguntar qué precio tiene, para cerrar el trato?
–Estuve ayer mismo en su domicilio.
–¡Caramba! ¿Y a quién viste? ¿Al padre? ¿Llegaste a un acuerdo con él? ¿Hablaste de negocios con el señor Tendero?
–Su conducta fue de lo más brutal; su lenguaje, el lenguaje de un bravucón.
–Tanto mejor. Ésos son los más fáciles de lidiar. Ah, si le diera un arranque parecido en mi presencia, te puedo garantizar el éxito de antemano. De todos modos… ¿cómo terminó la cosa?
–Tal como había empezado: amenazas por su parte, resistencia por la mía.
–¡Aja! ¡A ver qué tal le sienta mi resistencia acto seguido! Seguro que se le antoja una resistencia muy distinta de la tuya. Por cierto, Basil, ¿qué cantidad le ofreciste?
–No le hice ninguna oferta. Se presentaron diversas circunstancias por las cuales me fue de todo punto imposible pensar siquiera en una oferta económica. Tenía previsto ir a verle hoy de nuevo, y si el dinero bastara para sobornarle y comprometerle a guardar silencio, si así fuese posible ahorrar a mi familia el deshonor que ha caído sobre mí, le habría dejado todo el dinero que poseo por derecho propio, la reducida pensión que me dejó nuestra madre.
–¿Quieres decir que tu único recurso es esa triste nimiedad, y que de veras estabas dispuesto a prescindir de ella, para echar a andar por el mundo sin ningún sustento? ¿Quieres decir que mi padre te ha abandonado a tu suerte sin hacer la menor provisión para ti, teniendo en cuenta el atolladero en el que estás metido? ¡Diantre, hazle justicia! Ha sido muy duro contigo, ya lo sé, pero no es posible que te haya dado fríamente la espalda de ese modo ante la ruina que te aguarda.
–Me ofreció dinero al despedirnos, pero con tales palabras de desprecio, con un tono tan insultante que hubiese preferido morir antes que aceptarlo. Le dije que sin la menor ayuda de su peculio estaba dispuesto a preservar su buen nombre, a preservar a su familia de la infamia de mi calamidad, aun cuando hubiera de sacrificar mi propia felicidad y mi propio honor en el empeño. Y hoy mismo voy a hacer ese sacrificio. La pérdida de lo poco que tengo asegurado, de lo que dependo, es la parte que menos importa. Puede que no se dé cuenta de la injusticia que me hace al dudar de mí hasta que ya sea tarde, pero ya se dará.
–Perdóname un momento, Basil, pero esto es casi tan demencial como demencial fue tu casorio. Me merece el máximo respeto la independencia de tus principios, compañero, pero mientras yo esté al frente, pienso tomar todas las precauciones para que no te arruines de forma gratuita, y menos aún en aras de ningún principio, por respetable que sea. Escúchame con atención. En primer lugar, recuerda que lo que te dijo mi padre, te lo dijo en un momento de exasperación. Tú habías arrastrado por un barrizal el orgullo de su vida: eso no le gusta a nadie, y a mi padre menos aún. En cuanto a tu oferta, a esa nimiedad, si contabas con saciar el hambre y la codicia de esos individuos, mucho me temo que no llegue ni a la cuarta parte de sus pretensiones. Saben de sobra que la nuestra es una familia acaudalada y harán, por tanto, una demanda en consonancia con ello. Cualquier otro sacrificio, incluido el aceptar a la muchacha por esposa (¡aunque eso es algo que jamás podrías animarte a pensar, reconócelo!), no serviría lo que se dice de nada. No hay otra solución que la monetaria, y ha de ser un dinero repartido con astucia, bajo las estipulaciones más férreas que sea posible imponer. Está claro que yo soy el hombre indicado para cerrar el trato, y además resulta que dispongo de ese dinero; mejor dicho, mi padre dispone de ese dinero, pero viene a ser lo mismo. Escríbeme aquí mismo el nombre y la dirección de ese individuo, que no hay tiempo que perder… ¡Marcho en seguida a visitarle!
–No puedo permitirte, Ralph, que pidas a mi padre lo que yo no he querido pedirle…
–Dame el nombre y la dirección, o terminarás por agriar el excelente humor que tengo para el resto de mis días. Tu obstinación no te valdrá conmigo, Basil. De nada te sirvió cuando íbamos juntos al colegio y de nada va a servirte ahora. Le pediré a mi padre ese dinero para mí y emplearé todo el dinero que me parezca oportuno en salvaguardar tus intereses. Ahora que he vuelto convertido en un buen chico, me dará todo lo que le pida. No debo a nadie ni cincuenta libras, ya que mis últimas deudas quedaron saldadas… gracias a mi señora, que es la mejor administradora del mundo entero. Por cierto que, cuando la conozcas, no te sorprendas al ver que es algo mayor que yo. ¡Ah! Ésta es la dirección, ¿verdad? ¿Hollyoake Square? ¿Dónde demonios está eso? Bueno, da lo mismo; tomaré un coche de punto y dejaré que sea el cochero el que asuma la responsabilidad de encontrarlo. Manten firme el ánimo y aguarda aquí mismo mi regreso. ¡Tendrás noticias del señor Tendero y de su hija que ni de lejos podrías esperar! Au revoir, mi querido compañero. Au revoir.
Abandonó el cuarto tan de prisa como había llegado. Nada más partir, recordé que debiera haberle advertido de la fatal enfermedad que padecía Mrs. Sherwin. Tal vez estuviera muriéndose; tal vez hubiese muerto ya, a tenor de lo que yo sabía, cuando él llegara a la casa. Me asomé corriendo a la ventana para llamarle a voces, pero ya era tarde. Ralph se había marchado.
Aun cuando le permitieran entrar en North Villa… ¿tendría éxito su misión? No estaba yo en condiciones de evaluar qué porcentaje de probabilidades tenía a su favor. Lo inesperado de su visita, la extraña mezcla de simpatía y de ligereza que noté en su talante, la mezcla de sabiduría mundana y de monsergas de adolescente con que impregnó su conversación, parecían confundirme tanto en su ausencia como me habían confundido en su presencia. Mis pensamientos se fueron alejando imperceptiblemente de Ralph, de la misión que había emprendido en mi nombre, para asentarse en un asunto que parecía destinado en el futuro a concitar toda mi atención, irresistible y siniestro, en todas mis horas de soledad. La fatalidad que había denunciado Mannion en su carta ya había empezado a surtir efecto en mí. Esa terrible confesión de miserias y crímenes del pasado, esa monstruosa declaración de enemistad que iba a perdurar durante toda la vida, comenzó a ejercer una paralizante influencia en todas mis facultades, al mismo tiempo que proyectaba su asoladora sombra sobre mi corazón.
Abrí de nuevo la carta y releí las amenazas que me lanzaba a modo de conclusión. Una por una fueron surgiendo en mí preguntas de toda clase. ¿Cómo podría resistir o escapar del ánimo de venganza, de su espíritu maligno? ¿Cómo iba a alejar de mí la terrible deformidad de ese rostro, que había de aparecérseme en secreto? ¿Cómo iba a silenciar esa monstruosa lengua, y cómo hacer que fuera inofensivo el veneno que iba a verter gota a gota en mi vida? ¿En qué momento debería estar prevenido frente a la primera aparición de esa presencia vengadora? ¿Ahora mismo? ¿Faltaban acaso meses hasta ese momento? ¿Dónde iba a encontrármela? ¿En la casa, en plena calle? ¿A qué hora iba a llegar a mi lado a hurtadillas? ¿De día, de noche? ¿No debería mostrarle la carta a Ralph? No, sería en vano. ¿De qué me iba a valer cualquier consuelo, la ayuda que pudieran darme su coraje y su intrepidez, frente a un enemigo que conjugaba la feroz vigilancia de un salvaje con la iniquidad perdurable que un hombre civilizado me había jurado?
Al rondarme el pensamiento esta última idea, volví a guardar con prisa la carta, determinado (¡ay, qué futilidad!) a no abrirla nunca más. Casi en el mismo instante, oí que alguien llamaba a la puerta de la casa. ¿Estaría Ralph de regreso? No, imposible. Además, la forma de llamar era muy distinta de la suya: sonó con escasa fuerza, la justa para resultar audible desde donde yo me encontraba.
¿Mannion? ¿Podría presentarse de ese modo, abiertamente, a cuerpo gentil, a plena luz del día, en medio de una calle ajetreada?
Por las escaleras ascendieron unos pasos ligeros y veloces; se me aceleró el pulso, me puse en pie. Eran los mismos pasos por los que tantas veces había aguzado el oído, los pasos cuyo sonido tanto amé cuando estuve postrado por la enfermedad. Corrí a la puerta y abrí. No me había engañado el instinto. ¡Era mi hermana!
–¡Basil! – exclamó, sin darme tiempo a decir nada-. ¿Ha venido Ralph a verte?
–Sí, amor, sí ha venido.
–¿Y adonde se ha marchado? ¿Qué es lo que ha hecho por ti? Me prometió que…
–Y ha cumplido su promesa con nobleza, Clara. Se ha marchado para ayudarme.
–¡Gracias a Dios! ¡Gracias a Dios!
Se hundió sin resuello en una silla, a la vez que se le escapaba una exclamación. ¡Ay, qué aguijonazo de dolor al verla en ese instante, al ver cómo había cambiado, al ver la desolación y la fatiga en sus ojos, el miedo y la pena que ya habían ensombrecido su rostro joven y brillante!
–En seguida estaré repuesta -dijo, al percatarse por mi expresión de lo que yo sentía entonces-. Es que al verte en este extraño lugar, sobre todo después de lo ocurrido ayer, y al haber venido aquí en secreto, aterrada de que mi padre pudiera enterarse… No puedo menos que sentir que tu posición y la mía son un poco dolorosas al principio. Pero es mejor no quejarse, al menos mientras pueda venir de vez en cuando a verte; pensemos solamente en un futuro más feliz. ¡Qué misericordia, qué felicidad que Ralph haya regresado! Siempre hemos sido injustos con él; es muchísimo más amable, muchísimo mejor persona de lo que habíamos pensado. ¡Basil! ¡Qué cansado, qué mal te encuentro! ¿Es que no se lo has contado todo a Ralph? ¿Es que estás en peligro?
–No, Clara. No, ni mucho menos.
–No te apenes en exceso por lo que pasó ayer. Intenta olvidar esa espantosa despedida y todo lo que trajo consigo. Él no ha vuelto a decir nada al respecto, salvo para indicarme que es preciso que yo no pretenda saber nada más de tu falta, de tu infortunio, que lo poco, lo poquísimo que sé. Y he resuelto no pensar más en ello, no preguntarte nada más en lo sucesivo. Ya tengo una esperanza, Basil, todavía lejos, muy lejos de cumplirse, a pesar de lo cual sigue siendo una esperanza. ¿No se te ocurre qué pueda ser?
–Tu esperanza, Clara, está desde luego muy lejos de cumplirse, si es una esperanza que depende de mi padre.
–¡Sssh! No digas eso, que yo sé cosas que tú no sueñas. Ayer mismo ocurrió algo… Fue muy poca cosa, pero ocurrió pronto, y fue suficiente para demostrar que cuando piensa en ti, lo hace con más pena que ira.
–Ojalá pudiera creerte, amor; sin embargo, lo que recuerdo de ayer…
–¡No te fíes de ese recuerdo, no pienses siquiera en él! Te diré qué es lo que pasó. Poco después de que tú te fueras, y tras haberme recobrado un poco en mis aposentos, volví a la planta baja para estar con mi padre, pues me encontraba demasiado aterrada y entristecida por lo ocurrido, y no quería estar a solas. Cuando miraba a mi alrededor en el primer instante, vi los pedazos de tu página del libro de la familia esparcidos por el suelo y vi tu viva imagen en miniatura, tu retrato de cuando eras un niño, tirado entre los demás fragmentos. Había sido arrancado de su marquito de papel, pero no había sufrido desperfecto alguno. Lo recogí del suelo, Basil, y lo dejé sobre la mesa, en el sitio en que se sienta siempre mi padre, y dejé al lado mi pequeño guardapelo, en el que conservo un rizo tuyo, de modo que entendiera que la miniatura no la había recogido accidentalmente uno de los criados. Después, recogí todos los pedazos de la página y me los llevé, pensando que sería preferible que él no volviese a verla. Nada más atravesar la puerta que da a la biblioteca, cuando estaba a punto de cerrarla, oí que se abría la otra puerta, la que da acceso al despacho desde el vestíbulo; entró él y fue directamente a la mesa. Como me daba la espalda, pude mirarle sin que se fijara en mi presencia. Observó inmediatamente la miniatura y se quedó muy quieto, con ella en la mano; luego suspiró, suspiró con inmensa amargura, y tomó el retrato de nuestra querida madre de uno de los cajones del escritorio, abrió la funda en que lo guarda y depositó tu miniatura dentro de ella, con mucha dulzura, con mucha ternura. No osé quedarme a ver nada más, pues no me fiaba de mi estado, así que de nuevo subí a mis aposentos; poco más tarde subió con mi guardapelo y me lo devolvió, diciendo simplemente: «Te has dejado esto en mi escritorio, Clara». Sin embargo, si hubieras visto qué cara se le puso, habrías podido poner en él toda tu esperanza para los tiempos venideros, tal como yo he hecho.
–Y yo también tendré esa esperanza, Clara, aunque no sea por otro motivo que por gratitud hacia ti.
–Antes de salir de casa -prosiguió Clara, tras un instante de silencio-, pensé en tu soledad en este extraño lugar, a sabiendas de que no podría venir a verte con frecuencia, y sólo en secreto, es decir, incurriendo en una falta que, si llegara a conocimiento de mi padre… En fin, es mejor que no hablemos de eso. Pensé en las horas que aquí habrías de pasar a solas y por eso te he traído un viejo y olvidado compañero tuyo, para que te haga compañía, para que te impida pensar con demasiada constancia en todo lo que has sufrido. ¡Mira, Basil! ¿No ves con buenos ojos a este viejo amigo tuyo?
Me entregó un pequeño manuscrito enrollado, esforzándose por esbozar su afable sonrisa de antaño, aun cuando las lágrimas le empañaban la mirada. Desaté las hojas, eché un vistazo a las páginas escritas y vi ante mí, una vez más, los primeros capítulos de mi novela aún inconclusa. Una vez más observé aquellas páginas que había elaborado con infinita paciencia, reliquia familiar de aquella primeriza y espléndida ambición que había abandonado por amor. Eran recuerdos demasiado fieles de los tranquilos, ennoblecedores placeres a que me había dedicado, y que había perdido ya para siempre. ¡Ah, qué no daría yo por un solo pensamiento florecido, por el jardín de los sueños en que viví felizmente en el pasado!
–Cuidé esas hojas manuscritas, después de que tú las desecharas, con más esmero que cualquier otra de mis cosas -dijo Clara-. Siempre tuve claro que llegaría el día en que volverías a la ocupación que en otro tiempo te dio infinito placer y que era para mí infinito placer observar. Y no cabe duda de que ha llegado ese día. Estoy convencida, Basil, de que tu libro te ayudará a esperar con paciencia a que lleguen tiempos más felices; te ayudará mejor que ninguna otra actividad. Este lugar a buen seguro te resulta extraño y solitario; en cambio, ver esas hojas manuscritas, verme a mí a veces, siempre que pueda venir a verte, tal vez sirva para que casi te parezca un hogar. El cuarto no es… no es muy…
Se calló de repente. Vi que le temblaba el labio, vi que de nuevo se le enturbiaban los ojos. Cuando traté de manifestar toda la gratitud que sentía, se dio la vuelta rápidamente y dio en ajetrearse reordenando aquellos muebles desvencijados, ocultando los agujeros de las cortinas deshilachadas, transformando en la medida de lo posible la inhóspita incomodidad de mi único y miserable cuarto. Estaba aún absorta en esta ocupación cuando las campanas de la iglesia más cercana dieron la hora, la hora que le avisaba de que no se quedase más.
–Debo marcharme -dijo-; es más tarde de lo que pensaba. No temas por mi regreso; la vieja Martha me acompañó hasta aquí y está esperando abajo para volver conmigo; ya sabes que podemos confiar en ella. Escríbeme tan a menudo como te sea posible; a diario tendré noticias tuyas gracias a Ralph, pero también me gustaría recibir carta tuya de vez en cuando. No pierdas las esperanzas y sé tan paciente, querido, a pesar del infortunio, como deseas que yo también lo sea. Sabes que yo no perderé la esperanza. No le digas a Ralph que he venido a verte; tal vez se enfade. Volveré a la primera oportunidad que tenga. Adiós, Basil. Procuremos despedirnos con alegría, con la esperanza de que lleguen pronto tiempos mejores. Adiós, querido, adiós, pero sólo por ahora.
A punto estuvo de fallarle la compostura cuando me dio un beso y se volvió hacia la puerta. Me indicó con un gesto que no la siguiera a la planta baja y, sin volver la vista atrás, se marchó de prisa de mi cuarto.
Fue provechoso para mantener nuestro secreto que se abstuviera con tanta decisión de aplazar su partida. Sólo habían pasado unos minutos desde la despedida, y aún estaba fresco en mi corazón el adorable influjo, el consuelo que me dio su presencia; estaba yo mirando con tristeza aquellas páginas manuscritas que tan preciadas habían sido para mí, y que ella había querido devolverme, cuando regresó Ralph de North Villa. Le oí subir a saltos, a la carrera, los desvencijados escalones de madera. Entró en mi cuarto más impetuosamente que nunca.
–¡Excelente! – dijo, al tiempo que de un salto se acomodaba igual que antes, sobre la cama-. Podemos comprar al señor Tendero por lo que nos dé la real gana y podemos, incluso, dejarle sin nada que llevarse a la boca, si es que preferimos ser tacaños con él. Su inocentísima hija ha hecho la mejor de las confesiones, y la ha hecho en el momento oportuno. ¡Basil, muchacho! ¡Se ha marchado de casa de su padre!
–¿Qué quieres decir?
–¡Que se ha fugado al hospital!
–¡Mannion!
–¡Sí, Mannion! Tengo la carta que él le escribió. Y esa carta sí la incrimina, mucho más allá de las contradicciones de su padre. Conste que ese individuo no se anda con chiquitas. De todos modos, empecemos por el principio, que te lo contaré todo paso a paso. ¡Diantre, Basil! ¡Cualquiera diría, por tu aspecto, que te traigo malas noticias, en vez de buenas!
–No te preocupes por mi aspecto, Ralph. Te ruego que sigas.
–Bueno, pues lo primero que supe, nada más llegar a la casa, fue que la esposa de Sherwin estaba muñéndose. El criado tomó buena nota de mi nombre y fue a comunicárselo a su amo; yo pensé que, lógicamente, no iba a franquearme la entrada. ¡Nada de eso! Me permitió pasar de inmediato, y lo primero que me dijo ese individuo, el tal Sherwin, fue que su esposa solamente estaba enferma, que los criados exageraban y que estaba perfectamente dispuesto a enterarse de lo que el muy respetable hermano de Mr. Basil quisiera comunicarle. ¡Imagínate, llamarme a mí «muy respetable»! El muy imbécil, ya lo ves, fue tan astuto como para intentar de entrada un trato civilizado y cortés. ¡Nunca he visto con mis ojos a un despojo humano de aire tan penoso como ése! Tomé de inmediato la medida del individuo y en dos minutos le dije con toda exactitud a qué había ido a verle, sin suavizar una sola palabra.
–¿Y cómo te contestó?
–Tal como me esperaba, empezó por echar bravatas inmediatamente. Le paré los pies justo cuando mascullaba su segundo juramento. «Señor mío -le dije con toda cortesía-, si se propone hacer de esta reunión un muestrario de juramentos y maldiciones, creo que es de justicia informarle de antemano que lo más probable es que se lleve con mucho la peor parte. Cuando haya agotado todo el repertorio de juramentos en inglés, le advierto que puedo jurar con toda soltura en cinco lenguas distintas: siempre he tenido por principio devolver cualquier insulto con interés compuesto, y no exagero cuando le digo que soy muy capaz de dejarle a la altura del barro si se trata de jurar y de maldecir, siempre y cuando persista en darme ese ejemplo. Así pues, si tiene la bondad de seguir explicándose, le ruego que lo haga; estoy listo para oír lo que quiera decirme.» Mientras yo hablaba, dio en mirarme fijamente, en un estado de total asombro y desamparo; cuando hube terminado, comenzó a echar bravatas de nuevo, aunque esta vez fueron bravatas pomposas y dignas, de corte parlamentario, que terminó cuando sacó del bolsillo interior tu infortunado certificado de matrimonio, aseverando por quincuagésima vez que su niña era inocente y proclamando que a toda costa te obligaría a reconocerla como esposa legal, siempre y cuando quisiera presentarse ante un magistrado con dicha intención. Imagino que eso mismo es lo que dijo cuando tú fuiste a verle, ¿no es así?
–En efecto, casi palabra por palabra.
–Yo llevaba la respuesta preparada y se la solté a boca jarro, sin darle tiempo a guardarse el certificado en el bolsillo. «Ahora, Mr. Sherwin -le dije-, tenga la bondad de escucharme a mí. Mi padre tiene ciertos prejuicios de familia y ciertas delicadezas de los nervios, que yo no he heredado de él, aunque sí me propongo tomar las medidas oportunas para impedir que usted se aproveche. Al mismo tiempo, le ruego que haga lo posible por comprender que he venido a verle sin que él lo sepa. Conste, así pues, que no soy el embajador de mi padre, sino el de mi hermano, el cual como usted bien sabe se halla incapacitado para tratar con usted, porque no tiene ni el ánimo ni el mundo suficientes para tal empresa. Por lo tanto, en calidad de enviado de mi hermano, y por elemental consideración hacia los peculiares sentimientos de mi padre, le ofrezco a partir de mis propios recursos una determinada suma anual, un dinero más que suficiente para cubrir todos los gastos de su hija, que será pagadera trimestralmente con la condición de que ni ella, ni por supuesto usted, nos molesten nunca más, de que nunca y en ninguna parte hagan uso de nuestro apellido, y de que el casorio de mi hermano, que hasta la fecha se ha mantenido en secreto, sea en el futuro consignado al olvido definitivo. Nosotros seguimos opinando que su hija es culpable; usted sigue convencido de que es inocente. Nosotros queremos comprar su silencio; usted tiene silencio que vender cada trimestre. Si alguna de las partes vulnera las condiciones pactadas, cada una dispone de un remedio: el suyo es un remedio bien fácil, el nuestro es mucho más difícil. Este acuerdo, sumamente injusto y peligroso para nosotros, sumamente ventajoso y seguro para usted, ¿debo entender que lo rechaza?» «Señor -dice con toda solemnidad-, sería indigno de ser padre…» «Muchas gracias -comenté, con la sensación de que recaía otra vez en el paternalismo-. Muchas gracias, le entiendo muy bien. Si le parece, podemos pasar al reverso de la cuestión.»
–¿El reverso? ¿Qué reverso, Ralph? ¿Qué más pudiste añadir?
–Aguarda, que ya lo sabrás. «Estando como está por su parte totalmente decidido -le dije- a no ceder de ninguna manera, a obligar a mi hermano, incluida toda su familia, cómo no, a reconocer por esposa a una mujer sobre cuya culpabilidad no tenemos la más mínima duda, piensa que podrá lograr su propósito amenazándonos con un escándalo. ¡Pues basta ya de amenazas! ¡Arme el escándalo que usted quiera! ¡Vaya a ver cuanto antes a los magistrados! ¡Dé nuestros nombres y apellido en cualquier periódico, táchenos de ser una familia relacionada por matrimonio con la hija de Mr. Sherwin, el dueño de una pañería, a quien considera mancillada para siempre como mujer y como esposa! Haga lo peor que se le ocurra; publique todos los particulares vergonzosos que pueda. ¿Qué provecho obtendrá con ello? La venganza, se lo garantizo. Ahora bien, ¿le reportará la venganza un solo penique a sus arcas? ¿Servirá la venganza para pagar el menor gasto del mantenimiento de su hija? ¿Es que la venganza nos obligará a acogerla en nuestro seno? ¡Ni muchísimo menos! Nos habremos visto acorralados; ya no tendremos que temer ningún escándalo después de que nos haya denunciado; tampoco nos quedará remedio ninguno a la situación, si se exceptúa un remedio harto desesperado, y recurriremos a la ley; recurriremos a la ley abiertamente, con osadía, y conseguiremos el divorcio. Disponemos de pruebas por escrito, pruebas de las que usted no tiene conocimiento, y podemos recurrir a testigos que usted nunca podría amordazar. Yo no soy abogado, pero me juego quinientos contra uno (¡conste que en términos amistosos, mi querido señor!) a que nos salimos con la nuestra. ¿Que qué viene después? Le devolvemos a su hija, sin un solo andrajo de carácter con el que cubrirse, y nos lavamos cómodamente las manos respecto de ustedes dos.»
–¡Ralph! ¡Pero… Ralph! ¿Cómo has podido…?
–¡Calla! ¡Déjame terminar, y ya verás! Está bien claro que no podíamos llevar a cabo la amenaza del divorcio, lo sé de sobra, sin que ello entrañase la muerte de mi padre, pero también pensé que un poco de sosegado abuso por mi parte podría sentarle pero que muy bien al señor tendero Sherwin. Y no me equivocaba. No habrás visto en tu vida a un hombre más escocido que él cuando se quedó sentado sobre el afilado borde de un dilema. Yo me mantuve en mis trece a pesar de los pesares. Una de dos: o el dinero y el silencio, o el escándalo y el divorcio, lo que más le gustara. «Niego todas las infames imputaciones que usted me hace», dijo. «Ésa no es la cuestión», repuse. «Iré a ver personalmente a su padre», dijo. «No le será permitida la entrada», contesté. «Le escribiré», dijo. «No llegará a recibir su carta», respondí. Así llegamos a un callejón sin salida. Él comenzó a balbucear, yo me refresqué con una pizca de rapé. Cuando por fin se dio cuenta de que no iba a llegar a ninguna parte, prescindió de la buena educación y retomó su talante de tendero. «Aun cuando consintiera en acceder a este abominable compromiso, ¿qué será de mi hija?», inquirió. «Lo mismo que sucede con cualquier otra persona que disponga de una cómoda asignación anual con la que puede vivir de forma más que decente», contesté. «El afecto que siento por mi hija, a la que tan profundo daño se ha causado, me inclina a consultar con ella, a saber cuáles son sus deseos, antes de que zanjemos esta cuestión -dijo-. Subiré a verla.» «Muy bien, yo le espero aquí mismo», repuse.
–¿Y no puso ninguna objeción?
–No, en modo alguno. Marchó al piso de arriba y en pocos minutos volvió corriendo, con una carta abierta en la mano, con aspecto de que el demonio hubiera venido a reclamarlo antes de que le llegase la hora. En los últimos peldaños de la escalera tropezó, se sujetó a la balaustrada y, en ese momento, se le cayó la carta que llevaba; enfiló el corredor con tal furia y tal premura que parecía un demente, arrancó el sombrero del colgador en que se hallaba y salió a la carrera. Por los pelos le oí decir que su hija volvería a casa, vaya que sí, en cuanto le pusiera una camisa de fuerza. Entre el tropezón, su apasionamiento y sus prisas, nunca se le pasó por la cabeza volver a recoger la carta que se le había caído por encima de la balaustrada. La recogí antes de marcharme, pues sospeché que podrá constituir una muy buena prueba a nuestro favor, y no me equivoqué. Léela tú mismo, Basil; tienes todo derecho moral y legal sobre este preciado documento. Aquí tienes.
Tomé la carta y leí, en la inequívoca caligrafía de Mannion, estas palabras fechadas en el hospital:
«He recibido tu última nota y no me extraña nada que estés cada vez más impaciente bajo tantas presiones. Sin embargo, recuerda que si no hubieras actuado tal como te avisé que actuaras de antemano en caso de accidente, si no hubieras protestado y no hubieras insistido en tu inocencia ante tu padre, si hubieras mantenido un silencio absoluto ante tu madre, si no te hubieras opuesto en un retiro absoluto, conduciéndote como una mártir doméstica, y si no hubieras evitado, en calidad de víctima, toda mención voluntaria del nombre de tu marido, ahora te hallarías en una situación muy delicada. Como no estaba en condiciones de ayudarte, lo único que podía hacer era enseñarte a salir con bien por tus propios medios. Te di la lección, y tú has sido lista y has sabido sacar partido.
»Ahora ha llegado el momento de introducir un cambio en mis planes. He sufrido una recaída, y aún es incierto en qué fecha pueda obtener el alta del hospital. Dudo que sea seguro, tanto para ti como para mí mismo, que permanezcas aún en casa de tu padre y que esperes allí a que me cure del todo. Por lo tanto, es preferible que vengas a verme mañana mismo, y que lo hagas a cualquier hora en que puedas salir sin que nadie se dé cuenta. Te permitirán la entrada en calidad de visitante y te acompañarán hasta mi lecho si preguntas por Mr. Turner, que es el nombre que he dado a las autoridades del hospital. Gracias a la ayuda de un amigo que se encuentra fuera de estos muros, he encontrado un lugar en el que podrás alojarte sin que nadie te descubra, hasta que yo sea dado de alta y pueda reunirme contigo. Podrás venir, si quieres, dos veces por semana, y será mejor que lo hagas, para acostumbrarte a la visión de mis lesiones. En mi primera carta ya te expliqué cómo y dónde me habían sido producidas; cuando las veas con tus propios ojos, estarás mejor preparada para conocer cuáles son los planes que tengo para el futuro, así como para saber de qué forma podrás contribuir a llevarlos a la práctica.
–No -repuso-; Sherwin dejó caer la carta tal y como te la acabo de entregar. Sospecho que la muchacha se llevó el sobre, seguramente convencida de que llevaba dentro la carta que había dejado atrás. La pérdida del sobre no tiene la menor importancia. Mira, ese individuo ha escrito el nombre de ella al pie de la página con toda la frialdad del mundo, como si fuese correspondencia ordinaria. Es todo lo que necesitamos en nuestra futura negociación con su padre.
–Pero Ralph, ¿tú crees que…?
–¿Que si creo que su padre la llevará a la fuerza a su casa? Si llega a tiempo de pescarla en el hospital, no me cabe la menor duda de que se la llevará. De lo contrario, sospecho que tendremos ciertos problemas por nuestra parte. Para mí, las cosas se encuentran de la siguiente forma, Basil: después de leer esa carta, después de comprobar que su hija se había fugado, Sherwin no tiene más remedio que callarse de una vez y dejar de afirmar la inocencia de su hija; por eso, bien podemos considerar que lo suyo queda zanjado, atado y bien atado. En cuanto a ese otro granuja, ese Mannion, es preciso reconocer que escribe como si se propusiera hacer algo realmente peligroso. Si de veras se propone fastidiarnos la vida, le dejaremos marcado una vez más. ¡Y la próxima vez seré yo quien lo haga, aunque sólo sea para variar! Él no tiene un certificado de matrimonio con el que darnos en la cabeza, está claro. ¡Eh! ¿Qué te sucede? ¿Por qué estás tan pálido otra vez?
Percibí que me cambiaba el color mientras le escuchaba hablar. Había algo realmente ominoso en el contraste que en ese momento no me quedó más remedio que notar, el contraste que se daba entre la enemistad de Mannion tal como la estimaba Ralph en su ignorancia y tal como yo la conocía en verdad. El primero de los pasos conducentes a la conspiración con que me había amenazado ya se había dado con la fuga de Margaret de casa de su padre. ¿No debería mostrar a mi hermano la carta que había recibido de Mannion, estando ante el primerísimo aviso de los sucesos que estaban por desencadenarse? ¡No! Contra los peligros que me amenazaban, la defensa que Ralph sin lugar a dudas me aconsejaría, la defensa que casi con toda seguridad pondría en práctica, solamente serviría para incluirle a él en la persecución que de por vida me amenazaba. Repitió ese comentario sobre mi súbita palidez, y me limité a dar cuenta del mismo con alguna excusa vulgar, mientras le rogaba que prosiguiera.
–Basil -dijo-, supongo que la verdad es que no te queda más remedio que estar un tanto perplejo, aunque nunca debieras haber esperado nada mejor de esa muchacha, al saber que ha seguido con arrojo al tal Mannion incluso al hospital. – Y Ralph estaba en lo cierto; a pesar de mí, esa sensación contaba entre las muchas que me influían en ese momento-. De todos modos, si dejamos eso a un lado, entiendo que estamos preparados para dejar que ella elija lo que quiera, que viva como más le plazca, al menos mientras no quiera vivir con nuestro apellido. ¡He ahí el gran temor, la gran dificultad con que nos tropezamos! Si Sherwin no la encuentra, nosotros debemos encontrarla; en caso contrario, nunca estaremos del todo seguros de que no haya contraído deudas de toda clase afirmando ser tu esposa. Si su padre consigue llevarla a su casa, podré llegar a un acuerdo con ella en North Villa; si no, tengo que conseguir noticias de ella, allá donde quiera que se esconda. Ahora, ella es la única espina que tenemos por nuestra parte, y es preciso extraernos esa espina con unas pinzas de oro y hacerlo tan pronto podamos. ¿No te das cuenta, Basil?
–Me doy cuenta, Ralph.
–Muy bien. Ya sea esta noche, ya sea mañana por la mañana, me pondré en contacto con Sherwin, para averiguar si le ha echado el guante. Si no lo ha conseguido, será preciso que vayamos al hospital, a ver qué podemos descubrir por nuestra cuenta. No te pongas tan triste, no estés tan abatido, Basil, que yo iré contigo; ahora bien, ten en cuenta que por fuerza has de venir conmigo, ya que tal vez me vea obligado a recurrir a ti. Ahora ha llegado el momento de dar por terminadas las pesquisas, al menos por hoy. Me lo he ganado. Además, he de regresar junto a mi señora (por desgracia, es una de las mujeres más sensibles que hay en el mundo entero), ya que, si no, pondrá un anuncio en todos los periódicos. Saldremos de ésta, mi querido compañero. ¡Ya lo verás! Oye, a propósito: ¿no sabrás de una simpática casita sin adosar en el barrio de Brompton, verdad? Casi todos mis viejos amigos del teatro viven por esa zona. ¡Pero tiene que ser sin adosar, ojo! Si quieres que te diga la verdad, últimamente me ha dado por tocar el violín. Me pregunto qué venada me dará después de ésta. Mi señora me acompaña tocando el piano, y la verdad es que podemos ser una molestia execrable para los vecinos más próximos, ya lo ves. ¿No sabes de una casa así? No te importe; iré a ver a un agente, o algo por el estilo. Informaré a Clara esta misma noche de que estamos prosperando por el buen camino, siempre y cuando pueda dar esquinazo a la mujer más valiosa del mundo entero; es un poco obstinada, ¿sabes?, pero te aseguro que se trata de una mujer superior de verdad. No piensa más que en mi constancia en tocar el violín, en pagar el alquiler y los impuestos de una simpática villa en las afueras. ¡Hay que ver qué de prisa caen los hombres! En fin; adiós, Basil, adiós.
En su carta me informaba de que había escrito a Mr. Sherwin, limitándose a preguntarle si había recuperado a su hija o no. La respuesta a su pregunta no llegó hasta muy avanzado el día y fue una respuesta negativa: Mr. Sherwin no había podido encontrar a su hija. Se había marchado del hospital antes de que él llegase y nadie supo darle razón de dónde había ido. Su lenguaje y su talante, según él mismo reconocía, fueron tan violentos que le fue denegada la entrada en el ala en que se encontraba Mannion. Cuando volvió a casa, se encontró a su esposa a punto de morir, y esa misma noche falleció. Ralph decía que su carta era la de un hombre al que poco le faltaba para enloquecer. Sólo mencionaba a su hija para afirmar, en términos de total furia, que pensaba acusarla ante los parientes de su esposa de haber sido la causa directa de que su madre falleciera, mientras se desentendía de las más terribles acusaciones que pesaban sobre sus hombros, caso de que alguna vez llegase a cruzar palabra con ella, aun cuando le gustaría verla muñéndose de hambre por las calles. En una posdata, Ralph me informaba de que pasaría a verme a la mañana siguiente, para concertar las medidas oportunas para hallar el paradero de la hija de Sherwin.
Todas y cada una de las frases de su carta eran advertencia de la crisis que estaba a punto de desencadenarse. Sin embargo, poca apetencia y menos poder tenía yp de aprestarme para ello. La supersticiosa convicción de que todos mis actos estaban regidos por una fatalidad que ninguna previsión humana podría alterar, ni menos aún evitar, fue haciéndose fuerte dentro de mí. Desde ese momento y en lo sucesivo, esperé el desarrollo de los acontecimientos con paciencia y sin inquirir nada al respecto, con la desamparada resignación de quien ha desesperado.
Llegó mi hermano puntual a su cita. Cuando me propuso que le acompañase en seguida al hospital, no dudé en hacer exactamente lo que él deseaba. Llegamos a nuestro destino y Ralph se acercó al portón para hacer las primeras indagaciones.
Aún estaba hablando con el celador de la entrada cuando un caballero que salía del hospital avanzó hacia ellos. Vi que reconocía a mi hermano y oí que Ralph prorrumpía en una exclamación.
–¡Bernard! Jack Bernard! ¿Cómo es posible que hayas venido a parar a Inglaterra?
–¿Y por qué no iba a venir? – repuso el otro-. Hace seis meses obtuve todos los títulos que pudieron expedirme en el parisino hospital del Hotel Dieu y no podía permitirme el lujo de seguir en París sólo por placer. ¿No recuerdas haberme llamado «desconocido, enmudecido Liston»[1] la última vez que nos vimos, hace ya mucho tiempo? Bueno, pues he venido a Inglaterra dispuesto a salir del anonimato y a convertirme en una de las más resplandecientes luminarias de la profesión. Aquí en el hospital hay trabajo de sobra y, en cambio, es lamentable que apenas haya práctica de la medicina en ningún otro lugar.
–¿No querrás decirme que perteneces a este hospital?
–Mi querido amigo, soy miembro del personal quirúrgico y ahora paso aquí dentro todos los días de mi vida.
–Entonces, eres el más indicado para esclarecer nuestras dudas. Ven, Basil; acércate y deja que te presente a un viejo amigo de París. Mr. Bernard, éste es mi hermano. Basil, a menudo me has oído hablar del hijo menor de Sir William Bernard, que prefirió dedicarse a curar los cuerpos de los seres humanos antes que curar sus almas, y que de hecho insistió en trabajar en un hospital, cuando bien podría haber vivido sin dar ni clavo, gracias a los dineros de su familia. Pues aquí lo tienes; seguro que es el mejor de los médicos, como es el mejor de los amigos.
–¿Es que traes a tu hermano al hospital para que siga mi loco ejemplo? – preguntó Mr. Bernard, cuando me estrechó la mano.
–No, no exactamente, Jack. Pero lo cierto es que nuestra visita tiene su miga. ¿Podemos charlar en algún sitio en privado? No serán más que diez minutos a lo sumo. Tenemos la intención de averiguar algo sobre uno de tus pacientes.
Nos hizo pasar a una sala vacía, en la planta baja del edificio.
–Deja que yo me ocupe del asunto -me susurró Ralph cuando nos sentamos-. Me enteraré de todo, ya verás. Muy bien, Bernard -añadió-. ¿Está aquí ingresado un individuo que se hace llamar Mr. Turner?
–¿Es que eres amigo de ese misterioso paciente? ¡Magnífico! Los estudiantes le llaman «el Gran Misterio de Londres», y me empieza a dar la sensación de que tienen toda la razón con ese apelativo. ¿Quieres subir a verlo? Cuando no lleva su máscara verdosa, debo decir que supone una visión bastante aterradora, en serio te lo digo, para quien no esté acostumbrado a lo que suele verse en esta profesión.
–No, no, al menos de momento; mi hermano, en cambio, no quiere verlo de ninguna manera. Lo que sucede es que, por determinadas circunstancias que no hacen al caso, nos vemos en la obligación de interesarnos por ese individuo. Como estoy seguro de que tú tampoco nos harás preguntas indebidas, te diré que se trata de algo que deseamos mantener en secreto.
–¡Desde luego!
–Entonces, dejémonos de preámbulos; el objeto de nuestra visita de hoy es averiguar todo lo que sea posible acerca del tal Mr. Turner y de las personas que hayan venido a verle. ¿Vino de visita una mujer hace dos días, o sea, anteayer?
–Así es, y se condujo de manera sumamente extraña, por lo que tengo entendido. No estaba yo en el hospital cuando ella se personó aquí, pero me han dicho que preguntó por Turner en términos de gran agitación. Se le indicó que acudiera al ala Victoria del hospital, que es donde está ingresado; cuando llegó, estaba excesivamente alterada y excitada, quizá por ver el ala llena de pacientes, por no estar acostumbrada a los hospitales. Fuera como fuese, aunque la enfermera le indicó la cama correspondiente, ella corrió con grandes prisas hacia una cama que no era la que buscaba.
–Entiendo -dijo Ralph-. Es como esas mujeres que van corriendo a subir al ómnibus que no deben, cuando el que tienen que tomar se halla delante de ellas.
–Exactamente. En fin, descubrió su error solamente después de haberse inclinado sobre el desconocido de la otra cama, ya que el ala estaba bastante a oscuras. El desconocido yacía con la cara mirando al otro lado. Para entonces, la enfermera llegó a su lado y la condujo a la cama que buscaba. Entonces, según tengo entendido, tuvo lugar otra escena de consideración. Al ver el rostro del paciente, que se halla terriblemente desfigurado, a punto estuvo de sufrir un ataque de nervios, según le pareció a la enfermera. Turner, sin embargo, la detuvo en seco. Se limitó a ponerle la mano sobre el brazo y a decirle algo al oído, y aunque la mujer se puso pálida como las cenizas, de inmediato se tranquilizó. Acto seguido, Turner le entregó una hoja de papel, le indicó que acudiera a la casa cuya dirección constaba en la hoja y le dijo que volviera al hospital en cuanto estuviera en condiciones de mostrar mayor aplomo. Ella se marchó rápidamente, sin que nadie sepa adonde fue.
–¿No ha preguntado nadie adonde fue?
–Sí, un individuo que dijo ser su señor padre y que se condujo como un loco. Llegó aquí una hora después de que ella se marchase y no quiso creer que de veras no supiésemos nada de ella. ¿Cómo demonios íbamos a saber algo, eh? Amenazó a Turner, a quien por cierto llamó Manning, o algún nombre parecido, de forma tan ultrajante que nos vimos obligados a negarle la entrada en el ala correspondiente. El propio Turner se niega a dar la más mínima información al respecto, pero yo me temo que sus lesiones son producto de alguna riña sostenida con el padre por culpa de la hija. Y tuvo que ser una riña salvaje, debo decirlo, a tenor de las consecuencias. Oye, perdóname, pero tu hermano parece enfermo. ¿Le resulta demasiado atosigante esta sala? – me preguntó.
–No, ni mucho menos. En absoluto. Es que me he restablecido hace poco de una grave enfermedad, pero le ruego que prosiga.
–Es muy poco más lo que aún tengo que decir. El padre salió hecho un basilisco, tal como había llegado. La hija aún no se ha presentado por segunda vez. Sin embargo, por lo que después he sabido acerca de su primer encuentro con el tal Turner, me atrevería a decir que volverá, seguro. Desde luego, si desea ver a Turner tendrá que venir, ya que éste no será dado de alta al menos hasta dentro de un par de semanas. Su salud ha empeorado bastante, pues se ha dedicado a escribir cartas sin cesar. Nos temíamos que tuviera una erisipela, pero el peligro ha pasado, al menos según creo.
–En cuanto a esa mujer -dijo Ralph-, es de la máxima importancia que sepamos cuál es su paradero. ¿Hay alguna posibilidad de que algún tipo avispado la siga a su casa la próxima vez que venga al hospital? Estamos dispuestos a pagar lo que sea.
Mr. Bernard titubeó unos instantes, considerando la cuestión.
–Creo que podré resolverlo con el celador de la entrada, después de que os vayáis -dijo-, siempre y cuando me dejéis plena libertad para darle la remuneración que me parezca necesaria.
–Cualquier cosa, compañero. ¿Tienes pluma y tintero? Te anotaré la dirección de mi hermano para que le comuniques a él los resultados de la investigación tan pronto los tengas.
Mientras Mr. Bernard se entretenía en el otro extremo de la sala, buscando recado de escribir, Ralph me susurró algo casi al oído.
–Si me lo comunicase a mi domicilio, mi señora podría ver su carta. Es una persona sumamente amigable, teniendo en cuenta cómo son las de su sexo; ahora bien, si la información del domicilio de una mujer, dirigida a mí, cayera en sus manos… ¡Ya me entiendes, Basil! Además, será más fácil que tú mismo me lo digas cuando Jack te lo haga saber. ¡Anímate, jovencito! Todo va saliendo a pedir de boca; navegamos viento en popa y con la marea a favor.
En ese momento, Mr. Bernard nos trajo pluma y tintero. Mientras Ralph anotaba mi dirección, su amigo se dirigió a mí.
–Confío en que no suponga que es mi deseo entrometerme en sus secretos si le advierto, dando por hecho que su interés por Turner es exactamente lo contrario de un interés amistoso, que esté muy al tanto cuando por fin sea dado de alta en el hospital. Una de dos: o hay antecedentes de locura en su familia, o su cerebro ha sufrido gravemente debido a sus lesiones más visibles. Legalmente, está en perfectas condiciones de moverse a sus anchas, ya que es capaz de mantener la apariencia de estar en pleno dominio de sus facultades para todos los asuntos de la vida ordinaria. Moralmente, estoy convencido de que tiene una peligrosa manía persecutoria, una manía relacionada con una idea fija, aún no sé cuál, que no le deja descansar a sol ni a sombra. Me jugaría lo que fuese a que morirá en una cárcel o en un manicomio.
–Y yo también me jugaría lo que fuese -dijo Ralph-, si es que está tan loco como para molestarnos, a que nosotros somos quienes habremos de encerrarlo. Ten, ésta es la dirección. Ahora, ya no es necesario que te hagamos perder más el tiempo. He alquilado una casa en Brompton, Jack; tenéis que venir los dos, Basil, a cenar un día de éstos. En cuanto tenga puestas las alfombras.
Salimos de la estancia. Según cruzábamos el vestíbulo, un caballero abordó a Mr. Bernard y habló con él.
–La fiebre que tiene ese hombre ingresado en el ala Victoria por fin se ha declarado -dijo-. Esta misma mañana se han presentado los síntomas.
–¿Y qué indican?
–Tifus de un carácter sumamente maligno, no cabe la menor duda. Venga, subamos a verlo.
Vi que Mr. Bernard se ponía en marcha y vi que miraba de reojo a mi hermano. Ralph miró fijamente a su amigo.
–¡El ala Victoria! ¿Cómo ha mencionado…? – exclamó, pero se calló de pronto, con un repentino y extraño cambio de expresión. Acto seguido, hizo un aparte con Mr. Bernard-. Quiero preguntarte -le dijo- si la cama que ocupa ese hombre del ala Victoria cuya fiebre ha resultado ser tifus es la misma, o si está cerca de…
El resto de la frase no conseguí oírlo, ya que ambos se alejaron caminando.
Después de hablar en susurros por unos instantes, volvieron a reunirse conmigo. Mr. Bernard le explicaba a Ralph, en esos momentos, las distintas teorías sobre el contagio.
–Yo tengo la impresión -dijo- de que esa infección en concreto se contagia a través de los pulmones. Basta respirar el ambiente viciado que rodea de cerca a la persona afectada, y que viene a constituir una esfera de medio metro de radio a su alrededor, para que su enfermedad se contagie a quien lo respire, siempre y cuando, claro está, exista en el individuo expuesto a la enfermedad una predisposición constitutiva al contagio. Sabemos de sobra que esta predisposición se incrementa notablemente por una agitación mental, por una debilidad física; sin embargo, en el caso del que estamos hablando -y me miró de arriba abajo-, las posibilidades del contagio deben de ser de un cincuenta por ciento. Sea como fuere, no puedo hacer previsiones en esta fase inicial.
–¿Nos escribirás tan pronto sepas algo? – dijo Ralph estrechándole la mano.
–En cuanto me entere de algo, desde luego. Tengo bien guardada la dirección de tu hermano.
Nos despedimos. Ralph estuvo insólitamente serio y silencioso durante el camino de vuelta. Me dejó muy bruscamente a la entrada de la casa en que me alojaba, sin haber hecho referencia a nuestra visita al hospital.
Así pasó una semana, sin tener noticias de Mr. Bernard. Durante todo este tiempo prácticamente no vi a mi hermano, que estaba muy ocupado con el traslado a su nueva casa. A finales de la semana, vino a informarme de que se hallaba a punto de abandonar Londres por espacio de unos cuantos días. Mi padre le había pedido que fuera a la casa que tenía la familia en el campo por un asunto relacionado con la administración local de las fincas. Ralph seguía teniendo el mismo rechazo de siempre por las cuentas del mayordomo y por las consultas de los abogados, pero se sintió obligado, por gratitud a la especial amabilidad que había tenido mi padre con él desde que regresó a Inglaterra, a poner coto a sus propias inclinaciones y a mostrar la debida compostura, yendo al campo cada vez que allí era requerida su presencia. No contaba con estar fuera de Londres más de dos o tres días, pero me encomendó, pese a todo, que le escribiera si recibía noticias del hospital durante su ausencia.
Durante la semana, Clara vino dos veces a verme, y en ambas ocasiones se escapó de casa en secreto, como hiciera antes. En ambas ocasiones manifestó la misma afectuosa preocupación por darme ejemplo con su ánimo y por manifestar su esperanza. Con tristeza y con una aprensión que no fui totalmente capaz de ocultarle, me di cuenta de que la expresión de fatiga no había abandonado su rostro, y de que ni siquiera había disminuido desde la primera vez que la vi. Ralph, por la debida delicadeza, había evitado toda ocasión de incrementar las preocupaciones ocultas que de forma bien visible acuciaban la salud de mi hermana, para lo cual la mantuvo perfectamente al margen de nuestra visita al hospital y, evidentemente, de los particulares que habíamos acordado desde que él regresó a Inglaterra. Yo me cuidé como debía de guardar el mismo secreto durante las breves entrevistas que mantuvimos los dos. Después de su tercera visita, se despidió de mí con una tristeza inmensa, que en vano se esforzó por disimular. Poco podía pensar yo entonces que sería la última vez en que oyera su voz dulce y cristalina, antes de marcharme a la región más alejada, al oeste de Inglaterra, desde donde escribo ahora.
Al final de la semana -era sábado, me acuerdo- salí de mi alojamiento de buena mañana, con la idea de ir al campo. No pensaba volver antes de que anocheciera. Al levantarme había percibido en mi pecho una intensa opresión, poco menos que irresistible. Aunque no hacía un calor excesivo, me sudaba la frente con profusión; el aire de Londres se me hizo cada vez más irrespirable; notaba el corazón tenso y a punto de estallar, y las sienes me latían como si tuviera fiebre; mi propia vida parecía depender de que saliera al aire libre, a un lugar en el que encontrase la sombra de los árboles, el agua que corriese fresca y que refrescara sólo de mirarla. Por eso me puse en camino, sin pensar siquiera en la dirección que había emprendido, y pasé el día entero en el campo. La tarde dejaba paso a la noche cuando regresé a Londres.
En mi alojamiento, pregunté a la criada que me abrió la puerta si se había recibido alguna carta para mí. Me contestó que sí, que había llegado una carta en cuanto me marché por la mañana, y que me la había dejado encima de la mesa. Nada más mirarla me fijé en el nombre de Mr. Bernard estampado en el remite. Abrí la carta con ansiedad, y esto fue lo que leí.
«Privado»Viernes
»Mi estimado señor,
»En la hoja que le adjunto hallará la dirección de la mujer de que me habló su hermano cuando nos encontramos en el hospital. Lamento comunicarle que las circunstancias en que he obtenido esta información sobre su domicilio son de naturaleza harto luctuosa.
»El plan que ideé para descubrir su residencia, de acuerdo con la sugerencia de su hermano, resultó infructuoso. La mujer nunca vino por segunda vez al hospital. Su dirección la he recibido esta mañana del propio Turner, quien me suplicó que le hiciera una visita de índole estrictamente profesional, pues no tiene ninguna confianza en el médico que estaba al cuidado de la mujer. Existen múltiples razones por las cuales acceder a esta solicitud es desde mi punto de vista cualquier cosa, salvo una labor grata o deseable. Ahora bien, a sabiendas de que usted -o su hermano, tal vez debería decir- estaban interesados por esa joven, decidí aprovechar la primerísima oportunidad que tuviera para visitarla y celebrar la consulta pertinente con su médico de cabecera. No iba a poder acudir a su domicilio hasta bien entrada la tarde. Cuando llegué, la encontré aquejada por uno de los peores ataques de tifus que recuerde haber visto en toda mi vida. Creo que es mi deber afirmar con toda sinceridad que la considero en peligro inminente. A la vez, creo adecuado informarle de que el caballero que está a su cuidado no comparte esa opinión conmigo, pues entiende que aún hay bastantes posibilidades de salvarla.
»No puede caber ninguna duda, de todos modos, sobre el hecho de que fue infectada por el tifus cuando vino al hospital. Tal vez recuerde cómo les conté que la enorme agitación que sentía cuando entró en el ala Victoria la había privado de todo dominio de sí, y que en esa situación se dirigió a una cama que no era la que buscaba, sin que la enfermera pudiera impedírselo. El hombre a quien confundió con Turner padecía entonces una fiebre que aún no se había declarado de forma específica, pero que finalmente resultó ser una fiebre tifoidea, tal como supimos el día mismo en que usted y su hermano vinieron al hospital. La enfermedad de este paciente debía de hallarse ya en fase infecciosa cuando la mujer se inclinó sobre él, bajo la falsa impresión de que era la persona que había ido a visitar. Aunque se apartó de él de inmediato, en cuanto descubrió su error, tuvo tiempo de respirar el ambiente que rodeaba a ese paciente y de contraer, por tanto, la infección; la agitación mental que padecía en esos momentos, según tengo entendido, sumada a una considerable debilidad física, la hacían especialmente propensa a contraer la peligrosa enfermedad a la que por puro accidente estuvo expuesta.
»Desde que se presentaron los primeros síntomas de la enfermedad, el pasado sábado, no creo que se haya cometido el más mínimo error según el tratamiento médico que se le ha administrado. Hoy permanecí algún tiempo junto a su lecho, decidido a observarla. El delirio que suele darse como resultado más o menos habitual del tifus es particularmente intenso en su caso, y se manifiesta tanto en el habla como en sus gestos. Ha sido imposible aplacarla por los medios que hasta la fecha se han probado. Mientras me hallaba junto a ella, no dejó de llamarle a usted por su nombre, insistiendo en que tenía que verlo como fuera. Me ha informado el médico que la atiende de que sus desvarios han discurrido en esa dirección durante las últimas veinticuatro horas de forma invariable. Ocasionalmente, mezcla otros nombres con el suyo, aunque los menciona como si de hecho los aborreciera; ahora bien, su insistencia en suplicar su presencia de usted es tan llamativa que me siento tentado, solamente por lo que he tenido ocasión de oír, de sugerir que de veras acuda usted a verla, pues cabe la posibilidad de que ejerza sobre ella algún efecto tranquilizador. Al mismo tiempo, si teme contraer la infección, o si no siente la inclinación de adoptar la opción que le señalo, por razones personales en las que yo no tengo ni el derecho ni el deseo de inmiscuirme, no considere de ninguna forma que es su deber acceder a mi propuesta. Puedo asegurarle con la conciencia bien tranquila que el deber no tiene nada que ver con esto.
»Sin embargo, tengo otra sugerencia que hacerle, una sugerencia de naturaleza positiva y a la que casi con toda seguridad dará usted su aprobación. Convendría que sus padres, o algún pariente suyo si es que no tiene padres, fueran informados de su situación. Posiblemente conozca usted a alguno de sus familiares cercanos, por lo cual podrá cumplir este buen oficio. Está muriéndose en un lugar que no es el suyo, entre personas que la rehuyen tal como lo harían frente a una pestilencia. Aun cuando sólo sea para proceder a su enterramiento, algún pariente debiera acudir de inmediato a su lado.
»Yo la visitaré mañana en dos ocasiones, por la mañana y por la noche. Si no tiene el deseo de arriesgarse a verla, y le repito que no es en modo alguno imperativo que combata esa repugnancia si la tiene, quizá quiera comunicarse conmigo en mi domicilio particular.
Atentamente suyo,
Cuando se me cayó la carta de las manos temblorosas, cuando por vez primera expresé para mis adentros la pregunta más temible -es decir, «¿Tengo yo, a sabiendas de que sólo pensar en ver de nuevo a esta mujer ha sido para mí una contaminación de la que a toda costa he querido alejarme, tengo yo la fuerza de voluntad necesaria para velar junto a su lecho de muerte? ¿Tengo el valor de verla morir?»-, entendí a la perfección de qué manera me había fortificado el sufrimiento, a la vez que me había vuelto más humilde. Sólo entonces comprendí cómo la aflicción tiene el poder de purificar, además del de entristecer.
Todos los amargos recuerdos del mal que me había causado, de la miseria que había sufrido yo a sus manos, dejó de tener presencia en mi ánimo. Una vez más, las últimas palabras de lamento que escaparon de labios de su madre -«¿Quién rezará por ella cuando yo haya muerto?»- parecieron murmurarme al oído y en plena armonía aquellas otras divinas palabras con que la Voz del Monte de los Olivos inculcó en nosotros la necesidad de otorgar el perdón a las injurias de toda la humanidad.
Estaba muriéndose; estaba muriéndose entre desconocidos, presa de la aberrante locura de la fiebre. Y el único ser de todos los que la conocían, el único cuya presencia junto a su lecho de muerte aún podría aportar algo de calma a sus últimos momentos, para entregarla con quietud y con ternura a la muerte, era el hombre a quien ella había engañado y deshonrado de forma despiadada, el hombre cuya juventud había arruinado, cuyas esperanzas había truncado para siempre. ¡Qué extraño era que el destino nos hubiese juntado, tras separarnos de forma tan terrible! ¡Qué espantoso era que nos uniese otra vez al final!
Por considerables que fueran, ¿qué suponían mis errores? Por punzantes que fueran, ¿qué suponían mis sufrimientos? ¿Cómo era posible que se interpusieran entre esa mujer a punto de morir y la última esperanza de hacerle recobrar la conciencia, de hacerle saber que estaba a punto de presentarse ante el trono de Dios? El único recurso que el saber de los hombres y la piedad de los hombres sugería, el único posible, no era otro que aferrarse a la posibilidad de que aún pudiera recuperar el sentido para arrepentirse antes de entregarse a la muerte. ¿Cómo pude comprender que en aquellos gritos incesantes con los que había invocado mi nombre resonaba la última angustia terrena de un espíritu torturado, que me llamaba para que derramase yo una sola gota de agua que así refrescase el ardor de su culpa, una sola gota de las aguas de la paz?
Tomé del suelo la carta de Mr. Bernard y la remití a mi hermano, limitándome a escribir en un espacio en blanco una sola frase: «He ido a sosegarla en sus últimos momentos». Antes de partir, escribí a su padre conminándole a que acudiera a su lecho de muerte. Ahora ya no podría hurtarse a la culpa de su ausencia -si es que su natural despiadado y endurecido contra ella no cambiaba al final-, de la que yo sí me había desquitado. Me abstuve de pensar de qué manera contestaría a mi carta, pues recordaba las palabras que había escrito a mi hermano, en las que declaraba que estaba más que nunca dispuesto a acusar a su hija de haber sido la causante de la muerte de su madre; incluso sospeché entonces que estaba deseoso de cargar sobre su hija la culpa vergonzante del penoso trato que él había dado a su desdichada esposa.
Tras escribir esta segunda carta, marché de inmediato a la casa cuya dirección me había dado Mr. Bernard. No pensé en mí; no pensé siquiera en el peligro que sugería la ominosa revelación que sobre Mannion contenía la posdata de la carta del cirujano. En la inmensa calma, en la celestial serenidad que se había adueñado de mi espíritu, el fuego arrasador de todas las sensaciones que sólo pertenecían a este mundo parecía apagado para siempre.
Eran las once cuando llegué a la casa. Me abrió la puerta una mujer sucia y malhumorada.
–Ah, supongo que será usted otro médico -musitó, a la vez que me miraba con ojos de pocos amigos-. En fin, ojalá fuese el enterrador, ojalá viniera a llevársela de mi casa antes de que nos pegue a todos la muerte. ¡Ahí tiene! Ese que baja la escalera es el otro médico, él le dirá cuál es la habitación, que yo no pienso acercarme ni por el forro.
Al tomar de sus manos la palmatoria, vi que Mr. Bernard bajaba las escaleras hacia mí.
–Me temo que ya no puede hacerse nada -dijo-, pero me alegro de que haya venido.
–Entonces, ¿no hay esperanza?
–A mi juicio, ni la más remota. Vino Turner esta mañana; que ella le reconociera o no, estando sumida en el delirio, no podría asegurarlo. Lo cierto es que empeoró tanto en su presencia que he insistido en que no vuelva a verla más, salvo si cuenta con expreso permiso médico. Ahora mismo no hay nadie más en la habitación. ¿Está dispuesto a subir de inmediato?
–¿Sigue hablando de mí en sus desvarios?
–Sí, tan continuamente como siempre.
–Entonces, estoy listo para acudir junto a su lecho.
–Por favor, le ruego que se dé cuenta de que siento en lo más profundo el sacrificio que hace usted. Desde que le escribí, por lo que ha dicho en sus delirios me he percatado… -vaciló-. Me he percatado de mucho más, me temo, de lo que usted hubiese querido hacerme saber, teniendo en cuenta que no soy más que un desconocido. Me limitaré a decirle que los secretos que se revelan inconscientemente en el lecho de muerte de un enfermo son para mí secretos sagrados, tal como lo son para todos los que nos dedicamos a mi vocación. Lo que inevitablemente he sabido en el cuarto de la enferma es doblemente sagrado, en mi estima, teniendo en cuenta que afecta a un pariente cercano y muy querido de uno de mis más viejos amigos. – Hizo una pausa y me tomó afectuosamente la mano, para añadir: -Estoy seguro de que se tendrá por recompensando por todas las duras pruebas que habrá de pasar esta noche, siempre y cuando pueda recordar en los años venideros que su presencia ha servido para sosegar su espíritu en sus últimos momentos.
Su simpatía y su delicadeza me tocaron en lo más profundo, hasta el punto de que no supe expresarlo con palabras. Sólo pude expresar mi gratitud con la mirada, en el momento en que me pidió que lo siguiera al piso de arriba.
Entramos sin hacer ruido en la habitación. Una vez más, aunque por última vez en este mundo, me encontré en presencia de Margaret Sherwin.
Ni siquiera verla como la había visto por última vez me supuso una visión tan desdichada como contemplarla ahora, abandonada en su lecho de muerte, tendida en una gran agitación y con la cabeza apartada de mí, cubriéndose y descubriéndose el rostro con sus largos mechones de pelo negro, musitando mi nombre sin cesar, en un sueño provocado por la fiebre:
–¡Basil! ¡Basil! ¡Basil! ¡No dejaré de llamarle hasta que venga! ¡Basil! ¡Basil! ¿Dónde está? ¡Oh! ¿Dónde, dónde está?
–Está aquí -dijo el doctor, tomando la palmatoria de mi mano y sosteniéndola de tal modo que me iluminase de lleno la cara-. En cuanto se dé la vuelta, mírela, hable con ella como lo haría en condiciones normales -me dijo, en un susurro.
Ella siguió sin moverse. Siguió hablando con aspereza, con fiereza incluso, con rapidez, con esa voz que había sido otrora la música a cuyo compás me latía el corazón, y que era ahora la discordancia bajo la cual se retorcía.
–¡Basil! ¡Basil! – decía, cada vez más de prisa-. ¡Traédlo aquí! ¡Traédme a Basil!
–Aquí está -repitió Mr. Bernard, en voz bien alta-. ¡Mírelo! ¡Aquí lo tiene!
Se dio la vuelta un instante y se apartó con violencia el cabello de la cara. Por un momento, me obligué a mirarla; por un instante, hube de afrontar la fiebre ardiente de sus mejillas, la mirada vitrea de sus ojos enrojecidos, la distorsión de los labios resecos, su repugnante manera de aferrar el aire con los dedos extendidos como garras. El dolor agónico que me produjo esa visión fue más de lo que estaba preparado para soportar y hube de apartar la cabeza y ocultar la cara, horrorizado.
–¡Compóngase! – susurró el doctor-. Ahora que está en calma, hable con ella. Hable con ella antes de que empiece otra vez, llámela por su nombre.
¡Su nombre! ¿Cómo iba a brotar de mis labios su nombre en un momento así?
–¡De prisa! ¡De prisa! – exclamó Mr. Bernard-. Inténtelo, ahora que tiene la oportunidad.
Luché contra los recuerdos del pasado y logré hablarle, y pongo a Dios por testigo de que le hablé con la misma amabilidad de antaño, ya que no con la misma felicidad.
–Margaret -dije-. Margaret, me has llamado y aquí estoy.
Alzó los brazos por encima de la cabeza y soltó un agudo chillido, terroríficamente prolongado, hasta terminar en gemidos y en murmullos. De nuevo apartó la cabeza al otro lado y se cubrió el rostro con el pelo.
–Me temo que esté demasiado ida -dijo el doctor-. De todos modos, inténtelo otra vez.
–Margaret -dije de nuevo-. ¿Es que me has olvidado? ¡Margaret!
Me miró una vez más. Esta vez, sus ojos secos y apagados parecieron ablandarse, y sus dedos se enredaron menos vehementemente en sus cabellos. Comenzó a reírse, con una risa grave, vacía, tétrica.
–Sí, sí -dijo-. ¡Ya sé que por fin ha venido! Basta que yo lo diga para que haga lo que yo quiera. ¡Traedme el bonete y el echarpe! Da igual, cualquier echarpe valdrá, aunque será mejor uno de luto, porque vamos al funeral de nuestra boda. ¡Ven, Basil! Volvamos juntos a la iglesia y descasémonos. Para eso quería que vinieras. No nos tenemos ningún aprecio: Robert Mannion me quiere más que tú y no se avergüenza de que mi padre sea un comerciante. Él no haría como que está enamorado de mí, no se casaría conmigo para mortificar el orgullo de su familia. ¡Venga! Yo misma diré al clérigo que lea al revés el servicio de los esponsales; así se convierte un matrimonio en agua de borrajas, como todo el mundo sabe.
Cuando estas últimas y disparatadas palabras escapaban de sus labios, alguien llamó desde abajo a Mr. Bernard. Salió un minuto y entró de nuevo, para decirme que debía acudir a visitar a una persona que había enfermado repentinamente y que debía atender sin tardanza.
–El médico al que encontré aquí la primera vez que vine -dijo- tuvo que marcharse esta misma noche al campo, para celebrar consulta sobre una operación, según tengo entendido. De todos modos, si algo sucede estaré a su servicio. Aquí tiene la dirección de la casa a la que ahora me dirijo. – La anotó en una tarjeta-. Si me necesita, mándeme a buscar. Volveré en todo caso tan pronto como pueda, para ver de nuevo a la enferma; ahora mismo ya parece más tranquila, y quizá se tranquilice mucho más si usted permanece más tiempo a su lado. La enfermera de guardia está en la planta baja; le diré que suba en cuanto baje. Mantenga la habitación bien ventilada, con las ventanas abiertas, tal como están. No se aceque demasiado a ella, no respire el aire cerca de ella, y no tiene por qué temer el contagio. Es la primera vez que la he visto mirar en la misma dirección durante dos minutos seguidos; yo incluso diría que lo ha reconocido. Aguarde a mi regreso, si es que buenamente puede. No tardaré más de lo estrictamente necesario.
Salió apresuradamente de la habitación. Me volví a la cama y vi que me seguía mirando. No cesó de mascullar entre dientes mientras Mr. Bernard me hablaba y tampoco dejó de hacerlo cuando llegó la enfermera.
Sólo de ver a esa mujer, nada más entrar, me sentí enfermo y pasmado. Todo lo que ya era de natural repulsivo en ella resultaba doblemente nauseabundo por estar investido por las características de la borracha habitual, que me miraba con ganas de fulminarme, con el rostro purpúreo e hinchado, a la vez que se encorvaba. Ver sus manos recias y torpes sacudir la almohada al intentar ahuecarla mecánicamente; verla de pie junto al lecho, ora mofándose, ora refunfuñando, como si fuese la blasfemia hecha carne en una sagrada cámara mortuoria, fue como contemplar la más espantosa de todas las burlas, la más impía de las profanaciones. No hubo soledad en presencia de aquella agonía mortal que me pusiera a prueba tanto como me puso la visión de la vejez, la degradación y la disipación que de ese modo contaminaba la habitación de la enferma. Decidí esperar a solas junto al lecho, hasta que regresara Mr. Bernard.
No sin algunas dificultades logré hacer entender a la penosa borracha que podía marcharse a la planta baja, que ya la llamaría si me fuera necesaria su presencia. Finalmente comprendió lo que le dije y abandonó la habitación. Se cerró la puerta tras ella, y me quedé a solas, para asistir a los últimos momentos de vida que le quedaban a la mujer que me había llevado a la ruina y la perdición.
Mientras permanecía sentado junto a la ventana abierta, los ruidos que me llegaban de la calle me indicaron que comenzaba la noche. Oí el eco de muchos pasos, un áspero murmullo de voces enfrentadas, tan pronto cerca como lejos después. Las tabernas públicas dejaban en la calle a las muchedumbres embriagadas, las muchedumbres de un sábado por la noche: eran las doce.
Entre esos ruidos callejeros, esas desatadas procacidades y esas risas horrendas, la voz de la moribunda penetró en mis pensamientos, hablando con más lentitud y con más claridad, de modo más terrible aún que antes.
–Lo veo -dijo, a la vez que me miraba como si estuviera ausente, dando lentos manotazos en el aire-. ¡Lo veo! Pero está todavía muy lejos, no podrá oír nuestros secretos, y tampoco sospecha de ti, como sí sospecha mi madre. ¡No digas eso, no lo digas nunca más de él; se me encogen las carnes al oírtelo decir! ¿Por qué me miras así? Me siento como si estuviera sobre ascuas. Sabes que me gustas porque a la fuerza me has de gustar, porque no puedo evitarlo. No, no me digas que me calle; ya te digo que no puede oírnos, que todavía no puede vernos. No ve ni a un palmo de narices; tú te burlas de él como si fuera un idiota, yo me burlo igualmente de él. ¡Pero mucho cuidado! Dispondré de mi propio carruaje, para mí sólita; tienes que mantenerlo todo en secreto, para que pueda disponer de mi carruaje. Te digo que dispondré de mi carruaje, e iré en mi carruaje allí donde mi padre va caminando. Me da igual que las ruedas de mi carruaje lo salpiquen de barro. Así estaremos en paz, por algunos de los arrebatos que ha tenido conmigo. ¡Ya lo verás! ¡Iré a la tienda y encargaré los vestidos que me venga en gana encargar! ¡Cállate! ¡Ya te digo que no puede oírnos! Y me haré vestidos de terciopelo, en vez de los vestidos de seda que gasta su hermana. Y me los haré de seda, en vez de la muselina que ella gasta: soy una muchacha más fina que ella y por eso he de ir mejor vestida que ella. ¡A él le diré lo que haga falta, por supuesto! ¿Qué me he olvidado de decirle? No es tan fácil hacerle creer a todas horas que estoy enamorada de él, y menos aún después de lo que me has dicho. ¿Y si nos descubriese? ¿Que si estoy irritada? No más irritada que tú, desde luego. ¿Por qué no volviste de Francia a tiempo de impedirlo todo? ¿Por qué dejaste que me casara con él? Bonita mujer he sido para él; bonito marido ha sido él para mí, un marido que espera todo un año. ¡Ja, ja! ¿Y se las da de hombre, no es cierto? ¡Un marido que espera todo un año!
Me acerqué algo más a la mesilla y le hablé de nuevo, con la esperanza de arrastrarla con ternura a soñar con cosas mejores. No sé si me llegó a oír, pero es verdad que sus desatinados pensamientos cambiaron de rumbo, cambiaron siniestramente para ocuparse de sucesos posteriores.
–¡Camas! ¡Camas! – exclamó-. ¡Camas por todas partes, camas de moribundos! Y hay una que es más terrible que todas las demás, ¡fíjate en ella! ¡El rostro deforme, con el blanco de la almohada alrededor! ¿Que ese rostro es el suyo? ¿El suyo, que no tenía el menor defecto? ¡Nunca! ¡Es el rostro de un demonio; las uñas del demonio son las que lo han marcado! ¡Sácame de aquí! ¡Llévame lejos de aquí, aunque sea a rastras! No me puedo mover, esa cara está a todas horas delante de mí: me acorrala contra las camas, me quema por todas partes. ¡Agua, agua! ¡Arrójame al mar! ¡Arrójame a lo más hondo, lejos de esa cara que me quema!
–¡Ya, Margaret! ¡Ya, tranquila! Ten, bebe esto, que te refrescará. – Le di un sorbo de limonada que tenía en la mesilla.
–Sí, sí. Tranquila, como tú dices. ¿Dónde está Robert? ¿Dónde está Robert Mannion? ¿Que no está aquí? Pues entonces tengo un secreto que contarte. Cuando vayas a casa esta noche, Basil, y cuando reces tus oraciones antes de acostarte, reza para que caiga una tormenta con bien de rayos y truenos, y reza para que un rayo me alcance de lleno, y a Robert también. Faltan dos semanas para la fiesta de mi tía, y en dos semanas querrás que los dos estemos muertos, así que más te vale rezar a tiempo para que sea como te digo. A los dos nos quedarán bellos cadáveres. En mi ataúd deposita rosas escarlata si es que puedes encontrarlas, porque es el ataúd de la Mujer Escarlata, como se dice en la Biblia. ¿Escarlata? ¡Y a mí qué más me da! Es el color más osado del mundo. Robert te dirá a ti y a toda tu familia cuántas mujeres son tan escarlatas como yo: las virtuosas usan ese color en casa, en secreto; las viciosas se lo ponen fuera, en público. Ésa es la única diferencia, como él dice. ¡Rosas escarlata! ¡Rosas escarlata! Arrójalas a puñados en mi ataúd, arrójalas a cientos, ahógame en ellas, entiérrame bien abajo en la calle, en lo más oscuro y tranquilo, donde hay un ancho escalón de entrada a una casa, y una cara blanca y atónita, que se parece a la de Basil, que mira horrorosamente desde el umbral. ¡Ah! ¿Por qué tuve que conocerle? ¿Por qué tuve que casarme con él? ¿Por qué? ¿Por qué?
Pronunció estas últimas palabras con una cadencia lenta y comedida, horrorosa y burlesca réplica de una cantinela que solía tocarnos los domingos por la noche en North Villa. Luego se le quebró de nuevo la voz, se le espesó el tono, se hizo indiscernible lo que decía. Fue como el paso de las tinieblas a la luz del día, a ojos de un insomne, oír ya sólo sus murmullos incomprensibles después de haber descifrado sus terribles palabras.
Pasaron al final las fatigosas horas de la noche. Cada vez fueron más amplios los intervalos de silencio entre los ruidos esparcidos de la calle; cada vez se hicieron menos frecuentes los ruidos de los carruajes que pasaban de lejos, y el eco de los rápidos pasos de los que buscaban toda clase de placeres y ya se retiraban a sus casas. Por fin, ya sólo el recio caminar del policía que hacía la ronda perturbó el silencio de la madrugada. Con eso y con todo, la voz que surgía del lecho musitaba sin cesar, sólo que ahora en un tono lánguido, amodorrado; Mr. Bernard aún no había regresado; el padre de la muchacha moribunda tampoco acudió, desobedeciendo la apelación de la carta que lo convocaba por última vez a su lado.
(Entre los ausentes, había uno más todavía, uno cuya proximidad al lecho de la moribunda era preciso mantener a raya, uno cuya presencia maligna era de temer como una pestilencia y una plaga. ¡Mannion! ¿Dónde estaba Mannion?)
Me quedé sentado junto a la ventana, resignado a esperar en absoluta soledad a que llegara el final, observando mecánicamente aquellos ojos vacíos que no dejaban de mirarme; de repente, fue como si el rostro de Margaret desapareciera de mi vista. Me sobresalté, miré a mi alrededor. La vela, que había colocado en el otro extremo de la habitación, se había agotado por completo sin que me diera cuenta y expiraba sobre la palmatoria. Corrí a encender con el pábilo la vela que me quedaba sobre la mesa, pero llegué tarde. Parpadeó la llama unos instantes, el cuarto quedó sumido en las tinieblas.
Mientras buscaba a tientas una caja de cerillas, la voz de Margaret recuperó de nuevo su fortaleza.
–¡Inocente! ¡Juro que soy inocente! – la oí exclamar, quejosamente en la oscuridad-. ¡Soy inocente! ¡Mi propio padre puede dar testimonio de mi inocencia! ¡Ay, inocente de mí! ¡Ay de mí!
Repitió estas palabras una vez tras otra, hasta que de tanto oírlas se me confundieron los sentidos. Apenas acertaba a saber qué estaba palpando a tientas. De pronto, mis manos se quedaron quietas, sin buscar más. No supe por qué. ¿Se había producido algún cambio en la habitación? ¿Había más aire en ella, como si se acabara de abrir la puerta? ¿Es que algo se movía por el suelo? ¿Se había levantado Margaret de la cama? ¡No! Su voz plañidera hablaba intermitentemente, hablaba desde la misma distancia que siempre.
Me desplacé a buscar las cerillas en una cómoda que se hallaba cerca de la ventana. Aunque la madrugada estaba en su punto más negro y la casa se encontraba entre dos lámparas de gas, allí dentro llegaba un hálito de luz. Miré al interior de la habitación desde la ventana y me pareció ver una sombra que se movía cerca de la cama.
–¡Que se lo lleven de aquí! – oí gritar a Margaret con la voz más desatinada-. ¡Me está tentando con las manos, me está tentando la cara, quiere saber si estoy muerta!
Corrí a su lado, pero tropecé con algún mueble en la penumbra. Cuando me acercaba a la cama, noté que algo pasaba rápidamente entre ésta y el punto en que me encontraba. Me pareció que se cerraba una puerta. Se hizo el silencio por un instante; en el momento en que alargaba las manos, con la derecha palpé la mesilla que estaba junto al lecho de Margaret y acto seguido encontré la caja de cerillas que había quedado encima.
Cuando encendía una cerilla, su voz volvió a sonar muy cerca de mis oídos.
–¡Me está tentando con las manos, me está tentando la cara, quiere saber si estoy muerta!
Se encendió el fósforo. Mientras llevaba la lumbre a la vela, miré a mi alrededor y vi por primera vez que existía otra puerta en la pared más alejada de la habitación, y que daba a una especie de alcoba interior, iluminada como pude ver por los paneles de cristal que había en la parte superior de la puerta. Cuando intenté abrirla, descubrí que estaba cerrada por dentro y que la alcoba del otro lado estaba a oscuras.
A oscuras y en silencio, pero ¿no había nadie allí escondido, a oscuras y en silencio? ¿Cabía alguna duda de que unos pasos sigilosos se habían acercado a Margaret, de que unas manos no menos sigilosas la habían tocado mientras el cuarto estaba del todo a oscuras? ¿Dudaba? No había nadie en aquel rincón, ni en ningún otro. La suspicacia tomó la forma de una convicción en un visto y no visto, e identificó al desconocido que a oscuras había pasado sigilosamente entre la cama y yo, con el hombre cuya presencia más había detestado yo, la presencia de un espíritu maligno en la cámara mortuoria.
En secreto, acechaba dentro de la casa, aguardaba a sus últimos momentos, escuchaba sus últimas palabras, atento a su oportunidad, quizá para entrar de nuevo en la habitación y profanarla abiertamente con su presencia. Me coloqué junto a la puerta, resuelto, si se acercase, a arrojarlo de allí a empellones, a toda costa, lejos del lecho. No sé cuánto pude permanecer quieto, absorto y atento a la oscuridad de la alcoba interior, pero tuvo que haber pasado bastante tiempo hasta que el silencio que me envolvía me obligó a prestar atención. Me volví hacia Margaret; en un solo instante, todos los pensamientos que tenía previamente quedaron en suspenso sólo de ver lo que vieron mis ojos.
Su presencia se había alterado por completo. Sus manos, tan inquietas hasta ese momento, yacían inertes sobre el cobertor; sus labios no se movían; toda la expresión de su rostro había cambiado… Los rastros de la fiebre permanecían en todos sus rasgos, a pesar de lo cual había desaparecido la impresión de que tuviera fiebre. Tenía los ojos casi cerrados; su respiración agitada se había vuelto calma, lenta. Le busqué el pulso; le latía con suavidad, quebradizo y revuelto. ¿Qué indicaba esa pasmosa alteración? ¿Un restablecimiento? ¿Era posible? En el momento en que esa idea se me pasó por la cabeza, todas mis facultades se concentraron en la única ocupación de observar detenidamente su cara; ni por todo un mundo hubiese podido apartarme un solo instante del lecho.
Titilaba vagamente por la ventana el primer atisbo del alba, pero se produjo un nuevo cambio: exhaló un largo suspiro y abrió los ojos muy despacio para mirarme a los míos. Su primera mirada fue muy rara y muy asombrosa, muy difícil de sostener, pues era la mirada que en ella era natural, la calma mirada de la conciencia, restablecida y devuelta a como siempre había sido en el pasado. Duró tan sólo un momento. Me reconoció; instantáneamente, una expresión de angustia y de vergüenza voló por encima de su primer terror, de su primera sorpresa, para adueñarse de su cara. En vano se debatió por levantar las manos que había tenido tan agitadas toda la noche y que tan lacias tenía ahora. Un vago gemido de súplica salió de entre sus labios, y muy despacio volvió la cabeza sobre la almohada, como si quisiera ocultarme la cara.
–¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío! – murmuró con voz baja, plañidera-. ¡Le he partido el corazón y a pesar de todo aquí viene, a mi lado, a ser amable conmigo! ¡Esto es peor que la muerte! ¡Soy tan mala que no tengo perdón! ¡Déjame! ¡Déjame! ¡Oh, Basil, déjame morir!
Algo le dije, pero desistí casi de inmediato; desistí incluso de pronunciar su nombre. Sólo con oír mi voz, su sufrimiento de nuevo aumentó hasta la agonía; la desatada desesperación del alma que se debatía horrorosamente con la retorcida debilidad del cuerpo se manifestó en palabras y gritos espantosos, más allá de lo que la imaginación alcanza. Me hinqué de rodillas a su lado; la fuerza con que me había sostenido durante horas me abandonó en un instante, y rompí a llorar torrencialmente, a medida que mi espíritu brotaba a través de mis labios en una súplica por el suyo. Fueron lágrimas que no me humillaron, pues supe, a la vez que las derramaba, que la había perdonado.
Rayó el alba; gradualmente, según la luz exacta del nuevo día inundaba maravillosamente su lecho, según la fresca brisa del amanecer levantaba con ternura, juguetona, los rizos de su cabello que estaban esparcidos en desorden sobre la almohada, la calma volvió a su voz y la quietud y el reposo a sus extremidades. Pero ya nunca volvió hacia mí la cara; no fue así ni siquiera cuando hube de oír su última y débil súplica para que la dejase morir como merecía, ni cuando esa súplica final terminó dolorosamente en un último y gimoteante empeño por respirar. Esperé después largo rato; le hablé luego con dulzura, volví a esperar. La oía respirar aún, sólo que despacio, más despacio a cada minuto que pasaba. Le hablé por segunda vez, en voz más alta que antes. No me contestó, no se movió siquiera. ¿Estaba dormida? No sabría decirlo. Por alguna extraña influencia, me abstuve de dar la vuelta y de acercarme al otro lado de la cama, para mirarle la cara, que mantenía apartada de mí, casi escondida contra la almohada.
La luz fue en aumento y se volvió más cálida con la clara belleza del sol de la mañana. Oí unos rápidos pasos que se acercaban por la calle, que se detuvieron bajo la ventana. Una voz que no me costó reconocer me llamó por mi nombre. Me asomé y vi que Mr. Bernard por fin había regresado.
–No me ha sido posible volver antes -dijo-, era un caso desesperado y me daba miedo dejar a la enferma sola. Encontrará una llave en la repisa de la chimenea; arrójemela por la ventana y podré entrar sin más complicaciones. Cuando me marché, les dije que no cerrasen con pestillo.
Obedecí sus instrucciones. Cuando entró en la habitación, me pareció que Margaret se movía un poco, y con un gesto indiqué a Mr. Bernard que no hiciera ruido. Miró hacia la cama sin dar la menor muestra de sorprenderse y me preguntó en un susurro en qué momento y de qué manera le había sobrevenido el cambio. Se lo dije muy concisamente y le pregunté si había visto alguna vez un cambio como ése.
–Muchas veces -repuso-, he visto muchos cambios tan extraordinarios como éste, que dieron lugar a esperanzas que nunca se vieron cumplidas. Es preferible esperar lo peor por el cambio que ha visto con sus propios ojos. Es un indicio fatal.
Sin embargo, a pesar de lo que dijo, pareció como si temiera despertarla, ya que habló en voz muy baja y caminó de puntillas al acercarse al lecho.
Se calló de repente cuando estaba a punto de palparle el pulso, y miró hacia la puerta acristalada. Aguzó el oído.
–Me ha parecido -dijo como si hablara para sí- que oía moverse a alguien en esa habitación, pero debe de ser un error; es imposible que haya nadie levantado tan temprano en la casa.
Con esas palabras, miró a Margaret y separó con dulzura los cabellos que le caían sobre la frente.
–No la moleste -susurré-. Está dormida, sin duda que está dormida.
Hizo una pausa antes de contestarme y le puso la mano sobre el corazón. A continuación, estiró la sábana con suavidad, hasta que le hubo tapado la cara.
–Sí, está dormida -dijo con gravedad-. Está dormida, y ya nunca más despertará. Ha muerto.
Aparté la cabeza en silencio, pues los pensamientos que en esos momentos me embargaron no eran pensamientos que un hombre pudiera comunicar a otro.
–Triste escena para una persona de su edad -siguió diciendo, con amabilidad, mientras se alejaba del lecho-, pero debo decir que la ha soportado muy bien. Me alegro de saber que puede usted conducirse con tantísima calma durante una prueba tan ardua.
¿Con calma?
¡Sí! En ese momento era natural que estuviese en calma, pues recordé que no en vano la había perdonado.
Había quedado de mi cuenta asistir a sus últimos momentos; había quedado de mi cuenta conferir a sus restos la última caridad que pueden transmitir los vivos a los muertos. ¡Si me hubiese sido posible vislumbrar el futuro en aquel fatal día en que nos casamos, si hubiese podido saber que el único hogar que yo le diera, el único en el que ella habitara, iba a ser la sepultura…!
Su padre me había escrito una carta que destruí en su momento. Aunque ahora la tuviese en mi poder, me abstendría de reproducirla en estas páginas. Baste, pues, relatar aquí que ese individuo nunca perdonó el acto por el cual ella cercenó las mercenarias intenciones que él tenía sobre mí y sobre mi familia; baste reseñar que alejó de sí la sospecha y el disgusto de los parientes de su esposa (cuya hostilidad tenía sobrados motivos de índole pecuniario para temer como temía) acusando a su hija de haber sido la auténtica causa de que falleciera su madre, tal como afirmó que haría sin dudarlo; que se cuidó mucho de dar visos de sinceridad a la indignación que decía sentir contra ella, para lo cual se negó a acompañar sus restos al lugar en que hallarían descanso para siempre.
Ralph regresó a Londres tan pronto recibió la carta de Mr. Bernard que yo le remití. Me ofreció su ayuda en los últimos deberes que habían quedado de mi cuenta, y lo hizo con un afecto y una gravedad que nunca le había visto desplegar hacia mí. Sin embargo, Mr. Bernard se había ocupado generosamente de relevarme en todas aquellas responsabilidades que de uno u otro modo podrían ser desempeñadas por los demás. Por consiguiente, en esta ocasión no tuve necesidad de poner a prueba la pronta amabilidad de mi hermano.
Estaba a solas junto a la tumba. Mr. Bernard se había despedido de mí; los trabajadores y los merodeadores ociosos ya se habían marchado del cementerio. No había motivo ninguno para no seguir sus pasos, a pesar de lo cual me había quedado allí, inmóvil, con la mirada fija en la tierra recién removida, a mis pies, pensando en los muertos.
Así transcurrió algún tiempo, hasta que el sonido de unos pasos que se acercaban me llamó la atención. Alcé la mirada y vi a un individuo que llevaba un largo capote negro, cerrado del cuello a los pies. Sobre los ojos se había tocado con una visera que le ocultaba toda la parte superior de la cara; avanzaba lentamente hacia mí, con la ayuda de un bastón. Acudió directamente a la tumba y se plantó a los pies, frente a mí, que estaba en la cabecera.
–¿Me reconoce? – dijo de golpe-. ¿Reconoce en mí a Robert Mannion? – Al pronunciar su nombre, se quitó la visera y me miró a la cara.
Nada más ver a plena luz del mediodía ese rostro abrumador, esa fantasmal y descolorida apariencia que sólo da la enfermedad, amén de la repugnante deformidad de sus facciones y la feroz e inmutable expresión, maligna como nunca, que me escrutaba como si pudiera fulminarme con una mirada, con la misma mirada ultraterrena, de furia y de triunfo, que le había visto sólo un instante bajo el momentáneo resplandor del relámpago, aquella vez en que nos despedimos cuando ya escampaba la tormenta, me quedé sin habla allí donde estaba. Y no he olvidado esa impresión desde entonces. No debo olvidarla, si bien tampoco me atrevo a describir esa pavorosa visión, por más que ahora aparezca vivida en mi imaginación, por más que baile delante de mis ojos, mientras escribo, cargada con todo el horror de la primera vez, ni por más que descienda sobre mi ventana, molesta sombra que me oculta la radiante perspectiva de la tierra, del cielo y el mar, cada vez que levanto la mirada de la página que escribo para gozar de la belleza del paisaje de mi casa de campo.
–¿Reconoce en mí a Robert Mannion? – repitió-. Ahora que lo ve con sus propios ojos, ¿reconoce la obra que ha hecho con sus propias manos? ¿O acaso estoy tan cambiado que ya no me puede reconocer, tal como habría cambiado mi padre hasta el punto de que el suyo no le reconociera, si se hubiesen encontrado en la mañana en que fue ejecutado, de pie bajo la horca, con la caperuza sobre la cabeza?
Seguía sin poder hablar, sin poder moverme. Solamente pude apartar la mirada de él, horrorizado, y clavar los ojos en el suelo.
Se colocó de nuevo la visera y habló de nuevo.
–Bajo este terreno que ahora hollamos los dos -dijo, colocando un pie sobre la tumba-, ahí debajo, exactamente donde usted está mirando, está enterrada la última influencia que un buen día hubiese podido granjearle a usted tregua y misericordia por mi parte. ¿No pensó en esa única, última oportunidad que perdía cuando vino a verla morir? Yo le observé a usted, la observé a ella. Oí todo lo que usted oyó, vi todo lo que vio usted. Sé cuándo murió, y cómo, tan bien como lo sabe usted; compartí sus últimos minutos con usted, hasta el final. Quise seguir a pie firme, no renunciar a ella y dejarla a su merced, ni siquiera en su lecho de muerte; ahora quiero seguir a pie firme, y no dejarle a solas, como si su cadáver fuera de su exclusiva propiedad, aquí en su tumba.
Mientras decía estas últimas palabras noté que poco a poco recobraba el dominio de mí. No logré animarme a decir nada, aunque de muy buena gana hubiese hablado. Tan sólo se me ocurrió hacer ademán de marcharme, de dejarlo allí.
–Deténgase -dijo-, que lo que aún me queda por decir sigue siendo de su incumbencia. Tengo que decirle aquí cara a cara, sobre su cadáver, que lo que le dije en la carta que le escribí desde el hospital es exactamente lo que pienso hacer; pienso hacer que todos los días que le queden de vida sean una larga expiación de esta deformidad -dijo, señalándose la cara- y por esta muerte -volvió a apoyar el pie en la tumba-. No importa adonde vaya, que este rostro mío no se apartará de usted; esta lengua mía, que nunca podrá acallar si no es por medio de un crimen, despertará en contra de usted las supersticiones adormecidas, las crueldades de que es capaz la humanidad toda. El ruidoso secreto de aquella noche en que nos siguió a los dos apestará como una hedionda pestilencia a todos sus congéneres, sean quienes sean. Puede escudarse tras su familia y sus amigos, que yo le alcanzaré con saña por medio de los más queridos, los más valerosos. La próxima vez en que nos veamos, tendrá que reconocer con sus propios labios que actúo a la altura de lo que digo. ¡Viva, viva si quiere la libertad que Margaret Sherwin le ha devuelto con su muerte, que pronto se dará cuenta de que es la vida de Caín!
Se alejó de la tumba y me dejó a solas, yéndose por donde había venido. Sin embargo, su asquerosa imagen, más el recuerdo de las palabras que me había dicho, ya nunca me abandonó. Ni por un solo instante me dejó en paz cuando aún estaba en el cementerio; cuando me marché y estuve caminando por las calles, tampoco me dejó en paz un solo instante. El horror de aquel monstruoso rostro seguía estando ante mis ojos; el veneno de sus monstruosas palabras seguía en mis oídos cuando regresé a la casa en que me alojaba y me encontré a Ralph, que me estaba esperando en mi habitación.
–¡Por fin estás de vuelta! – dijo-. Estaba dispuesto a esperar a que regresaras, aun cuando hubiera tenido que pasarme el día entero aquí. ¿Sucede algo? No te habrás metido en un embrollo aún peor que antes, ¿eh?
–No, Ralph, no es eso. ¿Qué tienes que decirme?
–Algo que sin duda te sorprenderá, Basil. He venido a decirte que te vayas de Londres cuanto antes, sin esperar a más. Tienes que marcharte por tu propio interés y por el de todos los demás. Mi padre ha descubierto que Clara ha venido a verte algunas veces.
–¡Cielo santo! ¿Cómo ha sido?
–Eso no me lo quiere decir; lo cierto es que se ha enterado. Sabes muy bien qué opinión le mereces; dejo que tú mismo imagines lo que piensa de Clara por haber venido hasta aquí.
–¡No, no! ¡Dímelo tú, Ralph! ¡Dime cómo soporta su desagrado!
–Todo lo mal que puedas imaginar. No contento con haberle prohibido expresamente que vuelva a pisar esta casa nunca más, ahora solamente manifiesta que está muy ofendido con su continuo silencio, y es exactamente eso, cómo no, lo que a ella más le inquieta. Entre la idea que tiene de la absoluta obediencia que a él le debe, y la idea contraria y no menos asentada de sus deberes fraternos para contigo, se siente sumamente desdichada a todas horas del día y de la noche. Si las cosas siguen como están, no quiero ni pensar cómo habrá de terminar. Y ya sabes que yo no me asusto con facilidad. Por eso, Basil, te pido que me escuches: eres tú quien ha de poner fin a este asunto, y es asunto mío comunicártelo tal como lo siento.
–Haré todo lo que tú quieras, haré lo que sea en beneficio de Clara.
–Entonces has de marcharte de Londres y poner así fin a la lucha que ella siente entre su deber y su inclinación. Si no lo haces, mi padre es muy capaz de llevársela de inmediato a la casa de campo, aun cuando tenga importantes asuntos que debe atender aquí en Londres. Escríbele una carta a Clara, dile que te has marchado por un asunto de salud, por cambiar de aires y encontrar más paz de espíritu; dile que te has marchado, en resumidas cuentas, para volver cualquier día de éstos. Y no le digas adonde te vas, ni me lo digas a mí, porque ella con toda seguridad me lo preguntaría, y yo tendría que decírselo si en realidad lo supiera. En tal caso, a lo mejor daría en escribirte, y eso también podría descubrirlo mi padre. Si le das cuenta de tu ausencia como es debido, no podrá inquietarse más de lo debido. Al menos, se inquietará menos de lo que está ahora, y eso ya es digno de ser tenido en consideración. Y si te marchas, será muy bueno para tus intereses, tanto como para Clara. Ya son dos cosas dignas de ser tenidas en consideración, ¿no crees?
–No importan mis intereses. ¡Clara! Tan sólo puedo pensar en Clara.
–Pero tú también tienes intereses por los que debes mirar, Basil, y debes tenerlos muy en cuenta. Le referí a mi padre la muerte de la desdichada mujer, le hablé de tu noble comportamiento cuando ella estaba muñéndose. No, no me interrumpas, Basil; fue un noble comportamiento, ya lo creo. ¡Yo no hubiese podido hacer lo que hiciste tú! Me di cuenta, de todos modos, de que se quedaba mucho más impresionado de lo que estaba dispuesto a reconocer. El vuelco que han dado las circunstancias le ha causado una profunda impresión. Tienes que dejar ahora que esa impresión se fortalezca, y en seguida estarás a salvo. En cambio, si la echas a perder quedándote en Londres después de lo ocurrido, y si obligas a Clara a permanecer en este dilema, querido compañero, terminarás por destrozar tu mejor posibilidad de salir bien parado. Si te quedas es como si de algún modo le desafiaras a él; si te marchas, le estás haciendo una concesión muy apropiada.
–Me marcharé, Ralph. Me has convencido de que debo marcharme. Mañana mismo me iré, aunque no sé adonde.
–Tienes todo el día por delante, piénsalo bien. Yo que tú me iría al extranjero y procuraría divertirme, claro que tu concepto de la diversión seguramente no tiene nada que ver con el mío. En todo caso, vayas donde vayas siempre podré proporcionarte dinero; puedes escribirme después de llevar un tiempo fuera, que yo te contestaré tan pronto como tenga buenas noticias que darte. Sólo te pido que seas fiel a la determinación que has tomado, Basil, y te doy mi palabra de que estarás de vuelta en casa, en tu estudio de siempre, en cuanto pasen unos cuantos meses.
–Pondré fuera de mi alcance la tentación de no seguir mi resolución escribiendo a Clara de inmediato y te daré la carta a ti para que tú se la entregues mañana por la tarde, cuando ya lleve unas horas lejos de Londres.
–¡Así se habla, Basil! ¡Eso es hablar y actuar como un hombre, sí, señor!
Escribí de inmediato y di cuenta de mi repentina ausencia, tal como Ralph me había aconsejado; escribí con gran congoja todo lo que se me ocurrió que pudiera tranquilizar y alegrar a Clara. Y sin permitirme un instante de vacilación, le entregué la carta a mi hermano.
–La recibirá mañana por la tarde sin falta -dijo-, y mi padre sabrá por qué razón te ausentas de la ciudad al mismo tiempo. Cuenta conmigo, que yo me encargo de esto, como de todo lo demás. Ahora, Basil, debo despedirme de ti… A menos que estés de humor para venir a conocer mi casa esta noche. ¡Ah! Entiendo que no te apetezca precisamente ahora, así que adiós, compañero. Escríbeme cuando te veas en cualquier necesidad; recupera el ánimo y la salud, y no tengas la menor duda de que el paso que ahora das es lo mejor para Clara y para ti.
Se marchó con prisa de la habitación, pues obviamente sentía la despedida mucho más de lo que estaba dispuesto a dejar que yo descubriese. Me quedé a solas el resto del día, pensando en el lugar al que encaminaría mis pasos al día siguiente.
Sabía que lo mejor sería que me fuera sin duda de Inglaterra, pero de pronto fue como si hubiera crecido en mí un anhelo por mi país como nunca había sentido anteriormente, una intensa nostalgia de la tierra en que vivía aún mi hermana. Ni una sola vez me llevaron mis pensamientos a tierras lejanas; sopesé con toda la calma que pude en qué dirección me marcharía de Londres.
Mientras estaba aún sumido en las dudas, las más antiguas impresiones de mi infancia volvieron a mi memoria. Por influjo de estas impresiones pensé en Cornualles. Mi aya era de Cornualles; mis primeras ensoñaciones, mis primeras sensaciones de curiosidad habían sido excitadas por los cuentos de Cornualles que ella me refirió, por sus descripciones del paisaje, de las costumbres, de la gente de su tierra natal, con las que siempre estuvo dispuesta a entretenerme. A medida que iba creciendo acaricié el proyecto de viajar alguna vez a Cornualles, y este proyecto siempre estuvo entre mis preferidos. Quise explorar aquella ignota tierra del Occidente, a ser posible a pie, y recorrer todos sus rincones. Ahora, sin que el menor motivo relacionado con el placer influyera en mi decisión; ahora que había de marcharme solo, sin techo que me cobijase, presa de la incertidumbre, apesadumbrado, acosado por el peligro, aquella pretérita ensoñación siguió haciendo valer su influencia y así me indicó mi camino, que iba a transcurrir por entre los rocosos confines de la costa de Cornualles.
La última noche que pasé en Londres fue una noche terrible, debido más que nada a la temible presencia de Mannion en mis sueños y a la tristeza que me venció durante la vigilia al pensar en el día en que había de separarme de Clara. No obstante, no me falló la resolución que había tomado y en toao momento seguí decidido a marcharme de Londres por su bien. Cuando llegó la mañana, recogí mis contadas pertenencias, añadí un par de libros y estuve en seguida listo para partir.
Mi camino por las calles de Londres me llevó cerca de la casa de mi padre. Cuando transitaba por aquella vecindad que tan bien recordaba, el dominio de mí que había tenido hasta entonces me abandonó por completo, tanto que me detuve y me interné por la plaza, con la esperanza de ver a Clara una última vez antes de partir. Con cautela y lleno de dudas, como si fuese un intruso ya en la vía pública, alcé los ojos hacia la casa que ya no era mi casa, hacia las ventanas del dormitorio y la sala de mi hermana, contiguas las dos. No estaba de pie ante ninguna de ellas, ni tampoco pasó accidentalmente de una estancia a otra en esos momentos. Aun así, no me pude persuadir de marcharme. Pensé en los muchos, muchísimos actos de amabilidad desinteresada que había tenido ella conmigo, y que hasta ese momento nunca había apreciado quizá en todo su valor. Pensé en todo lo que había tenido que sufrir por mí, pensé en lo que tal vez aún había de padecer por mí, y el anhelo de verla una vez más, aunque sólo fuera un instante, me llevó a permanecer más tiempo aún cerca de la casa, a mirar en vano aquellas ventanas desiertas.
Era una mañana de otoño resplandeciente y fresca. Tal vez hubiera salido al jardín de la plaza, como hacía muy a menudo al menos cuando yo aún vivía en la casa, para sentarse a leer un rato al aire libre. Di la vuelta a la verja, buscándola por entre las brechas del follaje; ya casi había recorrido de ese modo todo el perímetro del jardín, cuando me llamó la atención la figura de una dama sentada a solas bajo uno de los árboles. Me detuve, la miré con detenimiento, comprobé que era Clara.
Tenía el rostro casi totalmente apartado de mí, pero la reconocí por el vestido, por su figura, incluso por su postura, sencilla como era. Estaba sentada con las manos sobre un libro cerrado que reposaba sobre su rodilla. A sus pies dormitaba un pequeño spaniel que yo le había regalado; daba la sensación de que estaba mirando al animal, al menos por la inclinación de su cabeza. Cuando me desplacé a un lado, por ver si lograba verle la cara, los árboles la taparon de mi vista. Tuve que conformarme con lo poco que alcanzaba a vislumbrar de ella a través de una de las brechas del follaje, por la que podía ver bastante bien el sitio en que estaba sentada. Hablar con ella, arriesgarme a la tristeza inmensa que a los dos nos causaría la despedida, era más de lo que me hubiese atrevido a intentar. Hube de limitarme a permanecer de pie, en silencio, y a mirarla -¡quizá por última vez!– hasta que las lágrimas me anegaron los ojos, de modo que ya no pude ver más. Me resistí a la tentación de secármelas. Mientras las lágrimas me impedían verla, mientras me era imposible verla por más que quisiera, me alejé del jardín y salí de la plaza.
Entre todos los pensamientos que se arracimaron en mí cuando me alejaba paso a paso de la vecindad en que se hallaba la que había sido mi casa, entre todos los recuerdos de los sucesos del pasado -desde el día en que conocí a Margaret Sherwin hasta el día en que estuve de pie ante su tumba- que me trajo a la memoria el mero hecho de marcharme de Londres, por vez primera se formó en mí una duda que desde ese día y hasta el día de hoy no me ha dejado a sol ni a sombra: la duda de si Mannion no estaría siguiéndome en secreto, recorriendo tras mis pasos todo mi camino.
Instintivamente me di la vuelta y miré atrás. A lo lejos se movían muchas figuras de transeúntes; en cambio, la figura que había visto en el cementerio contiguo a la iglesia no era visible entre todas ellas. Poco más adelante volví de nuevo la vista atrás, pero obtuve idéntico resultado. Después, dejé pasar un intervalo más largo hasta que me detuve por tercera vez, para darme de nuevo la vuelta y escrutar la calle con ojos ansiosos y suspicaces. A cierta distancia, por la otra acera, me fijé en un individuo que estaba quieto (como lo estaba yo) entre la muchedumbre en movimiento. Tenía una estatura comparable a la de Mannion; llevaba una capa como la que llevaba Mannion cuando se acercó a mí ante la tumba de Margaret. No pude precisar nada más; me hubiera sido preciso cruzar la calle. Los vehículos que transitaban por la calzada y los peatones que se movían sin cesar me impedían verlo a las claras, al menos desde el punto en que me encontraba.
Esa figura visible sólo a ratos, ¿era la figura de Mannion? ¿Sería cierto que me seguía los pasos? A medida que esta sospecha ganaba peso en mis pensamientos, repentinamente me volvió a la mente el recuerdo de su amenaza en el cementerio: «Puede usted escudarse tras su familia y sus amigos, que yo le alcanzaré con saña por medio de los más queridos, los más valerosos». Y trajo consigo un pensamiento que me llevó a seguir mi camino sin más tardanza. Ya nunca volví a mirar atrás, pues me dije lo siguiente: «Si realmente me sigue, no debo rehuirlo, y no lo pienso rehuir; el mejor resultado de mi partida será que arrastre tras de mí su presencia destructora, alejándola así a una distancia segura de mi familia, de mi hogar».
Por eso, ya no me desvié de mi camino, ni tampoco apresuré mis pasos, ni volví la vista atrás. A la hora que había resuelto, marché de Londres camino de Cornualles sin hacer el menor intento por disimular mi partida. Y aunque supiera que casi con toda seguridad me estaba siguiendo, ya nunca lo volví a ver: nunca descubrí si me seguía el rastro de cerca o de lejos.
Han pasado dos meses desde esa fecha y ahora no sé de él más de lo que sabía entonces.